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CRÓNICA/NOVELA/LIBRO DE VIAJES
ANTONIO CAMOU

Los autonautas de la cosmopista (1983)
de Julio Cortázar y Carol Dunlop

El penúltimo viaje de los autonautas

     Hace cuarenta años, entre el domingo 23 de mayo y el miércoles 22 de junio de 1982, Julio Cortázar y Carol Dunlop emprendieron un “viaje atemporal” por la autopista que conecta París con Marsella. Si Google no miente ni se equivoca por mucho, los 775,2 kilómetros se pueden recorrer en 7 horas y  26 minutos, pero los expedicionarios se tardaron treinta y tres largos, delirantes y felices días, en virtud de las estrictas reglas que se fijaron para la inusual travesía: cumplir el trayecto “sin salir ni una sola vez de la autopista”; explorar “cada uno de los paraderos, a razón de dos por día, pasando siempre la noche en el segundo”; efectuar “relevamientos científicos de cada paradero, tomando nota de todas las observaciones pertinentes”; e inspirándose en los relatos de viajes de los grandes exploradores del pasado, “escribir el libro de la expedición” (p. 29). 

     Mezcla de crónica, parodia de las narraciones de viaje, novela por entregas y lúdico collage de fotos, dibujos, mapas, planos, reflexiones al paso y otras yerbas, Los autonautas de la cosmopista –publicado originalmente en 1983- es un libro escrito por cronopios para ser leído especialmente por otros locos y locas lindas. “Dedicamos esta expedición y su crónica –nos dicen de entrada les autores- a todos los piantados del mundo y en especial al caballero inglés cuyo nombre no recordamos y que en el siglo dieciocho recorrió la distancia que va de Londres a Edimburgo caminando hacia atrás y entonando himnos anabaptistas”.

     A diferencia del caso de Cristóbal Colón y de otros temerarios navegantes con menor fortuna, uno de los principales objetivos de la expedición -verificar la eventual existencia de Marsella- se cumplió ampliamente, según lo demuestran unas profusas fotografías tomadas por los viajeros en el puerto de llegada. Y aunque no contemos con documentación fidedigna a mano, entendemos que el rotundo éxito de la epopeya ha suscitado múltiples réplicas de otros expedicionarios –desde entonces hasta hoy-, que han acometido excursiones con análoga finalidad civilizatoria, tal como corroborar la discutible realidad de San Clemente del Tuyú, de Venado Tuerto o de Salsipuedes. 

     Claro que Los autonautas es también, a su manera, un libro militante. Por supuesto, en un registro muy distinto a Libro de Manuel (1973) o a las colecciones de ensayos y artículos de opinión escritos a lo largo de varios años, y que de manera simultánea con la expedición, Cortázar había comenzado a reunir en volúmenes integrales: desde Nicaragua tan violentamente dulce (1983) hasta Argentina: años de alambradas culturales (1984), que aparecería de manera póstuma. Así, de entrada se nos advierte desde la primera página: “Los derechos de autor de este libro, en su doble versión española y francesa, están destinados al pueblo sandinista de Nicaragua”. Y ese posicionamiento se traslada a un hecho -cargado de inquietud y de dolor- que acompañará a los viajeros a lo largo de todo el itinerario, en particular por las noches, cuando sintonicen las noticias de la BBC de Londres para rescatar alguna información medianamente creíble sobre la Guerra de Malvinas. Se trata de una confrontación que el libro no trepida en calificar de “imbécil”, “siniestra” o “estúpida”, y con filosa lucidez nos entrega un análisis que nos sigue interpelando hoy:

     ¿Cómo no llenarse de angustia ante la siniestra pantomima de una junta militar que, sabiéndose rechazada por la población civil, opta por una fuga hacia adelante y se lanza a la reconquista de las Malvinas, sabiendo perfectamente que eso manda a la muerte a millares de conscriptos mal entrenados y equipados? ¿Cómo no sentir náuseas frente a la estúpida adhesión de una mayoría de argentinos que en estos últimos años han vivido día tras día la opresión, los asesinatos, la tortura y la desaparición de millares de compatriotas? (pp. 87-88).

     Pero tal vez el sentido político más sugerente que entrega el libro haya que buscarlo por otro lado. Mirada en perspectiva, la obra es en buena medida la contracara, y hasta cierto punto también la lejana prolongación, del cuento “La autopista del sur”,  publicado por Cortázar en 1966, en el volumen Todos los fuegos el fuego. Ambientados en la misma ruta, y más o menos en la misma época del año, sería demasiado largo constatar la ristra de parecidos y diferencias entre ambos textos, aunque algunas pocas observaciones nos ofrecen tela para cortar en la dirección que insinuamos. 

     De entrada, una pequeña discrepancia  espacial y una coincidencia temporal: en un caso, el viaje parte de la capital francesa a Marsella, mientras que en el relato del embotellamiento los viajeros marchan de regreso a París –también un domingo- luego de un fin de semana. Claro que el mayor contraste se da entre el aire kafkiano de pesadilla urbana que respira el cuento –automovilistas atascados varios días en el camino por causas que nunca se develan, expuestos a las inclemencias del tiempo, sin agua ni provisiones, etc.-, y el destino elegido de vacación feliz que anima a Los autonautas

     No obstante, en los dos textos se ponen de manifiesto los trazos de un orden social emergente y paralelo al de la realidad cotidiana de la ciudad, con sus problemas y desafíos. En “La autopista del sur” el orden social precario y vacilante surge de la propia interacción de los protagonistas, forzados por las circunstancias adversas e imprevistas que deben enfrentar, y de las que tratan de escapar. Sólo la resignación ante el hecho consumado de que el problema de tráfico no se resolverá de un momento a otro, mueve a los afectados a aceptar el “acuerdo tácito” de descansar y recargar fuerzas para estar mejor pertrechados en la lucha del día siguiente. Podríamos decir que se trata de un tipo de orden inter-accional, especialmente analizado en diversas obras por el sociólogo canadiense Erving Goffman, fallecido prematuramente en el mismo año que se produjo el viaje. Así, como señala en “El orden de la interacción” (1991), su obra póstuma, la co-presencia corporal –constituida en un espacio y un tiempo determinados– “lleva implícitos riesgos y posibilidades”, por lo cual da lugar a una amplia gama de “técnicas de control social” a través de las cuales los participantes tratan de manejar los posibles resultados de sus acciones. Un punto por demás interesante es que en ese orden circunstancial, contingente, fruto de la misma emergencia, se cuelan las marcas discriminadoras del otro orden más profundo y estructural en el que han sido socializados los viajeros y viajeras que sufren el inusitado percance. Por ejemplo, cuando hay que organizar las distintas tareas destinadas a garantizar la supervivencia, las mujeres serán las encargadas de atender a los niños y de cuidar a los enfermos, mientras los hombres son los exploradores que van en busca de agua y de comida. 

     En la obra de Cortázar y Dunlop, en cambio, el orden surge por la construcción deliberada de un juego de reglas consensuadas que organiza la vida de los protagonistas; no importa que esas normas puedan parecer estrambóticas a simple vista para el común de los mortales, lo significativo es que son voluntariamente aceptadas por los jugadores; e incluso son acatadas por sus amigos y amigas que los visitan y les traen alimentos frescos, o les hacen compañía en algunos paradores estrictamente prefijados para recibir huéspedes provenientes del mundo normal, al que, más temprano que tarde ambos tienen la certeza de regresar. Se trata, además, de un orden equitativo, donde los protagonistas se reparten las tareas domésticas que involucra el viaje: los dos alternativamente hacen la comida, lavan la ropa o mantienen limpio el vehículo, que por derecho propio es el tercer personaje de la historia, el dragón Fafner.   

     En El cemento de la sociedad (1997), desde un enfoque de elección racional, Jon Elster analiza dos tipos de orden social: por un lado, el de “configuraciones de conducta estables, regulares, predecibles”; por otro, el de “conducta cooperativa”. En paralelo, habría entonces dos tipos de desorden: el primero es la visión del mundo que nos entrega Shakespeare en Macbeth, esto es, la vida concebida como “ruido y furia”, un cuento “contado por un idiota”; el segundo tipo de desorden queda bien expresado por la visión que Thomas Hobbes ofrece del estado de naturaleza en el Leviathan: un espacio de relaciones donde la vida humana es “solitaria, pobre, sucia, brutal y breve” (pp. 13-14). Una curiosidad no menor del texto de Cortázar y Dunlop es la de construir –desde una racionalidad con “arreglo a valores”, diríamos en los clásicos términos weberianos- un nuevo orden cooperativo, si bien acotado en el tiempo y el espacio, que pone en cuestión la estabilidad, la regularidad y la predictibilidad del orden dominante. 

     En el marco de la discordancia entre las dos historias llama la atención el uso de una misma figura -para caracterizar un aspecto común de ambas situaciones- pero con una valencia diametralmente opuesta. En un caso, los autonautas hacen un explícito elogio de la lentitud y se congratulan de todo lo que pueden llegar a “descubrir al entrar en un ritmo de camellos después de tantos viajes en avión, metro, tren” (p. 42); en el otro, los indignados viajeros varados en el camino se quejan a viva voz por el atropello de “someter a millares de personas a un régimen de caravana de camellos” (p. 12). Pero justamente es ese ritmo lento, planeado por unos y padecido por otros, el núcleo de la incongruencia con respecto a la conducta habitual y esperable en una autopista: ir a gran velocidad. Por eso, al concluir el cuento publicado en 1966 –cuando los automovilistas pueden retomar su marcha habitual-, el relato deja en suspenso una clave de interpretación que abre una fisura entre lo corriente y lo extraño, entre lo aceptado y lo posible, entre lo normal y lo diferente; y a partir de ese desplazamiento en la mirada es posible empalmar esa historia con la aventura que van a emprender una década y media después. Dice Cortázar: “…y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia delante”.

     Finalmente, Los autonautas nos cuenta una historia de amor -bella y breve, intensa y triste-, porque para quienes conocemos el final de la película el texto respira un perfume de paraíso perdido y de ilusiones truncas: “Volvimos a París llenos de planes: terminar juntos el libro, dar sus derechos de autor al pueblo nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente”. Y aunque ellos todavía no lo saben en su eterno presente de papel, de mapas y de dibujos, nosotros sabemos que a los dos trotamundos los persigue la sombra terca de una inminente despedida. 

     Apenas terminada la expedición, los infatigables viajeros emprenden una nueva visita a Nicaragua “donde había y hay tanto que hacer”. Allí Carol –cuenta el Enormísimo Cronopio en la última página- reanudó “su trabajo de fotógrafa mientras yo escribía artículos para mostrar en todos los horizontes posibles la verdad y la grandeza de la lucha de ese pequeño pueblo que infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad”. Pero el destino había marcado las cartas: la salud de la joven mujer –tenía apenas 36 años- “empezó a declinar, víctima de un mal que creímos pasajero porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más hermoso”.

     Los autonautas de la cosmopista se publicó poco tiempo después del fallecimiento de Carol Dunlop y apenas cuatro meses antes de la muerte de Cortázar. Ambos están enterrados en la misma tumba del Cementerio de Montparnasse, por donde desfilan peregrines venides de los cuatro puntos cardinales que dejan flores, libros, cigarrillos, botellitas de whisky, lápices de fieltro, boletos de metro, tickets de peaje, mensajes garabateados en cualquier idioma, y piedritas de todas las formas y colores para seguir jugando a la rayuela.   

 

ANTONIO CAMOU

Es profesor-investigador del Departamento de Sociología (FaHCE-IdIHCS- UNLP) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés.