Se sabe: 1982 fue un año que se partió al medio; más que imposible, inaudito hubiera sido que la guerra de Malvinas no lo desgarrara. Pero no se trató de un desgarro cualquiera, mucho menos del que hubiera cabido suponer. Tan cierta es esta partición como que ni una punta ni la otra de ese año se terminan de revelar con nitidez, y en su opacidad le agregan bruma a la llamada recuperación democrática que hoy con renacido y tenue fervor muchos festejan. La epopeya estilizada que complace.
Entre el 18 y el 28 de febrero, Mercedes Sosa ofrece en el Teatro Ópera, a cuadra y media del Obelisco, un mismo recital que cada noche, con músicos invitados que varían, escuchan dos mil doscientas personas. Finalmente serán trece funciones. Para lo que nos interesa en este comentario, este acontecimiento artístico ineludiblemente político abre el año que tiene broche, aunque uno que a todas luces tuvo otra gestación y procede de otra fábrica, con Charly García en la cancha de Ferro colmada por una multitud que se estimó cercana a las treinta mil personas. Policía uniformada y de civil no sólo se apostaba en los alrededores del Ópera, sino adentro mismo del teatro. El 26 de diciembre, en la cancha del barrio de Caballito, no se vio ni un agente de seguridad. Se dijo que fue la clave de que no hubiera habido desbordes, de que se sortearan los hechos de violencia. 1982: despertar con Canción con todos e ir a dormir con No bombardeen Buenos Aires.
Poco más de un mes antes de la movilización de la CGT que no llegaría a la Plaza de Mayo por la represión, Mercedes Sosa invita a creer que no sólo sus pies habían vuelto a pisar suelo argentino sino que con su cuerpo retornaba algo sustancial de un pasado que la dictadura había hecho mucho por erradicar. Incluso, y sobre todo, de los setenta. “Siempre ha sido mi objetivo volver a cantar en la patria. La patria significa algo muy importante para mí, es donde inicié mi carrera, donde me he casado, donde tuve mi hijo, donde fundamos el movimiento Nuevo Cancionero en 1962, por el cual recibimos burlas –decían que era cosa de locos-, donde encontramos a esa juventud fuerte y pujante.” Patria dicha por esta tucumana, por la Negra como se la vuelve a llamar en diarios y revistas, rezuma sentidos que se creían olvidados. Patria y vida, patria y juventud maravillosa. Sobrevuela este asunto en las crónicas, la que más explícitamente lo plantea es la de Jorge Aulicino en Clarín: “Fácil era ver que gran parte de la concurrencia era la misma que había asistido a los primeros pasos de Mercedes Sosa a fines de la década del sesenta. Bien pasados los treinta, muchos de ellos ostentando bigotes poblados, aunque sin esa caída a lo Emiliano Zapata que fue característica. El clima ‘revival’ –si se excusa esta palabra- era perceptible incluso en algunas conversaciones: ‘Te acordás cuando la escuchamos cantar en aquella peña? Fue la vez que…’” El dedo que aprieta pausa pero esta vez para desactivarla. Si se nos permite, digamos que mucho antes de 2019 lo desplazado había vuelto y mejor, depurado, sin ferocidad, limpio de rabia. ¿Todo eso encierra el cambio sutil en los bigotes? En el prólogo de 1982, cantar ‘tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando’, tiene un significado prácticamente unívoco. Una señal, de las primeras, que indicaba que, en línea con lo que propone Pilar Calveiro, la sociedad había sobrevivido a la dictadura y a los campos. Incólumes, se está del mismo lado, en la misma posición.
Charly García en Ferro, entre la Navidad y el brindis de fin de año, expresa lo nuevo, lo inesperado si en la mano se tiene la brújula que aporta el pasado, incluso incomprensible para algunos. Por supuesto, el rock ya había dado señales muy claras de renovación, Virus era una de las bandas que la encarnaban, pero las voces de quienes resistían ese giro –el mismo Serú Girán petulante de ‘mientras miro las nuevas olas yo ya soy parte del mar’- eran lo suficientemente poderosas para apenas permitirle que levantara cabeza. En diciembre de ese año bélico y veleidoso, García es la apoteosis de lo nuevo. Que se entienda: de lo nuevo que comunica con un público también inimaginado, que ya no precisa butacas para escuchar música. O sea, sintonizan el rockero que presenta su primer disco solista, Yendo de la cama al living, y esa multitud, se aceptan. De la despedida de Serú Girán en el estadio cerrado de Obras en los primeros días de marzo de ese mismo año –o de la de Sui Generis 1975 en el Luna Park-, a esta otra dimensión que se tornará común para el rock. (Ya que estamos, recordemos, y el contraste sirve tanto para los trece Óperas como para Ferro, que Alfonsín por el momento sólo había llenado la Federación de Box un mes después del final desastroso de la guerra; y que el 17 de octubre, en Atlanta, el acto se partió y por muy poco los enfrentamientos no fueron severos.) Quizás, con la música en los oídos, valdría atenuar estas afirmaciones, porque no son más que cuatro los temas que decididamente se alejan de su propuesta musical previa, de Sui Generis, de La máquina de hacer pájaros y de Serú Girán. En “Yendo de la cama al living”, en “No bombardeen Buenos Aires”, en “Peluca telefónica” y, hasta ahí no más, en “Yo no quiero volverme tan loco” no queda huella folk o de pretenciosidad sinfónica. Los demás, a no ser por algunas líneas de las letras, no desentonarían en esos viejos caminos. O sea, es lo que sigue de su obra, esos discos que vienen como ametralladora, lo que marca claramente la ruptura. Entonces, si no es enteramente la música, ¿la impresión de novedad se impone por Fiorucci, por el inusual contrato con una marca de ropa que esponsorea el “show”? ¿Es por el halo de superestrella que llega en un Cadillac rosa hasta el escenario y es presentado en francés por Jean Francois Casanovas? ¿Es por el despilfarro escénico que recrea con fuegos artificiales el ataque que no fue sobre Buenos Aires? ¿O es el poderosísimo juego que propone la iluminación en esa hermosa noche de verano? Cada una de estas cosas, si se quiere extramusicales, desafía a la autenticidad, un viejo valor con el que parece que se saca chispas este Charly de ocaso de dictadura. El efecto es por los cuatro temas y todo lo demás, pero si la balanza se mueve e al fin se inclina mucho es por un estado de ánimo que impregna todo y se impone como una consigna: a pesar de la seguidilla de desmadres que a punto estuvieron de dejarnos sin quicio, hay que pasarla bien, la alegría no puede ser sólo brasileña. “Vamo’ a bailar”. Charly anuncia que no salió de la dictadura como el que había sido, advierte que “es muy duro sobrevivir”, que de esa experiencia nació la desconfianza. Por lo tanto, que no se está donde se está sin costos. De otra manera hubiera sido inhumano.
Por más que suene feo, que incluso nos moleste, desconfiemos de la vuelta de la cigarra, del sobreviviente que canta al sol. Que Daniel Grinbank haya sido el productor de este capítulo de la carrera de Mercedes Sosa empieza a decir algo sobre lo flamante que, sotto voce, arrastra lo viejo. También, claro, es lo que termina de sellar la enorme afinidad y simpatía entre la Negra y García, lo que une a un recital con otro. No menos significativo en este sentido es que sea el diario de Ernestina Noble, aún bajo influencia decisiva del frigerismo, el que amplifica su regreso a los teatros argentinos y funcione, en palabras de Mariano del Mazo, como ‘el gran escudo mediático’ que la proteja de cualquier represalia trasnochada. Reportajes y notas exclusivas son de Clarín que le hace sombra desde que aparece por la escotilla del avión. Pero tal vez más que en estas cosas sea necesario reparar en cierta dureza del gesto, en el mármol que pesa y satura, en cierta exageración. Demasiada bondad hay en cada tema que interpreta la Negra, demasiados buenos sentimientos. Canta, a través de Violeta Parra, que “perfecto” distingue “lo negro del blanco”, o que mira “al bueno tan lejos del malo”; la gente se pone de pie y aplaude con ganas, como si haber sobrevivido no haya precisado de maestría para manejarse con eficacia en la confusión de grises. Entre el 18 y el 28 de febrero, por la noche tarde, se llegó a creer que no hubo contaminación. Tanto énfasis huele a derrota, permite ver el agitarse de una bandera blanca que discretamente pide tregua. Después de todo, sólo queremos ser libres, es decir, que nos dejen expresar.
Una nota de Félix Luna, obviamente en Clarín y se confunde con una editorial, es fundamental para captar lo que hay de nueva hora en la vuelta de la Negra. Estuvo entre el público, como Augusto Bonardo, Carlos Alonso, Cipe Linkovsky, Martha Lynch, Silvina Bullrich entre otros nombres propios de la “cultura”; la reverencia, orgulloso de que interprete canciones cuya letra le pertenecen. Comienza así: “Mercedes Sosa hizo su esperada reaparición en el Opera. ¿Se conmovió el país en sus cimientos? ¿Hordas enfurecidas salieron de la sala recorriendo las calles con su torva faz? En suma, ¿pasó algo en el país después del recital de la Negra? No, desde luego.” Que nada haya ocurrido produce el mejor resultado, nos libramos como sociedad –seguimos su razonamiento- de la “estupidez” que suponía que esta artista y sus canciones podían ser peligrosas, que su aliento iba a implicar algo serio para la realidad tozuda, se lee también que encaminada, del país. En paralelo, no deja de resaltar que fue un “misterio”, y Clarín pone en negritas la palabra, de dónde provino la decisión de prohibir sus actuaciones. Reconoce, no obstante, que la cantora incluye temas en su repertorio que a él no le gustan y que “suscitan el entusiasmo fácil de ciertos sectores del público, que quisieran ver a la Negra agitando una bandera roja y poniéndose al servicios de cualquier extremismo.” Pero está en su derecho de interpretarlos. Este historiador de larga trayectoria en nuestra vida pública –funcionario de la revolución libertadora, militante del frondizismo, en uno años será Secretario de Cultura del alfonsinismo en la ciudad de Buenos Aires-, se complace en recordarles a los gobernantes, y también a los “extremistas”, que una canción es sólo una canción, y que no cambia el mundo, no colabora en tal tarea. Por el piso queda la apuesta del cancionero de protesta, celebrar estos recitales, defenderlos incluso, obedece a una cuestión estrictamente artística y de libertad de opinión.
En Ferro, 26 de diciembre de 1982, más que un exorcismo, hay una pelea cuerpo a cuerpo con el pasado. Incluso León Gieco y Mercedes Sosa que se hacen presentes en el impresionante escenario que es obra de Renata Schussheim están midiéndose y lidiando con él. Charly es quien acelera. A Nito Mestre lo presenta como a un amigo de la infancia, uno de esos con los que “ya no quiere vivir así/repitiendo las agonías del pasado”, como había cantado en “Canción de dos por tres”. Según cuenta él mismo, a principios de año fue la Negra quien quiso interpretar “Cuando ya me empiece a quedar solo” y lo vuelven a hacer en diciembre. Y si el tema de 1973, de Confesiones de invierno, es casi existencialista, el viento que sopla en Yendo de la cama al living es de respuesta impiadosa a ese ánimo solemne y triste: solo y pronunciando hasta el hartazgo la primera persona, viendo el mundo desde ahí, se puede hacer muy buena música, otra música. Y, además, desembarazada de melancolía. La soledad, incluso el encierro, no es el fin. El egoísmo de Charly se exacerba y la multitud delira con él que nada habría peor que un bombardeo ya no sobre Buenos Aires, sino sobre el barrio más tradicional y selecto. Se prodiga como nunca antes en marcas de clase que sólo de lejos le pertenecen y, al mismo tiempo, incluye sin veladuras la política muy a tono con la hora a través de “Inconsciente colectivo” y “Los dinosaurios”. Las consignas contra la dictadura estallan. Martín Zariello recoge en su libro No bombardeen Barrio Norte el desconcierto con algo de enojo de las juventudes políticas que renacen ante estas combinaciones de Charly. La desfachatez, cierta promiscuidad, empieza a distribuir señales de la baja intensidad de la democracia que vendrá. Para un proyecto futuro: narrar la democracia argentina al ritmo de la locura ascendente de Charly, al ritmo de que dejan de funcionar las barreras para no volverse tan loco.
Concluyamos provisoriamente que la llamada primavera democrática se compuso tanto de sentidos viejos que parecían volver, suponiendo que su aggiornamiento no les restaba nada sustancial, como de anuncios más o menos impiadosos de que éramos otros en una sociedad que, tan cómplice como sobreviviente de la dictadura, no había dejado de ser tal, sino que era otra también. En ella, el rock se erigió como sensibilidad y como espectáculo de masas, produciendo adhesiones y convocatorias que lo que quedaba de la política aún abierta a la chance emancipatoria no tendrá cómo empardar. ¿Fue el rock la lengua de estos años postdictatoriales y democráticos? Más para el proyecto futuro… Así hasta el 2001 y luego vino otra historia en la que por lo menos se amontonan Cromagnon, Peter Capussotto y sus videos, Charly García tironeado entre el Colón y el CCK y los revivals en el Movistar Arena. Sin lengua.
Pd: En primera persona, si es que interesa, no estuve en ninguno de estos recitales. En los días de arranque de enero de 1982 me llené de tierra en el Festival de Pan Caliente en la cancha de Excursionistas. Entre las fiestas de ese diciembre no podía parar de pensar en la movilización del 16, lo que se abría en el horizonte, y, me parece, sobre todo tenía ganas de escuchar a los cubanos.
Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017).
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