El universo de escritos sobre la vida y la obra de Jorge Luis Borges (que otros llaman la Biblioteca) se compone de “un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales”. La distribución de las galerías y de las estanterías que tapizan las paredes es invariable: “cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras…”. A una de esas innumerables repisas imaginadas por el autor de “La Biblioteca de Babel” (1941), a medio camino entre la fantasía lógica y la turbadora pesadilla, cabe agregar el penúltimo libro del prolífico Premio Nobel peruano.
El volumen reúne un conjunto de materiales de diferente tenor que se hallaban dispersos en diarios, revistas o libros previos del autor de Conversación en La Catedral (buena parte de los textos, además, ya se encontraban disponibles en internet). Esas contribuciones van desde un temprano reportaje en París, realizado en noviembre 1963, hasta un análisis de la presencia de Borges en la obra de Juan Carlos Onetti, firmado en 2018, pasando por otra entrevista efectuada en 1981 y un poema –que me considero indigno de juzgar- que data del 2014. El núcleo del análisis de la producción borgeana está compuesto por un par de trabajos, “Las ficciones de Borges” (1987) y “Borges en París” (1999), a los que se suman tres reseñas: una sobre Borges en Sur (“Borges, político”, 1999); otra sobre Textos cautivos (“Borges entre señoras”, 2011); y la última sobre Atlas (“El viaje en globo”, 2014).
Del conjunto destaco especialmente la temprana entrevista parisina, cuando Borges recién comenzaba a labrar su vasto porvenir de reconocimiento internacional, y el texto fechado en 1999, en ocasión del ingreso de la obra del autor argentino a la célebre colección de la Pléiade. El ensayo rescata los recuerdos de un joven Vargas Llosa, cuando escuchó las fascinantes conferencias que Borges impartió en la capital francesa a comienzos de los años sesenta, así como también reconstruye el modo en que los focos de atención de la crítica, la prensa y la intelectualidad “progre” de entonces (desde Roland Barthes a Michel Foucault pasando por Jean-Luc Godard) inmediatamente se apropiaron, a la vez que potenciaron la difusión, de algunos de los reconocidos juegos literarios borgeanos.
También es interesante el cotejo entre la primera entrevista de 1963 y la que el autor de La ciudad y los perros le hace a Borges en Buenos Aires, en junio de 1981. A esa segunda entrevista la precede un texto de presentación que aborda un punto de interés: el cambio en los modos de enunciación que el autor de Ficciones articula en sus diferentes diálogos (p. 24). Esos modos podrían organizarse -al menos- a partir de dos coordenadas diferentes. Desde un vector cronológico, tenemos los reportajes más antiguos, donde aparece un autor más franco y espontáneo, que va tanteando el marco de la plática, a la vez que va midiendo a sus interlocutores, hasta los últimos reportajes, donde ya ha construido un personaje que –como bien dice Vargas Llosa- ya no tenía “interlocutores”, sino meros “oyentes”, y acaso tenía una especie de partenaire único y abstracto, frente al cual Borges “iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido… para huir de los demás y hasta de la realidad” (p. 71).
La otra línea de diferenciación viene dada por la posición del interlocutor o interlocutora de turno: hay diálogo en algunos contados casos, cuando media algún tipo de reconocimiento intelectual o de estatus social (esto se ve muy claro, por ejemplo, en los diálogos que mantiene con Victoria Ocampo), pero también cuando Borges se pone en guardia frente a una discusión política (como en las entrevistas que le hacen algunos escritores jóvenes en la década del setenta); en la mayoría de los casos, en cambio, el entrevistador se coloca (o es colocado) en el lugar de la admiración y el homenaje, y entonces el intercambio pierde toda tensión dialógica para convertirse en un largo monólogo auto-celebratorio. “La primera vez que hablé con él –recuerda el autor peruano-, en aquella entrevista de 1963, estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos aires, Nueva York, Lima…, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos” (p. 71).
Si las contribuciones anteriores cabe anotarlas como las fortalezas del volumen, no puedo dejar de mencionar algunas de sus corregibles debilidades. En una época de proliferación de fake news, el libro hubiera merecido una revisión editorial acorde con la estatura de los involucrados, que habría permitido subsanar algunos flagrantes derrapes. Así, por ejemplo, Vargas Llosa enfatiza que el autor de El Aleph mantuvo “su hostilidad a la dictadura de Perón, consistente y sin fallas los doce años que duró” (p. 80); ciertamente, se puede emitir cualquier juicio de valor sobre los dos primeros gobiernos democráticos peronistas, pero es asunto algo menos opinable que el régimen -“de oprobio y soberbia”- duró nueve años y no doce. A esta falla historiográfica, o aritmética, se le puede agregar otra vinculada con la política migratoria: Vargas Llosa reproduce en este libro algunas páginas del volumen que le dedicó a la obra de Juan Carlos Onetti, El viaje a la ficción (2008); tanto en el texto original como en el fragmento reproducido ahora, le ha quedado fijado al Premio Nobel (y a sus distraídos revisores) que el autor de La vida breve residió en Buenos Aires “de 1941 a 1959” (p. 89), cuando en realidad habitó en la capital argentina –en una primera estadía- desde 1930 a 1934, y en una segunda estancia, de 1941 a 1955.
De las fallas que pueden señalarse subrayo una última porque incurre en un sesgado malentendido, que a su vez retroalimenta una típica estrategia borgeana de negación frente a cierto sector de la crítica argentina; esa inexactitud, diseminada en varias entrevistas, es repetida aquí por Vargas Llosa sin chistar ni cotejar sus fuentes. En el reportaje de 1981 Borges reitera que no tiene libros suyos en su casa, y que tampoco tiene “libros sobre él porque –nos dice- el tema no le interesa”. Y a renglón seguido acota el peruano: “sólo ha leído el primero que le dedicaron, en 1955, Marcial Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz: Borges, enigma y clave”; lo leyó porque “el enigma ya lo conocía y tenía curiosidad por averiguar la clave” (p. 24). La boutade no alcanza para ocultar el obvio desliz: como se sabe, el primer libro dedicado al autor de “La muerte y la brújula”, Borges y la nueva generación, del por entonces joven crítico rosarino Adolfo Prieto, es de 1954.
Pero dejando de lado estas minucias vernáculas, tampoco al laureado arequipeño se le da el chusmerío de trastienda literaria a escala global. Así, por ejemplo, dice Vargas Llosa que “en 1981 Borges fue jurado del Premio Cervantes, en España, y en la votación final, entre Octavio Paz y Onetti, votó por el mexicano” (p. 91). No discuto la verosimilitud del chisme, en el sentido de que Borges habría votado contra el autor de El astillero en certámenes de esta naturaleza, aunque me veo obligado a enmendar el anacronismo: Paz ganó efectivamente el Cervantes en el año señalado, pero Onetti lo había ganado en 1980 (!), por lo cual, difícilmente el uruguayo pudo volver a competir con el creador de El laberinto de la soledad un año después.
Como se sugirió al principio, Medio siglo con Borges -con sus luces y sus sombras- hace su aporte a una paradójica situación que no soy el primero, ni seré el último, en observar. Según es fama, la obra borgeana -la que salió de su obsesiva pluma o del autorizado dictado de su voz-, no alcanza a cubrir un anaquel de una estantería; en el mejor de los casos, si le agregamos los reportajes que concedió o la transcripción de las conferencias que impartió, cubre trabajosamente dos. Mientras tanto, la otra Biblioteca, la que segregan casi diariamente -en distintos puntos del orbe- una industriosa masa de críticos, docentes, becaries, entrevistadores, tesistas, biógrafos, comentaristas, ex alumnos, amigos, familiares, vecinos, intérpretes, ex novias, periodistas, fotógrafos, blogueros, reseñistas (como el que elabora esta clasificación), cinéfilos, musicólogos, dibujantes, charlistas, admiradores, epígonos de toda laya, y académicos de cualquier disciplina universitaria (desde la trigonometría a la física cuántica, sin desestimar la odontología o la obstetricia), crece de manera incesante, incontenible, implacable.
Es tan enorme esa babélica producción “que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal”; y si bien cada ejemplar es único, como la Biblioteca es total “hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma”. Salvo por un par de contribuciones dignas de crédito, me temo que el libro de Vargas Llosa es uno más de esos iterativos ejemplares.
Es profesor-investigador del Departamento de Sociología (FaHCE-IdIHCS- UNLP) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés.
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