LUCAS GIAROLA
Playlist. Música y sexualidad es un libro hecho de deseos, que quiere transformarse y trascender el umbral de la lectura para reivindicar su derecho a ser escuchado. Tramando texto, imágenes y canciones (a las que accedemos mediante códigos QR), Esteban Buch invita a un flujo de interacción placentero entre las palabras, los sentidos y las cosas.
Si bien Playlist es el resultado de una investigación realizada en París y presentada en un seminario de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, sus propósitos no son estrictamente académicos. La curaduría de Buch no busca un género preciso ni pretende un relato totalitario. En cambio, procura ser un reflejo del “pliegue que une y distingue la música en las prácticas sexuales y el sexo en las prácticas musicales”. Su estructura consta de dieciséis capítulos, diferenciados en dos series: una de entrevistas a personas convocadas por el autor a la salida de un recital y otra de análisis de obras famosas (musicales, pero también literarias, cinematográficas y teatrales). El libro se organiza temáticamente, es decir, sugiere una secuencia aunque no la prescribe. Más bien, cada capítulo es señal de otro. El autor difumina los límites de la sociología, la etnomusicología y la historia, entre otras disciplinas auxiliares, combinando la observación crítica con el hedonismo de quienes le dan testimonio y, sobre todo, con el suyo propio. Expresa su estilo con conexiones que se suceden en modo shuffle, pasando de conversaciones íntimas a la historia del debate público por la sexualización de los cuerpos y dejando referencias en sus comentarios para hacer rizoma (un punto de coincidencia que ocasiona múltiples derivas) con la experiencia de quien lee y escucha, o lee y después escucha, o escucha y después lee.
El sexo y los sonidos se encuentran frecuentemente en expresiones de amor y felicidad. En el roce de cuerpos sensibles. Pero también coinciden en entornos violentos, que rompen con la sensualidad y revelan las injusticias del mundo. Buch produce un mix de datos y opiniones para retratar estas convergencias, estudiando el comportamiento de los cuerpos bajo los efectos eróticos de ciertas atmósferas musicales: pretende contribuir a conformar una “historia sonora de la sexualidad”. La playlist es su modelo. Sitúa el origen de este formato en la década del ochenta, cuando la invención del cassette puso a disposición la tecnología del montaje, mientras examina casos particulares para evocar una costumbre humana antiquísima de transmisión de preferencias (que son también diferencias) en torno a la sonoridad de los placeres íntimos. Sobre esta “microsociología de la recomendación”, el autor extiende el hilo conductor de la crítica marxiana del fetichismo de la mercancía, alimentado por el feminismo y la teoría queer. Lubrica todo con el método de las ciencias sociales.
La primera serie del libro está inspirada en Comizi d’amore (1964), una película de Pier Paolo Pasolini que muestra a la sociedad italiana hablando de sexo y de amor. Buch emprende la idea de hacer una “investigación musical colectiva sobre la sexualidad”. A través de un conjunto de entrevistas y conversaciones en foros de internet, da cuenta de la versatilidad de los usos y las experiencias sexo-musicales. Para algunas de las personas que entrevista, por ejemplo, la música funciona a modo de signos memorativos que afloran intempestivamente; para otras, crea “capullos”, atmósferas que aíslan a sus integrantes del mundo exterior y les ayudan a concentrarse en los sonidos de sus partenaires. En simultáneo, el autor infiere el trazo de la “larga historia” en esas opiniones personales: una música que es “siempre la misma”, como expresa uno de los italianos en el film de Pasolini. Le seduce poner el foco en las prácticas íntimas, tanto como estudiar los estándares y las limitaciones de los deseos singulares: cronología y escala de análisis fluctúan en su relato.
Diluyendo los límites de la anécdota, Buch deja entrever que cuando de sexualidad se trata la cuestión no reside en el silencio, sino en la proliferación discursiva. Por eso adquieren valor los testimonios que recoge en la primera serie, ya que demuestran que las apropiaciones subjetivas de sonidos y músicas más o menos conocidos quedan en la memoria afectiva y suelen ser una “herramienta de negociación sexual-política” para las personas que comparten placeres y sonoridades. Sin embargo, no omite las consecuencias que ha provocado la ciencia patriarcal en los dispositivos normativos de la sexualidad y reconoce (a veces comenzando por el microrrelato, otras anticipándose al mismo) los efectos globales del capitalismo sobre la cultura contemporánea. A partir de Adorno, reactiva la discusión que gira en torno a la música como un instrumento de dominación y de estandarización de los gustos. Cita los estudios sociológicos de Eva Illoux y de Ori Schwarz, y hasta googlea “music for sex”, para tratar de entender cómo es posible que los dispositivos de recomendación actuales, en especial las plataformas de streaming como Spotify, Deezer o Youtube, coproduzcan emociones y mercancías por medio de la música, además de prescribir una estética dominante que hace, la mayor de las veces, asociaciones heteronormativas entre el sexo y el amor.
El capítulo ocho funciona a modo de pivot y da inicio a la segunda serie del libro: un conjunto de obras famosas que, según el análisis del autor, constituyen una genealogía de la “preocupación por los efectos políticos de la erotización de los cuerpos a través del sonido”. El horizonte de su exploración modula hacia una temporalidad larga, que se extiende más allá de la intimidad. Desde un pasado remoto (el de las pinturas nilóticas de Pompeya, conservadas por los escombros del Vesubio), Buch rastrea una ética sexual-musical que continúa hasta los tiempos modernos y se hace visible en casos de distinto espesor, como la influencia del leitmotiv wagneriano en los “orgasmos musicales” del dadaísmo de principios del siglo XX, o la obscenidad en la censura estalinista de la obra Lady Macbeth, promediando el mil novecientos. A partir de estos y otros casos, el autor infiere desde prismas morales contrapuestos que los sonidos se “imprimen” en el alma y tienen la capacidad de impulsar el ensamblaje de “los cuerpos que gozan”.
Hacia el final del libro, Buch retoma el interrogante que se hizo la musicóloga y organista Suzanne G. Cusick en 1991 (“¿¡y si la música ES sexo!?”), para otorgarle a los sonidos una agencia que erosiona los límites de lo humano y que, si bien no se limita a situaciones eróticas, se confirma, por ejemplo, en la infidelidad que Alan Berg le confiesa a su mujer tras tener un encuentro erótico con la tercera sinfonía de Mahler, o en el canto performático del pájaro pergolero, cuyos sonidos, emitidos para seducir y dar placer, pertenecen a una “experiencia estética” juzgada por la hembra. El autor elabora sus conclusiones a medida que incorpora, en “la playlist de Playlist”, obras como Sonata y Osvaldo de Adriana Varela y Erótica de Madonna. Las diversas producciones artísticas le ayudan a señalar la insuficiencia de la ciencia patriarcal, que concibe al clímax como evento único y no como una “zona de placer”, donde lo que permanece fijo es la mutabilidad; un tiempo “no-teleológico”, donde la música da forma a la sensación del oyente en el espacio e interviene directamente en su economía corporal; un estado de absorción, donde la “historia sonora de la sexualidad”, a la que Buch pretende contribuir, supone solo un apéndice de otra más extensa “historia ecológica de ensamblajes sensoriales”.
La virtud de Playlist reside en lo que resigna al asumirse un recorte. Buch admite que su trabajo es insuficiente, ligado a su timidez y puntos de ignorancia. No obstante, suspende un tendal de relaciones, entre la construcción del sistema de sexo-género y la trans-humanidad del fenómeno sonoro, que se preguntan por la vida sexual de la gente y renuevan discusiones en torno a la sexualidad. Consigue tocar una fibra sensible con sus recomendaciones, estimulando la imaginación de múltiples itinerarios: los propios, que son también los de otrxs seres deseantes.
A pesar de que el libro se presenta como “un flujo de variaciones sobre la música y la sexualidad”, también podría comprenderse en los términos formulados por Paul B. Preciado en Manifiesto Contrasexual (2000). En este sentido, la playlist desborda su condición de formato-contenedor para convertirse en una tecnología comprometida con la búsqueda del “placer-saber”, que permite abordar el sexo ya no únicamente a través del discurso y la enunciación, sino también, y sobre todo, a partir de la escucha como principio activo en la materialidad de los cuerpos. La siguiente selección es un breve comentario sonoro que intenta ir en esta última dirección: acepta el ida y vuelta propuesto por Esteban Buch, a la vez que se nutre de narrativas y músicas disidentes para reproducir algunas de las infinitas prácticas que Playlist no llega a abarcar.
Las piezas de Alex Anwandter y Fus Delei son un canto a la “plasticidad de los sexos”; una infinita adopción de roles, intercambiables según el anhelo propio. La sonoridad de Arca implica alcanzar un vórtice donde se confunden las distinciones entre instrumento y artificio; entre artista y máquina; entre música y sexo. El último par de canciones se desprende de dos obras: I’m your Private Dancer (1984) forma parte de una atmósfera musical narrada por Camila Sosa Villada en su novela Tesis sobre una domesticación (2023), donde los cuerpos se excitan y cogen en todo tipo de situaciones; Got to be real (1978) musicaliza los créditos de Paris is burning (1990), documental sobre la cultura ballroom de Nueva York, una comunidad donde la libertad del deseo es el único requisito para ser partícipe y donde la sexualidad se expresa de manera performática.
Es profesor en Historia (UNLP) y adscripto a la cátedra de Historia General V
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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