A mis cincuenta y pocos años, la combinación de la cuarentena y de un ciclo de cine virtual curado por Fernando Martín Peña me hicieron descubrir el western, género por el que jamás había sentido un interés especial y del que sólo había transitado un modesto puñado de ejemplos que tal vez no llegaban a la decena.
Con el fanatismo propio de los conversos y abusando del abundante tiempo en casa, me entregué de lleno a mi nueva pasión, descubriendo en el camino esa especie de género paralelo que componen los (mal) llamados “spaghetti westerns”. (Aclaro aquí que la denominación correcta es euro-western, pero la otra es más entrañable).
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Westerns producidos y filmados en Europa sin ninguna participación de los Estados Unidos existen desde el nacimiento del cine. Francia, Alemania, Italia, España fueron sus principales productores. Además, en muchos países, incluso Argentina, existía una abundante literatura popular de producción nacional de westerns. Con algunas excepciones (por ejemplo, las películas alemanas basadas en libros de Karl May) y algunas excentricidades (Giacomo Puccini estrenó en 1910 una “opera western” llamada “La fanciulla del West”), todas estas obras fingían ser productos norteamericanos y buscaban fundamentalmente la imitación.
Todo cambió a comienzos de los 60. Unos años antes, diversas circunstancias transformaron a la industria cinematográfica de los Estados Unidos, reduciendo drásticamente la producción del cine de clase B que alimentaba los dobles programas que comenzaron a desaparecer. La industria centró su interés en grandes producciones capaces de ofrecer aquello que la televisión no podía dar, llevando a la producción de cine de géneros a un desgaste por la pérdida de libertades y audacias que la clase B permitía.
Simultáneamente el relevo apreció en Europa, y el cine de géneros europeo tuvo entre mediados de los ‘50 y finales de los ‘70 una época de oro con policiales franceses, italianos y alemanes, cine de terror inglés, italiano y español, ciencia ficción italiana e inglesa además de generar variantes genéricas propias como el krimi (alemán) y el giallo (italiano), a las que habría que sumar las películas de James Bond (inglesas) y su vasta legión de imitadores.
Esta explosión impactó en el cine de Hollywood, que fue adoptando algunas de sus características (como antes había hecho con, por ejemplo, el expresionismo alemán) mientras que la reiteración y sobre explotación llevaba al cine popular europeo a una crisis de la que tardó mucho en recuperarse. A principios de los 80 toda esa vitalidad se había terminado.
En medio de todo este proceso, empresarios italianos descubrieron que filmar westerns en España y venderlos tratando de hacerlos pasar como productos de la serie B de Hollywood podría ser muy rentable… si uno invertía poca plata.
Como había pasado con los otros géneros, lo que comenzó como imitación terminó desbordándose por otros caminos, y entre 1964 y 1978 se produjeron unos 600 westerns europeos. Entre ellos, tal vez menos de un centenar se destaquen. Pero entre esos elegidos uno puede encontrarse con cosas como:
Más allá de estas curiosidades y algunos excesos, uno puede encontrarse fundamentalmente con el simple placer de lo narrativo, con guionistas y directores embarcados en una variada búsqueda de sorprender y atrapar al espectador. Pero no utilizando los recursos que tanto admiran y valoran los críticos, sobre todo los que ha recibido la influencia de lo que Bioy Casares llamaba “los pedantes de Cahiers Du Cinema”: cámaras colocadas en ángulos incómodos, montajes confusos, “psicología” arbitraria, ausencia de historia o tramas mínimas que son apenas excusas, porque en realidad lo que le interesa al Artista no es la gente que vemos en pantalla y lo que les sucede sino pontificar sobre Cuestiones Importantes como “la hipocresía de los valores de una burguesía decadente” o, con un poco de mala suerte, intentar algún valiente experimento formal con la paciencia de los espectadores sometida a un castigo despiadado.
Los recursos del western europeo, en cambio, son los de Las 1001 y Una Noches: contar algo que asombre. Sus películas padecen de muchas fallas (bajos presupuestos, rodajes apresurados, malos doblajes de voces) y no siempre han envejecido bien. Pero conservan un espíritu hedonista que todavía impacta.
Hay, muchas veces, cine “de autor” pero poniendo siempre en el centro a los personajes y la historia que viven. Hay películas que buscan transmitir ideas políticas o que muestran “la hipocresía de los valores de una burguesía decadente” pero siempre están habitadas por personas a las que le suceden cosas y cuyo destino resulta importante. Hay, como en todo cine verdaderamente bueno, un profundo respeto por el espectador, por su tiempo, por su inteligencia y, por qué no, por el dinero que pagó para ver la película. Como dijo Darío Argento (uno de los pocos críticos que supo apreciar el nuevo subgénero en su nacimiento) “eran los westerns que siempre habíamos soñado ver”.
Todo este fenómeno duró poco más de diez años y comienza con tres películas pensadas y dirigidas por Sergio Leone
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La historia es conocida: Sergio Leone (un cineasta joven con una única película dirigida y muchos años de trabajo como asistente) va al cine a ver Yojimbo, de Akira Kurosawa, y sale impresionado pensando que con esa historia se podría hacer un magnífico western. Alguien lo conecta con empresarios italianos y alemanes que habían ganado algo de dinero financiando westerns españoles y querían invertir en algún nuevo proyecto. Pero no querían invertir mucho, así que no les alcanzaba para contratar algún actor yanqui de segunda y en decadencia que sirviera para intentar vender la película como si fuera estadounidense. Necesitaban algo más barato y lo encontraron en un actor cuyo techo había llegado interpretando a un personaje secundario en una serie más o menos exitosa, y hoy sólo recordada justamente por la presencia de Clint Eastwood: Rawhide (conocida en Argentina como Cuero Crudo).
La película se hizo y fue un éxito impresionante. A partir de eso, Leone filmará dos más con Eastwood, conformando la llamada “Trilogía del Dólar”: Per un pugno di dollari (1964), Per qualque dollaro in piu (1965) y Il buono, il brutto, il cattivo (1966).
El libro está formado por varios artículos de distintos autores (y un testimonio de Clint Eastwood que sorprende por su menosprecio hacia las condiciones de producción italianas) en los que se analiza la Trilogía, su historia, sus características, su música (memorable), sus actores, sus locaciones y su influencia. Como suele suceder en estos casos, es un libro algo irregular pero con algunos capítulos excelentes, formando un conjunto muy interesante, al que la escasísima bibliografía en español sobre el euro-western le otorga categoría de imprescindible.
De la mucha información valiosa que contiene, no puedo resistirme a contar esta historia, que el incrédulo lector puede verificar o profundizar en la página 360: en 1977 Per un pugno di dollari iba a ser emitida en la televisión yanqui, pero había un problema: el protagonista no tiene otro motor para sus acciones que el dinero y esto no era moralmente aceptable para la televisión. Entonces la cadena ABC le encarga al director Monte Hellman que filme una especie de prólogo protagonizado por Harry Dean Stanton y un tipo de espaldas vestido con un poncho, en el que resulta que el personaje de Eastwood no desencadena la masacre por dinero sino porque lo manda el gobierno para provocar a las bandas rivales a que “se maten entre ellos”. Por alguna razón esto parecía moralmente más aceptable para la televisión que la simple y humana codicia.
Es veterano alumno de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito ensayos, intervenciones y reseñas para distintas publicaciones, algunas de las cuales dirigió.
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