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El Chavismo salvaje, de Iturriza

ESCRITOS / POLÍTICA

MATÍAS FARÍAS



El chavismo salvaje (2016)
de Reinaldo Iturriza

     

     Juegan los Tiburones de La Guaira. Una muchedumbre, que no sabe que el partido está retrasado, puja por ingresar al estadio. Corren los minutos y se multiplican los grupos, las cervezas y las carcajadas. Cuenta Iturriza que un tuki, vestido de seguridad, hace gestos a la multitud, como si pidiera paciencia. En uno de los grupos, alguien lo observa y bromea: “ése debe ser chavista”, a lo que otro le responde: “no te metas con mi tío”. Se produce un silencio algo tenso, hasta que se comprende que también éste era un chiste de chavistas sobre chavistas.  

     La escena es real, pero funciona como metáfora de lo que Iturriza entiende que es el chavismo: una inflexión que hizo posible el ingreso ya no a un estadio, sino a la historia misma, de multitudes largamente silenciadas en la Venezuela del siglo XX. El chavismo sería así la fuerza social que quiebra un bloque histórico conformado por oligarquías que capturan la renta petrolera, una elite política que desde los sesentas se pasa de manos el poder con la regla del voto, y las clases medias a cargo de la dirección cultural. Una fuerza social, entonces, que sobre la huella del “Caracazo” precipita la crisis de esa Venezuela para forjar un proyecto político que lucía extemporáneo: construir el socialismo del siglo XXI con el pueblo de las insurgencias de febrero de 1989. En la nota en la que se cuenta esta historia (“Chávez es tuki”), Iturriza explica este fenómeno como un “severo estremecimiento del orden político y social [que] trae consigo la súbita irrupción de sujetos sociales que hasta entonces permanecían ocultos a los ojos normalizados del ciudadano común”, provocando una conmoción que alcanza enteramente al mundo de la vida, como lo que ocurre a la espera de un partido de beisbol. Y todo ello con una estética que para ese “ciudadano común” es insoportable (pues con “lo peligroso”, dice Iturriza, insurge “sobre todo lo horrible”), pero para el sujeto insurgente es un movimiento alegre, que incluye la risa sobre sí y la carcajada para con el enemigo.

     Las notas de El chavismo salvaje están fechadas entre 2006 y 2012, esto es, comienzan con la reafirmación del socialismo del siglo XXI y culminan en vísperas de la muerte de Chávez. Es el período de tensa (o más que tensa) consolidación del poder político del chavismo. ¿Por qué escribir cuando el chavismo gana casi todas las elecciones?

     Por un lado, para trazar un horizonte de historicidad a la revolución. Iturriza escribe convencido de que se ha producido una situación de desquicio entre una dinámica política colmada de acontecimientos que van produciendo un giro en la historia, y la ausencia de un texto que nombre al sujeto de esta experiencia, que no es Chávez sino el chavismo salvaje. Aquí la primera polémica del libro: para nombrar y narrar al chavismo, hay que crear otra voz, no siempre contradictoria, pero otra voz al fin, que la que inventó Chávez con su gran oratoria y el Aló Presidente.

     Por otro lado, para polemizar con la izquierda “progresista” (venezolana y latinoamericana) que identifica al chavismo con alguna forma de populismo atávico, nacional estalinismo o autoritarismo. Así, mientras por ejemplo Petkoff distingue una “izquierda moderna” (Tabaré Vásquez, Kirchner, Lula y Lagos) y una “izquierda boba” (Castro, Chávez y Morales) en base a una lectura que asume como concluyente la derrota de la Revolución (la “izquierda boba” sería aquella que no toma nota de la derrota de la izquierda latinoamericana en los setenta y del desplome de la URSS en 1989), Iturriza entiende en cambio que en febrero de 1989 comienza la fragua de un sujeto que parte en dos a la historia venezolana, a tal punto que anacrónicas resultan las izquierdas y derechas que desconocen la naturaleza políticamente novedosa de este fenómeno, y revolucionario resulta el periplo de Chávez (que se inicia con la rebelión de militares el 4 F de 1992, pasa por las elecciones de 1998 y alcanza un momento culmine (cúlmine) en el fallido golpe de abril de 2002) en su intento –exitoso- de interpelar a este movimiento, que a su vez tomará en préstamo su nombre y su cuerpo para terminar de constituirse.

     Este sujeto, que antecede a su líder, no es compacto: en “Impensar el 27 F”, Iturriza lo define como “turba”, un tanto para escandalizar las buenas conciencias académicas, otro tanto para dar cuenta de su radical heterogeneidad. Se trata de un actor que (i) “produce una conmoción en el Estado” sin ser reductible a las protestas anti neoliberales ni a la plebe de los “motines de hambre”; (ii) no es ni clase ni lumpemproletariado, sino un “innumerable” distinto a la suma de sus partes; (iii) libra una “guerra inmediatista” contra la “guerra institucionalizada” del Estado; (iv) ocupa las calles con alegría, y por eso es castigado con especial saña al final de la jornada, como si la represión desatada por el Ejército buscara, además de derrotar la rebelión, formatear los hechos de tal modo que se los recuerde con tristeza, culpa y dolor antes que como el momento festivo en que un pueblo se conecta con su potencia; y (v) deja una huella que será surcada por el chavismo, que encontrará en el carácter excepcional de esta situación las condiciones para producir una revolución que se propone esta vez sí unir a Marx con Bolívar.

     Pero sobre todo, Iturriza escribe El chavismo salvaje para lanzar, a partir de este horizonte de historicidad, un puñado de críticas incisivas a la dirección de la revolución bolivariana en el período que analiza el libro, a la que nombra como “chavismo oficialista”. Con ello quiere designar un discurso y accionar (que tiene lugar en distintos niveles, en especial el estado) que opera justamente borrando esta marca de origen disruptiva, como si creyera que la revolución ya ocurrió y sólo resta seguir gestionando en su gloria.

     Este borramiento lo observa Iturriza en varios factores concurrentes. Primero, en la primacía del “partido-maquinaria” sobre el “partido-movimiento”, lo que supone dirimir el problema de la correlación de fuerzas en el terreno electoral (nada más paradójico y contradictorio que este giro, ya que implica recolocar al partido en el centro de la construcción política, algo que rechazaba con furia el chavismo en sus orígenes). No se trata de recusar la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela (2007) sino de advertir, como lo hace Iturriza en “Del partido/maquinaria al partido movimiento” (2010), que el acallamiento de las voces críticas o la reducción de los movimientos sociales a la función de meras “correas de transmisión” de decisiones tomadas en otras instancias debilitan a la revolución, pues supone un ordenamiento de la “democracia intensa” basado en la sustracción de la iniciativa popular.

     Con más dramatismo, Iturriza advierte el borramiento del chavismo salvaje en las dificultades que tiene su veta “oficialista” para reconocer a buhoneros, movimiento de pobladores, motoqueros, grupos juveniles y otros sectores sociales: la televisión oficial, por ejemplo, no registra a estos actores, de igual modo que la vieja política venezolana ignoraba a la “turba”; también lo observa en el repliegue en el estado, que da por sentada la transformación de una maquinaria que, más allá de los laudables intentos para “bypasearlo” por parte de militantes y cierto funcionariado, pervive como una estructura no conmovida aún por la revolución bolivariana, como lo muestra el asesinato de veintiún presos y un familiar causado por la represión militar en el motín de El Rodeo (2011). Se entiende mejor así el gesto político de Iturriza cuando escribe que “Chávez es tuki”: para no olvidar esos orígenes, para no disparar contra los propios.

     La cristalización del “chavismo oficialista” es para Iturriza indiciario de la crisis de la polarización inicial entre chavismo y  oligarquía. Va de la mano con el hastío y la despolitización que exhiben parte de sus bases, pero también con el reacomodamiento de la oposición, que desde su derrota en las elecciones de 2006 apunta menos a denunciar el carácter “atávico” del chavismo que a señalar los problemas de gobierno que se manifiestan en lo cotidiano. En “Contra el malestar” (2008), Iturriza explica este giro opositor (con Capriles a la cabeza) como una estrategia que “consiste en capitalizar un malestar preexistente en la base social de apoyo a la revolución, expandirlo, multiplicarlo y propiciar el desaliento”. De este modo, la oposición toma la iniciativa y se dirige a la propia base social del chavismo para recordarle, desde las pantallas de televisión, que el “híper politizado” discurso bolivariano es incapaz de prevenir problemas como “las calles en mal estado, el familiar que fue asesinado por el hampa o el producto de la canasta familiar que no se consigue en la bodega”. Ante ello, y esto es lo que más preocupa a Iturriza, el chavismo cierra filas sobre sí, se oficializa, y consuma una nueva invisibilización del chavismo salvaje, por la cual el carácter disruptivo del movimiento social es reabsorbido en la figura de Chávez, el estado o el partido.

     Por ello es necesario para Iturriza entablar una repolarización que impida que la lógica del enemigo se metabolice en el movimiento nacional y popular. El argumento tiene un notable parecido de familia con el que Damián Selci defiende, en relación con el kirchnerismo, en Teoría de la militancia; pero si en Selci el cualunquismo, que es el modo en que se halla interiorizado al enemigo, debe ser conjurado con una ardua ascesis que va del militante al cuadro y del cuadro a la organización, en Iturriza la repolarización apunta a reactivar el carácter disruptivo e igualitario del chavismo salvaje. En “¿Qué es el chavismo salvaje?” (2012), su autor deja en claro que sólo el populismo radicalizará al populismo, ya que “si el chavismo es el sujeto de la lucha y el oficialismo el de la crisis de la polarización, el chavismo salvaje es el sujeto de la repolarización”. Podría agregarse que este sujeto de la repolarización encuentra en las Comunas (que ocupan un lugar central en la reflexión de Iturriza en tanto militante de El Maizal, pero que no son tematizadas en el libro) una experiencia política novedosa. En línea con el Chávez que las promueve con ley y Ministerio, que trata de pensarlas en el Aló Teórico N°1 y que más cerca de su muerte le encomienda a Maduro este asunto “como si te encomendara mi vida”, las Comunas son imaginadas como una experiencia igualitaria desde la cual el pueblo heterogéneo de la turba gesta una sociedad nueva –allí donde, en tiempos fordistas y con clases sociales quizás más compactas, las franjas más radicalizadas de las clases trabajadoras pretendían hacerlo desde la fábrica.

     Sin la asunción de esta repolarización, el destino del chavismo, pero también de los movimientos nacionales y populares latinoamericanos, está en peligro. Luego de destacar, en “El chavismo y la segunda oleada” (2009), las transformaciones políticas y sociales acontecidas en la primera década del siglo XXI en Ecuador y Bolivia (y, con matices, en Brasil, Argentina, Uruguay o Chile), Iturriza advierte que estos avances no pueden pensarse como irreversibles, ya que “tarde o temprano habremos de sufrir alguna derrota. O cuatro. [las causas] pueden ser muchas […] acumulación de errores internos, cambios drásticos en las relaciones de fuerza, incapacidad para demoler el viejo Estado o para transformar las relaciones sociales y económicas, freno al proceso de radicalización democrática, repetición de viejos errores del socialismo burocrático. También: desestabilización con apoyo externo, corrupción de funcionarios, atentados, infiltración de fuerzas paramilitares, golpes de Estado, magnicidio, invasión”.

     Si bien El chavismo salvaje se cierra en 2012 (antes de las derrotas electorales de muchos de estos movimientos), Iturriza lo publica en 2016, en un nuevo contexto donde estas razones resultan fundamentales para comprender el cambio de época. También para recordar, con tenacidad militante, que si el chavismo salvaje es el sujeto de la revolución, en él (y no –o no sólo- en las Fuerzas Armadas Bolivarianas, cuyo papel en el chavismo no es indagado en este libro, en lo que constituye su elipsis más notoria) se concentran  las máximas responsabilidades y esperanzas de resistencia en tiempos de asedio imperialista.

     Escrito para narrar a un pueblo, El chavismo salvaje deja también evidencias de la excepcionalidad de su líder. Tal vez pueda trazarse en este punto un paralelismo entre Iturriza y Jauretche (muy citado en este libro): por la “mancha temática” que recorre ambas obras (la que atiende a los efectos revolucionarios que se desencadenan cuando el “país real” se subleva al “país formal”), pero también por sus colocaciones polémicas ante líderes que a la vez admiran: Chávez y Perón. Esa admiración se funda en un amor popular que, sin relegar reclamos, se manifiesta de manera sentida, como en el “Chávez nuestro” de Morjiatta Gottopo que Iturriza publica en su blog “Saber y poder”, donde se le ruega a Chávez que por favor no muera: “Chávez nuestro que estás quién sabe dónde siendo mutilado / No nos dejes con estos cabrones de la economía de mercado / No nos dejes con estos cínicos ni con estos desalmados / Permítenos tenerte arrechera por las veces que te has equivocado / Chávez nuestro demuestra que eres tan solo un humano y sálvate y sálvanos / De ser unos descerebrados”.

     Si El chavismo salvaje permite entender el quiebre político que el chavismo produjo en la historia venezolana, su audacia para construir socialismo con los que nunca aparecían en el “conteo”, pero también sus límites y dilemas: ¿ofrece asimismo pistas para comprender la delicada situación de estos días, signada por la muerte de Chávez pero también por una crisis social y económica de envergadura, con la contracción brutal de su producto bruto, el quiebre de su aparato productivo, el desplome del salario mínimo, y la hiperinflación incontrolada -todo ello sobredeterminado por las represalias norteamericanas que parecen no tener otro objetivo que el de provocar la hambruna del pueblo venezolano?

     Bajo una presión internacional fenomenal, la oposición venezolana ha vuelto a jugar sus cartas a la ruptura interna de las Fuerzas Armadas Bolivarianas o a la intervención militar extranjera directa. Lo que subyace a este accionar es la identificación plena del chavismo con un aparato militar, pues se imagina que la derrota del chavismo supone o bien desarticular ese aparato, o bien destrozarlo con una fuerza extranjera. Se trata, pues, de una nueva invisibilización del chavismo salvaje. Por eso éste es un libro aún hoy vigente: permite entender por qué, en un escenario brutalmente desfavorable, una franja importante del pueblo venezolano sigue reconociéndose protagonista de la revolución bolivariana, en tanto experiencia de politización intensa amasada por quienes no formaban parte del conteo en el viejo sistema de partidos.

MATÍAS FARÍAS

Graduado en Filosofía, es docente en la UBA y en la Universidad Nacional de José C. Paz. Integra el equipo “Educación y Memoria” del Ministerio de Educación de la Nación. En su último libro, que comparte con Guillermo Korn, trabaja sobre el pensamiento de José Martí.

El joven Karl Marx, de Raoul Peck

CINE

JULIA ROSEMBERG


El joven Karl Marx (2017)
de Raoul Peck

    

     l.

     Los aniversarios redondos suelen motivar homenajes. Y en el siglo XXI, dispositivos digitales mediante, una de las formas más recurrentes de canalizarlos es la de los audiovisuales. En 2017 fueron el centenario de la Revolución Rusa y los 150 años de la primera edición de El capital, el año siguiente fue el bicentenario del nacimiento de Karl Marx y se cumplieron 170 años de la publicación de uno de sus textos clave: el Manifiesto Comunista. En este contexto salieron numerosas producciones que rememoran aspectos de lo que podríamos englobar bajo la palabra comunismo: la polémica serie que hizo un canal de televisión ruso sobre León Trotsky luego subida a Netflix, una muestra alemana sobre la vida cotidiana en la RDA, hasta dibujos animados chinos sobre la vida de Karl Marx. ¿Volvió el fantasma en formato 2.0?

     ll.

     En 2017 se estrenó una película titulada El joven Karl Marx. Su director es Raoul Peck, nacido en Haití, donde fue ministro de cultura en los 90 durante el breve gobierno de Rosny Smarth. Pero buena parte de su trayectoria la recorrió en Europa: estudió en Alemania y en la actualidad vive en Francia donde dirige una escuela de cine. Una de sus películas estuvo nominada al Oscar, el documental No soy tu negro, basada en el intelectual afroamericano y homosexual James Baldwin quien tuvo al racismo como el eje principal de su pensamiento. Dato de color: en esta película aparece de manera muy breve Barack Obama luego de un fragmento de entrevista a Baldwin donde dice que espera que alguna vez haya un presidente estadounidense que sea negro. No sabemos de todos modos qué habría pensado Baldwin de Obama, murió en 1987. Estas dos películas de Peck fueron hechas con una distancia temporal casi minúscula. Sin embargo la diferencia entre ellas es grande y no sólo porque una es ficción y la otra documental. Mientras Peck leyó desde muy chico a Baldwin y lo menciona como una de las lecturas que marcaron su vida, cuenta que conoció a Marx ya de grande, gracias a la universidad alemana en donde se lo enseñaron “de una manera nada dogmática, sí muy académica”.

     El joven Karl Marx aborda un momento recortado de la vida del pensador alemán, aquel que va de 1843 a 1848, cuando tenía de 25 a 30 años. La trama, centrada en él, permite que se lo enaltezca aunque sin exageraciones, no hay épica, más bien la apuesta es “humanizar” al personaje. En cambio, el que será su compañero de aventuras es retratado con una pizca de sorna: un jovencito rico que sostiene a Marx. Nos referimos a Friedrich Engels. Son los inicios de esta dupla lo que registra la película, cómo comienza esta sociedad y activan políticamente a la par del trabajo intelectual. En las últimas escenas emprenden un nuevo desafío, el de escribir un manifiesto, hasta ahí llega Peck. Todo esto es narrado bajo la pretensión de realizar una reconstrucción exigente y atada a los hechos. La ropa, los muebles, el vocabulario, todo está en función de trasladar a los espectadores a mediados del siglo XIX. A priori parecería no haber marcas del presente, o si las hay, son difíciles de detectar. Quizás una de ellas sea, feminismo en alza mediante, la importancia que se le da a Jenny, la mujer de Marx, una figura que suele pasar desapercibida. Pero más allá de eso, a diferencia del juego planteado con Obama en el documental, en esta película se busca una narración desligada de todo tiempo posterior, de todo anacronismo. “Políticamente no ha pasado nada importante después de Marx” dijo el director en una entrevista y ese parece ser el espíritu de la ficción. Como no ha pasado nada importante en este siglo y medio, nada que valga una relectura siquiera, hay que volver a él. Un volver sin mediaciones que da como resultado un Marx que le habla a un mundo que ya no es -exactamente- el nuestro, el del trabajo clásico, la fábrica en donde patrones están frente a frente con sus explotados. Es ahí donde el marxismo se mueve como pez en el agua, ninguna pista o guiño acerca de cómo eso se articula con el presente de precarización, de burnout o de liquidez laboral y, porqué no, de clase. El joven Marx de esta película parece no hablar nuestra lengua. ¿A qué sujeto se dirige Peck? Al borde de la reliquia. (…Peck, al borde de la reliquia?).

     lll.

     En este sentido, sin buscarlo, la película plantea un dilema que tiene que ver con la forma en que está narrada, con su estética, con su planteo lineal y recortado. A 200 años del nacimiento de Marx, ¿cómo sería justo recordarlo? ¿Cómo debería ser una película que le haga justicia a semejante figura? La de Peck es una película que en el sentido formal podríamos decir que es correcta, incluso de baja intensidad. ¿Cómo se retrata a una persona que lo revolvió todo? Las viejas tensiones de conjugar forma y contenido. Hay un antecedente en donde la preocupación por esta pregunta es central, y estuvo como podía esperarse, ligado a las vanguardias estéticas. Sergei Eisenstein, el director de cine soviético, comenzó a armar una película sobre El Capital que nunca llegó a realizar. A partir de sus notas, Alexander Kluge, director de cine alemán, hizo en el 2008 un trabajo colosal titulado Noticias sobre la Antigüedad Ideológica: Marx-Eisenstein-El Capital. Se trata de una película de 9 horas (!) en donde hay un intento estético y de contenido de releer a Marx, que también busca sacudir el género cinematográfico. Ahora bien, se trata de una apuesta destinada a ser vista casi exclusivamente por cinéfilos. Lejos quedó la voluntad de masividad de Eisenstein. Pero también lejos de la lógica Netflix y el consumo de plataformas.

     lV.

     Si algo nos permite pensar esta película no tiene tanto que ver con su trama o con su estética, sino con el hecho mismo de que haya tenido lugar. Nos devuelve una pregunta acerca de por qué en los últimos tiempos hay un creciente interés por Marx, que no es sólo de los sectores clásicos, los ligados al pensamiento de izquierda. Una sumatoria simbólica: entre numerosas publicaciones, el diario británico London Times en el 2008 titulaba una de sus notas “Ha vuelto” en referencia a Marx, en Alemania El Capital aumentó sus ventas y llegó a estar entre los libro más vendidos. Hasta el entonces presidente de Francia Nicolás Sarkozy y el Papa Benedicto XVI refirieron de alguna manera al pensador alemán. Si en 1989 Fukuyama y su fin de la historia habían decretado la derrota final del marxismo, y la larga década de los 90 parecía confirmarlo a cada momento, ¿desde cuándo podemos ubicar este retorno a Marx? Sin dudas la fecha clave, lo detectó Eric Hobsbawm antes de morir, es el 2008 y la nueva crisis global del capitalismo. ¿Por qué se dio este regreso? Por empezar hay que volver a 1989: a partir de ese año el comunismo dejó de ser el peligro tan temido. Bajo el reino sin sombras del capitalismo feroz del siglo XXI, Marx ya no es el gran ogro. Se puede volver a él sin amenazas. Pero hay algo más. En la que será una de sus últimas entrevistas, Hobsbawm dice que Marx es retomado post 2008 por sus aciertos en la lectura económica. Porque está claro que si no se cumplió con la derrota del capitalismo en pos de una sociedad más igualitaria tal como auguraban algunos de sus textos, sí se cumplieron muchos otros de sus análisis. Fundamentalmente que el capitalismo es inestable, que tiene crisis cíclicas, cosa que durante la hegemonía del extremo mercado de los ’80 y ’90 era inconcebible. Entonces, el 2008 como el nuevo 1929: una crisis económica que dispara profundos cambios políticos, culturales y sociales.

     Volviendo a Peck, comenta en una entrevista realizada el año pasado que “hace diez años el mundo tenía una especie de tabú hacia todo lo que era Marx, el comunismo, la lucha de clases. Y si abrías la boca, tú eras un extremista o alguien que estaba en contra de la democracia (y había insultos). Pero eso cambió hacia 2008, cuando la crisis financiera: muchas revistas económicas, incluso las más conservadoras, como The Economist, incluyeron a Marx en su portada. Lo que había comenzado para mí como un proyecto muy complicado, de repente, era realista”. El 2008 y su crisis económica, entonces, permitió esta vuelta a Marx. Sólo que parece ser una vuelta con un potencial discutible, herbívora. ¿Podrá ser consumido por el propio capitalismo como una mercancía más? ¿Estará su cara en todas las remeras? O, de otra manera pero parecido: caída la posibilidad de una concreción política que lo llene de barro, ¿se convertirá en pura erudición academicista?

     V.

     El joven Karl Marx parece ir a tono con la tendencia de la izquierda en el mundo de encerrarse en una profunda nostalgia que le impide ya no imaginar futuros sino siquiera pensar el presente. Así, el pasado no tendría fuerza alguna, imposibilitado de conectar con fuerzas que lo activen. Pero siempre hay excepciones. A lo largo del 2018 desde la vicepresidencia de Bolivia se organizaron numerosas actividades para conmemorar el bicentenario de Marx. Entre ellas la reedición de los apuntes del pensador alemán sobre la comunidad agraria andina, y se realizaron una gran cantidad de charlas, una de ellas titulada “por qué un joven de 20 años debe leer, hoy, a Carlos Marx” llevada a cabo por Álvaro García Linera. Además, se organizaron proyecciones gratuitas de El joven Karl Marx en distintos puntos del país andino. La experiencia de los gobiernos populares de los últimos años de América Latina da cuenta de que lo que se emprende en esta nueva hora de pura hegemonía capitalista es tan frágil y requiere de tanta creatividad que nada del pasado de los vencidos puede darse por muerto o, en su versión siglo XXI, convertido en consumo 2.0.

JULIA ROSEMBERG

Profesora de historia en la Universidad Nacional de José C. Paz.

Sobre. Una anti-revista en el año del Cordobazo

REVISTA

ANA LONGONI


SOBRE (1969)
una anti-revista

en el año del Cordobazo

 

     En 1969, un pequeño y heterogéneo grupo de artistas e intelectuales publican y hacen circular (semi) clandestinamente lo que definen como una “anti-revista”: SOBRE la cultura de la liberación. La publicación tuvo una vida breve (apenas dos números, uno en mayo y otro en julio de ese año), justo en medio de la conmoción del Cordobazo.

     SOBRE era justamente un sobre de papel manila, que llevaba impreso en mimeógrafo, en una de sus caras, un índice y, en la otra, un breve y contundente manifiesto-editorial que decía: “A SOBRE no lo queremos intacto / queremos que se deshaga, / que se gaste, / que se arroje como una granada: / QUE SEA UN ARMA”. Adentro, se reunía una suma de materiales de formatos y orígenes diversos: artículos, entrevistas, testimonios, historietas, afiches, etcétera.

     “Antes que una revista hermética, SOBRE es cuando más un receptáculo que contendrá y difundirá la acción y el pensamiento de todos los intelectuales revolucionarios”, dice la presentación del segundo número. Junto a esa amplitud, que caracteriza muchas experiencias artístico-políticas en esa coyuntura, lo singular del planteo de SOBRE es el explícito llamado a sus lectores a romper la unidad del material, a incorporar y extraer lo que se quiera, a darle un uso que exceda, largamente, la lectura solitaria.

     ¿Quiénes promovían SOBRE? Entre otros, Roberto Jacoby, artista plástico de la vanguardia de los años ’60, impulsor del grupo Arte de los Medios (junto con Raúl Escari y Eduardo Costa), y uno de los protagonistas porteños de la conocida acción artístico-política colectiva Tucumán Arde. Octavio Getino y Fernando Solanas, integrantes del grupo Cine Liberación, quienes habían concluido en 1968 la realización del film La hora de los hornos. Antonio Caparrós, psicoanalista, que integraba el grupo Psicólogos para la Liberación. Y Beatriz Balvé, poeta y artista, también colaboradora en Tucumán Arde. Todos ellos habían confluido desde mayo de 1968 en torno a la CGT de los Argentinos, que convocó al encuentro de artistas e intelectuales con el sindicalismo combativo.

     A fines de 1968, la clausura de la muestra de Tucumán Arde en la sede de la CGT de Buenos Aires, ocasionada por presiones de la dictadura de Onganía amenazando con quitar la personería jurídica al sindicato de Gráficos, había interrumpido el proceso de la obra: luego de una etapa de investigación in situ en Tucumán asolada por una durísima crisis a causa del cierre de ingenios azucareros y de una campaña masiva de incógnita llamando la atención pública antes de la apertura de la muestra en la CGT de Rosario, faltaban aún otras dos muestras, en Córdoba y Santa Fe, y una última etapa de conclusiones reunidas en una publicación. Se evidenciaban “los límites de lo legal”, como señala el balance publicado en SOBRE nº 1: la frágil legalidad de la central obrera, el escaso resguardo que podía brindar a las acciones políticas que emprendían los artistas. La circulación clandestina de La hora de los hornos, apoyada en un extendido circuito subterráneo de colaboradores, señalaba otro camino para la acción político-cultural, menos expuesto a la represión, a la censura y la autocensura.

     Así, el grupo optó por realizar esta publicación (semi) clandestina. Si bien extraen algunos materiales del semanario CGT, la autonomía del grupo respecto de la central obrera le da libertad en la selección de los materiales y en los circuitos de distribución. SOBRE circulaba de mano en mano, fuera del circuito comercial, constituyendo “redes de difusión radicalmente diferentes”.

     Los creadores de SOBRE insertan esta propuesta en la constitución de “un arte clandestino”, integrado a la “cultura de la subversión”. La organización interna del grupo adopta códigos propios de militancia política radicalizada. Roberto Jacoby describe irónicamente: “(éramos) un grupo de artista revolucionarios ultraclandestino. (…) Éramos una organización subversiva” (Entrevista, 1993). Y Octavio Getino dice: “El SOBRE estaba para ser destruido… es como una granada, está para que explote. Y explotar, ¿qué significa? Que esto no es ya una revista, como diseño. La preocupación nuestra no sólo era lo que decíamos sino también de qué manera podemos innovar en un diseño acorde con las nuevas ideas que planteábamos; entonces evidentemente esto es una granada y explota, porque tienes que empezar a recoger los fragmentos…” (Entrevista de M. Mestman, 1993).La forma de circular del material, la posibilidad de camuflar SOBRE dentro de otro sobre, el anonimato de los editores y su instrucción explícita a los lectores de dispersar el material “como las esquirlas de una granada”. La imagen no describe sólo el efecto deseado de SOBRE en la conciencia de los lectores; alude también a su forma de funcionamiento: SOBRE explota y origina una multitud de fragmentos disímiles que se incrustan en distintos espacios.

     “Empezamos a tener conversaciones en función de crear un material gráfico de difusión. No con el concepto de revista porque considerábamos que era un canal muy institucionalizado… Los sobres circulaban de mano en mano. Se hacían 100 o 200 afiches del Che Guevara y se metían adentro, y esos materiales terminaban circulando por fuera del sobre. No nos importaba la unidad. La idea era justamente esa, que cada lector se quedara con algo de lo que había adentro” (Entrevista, 1993).

     La ruptura premeditada de la unidad del artefacto, el estallido de los materiales reunidos remiten a su condición de “anti-revista”. La contraposición sobre/revista era el punto de partida del proyecto: interesaba hallar las formas de circulación no institucionalizadas a través de un formato que no preservara la unidad sino el aprovechamiento de cada parte.

     La opción por el formato “sobre” no es una simple cuestión de diseño. La diferencia entre una revista tradicional y SOBRE está en el lugar asignado al lector, que puede deshacer y rehacer el SOBRE, incorporar un material, extraer otro —y darle un destino distinto. Proseguir la cadena de lectores. Interrumpirla. Sobre desarmable, intercambiable, sobre abierto. Se puede pensar a SOBRE como la materialización de la “obra abierta” de Umberto Eco, tan en boga entonces: “La poética de la obra ‘abierta’ tiende a promover en el intérprete ‘actos de libertad consciente’, a colocarlo como centro activo de una red de relaciones inagotables” (Umberto Eco, Obra abierta, Planeta-Agostini, Barcelona, 1984, pp. 66-67).

     Justamente la intervención del lector es alentada en forma casi imperativa por los creadores de la publicación: “SOBRE no es sólo para leer: / es para usar / No lo guarde en un cajón ni lo coleccione en su biblioteca. / Lo que SOBRE contiene se puede clavar, colgar, pegar en su casa, en los baños, en la calle, / puede dejarlo olvidado en lugares específicos, / puede repartirlo a sus amigos o enemigos”.

     La concepción del lector como coautor está en correlación directa con la desaparición de las marcas del autor como entidad individual. Las notas no están firmadas, no hay comité editorial ni secretarios de redacción. La figura del autor es reemplazada por un cuerpo colectivo y anónimo, incluso apócrifo.

     Dentro de la miscelánea de materiales incluidos en los dos números de SOBRE (notas propias, tipeadas desprolijamente, mezcladas con la reproducción de notas ajenas —provenientes del semanario CGT, de revistas internacionales, o colaboraciones varias—es significativa una carta manuscrita, firmada por Juan Antonio (su apellido aparece protectoramente tachado), que narra desde la perspectiva de un testigo los incidentes del Rosariazo, porque “hay un montón de cosas que no salieron en los diarios y en la tele y que sólo los que estuvimos desde adentro lo hemos vivido”.

     Sin embargo, el objetivo primordial de SOBRE no es develar lo que los medios no dicen, hacer circular “la verdad” de la noticia o “contrainformar” —como sí se planteaban explícitamente Tucumán Arde y La hora de los hornos. El hincapié está puesto en impulsar a la acción, incluso a costa de romper los acuerdos esperables de un pacto de lectura tradicional en el género periodístico. En este aspecto, es clave la nota que se anuncia desde la cubierta del SOBRE 1: “Teatro de guerrillas en Buenos Aires!!!”. El efecto “noticia” (subrayado por los signos de exclamación del título) se acentúa en el texto, que empieza relatando “dos obras, dos actos”. “Días pasados tuvieron lugar en calles céntricas porteñas dos experiencias teatrales que sorprendieron a espectadores desprevenidos”, empieza el artículo. “Su carácter agresivo hizo que no tuvieran cabida en los diarios o revistas del sistema”. Y pasa a relatar las “representaciones-acciones”: la primera, una serie de actores amordazados que dejaban suelto un cerdo emplumado en la avenida Corrientes, en contra de la Ley 18.019 (de represión cinematográfica); la segunda, en Florida y Diagonal, donde un actor simulaba una agresión contra un “cabecita negra” (otro actor), para desencadenar entre los paseantes una discusión sobre la crisis tucumana. Como cierre de la nota, una “aclaración” que desconcierta: “estas dos experiencias ‘teatrales’ no han ocurrido y son sólo producto de la imaginación. (Pero) ¿No son necesarias hoy?”. El abrupto quiebre de registro en la desmentida final es shockeante, y ese es justamente su propósito. No se trata de una noticia, pero tampoco de un relato ficcional: el apócrifo es un llamado a la acción.

     Otro recurso empleado en SOBRE consiste en la apropiación del discurso del otro. Es llamativo que el único material repetido en los dos números sea un bando de 1819, escrito por el general San Martín a los “compañeros del exercito de los Andes”, llamando a hacer la guerra con los mayores sacrificios “hasta ver el país enteramente libre”. Este material era distribuido a los asistentes en algunas proyecciones clandestinas de La hora de los hornos. La operación de relectura de las palabras del “padre de la patria”, legitimando la vía armada en una segunda guerra de independencia, queda en manos del lector.

     Pero hay otro material apropiado (“secuestrado”) por los editores: el del enemigo. El SOBRE nº 2 traía un grueso cuadernillo titulado “Lucha contra el terrorismo”, de Hamilton Alberto Díaz, Teniente Coronel de Caballería y Oficial de Informaciones. Título y autor de este material aparecen anunciados en la tapa del sobre sin aclaración alguna, como si se tratase de un artículo más. Incluía, también, un completo organigrama sobre la resistencia peronista entre 1958 y 1961, donde se detallaban los nombres y apellidos (y los alias) de los integrantes, la posición jerárquica, y las acciones realizadas de cada una de las células y comandos en cada provincia. Al poner en circulación estos documentos confidenciales de los servicios de información del Estado, sacan provecho de la clandestinidad y operan con la lógica de socializar todos los datos que se filtren: si la inteligencia militar lo sabe, mejor que lo sepamos todos.

     En una época plagada de publicaciones político-culturales, SOBRE logró un impacto considerable. Muchos de sus materiales tuvieron una importante circulación autónoma, y no pocos recuerdan cómo recibieron, guardaron o hicieron circular el sobre. Sin embargo, es inusual encontrar análisis de esta publicación, quizá porque es difícil encontrarla. Haciendo caso, al pie de la letra, a las indicaciones de la portada del primer número (“si al cabo de una semana SOBRE está intacto / y usted no ha discutido, no ha pensado, no se ha reunido / PARA HACER ALGO / es que no ha sabido usarlo / en cuyo caso, por favor, no lo compre más: / hay muy pocos ejemplares circulando”), casi nadie —ni los propios impulsores de la idea— conservaban completo un ejemplar.

     En los años siguientes aparecieron algunas publicaciones con un diseño parecido. Por ejemplo, la “revista-sobre” Barrilete o la colección de “poemarios-sobre” de la editorial Papeles de Buenos Aires, dirigidos por Roberto Santoro, poeta vinculado al PRT-ERP. Pero, aunque el formato es similar, los contrastes son notorios. Todas y cada una de las páginas de Barrilete llevan el logo de la revista y el nombre del autor del poema, cuento, partitura, guión teatral o cinematográfico, dibujo, chiste o crónica. En el caso de los poemarios, se trata de una estructura cerrada: un solo autor, un título y un homogéneo bloque de papeles y tipografía conforma una unidad que difícilmente convoque a ser desarticulada.

     En medio del clima de radicalización de los tiempos del Cordobazo, SOBRE supone una aguda crítica política a los medios masivos, no solo por el desplazamiento de la idea de revista. Como puede vislumbrarse en el conocido “antiafiche” que Roberto Jacoby insertó sin firma en SOBRE nº 1, una serigrafía que apela a la imagen más conocida del Che Guevara (basada en la famosa foto de Korda) “un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared” y produce un incómodo artefacto: un afiche que reclama no ser usado como tal. Habilita dos lecturas: por un lado, se puede entender como un llamado a la acción (hay que continuar la lucha del guerrillero asesinado, para que su sacrificio tenga sentido: “ha muerto un revolucionario, ¡viva la revolución!”). Pero, a la vez, el antiafiche propone un temprano señalamiento de la mitificación mediática del guerrillero heroico, su conversión en ícono publicitario.

 

     NOTA: Este texto recupera y actualiza parte de un viejo artículo aparecido en la revista Causas y Azares (Año I, Nº 2, Buenos Aires, otoño de 1995, pp. 136-143). Agradezco a Roberto Pittaluga el impulso de rescatarlo.

ANA LONGONI

Profesora de la Universidad de Buenos Aires, trabaja sobre los cruces entre arte y política en la Argentina y América Latina. Autora de numerosos libros y curadora, entre otras, de la exposición “Roberto Jacoby. El deseo nace del derrumbe”. Se desempeña como directora de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía (Madrid).

El libro de Aurora, de Aurora Bernardez

ESCRITOS

LAURA LENCI



El libro de Aurora.
Textos conversaciones y notas de Aurora Bernárdez (2017)
de Aurora Bernárdez

    

     Desde la época clásica se repite una verdad de Perogrullo que no hace más que reafirmar y reproducir las formas de la dominación de nuestras sociedades desde hace tantos siglos: “Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. Y parece haber habido una gran mujer detrás del célebre Julio Cortázar. Esa sospecha se agranda a medida que avanza la lectura de los escritos de Aurora Bernárdez, hasta ahora inéditos. Parte de la grandeza literaria de Aurora ya era evidente en su labor de traductora creativa y versátil, pero ya sabemos que en el mundo literario, mutatis mutandi, se podría decir que “detrás todo gran escritor, hay una gran traductora”, enfatizando el carácter jerárquicamente construido entre las dos actividades, al menos en la consideración de la mayoría de los mortales -los dioses, en cambio, suelen valorar más a las traductoras que a los escritores-.

     Lo cierto es que Aurora Bernárdez creció, primero, a la sombra de su hermano Francisco Luis, poeta bastante olvidado en nuestros días; después a la sombra de quien fue su marido durante casi 15 años y a quien le dedicó también sus últimos 20 años de vida como albacea de su obra literaria, Julio Cortázar; y que durante toda su vida se refugió del sol a la sombra de los nombres de quienes traducía (Nabokov, Flaubert, Faulkner, Bradbury, Durrell, Calvino, Camus, Sartre, de Beuavoir, Bowles). Dándole otra vuelta de tuerca al refrán, se podría decir que detrás de un hombre exitoso hay una mujer trabajadora y cansada.

     Y, mientras hacía tantas cosas, Aurora escribió para sí misma un manojo de relatos, unos cuantos versos y una especie de miscelánea extraída de “Cuadernos” y que ahora es publicada bajo los títulos de “Viajes”, “Artes y oficios”, “Palabras”, “Vida”.

     La lectura de estos pocos textos incita al lamento o a la formulación de algunas preguntas sin tanta carga emotiva, pero que suponen varias interpretaciones o al menos algunas hipótesis sobre las relaciones entre literatura y sociedad a mediados del siglo XX. ¿Por qué esta mujer no escribió más, por qué no publicó sus propios escritos en vida? ¿Por qué nos privó a quienes leemos de una escritura tan limpia, casi se podría decir diáfana y agudísima a la vez? O dicho desde el otro punto de vista ¿por qué se autosustrajo como escritora, ella que tenía evidentemente cosas para decir y sabía cómo decirlas? ¿Es que la traducción, como se dice del periodismo, ocluye la posibilidad de la escritura literaria? ¿O es que la cercanía de uno de los faros de la literatura latinoamericana contemporánea durante toda su vida adulta la ensombreció y la encandiló, al mismo tiempo?

     En el período en el que están datados muchos de los escritos de Aurora Bernárdez se produjo ese fenómeno editorial que se conoció como el boom de la literatura latinoamericana que tuvo un rasgo que me parece que no es menor: los autores que refulgieron desde fines de la década del sesenta y principios de la década del setenta provenían de distintos países de América Latina y eran diversos en cuanto a estilos y temáticas, pero eran todos varones.

     Pensando más estrictamente en la literatura argentina, se podría agregar otra observación que permitiría complejizar la mirada y las consideraciones acerca de las vanguardias estéticas -y por qué no de las vanguardias políticas también- de los años sesenta: si la existencia de Adolfo Bioy Casares ensombreció pero no le impidió a Silvina Ocampo ser una escritora, se podría especular que la existencia de Julio Cortázar habría bloqueado a Aurora -sin contar con que lo mejor de la obra de Cortázar fue escrita y publicada durante los años en que estuvieron juntos, entre 1953 y 1968-.

     Más llamativa es la famosa y problemática formulación cortazariana acerca de la existencia de lectores pasivos, que demandarían una “Escritura demótica para el lector-hembra (que por lo demás no pasará de las primeras páginas, rudamente perdido y escandalizado, maldiciendo lo que le costó el libro), con un vago reverso de escritura hierática” (Cortázar, Rayuela: 452). Esa caracterización, que nos habla desde un tiempo en el que el sexismo no estaba socialmente tan juzgado, se vuelve más incomprensible si se tiene en cuenta quién era la mujer que Cortázar tenía a su lado -o a su sombra-. Más aún, cuando nos remitimos a la correspondencia de Cortázar y descubrimos que la única lectora de Rayuela, antes del editor Paco Porrúa, fue, precisamente, una mujer: Aurora Bernárdez.

     Pero hay otro problema en la definición del lector-hembra, y es que no sólo implica una esencialización negativa de la hembra, sino que hay también en el juicio negativo hacia la pasividad, también esencializada e identificada con la hembra o lo femenino. Como diría la psicoanalista feminista Juliet Mitchell, “la pasividad tiene un rol positivo en las relaciones, para poder comprender al otro”. Y algo de eso es lo que se percibe en los escritos y la larga entrevista a Aurora Bernárdez que cierra el libro: comprensión del otro.

     Pero abandonemos al macho Julio y volvamos a la hembra Aurora y a sus escritos: los relatos son preciosos y crueles, pero la crueldad no está enmascarada. Es una crueldad sin juicio ni empecinamiento, es la crueldad de la infancia que vista en perspectiva se muestra fútil o vana. O es la crueldad del prejuicio burgués, pero relatado desde quien prejuzga y quien sabe que se está perdiendo, con su crueldad, algo valioso que le falta y lo mejoraría. Es la crueldad de un nuevo amor que excluye a una tercera persona, que ha sido la segunda de un par, de una pareja.

     Es por todo esto que a esta altura el lamento vira hacia el reproche y a cierta furia. A la furia que Kate Millett expresó con su célebre frase “El amor es el opio de las mujeres, como la religión el de las masas”, o la radicalidad con que Virginia Bolten expresó esa misma rabia en La Voz de la mujer: “Ni dios, ni patrón, ni marido”.

lAURA LENCI

Profesora en Historia, enseña historia de la Argentina Reciente en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata. Le interesan particularmente las relaciones entre historia, cultura y violencia, por eso también enseña historia de América Latina en el siglo XX en la Maestría en Historia y Memoria de la UNLP.

Magnetizado, de Carlos Busqued

BIOGRAFÍA / HISTORIA

MARCELO SCOTTI


Magnetizado (2018)
de Carlos Busqued

    

     En el principio fue la violencia, pero ¿cuál? ¿La de la madre? ¿La de la familia? ¿La del estado? 1982, un joven de veinte se mueve solo en el oeste de la capital, en la frontera con el conurbano. Mataderos. Acaba de salir de la colimba y de abandonar un negocito que le montó su padre. Está desarmado ante el mundo, pero va armado. En unos pocos días comete cuatro asesinatos, cuatro taxistas, en el radio de unas pocas manzanas, tres en Capital Federal, uno en la provincia. Dos causas diferentes, dos diagnósticos opuestos. Treinta y dos años después, él sigue sin saber por qué  mató.

     Aquel trágico asunto policial, devenido en larguísimo cautiverio se narra en este libro con un respeto extraordinario. De un lado, no se trata de reponer la curiosidad del caso y de su parcial resolución; no se trata, tampoco, de fatigar los anales del periodismo de crímenes para extender o sobre interpretar los hechos y sus efectos. Del otro, no interesa el tema del asesino y sus variaciones tipológicas para consumo morboso de los lectores. El cuidado del autor es múltiple y productivo: opera sobre un sujeto que se dispone a hablarle y, al mismo tiempo, hace de ese testimonio una elusiva lectura sobre el mundo desde una perspectiva que no es enteramente la de su entrevistado y tampoco es del todo la propia. Busqued da con un sujeto y crea entre sí y ese hombre una nueva versión de la historia.

     ¿De cuál historia? No tanto de la del caso policial, que se reconstruye con la mínima precisión necesaria a través de las varias nebulosas de las décadas transcurridas: está lo que se sabe desde entonces y lo que desde entonces se ignora, pero lo que interesa es lo que permite conocer al sujeto, al que fue desde el que recuerda. Tampoco exactamente la del largo trajinar del reo por el circuito de cárceles, hospitales psiquiátricos u ominosas combinaciones entre ambos, que se narra interrumpidamente en el texto y que deja ver al fondo y en proyección la forma de ese monstruo de la punición y el arrasamiento subjetivo que nos sigue definiendo en tanto sociedad quizá mejor que cualquier otra institución de las que sostenemos con nuestros recursos; la historia que se sugiere aquí, sin terminar de encadenar sus eslabones, es a la vez más grande y más larga que la que da lugar al libro: se reúne en torno de la violencia de un sujeto particular, arbitraria, excepcional en su vida, inmotivada; se envuelve en una infancia de castigos maternos, de palizas escalofriantes, de tenebrosas enseñanzas espiritistas, de amenazas insoportables. Se estaciona en un servicio militar a la sombra, en un largo calabozo en aislamiento, con las armas como única compañía. Se encuentra de pronto en la calle, en la intemperie subjetiva, sin lazos con el mundo, aterrado de soledad y arrastrado a una violencia criminal que lo excede y a la vez lo alivia. Se conduce a una larga noche de penitencia sin bordes, de la cárcel al psiquiátrico, objeto de las pichicatas paralizantes, de los fármacos abismales y de los palos amansadores; mientras la justicia, que lo halla a la vez imputable e inimputable, proyecta sobre el sujeto su propia condición esquizofrénica. Y sobrevive, diez, veinte, treinta años… Insólitamente, sobrevive a sus hechos y los hechos de los otros, a los crímenes que cometió y a los crímenes que sobre él se cometieron. Y habla… Y al hablar, de lo que sabe, de lo que aprendió y de lo que ignora, narra desde una distancia cavada dentro de su propia experiencia una historia mayor que la de la propia biografía y conduce fuerzas que lo han definido como sujeto pero que han definido también la forma del mundo en el que su vida ha sido. El mundo de afuera y el mundo de adentro, lo que no siempre es aquí el de la libertad y el del cautiverio.

     1931. En la Alemania que conducía al nazismo al poder, Fritz Lang narraba en M la locura criminal de un sujeto y, en espejo, la otra, la del mundo que lo perseguía para expiar en él los signos de su gradual enloquecimiento.

     1965. En el clímax del ‘modo de vida (norte) americano’, Truman Capote reconstruía en A sangre fría los asesinatos de los cuatro integrantes de una apacible familia de Kansas. A su través, elaboraba otra imagen de la sociedad norteamericana, de ciertas raíces de su violencia, de las muchas violencias reunidas en un crimen tremendo.   

     2018, Busqued dibuja en Magnetizado ciertas líneas anómalas sobre las últimas décadas de la historia argentina. Su trazo no es continuo ni uniforme, digamos mejor que sugiere posibles constelaciones sin apartarse de la palabra de su entrevistado. Lo hace, es muy importante destacarlo, respetando la voz de un sujeto que pertenece a una porción del mundo que no escuchamos, que no sabemos, que solemos suponer o nombrar con nuestras propias palabras, engañosamente bienintencionadas. Lo hace haciéndose a sí mismo parcialmente a un lado, para que podamos acceder a los propios términos del sujeto y a la lógica de un relato personal que deviene de una experiencia intransferible, cuya complejidad y espesor se perfilan y se auscultan en la palabra de Melogno y en los cautelas de Busqued. No hay aquí explicaciones científicas suficientes, reconstrucciones acabadas, revelaciones esclarecedoras; no hay tampoco lugar para la fascinación por el caso y para esas maniobras de dudosa identificación con la violencia y la extrañeza ante lo que el otro ha hecho. Hay, sí, sin embargo, una extraña transparencia que se cimenta en un diálogo que deja ver un vínculo de confianza en la palabra y en la escucha del otro que remite en parte a la posición de un analista, pero que se detiene en el umbral de la propia ignorancia del escritor ante aquello que le trae el sujeto y que no se puede terminar de nombrar con diagnósticos o formulaciones clínicas. En ese punto delicado en el que el escritor compone y define su propio límite de saber, que adquiere en el libro la forma de un respeto dedicado y atento, se oye algo que sólo el otro puede sugerir y que se extiende a lo largo del tiempo como una sombra que alcanza aún la oscuridad de sus motivos criminales y que los relanza sobre el mundo mientras los extiende a lo largo del tiempo. ¿De dónde proviene y hacia qué se dirige esta violencia, la propia y las que me han aplicado a lo largo de tantos años?

     El libro, por supuesto, no responde a la pregunta, pero el autor la invoca y la sitúa entre la infancia de Melogno, el vínculo con su madre y el sistemático maltrato institucional en diferentes instancias por más de treinta años, de la escuela a la conscripción, de la cárcel al hospital, del hospital a la cárcel. Pero el trabajo preciso del escritor se afirma en sus renuncias: a explicar al otro, a ofrecerlo como caso, como rareza o como mero síntoma de lo social, a explotarlo como personaje. Así, y más allá de cualquier parábola histórica más amplia que podamos trazar, la materia más sensible de este libro se compone al escuchar a aquel asesino en la reflexión de este hombre distinto, entrever en su violencia los signos de otras y atisbar en su relato lo que le ha permitido sostenerse o construirse ser humano a través del terror que lo ha constituido y atravesado y del que puede tomar al cabo una distancia mínima pero visible que le permite hoy preguntarse sobre sí y sobre los otros.   

     Busqued se enfrenta a un misterio que no se puede resolver con una respuesta concluyente y se encuentra con un hombre que le devuelve otro misterio más grande, más abierto y más oscuro. En su libro, que traza con deslumbrante precisión ciertos contornos de lo que no se sabe, se escucha un testimonio personal sobre un caso policial, se delinea una biografía en las sombras, se entrevén perfiles históricos de una sociedad y de sus instituciones; pero mucho más que todo esto, o por sobre todo esto, se presenta una persona

MARCELO SCOTTI

Es profesor en las carreras de Historia y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP y es docente de la FLACSO Argentina. Ha publicado recientemente el libro Transficcional, para abordar el malestar en las prácticas socioeducativas, a través del cine en diálogo con el psicoanálisis.

El Cordobazo organizado, de Elpidio Torres

MEMORIAS

JUAN IGNACIO GARRIDO


El Cordobazo organizado.
La historia sin mitos (1999)
de Elpidio Torres

 

     En un spot para Fernando de la Rúa. en 1999, se pone en escena a una niña con guardapolvo blanco. La cámara se le acerca y responde a las preguntas de su maestra: ¿por qué el pueblo es pobre? “Y… por los corruptos” ¿Y qué son los corruptos? “Son los que le roban la plata a la gente”. Entonces, ¿qué necesita la Argentina? “Y… un presidente que no sea corrupto”. Cierra: el sello de la Alianza sobre fondo blanco. Esa campaña tenía como objetivo la victoria que De la Rúa obtuvo en octubre, pero, ante todo, la necesidad de que se produjera sobre el montaje de una moral progresista que sepultara definitivamente al peronismo. Unos meses antes, en mayo del ´99, un viejo dirigente sindical, a contramarcha de esa condena sobre la historia, presentaba su libro: El Cordobazo organizado. Se cumplían 30 años de aquella gesta popular de la que Elpidio Torres había sido principal protagonista y de la que el peronismo era una de sus claves interpretativas. Ninguna de las dos cosas había sido realmente reconocida.

     El libro está dedicado “a todos los Trabajadores Mecánicos, con los cuales escribimos la historia del Cordobazo”. A Torres, secretario general del SMATA entre 1958 a 1970, le interesa dirigirlo a los trabajadores de una industria que se desguaza día a día en los noventa, pero en el mismo giro le importa identificar, desde el comienzo, quiénes son los que escriben la historia. Disputar la escritura como territorio obrero, no solo a través de la acción política colectiva, sino también con un libro, labor que no parecía contarse entre las tareas naturales a las que debía signarse la “terrible burocracia sindical argentina”.

     Un gesto plebeyo y altanero que podemos inscribir en la tradición fundamental que cuenta con el dirigente sindicalista de la industria de la carne, Cipriano Reyes y su libro Yo hice el 17 de octubre. Este como aquel se escriben muchos años después de consumados los hechos que relatan, bajo la necesidad de realizar un homenaje y un desagravio. El de Reyes es un desagravio frente al jefe, al lugar que Perón les asignara a los que organizaron el acontecimiento que logró reunir una multitud en Plaza de Mayo. El de Torres es también un desagravio, similar, aunque por distintos motivos: “me decidí a escribir… por estar cansado de leer «patrañas» de aquellos que jamás se despojaron de su orientación política”. En los noventa (y quizás aún hoy), la memoria sobre el Cordobazo estuvo hegemonizada por algunas tendencias de izquierda y reconstrucciones académicas (preocupadas por contar con su propio Mayo francés) centradas en la figura de Tosco y en la unidad obrero-estudiantil como única matriz explicativa. Y lo que Torres anota es que se había dicho muy poco “del decisivo accionar de los trabajadores y particularmente del SMATA Córdoba”. Desagravio, ante todo, de un sindicato. Y homenaje a Máximo Mena, metalúrgico, afiliado a SMATA, estudiante, “el primer mártir del Cordobazo”. Una insistencia de la memoria sindical, vinculada con la lucha, pero también con el trabajo: a los que pusieron el cuerpo.

     Reyes desde los frigoríficos de Berisso. 1945. Torres desde las plantas automotrices de Santa Isabel. 1969. La relación entre estas fechas es central en el libro, en gran medida por su propio recorrido biográfico. Torres recuerda que, con dieciséis años y siendo empleado de una pensión, decide participar en la réplica cordobesa del 17 de Octubre, un día después, en la movilización comandada por el brigadier San Martín, junto a los trabajadores de la Fábrica Militar de Aviones. Participa y pierde su trabajo. Una marca de iniciación, de toda una generación.

     Su reconstrucción del golpe del ´55 es otra clave del libro y desagravia su segunda identidad, la provincial. Me causa gracia, dice, que se hable de la “Córdoba heroica”, cuando lo que decide el triunfo de los rebeldes es la traición que sufre Perón por la Junta de los generales y la amenaza del almirante Rojas de bombardear Buenos Aires. Torres cuenta que el 16 de septiembre llega a Alta Gracia –donde vivía– el general Morello, al mando de las tropas leales que habían logrado salir de la ciudad de Córdoba. Se instala en la jefatura de la policía y el edificio es ametrallado por aviones rebeldes. Morello dispone trasladarse, a campo traviesa, hasta la localidad de Anisacate, donde instala un campamento difícil hoy de imaginar. Allí Torres participa en una reunión junto a un grupo de generales, en la que se planifica la recuperación de la ciudad de Córdoba. Ésta finalmente no se desarrolla, pero la escena se borra por completo de nuestras crónicas. Consumado el golpe, Torres sería encarcelado durante seis meses. De aquellas jornadas quedarán las marcas de la persecución y un aprendizaje intenso de ese joven entre generales. Después de todo, hay una relación de familia: me refiero a las formas orgánicas, entre los generales de un Ejército y los secretarios generales de un sindicato. Un periodista del Cordobazo llamaba la atención sobre la formación en escuadra de las columnas del SMATA. Los obreros marchando le hicieron recordar a los viejos regimientos de soldados cuando se dirigen a un enfrentamiento. No otra cosa estaba sucediendo. Los trabajadores salían a cobrarse los golpes recibidos durante años por la represión del Estado.

     Al poco tiempo de ser liberado, Torres ingresa a Industrias Kaisser Argentina (IKA) y lo destinan a limpiar zanjas de desagüe. No le gusta nada y al rato pasa a la línea de montaje como operario. Torres, que había sido aprendiz de jardinero, vendedor de diarios, lustrador de zapatos, obrero de la construcción y peón de campo, se detiene una y otra vez sobre el trabajo -lo que produce un calvario, lo que dignifica-, sabe que allí se explica algo de la fuerza y el carácter de su acción política. Su primera actividad sindical se inicia por un hecho trágico: “un grave incidente en la planta de prensas, produce la muerte del compañero Rubén Pereyra. Propicié el abandono del sector para concentrarnos al frente de las oficinas de la gerencia… Luego se dispone realizar una caravana hasta el domicilio del compañero fallecido, en Pueblo Güemes. La caravana estaba compuesta por cientos de motocicletas. Fue realmente triste y emocionante abrazarse con los Padres”. El vicepresidente de Bolivia, García Linera, nos dice que durante el siglo XX, lo único permanente en las luchas desplegadas fue el sindicato: “mientras los pequeños partidos y los caudillos se disuelven ante las primeras balaceras, el sindicato está ahí para proteger a las familias, para hacer conocer lo que pasa en otros campamentos, para enterrar a los muertos”. La frase sintetiza de algún modo nuestra resistencia peronista. El propio Torres describe la blandura de los dirigentes partidarios que “se mandaron a los «cuarteles de invierno» y no asomaron la cabeza para enfrentar a Onganía”.

     En las pocas semblanzas escritas sobre Torres, como la de Luis Bruschtein en Página/12 en ocasión de su muerte, se lo sigue caracterizando como representante del sector no combativo del sindicalismo argentino. Y lo de Bruschtein no es una excepción, sino la regla. De un modo u otro, se ha desdibujado la figura Torres, lo que demuestra un desconocimiento de la clase obrera argentina, su experiencia acumulada, los tiempos y las formas de sus luchas. ¿Dónde y cómo se expresa la vanguardia de la vida subalterna? Una dificultad nos habita al identificar dónde se libran los combates decisivos de la vida colectiva y quiénes garantizan las fuerzas que los desatan.

     Torres repasa su ascenso sindical hasta erigirse en secretario general; su contribución como miembro de las 62 Organizaciones –no dejará pasar su amistad con Vandor, que le valió el apodo de “Lobito”–; también, contará su participación en la delegación que se entrevistó con Perón en el ´64 para coordinar la “Operación Retorno”. Sin embargo, siempre restablece su propio terreno, el sindical, como escenario principal. Durante la proscripción del peronismo, los sindicatos, nos dice Torres, “ocuparon el espacio que la democracia representativa había dejado”. Una clave más para pensar mayo del 69, no solo como la exigencia de la recuperación democrática, sino también y en sí mismo como la acumulación de una práctica, como la expresión radical de una democracia obrera.

     El Cordobazo tiene en la genealogía de Torres una explicación imprescindible que se completa con Atilio López de UTA y Tosco de Luz y Fuerza. Los protagonistas de la unidad en la acción de la CGT de los Argentinos y la CGT Azopardo. Estos tres dirigentes garantizaron la masividad del hecho al decretar un paro de 36 horas con abandono de tareas. Mónica Gordillo, una de las intelectuales más renombradas en la materia, ha subrayado siempre el carácter “urbano” y “espontáneo” de la rebelión. Torres discute esta interpretación, insistirá una y otra vez que “nada estaba librado al azar”. Las muchedumbres no bajan solas. El relato sobre el recorrido de las columnas obreras durante el 29 de mayo es lo más valioso del libro. Recuerda a “Emoción para ayudar a comprender” de Scalabrini Ortiz y, de nuevo, 1945. Pero ante todo, permite reconocer la composición social de la ciudad y la pluralidad de sindicatos organizados que participan. La principal columna es encabezada por SMATA que baja desde la zona sur. Lo dice Torres, pero también Garzón Maceda insiste en ello: “allí estaba reunida la infantería del Cordobazo”.

     El libro atesora documentos, fotos, archivos, cartas. Allí Torres comparte su correspondencia con Perón. En especial, una carta que el general le dirige a los compañeros del SMATA, con Torres preso y aislado en el penal de Neuquén, mientras Tosco estaba encarcelado en Rawson. “Afortunadamente –escribe Perón desde Madrid a fines del ´69–  el interior está demostrando en Córdoba, Rosario, Tucumán que no todo está podrido en Dinamarca”. Y resalta que lo sucedido es “una demostración del estado revolucionario del Pueblo, pese a la defección de la Ciudad Puerto que, en esta oportunidad no ha estado a la altura del 17 de octubre de 1945.” La resistencia peronista encuentra su punto más álgido en Córdoba, desde allí se inicia el derrumbe del dominó que determinará la caída de Onganía. La revolución, le dice Perón a Torres en otra carta, se está produciendo desde la periferia al centro. Córdoba está a la altura de 1945. Pero 1969 no es 1945. No es la misma estructura económica, ni la misma experiencia social acumulada, como tampoco son las mismas fuerzas las que se desatan.   

     29 de mayo de 1970. El primer aniversario es crucial para el campo popular argentino. Hay dos postales que sintetizan un conflicto político abierto sobre dos interpretaciones del Cordobazo. Ese día el país amanece con la noticia del secuestro de Aramburu y Montoneros saca su primer comunicado, en el que anuncian que será sometido a Juicio Revolucionario. La conducción de Montoneros reivindica explícitamente el 29 de mayo, y abre la interpretación del Cordobazo como el comienzo de una etapa de violencia revolucionaria. La otra postal es la fotografía que ilustra la tapa del libro de Torres: el acto que conmemora el primer aniversario en Córdoba. Hablando a viva voz, Torres está en el centro del escenario montado sobre la calle, rodeado por dirigentes de las distintas corrientes sindicales: están Tosco y López, los independientes y también los ortodoxos, taxistas y madereros, entre otros. En el margen superior derecho, aparece una bandera con la imagen del Che, que no está en las fotos del propio Cordobazo. Pero ni los discursos ni la dinámica política guardan relación alguna con el operativo que se desarrolla en Timote. Aún más, se presiente un desencuentro. Esta divergencia en el aniversario anuncia una dificultad política mayor. ¿Anuncia la plaza del 1 de mayo del ‘74? Torres tiene presente aquella tensión y propone su síntesis: “el Cordobazo nos ayudó a comprender que no hay democracia sin libertad, que no hay orden político sobre la exclusión de la soberanía popular”. Garzón Maceda comparte la idea y agrega que allí se produjo un error dramático de lectura: “el de considerar que el Cordobazo, en sí, consagraba el comienzo de una nueva era de violencias de parte de la clase obrera, cuando en realidad era la culminación de un proceso político social de reforma democrática conducida por los sindicatos”. Nicolás Casullo, desde su exilio mexicano, escribirá un ensayo esencial sobre el tema: “Peronismo revolucionario y sindicalismo peronista”. Su hipótesis es que la izquierda peronista desarrolló una crítica a la burocracia sindical (por desapego de las bases… aunque habría que analizar dónde estaban las bases en 1970), que se agudizó tanto que llevó a un divorcio, un extrañamiento –tamiza– entre sus propuestas y aquella estructura (y consistencia) obrera. Casullo encuentra en la obra de Cooke la posibilidad de explicar las contradicciones al interior del bloque de las fuerzas populares, instancias que se deben ensamblar en toda estrategia que pretenda el cambio social. Completamos: toda estrategia de cambio social debe comprender que biografías –como la de Torres– son expresión de la vida popular argentina en su mayor complejidad y espesura, representantes de quienes ponen el cuerpo y combaten.

JUAN IGNACIO GARRIDO

Es licenciado en Filosofía. Profesor de la Universidad Nacional de Villa María y de la Universidad Provincial de Córdoba. Coordina la formación política sindical de la UEPC (Unión de Educadores de la Provincia de Córdoba).

Ana alumbrada. Militancia, amor y locura en los 60 (2018) de Alejandra Slutzky

BIOGRAFÍA / ENSAYO

EMILIANO TAVERNINI


Ana alumbrada. Militancia, amor y locura en los 60 (2018)
de Alejandra Slutzky

   

“Tendremos que admitir, entonces, que nos encontramos en presencia
virtualmente de un campo cada vez que es creada una estructura semejante,
independientemente de la entidad de los crímenes que allí se cometen
y sea cual fuere la denominación y la topografía específica”
Giorgio Agamben, Homo Saccer. El poder soberano y la nuda vida, 1995

   

     Una hija decide tomar el candil para iluminar algunos misterios de la biografía familiar. En su búsqueda detectivesca, intermitente como el brillo de una luciérnaga, descubre un espacio más vasto, un territorio de memorias y archivos todavía no alumbrados por la historia. Cada instante de luz en su derrotero contribuirá a encontrar posibles parejas luminiscentes, juntas van conformando una comunidad de afectados por la misma experiencia, hasta ahora ignorada. Una hija, una detective, una luciérnaga más que visita una zona inexplorada en los estudios sobre los sesenta-setenta: sexualidades disidentes y locura.

Alejandra Slutzky ya había indagado y hecho pública parte de su historia familiar en 2003 cuando editó en Holanda (país en el que se exilió y vive desde los 14 años) Die Stilte (El silencio), texto en el que abordaba la figura de Samuel Slutzky, su padre, médico sanitarista que trabajaba en la Municipalidad de La Plata al momento de su secuestro y desaparición en 1977. En esta primera aventura narrativa había reconstruido también parte de su genealogía paterna, perseguidos por los pogromos zaristas. En la memoria familiar Samuel ocupaba el lugar de víctima del Estado genocida argentino, sin embargo su ex pareja, madre de Alejandra, Ana “Toti” Svensson, que falleció en una clínica neuropsiquiatría privada en 1982 no había sido considerada de la misma manera sino que “se había brotado”, “no estaba bien de la cabeza”, “era medio loca”. Entonces, la primera cuestión que trabaja el libro es la de cómo algunas memorias sobre los setentas adquirieron más legitimidad que otras para ser narradas: ¿qué dispositivos de poder actúan todavía en nuestra sociedad para seguir obturando determinadas experiencias?

En el momento en el que la autora decide indagar en la vida de Ana comienzan a circular en las redes sociales cartas que Toti se escribía con Julio Cortázar -a quien se supone conoció en un breve paso por Cuba en el contexto de la O.L.A.S. en 1967-. La profanación de un coleccionista anónimo activó inesperadamente la máquina de la narración genealógica, esta vez a la búsqueda de la figura de Ana Svensson.

     Ana alumbrada desarticula a partir del análisis y la descripción de casos singulares de militantes secuestrados o internados en neuropsiquiátricos el concepto de Estado terrorista definido por Eduardo Luis Duhalde, es decir, un Estado que actuaba mediante una doble faz de sus aparatos coercitivos: uno público y sometido a las leyes y otro clandestino, al margen de toda legalidad formal. Slutzky ilumina los espacios de intersección de estos dos mundos, los cuales dentro de un marco legitimado institucionalmente siguen encerrando aún hoy a la nuda vida, sometiéndola a torturas y maltratos que no se terminaron con el fin de la dictadura. Este texto es fundamental para los estudios sobre el pasado reciente  porque permite delimitar un territorio en el que persisten más continuidades que rupturas con el régimen dictatorial, la permanencia del campo donde se expulsa lo abyecto, los cuerpos que no se adaptan al corte biopolítico del “ciudadano”. Cuerpos diagnosticados para producir el olvido y la negación simbólica de sus vidas con el consenso de la institución familiar.

Estos intersticios del Estado de excepción en las instituciones de la democracia perturban al lector, no solo hubo pasajes entre secuestrados en los Centros Clandestinos de Detención  y pacientes psiquiátricos del Borda y el Moyano, sino que también se dio el tránsito entre personal militar y médico: en el Moyano funcionaba un espacio de tratamiento de detenidas por razones políticas, mientras que en el Borda la Unidad 20 era controlada por la Policía Federal, ambos sitios se manejaban con una lógica propia.

El lector se preguntará por qué que no se conocían estos testimonios aún cuando la autora encuentra una enorme cantidad en los legajos de la CONADEP y en los Informes de Clamor a comienzos de la década del ’80. La investigación de Slutzky brinda una respuesta: con el archivo solo no alcanza, para hacerlo visible es necesario dialogar con él, hay que habitarlo, darle legibilidad histórica. Nuevos descubrimientos le permiten reconstruir distintos aspectos en la vida de Toti: los archivos de inteligencia de la DIPPBA, la transcripción que realiza un médico de la biografía de su madre cuando ingresa por primera vez al Moyano -1970-, las cartas que se escribe con Cortázar.

Cuanto más avanza la investigación, más necesidad manifiesta Slutzky de reponer la figura revolucionaria de Ana Svensson (1942-1982), quien comenzó su militancia en el PSA (Partido Socialista Argentino) y rápidamente rompió para integrar el PSAV (Partido Socialista Argentino de Vanguardia). Posteriormente, junto con su compañero, confluyó en la ARP (Acción Revolucionaria Peronista) de John William Cooke. Hasta allí una trayectoria más de la militancia de los sesenta, salvo que cuando viajan a Cuba en 1967 para realizar entrenamiento militar se separa de Samuel Slutzky y comienza una deriva con sus dos hijos que la lleva a México y posteriormente de vuelta a la Argentina, totalmente aislada de sus antiguos compañeros y con la salud deteriorada por una incipiente esclerosis múltiple. Qué pasó en Cuba, es la pregunta que se hace una y otra vez su hija. La respuesta llega a través de los balbuceos y las contradicciones de los antiguos compañeros de militancia de sus padres.

A Ana se le hizo un juicio político por haber tenido relaciones sexuales con un compañero cordobés y con un oficial de inteligencia cubano, se la expulsó de la organización e incluso durante el juicio se llegó a proponer su fusilamiento. La depresión que le produce esta situación culmina con un cuadro paranoico desencadenado el día que una bomba casera explotó cerca de su departamento. Ana se sentía perseguida por la policía pero también por sus excompañeros, rápidamente recae sobre ella un estigma con el que cargaba desde su adolescencia. Cuando era discípula del profesor en filosofía Conrado Eggers Lan, cometió el “error” de confesarle su atracción por una compañera de estudios. Acto seguido el profesor planteó el “problema” a la familia que determinó separarlas y enviarla a realizar un tratamiento psiquiátrico. Así se inaugura en su trayectoria lo que Michel Foucault denominó la ceremonia de la objetivación a partir del examen inicial del poder disciplinario. De ahí en más cada desviación de las “normas” por parte de Ana reducirá su vida a este punto inicial.

La escritura de Slutzky combate de manera eficaz el corte biopolítico porque logra desbordar los diques genéricos de contención, se permite pensar nuevas reclasificaciones de las taxonomías narrativas. El texto debe encontrar su propia forma para decir una verdad obliterada, habita la transgenericidad: por momentos novela autobiográfica o relato de viaje, por momentos monografía académica, crónica periodística, novela histórica. Al mismo tiempo es una conversación y retorno al lenguaje materno con la mediación de Cristina Feijóo, escritora y compañera de militancia de su padre que ayuda a la autora con su castellano distante.

Mediante esta hibridación genérica logra acceder a instantes de verdad, por ejemplo con el testimonio de David Ramos: “Creo que sí, muchos compañeros se brotaron y eso no quedó registrado en ningún lado. La presión, la persecución, la muerte que se asomaba cada dos por tres. Era mucho, no todos podían”. El estigma sobre la figura de Ana se reproduce en las entrevistas a los compañeros y compañeras de militancia que claramente no han elaborado de manera crítica las relaciones disimétricas entre hombres y mujeres que se daban al interior de las organizaciones, aunque también manifiestan un profundo desconocimiento por el destino de los “brotados”.

La investigación se expande con el descubrimiento de muchos militantes, que como Ana, fueron internados en hospicios neuropsiquiátricos y que hasta el día de hoy han sido ignorados como víctimas. Slutzky señala que los ingresos de NN al Borda y al Moyano aumentaron entre 1977 y 1979 y constata que muchos de los internados provenían de Centros Clandestinos de Detención y Tortura, aunque también en el Borda, por ejemplo, existió un Servicio 6 a donde eran trasladados los conscriptos de Campo de Mayo, la Esma o Puerto Belgrano si lograban sobrevivir a las torturas y vejaciones a las que eran sometidos como método de castigo y disciplinamiento cuando intentaban desertar o tenían algún conocido sospechado de “subversivo”.

A partir de las conversaciones con distintos profesionales de la salud mental, Slutzky comprueba que los diagnósticos de ingreso eran muy vagos: alienación mental, enfermedad mental, esquizofrenia, epilepsia. Según la opinión de los especialistas luego de haber sido dopados y sometidos a tratamiento con electroshock y violencia física y psicológica el 80% de los pacientes experimenta un estado de alienación. En este sentido, el dispositivo de disciplinamiento de los cuerpos mediante la descarga eléctrica atraviesa el Estado genocida y el Estado democrático. Aún cuando supuestamente ya estaba prohibido su uso, los partes médicos y las historias clínicas dan cuenta de su utilización y de los daños físicos infligidos a los pacientes al interior del hospicio. Escenas descriptas con total impunidad dado que esos cuerpos son las vidas que no merecen ser vividas para el Estado.

La cuestión central que trata el libro es la de cómo dentro de los estratos de víctimas modélicas del genocidio, quienes habitan la base de una esquemática pirámide en el imaginario cultural son –no casualmente- dos grupos sociales que en democracia siguieron siendo igualmente sancionados, marginados y rechazados por el poder soberano: las víctimas queer y las víctimas con tratamiento neuropsiquiatrico, clasificaciones que en la década del sesenta estaban íntimamente relacionadas, a partir de la patologización de quienes no se adaptaban a la hetoronorma –hasta los setenta la homosexualidad era considerada un trastorno mental- o a la monogamia –especialmente si eran mujeres-.

A través del descenso de la autora al Hades del Moyano y el Borda comprobamos de qué manera el campo de concentración en su modelo neuropsiquiátrico sigue actuando hoy en día de la misma forma que lo hacía en la década del sesenta, la nuda vida se pasea por los pasillos embotada de pastillas, acostumbrada al maltrato y a la violencia física: pacientes que ni siquiera pueden identificarse por nombre y apellido, condenados a la desubjetivación y a la desidentificación de los marcos sociales de referencia –por momentos descripciones casuales alertan sobre el devenir animal dentro de este territorio-.

Finalmente, retomando la imagen de las luciérnagas, éstas no sólo producen fosforescencias que iluminan el pasado desde sus entrañas, sino que también cuentan con alas para agitar el presente:

“Buscando a Ana, mi madre, encontré muchas cosas. Encontré el tabú que sofoca a quienes padecen una enfermedad psiquiátrica y a su entorno. Encontré la exclusión de los diagnosticados, condenados. Encontré personas obligadas a perder su identidad detrás de los muros del manicomio. Encontré a mujeres sentenciadas de locura, insania o maldad por ser diferentes a lo normal. Encontré el uso histórico y político de esos diagnósticos para separar a los diagnosticados de la sociedad, enterrándolos en la profundidad de los hospitales psiquiátricos devenidos cárceles, centros de detención y lugares de desaparición.”

EMILIANO TAVERNINI

Es profesor en Letras (UNLP) y magister en Historia y Memoria (IdIHCS-CONICET). Estudia la relación entre literatura y memoria en la Argentina reciente, en particular la poesía de los hijos de militantes políticos.

Les unwanted de Europa (2018), de Fabrizio Ferraro

CINE

ROBERTO PITTALUGA


Les unwanted de Europa (2018)
de Fabrizio Ferraro

     

     Recortadas sobre un fondo negro, las imágenes documentales a color con las que se inicia el film de Fabrizio Ferraro—reunidas y resguardadas en el Instituto Jean Vigo— nos muestran aspectos del mundo mediterráneo durante la segunda posguerra en el sureste de los Pirineos, región de la que los títulos —en inglés— nos informan que “presenció un verdadero éxodo” en 1939 y 1940, éxodo que es el tema de la película. Esas imágenes documentales que parecen idealizar una época, se exhiben acompasadas por el golpeteo de fondo, claro y limpio, de tacos al caminar y del murmullo del oleaje mediterráneo, sonidos que en las escenas siguientes, ya en blanco y negro, se corresponden con los de Walter Benjamin y Henny Gurland transitando el puerto de Banyuls-sur-Mer, pensando en el cruce.

     Las sonoridades del caminar, del transitar, configuran un elemento esencial del film de Ferraro: pasos, ecos de pasos, acompañan al espectador durante toda la película; hasta podría decirse que esos sonidos resultan ser su arquitectura invisible —si no fuera porque lo audible siempre produce su propia visualidad. Fugaces pero nítidos pasos del caminar urbano; dilatados y ásperos, raspando la tierra, aquellos de los senderos de montaña. Esos pasos arrastrados pertenecen a los derrotados, a los milicianos republicanos en 1939 que cruzan los Pirineos huyendo del franquismo y la derrota; a Walter Benjamin, Henny Gurland y su hijo, guiados por Lisa Fittko, que emprenden el cruce al año siguiente y en sentido contrario, escapando del nazismo y el colaboracionismo francés.

     Pasos, pasar, pasaje. Les unwanted de Europa es un film sobre la migración y el exilio en el momento en que suceden, ni antes ni después sino en ese tiempo y ese espacio del entre, espacio-tiempo del ya no y el no todavía. Y Ferraro se propone, muy benjaminianamente, mostrar ese tiempo y ese espacio. Espacio intersticial, de senderos como pequeñas grietas o desfiladeros en la espacialidad cotidiana o del poder. Tiempo del pasar, del atravesar, sobre ese punto de inflexión (o no) que puede ser cada momento si se lo examina detenidamente, punto de inflexión que es siempre de incertidumbre, como Benjamin le comenta al bibliotecario con el que conversa en la Biblioteca Nacional, en Paris, luego de recorrer juntos los senderos-desfiladeros entre las cimas de libros —esas trincheras que todavía quedaban por defender, como en un momento le dijo a Theodor Adorno.

     El espacio exiliar es un territorio diferente de cualquier paisaje, es un lugar al margen y en peligro, una posición que guarda distancia de cualquier espacio físico. Los milicianos, en un descanso, dicen su preocupación de ser capturados por los franceses, escena que en la película sólo se oye, como grito de alto. Y  también observan, ya desde una lejanía, ellos que son campesinos, a la tierra y al ganado; su mundo se les ha escapado, como exhala uno de ellos al soñar con volver a “tocar la tierra”. Para los judíos y/o comunistas apátridas, las rutas que cruzan la frontera prolongan esa vida en el intersticio, la pensión pasajera, el encuentro furtivo, el hablar silencioso. La cámara de Ferraro se instala en esos caminos sinuosos de la montaña, viaja y hasta jadea y arrastra los pies como los milicianos, como Benjamin. Obliga a los espectadores a vivir en ese espacio que no conduce a ningún lado, o más bien, que sabemos conduce a la muerte o peor, al campo de concentración (del cual viene Benjamin, al cual van los exiliados republicanos). Largas, larguísimas tomas andando los senderos, pero no se avanza, ni en el espacio ni en la historia. El director se propone la ardua tarea de mostrar esa suerte de no-lugar, esa zona de umbral, casi pura naturaleza, a la que son arrojados, expulsados aquellos que han sido privados de toda relación amorosa, los parias, al decir de otra indeseada, Hannah Arendt —que hizo los mismos senderos que Benjamin unos días después.

     ¿Se puede hacer un film detenido, un film fotográfico? Sabemos que sí, gracias a Chris Marker, que lo hizo de modo quizás insuperable. Pero Marker producía el movimiento y la historia desde las imágenes fijas, mientras que lo que ofrece Ferraro es otro tipo de film “fotográfico”, construyendo, a su manera, pleno de sutilezas dispuestas a la interpretación, un tiempo suspendido a partir de dilatar la toma y mirar detenidamente. Un film que se detiene, que no se mueve, sino que pretende “vivir en el instante”, como alguna vez dijera Benjamin de los modelos de las primeras fotografías. En contraposición al flujo constante y acelerado de la modernidad (y de gran parte del cine), la película de Ferraro no sólo se afirma en la lentitud, sino que extiende ese tiempo lento, lo expande hasta casi detenerlo, generando fotografías. Cada plano parece durar algo más, el blanco y negro —y el empleo de las tonalidades— impiden distinguir con certeza el día de la noche, las palabras salen morosamente de los labios de los protagonistas, los diálogos parecen fracturarse para crear hiatos; una construcción de la temporalidad para darnos a ver realmente a esos indeseados, esos perseguidos que de otro modo permanecerían invisibles —condición de supervivencia es escapar a la mirada de los otros, como dice en un momento la guía Fittko— e inaudibles —hablan en tono bajo, susurran. Como en la escena en la que el alcalde de Banyuls-sur-Mer les ha explicado cómo cruzar la frontera, y la cámara parece detenida en un lentísimo travelling ritmado por la música de John Cage sobre un ajado mapa de Europa, esa Europa a la que ya no pertenecen, de la que son expulsados.

     Narrativamente, el film ni avanza ni retrocede, pasa de un éxodo a otro y entre momentos de cada uno sin que se establezca una trama, más allá de lo que el espectador ya sabe por los títulos iniciales —y la información es restringida al mínimo. Vuelve sobre escenas semejantes pero como no hay trama que continuar, el espectador debe proponer los lazos entre secuencias. Antes que un film-narración estamos ante un film-significación, por el cual Ferraro conmina a los espectadores a tomar posición, a producir su propia interpretación a partir de lo que nos es sutilmente sugerido en cada toma, en cada planosecuencia. En el citado diálogo entre el bibliotecario y el filósofo, se nombra a Nietzsche para decir que en la historia no hay más que silencio, un silencio lento, y que sólo la palabra del pensamiento, agrega Benjamin, puede desencadenar la tormenta, es decir, la significación: virtud del lenguaje, agrega luego el pensador judeo-alemán, la de poder transformar lo que nombra, expresando y a la vez interiorizando la muerte como trabajo de la negatividad.

     Un film sobre el tiempo y la historia, o mejor, sobre los tiempos de la historia. El tiempo de los vencedores, con sus repeticiones y continuidades, y con esa historia “que junta polvo” como la designaba Benjamin. Y el contratiempo de los vencidos, con sus detenciones y sus sacudimientos, con esa instantaneidad densa provista por el choque de tiempos —como, nuevamente, en las primeras fotografías, a las que Ferraro remite y homenajea en los planos, los rostros, las contrastes de luces y sombras.

     La expansión del instante en el film de Ferraro tiene otra cita, que es también una referencia en los textos tardíos de Benjamin: Louis Auguste Blanqui. Es, por un lado, el Blanqui de La eternidad a través de los astros, escrito que el alemán fue uno de los primeros en estudiar con atención. La cita en la película es textual y también imaginal, en las duplicaciones de situaciones y personas, en las deambulaciones sin propósitos a la vista, es la cita de los mundos infinitos, paralelos, de la inexistencia del progreso. Como consignara Lisa Block de Behar, el francés le escribió a una de sus hermanas: “Me refugio en los astros donde uno puede pasearse sin límites”. Por otro, es el Blanqui revolucionario, el que pasó treinta y siete años en las prisiones de la burguesía francesa, el grito de batalla de los communards de 1871, ese hombre que ante el juez que lo interroga por su profesión, responde: “Proletario”. Nombre inasimilable para el orden burgués, Blanqui es completamente extemporáneo, como esa risa notoriamente forzada (un toque brechtiano, quizás también) que el actor que protagoniza a Benjamin escupe en el último alto del camino antes de pronunciar sus también últimas palabras en el film: “¡Blanqui! ¡Blanqui! Háblame, yo te escucho! Yo te escucho!”. Escuchar a Blanqui, y nosotros con Ferraro, escuchar a Benjamin y a los revolucionarios españoles, a los perseguidos, a los unwanted. Para que otro tiempo surja, aquél que emerge cuando el pasado toca —pero realmente toca— al presente (lo que a su vez requiere que el presente escuche, le importen “esas voces enmudecidas ahora”, como reza la II tesis Sobre el concepto de historia). Es el pasado que ha permanecido en silencio el que como un cometablanquista hace estallar a un presente que entonces despierta.

     Les unwanted de Europa pretende ser también, pienso, una de esas cesuras, un sendero-desfiladero, una trinchera. Una que tenemos que defender hoy, ahí, en la producción de sentidos, frente al avance de ese otro ejército de las grandes corporaciones mediáticas. Es también cierta posición exiliar, o verdaderamente contemporánea, ese entre-lugar de una a otra frontera, ese entre-lenguas que es el film —desde el título hasta los distintos idiomas en las que está hablada y titulada la película— donde el director pone su mojón.     

     Ferraro elude el punto de llegada: no hay campo de Argelès-sur-Mer (aunque hay escenas que nos permiten intuirlo), no hay hotel en Portbou, ni morfina, ni cartas para Adorno y Horkheimer —aunque se ha dicho, en el film, que su maletín era más importante que su vida. Benjamin simplemente se prepara un sitio para descansar a la vera del sendero, y allí queda en esa no-tumba, a nuestra espera.

     Es que no hay tumba para Walter Benjamin. Arendt la buscó y desconfió de aquella que le señalaron los guardias españoles. Pero sí hay una disputa por su memoria. Hay hoy una suerte de culto de la memoria del breve momento que el filósofo pisó Portbou. Salvo el monumento “Passatges” del escultor Dani Karavan, predominan en la ciudad mediterránea—y en muchos otros lugares— formas del recordar que Benjamin seguramente hubiera consignado entre aquellas que administran el pasado como herencia, modalidades que eran peores que el completo olvido, agregaba. Enzo Traverso expuso parte de esta “memoria mercantilizada” en una conferencia en la FaHCE de la UNLP, poco tiempo atrás. La película de Ferraro se coloca en las antípodas de ese culto, y significa también en este tema, una intervención reparadora.

     Título y final, the end. Y luego, una toma adicional. Nuevamente se instala el color por unos breves segundos, con un paisaje de los Pirineos Orientales semejante a las imágenes de apertura. El blanco y negro entre un inicio y un final en colores parece indicar que es también desde cierto exilio, como posición política ubicada en la conjunción entre apartamiento y compromiso —una suerte de extranjería simmeliana—que se puede producir un conocimiento crítico del poder social. Que es a su vez una referencia a la relación entre los unwanted de los 30 y 40, y los actuales unwanted de Europa, esos migrantes que venidos de África o Medio Oriente, mueren por miles en el Mediterráneo o quedan en los nuevos campos de Argelès. Mostrar el pasado de unos para ver a los otros, hoy.

ROBERTO PITTALUGA

Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).

Estudios número 4: El Cordobazo, la Universidad, la Memoria (1994)

REVISTA / HISTORIA

JAVIER TRIMBOLI


Estudios número 4 (1994)
El Cordobazo, la Universidad, la Memoria

trimboli

     Suele lamentarse que carezcamos de libros que estabilicen, sino de una vez y para siempre, por un buen rato, la lectura sobre algún acontecimiento o período fundamental de nuestra historia. Es casi un acto reflejo y no hay quien no se deje dominar por él, aunque sea por un instante. Respecto del Cordobazo se podría decir que falta tal libro. Lo escribía Daniel James en Resistencia e Integración – “no existe un libro definitivo sobre los acontecimientos de Córdoba”- y, por más que desde 1990, año de su edición en castellano, se hayan realizado valiosas aproximaciones, la impresión podría seguir siendo la misma. Lo particular con el Cordobazo es que, aun con esa ausencia –o en paralelo a ella-, se trata de un acontecimiento muy transitado por una franja relevante de nuestra sociedad. Todo joven que se suma a la militancia de izquierda o nacional popular bebe de sus aguas, dado el lugar relevante que tiene en la narración en la que se inscribe. Pero su presencia excede a estas militancias, porque mientras el pasado reciente, incluso el siglo XX a partir de 1945, se ha vuelto un territorio de disensos, el Cordobazo se ubica más allá de ellos, por fuera de pasiones encontradas.

     Sobre ese relativo vacío interviene la revista Estudios de la Universidad Nacional de Córdoba, con su número 4 correspondiente al segundo semestre de 1994. Se cumplen 25 años de esa “ola de desobediencia social generalizada” (James) que abrazó a la ciudad mediterránea y en sus páginas se percibe la incomodidad y la zozobra que trae aparejado el mero hecho de escandir el tiempo. “El Cordobazo dio lugar una compleja bibliografía aunque, curiosamente, pocos son los libros que específicamente se refieren al tema.” La decisión que organiza este número de la revista no se nos puede ocurrir más justa ni beneficiosa, por lo pronto para nosotros, hoy en 2019. Toma de aquí y de allá, hasta permitir que despunte un campo de tensiones, un relieve nunca liso, hecho de desacuerdos. Claro, no de panelistas, desacuerdo entre quienes se encuentran igualmente conmovidos por el acontecimiento en cuestión, que comparten incluso que fue una “cima” –queda escrito: “…era una sensación de cima de montaña…”-, pero no tienen el mismo parecer acerca de cómo se llegó a ella; de quiénes lo hicieron posible; o si hubo otras. ¿Qué se hace con una “cima”?

     En primer lugar, Estudios recoge las tres intervenciones que animaron las jornadas celebradas en la Universidad en mayo de ese año. Lo cuenta Héctor Schmucler, en aquel entonces director de la revista, en el escrito que presenta al número. Carlos Altamirano, Juan Carlos Torre y Lucio Garzón Maceda: se adivina que fue ése el orden de los oradores. También se transcribe la mesa redonda que le dio continuidad al encuentro, cuando alrededor de la pregunta “¿Qué queda del Cordobazo?” se sumaron las palabras de los dirigentes sindicales Elpidio Torres y Felipe Alberti. Recordemos que Torres había sido, junto con Agustín Tosco y Atilio López, figura fundamental del Cordobazo, cosa que se dice pero que también prácticamente se niega en estas páginas. Se disponen después una variedad de artículos: desde el que aportan en colaboración James Brennan y Mónica Gordillo, quienes próximamente publicarían principales trabajos de investigación al respecto; hasta el de Francisco Delich, por esos días rector de la Universidad, pero en 1970 autor de uno de los primeros libros sobre el Cordobazo. Una selección de entrevistas, varias de ellas de 1989, a obreros y estudiantes que tuvieron disímil participación. Cuatro hombres, que en mayo de 1969 tenían entre 10 y 15 años, conversan sobre lo que vivieron ese 29 de mayo en su ciudad. Editoriales, encuestas y noticias de diarios y revistas. El guión del radioteatro escrito en 1994 que se transmitió por Radio Universidad. Quien hojee la revista, que está disponible para consultar en la web, encontrará mucho más.

     Las tensiones podrían ser tan sólo –y no sería poco- una consecuencia de este montaje de materiales heterogéneos. Pero no. Schmucler apunta que en las jornadas fueron muchos los interrogantes, a la vez que “los análisis y las interpretaciones de los hechos difirieron”. Veinticinco años después de esas jornadas, se logra apreciar sin dificultad uno de los argumentos que da lugar a la discrepancia y se traslada al número de Estudios. Lucio Garzón Maceda, en su doble carácter de protagonista –abogado y asesor de SMATA y de la CGT Córdoba- y de estudioso, lanza un aserto que no deja de resonar. “Nuestra idea del Cordobazo –al contrario de lo que muchos piensan- es que constituyó la culminación de un proceso que tuvo como actor o agente central – casi único- al Movimiento Obrero de Córdoba, en tanto movimiento social, organizador de luchas colectivas trascendentes en la búsqueda de cambios.” Para este abogado laboralista mayo de 1969 corona un proceso de acumulación de fuerzas iniciado en 1957, cuando se conforma una nueva CGT en Córdoba, que tiene como secretario general al dirigente de la UTA, Atilio López. Recuperando el aliento y con picardía después de la derrota del ’55. Se lanzan medidas de fuerza de importante repercusión y, ese mismo año, se realiza el congreso de La Falda que  atrae inusitadamente a gremialistas de todo el país. Desde esos días, los trabajadores organizados avanzan en sus luchas en resistencia contra las políticas de racionalización que dañaban conquistas y derechos, y en situación tan desventajosa vuelven a imaginar su acceso al poder. “Desde La Falda a la CGT y desde la CGT a la Rosada”: recuerda Garzón Maceda “el grito de guerra” que agitó por vez primera un gremialista rosarino, el Rengo Martínez, y que “sintetizaba un ideario peronista, esencialmente sindical”. La conjunción de inteligencias y fuerzas que expresa el entendimiento entre López, Torres y Tosco no fue un hecho circunstancial o incluso –como también se sugiere en la revista- obligado y de mala gana, sino que se venía forjando desde finales de los años cincuenta. El distanciamiento producido entre ellos, junto con el asesinato de Vandor, es lo que hace que este protagonismo obrero empiece a languidecer. Algo más: se propone derribar mitos Garzón Maceda, así lo dice, para “enaltecer”; y en ese tren no duda en afirmar que el Cordobazo fue un acontecimiento nacido de la clase obrera de Córdoba, es decir,  desplaza a la alianza obrero-estudiantil.

     Quizás exagero, pero la impresión es que las “reglas del arte” o, más sencillo, del “campo”, implícitamente aconsejan no sólo no responder a otro ponente con nombre y apellido, sino tampoco ser demasiado demostrativo del efecto que produjo en el propio pensamiento una idea que se acaba de escuchar. Minutos antes de que interviniera Garzón Maceda, Juan Carlos Torre había leído: “Desde los portones de IKA-RENAULT en el Barrio Santa Isabel hasta las pensiones estudiantiles del Barrio Clínicas, la movilización había, así, descrito un itinerario portador de un claro simbolismo; en sus extremos, se recortó la silueta de los dos principales animadores de la protesta, los trabajadores industriales y los jóvenes de las clases medias.” Vuelve a hacer suya la palabra en la mesa redonda y retoma “una idea que me pareció muy sugerente y que colocó recién Garzón Maceda. Él señaló que el Cordobazo es una culminación, el momento alto de lo que llama, y con toda razón, un movimiento obrero; una acción sindical y política a la vez (…) y que luego –si no entendí mal- se eclipsa.” Acepta que para los trabajadores de Córdoba esto haya podido ser así, pero “para muchos otros argentinos el Cordobazo fue un comienzo, un debut”. ¿“Muchos otros argentinos”? Se refiere a los jóvenes, que no traen consigo la experiencia de las fábricas, sino de la Argentina que vive de crisis en crisis. Jóvenes de clase media, fundamentalmente estudiantes. Son dos olas, señala, una que culmina y otra que nace. De la imagen armoniosa, quizás demasiado, a esta otra que anticipa un desgarramiento. Quizás demasiado también. En su ponencia había advertido que “la política de los intereses de clase” que inspira a los trabajadores en mayo del ’69 era diferente a la “revuelta moral” que guió a los jóvenes en esa circunstancia y luego a la “cruzada armada”. Pero el desencuentro se revelaría cuatro años después, en el ’73, cuando luego del largo deambular en la periferia de la legalidad “los trabajadores y su líder” fueron aceptados en la “comunidad política” y los jóvenes se dispusieron a propagar la revolución en nombre de las clases marginadas.

     ​De otra manera, Altamirano a su turno ya había planteado el problema. Ante todo le interesa la distancia entre el acontecimiento y el relato que de inmediato lo captura, el mito. Propone un ejemplo para calibrar lo que quiere pensar, por cierto no el más encantador: el general Sosa Molina recordaba al primero de mayo de 1943 repleto de banderas rojas, multitudinario e internacionalista. El rechazo que le despierta lo lleva a adherir al golpe de junio de ese año, el del GOU y Perón. Sin embargo, investigaciones últimas dejan en claro que nada fue así, que apenas hubo movilización agónica ese día de 1943. Se mira en este espejo Altamirano, pues a él y a muchos otros les pasó algo parecido, por eso no sabe bien qué fue el Cordobazo, en cambio puede y quiera hablar de cómo se lo entendió, señal de qué se lo supuso. “Había sido el esbozo, sin dirección revolucionaria, de la insurrección”. Pero en mayo de 1994 Altamirano no está en nada convencido de librarse del mito, no cree siquiera que gane algo alejándose de él, incluso sin encontrarle una utilidad. Señala Schmucler que la memoria nos coloca ante el rostro que fue nuestro en el momento evocado. En esta intervención Altamirano no se ofusca por el que fue.

     ​Se sabe: durante los años noventas se hizo mucho por normalizar la historia, por despolitizarla o desanimarla. Para que el pasado alcance finalmente prolijidad y coherencia, libros definitivos. A contrapelo topamos con este número de Estudios. Lo que proponen Brennan y Gordillo está en una frecuencia muy distinta a la de las jornadas. En relación con la ponencia de Garzón Maceda, los énfasis son tan otros que podríamos dudar que estén hablando de lo mismo. En su artículo, Horacio Crespo y Dardo Alzogaray  le contestan explícitamente, a propósito de la supuesta negativa de los líderes estudiantiles de izquierda a adherir al paro y a la movilización convocados para el 29. El malentendido parece superado, pero uno de los obreros de IKA entrevistados en 1989, Humberto Brondo, que además estudiaba Derecho, cuenta que en la asamblea del día previo, porque lo “tenían muy marcado como dirigente gremial”, no lo dejaron hablar hasta que mostró la libreta universitaria. Después de todo lo que pasó y sigue pasando,  interesa lo poceado, lo trabajoso de esa relación.

     Aunque las revistas cada tanto lograban dar con el ánimo particular de un momento preciso de la cultura que pronto mutaría, a las publicaciones académicas, más aún si tienen como tema el pasado, semejante cosa se les presenta casi como un imposible. El número 4 de Estudios gira por entero alrededor del Cordobazo pero es también un documento sobre 1994. La melancolía y el dolor no obstaculizan al pensamiento. Historia y memoria se sacan chispas y conviven. Si “revolución” es la palabra segura que ronda al Cordobazo en los materiales de época aquí reunidos, la que trae la memoria, aun con indisimulada congoja, es “fiesta”. Se cita a Sergio Schmuchler, guionista y director del radioteatro mencionado: “Pero fue tan triste lo recordado que creo no haber logrado decir que nos fue bien, que aquellos fueron momentos felices.”

JAVIER TRIMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017). 

La desobediencia. Poesía reunida de Claudia Masin, 2018

POESÍA

MARÍA PÍA LÓPEZ


La desobediencia. Poesía reunida (2018)

de Claudia Masin

La-desobediencia

     ¿Puede ser la infancia de otra persona la propia? Más bien, su escritura de la infancia puede hacernos revivir lo atravesado, sus palabras convertirse en las de quien lee. Ese acto, que llamar empatía es menoscabar, porque va más allá, es casi revelación: leemos en palabras ajenas lo que no sabemos poner en palabras, y que recién cuando otre lo hace pensamos que ya lo habíamos pensado o sentido o intuido. La impresión es falsa. Esas imágenes no estaban ya formadas en nosotros, se despiertan como resonancias de las palabras que leemos, surgen y nos asaltan, nos convencen que siempre estuvieron allí, que son las que pensábamos sin conocer y sin formular. Leer es descubrirse. Y cubrirse: abrigo y protección. Quien ha sido lectora en la infancia sabe de ese tembloroso cuidado que los libros ejercen, porque son puertas a otros mundos, fugas y desobediencias. La poeta escribe:

“Es posible entrar en la infancia de otra persona.
no hablo de inventar una historia lo suficientemente hermosa,
o triste o rara, que nos dé la ilusión de estar unidos,
sino de entrar, como entra la raíz de un árbol en la raíz de otro,
cuando el espacio que los separa es poco. Hablo
de troncos diferentes creciendo de un suelo común,
en una misma dirección, de tal manera
que no se podría derribar uno solo sin precipitar
la caída de los dos. Se puede entrar así,
no en un cuerpo, sino en la memoria de ese cuerpo,
en la reverberación del impacto que tuvieron sobre él
las primeras voces escuchadas, en su alegría
ante la experiencia del contacto físico, del encuentro
con las fuerzas tremendamente violentas de lo vivo.”

     Se entra en la infancia porque de algún modo esa memoria narrada es a la vez singular y común, es también la de la lectora, que se reconoce en las mismas huellas, o reconoce esas huellas sobre el propio cuerpo. Masin escribe menos la plenitud del hecho, que la pérdida, el momento en que se vuelve inasible, la herida abierta del paso del tiempo que es finitud, fugacidad, vida efímera. Lo que se dice es la memoria en el cuerpo, porque la palabra llega como anhelo de conjurar la pérdida pero a la vez solo es posible porque la pérdida es efectiva, gozosa y dolidamente vivida. Si fuera negada, la poesía no sería ese roce fatal y necesario. Siempre un poema es ejercicio y materia de memoria, nunca grito en la epifanía del presente. Ella lo sabe y y cada poema encuentra en ese desgarro su bella lucidez:

“Desde esa noche, para la hija, escribir
será escribir la pérdida de ese momento.”

     Claudia Masin escribió varios libros, de preciosos y escuetos títulos: Bizarría, Geología, La vista, Abrigo, El secreto, El verano, La plenitud, La cura, La siesta. La editorial Contexto, de Resistencia, los reunió en el tomo La desobediencia. Los nombres de libros, ciudad y editorial se deslizan y se refuerzan, muestran un movimiento fundamental o un destino. Porque si los títulos iniciales parecen delinear lo quieto y lo sereno, lo que transcurre en las siestas del verano y una imagina (lee) a una niña sentada con un libro, el título de la Poesía reunida señala que no hay quietud verdadera, que todo surge de una voluntad de escritura que rasga, irrumpe, trastoca, que desarma un destino o un rumbo para tejer otros, prohibidos y díscolos. En la infancia comienza la fuga, la rebelión de la niña topo, la niña esquimal, la lectora, la que tiene un libro en sus manos, que será camino a la rareza, a lo que abre huecos en los muros pueblerinos, lo que vuelve al pueblo mismo inhabitable:

     “Los días que yo conocí en la infancia han sido pesados y espesos como el aceite, y sin embargo han tenido la fluidez de un aire ligero, delgado, que es posible empujar con el soplo de la boca de una nena. Y yo era quien soplaba para que los días corran, ¿era yo o eran los libros?, ¿de quién era el aliento? Sólo sé que los libros me permitían apoyar los pies en la tierra del mismo modo que una mariposa fija sus patas al charco de jugo de un durazno; que sin ellos no habría habido dónde quedar empantanada si no era en un presente que era necesario atravesar para que el alfiler no se clavara en el corazón hasta paralizarlo.

     Los libros leídos en la siesta eran devoradores, como una lluvia de cometas: imposible combatir con razonamientos la fe que ponemos en lo que estamos viendo cuando sucede algo extraordinario. Lo extraordinario nunca sirve para nada, es sólo eso, lo raro, lo que no pasa casi nunca y cuando pasa merece ser mirado como un espectáculo, pero no tiene en la vida más que el papel de alumbrar un momento determinado de un día cualquiera así recordamos que lo usual no es eso, que no debe esperarse que vuelva ni mucho menos salir a buscarlo. Es decir, es lo que ha sido puesto ahí para que quede claro hasta dónde llegar, como las boyas en el río traicionero, marcando el límite al nadador para que no se aleje. Pero los libros injertaban, en la tierra bien dispuesta que era yo, un gajo desmadrado, de crecimiento inconmensurable. No era más que un yuyo, no iba a dar nada bueno al jardín, iba a asfixiar a otras plantas capaces de dar frutos o de volverse árboles. Pero una vez que prendía, como la mayoría de los yuyos, no había quien pudiera matarlo. Ni el fuego que los paisanos encienden en las antorchas rojas y negras rociadas de alcohol en los campos que han sido contaminados, ni una plaga de langostas siquiera, que al fin y al cabo son iguales a esas ideas raras que contagian los libros: se comen lo que sirve y a los yuyos los respetan como dioses paganos, para que sigan reproduciéndose como ellas y arruinen toda cosecha con el virus de la vida incontrolable que propagan y que es -ella sí- la verdadera peste, cuyo mayor peligro es que una vez desatada ya no se detiene.”

     Leo en la poesía de Claudia mi propia infancia. Por eso, la tentación de citarla largamente. De transcribir sus poemas, no solo de leerlos o mentarlos. De copiar las frases y los versos, ya releídos y subrayados. También allí donde no me reconozco y donde el desconocimiento abre una nueva posibilidad de sentir y de pensar. Masin no es humanista. El suyo es un materialismo de los seres vivos, de lo viviente en general, frente al cual el humanismo parece solo narcisismo multiplicado. Es materialismo sensible, que descubre la voz propia solo en el dejarse atravesar por otras voces, otros sonidos, otras imágenes. Panteísmo y festejo de la vida, pero a la vez, dolor por los daños que incesantemente se producen:

“Es de eso
que estamos enfermos: de los días felices,
resplandecientes de verano
donde no nos faltaba nada, y crecíamos
mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos
por la sombra que dábamos,
sobre quiénes caía, de qué luz los privaba.”

     Minucioso y preciso encuentro con este libro del que no se sale indemne. No salgo indemne, quiero decir. Lo leo atravesada por el verano, por el sonido del mar, por los infinitos verdes del bosque, por la aspereza de la arena, por el aire y la brisa. Leo con ganas de copiar muchos poemas en una libretita para no olvidarlos pero copio algunos en este comentario. Leo absorta ese saber sobre la infancia, que también habla sobre la mía, y sobre las siestas provincianas, y sobre el olor a tierra mojada que precede a las tormentas, y sobre esas luces y esos amores y esas complicidades que porque existieron alguna vez nos siguen salvando del daño vivido y del que podemos hacer. Leo, copio, gloso, para contagiar el entusiasmo. Para decir: hay, aquí, un libro fundamental. Que tiene algo de amparo y de apertura. Un libro que es un rincón a la sombra.

MARÍA PIA LÓPEZ

Es docente y escritora. Estudió sociología y se doctoro en Ciencias Sociales (UBA). El último de sus varios libros es Apuntes para las militancias. Feminismos, promesas y combates (2019).