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Huellas de un Siglo, de la Televisión Pública Argentina

TELEVISIÓN / HISTORIA

MANUELA TELLECHEA


Huellas de un Siglo (2010)
de la Televisión Pública Argentina

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     25 de Mayo de 2010, 200 años después de la conformación del primer gobierno patrio en Argentina, fecha que conocemos como Revolución de Mayo, se producen múltiples materiales. Se conmemora este aniversario en discursos, se escriben artículos en revistas, libros de toda índole, se genera contenido audiovisual animado y documental, se realizan actos en la ciudad de Buenos Aires y en cada municipio de nuestra extensa Argentina, se componen canciones.  

     Hoy, 10 años más tarde, toda esa producción aún disponible nos acerca al hecho, ubicando la mirada tanto en 1810 como en 2010 ¿De qué manera fue abordado el bicentenario y como se lee el 25 de Mayo de 1810? ¿Qué significa que se cumplan 200 años de la Revolución de Mayo? ¿Qué mensajes se transmiten en cada material producido? ¿Es tan solo una fecha que nos remite a un hito fundamental de nuestra historia como país soberano o nos habla también del presente? 

     Huellas de un Siglo es una serie documental transmitida por la Televisión Pública en 2010 que apunta a observar el último siglo de esos 200 años a través de 25 capítulos de aproximadamente 30 minutos cada uno, introducidos y finalizados por una conductora con breves explicaciones, reflexiones y algunas veces también preguntas. Cada uno de los capítulos se centra en un hecho particular de la historia argentina del siglo XX que, conforme a lo que reza la descripción de la serie, tienen una significación determinante en la construcción de la identidad de la Argentina. Pero entonces, ¿nuestra identidad se conforma de hechos históricos aislados, como un rejunte de sucesos? La primera reflexión que de esto brota es que la serie presenta una consideración histórica que se circunscribe a poderosos acontecimientos que en sí, y solo en sí, marcan a la sociedad en su conjunto. Distribuidos entre el centenario de la Revolución de Mayo y las revueltas sociales generadas por la crisis del año 2001, sin seguir necesariamente un orden cronológico, devuelven la imagen de una identidad constituida a partir de hechos desconectados como archipiélagos aislados –retomo las palabras de Nietzsche en su segunda Consideración Intempestiva-, dejando a un lado las causalidades y responsabilidades históricas que forman parte de cada uno de estos, como si se tratara de episodios surgidos de un repollo que nada tienen que ver con el tejido de relaciones sociales, económicas y políticas que los rodean.

     Esta manera de abordar el siglo a través de sucesos puntuales, presentados como grandes iniciativas, apuesta a lo que también Nietzsche repone como los perjuicios que puede presentar la historia monumental frente a la utilidad que esta manera de abordar el pasado podría prestarle a la vida. Sin embargo, esta primera impresión suscitada de un acercamiento prematuro a la serie, que sin mayor profundidad revisa los títulos y las descripciones de cada capítulo, vira a una mirada que complejiza la manera en que el bicentenario fue tratado en Huellas de un Siglo. Ya no son la mera descripción de acontecimientos importantes en nuestra historia, sino que también su contextualización y la intención de dar una explicación lo más amplia posible del suceso, recuperando la situación que atraviesan lxs actorxs principales, la situación económica y política prevaleciente. Abordados desde múltiples fuentes como notables archivos televisivos, relatos en primera persona de participantes de los hechos, literatura y cine, que aportan a la caracterización y descripción de la situación reinante en cada época. 

     La utilización del arte como fuente le otorga un valor adicional a los capítulos, ya que logra poner en el centro las discusiones e ideas circulantes en la época, suspendiendo, aunque sea un instante, el relato histórico acerca del mismo, sin necesidad de que se trate de los relatos de los protagonistas sino amplificando la mirada hacia el humor social. Un ejemplo claro es la condensación de los sentidos circulantes en el capítulo sobre el primer golpe de Estado, El golpe del 30, a través de la película Cadetes de San Martin de Mario Soffici, que muestra la exaltación de los valores militares y también el retrato de las condiciones de vida en la ciudad con fragmentos de Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt. Lo interesante es que se busca mediante la multiplicidad de fuentes poner de relieve los debates que aglutinan a lo que más arriba describimos como hechos aislados, invitando así a entenderlos no sólo como un acontecimiento sino como parte de un proceso con un largo periodo de gestación lo cual contribuye a su entendimiento más acabado y excede al hecho puntual en sí. 

     Este fluir histórico relatado a lo largo de los capítulos tiene la particularidad de presentarse de forma desordenada y caótica. Rebotando de un acontecimiento a otro, empieza por la mitad del siglo dando saltos hacia las últimas décadas para luego ir a las primeras y regresar después a los años 50. Sin embargo, durante este vaivén se establecen puentes entre diferentes episodios que generan relaciones históricas, un hilo conector entre sucesos distanciados en el tiempo. Se puede pensar que a partir de observar y delimitar ciertas imágenes desde el presente es posible generar relaciones entre algunas de ellas como un continuo histórico pero que, tal vez, en su coyuntura esa relación no era tan nítida. O quizás tampoco lo es ahora, sino que se trata de un mero ejercicio de  historia crítica, donde el pasado es llevado a juicio, tendiendo puentes a partir de reflexiones que emparejan imágenes, como las milicias civiles de la semana trágica con la AAA o las medidas económicas de la década del 90 con las promulgadas durante la dictadura cívico-militar de 1976. Estas analogías promueven la comprensión histórica y la visualización de similitudes a lo largo del siglo para lo que deben ser tomadas tal y como imágenes, sin escarbar demasiado en las particularidades de donde brotarán las diferencias, o hacerlo en el caso de que el objetivo sea sumergirse allí, lo cual no persigue Huellas de un Siglo.

     Pero, además de las conexiones históricas que se pueden hacer entre diferentes imágenes a lo largo de los capítulos, hay un aspecto que recorre a la serie en su totalidad. El criterio con el cual no solo se eligen los acontecimientos sino también cómo se abordan marca un camino y da indicios sobre la forma en que lxs directorxs de la serie miran el pasado. Según indica la conductora del programa el eje está puesto en los “sucesos políticos y sociales para que podamos mirar al futuro pero con memoria”. Esta frase, que retomaremos más adelante, otorga un sentido muy amplio a la serie documental en su conjunto, pero lo que me interesa desarmar ahora es cómo son relatados esos sucesos donde se puede observar una línea que da sentido a la serie en su conjunto. 

     Se le saca el polvo y el conflicto se convierte en el protagonista de la serie, pensando en una idea continua de Revolución que se sigue sucediendo desde 1810, con sus marchas y contramarchas. Tanto las imágenes como los relatos que se forman alrededor de los capítulos lo evidencian. De esta forma se lo ubica como motor de la historia en contraposición a una idea de desenvolvimiento armónico y causal, como una cuestión dada y progresiva hacia una meta predefinida. Por el contrario, la mayoría de los capítulos buscan darle peso a esos sucesos que, como puntos de inflexión, parecen transformar el sentido de la marcha de la historia. Se destaca dentro de estos conflictos que quienes los caminan no son precisamente grandes figuras de nuestra historia, sino que, por lo general, se trata de asambleas populares, agrupamientos ciudadanos en base a algún rasgo compartido, puebladas, lo que suma otra decisión de la serie que da cuenta de una lógica compartida. Esto sucede incluso en los capítulos que parecieran a simple vista girar solo en torno a alguna personalidad destacada, como podemos ver en el quinto capítulo Eva Perón, último año con su pueblo. En este caso se pone el foco en su relación con los sindicatos y el conflicto que se genera alrededor del pedido de su postulación como vicepresidenta, en el que entran otrxs actorxs como las Fuerzas Armadas. Es en este sentido, que más allá del lugar que ocupa su figura en el capítulo, el cual es importante, lo que se busca relatar a través de esta son las tensiones que configuraban a la Argentina peronista, tanto al interior del mismo movimiento como con actores externos.       

     Tomar una postura histórica desde las manifestaciones populares le otorga cierta frescura y vida a cada uno de los acontecimientos porque da cuenta del rol central que ocupan lxs ciudadanxs y a su vez el lugar que cada unx ocupa en los sucesos coyunturales de su tiempo. Esto no tiene la intención de enjuiciar negativamente a los relatos históricos que ponen en un lugar preponderante a las grandes figuras de nuestra historia, que sin duda ocupan un lugar fundamental y la serie lo muestra también con los dirigentes sindicales del Cordobazo. A lo que se apunta es a no desprenderlxs de su contexto social y de la relación que efectivamente mantenían con sus compañerxs, ya que este vínculo es parte esencial de dichas figuras que, de la misma manera que hicimos referencia a los hechos aislados al principio, no nacieron de un repollo. Si repasamos tanto la enseñanza de la historia a lo largo de la educación obligatoria como otras producciones de divulgación histórica podemos distinguir el lugar central que suelen cobrar lxs grandes personajes, corriendo a un costado la espesa trama de relaciones y conflictos que nos muestra Huellas de un Siglo. Podemos decir que la mirada social de la historia termina muchas veces opacada detrás de estas figuras que se llevan la atención. 

     La memoria conlleva intrínsecamente olvido porque a la hora de relatar cualquier suceso se ubica la luz en algunos aspectos, dejando otros en la oscuridad. Por lo tanto, no se debe perder de vista que se toman decisiones frente a qué olvidar, razón por la cual se pone en valor la determinación de sacar a la superficie a actorxs usualmente puestos en segundo plano. En este sentido también se observa que de los más de veinte capítulos hay algunos que ubican el reflector en sucesos que fueron relegados al cajón del olvido de la historia oficial. Entre ellos podemos nombrar Los bombardeos a Plaza de Mayo, La huelga de la construcción y El Malón de la paz, de los cuales el primero es el único que hace referencia a que se trata de un hecho olvidado. Nos detendremos un instante en el último porque creemos que condensa más de una cuestión olvidada. Por un lado, como marcamos previamente, es un suceso de la historia argentina relegado o ¿cuántas veces has escuchado hablar del mismo? De similar manera, dejando de lado la denominada Campaña del Desierto, ¿en cuántas oportunidades los pueblos originarios de nuestra tierra tienen un lugar en los relatos sobre nuestra historia nacional? Es así como se da lugar protagónico a estxs actorxs que caminaron desde la Puna hasta Buenos Aires durante el Malón de la paz, pero poniendo sobre el tapete el lugar marginal que no solo se les otorga desde la historia sino también en el presente y a lo largo de todo el siglo XX. 

     En cierto punto estos olvidos no dejan de asimilarse a un centralismo preponderante desde la misma constitución de Argentina como país, donde los procesos son siempre diagramados desde Buenos Aires hacia el resto de los territorios. Porque, ¿la misma Revolución de Mayo no fue un poco eso también? Tal como se relata en el capítulo El Centenario, el epicentro de los sucesos tanto en 1810 como en los festejos de 1910 fueron las cercanías del puerto y poco se sabía de lo que pasaba en el interior. Esto también es visible en la selección de los sucesos que darán cuerpo a cada uno de los capítulos. Gran parte se centra en la Provincia de Buenos Aires, o en Ciudad de Buenos Aires. Se advierte empeño en federalizar la elección de cada capítulo, lo cual es necesario remarcar porque no todas las producciones de divulgación histórica lo realizan, además de que es comprensible la decisión de distinguir los acontecimientos puestos en escena y que la mayoría estén circunscriptos allí dado el carácter de centro administrativo de nuestro país. Pero los capítulos no agregan, o cuando lo realizan es al pasar, reflexiones respecto a la repercusión de los acontecimientos en otras latitudes de Argentina. 

     Recopilando, vemos cómo diferentes formas de abordar la historia se encuentran, se entrelazan y crean Huellas de un Siglo. Desde el recorte de sucesos particulares que marcan puntos de inflexión a la construcción de nexos entre imágenes que rompen la causalidad directa de la marcha histórica lineal y sin contrapuntos. Englobado todo esto en la idea general de la serie que, retomando nuevamente a la conductora, se transmite para que podamos mirar al futuro pero con memoria, comprendiendo que somos parte y producto de esa historia impregnada de marchas y contramarchas que viajan por múltiples carriles, diferentes direcciones y además, como cuestión fundamental del hilo histórico que propone la serie, son movilizadas a través del conflicto y en los zapatos de cada unx de nosotrxs. Pero ahora, ese pasado que nos constituye como el camino que nos lleva al bicentenario de la Revolución de Mayo, ¿es solo el que vemos en los capítulos o son las temáticas de los libros que leemos? ¿A dónde no se dirige el reflector aún?

MANUELA TELLECHEA

Profesora y casi licenciada en Sociología por la FaHCE de la Universidad Nacional de La Plata.

El silencio es un cuerpo que cae, de Comedi

CINE

LEOPOLDO RUEDA


El silencio es un
cuerpo que cae (2017)
de Agustina Comedi

el silencio

“El hombre es un contador de historias, un divulgador de relatos. Él cuenta su historia en cada medio; por la palabra hablada, por la pantomima y el drama, tallando madera y piedra, en el rito y el culto, en un memorial y en un monumento.” (2012: 3)

J. Dewey, Unmodern Philosophy and Modern Philosophy.

     Hacia fines del 2017 se estrenó en Argentina el largometraje “El silencio es un cuerpo que cae” dirigido por la cineasta Agustina Comedi. Allí se narra la historia de su padre, Jaime. Antiguxs amigxs de Jaime le cuentan a Agustina que una parte importante de él murió cuando ella nació. 

     Hija de un padre muerto hace muchos años, siendo apenas una niña que comenzaba su adolescencia, se entera ahora de otras muertes anteriores a la muerte. 

     Jaime se compra una cámara de video y graba más de 160 horas de escenas cotidianas: viajes, fiestas, cumpleaños, visitas a zoológicos y museos. Ese material parece revelar con sus ausencias todo lo que su padre había querido ocultar. Hay imágenes que sin embargo traicionan el silencio autoimpuesto, y con ello Agustina reconstruye, como se puede, la historia que a ella no le habían contado. Como si la verdad refugiada en el silencio buscara una ficción para decir no lo que ella es, sino lo que ha hecho de ella algo que necesitó ser silenciado. 

     Agustina rastrea en esas cintas la historia de su padre, y allí encuentra algo más grande: un cruce complejo entre zonas de una historia profundamente personal e individual que se colorean también con formas de la experiencia común. Este material es reconstruido por la cineasta apelando a la colectividad que ciertas imágenes y sensaciones parecen tener. Se trata de una ficción que nos permite captar de un modo sensible la relación entre historia y biografía.

     En este cruce, se nos cuenta que el activismo político de izquierda y su intimidad homosexual habían constituido la vida de Jaime hasta antes de casarse. Por aquellos años, activismo y homosexualidad se habían conjugado en la demanda a las organizaciones políticas peronistas y de izquierda de aceptar la diversidad sexual como experiencia posible en el nuevo mundo que pretendía construirse. Esta demanda caía por entonces dentro del conjunto de reivindicaciones fácilmente etiquetadas como burguesas o era vista como un ablandamiento y renunciamiento a la virilidad masculina que la revolución necesitaba. Un canto colectivo recuerda todavía aquella experiencia “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros”. Por ello, encarnar una identidad sexual diversa significaba enfrentarse a la expulsión del partido o, con el retorno de la democracia, someterse a las razzias policiales. 

     Lxs protagonistas de aquella historia testimonian las limitaciones, miedos, angustias e hipocresías que lxs atravesarxn. El miedo a la policía, a la familia o al partido, tocan fibras emocionales que trascienden su propia época y su propia historia. La historia contada, revisada, pacientemente elaborada, parece querer redimir el sufrimiento. 

     Luego de su casamiento, y con el nacimiento de Agustina, Jaime sume su propia historia en un silencio sepulcral. Detrás de la cámara, silencioso él mismo, parece un simple testigo de la historia que ve a través de su Panasonic. Sin embargo, trabajo de archivo mediante, la elocuencia se revela en las imágenes que toma. La figura sensual de la escultura de David, la filmación de un león encerrado en la jaula, un caballo desbocado que se resiste a su domador, adquieren significados nuevos. 

     Miradas captadas en el momento de su detención. Amores que, como los de Baudelaire, son a última vista. Las imágenes tejen relaciones emotivas con el resto de la historia. Y, para algunxs, también con nuestra propia historia. Una historia es siempre más que una historia.

     La película no busca, sin embargo, unir todo esto en un marco omnicomprensivo. No se trata de reunir a Jaime con su padre ni de componerlo en una imagen única. Jaime se escabulle entre la miríada de imágenes que filma y las pocas que lo retratan. 

     Un personaje aparece sentado al lado de su padre en la foto de su casamiento. Ninguna etiqueta recuerda su nombre. Muchos años después de esa foto, Jaime llora cuando escucha en la radio que Freddie Mercury murió de SIDA. Es la primera vez que Agustina ve a su padre llorar. Lo que ella no sabía entonces es que el día anterior también había muerto Néstor. El testigo de su casamiento había sido también la pareja de su padre durante 11 años y su mejor amigo desde entonces. Néstor también murió de SIDA. Eran los años en que la peste rosa se había convertido en pandemia, otra pandemia. Néstor murió sin la compañía de Jaime. ¿Alcanza comprender la historia para redimir el sufrimiento? ¿No es una comprensión que llega demasiado tarde? 

     Sin embargo, en ese llanto, en el sufrimiento indisimulado, parecen comunicarse por primera vez Jaime y el padre de Agustina. Dos entidades que habían permanecido clausuradas en mundos distintos.

     Pero las imágenes no son solo elocuencia, ellas mismas se resisten a contar la historia que quiso ser silenciada. Ellas mismas exigen un proceso de ficción, guardan para sí los innumerables significados que no llegamos a desentrañar. Y allí opera el montaje artístico, que pone voces en off, pequeños recortes de videos, e incluso imágenes elaboradas adrede para el documental. La cámara se detiene y una voz cuenta aquellas cosas que el cuerpo no puede encarnar. Voces descarnadas, espectrales. Algunas eluden ser filmadas. Otras, como las de Jaime y Agustina, hablan casi siempre detrás de la cámara.

     La vinculación problemática de cuerpo y palabra se anuncia desde el mismo título. El silencio brota desde el propio archivo: cuerpo de la memoria y significante excedente. Siempre más allá del discurso. El archivo sugiere, sin embargo, tenues vinculaciones cargadas de sentido. La historia de Jaime, incluso aquella que se oculta, no es sino una parte de la historia de su hija, y de su esposa y sus amigxs. Es también la historia de esa Córdoba que es un pozo, y de una fiesta a la que Jaime no asiste, y de los años ‘70 y del SIDA. Y de nuestros años cargados de memoria, de archivo, de redención y quizás también de olvido. Es la historia de Néstor, el obstetra, quien atiende el nacimiento de Agustina. 

     Hacer hablar aquellas imágenes se presenta a la directora como una negociación ética, según sus propias palabras. ¿Qué decir, qué contar a partir de esos archivos? o mejor, ¿Qué hacerles decir? ¿Por qué hacer hablar a un material que en principio se guardaba en su enmudecimiento? ¿No contradice la voluntad paterna de mantener separados los dos mundos? ¿Por qué la historia debía ser contada? 

     En principio porque había relaciones genuinas allí donde parecía no haberlas; una fragmentaria unidad de significado vinculaba esas imágenes. Pero esa unidad requería sí, el montaje; requería enlazarlas con la ficción. Porque solo a través de la ficción se revelaba el significado, o mejor, algún significado. 

     Las operaciones sobre el archivo no son ingenuas. Hay un cuidado frágil y tembloroso en la selección y montaje. Operar sobre las imágenes se asemeja a releer una carta que el tiempo ha desgastado y cuyo remitente ya no está. Incomodidades, enojos y penas, que también llegan tarde, no eximen a la directora de la paciencia necesaria para elaborar sus materiales. Incomodidades, enojos y penas son también parte del archivo. 

     El silencio de Jaime y de lxs otrxs no es condenado, es simplemente indagado. Un anhelo de comprensión atraviesa la película. Aunque nunca deja de latir la pregunta y el cuestionamiento acerca de por qué son precisamente estas historias las que deben ser silenciadas. La opción paterna por el silencio no es una decisión de una voluntad radical, está teñida de múltiples factores que la explican, al menos parcialmente. Nuevamente, una historia es siempre más que una historia. La historia es sobre Jaime, pero la soberanía sobre ella no es de Jaime. Ni tampoco lo es de Agustina. 

     Se trataba de comprender, de alcanzar alguna intelección sobre el silencio y para ello había que sacrificar la crudeza del material para colocarlo en otro plano. En un plano que elaborara y reuniera lo que parecía disperso. Otro plano: el de la ficción. 

     Pero de una ficción que finalmente no resulta arbitraria, sino que atiende al significado sensible de esas imágenes. Se trataba de clarificar sus relaciones, indagar en lo que hacía de ellos algo potente para ser contado. Se trata de enfrentarse uno mismo a las imágenes y escucharlas. Y eso hace la cineasta, escucha. Escucha los otros relatos, modaliza las intervenciones, intenta comprender ese silencio al mismo tiempo que lo vuelve palabra e imagen. 

     ¿No está, de algún modo, traicionando su material? ¿Se puede mediante el arte hablar de aquello que eligió el enmudecimiento? ¿Hay alguna justificación ética que exceptúe al arte de cierta infidelidad a sus materiales? 

     Para resolver este problema la directora parece apelar a dos principios: lo maravilloso y la libertad. Un niño nos dice que ‘maravilloso’ es ver lo que nunca vimos por primera vez. Y ‘libre’, a diferencia de los leones que Jaime filma, es no tener que estar en una jaula.

     ¿Y por qué entonces la historia debía ser contada? Porque para poder hablar hay que primero sentarse a escuchar, porque solo con un oído atento, una visión paciente, puede el silencio decirnos algo. Porque esa historia también nos pertenece, porque al verla se abre un resquicio en nuestra jaula, y porque ver nuestra experiencia como nunca la vimos, por primera vez, es ciertamente maravilloso.

LEOPOLDO RUEDA

Profesor de filosofía (UNLP), Doctorando en Filosofía (FaHCE-UNLP) y becario doctoral de CONICET. Se desempeña como Auxiliar Docente en Introducción a la Filosofía (FaHCE). Su trabajo se concentre en la estética y la filosofía del arte. En particular, investiga la teoría estética de John Dewey con el propósito de formular un marco teórico de corte pragmatista para analizar las actividades artísticas. También realiza estudios sobre la obra de Marcel Proust. Es investigador en formación del Centro de Investigaciones en Filosofía. Ha colaborado como reseñista y crítico de obras performáticas en diversos medios locales.

Los ríos profundos, de Arguedas

NOVELA

JAVIER TRÍMBOLI


Los ríos profundos (1958)
de José María Arguedas

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     “Ya se ha dicho antes pero hay que decirlo otra vez: si algún país está maduro para la revolución social que necesita, es Perú.” Eric Hobsbawm deja caer esta observación en julio de 1963. Apodíctica, no sospecha su temeridad. Unos pocos años antes, en 1958, José María Arguedas publica Los ríos profundos. En esta novela del escritor peruano no se dan pistas seguras de la revolución por venir; tampoco, claro, se sugiere que haya una más o menos desmañada que ya esté en marcha. En sus páginas, no obstante, es poco o nada lo que está dispuesto fuera del agonismo, de la tensión y la lucha que lleva incluso a levantamientos de masas. También de la violencia, desde la que choca a los ojos y cuesta nombrar hasta la hecha con poesía. Como si se estuviera en días anteúltimos, definitivos. Por eso, si incluso hoy se las leyera recogiendo señales que indican que nos encontramos en los umbrales de una transformación radical, no se estaría errado. Mejor: señales de que nada en el Perú, en su región andina, puede seguir tal como está. 

     Los ríos profundos es un montón de cosas, entre otras un libro que, aunque cargado de huaynos y palabras quechuas, invita a que lo pensemos tan cerca de Los hermanos Karamazov de Dostoievsky como de El guardián entre el centeno de Salinger que, recordemos, había sido publicado al iniciarse esa misma década. Todo en él existe a través de un muchacho, apenas poco más que un niño, que se introduce y desplaza, vivaz, por los distintos estratos sociales de una pequeña ciudad y sus afueras. Ernesto -ése es su nombre- en Abancay, bajo la influencia de Cuzco. Es un forastero, así lo llaman, desasimiento que le permite alcanzar la distancia necesaria para ver lo que no distinguen quienes lo rodean. No sabemos mucho sobre sus años previos: criado entre indios pero sin serlo él, acompaña a su padre en su trajín por las sierras como abogado. Con tono decimonónico diríamos que es una novela de formación. En una de las pocas reseñas que encontramos de las que se hicieron en el momento y en la Argentina -en la revista Ficción-, se dice desdeñosamente que la novela es ante todo una “estudiantina”. Porque el epicentro es un colegio e internado católico, allí lo deja a Ernesto su padre, rasgo que la liga con los cuentos de irlandeses de Rodolfo Walsh. Mundo cerrado, como el de la película If (1968) de Lindsay Anderson, del que se quiere salir, incluso fugar, aunque sin desesperación en el caso de la novela de Arguedas. Apelotonadas en lo que hoy podemos ver como una misma coyuntura, son narraciones que ponen de relieve el crujir de las disciplinas pero también las contradicciones y obstáculos para que se haga lugar a otra cosa, a lo nuevo y más aún si es en clave emancipadora. Así, lo de “estudiantina” no conforma, fuera de foco. 

     Ernesto desencaja, es el vértigo en la inmovilidad; o, también, el vértigo que percibe los sacudimientos que la inmovilidad disimula. Una conciencia y una acción -se empujan mutuamente- que busca otra cosa. ¿Qué? Aunque suene demasiado vago, digamos que está en busca de la vida más justa. No hay descanso en este sentido: los sucesos que se van enhebrando desconocen interrupciones de peso. Aunque se le dé más de una vuelta al significado intraducible de una palabra quechua, la impresión es que no hay remansos. La inmovilidad es la de una situación política, en el sentido fuerte y más amplio de la palabra, que apenas luce distinta de como lo hacía hace siglos. De hecho, faltan coordenadas precisas del momento en que esto ocurre; no hay años, tampoco gobiernos. Sucede que en nada harían variar la larga duración del tiempo anclado. Hay una referencia histórica -la guerra del Pacífico- pero es menos que epidérmica, no toca nada. Ángel Rama es un fenomenal lector de la obra de Arguedas; de la literaria y de la antropológica, vale aclarar, porque el crítico uruguayo insiste en que conforman una unidad inescindible. La presencia, desbordante por momentos, que adquiere la música en la narración, la entiende Rama como una forma de superar los límites de la novela, límites que son de la marca burguesa en el orillo. Su obra existe y es tal porque tiene plena conciencia de que la sierra del Perú es un bastión que apenas si ha sido tocado por la modernidad capitalista. Ni trenes ni carreteras llegan hasta allí. Tampoco la radio. La cultura de masas brilla por su ausencia, por eso los muchachos en el internado se entusiasman con un trompo al que, además, llaman con su nombre quechua –zumbayllu– y por las noches tocan el rondín. Y fascinan con las aguas de los ríos. Pero es ese mismo aislamiento el que hace que se sostengan condiciones de explotación que le niega humanidad a los indios, el que presta socorro a una jerarquía social incuestionable y con legitimidad de conquistadores. 

     ¿Cuánto de lo que mantiene incontaminado la muralla de los Andes preserva mejor al “mundo”, al “mundo indio”, y cuánto tan sólo hace perdurar la explotación? ¿Qué hacer? ¿Romper el hechizo de la inmovilidad? ¿Permitir, bregar incluso para que penetren las fuerzas del progreso o hacer más potente las que aíslan a esa región resistente, anacrónica? Arguedas no hace que Ernesto se formule estas preguntas demasiado ideológicas, demasiado propias de una lectura tardía como ésta. Serían el remanso que interrumpiría imperdonablemente la acción. Un poco más: tampoco están resueltas y de esa forma subyacen, organizando implícitamente el sentido de la acción. Se postergan los dilemas aunque no dejan de sobrevolar. Ernesto sigue su marcha, su búsqueda. 

     Sin dudas, éstas se enlazan hondamente con la presencia que señalábamos del quechua y de la música, que se corporiza en los indios que atraviesan la novela de punta a punta. Porque cuando el protagonista logra zafar del colegio, atraído como por un imán se lanza sobre ese otro mundo que desde un vamos no le es ajeno. Una vez más seguimos a Rama: mientras que la generación de José Carlos Mariátegui, de quien Arguedas se sabe discípulo, con expectativas revolucionarias idealizó al indio al que sobre todo conoció por los libros, en la obra de nuestro autor se trata de otra cosa. Para identificarse con él y con su suerte no necesita de estilizaciones. Por motivos biográficos -por empezar, Arguedas nació en la sierra y recibió abrigo entre ellos- y por estudio. También, quizás, porque la hora revolucionaria por la que sus mayores apostaron no terminó de fructificar. Entonces el indio nunca es en singular y no puede quedar condensado en una de esas poderosas imágenes de José Sabogal. Unos indios son los de las comunidades que a mucho han resistido y a otro tanto se han plegado, de hecho el hijo de un cacique es condiscípulo y amigo de Ernesto; otros son los indios de las haciendas, colonos superexplotados, que se inclinan “como un gusano que pidiera ser aplastado”. Y son también las cholas, las chicheras mestizas. Entre unos y otras, el muchacho  parece querer escuchar los rumores que por fin confirmen que el indio está por devenir un sujeto con la consistencia y la potencia que imagina pueden tener. Es tema principal en Los ríos profundos así como en toda su obra. O que hoy se nos ocurre tal. En uno de sus primeros cuentos, Amor niño, un indio de hacienda sabe que el patrón abusa de su amada, pero aun siendo fuerte físicamente se reconoce incapaz de reprenderlo, de darle su  merecido. “Yo, pues, soy ‘endio’, no puedo con el patrón.” Y se desquita su impotencia haciendo sufrir a los becerros. Las chicheras, doña Felipa a la cabeza, expresan una situación distinta, porque es a través de ellas que se instala el peligro para un edificio social osificado que debe recurrir a la ayuda de afuera, al ejército que cruza las montañas, para reprimirlas. En ese diagrama de fuerzas, son la expresión más desafiante a ese orden injusto de cosas y, a la par, no reaccionan contra la modernidad en bloque. Angel Rama, en estos escritos fechados en los primeros años setenta, acentúa que la apuesta de la literatura y de la política tiene que ser ésa; es decir, por un sujeto mestizo que se haga cargo de la tarea de mantener viva la tradición campesina e indígena y, a la par, llevar por el camino del progreso al todo social. Evitar así el puro odio, la inversión lisa y llana de la humillación -como en el breve y fulminante relato El sueño del pongo-, el recrudecimiento de la violencia, mesiánica, sin superación a la vista. 

     Ernesto circula incluso con facilidad por esos varios mundos sociales, porque no pertenece por entero a ninguno de ellos. En unos -el del internado y su autoridad máxima, el del padre director; en el de los jóvenes que tienen futuro asegurado de gamonales-, es aceptado como un forastero, como un loco, indio se le llega a decir. Entre los indios y mestizos no desentona mayormente ni perturba, pero apenas se lo ve. Todo indica, sin embargo, que es él quien sostiene la relación más intensa y genuina con la cultura quechua y, a su través, con la naturaleza. De ahí -otra forma de lo indio- procede el ánimo que lo mueve. No necesita esconderlo como un secreto porque incluso quienes desprecian al indio, a unos y a otros, se ven marcados por fragmentos de esa cultura. A pesar de la derrota de siglos, está muy lejos de haber muerto. Es condición del bastión. Si en momentos principales del libro, la fuerza del mito lo arrastra con las chicheras en su alzamiento que, junto con sus reclamos, pretende despertar a los indios de las haciendas, en otros lo hace entender y también anunciar que sólo habrá salvación si es para todos; que se trata de dejar atrás las hostilidades porque no hay verdaderos enemigos en la sierra, encerrados entre murallas. 

     Con todo, una lectura desde el capitalismo extremo que es nuestro suelo no puede dejar de prestar atención a una figura que se vuelve principal en la narración y que, al menos en los escritos de Rama que llegamos a revisar, no se terminaba de dimensionar. Postergación que probablemente corresponda a esa coyuntura. Hay una mujer a la que tan sólo se llama “opa”, que es perseguida por algunos de los estudiantes para violarla una y otra vez en un rincón del patio. Ese verbo nunca es pronunciado, no tiene nombre la acción que ocurre noche tras noche. Lo mismo hace el portero, se sugiere que también uno de los religiosos. Su vida no le pertenece; tampoco reacciona ni muestra signos de padecimiento, apenas prefiere escabullirse, pasar desapercibida. La crueldad para con ella es similar a la que se ejerce con los animales. Su situación adquiere por primera vez una cualidad propia al final de la novela, al vincularse, por un reboso, con la chichera doña Felipa también ella perseguida. El cuerpo de la “opa” es el de los indios pero, además de necesitado y deseado, sexuado y finalmente peligroso porque transmite la peste que amenaza a Abancay. La transmite y es su víctima. A ella, a las chicheras y a los indios se los mira “como si fueran llamas”. Es la condena a la “vida desnuda” que, sabemos, no viene a ser erradicada por la modernidad capitalista, sino todo lo contrario, que la reproduce en viejas y nuevas formas. Ernesto que, no la ha tocado, se acerca a ella cuando está moribunda y trata de ayudarla. La llama doña Marcelina y la imagina casi milagrosa, santa. Otra tentación de la novela es la de este camino. 

     Si una semilla de futuro contenía Los ríos profundos se nos ocurre que es la que, amarga, expone finalmente en primer plano la condición de la vida ante el poder, una situación de textura colonial pero que la modernidad capitalista recalca. Aún así, a contramano nos preguntamos en qué medida lo que ocurre en Bolivia desde comienzos de este siglo –pero también en Ecuador, Colombia, Chile-, y tiene a indígenas como protagonistas insoslayables, no indica que bien podría ser esta también otra línea de reconocimiento entre esas páginas y nuestro presente. 

JAVIER TRÍMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es “Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución” (2017).