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Nora Rabotnikof (1950-2025)

SOCIOLOGÍA/FILOSOFÍA/POLÍTICA/ESTADO

ANTONIO CAMOU/ÁNGELA OYHANDY/JERÓNIMO PINEDO/ANIBAL VIGUERA


Nora Rabotnikof (1950-2025)

Desde Guay quisimos recuperar la trayectoria y el impacto intelectual, académico y personal de Nora Rabotnikof, una filósofa argentina que transitó más de siete décadas de la caliente historia de la Guerra Fría de América Latina. Nacida en Buenos Aires en 1950, estudió Filosofía en la UBA, se involucró en la militancia revolucionaria de las décadas de los sesentas y setentas, fue encarcelada y experimentó el exilio en Chile, Perú y México, país en el que finalmente se quedó hasta su muerte el 10 de marzo de 2025.

En Perú hizo una maestría con una tesis sobre Max Weber, que convertida en libro es una referencia insoslayable para la sociología política. En México se doctoró con una tesis sobre el espacio público que también impactó en los análisis del tema.

Tal vez por afinidades electivas, nos gusta recordar su aproximación a Reinhart Koselleck, sin olvidar que fue la traductora de dos libros fundamentales de Susan Buck-Morse: El origen de la dialéctica negativa y Dialéctica de la mirada: Walter Benjamin y la dialéctica de los pasajes.

La Argentina, como frecuentemente hace con sus intelectuales críticos, la trató mal y bien. En la década de los ochentas volvió a su país de origen y gracias a otros argenmex llegó a la FaHCE y devino en profesora, mentora y amiga de varias generaciones de estudiantes.

Cecilia Lesgart, una de sus discípulas, recuerda que en la última conversación que tuvo con Nora coincidieron en una frase de Mafalda: “Paren el mundo que me quiero bajar”. Para seguir transitando este mundo que nos toca convocamos a cuatro de sus discípulxs/amigxs para que nos hablen de ella. Y como impulso de sostener su vida y seguir leyéndola.

Queremos tanto a Nora, por Ángela Oyhandi

El 10 de marzo de 2025 murió en México la filósofa argentina Nora Rabotnikof. En un hermoso obituario publicado en la revista Nexos, una colega escribió que en su biografía caben varias vidas. Escribiré brevemente sobre tres de sus “vidas”.  

Nora fue una pensadora erudita y original. Escribió trabajos fundamentales sobre la política, el estado y la vida en común. Fue autora de libros y artículos que rápidamente se convirtieron en clásicos y que forman parte de los planes de estudio en universidades de distintos países de América Latina. Nora fue una máquina de pensar el presente con un oído en la biblioteca de los clásicos de la filosofía y la gran teoría social (entre otros Weber, Habermas, Arendt, Koselleck, Luhmann) y con el otro en la historia reciente de la región. Sus escritos nos siguen esperando, por suerte, con claves de lectura que señalan lugares incómodos y tensiones, que empujan caminos.  

Nora también fue una profesora inolvidable para varias generaciones de estudiantes de filosofía y ciencias sociales. Su capacidad para sintetizar complejas discusiones teóricas y enlazarlas con debates contemporáneos convertían a sus clases en experiencias excepcionales. Fui su alumna, su tesista y finalmente su amiga:una más entre las legiones de estudiantes a quienes impulsó a mejorar sus trabajos a pulso de conversaciones y agudas devoluciones. Fue una atenta y respetuosa lectora de sus estudiantes: “Conozco el mundo a través de las tesis que dirijo”, me dijo una vez, y creo que en esa capacidad de atender genuinamente al otro, se cifraba parte de la maravilla de conversar con ella.  

No sé cómo llamar a la tercera Nora. Para quienes la conocimos siendo estudiantes extranjeros en México, se convirtió en una referencia amorosa que estaba al pendiente de nuestras necesidades afectivas y materiales y, en caso de ser necesario, salía a nuestro auxilio con discreción. Su sensibilidad hacia la dimensión del cuidado en un contexto de migración fue seguramente un aprendizaje de su propio exilio. Si bien no tengo espacio para hablar de su militancia política en el peronismo, no puedo dejar de contar que en el contexto de la represión estatal debió emigrar con sus dos hijos pequeños a mediados de los 70 y, tras breves estancias en Chile y Perú, se instaló en México, país en el que vivió hasta su muerte. Era deslumbrante escucharla hablar sobre la coyuntura mexicana con la misma precisión con la que seguía la agenda política argentina. Era divertida, filosa e irónica, sobre todo con ella misma. Su ejercicio de la solidaridad fluía naturalmente, como una especie de obligación ética autoimpuesta, al igual que el rechazo del autobombo.

En la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Nora tuvo y tendrá su “barra de platenses”. Un grupo intergeneracional e interdisciplinario unido por la devoción a nuestra maestra y por la felicidad de conversar con ella. La vamos a extrañar muchísimo.

Nora, entre México y La Plata, por Aníbal Viguera

Quiero encuadrar mis palabras sobre Nora Rabotnikof, gran maestra y amiga, en una historia colectiva. En 1986, la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP creó la Licenciatura en Sociología, que en aquella primera versión podía ser cursada por quienes tenían un título previo en alguna carrera humanística. La nueva carrera se asentaba en la tradición de la cátedra de Sociología General, cerrada por la dictadura cívico-militar e integrada por brillantes intelectuales que debieron marchar al exilio. Para muchas personas que hicimos nuestras carreras de grado en la dictadura, la nueva carrera representaba la oportunidad de estudiar enfoques y perspectivas de las que la censura y la mediocridad de aquel contexto nos habían privado. Y esa expectativa fue cubierta con creces, al permitirnos cursar con varios de aquellos docentes que ahora volvían a la Facultad y que se hicieron cargo de las materias principales de la carrera: Alfredo Pucciarelli, José Sazbón, Oscar Colman, Horacio Pereyra. 

En 1988, a invitación de Alfredo, se sumaba al plantel docente de la carrera Nora Rabotnikof, una joven filósofa argentina recién llegada de México, donde ya había desarrollado una importante trayectoria académica a partir de su exilio. Nora dictó durante dos años una de las materias principales y también se hizo cargo brevemente de la coordinación de la carrera. Nora nos “abrió la cabeza” con sus clases sobre Weber y Gramsci, a la vez que nos encantaba con su calidez y su calidad docente. Aún conservo los apuntes de esas clases y siento que fueron un parteaguas en mi formación. 

Ella estaba decidiendo si se quedaba de regreso en la Argentina o se volvía a México: México ganó la partida, pero desde allí Nora siguió vinculada a nuestra Facultad. Nora fue un soporte generoso de los trayectos académicos que varios de nosotros hicimos en México y que marcaron nuestras vidas para bien. La cadena de platenses estudiando en México se mantuvo de modo casi ininterrumpido desde 1990 hasta hace poco, construyendo y renovando una amistad colectiva con Nora que valorábamos como un tesoro. Ella nos llamaba “sus amigos de La Plata”, y me emociona tanto recordarlo. A veces nos juntábamos para ir a verla a Buenos Aires cuando ella venía al país, y cada reencuentro con ella nos daba una alegría enorme. Y una y otra vez, la lectura de alguno de sus trabajos volvía a llenarnos la cabeza de ideas y preguntas potentes, siempre desde su estilo agudo y provocador. Hace poco, por sugerencia de Jerónimo Pinedo, partícipe de este “colectivo Nora”, me cautivó un texto escrito por ella en 2002: “Recordando sin ira: memoria y melancolía en la relectura de Frantz Fanon”, de particular lucidez y actualidad. Lo menciono porque quizá sea una buena manera de que sigamos leyendo a Nora entre los estudiantes y colegas de la FaHCE que leen esta querida Revista Guay

Gracias por todo Nora, te queremos y te vamos a extrañar, pero vas a estar siempre presente entre tus amigxs de La Plata.

Un acercamiento breve e inconcluso al pensamiento político de Nora Rabotnikof, por Jerónimo Pinedo

Le adeudamos a Nora Rabotnikof lecturas sutiles de los grandes clásicos del pensamiento político. Afirmar su identidad primaria como lectora la hubiera reconfortado. Pero como una lectora activa que hizo pasar todas sus interpretaciones por la difícil prueba de un núcleo persistente de preocupaciones a lo largo de su vida: el devenir de la experiencia latinoamericana. Sus grandes intereses temáticos, la democracia, el espacio público, la memoria, interrogados desde un destino geográfico. Y, hay que decirlo aunque ella pudiera rechazar esa postura, la experiencia primaria de una joven filósofa argentina de la década del setenta. Aunque sospechaba del elemento autobiográfico y muchas veces criticó como pura vanidad toda referencia personal, no dejó nunca de situarse en esa experiencia propia y singular. Como un lugar desde donde ofrecer una interpretación teórica honesta. La elección de los autores y de los problemas, su inigualable rigor reflexivo, basado en una interpretación en múltiples capas sobre una obra, la transformó en una lectora de lecturas que, sin embargo, no se escondía detrás de un relativismo erudito o una neutralidad hermenéutica. Siempre dispuesta a tomar posición política con “un sano escepticismo”. Persistirá su legado sobre Max Weber leído a la sombra de los años ochenta latinoamericanos. Años en los que vivió en una encrucijada en el camino hacia dos países: México y Argentina. El intento “fallido” de regresar luego de su largo exilio mexicano y su decisión definitiva de proseguir su vida personal, familiar e intelectual en el país que la había refugiado. El exilio como proceso de rupturas y aprendizajes. Un pie en el extremo sur y otro en el extremo norte, y toda su cabeza dándole vueltas al periplo de un continente. 

El ensayo filosófico como especialidad, la escritura a veces sugerente -y otras veces punzante- como estilo. Sus posiciones político intelectuales y la lectura entrelíneas podría llevarnos a ubicarla como una singular autora del ensayo político latinoamericano. Sus dos grandes libros Max Weber: desencanto, política y democracia y En busca de un lugar común: el espacio público en la teoría política contemporánea.  Pero también sus ensayos e intervenciones. Como en uno publicado en el 2002, “Recordando sin ira: memoria y melancolía en la relectura de Franz Fanon”, del que quiero invocar varias citas. Pues traer su lenguaje es también traerla a ella entre nosotros. 

Lo he releído una y otra vez desde la triste noticia de su muerte, como buscando nuestra última conversación perdida en el Distrito Federal, en Buenos Aires o en La Plata, que jamás será recobrada sino como memoria imaginada. Creo entender que Nora le da la última vuelta de tuerca a su reflexión sobre memoria y política. Regresa sobre un tema que la acompañó buena parte de su itinerario intelectual: el desencantamiento. Con melancolía y sin ira busca recordar quién (quiénes) era(n) cuando leía(n) a Fanon en los años setenta. ¿Cómo recordar sin la nueva fe del converso o la vana esperanza de la repetición del nostálgico? Se preguntaba. Aunque sin negar que toda necesaria revisión del pasado se asienta en el regazo de la melancolía, se reconocía a sí misma como una melancólica conservadora. Eligió esa posición no porque lo fuera en lo moral o en lo político, sino porque pensaba que el conservador era capaz de tener una actitud reflexiva frente a la tradición y restituir el valor de la historia en el presente, pero sin condenarse a una imposible repetición ni caer en una ingenua fe en el progreso.

“Toda relectura es al mismo tiempo recuerdo de otro tiempo y de nosotros cuando éramos otros”, escribe. Para luego recordar qué significaba leer a Fanon en la experiencia revolucionaria del tercer mundo, “esas ideas nos interpelaban, pero llegaban a nuestras cabezas sólo después de golpear el estómago y sacudir el corazón. Nos sentíamos emparentados con la experiencia relatada por Fanon.” 

“Tres temas que recorren el texto (…) rescatábamos hace treinta años (…) Tres futuros del pasado (que se articulan en una única promesa mesiánica) que orientaban la acción de grandes grupos políticos hace años y que hoy se han perdido para siempre: la liberación del Tercer Mundo, la constitución de una voluntad colectiva nacional y popular (el principio de lo nacional-popular) y, sobre todo, la generación, a través de la violencia organizada, del hombre (y la mujer) nuevos. Estos tres motivos se entrelazan y despliegan en un lenguaje cuyo registro heroico y sobre todo confiado, hoy resulta extraño y ajeno a quienes, en algún momento, atravesamos esa etapa de la Bildung hegeliana que se llamó desencanto y esa experiencia política que sólo puede llamarse derrota.”

“Es la aceptación de esa experiencia la que se interpone entre el lenguaje de Los condenados de la tierra y el nuestro (…) hace que el trasfondo utópico suene hoy a voluntarismo ciego, que la entrega heroica pueda ser confundida con vocación suicida.” Y sin embargo, sostiene que allí había un mensaje político que hacía que “nos sintiéramos cerca de un montón de gente con la cual ciertamente no compartíamos pertenencias étnicas, raciales ni religiosas. Un mundo popular, plebeyo, sostenido en común, al menos en potencia, con la Humanidad toda.” 

Y finalmente lanza su crítica que quiero suscribir como propia, “El universalismo actual parece haberse despolitizado, reducido a abstractas invocaciones a una democracia cosmopolita o a un orden democrático internacional. Así como las generaciones futuras se sorprenden porque en el pasado no se vieron problemas que deberían haberse visto, las generaciones pasadas se sorprenderían —si pudieran viajar en el tiempo— al ver que ese futuro ignora algunos problemas que el pasado comprendía.”

https://cultura.nexos.com.mx/recordando-sin-ira-memoria-y-melancolia-en-la-relectura-de-franz-fanon/



Primaveras del desencanto, por Antonio Camou

En 1985 el Consejo Académico de nuestra facultad –a contramano de la política explícita del rectorado- aprobó la creación de una nueva carrera: la Licenciatura en Sociología. El entusiasmo por esta riesgosa apuesta convivió de entrada con duras limitaciones presupuestarias, con dificultades para integrar un cuerpo docente especializado, y con no pocos cuestionamientos externos (Sociología se dictaba entonces en la Universidad Católica de La Plata). En este marco de orfandades, pero también de gratas porfías, la carrera se nutrió con el valioso aporte de profesores que regresaban del exilio, tras los oscuros años de la última dictadura; entre ellos arribó Nora Rabotnikof.

Cursé dos materias con ella, y si no me traiciona la memoria, esos cursos se impartieron entre 1987 y 1988. El dato del certificado analítico no es importante, salvo porque permite ubicarnos en un tramo clave de la transición democrática, entre el juicio a las juntas militares (1985) y la ley de Obediencia Debida (1987): el sinuoso trayecto que va de la primavera al desencanto. 

De aquella prehistoria sociológica recuerdo especialmente sus cautivantes lecciones sobre Max Weber. Hasta ese momento las lecturas dominantes del autor de Economía y sociedad seguían dos vertientes principales en la facultad. Por un lado, teníamos la exégesis metodológica, donde era usual contraponer los “métodos” del tridente clásico. Por otro lado, se estaba poniendo de moda la interpretación que Habermas desarrollaba en la Teoría de la acción comunicativa

Pero en las clases de Nora comenzó a revelarse para mí un Weber muy distinto, atravesado por la desencantada conflictividad del politeísmo de valores, por el vértigo existencial implícito en cada decisión política, por las tensiones ineludibles entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad, por una descarnada visión de la lucha por el poder más allá del consuelo de toda ilusión. Paradójicamente, ese autor que escribía durante el turbulento alborear del siglo XX en Europa era capaz de iluminar los ásperos dilemas que enfrentaba la política democrática argentina, pero también podía acompañar nuestros desvelos de jóvenes militantes universitarios. Por eso las discusiones comenzaban en el aula y proseguían en los pasillos, en los bares o en la calle. 

Ya no puedo recordar esos añejos debates entre largos cafés y eternos cigarrillos, pero afortunadamente las siempre sugerentes reflexiones de Nora se pueden recuperar a través de su libro, Max Weber: desencanto, política y democracia (1989), del que rescato estas líneas: 

[…] el pensamiento de Weber está signado por el desencanto. Pero esta desilusión no es renuncia ni involución restauradora. Supone en cambio vivir (y pensar) en un mundo sin dioses ni profetas, sin certezas ni garantías… se trata de un pensamiento laico, que ha renunciado a creer en fuerzas trascendentes que informen e impulsen la realidad, y que le otorguen para siempre un sentido. 

Frente al invierno político que hoy toca atravesar, este pensamiento crítico nos sigue interpelando; de hecho, es una de las mejores respuestas que conozco contra cualquier retrógrada invocación autoritaria a las malhadadas “fuerzas del cielo”.


ANTONIO CAMOU, ÁNGELA OYHANDY, JERÓNIMO PINEDO Y ANIBAL VIGUERA

La máquina de Troilo (1937-1975)

MÚSICA/HISTORIA

MARTÍN OBREGÓN


La máquina de Troilo (1937-1975)

El 1º de julio de 1937 la orquesta de Aníbal Troilo debuta en el mítico Marabú, que se convierte en mítico, sobre todo, porque ahí debuta la orquesta de Troilo. Su director está a punto de cumplir los 24 años y ninguno de los músicos que lo acompañan supera los 30. El mayor es el cantor, que tiene 31 y se llama Francisco Fiorentino. Como además de cantor es sastre, se ocupa del vestuario. Cuando suben al escenario, todos de punta en blanco, no saben que están partiendo en dos la historia del tango.

 

Entre fines de los ’20 y mediados de los ’30, Troilo va y viene por diferentes orquestas. Salta de una formación a otra. Nadie se sorprende, ya que las cosas son así. Es una época vertiginosa para el tango. Las orquestas se arman y se desarman con rapidez y la rotación de los músicos es una constante. No tendría sentido hacer un repaso detallado de su trayectoria a lo largo de ese quinquenio. Sería abrumador. Digamos, simplemente, que tocó con los mejores. En el ’29 lo vemos en el sexteto de su amigo Alfredo Gobbi; en el ’30 en otro sexteto famoso, el que dirigían Elvino Vardaro y Osvaldo Pugliese; en el ’32 en la orquesta de Julio De Caro, compartiendo la fila de bandoneones con Pedro Laurenz y, ya promediando la década, en las orquestas de Ciriaco Ortiz y de Juan Carlos Cobián.  

 

No sería exagerado decir que a lo largo de esos años se fueron prefigurando tanto la orquesta que debutó en el Marabú (sin ir más lejos, a Orlando Goñi, el pianista, Troilo lo conocía de los tiempos del sexteto de Alfredo Gobbi y con todos los demás había compartido formaciones) como un estilo muy particular, por no decir único, de ejecutar el bandoneón, una especie de síntesis perfecta entre Pedro Maffia y Pedro Laurenz, los dos referentes más importantes que tuvo ese instrumento antes de Pichuco.

 

El primer disco llega en 1938. De un lado, “Comme il faut”, de Eduardo Arolas (se puede escuchar aquí: Anibal Troilo – 1938 – Comme il faut); del otro, “Tinta verde”, de Agustín Bardi. Dos clásicos de la guardia vieja. Después, tres años de los que no han quedado registros, pero que le dan a esa orquesta, sobre todo con la incorporación de Astor Piazzolla en la fila de bandoneones y de Enrique “Kicho” Díaz en el contrabajo, una fisonomía única e irrepetible. La orquesta de Troilo es, a lo largo de los primeros años de la década del ’40, una locomotora donde todos los engranajes funcionan a la perfección, un equivalente tanguero de la máquina de River, con la que convive en el tiempo.

 

La forma en que se incorpora Piazzolla a la orquesta de Troilo es bien conocida: con apenas 18 años, Piazzolla era un fanático de Troilo que se sabía todo su repertorio y que de tanto ir a verlo tocar se había hecho muy amigo de uno de los violinistas, a partir del cual se enteró que uno de los integrantes de la fila de bandoneones se había engripado y necesitaban un reemplazo urgente. No lo pensó dos veces y se fue corriendo hasta el ensayo. ¿Vos sos el pibe que conoce todo el repertorio de la orquesta?, le preguntó Troilo. Piazzolla dijo que sí. Cuando subió y empezó a tocar, nadie podía creer lo que estaba viendo. Goñi, desde el piano, no paraba de hacer señas de aprobación y de asombro, con las cejas levantadas.

 

No se puede hablar de esa orquesta sin hablar de Orlando Goñi, que la conducía desde el piano. Goñi era un genio poco afecto a la disciplina y al trabajo. Lo suyo era la bohemia. El problema no era que faltara a los ensayos; faltaba a las presentaciones. Prefería quedarse tomando con sus amigos en una mesa de borrachines que quedaba a pocas cuadras del Marabú. En esas ocasiones, de apuro, lo reemplazaba en el piano Astor Piazzolla. Con un bandoneón menos se podía tocar, pero sin el piano era imposible. Troilo, que era más bueno que el pan, no tuvo más remedio que despedirlo a fines de 1943. Goñi murió dos años después, con 31 años recién cumplidos, consumido por una vida de excesos.

 

La máquina de Troilo, entre el ’41 y el ’43, formó casi siempre con un 1-5-4-1: Orlando Goñi en el piano, cinco bandoneones (entre los que se contaban el propio Troilo y Piazzolla), cuatro violines y el contrabajo de Enrique “Kicho” Díaz. Algunos años más tarde, Astor Piazzolla diría que la columna vertebral de esa orquesta estaba compuesta por el piano de Goñi, el bandoneón de Troilo y el contrabajo de Enrique “Kicho” Díaz. La frutilla del postre era la voz de Fiorentino, que se acoplaba a la orquesta como si fuera un instrumento más. Su popularidad fue tan grande que se transformó en el símbolo, junto con Alberto Castillo, del cantor de orquesta. Antes de su aparición, las etiquetas de los discos ni siquiera mencionaban el nombre del “estribillista”.

 

Esta orquesta inicial, la de fines de los años ’30 y principios de los ’40 fue y será por siempre la favorita de los bailarines. Basta escuchar algunas de las piezas que grabó entre el ’41 y el ’43 (ochenta y una en total; 69 con Goñi en el piano) para entender la razón. De ese período son grandes éxitos como “Tinta roja”, “Toda mi vida”, “Garúa”, “Te aconsejo que me olvides”, “Gricel”, “Malena” y “Barrio de tango”, por no hablar de los instrumentales, como “Cachirulo” y “Milongueando en el ’40” (MILONGUEANDO EN EL 40 – ANIBAL TROILO). Con una marcación muy rítmica y vertiginosa, esa orquesta bien podría haber sido denominada “la aplanadora del tango”.

 

Esa manera de ejecutar el tango no era novedosa. Había sido impuesta, desde 1935, por la orquesta de Juan D’Arienzo, que con Rodolfo Biaggi en el piano, reventaba las taquillas y le devolvía al baile la centralidad que había perdido desde los tiempos de la guardia vieja. El fenómeno D’Arienzo no solamente entusiasmaba al público, sino también a las empresas discográficas. Desde fines de los ’30 y comienzos de los ’40 todas las orquestas empezaron a “tocar más rápido”.

 

¿Fue esa primera orquesta de Troilo la mejor de todos los tiempos? Es posible. Pero más allá de los gustos, es evidente que fue el producto de una época en la que una serie de factores políticos, económicos, sociales y culturales se conjugaron de una manera singular, para dar lugar a los años dorados del tango. Basta con repasar las fechas en las que debutan las cuatro orquestas que han sido canonizadas como las más grandes: en el ’35 la de D’Arienzo; en el ‘37 la de Troilo y en el ’39 (mientras los tanques alemanes calentaban motores para invadir Polonia), las de Carlos Di Sarli y Osvaldo Pugliese.

 

Aunque algunos enfoques, más cercanos a la mitología que a la historia, insistan en su carácter de música prohibida y marginal, el tango fue, al menos desde comienzos del siglo XX, una experiencia social muy extendida en la Argentina, en el marco de una sociedad y una economía que crecían y se diversificaban. Sin embargo, tanto la aparición de la radio, a comienzos de los ’20, como del cine sonoro, diez años después, difundieron y nacionalizaron el género de una manera formidable. A mediados de los ’30 y comienzos de los ’40 el tango alcanzaba el punto más alto de su desarrollo, en el contexto de una sociedad de masas y una industria cultural plenamente consolidadas.

 

En el año ’44, con la salida de Fiorentino y la llegada de cantores como Alberto Marino y, un poco después, Floreal Ruiz, la orquesta empieza a tener otra textura. Más tarde llegarán otras figuras destacadísimas, como Edmundo Rivero y Roberto Goyeneche. Troilo nunca dejó de tocar con su orquesta, pero desde mediados de los cincuenta, y con la crisis del género ya en el horizonte, impulsó también un cuarteto memorable con el guitarrista Roberto Grela.

 

Además de director y ejecutante, Troilo fue uno de los más grandes compositores de la historia del tango, escribiendo muchas de sus piezas en colaboración con los mejores letristas del género. Con Homero Manzi (“Barrio de tango”, “Romance de barrio”, “Sur”, “Che, bandoneón”, “Discepolín”) forjó una dupla memorable, pero también se asoció con Cátulo Castillo (“Tinta roja”, “María”, “La última curda”), con Enrique Cadícamo (“Garúa”, “Pa’ que bailen los muchachos”, “Naipe”) y con José María Contursi (“Toda mi vida”, “Garras”, “Mi tango triste”: ANIBAL TROILO – ALBERTO MARINO – MI TANGO TRISTE – 1946) para dejarnos un puñado de joyas invaluables.





MARTÍN OBREGÓN

 

Es Profesor en Historia y docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.

Nosotros, ellos y un grito (2007) de Daniel Omar Favero

POESÍA

MALENA MONTENEGRO


Nosotros, ellos y un grito (2007)
de Daniel Omar Favero

vinimos a dejar apenas las pisadas,

la lucha, la poesía, tal vez la vida misma… (p. 28)

Traer de vuelta la poesía-palabra de un autor-desaparecido. Autor, “de vuelta”: gestos sin rastro. “A dónde los incógnitos, para qué los incógnitos” (p. 34): sin verbos ni signos de interrogación, se pregunta, o, mejor, consigna, el yo poético de Nosotros, ellos y un grito (2007), poemario póstumo de Daniel Omar Favero, poeta militante platense desaparecido en 1977. La voz presente en estos poemas tiene un impulso resonante, como el del grito, que, a lo largo de las tres secciones del poemario imagina, prepara, arenga un yo lírico que pierde esa individualidad o soledad de la primera persona singular porque necesita y exhorta un nosotros.

         En su prólogo a El fantasma de un nombre (2016), Jorge Monteleone recoge y sintetiza en su propia propuesta las hipótesis sobre la distinción entre la voz poética y la figura autoral, uno de los grandes temas de la literatura del siglo XX, evidente en la gran procesión de citas y autores que Monteleone refiere. Su recorrido: la conferencia de Foucault “¿Qué es un autor?” (1969) y la lectura de esta en el ensayo de Agamben “El autor como gesto” (2005), los tres partiendo de El innombrable de Beckett (1953). En esta sucesión de asociaciones, la propuesta de Monteleone es la de una tríada yo poético-yo simbólico-figura autoral, que refleja, en la escisión autor/voz poética, la singular función de ese lugar vacante que deja la desaparición del autor. La imagen del fantasma que emplea implica también la del rastro o la de la huella, pero no como pistas a seguir para encontrar algo que “antecede” a la obra (como quiere demostrar Foucault, el autor no sería exactamente un antecedente) ni una exégesis de la misma, sino que viene a mostrar esta emergencia múltiple que suscita la ausencia, emergencia representada por la voz y las dimensiones del yo que distingue Monteleone (y todos sus autores citados).

         Me parece significativo partir de esta idea para atender a la discontinuidad constituyente que signa los textos de un autor desaparecido, porque, así como dice Julián Axat en el Prólogo al libro Poesía y militancia: Historia y obra de Daniel Favero (2020), “este proceso de devolución de sentidos por la ‘aparición’ de quien fuera en vida Daniel Omar Favero no parece estar cerrado, (…) pudiéndose profundizar de este modo, la faceta que –seguramente– a Daniel más le gustaba: el lugar del escritor y poeta” (p. 24). Más allá de esas preferencias personales, el archivo familiar, la etapa de edición y la publicación y, sobre todo, los poemas, son los que atestiguan el oficio poético. Estos materiales echan luz sobre lo discontinuo, que se inscribe en el nombre del autor, en la familia huérfana, y en la publicación de los poemas, que no pudieron sino ser póstumos.

     Nosotros, ellos y un grito está dividido en tres secciones: “Uno. Desde el deslumbramiento”, “Dos. Épica del hombre” y “Tres. Hasta nosotros”. Estas son las que primordialmente ordenan los poemas, que, por lo demás, en general solo están numerados. Todos comparten la misma estructura formal: dos sextetos de versos alejandrinos (excepto el primero y el octavo, III de la segunda sección, cuyas primeras estrofas son quintetos), sin rima. Los poemas titulados están compuestos por más pares de sextetos, cada uno de ellos numerado. Las tres secciones tienen en común también los tópicos de lucha; del amor que, en la progresión de la lectura, se va perfilando cada vez más acentuadamente como revolucionario; de la hermandad; y del tiempo o de los tiempos: el espíritu de época, el pasado, el Presente (con p mayúscula), la eternidad. Esa acentuación va poco a poco evidenciando también el parentesco de los temas que preocupan a la voz poética, y que se confunden hasta revelarse inseparables. Pero inseparables en tanto y en cuanto sea la lucha la que sostiene el tejido conectivo que los confunde e impulsa, a la vez, a luchar para no perder el amor, ni a los hermanos, ni a la esperanza (que es, a riesgo de repetirnos una vez más, la lucha misma). Dice el último poema de “Desde el deslumbramiento”, la primera sección: “Pero temo caer, abandonar mis armas / y tu amor sumergido que recorre mis venas”. Estos dos últimos versos rematan la flaqueza que amenaza al yo poeta-militante como parte del “destino único” que siente cercano. Ante esa unicidad con que se presenta el futuro, el yo se atreve a la adversativa: pero si se abandona la lucha, también el amor. No es temor a la batalla, sino al destino que no presenta más posibilidades que la de rendirse. Así, decir “pero” franquea la impersonalidad del destino y alberga la resistencia en ese “temo” personal, que pudo imaginarse que rendirse es un abismo solitario porque se abandona la paradoja de la lucha y el amor. Esta paradoja queda establecida como el final del poema (y de la primera sección), y, quizás, en el abismo del blanco quede la verdadera imaginación o esperanza: aunque desconocido y amenazado, seguir deseando un destino otro

     En la tradición poética, el tópico de “las armas y las letras” tiene una larga historia en la que también se inscribe Nosotros: todo lo que entra en el campo del yo poeta-militante toma el carácter de disputa, sobre todo, por el tiempo y el espacio. Y la poesía, como un hacer, ensaya las posibilidades; la voz poética insiste en que si se renuncia a la lucha se renuncia a todo lo que, paradójicamente, como decíamos antes, solo mediante la lucha se eterniza. Así, más que como un medio, se reivindica el acto poético como un arma.

     El tiempo se figura como una dimensión ya derrotada de la realidad. Sus muchas caras y formas son las de un tiempo “muerto”, “enfermo”, “mal parido”. Se insiste con que algo está prolongándose de más, hay un “un gigante muriendo, aferrándose al siglo” (p. 15). Este gigante también es la representación del “puro” pasado, por así llamarlo, ese que impide toda posible construcción de un presente otro y que por eso actúa en un tiempo “muerto”. Por otro lado, la de “dimensión” es una palabra que opera en otro nivel metafórico, pues convenientemente nos permite dimensionar las escalas con que se presenta el entorno simbólico que rodea a la voz poética: ellos son el gigante, la red, el sistema. El nosotros que se imagina parte de ver, en el escenario íntimo de la pareja (la unidad mínima del nosotros, podríamos decir), el cuerpo de la amada como “miniatura que resiste a la muerte” (p. 9) ; y, más adelante, hasta lo grave se vuelve ridículamente pequeño: “¡y dos, cuatro, mil hombres! sus minúsculos duelos / estamos heredando (no olvidarlo, guerreros)” (p. 27). El campo semántico parece él mismo un campo de batalla, donde, con ironía, se entrecomillan los ideologemas militares y antidemocráticos y aparecen neologismos como yanquieuropeoargentinos

     Volviendo a la cuestión del tiempo, este se fragmenta y se solapa, sobreimprimiendo la vida en la muerte, la muerte en la vida. Acá también encontramos una expresión de la discontinuidad, en poemas que, por ejemplo, dicen “Si mis hermanos viven muriendo” (p. 41), o “Es saber que aquel hombre que seguía creciendo, / (como un globo a estallar, su rebelión, su pecho) / que nos acompañaba ¡hasta ayer no más!… muerto / inexplicablemente… murió y sigue muriendo…” (p. 27). En cierto punto incluso parecería que vivir y morir son experiencias intercambiables: “Vivir, morir buscando el fin de esta cadena / acaso es mi destino de duelos cotidianos” (p. 21). El tiempo, como metonimia de la época y también del pasado y del futuro, ha truncado su propia posibilidad de este último y ha traicionado toda esperanza. ¿Dónde buscar, entonces, la redención? La voz poética no habla exactamente del futuro, sino de lo eterno; algo más-que-histórico, eso que vence los tiempos. Uno de los últimos poemas condensa toda esta gran esperanza como promesa:

 

Las palabras eternas son de los combatientes,
porque amor, libertad, son principios de lucha
y son fin de banderas y de sones de pueblos.
Las palabras eternas no caben en la historia,
no tienen tradiciones, no se rigen por leyes,
son lo que se descifra cada día en el viento.

Son y deben soltarse del dogma carcelario
que indefectiblemente será pasado siempre.
Por eso, se diría que es eterna la lucha;
ideas temporales seguirán enfrentándose
y amor y libertad continuarán flameando
y siendo las consignas de todos y de nadie. (p. 39)

 

     El tiempo redimible, prístino es el que se encuentra en la herencia más íntima: la sangre; en ese “ser Nosotros ¡por fin! (ser Nosotros ‘a secas’)”. Y, justamente, no se trata de la herencia conservadora o estrictamente familiar, todo lo contrario: se trata de aquella sangre que hermana en lo profundo, en la pulsión de seguir viviendo juntos. Es la comunión que no puede ser capturada por los enemigos, y, más aún, está sobreentendida; no se necesita más que un “Nosotros” para reunirse con los hermanos. “Si mis hermanos mueren, que se lleven mis letras” es la condición misma de existencia de la escritura y, a la vez, aquel “Nosotros ‘a secas’” refiere la prescindencia de la palabra y sugiere que hay algo incapturable que comunica la hermandad, como una verdad intrínseca y a la vez siempre en expansión, sin clausura. Esta naturaleza contradictoria del Nosotros recuerda a aquella del yo poético fantasmal que, como observa Agamben (2005) en su Homo sacer III, constituye una subjetivación y una desubjetivación. Y qué es el “Nosotros” sino esto mismo, el desplazamiento del yo y del ellos que encuentra sujeción en un no-sujeto, que abre su potencia para ser un todos y un nadie.

    “Se realiza en el arte la anticipación de la muerte como concentrada y verdadera ficción trascendente: ‘todo escritor debe escribir como si fuese un muerto’, afirmó Kafka” (Monteleone, 2016, p. 15). La posición subjetivante-desubjetivante, condición del yo poético, es también anti-duelo, si seguimos la propuesta de Vinciane Despret (2022) en A la salud de los muertos. Respecto del trabajo de duelo que impone cierta tendencia “psicologizante” a quienes experimentan una pérdida, Despret explica que su fundamento en la “idea de que los muertos solo tienen existencia en la memoria de los vivos, insta a estos últimos a cortar todos los lazos con los fallecidos. Y el muerto no tiene otro rol que jugar más que el de hacerse olvidar” (p. 16). Un desaparecido, aún más que un muerto, reclama constantemente su ausencia. Y, más que un “plus de existencia” –así refiere Despret el deber activo del vivo con el muerto– reclama el destiempo; desgarrar la Historia, enfrentarla contra sí misma. Los desaparecidos emergen un lugar único entre quienes quedan, que impone el duelo en el sentido de los poemas de Nosotros…: la muerte o el arrebato misterioso y cruel cuya dignidad y justicia el yo poético solo puede reclamar mediante la lucha y la consecuente exposición a la propia posibilidad de secuestro o asesinato. Es un lugar paradójico, para siempre vacante, positivo: así como la desubjetivación, la ausencia y ocupar el lugar de un muerto constituyen el acto de la escritura, nombrar a nuestros desaparecidos como tales nos devuelve una identidad. Cuando quien dice yo se ausenta no se va más que a presenciar su muerte; cuando un desaparecido se nombra (con sus dos nombres, el propio y el de “desaparecido”) prolonga su vida inesperada. Su identidad y su innominación, a la vez, lo salvan de la injusticia, del fascismo del olvido. Y a esto nos sujetamos también nosotros cuando decimos “nosotros”, a encontrar en nuestra propia innominación una fuerza identitaria común, la raíz. La esperanza de la que alternativamente duda e invoca el yo poético me parece que es, en su mayor parte, amenazar los límites del ellos, hasta que la confrontación no sea tal: si el nosotros es común, ellos se vuelven, irónicamente, un breve conjunto de nombres que se desbanda ante una identidad colectiva móvil, rearmable, pero certera. 

     El apartado final de la edición de Libros de Tierra Firme incluye la denuncia del fiscal Félix Crous a los policías encargados de la operación que terminó con la detención ilegal de Daniel Omar Favero y María Paula Álvarez, su pareja. La inconsistencia de las declaraciones de los oficiales hace ceder la red de complicidades que han tendido con sus palabras y sus silencios, bastante literalmente, pues a uno de ellos le valió una denuncia por falso testimonio en los Juicios por la Verdad. Mientras tanto, estas son las palabras que no dejan de actualizarse: “ser Nosotros ¡por fin! (ser Nosotros ‘a secas’). / De otro modo andarían sin raíz mis palabras, / por aquellos terrenos pisoteados y ajenos, / mintiendo entre mentiras y, para siempre, turbias” (p. 40). 

     Las biografías de los desaparecidos, como vidas textuales, entramadas, requieren necesariamente la coautoría. Un inevitable montaje de textos y elementos disímiles (pero abiertos a la familiaridad) forman parte: el testimonio –ícono de la discontinuidad, de la inconformidad de los tiempos, texto sin origen y sin fin– de quienes vieron y también tuvieron miedo (como la vecina que rebate la declaración de los oficiales sobre el “abatimiento” de la pareja y la experiencia de detención ilegal de los hermanos de Daniel); y el portafolio-archivo –que de personal pasa a ser familiar–, abierto y ofrecido luego de lo único que pudo preservarlo: la clausura. Si la evanescencia es una de las características de cualquier lenguaje oral, el testimonio como una especie de posta o préstamo de la palabra es el único que puede proyectar el grito. Este montaje para siempre abierto de textos también pone en suspenso la dudosa separación de la muerte como colofón de una existencia y, luego, estado eterno de inexistencia. Mejor lo dice el poema: “El amor es mi descanso. La lucha, mi salvación. / La muerte no es la tumba, ni el mar” (de Últimos poemas).



MALENA MONTENEGRO

es estudiante avanzada de Letras en la FaHCE (UNLP).

Devastación. Violencia civilizada contra los indios de las llanuras del Plata y Sur de Chile (Siglos XVI a XIX), Alioto-Jimenez-Villar (2018)

HISTORIA/ANTROPOLOGÍA

SUSANA AGUIRRE


Devastación. Violencia civilizada contra los indios de las llanuras del Plata y Sur de Chile (Siglos XVI a XIX) (2018)
de Sebastián L. Alioto, Juan F. Jiménez y Daniel Villar comp.

Frontera meridional rioplatense. Violencia fronteriza y giro historiográfico

     Los avances en los estudios históricos referidos a las fronteras en Hispanoamérica han permitido reconocer las complejas y variadas experiencias sociales desarrolladas en áreas que fueran denominadas “marginales”, cuando se suponía que los procesos y cambios relevantes acontecían en los espacios centrales. Eso produjo un deslizamiento de las indagaciones hacia aquellos lugares.

     La producción historiográfica de las últimas décadas referida a la frontera sur del Río de la Plata o frontera pampeana nordpatagónica, en su largo devenir histórico, desde los tiempos coloniales hasta su desaparición casi a fines del siglo XIX, viene dando cuenta de nuevos enfoques,  enmarcados en parte, en un diálogo interdisciplinario entre la historia y la antropología, que debería profundizarse. El giro historiográfico impugna y tensiona la perspectiva hegemónica de la historia oficial, así como los procesos de construcción de la otredad indígena. Todo ello, no sin debates, quizá inicialmente más ocupados en determinar la conveniencia o no del uso de ciertas categorías que en el análisis de la trascendencia que cobran los acontecimientos puestos bajo otra lupa.

     Una buena parte de esa producción  se focaliza en el siglo XIX,  momento clave en la formación del Estado-Nación, contexto en el cual desaparecerían las fronteras interiores. Fruto de ese remozamiento, la narrativa sobre la denominada “Conquista del Desierto” como gesta heroica, fue disputada por la idea de un genocidio, discusión que todavía  no ha sido saldada. Los aportes van en línea con la existencia de campos de concentración, repartos, atomización de las familias originarias, en suma, el reconocimiento de un plan estatal de exterminio y desaparición de la cultura indígena.  

     En esta dirección, el libro  “Devastación. Violencia civilizada contra los indios de las llanuras del Plata y Sur de Chile (Siglos XVI a XIX)”,  compilado por Sebastián L. Alioto, Juan F. Jiménez y Daniel Villar, publicado en Rosario en el 2018 por la editorial Prohistoria, constituye un aporte interesante incluyendo al período colonial. Centrado en indagar las distintas modalidades de violencia indiscriminada perpetrada por el poder imperial y republicano hacia las comunidades indígenas, pone bajo la lupa el tema desde otra óptica, alejada de la mirada tradicional.

      La primera de las cuatro partes en la que se organiza el libro, titulada “Masacres y políticas violentas contra indígenas” pone el foco en las acciones o eventos genocidas desplegadas por el poder de turno. La categoría  “masacre” se incorpora para referir al asalto sorpresivo perpetrado por representantes del gobierno imperial sobre las tolderías, asesinando a hombres, potenciales combatientes o no,  y cautivando a mujeres y niños. Dichos sucesos, que se reiteran, se analizan como prácticas de destrucción unilateral en un contexto de asimetría, por fuera del campo de batalla y muchas veces con indígenas que mantenían relaciones pacíficas. El abordaje de las masacres, trasciende la etapa colonial comprendiendo sucesos acaecidos en la década de 1830. 

     “Toma de cautivos, apropiación de niños y reparto de familias” es el título de la segunda parte del libro, que refiere, entre otras cuestiones, a la política implementada con niños y mujeres cautivas, que fueran llevados a la Casa de Recogidas en Buenos Aires en la colonia, y luego repartidos,  engrosando las filas de sirvientes -a perpetuidad- entre familias vinculadas con los sectores de poder. Una costumbre que se reitera posteriormente con los vencidos en el marco de las campañas militares en Patagonia a fines del  siglo XIX, y que ha ganado mayor centralidad en los estudios históricos. 

    “Enfermedades, descuidos y consecuencia”, es la tercera parte del libro donde se aborda la cuestión de las epidemias y el impacto que las mismas tuvieron sobre las poblaciones originarias.

     En este caso, se desnuda la desidia e intencionalidad de la autoridades en la toma de decisiones referidas a medidas sanitarias que pudieran evitar la propagación de las enfermedades, que tanto contribuyeron a diezmar a los sujetos indígenas.

     “Desnaturalización y rebeliones” comprende dos capítulos basados en el análisis de casos puntuales donde la categoría desnaturalización se visualiza como otra forma de violencia hacia las comunidades indígenas en el sur de Chile, en Pampa y en Patagonia.

      Los distintos trabajos compilados en el libro dan cuenta del carácter estructural de la violencia estatal hacia las comunidades indígenas en la etapa colonial/ republicana y de la diversidad de sus formas. Contribuyen a romper la idea de que la violencia es inherente al mundo indígena, un estereotipo de fuerte pregnancia en la historia oficial y en el sentido común, incluso a la hora de interpretar los conflictos actuales que involucran a pueblos originarios. Permiten reconocer asimismo, en clave situada, el silencio y la complicidad, corroborado por la ausencia de denuncias salvo algunas excepciones, que avalan la naturalización de dichas prácticas en el contexto social en el cual se llevaron a cabo.

     Los contenidos del libro de referencia dialogan armónicamente y se complementan con dos trabajos de Florencia Roulet, publicados para la misma época, donde se estudia la violencia física, así como otras modalidades  menos visibles, que operaron como un continuum en desmedro de los indígenas. En esa línea, se ahonda en cómo ellos percibieron esas acciones y en las respuestas que pusieron en juego en relación a ellas, cuestiones que le dan visibilidad a su propia agencia. 

     Llegados a este punto es importante señalar que la historia oficial se ha mantenido sin cambios significativos a pesar del giro historiográfico que la cuestiona. A esto se suma la manera en que distintas editoriales vienen encarando la edición de colecciones de la historia nacional. En todas ellas, el primer tomo está referido a temas indígenas y los siguientes a distintas etapas de la historia de la nación pero sin indios, es decir, no visibilizados como sujetos históricos, situación que además refuerza el sentido común de que ellos forman parte del pasado.

      De tal modo, uno de los desafíos al que se enfrentan los profesionales del campo a la hora de encarar la enseñanza de la historia, es el de superar el relato único. Para la temática indígena una clave reside, sin duda, en dialogar con las nuevas producciones, con el objetivo de  aggiornar el currículum en búsqueda de una historia más abarcativa que contribuya y refuerce la formación crítica de las/los estudiantes.



SUSANA AGUIRRE

es Profesora y Doctora en Historia. Docente universitaria e investigadora. La frontera meridional rioplatense e indígenas, ha sido una de las líneas en las que ha incursionado dirigiendo proyectos de investigación, becarios y doctorandos.

Historia Contemporánea de Medio Oriente. Detrás de los mitos, Dakhli (2016)

HISTORIA

IARA LÓPEZ


Historia Contemporánea de Medio Oriente. Detrás de los mitos (2016)
de Leyla Dakhi

     En este trabajo, la autora plantea una paradoja: se ha extendido –y, por lo tanto, estamos acostumbrados a tener- una mirada “por abajo”, una percepción de las sociedades particular de la historia social; sin embargo, cuando se trata de las sociedades de Medio Oriente reina una mirada geopolítica de la región, a través de la cual se perciben muchedumbres indistintas asaltadas regularmente por sacudidas, a menudo reaccionarias, con más frecuencia todavía amenazadoras. O bien se las aborda en términos confesionales, comunitarios, hasta étnicos, lo que ocasiona una reducción de estas sociedades a una “complejidad” que niega el poder de invención y las tensiones fundadas en las desigualdades económicas y sociales, propias de la modernidad. Este tipo de miradas -apunta la autora- sólo profundiza el ocultamiento de las sociedades propuesto por diferentes regímenes establecidos en la región, que no deseaban que fueran vistas. 

     Leyla Dakhli, buscó -con éxito- resumir en un texto relativamente corto la historia de los últimos 150 años de la región conocida como “Medio Oriente”, evitando una mirada orientalista y confesional. Como afirma la autora, la construcción de una historia social de la región implica dos cuestiones. Por un lado, consiste en otorgarle protagonismo a las luchas y los movimientos sociales de las sociedades que fueron sofocadas por el ruido de las guerras, los conflictos con las potencias, la emergencia de ideologías más o menos específicas. En este sentido, la autora realiza un acabado análisis en términos de clase para dar cuenta de las oscilaciones de las sociedades, la influencia de los regímenes y las posibilidades de ascenso social con los procesos de industrialización o guerras. Por otro lado, una historia social de la región implica cuestionar la noción misma de Cercano o Lejano Oriente. Propone concebir la delimitación de ese espacio como fruto de cambios de contornos, de polaridades, de descentramientos. De esta forma, si bien la autora se centra en Líbano, Siria, Irak, los territorios palestinos ocupados, Jordania e Israel, ve necesario mostrar las relaciones de estos territorios con el espacio turco-otomano, Egipto, los Estados del Golfo y la península arábiga. Asimismo, evitó las miradas que concebían lo que pasaba en Medio Oriente como resultado directo de las pugnas de la Guerra Fría; sin embargo, señala las influencias tanto de la URSS como de EEUU en la zona. 

     Sin dar respuestas simplistas, la autora plantea paradojas como el capítulo “¿Hacer la revolución con el imperio?”, que da cuenta del proyecto del imperio otomano a principios del siglo XX, impulsado por ideas de la Revolución Francesa, y que culminó con el restablecimiento del orden. O la paradoja de que Palestina haya sido el único lugar que no padecía los efectos de la crisis mundial previa a la Segunda Guerra Mundial, por causa de la llegada de un gran número de refugiados judíos alemanes y la entrada de cuantiosos capitales en su suelo. También aclara polémicas como “¿Fascismo y nazismo en el Oriente árabe?” y diferencia las relaciones que estas corrientes tuvieron, por un lado, con los líderes y, por el otro, con el conjunto de la población árabe. Asimismo, el libro tiene un aspecto didáctico interesante: incluye un glosario y numerosos mapas y acierta en abordar cuestiones que, para un lector no interiorizado en temas del mundo árabe-musulmán, son desconocidas, como, por ejemplo, la cuestión del velo, o el mundo sionista. Por otro lado, le otorga un lugar central a la dimensión cultural: aborda especialmente el “movimiento intelectual”, la influencia de los procesos políticos en las formas literarias y las tensiones entre la heteronomía y la autonomía del campo intelectual. 

     El libro, publicado por Capital intelectual en 2016, llegó al mundo en la antesala de la explosión internacional del movimiento feminista, cuyo punto más visibilizado en el hemisferio norte fue en 2017 con el #MeToo. El libro, en consecuencia, tiene resonancias que dan cuenta de un movimiento en crecimiento. La cuestión de las mujeres y el movimiento feminista posee un apartado específico, pero, sin embargo, resulta una dimensión constante a lo largo de las páginas del libro. Aunque la autora resalta la centralidad de las mujeres en la historia de Medio Oriente, esto no la lleva a postular una homogeneidad hacia dentro del colectivo, sino más bien la pluralidad de experiencias: tanto como encarnadoras de los valores nacionales y preservando su autenticidad como en la construcción de un feminismo emancipador, donde definir “la mujer” es definir la nación, el Estado, o la militancia femenina por la paz. La autora apunta que la cuestión feminista adquirió un lugar central en los años veinte y treinta y que, si bien se convirtió en una postura de ostentación y de impugnación de la modernidad, en realidad la dominación colonial más bien reforzó las jerarquías sociales y la dominación masculina. Con el paso de los años, el feminismo se verá expuesto a las transformaciones de la región: primero, puesto al servicio de los ideales nacionales árabes, luego, al servicio del combate con la ortodoxia liberal de los noventa. 

     A pesar de que el primer capítulo se llama “El fin del imperio (1908-1916)”, la autora parte desde la época imperial de siglos anteriores, cuando el régimen de los millets permitía la coexistencia de comunidades cristianas, musulmanas, judías y drusas en el seno del imperio. Luego, con las transformaciones modernizantes del imperio y las tensiones confesionales surgidas a partir de 1860 se malograría esta coexistencia. La revuelta de los Jóvenes Turcos de 1908- apunta la autora- sería la continuación de una agitación política multiforme que caracteriza al imperio otomano desde hace por lo menos tres decenios. 

     El segundo capítulo, “Revueltas y dominio colonial (1916-1936)”, abre con el ciclo de revueltas árabes que comenzó a la par de la Primera Guerra Mundial. Uno de los elementos más relevantes de este período -señala la autora- es el nacimiento de la Arabia Saudita; otro es la concentración de la vida pública en las ciudades, otrora más descentralizada y la emergencia de una clase media, ligada con las profesiones y una forma de concebir la modernidad asociada con las metrópolis occidentales y, por último, el trazado conflictivo de fronteras, por ejemplo, Jordania y el fallido Kurdistán.

     El nacimiento del movimiento de resistencia palestino genera un quiebre en las revueltas de la región: si antes estas encontraban justificativo en luchas globales contra el Imperio o las potencias mandatarias y en la afirmación de potencias árabes competidoras, ahora la “cuestión palestina”, para gran cantidad de actores, se vuelve una cuestión prioritaria. De esta forma, con la Gran Revuelta Palestina comienza “La edad de oro del nacionalismo árabe (1936-1967)”, que la autora aborda en el tercer capítulo. Esta época está caracterizada por el desarrollo de las ciudades, los puertos y los ferrocarriles (que permite el incremento de las actividades industriales y comerciales), el reajuste frente a la caída del Imperio Otomano, la entrada en una era de globalización que pone en el centro a las actividades comerciales y su integración en el mercado fuertemente influido por las potencias coloniales. Así, la autora describe esta época como “El tiempo de las Constituciones”, en el que el ejército -espacio privilegiado de politización de los campesinos- jugó un rol crecientemente central. Este actor, según la autora, fue un gran productor cultural, en tanto se consolidó como el lugar de mayor socialización de los hombres y, por lo tanto, permitió en los casos de Irak y Siria de los años 50-60 proveer de fundamento social al Estado:

En la mayoría de los países de la región (Siria, Irak, Jordania, Israel), la articulación entre los militares y el régimen parlamentario se vuelve poco a poco la norma; esta combinación marca en forma duradera la vida política (Rey, 2014) y caracteriza una integración política por el ejército de una parte de los sectores populares y las clases medias (Dakhli, 2016, p.70).

     El período de entreguerras fue de desarrollo autónomo de la región, favorecido por el hecho de que el foco de las potencias estaba puesto en otros objetivos. Implicó un tiempo de movilidad social ascendente y transformaciones en el mundo rural (redistribución de las tierras, urbanización acelerada, ruralización de las ciudades, migración hacia los países petroleros del Golfo, etc.) que tuvo variaciones en los diferentes países. El año 1948 aparece como un quiebre en la historia de la región. El debate académico que trae la autora no tiene que ver con una duda sobre el carácter expulsivo que mantuvo la masacre que fue la fundación del Estado de Israel, sino sobre la índole sistemática de esta política. De esta forma, el debate que la autora plantea es: ¿los muertos y pueblos suprimidos fueron fruto de combates y resistencia palestina o bien de una limpieza étnica? Asimismo, aclara que el enfrentamiento tiene una doble dimensión: de las armas y por la memoria. Este no es un detalle menor, teniendo en cuenta que, como afirmó el discípulo de Durkheim, Maurice Hallbwachs (2011) la memoria colectiva es el fundamento del lazo social. “La Nakba no es únicamente un acontecimiento palestino: también es una primera brecha en la esperanza nacional árabe” (Dakhli, 2016, p.78). En consecuencia, tomando como apoyo esta guerra, se produce una radicalización política de los regímenes árabes que, a su vez, juega con las tensiones ligadas a la guerra fría. Sin embargo, “Unas tras otras, las guerras árabes-israelíes confirman más tarde la debilidad de los regímenes árabes” (Dakhli, 2016, p.78). 

     En el capítulo “Los años de plomo (1967-1991)” se abordan diversas cuestiones: la resistencia palestina, la guerra civil de El Líbano, el ascenso del islam político (aunque se aclara que esta es una de las caras de los movimientos árabes que emergen en las luchas anticoloniales), las corrientes migratorias, el régimen autoritario de Siria, la bonanza de Jordania y “la sociedad bajo vigilancia” de Irak. 

     Dakhli comienza el último capítulo, “El retorno del pueblo (1991-actualidad)” recordando el lema que se escuchaba en la región en 2011: “El pueblo quiere la caída del sistema”. Históricamente, “Ya sea en la guerra, el conflicto civil o el éxodo forzado, los pueblos del Cercano Oriente están incesantemente tomados en lógicas de supervivencia y de defensa que les impide volver a acceder a una expresión política propia” (Dakhli, 2016, p.119). Sin embargo, la autora plantea que en los años ochenta hay un despertar de las luchas, que se confirma en los años que le siguen a la Guerra del Golfo de 1991, y que tiene como objeto de críticas a las autocracias y al imperialismo norteamericano, debido a las intervenciones norteamericanas en Kuwait e Irak. De esta forma, la época estuvo marcada por el desarrollo de movimientos de protesta que lograron popularizar la protesta en episodios como la revolución de Cedro y la primavera de Damasco, en donde se inventan nuevas formas y dispositivos de protesta y se desplazan las alternativas entre poder militar y orden islamista fascistizante en los cuales los regímenes los encerraban. Esto se vio reforzado por una transformación general del paisaje mediático, cuyo elemento más visible es la creación de la cadena panárabe catarí Al Jazeera. Los nuevos medios pretenden ser un acto de solidaridad árabe y de apoyo a las luchas por la independencia, frente a los intentos por manipular los recursos y las riquezas de la región por parte de las potencias. 

     El libro, en consecuencia, funciona perfectamente como un estado de la cuestión de las investigaciones sobre la historia de la región, aportando claves de comprensión política, sociales y culturales a los acontecimientos centrales del siglo XX e iluminando aspectos poco visibles. Por ejemplo, para evitar un abordaje religioso o confesional que tienden a pensar la “cultura de la violencia” como exclusiva de regiones como El Líbano -y no una característica mediterránea más general-, la autora propone: 

El abordaje mediante las estructuras sociales, los lazos de fidelidad y de clientelismo, la puesta en juego del poder y del honor permite dar a esa violencia extrema otros tipos de explicación y enlazar la explosión de violencia con factores sociales visibles: afluencia de los refugiados, liberalización económica y pauperización masiva de los migrantes urbanos (Dakhli, 2016, p.103-4). 



IARA LÓPEZ

 

Es socióloga y doctoranda en Ciencias Sociales (UNLP). Adscripta a la cátedra Historia Social Contemporánea, participa del proyecto “Entre los 40 años de la recuperación democrática y los 50 años de la última dictadura militar. Balances, perspectivas y desafíos de las prácticas y las políticas de memoria en torno al pasado reciente.”

Artificial, Peces Raros (2024)

MÚSICA

LUCAS YASAR


Artificial (2024)
de Peces Raros



Artificial: 10 canciones urgentes

     Dos personas se cruzan en un pasillo de la Facultad de Artes de La Plata. Se conocen de una de las formas más profundas y particulares que pueden existir al vincularse con alguien por primera vez: haciendo música. Tal vez de esa manera descubren rápidamente que en algún punto entienden el mundo desde el mismo lugar, ese donde los sueños no tienen límites, donde la canción enhebra pasado y futuro para transformar muchos presentes, donde el corazón puede ordenar la vorágine de la mente y el cuerpo en una narrativa poética y sonora.  De ahí, como en una carrera que corre a la par del tiempo que los vio nacer, Lucio Consolo y Marco Viera, dos Peces Raros, deciden emprender este viaje. Trece años después, con miles de kilómetros encima, estadios llenos, giras internacionales y una escena que los reconoce como un fenómeno de culto que se volvió masivo, vuelven a plantar una bandera, un disco urgente: Artificial .
     La urgencia no es intención, no es una pose frívola o interesada, es más bien vértigo. Un disco gestado en tan solo dos semanas de composición, en las que condensan todo lo que tienen para decir aquí y ahora. En un mundo de frecuencias en el que cada segundo se acelera, se registra, se indexa, Artificial aparece como un grito desesperado que exige calma, que lanza un ancla hacia tierra firme en un mar agitado por una vorágine apocalíptica que parece girar en falso con las nuevas inteligencias artificiales. 
     Por muchos años se asoció la electrónica a una música maquinal, fría, carente de emocionalidad, de humanidad, y, por lo contrario, el rock representa lo humano, lo visceral, la “tracción a sangre”. Sin embargo, esta banda, que desde hace mucho tiempo juega a tensionar la dicotomía entre lo maquinal y lo humano y se planta frente al binomio que enfrenta la ejecución de la música electrónica y el rock, esta vez nos habla con años de conocimiento de causa frente a estas nuevas discusiones en torno a la inteligencia artificial. Lucio lo dice sin vueltas: “No hay arte sin ficción, no hay ficción sin artificios” . Y tal vez sea por eso que en este disco la canción vuelve a estar en el lugar protagonista de esta narrativa. Podemos intuir incluso que detrás de estas producciones de calidad sonora empatada a la industria internacional, hay una militancia poética: lo mínimo y necesario, cada sonido está por algo, cada material musical tiene su lugar, su espacio y su razón de ser. La canción está al frente y sin disfraz:

“Cuando escuchas una melodía, ese sonido lo está creando tu cabeza, realmente no existe porque son un montón de frecuencias en el aire. Bajo esa óptica, no hay nada de lo que vemos o hacemos todos los días que no sea artificial. Es como una contrapropuesta a la idea de lo natural, nada es natural en la creación del arte’’, reflexiona Marco Viera para la revista Rolling Stone.

     Livianos sobre el beat en una mano, Peces Raros ya no es la banda de rock que descubre la electrónica. Ahora es una banda de música electrónica que elige volver a poner en primer plano a la canción. Temas más cortos, estructuras más sencillas, armonías que no necesitan complejidad para emocionar. Dos o tres acordes, pocas veces más. Cinco o seis capas de texturas, las justas. Y una búsqueda tímbrica que sutilmente se aleja de aquellas sonoridades cercanas al techno y el progresive que supieron recorrer anteriormente, para acercarse, con precisión quirúrgica, a los sonidos que evocan una electrónica más cercana a la de los 2000. Hay algo de Daft Punk flotando en las voces de Nada Para Siempre. Hay algo de los Beatles, más específicamente de Because, resonando en el arpegio de Desaparecer . Hay mucho de Charly García en las voces paneadas en estéreo y ese consecuente efecto chorus que muy finamente resignifica Lucio en su voz. Hay miles de referencias, sí, pero sobre todo hay un lenguaje propio, auténtico y consolidado que abraza una nueva reinvención estética que no abandona la profundidad de su propuesta.

    Los que venimos siguiendo de cerca este viaje desde su despegue, que fuimos a verlos a todos los escenarios y vivimos en el pecho las emociones que te atraviesan cuando estos discos se hacen cuerpo, voz y comunidad, seguimos resonando en aquellas preguntas que nos hacen Lucio y Marco. Sobre la existencia, la oscuridad y la muerte, sobre aquellas sombras en la pared, la noche, las ilusiones, desconfiguraciones y fabulaciones. En esta era artificial, aunque muy grande es la bandera que plantan hacia el contexto social y cultural, en ninguna de las canciones dejaron de cantarle, ante todo, al amor. Y esta vez lo hacen entendiendo que las formas y las dinámicas de los vínculos también se ven atravesadas por esta nueva era. Dice Marco: Simplemente decir: “amor”. Nada para siempre. Todo lo demás no importa. En una frase de solo once palabras, ubica al amor en el pasado y lo celebra hasta en su exceso. Lucio por su parte nos canta No sé ni lo que siento, ¿Y si tocara el cielo? ¿O si besara el suelo? No lo sé. No, no, no. Solo sigo el juego. Nunca sentí celos. No no no, todo movimiento se consume, se consume, se consume. Una vez más el poder de la canción habita el devenir de lo dicho y lo no dicho. Lo emocional se enhebra con la incertidumbre, con ese bucle existencial que no busca respuestas sino sostener las preguntas. Solo preguntas aparecen. Y en ese vaivén entre el cielo y el suelo, entre el juego y celos, el amor —como idea, como pulso, como vértigo— vuelve a decir presente. Como si la única certeza posible en esta era artificial fuera, todavía, la certeza íntima de un sentimiento que se niega a apagarse.
     Así estas dos personas, que 13 años atrás se conocieron en los pasillos de la Facultad de Artes, hoy vuelven a trazar, como lo han hecho reiteradas veces en su carrera, esta vez  desde Argentina para el mundo, futuros caminos para el rock, el pop y la música electrónica del mañana.



LUCAS YASAR

Es músico, productor artístico y licenciado en Música Popular. Graduado en la UNLP. Docente e investigador doctorando en el IPEAL (FDA). Actualmente lidera el proyecto artístico denominado YASAR.

La llamada. Un retrato (2024), Guerriero

CRÓNICA/TESTIMONIO/BIOGRAFÍA

TERESA BASILE


La llamada. Un retrato (2024)
de Leila Guerriero

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Solo quiero encontrar tantas facetas como sea posible para contar esta historia

 

Leila Guerriero

Las entrevistas. La arquitectura de La llamada se organiza a partir de un conjunto de entrevistas que la autora, Leila Guerriero, hace, en primer lugar, a Silvia Labayru, cuyo relato sobre la militancia, la desaparición en la ESMA y su parto allí adentro, el exilio y el regreso a la Argentina oficia como hilo conductor. En segundo lugar, entrevista a una notable cantidad de personas que, en diversos momentos, han compartido escenas de vida con Silvia. Esta ingeniería supone una voz principal que se va completando con otras de personajes secundarios que añaden y concluyen, que amplifican y reafirman, pero esto no ocurre. El testimonio de Silvia es acechado por una algarabía de voces que rechazan puntos de vista, discuten lo dicho, señalan contradicciones, advierten olvidos y fallas de la memoria e incluso ella misma reconoce que no puede decirlo todo. Se articula, así, una vía en la que la plena certeza se resquebraja. Es la mano insumisa de Guerriero la que hace visible, a través de la técnica del montaje de entrevistas en disputa, estas contradicciones. Se libera al lector a encontrar su propia conclusión, se lo compromete a elegir el mejor argumento desplegado por esta racionalidad comunicativa -como le hubiera gustado a Jürgen Habermas. 

 

El rostro. La foto de la portada con un primer plano del rostro de Silvia Labayru y el subtítulo “un retrato” nos convocan, sin duda, a explorar una subjetividad, ubican nuestro foco en los vaivenes de una interioridad compleja, con luces y sombras, con oscilaciones. ¿Frívola/ sensata, colaboradora/ comprometida, inestable/ versátil, tonta/inteligente, engañada/astuta, inconstante/decidida, frágil/fuerte, sumisa/ díscola, infiel/fiel? No podemos ignorar, no obstante, la mirada deslumbrada de Leila Guerriero ante la belleza de Silvia: a su modo la entrevistada forma parte del modelo de la guerrillera erotizada, pero también es un desvío casi impertinente y a contrapelo de esa figura al contaminarse con flujos de la liberación sexual del hipismo contracultural de los ‘60. Así como también será un desvío del prototipo de la víctima for ever cuando se resiste a ser cristalizada en ese rol. 

Además de apuntar a una personalidad difícil de resumir en una línea, el rostro de la tapa está recortado, incompleto: parece prometernos que eso que falta, esa otra mitad, se irá rellenando y el perfil completo, verdadero y revelador emergerá a medida que leamos las páginas del libro, pero no es así. Una multiplicidad de perspectivas, aportadas por amigos, compañeros, conocidos, parejas, hijos, que indagan y exploran la vida de Silvia, nos acerca a una subjetividad atravesada por contrastes, contradicciones y vaivenes que no terminan por resolverse, que nos sitúan en un tembladeral, en una arena movediza. Esa es quizás una de las mayores virtudes del texto: su apertura, sus pocas ganas de bajar línea, su indecisión, su incertidumbre. 

Ello no impide que, entrelíneas, se perciba, tenue, la posición de Leila Guerriero frente a Silvia, e incluso su pulsión crítica cuando recorre los costos, las pérdidas y las heridas de Labayru ocasionados por la experiencia del terrorismo de Estado, así como las acusaciones de colaboradora y traidora. 

 

La ética de la letra. La llamada propone el desafío de indagar cómo abordar la ética en contextos de extrema violencia, evaluando las acciones desde los polos de la deontología kantiana, que se centra en normas morales universales, y el utilitarismo de Bentham, que prioriza el beneficio y la utilidad para el sujeto como sus principios. En la raíz de este texto yace una cuestión ética nunca del todo cerrada en los debates sobre memoria. Hay un regreso a temas ya clásicos como: ¿está saldado el debate entre héroes y traidores? ¿Hasta dónde llega el concepto de zona gris? ¿cuáles son los límites, si los hay, en la “colaboración”? y tantos otros temas espinosos que rondan este libro. Pero lo que me interesa aquí es cómo se traduce, cómo se vehiculiza, el problema ético en el texto ¿cuál es la ética de la escritura de Leila Guerriero? Esta reside en el cruce arriba señalado: en poner el ojo en la debatida subjetividad de Silvia Labayru, abordándola desde una pluralidad de perspectivas, lo que provoca la suspensión de una verdad terminante, y la emergencia de una complejidad sin reduccionismos. Citemos a la autora “A veces parecía que la historia […] era muy compleja: chica conoce chico, chica pasa por circunstancias espantosas en las que se dirimen conceptos resbaladizos a los que hay que abordar desde distintos ángulos aportando una cantidad de testimonios múltiples que den una idea de conjunto” (244). 

 

Los ´70. “Yo no me estoy metiendo con los setenta. Yo tengo bruto metejón con la historia de esta mujer” (414) afirma Leila Guerriero. Más allá de esta negación de la autora, estamos ante un texto sobre los ´70 en el que se van desgranando diversos temas: el despertar político de la izquierda revolucionaria en el Nacional Buenos Aires; el lugar de la mujer en la ESMA, las violaciones, el “consentimiento”, el terrorismo sexual, el “síndrome de Estocolmo”, los partos clandestinos, el aborto; la “colaboración”, las salidas y permisos, las diferencias y confusiones entre el Staff y el Mini Staff, los “héroes y traidores”, la “zona gris”; el sobreviviente como traidor y/o testigo junto con el rechazo por parte de los organismos de derechos humanos y de los que fueran compañeros de Montoneros; el exilio como liberación, pero sobre todo como continuidad del “infierno” en el caso de nuestra protagonista; el amor y las parejas en los años de plomo; una visión crítica sobre Montoneros junto con el relato de la derrota y de la inutilidad de la lucha, entre otras cuestiones. Por un lado, me asalta y perturba esta evidente paradoja: Guerriero afirma enfáticamente no meterse con los setenta sino con la historia de esta mujer, pero recorre varios de los grandes y polémicos debates sobre los ´70 y en ese punto nodal genera un equívoco a partir del cual, como lectores haciendo uso de nuestros derechos, indagamos sus posturas sobre esa década. Por el otro, me pregunto si hay algo nuevo en estas lecturas sobre los ´70, pero es difícil saberlo porque es tan cuantioso el caudal de testimonios sobre la época que nunca terminamos de agotar lo dicho. Abundan, eso sí, las “memorias perturbadoras”, aquellas que -para decirlo en términos de Alessandro Portelli- escarban en las zonas oscuras, problemáticas y molestas de los movimientos revolucionarios y de los organismos de derechos humanos. Para solo citar un par de ejemplos: el feroz rechazo, humillación, descrédito e inculpación a los sobrevivientes en el exilio tanto por parte de Montoneros como de las Madres de Plaza de Mayo con Hebe a la cabeza, y la rotunda afirmación de Silvia en torno a la posibilidad de experimentar un orgasmo durante una violación que en nada implique que no se trate de una violación. Tal vez no sea nuevo, pero es contundente. Otro raro aporte: este libro incluye también una historia de amor, la de Silvia y Hugo, muy particular, conmovedora. No deja de sorprendernos, además, el asunto Astiz relatado desde la intimidad de la protagonista con sus detalles, o la voz en primera persona de Cuqui Carazo contando su “relación” con Pernías, o la afirmación de Norma Susana Burgos: “Nosotras, las mujeres de la ESMA, somos de un hotel cinco estrellas”. Resulta ambiguo y equívoco, como dijimos, que Leila Guerriero niegue que se trate de los ´70 y afirme que su interés está en la persona de Silvia: instituye, a su pesar, un modo de leer los ´70. Como ya se ha reiterado hasta el cansancio “lo personal es político”. 

 

El fin del pacto del Nunca Más. La llamada fue un libro pensado, elaborado, escrito bajo el consenso del Nunca Más, bajo sus certezas, bajo su amparo y garantía, incluso bajo su ¿confort y sus cegueras? Surge, perturbadora, la pregunta sobre qué texto puede hacer frente a la feroz y aviesa “batalla cultural” contra las políticas de la memoria, lanzada por la ultraderecha que hoy nos gobierna. No tengo una respuesta, pero la pregunta me agobia. Cuál será el nuevo relato capaz de reinventar las políticas de la memoria -como ya se ha hecho en otras ocasiones- para este nuevo escenario que, además, destruye las bases mismas de las disputas culturales, que anula el diálogo con las fake news y los discursos de la crueldad, que desintegra la mismísima esfera pública, que corroe las instituciones democráticas. Algunos analistas calan aún más profundo a la hora de marcar cambios radicales en el contexto del presente. Señalan la lenta fragilización de las democracias -las llamadas posdemocracias (Colin Crouch) o democracias iliberales (Sajó, Uitz y Holmes)- que han sufrido la pérdida del poder político del Estado frente a las grandes corporaciones, el deterioro de los derechos humanos con la consiguiente discriminación a los grupos vulnerables, y el descalabro de una cultura política basada en la mutua tolerancia y en la contención del autoritarismo. Otros señalan un triple desplazamiento en el ámbito cultural, desde la primacía del arte y la cultura hacia una cultura del entretenimiento que ha desembocado, actualmente, en la mera distracción superficial dada por el auge de la tecnología y el consumo digital (Ted Gioia) o la smartphonización de la vida actual que promueve una cultura de la inmediatez y la distracción (Ampuero). Conforman una tierra fértil para el brote de las nuevas derechas radicales presentes en Europa, Estados Unidos y América Latina. ¿Cómo responder? Reitero, no tengo una respuesta, pero la pregunta me agobia. Tal vez no sea una interpelación pertinente ni justa para La llamada o quizás podemos señalar que la apuesta al diálogo, a la escucha del otro, al mejor argumento, a las miradas críticas, a las verdades perturbadoras, así como la toma de distancia frente a un tono asertivo y a una realidad única constituyen contrapesos a los discursos del odio que reflotan la polarización schmittiana basada en la tensión amigo-enemigo -tan presente, por otra parte, en los ´70. 

 

Lo literario. Finalmente, no podemos dejar de reconocer la destreza literaria de Leila Guerriero para construir un texto de más de cuatrocientas páginas que, en todo momento, sostiene el relato, sin dejarlo caer, sin aburrirnos. Detrás, entre bambalinas, se advierte el enorme, tenaz e incansable trabajo que antecede a este volumen. Entre las páginas emerge la figura de esta entrevistadora cuya destreza va desde la atención, el cuidado y el respeto al otro hasta la pregunta incisiva y la picardía. Sabe contar el cuento sin arrebatarlo ni ralentizarlo, con paciencia y pericia, no es poco. Algunos detalles de su escritura sorprenden: la circularidad de un relato que se inicia y finaliza con la misma escena, y la cita reiterada, como si fuera un mantra, de un párrafo, yo diría de una estrofa o estribillo, que sintetiza el espesor de una vida que desborda una causalidad fija. Ese destino se va tejiendo con dosis de azar y contingencia que terminan por desbaratar una única dirección. Merece transcribirse ,como cierre de estas notas, ya que condensa la pulsión central de la mano de Leila Guerriero:

 

“A lo largo de cierto tiempo -días, semanas, meses-, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas” (115)

TERESA BASILE

Doctora en Letras y Profesora Titular de Literatura Latinoamericana II de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.

La llamada. Un retrato (2024), Guerriero

CRÓNICA/TESTIMONIO/BIOGRAFÍA

EMILIO CRENZEL


La llamada. Un retrato (2024)
de Leila Guerriero

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     La llamada. Un retrato es el título de un libro que ha alcanzado un singular éxito de ventas en la Argentina, donde va por su novena edición, y en España donde lleva vendidos más de 30 mil ejemplares. En base al libro, además, se está filmando una película. Este suceso editorial, y su posible versión cinematográfica, evidencian que las historias y legados de la desaparición forzada de personas siguen concitando interés en el país y, al igual que la película Argentina 1985, también convocan la atención trasnacional. Por ello, este libro constituye un objeto de estudio significativo.    

     La llamada se basa en una serie de conversaciones que mantuvo la reconocida escritora Leila Guerriero con Silvia Labayru, militante montonera secuestrada durante la dictadura, en diciembre de 1976, cuando contaba con 20 años y cursaba un embarazo de seis meses. Labayru sobrevivió a la Escuela de Mecánica de la Armada donde durante su cautiverio dio a luz, padeció la tortura y violaciones reiteradas. 

     De este modo, el libro se incorpora a una extensa producción testimonial y, en menor medida, académica centrada en la figura de los sobrevivientes de los centros clandestinos de detención.

     Los sobrevivientes y sus testimonios hicieron su aparición pública durante la dictadura. Se trataba de personas que, en su inmensa mayoría, fueron liberadas por sus captores cuando no existían en el país ni presiones políticas o militares que forzaran sus liberaciones ni la democracia era una alternativa del escenario político. En el caso que nos ocupa, Labayru fue liberada de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y partió rumbo a España a mediados de 1978. Esta particularidad distinguió a los sobrevivientes argentinos de sus pares de otras experiencias concentracionarias y, como se ha propuesto en diversas investigaciones, suscitó sospechas, interrogantes y rechazos en el movimiento de denuncia de la dictadura. 

     Tampoco seré original al señalar que los testimonios de los sobrevivientes han sido y son claves en las causas por delitos de lesa humanidad. Sin sus voces sería imposible reconstruir lo ocurrido en los centros clandestinos, saber de los desaparecidos que compartieron con ellos cautiverio y la identidad de los responsables de secuestros, torturas y asesinatos. 

     La llamada tiene por centro a esta figura. A una de sus expresiones posibles ya que hay muchos sobrevivientes y hubo muchas formas de sobrevivir. Propongo que este libro la aborda a través de una conversación novelada.   

     Conversación novelada sostengo, más que entrevista, en función de las características que asume la narración que va urdiendo el retrato de Labayru. Es decir, del particular contrato de lectura que nos propone Guerriero a partir de la relación que estableció en su condición de autora con la protagonista de su libro. 

     En sus excesivas cuatrocientas páginas la obra exhibe la constitución de una relación personal, próxima a la amistad, entre ambas en la que se va eliminando la distancia entre la interesada en conocer los pliegos de una vida singular y su objeto de estudio. Este acercamiento, que trasciende la empatía con quien atravesó una experiencia límite, se manifiesta en las crecientes ocasiones sociales compartidas, en la inclusión de Guerriero en el mundo familiar e íntimo de Labayru pero, sobre todo, en el efecto de fascinación por Labayru que anula en la autora toda perspectiva crítica respecto de los núcleos medulares de su experiencia. 

      Ello se verifica en el tono y el contenido de los intercambios que sostienen, en los que se percibe a Guerriero deslumbrada por el personaje hasta quedar atrapada por las experiencias límite que transitó. A decir verdad, esta captura no se limita a la atracción que provoca su relato sobre su experiencia como detenida-desaparecida en el tenebroso casino de oficiales de la ESMA. Se alimenta en la frecuencia y características de los encuentros sociales compartidos, en la curiosidad que trasunta la autora y en la disponibilidad de Labayru para compartir los avatares de su vida amorosa y sexual, hacerla parte de su núcleo familiar y de su círculo de amigos -artistas e intelectuales con quienes se inició en la militancia en el Colegio Nacional de Buenos Aires- y en la exposición abierta de sus condiciones materiales de vida propias de la pequeña burguesía acomodada de carácter trasnacional.

     Ese ambiente envolvente en torno a su figura, a sus experiencias límites pero también a las banales a mi juicio le impide a Guerriero aproximarse críticamente a su testimonio. Por cierto, no es solo una dificultad presente en esta conversación novelada. La podemos encontrar en entrevistas posteriores que diversos periodistas le realizaron a Labayru con motivo del libro e incluso, también, en ciertos trabajos académicos que abordan como objeto de estudio a los sobrevivientes de los centros clandestinos. Sin embargo en el caso de Guerriero, que poco conoce de esa historia, ese rasgo se acentúa más. 

     Esta carencia de distancia se traduce en la ausencia de preguntas básicas que pongan en tensión el relato de Labayru, como si ir más allá de la rendición ante el impacto abrumador de su experiencia límite vulnerara las fronteras tácitas de la ética.

     El testimonio de Labayru en La llamada reproduce ciertos trazos del discurso canónico de los sobrevivientes por ejemplo cuando prolonga un argumento transitado por otros/as ex cautivos en los centros clandestinos: “no sé porque sobreviví”. 

     Sin embargo se distingue de ese corpus. Trasciende esa afirmación e intenta responderse esa pregunta proponiendo como causas su belleza física o razones contingentes: la respuesta que dio su padre militar cuando, al llamarlo desde la ESMA, vociferó contra los montoneros episodio que da título al libro y que es propuesto como  clave para entender la liberación de la protagonista. De este modo, las razones de su sobrevivencia nunca se deben a su propia agencia. “Yo no entregué a nadie”, afirma. 

     Guerriero no indaga sobre esta cuestión. No pregunta sobre el momento en que Labayru comienza a colaborar bajo presión con los marinos, su integración al “mini staff”. Pero, sobre todo, tampoco interroga en profundidad sobre un episodio clave: su participación en el secuestro, fingiendo ser hermana del capitán Alfredo Astiz quien también con un nombre falso se presentaba como hermano de una desaparecida, del núcleo inicial de Madres de Plaza de Mayo y de su pequeño círculo solidario compuesto entre otros/as por las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet. 

     Por el contrario, Guerriero acepta la forma de semantizar este episodio por parte de Labayru quien solo menciona entre las víctimas a las monjas francesas, obliterando en todas las ocasiones la desaparición en ese hecho de familiares de desaparecidos entre quienes se contaba la entonces presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor de De Vincenti. 

     ¿Culpa? ¿Pero por qué culpa, coño? Responde taxativa Labayru. De este modo, no emerge en su testimonio ese sentimiento, ni el de la responsabilidad. Tampoco manifiesta dilema moral alguno a diferencia de otros sobrevivientes como Mario Villani quien relató con valentía la disyuntiva que atravesó cuando, estando cautivo en el centro clandestino, los represores le encomendaron arreglar una picana. 

     Guerriero no explora esas ausencias, no manifiesta voluntad de interrogarlas. Pareciera aceptar que no se pueden abrir juicios morales sobre las actitudes en situaciones límite frase que conlleva, por cierto, un juicio moral que obra como interdicto de cualquier posibilidad de pensar el mundo de los centros clandestinos y el de los sobrevivientes.   

     En el testimonio de Labayru, en cambio, estos juicios abundan. Ella se los permite y quien conversa con ella no visualiza, en ese acto, contradicción alguna con la negativa a realizarlos respecto de su propia experiencia. Las entendibles críticas de carácter político y moral a Montoneros, pero en especial las que dirige –carente por completo de empatía- hacia las organizaciones de derechos humanos, la referencia irónica “a los ex compañeritos” que, según ella, no reconocen su aporte al enjuiciamiento y castigo de las violaciones sexuales perpetradas en los centros clandestinos, su valoración positiva de los capitanes Pernías y Astiz quienes, según afirma, “la trataron mejor y la ayudaron más”, no forman parte de aquello sobre lo que Guerriero decidió preguntar con detenimiento y profundidad. 

     Tampoco la autora indagó qué ideas o prácticas condujeron al entonces marido de Labayru a sostener que ella manifestaba el “Síndrome de Estocolmo” tras su salida de la ESMA cuestión que, si realmente ocurrió, sin dudas debió potenciar el rechazo que rodeaba a su figura entre el exilio político. 

     El carácter acrítico de la conversación que se desenvuelve a lo largo del libro, y que conlleva la absolutización del testimonio de Labayru, se revela además en el hecho de  que Guerriero no buscó entrevistar, y con ello contrastar, su testimonio con el de otros sobrevivientes de la ESMA que no formaron parte del “Staff” o del “Mini Staff” o con sobrevivientes del secuestro en la Iglesia de la Santa Cruz. Tampoco buscó la palabra de familiares de esas víctimas, como Cecilia De Vincenti, hija de Azucena primera presidenta de Madres de Plaza de Mayo quien hasta hace unos meses no había leído, ni pensaba leer, el libro. 

     Estos testimonios permitirían poner en foco las tensiones que existen en torno a las acciones de Labayru al interior del nosotros que denuncia el terrorismo de Estado y dar cuenta de las consecuencias de los actos más allá de la consciencia que, sobre ellos, tienen sus autores. 

     En síntesis, propongo este comentario como puente para pensar con lentes desnaturalizados el universo concentracionario, los testimonios de sus víctimas y sus experiencias evitando la condena moral pero, al mismo tiempo, la complacencia acrítica fruto de la terrible experiencia de violencia que padecieron. 

     Por cierto el desafío no es menor. Claude Lanzmann en el documental El último de los injustos (2013) abordó ese reto. Entrevistó al rabino Benjamín Murmelstein, último presidente del Consejo Judío del gueto y campo de concentración de Theresienstadt. Murmelstein tuvo un trato frecuente con Adolf Eichmann, desestimó de plano su banalidad y fue, como mediación entre los verdugos y esa comunidad judía, víctima y a la vez eslabón de la máquina de exterminio. 

     En ese documental Lanzmann renuncia a sus rígidos principios estéticos, incluye material de archivo, incluso propaganda nazi, interroga sin concesiones y no deja de presentar las ambivalencias del personaje. Sus preguntas trascienden los lugares comunes y los interdictos para exponer las luces y sombras de quienes actuaron en experiencias límite signadas por violencias extremas pero que, sin embargo, plantean dilemas que nos interpelan hasta hoy. 

     La compasión, el desafío de asumir responsabilidades y la necesidad de comprender son algunas de las dimensiones sobre las que La llamada no propone un análisis en profundidad. Opacadas por el fulgor de las conversaciones frívolas, el discurrir de los amantes y los avatares de la vida acomodada de la clase media transnacional quedan a la espera de que los lectores las adviertan como parte de los retos significativos que, justamente, plantean estas experiencias que vulneran los marcos jurídicos y morales en los que aún nos reconocemos. 

EMILIO CRENZEL

Doctor en Ciencias Sociales, Investigador del CONICET y profesor de la Carrera de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires

La llamada. Un retrato (2024), Guerriero

CRÓNICA/TESTIMONIO/BIOGRAFÍA

SANTIAGO CUETO RÚA


La llamada. Un retrato (2024)
de Leila Guerriero

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El horror y el estigma

Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa. 

 

Leila Guerriero

1 La llamada es un libro escrito por Leila Guerriero que reconstruye la historia de Silvia Labayru, militante de Montoneros que a los 20 años, embarazada de seis meses, ingresó secuestrada a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde estuvo desaparecida durante un año y medio. En ese período, además de haber parido a su hija en condiciones inhumanas, Labayru fue torturada y violada sistemáticamente por sus secuestradores.

     La historia de vida de Labayru, reconstruida por Guerriero, incluye una multiplicidad de experiencias, la más relevante de las cuales es su condición de ex detenida desaparecida. El libro recupera la militancia política de la protagonista, sus amores, su particular vínculo con los hombres, la relación con sus hijos/as y las cualidades de su pertenencia de clase; muestra también el vínculo entre dos mujeres -la autora y la protagonista- que quizás se estimen más de lo que se explicita en el texto. 

     Cada uno de los temas abordados en el libro podría ser eje de nuevos textos. El recorte que propongo hacer aquí está fundado en la idea de que el testimonio de Labayru puede ser interpretado como una intervención hacia el interior de las lógicas de un espacio social al que podríamos llamar campo humanitario. Este campo está conformado por quienes consideramos que los crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado merecen ser recordados por nuestra sociedad y que los responsables de esos delitos deben ser sometidos a juicio. La pertenencia al campo cohesiona, compartir una lectura del pasado y un horizonte funda un lazo social; aunque esto no implica la ausencia de disputas.

     Leído desde las lógicas del campo, La llamada es un libro incómodo y la razón de esta incomodidad, a mi entender, es que desarma algunas de las estructuras con las cuales este espacio social se ha conformado. En relación con esto, en el libro aparecen grises donde a veces se piensa que solo hay blancos y negros. Esos matices le dan valor y potencia al texto.

     El campo humanitario, influido en buena medida por la gramática del lenguaje jurídico, se construyó en base al clivaje víctimas-victimarios. De un lado los desaparecidos, y los represaliados en general, y del otro los agentes del Estado o paraestatales, responsables de la represión. En relación con esto, la experiencia central de lo narrado por Labayru no presenta mayores inconvenientes: estuvo desaparecida, fue víctima del terrorismo de Estado y sus victimarios fueron los marinos que habitaban el centro clandestino de detención que funcionaba en la ESMA. El relato se asemeja a lo que han contado otras personas que atravesaron un cautiverio como ese (no obstante, conmueve la singularidad de su experiencia, no hay posibilidad de una lectura rutinizada frente a ese horror).

     Por el contrario, la experiencia que narra Labayru sobre cómo fue vivir en el exilio luego de haber sido liberada por los represores es menos dicotómica; por eso, considero, tensiona las estructuras del campo. No se trata quizás de algo demasiado novedoso, ni individual, no obstante impacta el modo en que ella se refiere al rechazo que recibió por parte de la comunidad de exiliados, donde fue acusada de traidora. 

 

2 Una de las conquistas del campo humanitario consistió en lograr que los y las desaparecidos/as dejaran de ser asociados a términos producidos por el lenguaje de los represores, como “subversivos”, “extremistas”, o “terroristas”, y comenzaran a ser reconocidos como “víctimas del terrorismo de Estado”. En este derrotero, poco a poco se fue desplegando un proceso de entronización de la figura del desaparecido, que fue concebido como “la víctima”. Esto tuvo como contracara la estigmatización de las personas que habían estado desaparecidas pero habían logrado sobrevivir. La representación que circulaba en sectores del campo humanitario suponía que había una razón clara para distinguir un desaparecido de un sobreviviente: la delación, entendida como complicidad con los represores. Si un desaparecido no sobrevivió fue porque se negó a delatar, la imagen contraria ubicaba a los sobrevivientes en el rol de traidores.

     La propia Guerriero cuenta cómo tomó contacto con esta clasificación. Cuando a mediados de los años noventa trabajó con Miriam Lewin, sobreviviente de la ESMA, sintió que era un tabú hablar de su pasado; el rumor indicaba que ella había hecho algo para poder salir del cautiverio: “Me sentí ignorante y desconcertada: ¿había, en un país que había sometido a los militares de la dictadura a un juicio civil en 1985 – el Juicio a las Juntas-, en el que se había escuchado a cientos de sobrevivientes contar las aberraciones padecidas en los centros clandestinos, cuestionamientos acerca de lo que alguien había hecho o dejado de hacer para seguir vivo? La respuesta era un enorme, sorprendente, inesperado ´si´” (p.. 42)

     La autora cita una nota publicada en 2021, donde Labayru recuerda que al llegar al exilio en España sintió la mirada juiciosa de la comunidad exiliar. Muchos exiliados/as no querían reunirse con ella porque en tanto sobreviviente de un centro clandestino de detención había devenido en traidora. En su caso, además, recaía la acusación de ser responsable por haber sido parte del operativo que desencadenó en la desaparición de un grupo de militantes humanitarios, entre los que había tres Madres de Plaza de Mayo, luego de la infiltración que Alfredo Astiz había hecho en ese colectivo. “Ese fue el estigma. Me hundió”, dice Labayru (p. 215). Guerriero destaca algo especial de esa nota, los comentarios de los lectores: algunos avalaban que Labayru hubiera hecho lo posible por sobrevivir y otros consideraban lo contrario. Esta heterogeneidad de respuestas muestra que Labayru y los sobrevivientes en general estaban lejos de tener un reconocimiento unánime como víctimas, como sí sucedía con los desaparecidos. 

     La experiencia de Labayru en España permite pensar que el campo humanitario es de algún modo una comunidad moral. Como toda comunidad moral determina lo que está bien y lo que está mal. En este caso, lo que quedaba impugnado es que Labayru hubiera participado de ese operativo. 

     El mundo de víctimas, lejos de tener clasificaciones prístinas, tiene fronteras lábiles. Y es, además, un mundo de jerarquías, es decir, hay víctimas que tienen más legitimidad social que otras. Incluso los bordes mismos de la categoría “víctima del terrorismo de Estado” no son siempre claros y precisos. El contraste entre lo que piensa Guerriero cuando se entera de las sospechas que recaen sobre los ex detenidos y lo que vive Labayru en el exilio es prueba de estas tensiones. Mientras que Guerriero no duda de que los sobrevivientes son víctimas, la comunidad del exilió sí. Por esa razón, Labayru, mientras estuvo detenida desaparecida, podía ser pensada como una víctima, pero cuando sale del cautiverio parece haber perdido esa condición.

 

3 Otro elemento que muestra la complejidad del relato de Labayru es su testimonio sobre las violaciones sufridas. Ella desarma la idea predominante de que una violación supone siempre el uso explícito de la fuerza física. Su relato separa estos términos (violencia y violación), porque narra escenas en las que las mujeres violadas -ella u otras de sus compañeras- no necesariamente eran golpeadas por sus violadores. ¿Quiere decir esto que lo sucedido en esa escena era una relación sexual consentida? En modo alguno. La violencia estaba enmarcada en la escena, toda vez que la vida y la muerte de las detenidas e incluso de sus familias dependían de los perpetradores. Como señala Labayru “No existía la apariencia de que eso era una violación” (p.165).

     Así como separa dos términos habitualmente pensados juntos, violencia y violación, une dos términos que suelen estar separados: violación y placer. “Hay mucho prurito con eso, con que las violaciones tienen que cursar necesariamente con violencia, con una sensación de repugnancia y que no puede haber ninguna forma de placer. Y dices: ´Mira, aunque hayas tenido placer, aunque hayas tenido cuarenta y ocho orgasmos fue una violación igual´” (p. 165).” 

     A diferencia de las escenas de violación, las de torturas respetan el orden de lo que el campo humanitario considera sagrado; es decir, aquella clasificación que a lo vivido en cautiverio le asigna la pura condición del horror. No hay posibilidad alguna de sentir placer en la tortura, sí en la violación. Como toda afirmación que atenta contra el orden moral de la comunidad en la que se inscribe, la posición de Labayru puede resultar inquietante.

 

4 La impresión que deja el testimonio, no sabemos si porque así lo narró ella o porque esa fue la selección que hizo la autora – el texto no es académico, Guerriero no debe respetar las reglas del método de las ciencias sociales-, es que Labayru no se esfuerza demasiado por mostrar lo que piensa y siente: la injusticia de ese estigma. No tiene una posición de desmarque, no hace un esfuerzo por argumentar que al estar en cautiverio lo que hizo no fue colaborar sino intentar sobrevivir. Lo plantea, sí, pero no con la insistencia de quien padeció un juicio moral que la obligó a vivir por fuera de las redes comunitarias creadas por los exiliados. En una oportunidad, Labayru intenta comenzar un tratamiento psicoanalítico y el terapeuta, quien sabía lo que se decía de ella, le dice que antes de comenzar necesita saber si es verdad que ella era un agente de los servicios. Su respuesta fue “no le voy a contestar (…) no sé si usted me puede atender a mí, pero yo no me puedo atender con usted”. Como vemos, se trata de una respuesta de alguien que no se rinde frente al juicio con intenciones de desmentirlo, no se esmera por quitarse de encima el mote, ni por cuestionar los criterios con los cuales le fue asignado. 

     ¿Por qué no se defiende con toda su energía de esa acusación? ¿Por qué el libro muestra una desproporción entre las consecuencias del estigma y los intentos de Labayru por quitárselo de encima? Una opción es que se trate de una decisión de Guerriero: no nos narra su defensa porque ella considera innecesario que alguien que estuvo en cautiverio justifique lo realizado en esa condición. Otra respuesta posible nos remite a las consecuencias que tuvo el cautiverio en la subjetividad de Labayru: “Ahí [en la ESMA] el que se descontrolaba estaba muerto. Tienes que estar escuchando cómo torturan a tus amigos, y los gritos y los alaridos, y que no se te mueva un pelo” (p. 78). ¿Fue la posibilidad de resistir ese horror la que le permitió luego padecer el rechazo de los exiliados sin la necesidad de argumentar contra esa acusación? No sabemos. Lo que sí sabemos, porque Labayru así lo explica, es que la frialdad, la “mirada gélida” con la que ella narró una vez en el exilio lo vivido en cautiverio es el resultado de una suerte de “entrenamiento” derivado de “estar escuchando los alaridos de la tortura y estar hablando con una sonrisa con Acosta o Astiz o Pernías, como si estuvieras escuchando Las cuatro estaciones, de Vivaldi” (pp. 242/243). De acuerdo con sus palabras, su objetivo era mostrarles a los represores que ella se había “recuperado”, por eso era capaz de no quebrarse frente a los gritos de sus compañeros de cautiverio. ¿Quedó, luego de ese “entrenamiento”, incapacitada de sufrir lo que el exilio le depararía? ¿Esa es la razón por la cual no se esfuerza por desmarcarse de la acusación?

     Por otro lado, la respuesta de Labayru a ese lugar que la comunidad humanitaria le asignó no carece de ironía. Cuando vuelve a reponer que el campo humanitario en el exilio la había juzgado y segregado, señala: “Mucha gente en el exilio tenía esa curiosa vocación por juzgar a los que habíamos salido de los campos. Ahora me ponen alfombra roja, reconocen que soy una de las testimoniantes fundamentales de la causa ESMA” (p. 280). Las mismas personas que en el pasado sufrieron el estigma, por lo que hicieron en el cautiverio, en el presente ganan legitimidad, por lo que hicieron para buscar justicia. Dice Labayru “Hizo falta que pasara tiempo y que la sociedad aceptara con otros ojos los testimonios de las víctimas. Que dejaran de acusarnos de traidores, de colaboradores, de agentes de servicios, de putas” (p.399) ¿Cambiaron los criterios de clasificación del campo? No podemos afirmar esto, pero sí que en el caso de Labayru su posición en el campo se modificó. Parece haber pasado de estigmatizada a reconocida, y en ese proceso cobró un lugar central el rol de los testigos en los juicios a represores en general y, específicamente, los testimonios que habilitaron condenas por delitos de violencia sexual. 

 

5 Se suele decir que los temas del pasado, sobre todo los que se abordan a través de la memoria, hablan del tiempo recordado pero sobre todo del presente desde el cual se lo evoca. Quizás aquí haya una pista de por qué, en la Argentina de 2024, el relato del estigma narrado por Labayru impacta tanto. Me pregunto si el motivo de esto es que estamos viviendo un momento histórico en el que buscamos re/construir lazos colectivos, alguna forma de experiencia comunitaria, como respuesta a la expansión de los discursos agresivos e hiperindividualistas erguidos sobre una engañosa noción de libertad. 

     Por esta razón, quizás, el relato de Labayru nos interpela de ese modo. Porque luego del cautiverio, destruidos sus lazos colectivos con la militancia política en Montoneros (experiencia sobre la que Labayru no parece volver con especial agudeza), ella queda fuera de esa comunidad que se había constituido para denunciar el horror. Esas redes que dieron cobijo a muchas de las víctimas del terrorismo de Estado, a Labayru la excluyeron. La sensación de soledad que describe Labayru no logra ser menguada por el grupo pequeño de ex compañeros que no reprodujo la lógica del estigma.

     El campo humanitario puede ser visto, desde afuera, como un actor político clave en la escena de la transición a la democracia, y en las décadas siguientes. Pero también puede ser leído, desde adentro, como una suerte de comunidad, creada por familiares y compañeros de militancia de los desaparecidos, junto con otros activistas de derechos humanos, que además de realizar tareas de denuncia y demandas al Estado, conformó una red de relaciones personales (además de institucionales) abocadas a contener emocionalmente a las víctimas del terrorismo de Estado. 

     Los estudios que indagaron en las organizaciones humanitarias, sobre todo en las conformadas por las víctimas directas, resaltan el papel que tuvo la contención emocional en estas experiencias colectivas. Esto es, frente al horror de la violencia estatal, lo que Gabriel Gatti llamó “el quiebre de sentido” que implicó la desaparición sistemática de personas, frente a la ruptura de lazos sociales que la represión buscó, la respuesta de las organizaciones humanitarias desplegaron fue la creación de un lazo comunitario, la emergencia de lo colectivo, la contención emocional, junto con la constitución de lo que podríamos llamar una moral humanitaria. Lo dramático de esa experiencia es que esa misma comunidad que cobijó a las víctimas a algunas de ellas las segregó.

SANTIAGO CUETO RÚA

Doctor en Ciencias Sociales y profesor de Teoría Social Clásica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.

Habitar como un pájaro. Modos de hacer y de pensar los territorios, de Vinciane Despret (2022)

ENSAYO/FILOSOFÍA

CATALINA HERNÁNDEZ


Habitar como un pájaro. Modos de hacer y de pensar los territorios (2024)
de Vinciane Despret

Vinciane Despret - Habitar como pájaro PORTADAS

     En Habitar como un pájaro Vinciane Despret nos propone concebir diversas maneras en que se puede vivir, pensar, compartir y co-crear los territorios. Modos de hacer y pensar los territorios, subtitula. El libro está ordenado en dos ‘acordes’ con 3 capítulos y 4 ‘contrapuntos’ cada uno, lo que anticipa una idea que se expande hacia el final: territorio puede ser sinfonía.

     Despret piensa en términos de ‘cosmopolítica’ y articula su pensamiento filosófico con la historia de las ciencias y artes, pero, sobre todo, con los pueblos y la naturaleza. Plantea abrir y des-antropocentrar los puntos de interés de la filosofía, la historia, las ciencias y las artes. En este libro particularmente reflexiona sobre la idea de territorio(s) y las formas humanas (modernas y occidentales) o animales de relacionarnos con estos. La autora -filósofa de las ciencias y etóloga- dialoga a través de esta obra con diversas generaciones y propone crear nuevas narrativas en las que podamos multiplicar los mundos conocidos y evitar reducirlos al nuestro: cercar una tierra y poner cartel de ‘propiedad privada’ o ‘cuidado con el perro’ no es la única manera de concebir un territorio, tampoco la mejor.

     El libro, que es de una contemporaneidad que urge, teje un diálogo que le permite intercambiar ideas, discutir y plantear la importancia de prestar otras formas de atención a la hora de andar por el mundo como seres humanos. La autora entabla una conversación de camaradería con Donna Haraway, Bruno Latour e Isabelle Stengers, a quienes dedica el libro y junto con quienes está pensando a “Gaia”, el “antropoceno” y la –falsa- división entre naturaleza y cultura. En conjunto discuten aquellas narrativas modernas occidentales que –pretendiendo neutralidad- han planteado que la naturaleza y la cultura son dos cosas separadas. Algo que bien vienen señalando diversos pueblos originarios de América hace cientos de años, aunque la ciencia occidental los haya querido barbarizar.

     Despret no hace un recorrido lineal por la historia de la ciencia, sino que escribe una historia en pliegues, llena de voces, pitíos, danzas, interpretaciones, olores, experimentos y conclusiones pretéritas (muchas de ellas erróneas). En un libro de no más de 170 páginas nos acerca a quienes leemos diversos cantos pasados de aves que vivieron hace quizá cien años pero que nos llegan por las anotaciones de algún naturalista, de alguna científica, de algún escritor que son, a su vez, rescatados por las preguntas y la escritura de esta autora. Dice ella:

     “Elegiría entonces una historia por ‘pliegues’, que siga una idea que unos pájaros le insuflaron a un investigador, a partir del momento en el que surge, para volver a encontrarla en sus diferentes reapariciones asida en otros pliegues, en el momento en que un autor, frente a otros pájaros, le ofrezca una prolongación o la recupere, asida en otro problema, mucho más tarde, y a veces incluso sin siquiera saber que ya había encontrado algún otro que la piense mucho tiempo antes”.

     Haciendo la lectura desde el hemisferio sur se siente que este grupo de intelectuales está discutiendo a sus –seguro también nuestros- padres pensadores modernos. Digo ‘padres’ por lo que nos heredaron: la ciencia tradicional y su cosmovisión. Al preguntarse estos científicos de manera narcisista por ‘la excepcionalidad de la especie humana’ -que, además es reducida a la pregunta por la excepcionalidad ‘del hombre’– se acotaron a esa lectura y observaron a través de ese pequeñísimo prisma a todas las demás especies, sobre todo a los monos. Lo que parece que preocupa a científicos y filósofos son nuestros atributos ontológicos ¿Qué nos hace únicos? ¿La risa? ¿La conciencia de sí? ¿La danza? ¿La conciencia de finitud?

     El libro es sensible y potente al denunciar crueldades en la ciencia tradicional, apuros y malas interpretaciones. De hecho, comienza con un bello relato en el que ella cuenta cómo fue que ‘lo importante’ se había hecho presente y la había tocado cuando un mirlo –un pajarito pequeño, negro, de mucho cantar- la despertó al alba “cantando con el corazón, con todas sus fuerzas, con su talento de mirlo”. A partir de ahí, son muchos los animales rescatados de las malas interpretaciones y de las conclusiones apuradas. Despret propone atender a las maduras respuestas que da el tiempo, más que precipitar conclusiones.

     Si bien el libro está dedicado a tres de sus colegas del hemisferio norte, la conversación no se reduce a ellos, sino que invita a otros autores, vivos y muertos, del norte y del sur. Un poco en conversación con Viveiros de Castro, pone énfasis en la necesidad de bajar un cambio, de ralentizar el pensamiento y la vida también. Convoca a prestar atención de otros modos y a otros ritmos. Es que resulta que desde la óptica que nos dice que somos los únicos, los mejores, los más evolucionados, hemos bestializado todo lo que nos rodea y terminamos narrando a las aves y animales –incluso a comunidades humanas- sin considerar su voz singular, sus cantos y pretendemos que permanezcan inmutables en el tiempo y todos en la misma bolsa.

     Es por esto que, de algún modo, llama negligentes a quienes han arrebatado sus conclusiones exponiendo a diversos seres a experimentos –algunos incluso dentro de laboratorios- creyendo, de manera bastante tendenciosa, que los animales responderían a sus inquietudes de ‘manera natural’ en un ambiente artificial. Por ejemplo, nos cuenta Despret que en 1932 un ornitólogo decidió matar lanius –unos pajaritos pequeños- que vivían en pareja para evaluar la velocidad de remplazo del cónyuge y engordar así la teoría del rol del territorio en la regulación de la población. Resulta que ese experimento no era único e investigadores como Stewart y Aldrich decidieron llevar a cabo otros experimentos (patrocinados y financiados por una industria que se dedicaba a la producción de madera en los bosques en que habitan estas aves). El experimento constaba de matar a todos los pájaros durante el periodo de reproducción en un área determinada y dejar intacta otra área similar. La masacre fue de gran dimensión porque cada vez que mataban un macho, otro venía a reemplazarlo y así eliminaron más del doble de los machos presentes al inicio del experimento. No hubo conclusiones certeras y quedaron las especies confundidas y las aves masacradas.

     Considero que, además del interesantísimo repaso histórico y filosófico por las distintas teorías que respectan a la idea de territorio, la propuesta más interesante del libro es que intentemos descentrar el antropo, aunque parezca tarea imposible. Quizá el primer paso sea comprender que no somos los únicos seres con agencia y capacidad de modificar el mundo, y que nuestros modos distan de ser los más corteses para el desarrollo común. Este libro, puede un poco hacerse carne porque habilita la posibilidad de imaginar otras formas de sentir los territorios, otras formas de atravesarlos y dejarnos atravesar. Quiero decir, hay una posibilidad de transformación interna en la lectura atenta de esta obra.

     Además, es un excelente material para tirarles por la cabeza -o leerles- a aquellas personas que, ya bien entrado el siglo XXI, insisten en recurrir a la naturaleza en busca de justificaciones ‘naturales’ para el status quo social. Se desnuda en el texto ese ‘truco de distracción’ que nos marea y transpone los conceptos, usos y categorías de la sociedad a la naturaleza para luego traerlos de nuevo a la sociedad, ahora convertidos en ‘leyes naturales’. ¿Sabían ustedes que las combinaciones ‘matrimoniales’ de los Acentores Comunes –aves muy inventivas y flexibles- pueden variar desde la monogamia, la poligamia, la poliandria hasta la poliginia? No busca Despret que las aves nos sirvan de modelos de comportamiento ni tampoco exclusivamente reprochar a la ciencia sus bestialidades. Busca, mejor, avivar la imaginación, sacarla del estado estanco en que está, mover nuestra capacidad de asombro y poner atención a las diferencias y especificidades en los abordajes que devuelven pluralidad de existencia. Para esto, es menester prestar atención a los distintos sujetos y rescatar de las burdas generalizaciones a aquellos que co-habitan con nuestra especie y han padecido tortuosos experimentos.

     Devolver la singularidad o mejor el carácter propio, volver a esos seres notables. Con esta intención Despret nos acerca a Margaret Nice, ornitóloga estadounidense nacida a fines del siglo XIX. Una de las estrategias de Nice fue conceder biografías a los pájaros. Conocerlos uno por uno mediante el uso de anillos y seguirlos durante décadas para entender mejor qué es lo que cuenta para ellos a la hora de establecer un territorio. Prestándoles atención de esta forma pudo observar que algunos gorriones machos parten para migrar y otros eligen quedarse en el lugar todo el año. Con el anillamiento, Nice descubre historias de vida, apego a lugares, pájaros que hacen elecciones. Las aves no sólo sobreviven, sino que también toman decisiones y la ornitóloga lo nota.

     Creo que el libro entiende que los cambios sociales necesitan una transformación de la humanidad –no sólo a nivel colectivo sino a la vez propio-, en el sentido de la forma en que lxs humanxs percibimos lo no-humano: hay que poder ver que separar naturaleza de cultura no es inocente. Y en ese sentido, el libro se pone al servicio de afectarnos porque devela también necesaria una transformación personal de cada quien, una re-conexión con “la naturaleza”, con nosotrxs. “Los impulsos internos no son simples causas sino los contrapuntos melódicos de circunstancias externas” dice Despret y nos propone un cambio de concepción. Pensar-con otras especies para modificar la forma en la que percibimos el mundo y lo tendemos a reducir a nuestras formas occidentales, privatizadoras, racistas y especistas.

     Existen libros que modifican la manera en que percibís el mundo que te rodea, el mundo que también sos. Hay libros que tienen la potencia de cambiar la forma en que caminás, en que respirás y en que andás porque logran que pongas atención en algo que no habías pensado o sentido antes y te mueven un poco de donde estabas y te transforman. Habitar como un pájaro, para mí, es uno de esos libros.

CATALINA HERNÁNDEZ

Es profesora en Historia, egresada de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Feminista y patagónica.