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Modo linterna, de Sergio Chejfec

NARRACIONES

IGNACIO BARBEITO



Modo linterna (2013)
de Sergio Chejfec

Modo linterna

 

El merodeador

    

     La del merodeador es una figura sometida a sospecha. Para quienes observan su andar vacilante, su indefinición es causa de inquietud y alerta. La época que otorgó cartas de ciudadanía académica a las filosofías de la sospecha no se las avino del todo bien con aquellos que se resisten a ser identificados, moviéndose de un lugar a otro. Las filosofías de la sospecha definen a sus enemigos, los asedian sin cesar, de todas las maneras posibles, y con ello ganan su derecho de residencia, siempre y cuando sepan mantener en pie al enemigo. Pero con los merodeadores no se sabe: ¿cuáles son sus propósitos? 

     Las narraciones de Sergio Chejfec incluidas en Modo linterna (2013), así como otras que les anteceden, portan todos los atributos de un paciente merodeo en torno a lo que podemos llamar, con él, la experiencia. En este estrato de la existencia humana convergen realidad y literatura. Es probable que solo un argumento comercial pueda persuadirnos de que las narraciones incluidas en Modo linterna son cuentos, tal como se anuncia en la tapa del libro, editado por Entropía. Su lectura, en cambio, nos exige desprendernos de afanes taxonómicos para entregarnos a un repertorio de derivas descriptivas más atentas a la escansión del espacio que a la sucesión temporal. Lo que parece presentarse como un cuento desemboca en una digresión ensayística o en el esbozo de un proyecto de escritura, como si, recordando a Saer, la narración se desarrollase a la manera de una praxis que segrega su propia teoría. Igualmente, lo que se asemeja a un ensayo se ve de pronto interrumpido por el relato de una anécdota o de un encuentro entre dos viejos conocidos. En la confusión de géneros, justamente, Benoît Coquil ha identificado una de las estrategias formales de las que se sirve Chejfec para hacer de la lectura de sus textos una prueba de paciencia y errancia.

     Por otra parte, las narraciones de Chejfec se asemejan más a ejercicios de documentación y exploración antropológica que a relatos ficcionales. Su método, si cabe llamar así a lo que les otorga una forma, emula una caminata sin destino prefijado. Caminata, y no paseo; en este último Chejfec advierte una inclinación a la complacencia, contraria a la experiencia de la simultaneidad multifacética de la que procura dar cuenta. Por supuesto, estas narraciones no dejan de ser ficciones, en el sentido de ser algo construido y artificialmente dispuesto, pero la clave de su lectura no pasa tanto por la identificación de personajes o por el seguimiento de una trama que se desenvuelve progresivamente hacia una conclusión. Se trata, antes bien, de acompañar el barrido de una mirada a través de su expresión lingüística, abordando la escritura como el registro de lo percibido durante un desplazamiento a pie y algo caprichoso por el espacio circundante del narrador.  A los narradores no debería exigírseles mucho más, según reflexiona uno de los difusos personajes del relato “Una visita al cementerio”; no más que “una irradiación discontinua, por otra parte sin resultados garantizados”. 

     Las ficciones de Chejfec no ratifican la decisión de no verdad a partir de la que se despliega el territorio de la literatura moderna. No se inscriben ni deliberada ni inevitablemente en el campo de lo imaginario. Por el contrario, el régimen de verdad que impide a la literatura el ejercicio de la atribución de decir lo real resulta suspendido por un registro de escritura que va hacia las cosas tal como estas se manifiestan, no precisamente en una presunta objetividad sino en una construcción o escena cuyo montaje es de factura humana. De aquí que cuanto más riguroso se torna ese registro más vacilante e intangible se presiente la realidad de lo que se ofrece a la percepción. En este punto, la densidad de la experiencia y la espesa selva virgen de lo real se confunden sobre un mismo plano. Un plano, de nuevo, incierto. Ni primacía del objeto ni soberanía del sujeto; antes bien, el incesante restablecimiento y disolución de ambos en el entre dos del lenguaje.

     De aquí la importancia del paisaje, recurrente protagonista de los relatos de Chejfec, pero también objeto de una persistente reflexión. Por una parte, el protagonismo del paisaje, como experiencia atiborrada de enlazamientos temporales y espaciales, a menudo antojadizos; su retraducción a signos escritos, su alojamiento precario en el horizonte mental de los eventuales narradores y la certeza de su transfiguración en el curso del tiempo bloquean el riesgo siempre latente de su naturalización. En los relatos de Chejfec, por el contrario, la inmediatez artística del paisaje es sometida a un conjunto de operaciones de desacople y problematización, que fuerzan a interrogarse por la historicidad y por el carácter artificioso de lo que se ofrece a la mirada, impidiendo su idealización. Así, en “Donaldson Park” la disposición armónica del paisaje encubre una despiadada lógica de transformación económica. Por otra parte, el observador no es un mero contemplador: la asimilación artística del paisaje resulta evidenciada en su simbiosis ideológica o, como en “El testigo”, en una arbitrariedad subjetiva que no se sustrae a la confrontación entre memoria y presente, tornando al observador un ser fronterizo, sometido a una inquietante inestabilidad.  

     A un procedimiento de algunos parecidos respecto del empleado por Chejfec, Annie Ernaux lo denominó “escritura fotográfica” y Rudy Kousbroek “fotosíntesis”. Sobre el umbral del fin de la Historia, donde los hombres merodean desocupados, sin rol histórico que cumplir más allá de las mil premuras que embargan su cotidianeidad, en la fotografía se presiente una nueva infancia para la literatura. De alguna manera, este es el tema de otro de los relatos incluidos en Modo linterna, “Novelista documental”: el valor documental de la fotografía y las circunstancias de producción del documento fotográfico se convierten en la condición de posibilidad del relato. Ya no la historia como literatura ni el escritor buscando un entierro decoroso ante la intimidante sucesión escalonada de marmóreos prodigios; pero tampoco la verdad. Lo que cuenta ahora en relación con la literatura es su relevancia. Se trata de dilucidar en qué medida la literatura puede decir algo significativo acerca de un mundo cuyo mobiliario parece ya completamente inventariado. 

     Es claro que desde una perspectiva como la de Chejfec la posibilidad de la literatura de decir algo significativo sobre el mundo no se resuelve ni se resolverá por el lado de lo dicho o por el de los contenidos de la representación, como si uno y otro pudieran disociarse. Si hay una politicidad de las prácticas artísticas y, en particular, de las prácticas vinculadas al trabajo sobre el elemento del lenguaje, esta radica fundamentalmente en su capacidad para volver manifiestas, acentuar u obstruir las formas instituidas de representación y, a veces, el proceso mismo y los efectos de su institucionalización. Desde este punto de vista, es perfectamente comprensible la situación de exterioridad desde la que Chejfec procura elaborar su mirada o, aún más, proponer o, incluso, legitimar un modo de mirar, documentar y testimoniar ajeno a la economía de las emociones que dinamiza la existencia histórica de una comunidad política: “lo mío es esta afuera -se lee en Teoría del ascensor (2017)-; cuando algo no me apela en términos prácticos me siento mucho más comprometido con eso y, sobre todo, curioso”. La tentativa de alcanzar este posicionamiento perimetral no puede equipararse, por cierto, con la ambición de encarnar el punto de vista del ojo de Dios, porque el lugar del sujeto y la identidad del observador también resultan sometidos a idénticas operaciones. De ahí que los narradores de los relatos de Chejfec resulten resbaladizos al examen psicológico, moral o político, como si padecieran incesantemente un escamoteo identitario, a la manera del nouveau roman. 

     Para Chejfec, al igual que para Saer, la experiencia estética ha de preservarse como un modo radical de libertad. Entre otras cosas, esto implica ponerse en guardia contra la tentación de claudicar frente a los requerimientos  de una parcialidad política o social o a sus demandas de acumulación de fuerzas en un escenario de confrontación. Caminar, sí, pero sin atender a los que gritan o formulan interpelaciones directas o indirectas; desplazarse, también, pero no tanto entre la gente, que podría interrumpir con sus requerimientos la cadena libre de asociaciones que provoca una simultaneidad multifacética, como por zonas urbanas escasamente transitadas o sin mayores probabilidades de contacto humano. “Hacia la ciudad eléctrica”, el último de los relatos que integran Modo linterna, propone esta reflexión: 

“por más que los escritores busquemos abrirnos, inspirar y ser inspirados por la realidad, nuestra actividad no es penetrable por los no escritores, y por lo tanto la natural apertura hacia el mundo es percibida como cerrazón, cuando en realidad los cerrados son los demás, y no nosotros”.

     Para el narrador, frente a la curiosidad ávida del escritor, los demás se encuentran como aquellas garrapatas estudiadas por Von Uexküll, es decir, adormecidos en un mundo circundante que les resulta menesteroso, sin experimentar mayores variaciones por largos periodos de tiempo. ¿Podría la literatura contribuir a estimular una nueva forma de sensibilidad? Es posible, parece decir Chejfec, pero solo para pocos, solo para un puñado de exiliados estéticamente intransigentes. Aunque no lo parezca, la posibilidad de una verdadera experiencia estética debe satisfacer para Chejfec una suerte de requisito ético, al que los antiguos denominaron ataraxia. La experiencia estética no es universalizable y el escritor no ha de pretender hacer de su escritura la voz de otros. Solo la paciente sedimentación de una cierta “imperturbabilidad del ánimo” se presenta como el terreno adecuado para el cultivo de una nueva era de la curiosidad literaria, siempre en riesgo de ser ocluida por el fárrago de la simultaneidad de la experiencia social contemporánea. En el domingo de la Historia, la sofisticación parece ser el último recurso de los hombres honestos.

IGNACIO BARBEITO

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Su investigación se enfoca en la historia intelectual latinoamericana, la historia de los conceptos y la literatura documental.

Free Yourself, The Chemical Brothers

MÚSICA

MÁXIMO ESEVERRI



Free Yourself (2018)
de The Chemical Brothers

    

     Podemos escucharlos, pero ya casi no podemos verlos. Un grupo de hombres se manifiestan a las puertas de un sitio, que aún no discernimos. Llevan pancartas fabricadas artesanalmente, cantan canciones breves y repetitivas, sin rima ni entonación. Lo rítmico de sus cantos y sus cuerpos agitados tendrán pronto su correlato en la pequeña historia que narra este video clip

     Un cartel se yergue tras un alambrado. Dice “RoboForce”. Por momentos las pancartas tapan la marca con otras frases, entre las que llegamos a leer “Jobs not bots” (“empleos y no robots”).  De pronto, un automóvil aparece por el camino. Un huevazo se incrusta contra la ventanilla del conductor. Éste porta un uniforme. Podría ser un policía. Es sólo un guardia de seguridad privada. Atraviesa el portón, estaciona, se baja, se pone la gorra. Mira a los manifestantes entre sorprendido y enojado, y se aleja lentamente mientras dice por lo bajo “pajeros…”

     Quienes se manifiestan posiblemente se encontraron alguna vez del otro lado de la reja. Sólo una persona entra ahora en soledad, para tomar la posta de otro igual que él. Se saludan rutinariamente. “Deséame suerte” dice el saliente, y al darse vuelta notamos que tiene varios prolijos huevazos, ya secos, en su campera. El guardia entra a un inmenso depósito en el que sólo se escucha el eco de sus pasos. Hay grandes cajas por todo el sitio. Podrían ser ataúdes. Sobre un camión estacionado podemos leer “AI Labour Solutions” (“Soluciones laborales de inteligencia artificial”).

     Recién en este punto comienza la melodía. Con el big beat de la música electrónica, las cajas comienzan a abrirse y salen de ellas robots humanoides. Uno de ellos, el primero en asomarse, tiene rostro de mujer. Será la líder y repetirá obsesivamente a lo largo de todo el clip las mismas cinco líneas: Free yourself / Free me / Free us / Help to free me / Dance! (“Libérate / Libérame / Libéralos / Ayúdame a liberarme / ¡Baila!”).

     Free Yourself es el primer corte de difusión del nuevo álbum del dúo británico The Chemical Brothers. El clip de esta canción fue realizado por Nic Goffey y Dominic Hawley, alias Dom&Nic, quienes ya habían trabajado con ellos para cortes como Hey Boy Hey Girl (1999) y más recientemente Wide Open (2016), en los que se experimenta también con software de captura de movimiento. Volveré sobre esto último.  

     Los cuerpos mecánicos en las cajas recuerdan los autómatas que interpretaban en vivo, en lugar de los verdaderos músicos, la canción electro-pop The robots (1978) del conjunto alemán Kraftwerk. Las voces procesadas de aquella canción repetían: 

Estamos cargando nuestra batería
Y ahora estamos llenos de energía
Nosotros somos los robots
Estamos funcionando automáticamente
Y estamos bailando mecánicamente
Nosotros somos los robots
Ja tvoi sluga (Soy tu esclavo)
Ja tvoi Rabotnik robotnik (Soy tu trabajador)
Estamos programados solo para hacer
cualquier cosa que quieras que hagamos.
 

     Llama la atención que las dos líneas en primera persona se cantan en ruso, mientras las demás son plurales, corales. La idea del trabajo trans-individual como fuerza de un colectivo es recurrente en diferentes culturas. El kanji japonés para “hombre/varón” (otoko), por ejemplo, reúne los kanas “arrozal” y “fuerza”, esto es, la esencia del individuo (varón) pasa por ser el componente energético que hace que la producción tenga lugar, en conjunto –indiferenciado– con otros. Los alemanes hacen aquella melodía, es necesario recordarlo, del lado occidental de la cortina de hierro, mientras que desde más allá llegan extrañas voces de desindividualización e igualación de los ciudadanos bajo el modelo del obrero fabril. La danza es contracara o reinterpretación de la coreografía de los cuerpos obreros que instaura la cadena de montaje, o su forma “liberada”. En el baile, el obrero preso de movimientos controlados, se desprende de la esclavitud que lo reduce a máquina.

     Coreografía de los cuerpos, orden maquínico y movimiento son coordenadas en las que se inscriben muchos de los trabajos de los Chemical Brothers, cuyo concepto se continúa y expande a través de la sociedad artística con diferentes realizadores audiovisuales. En el video clip de Go (2015), por ejemplo, el director francés Michel Gondry coloca unas bailarinas con vestuario propio del film soviético de ciencia-ficción Aelita (1924) realizando una coreografía-marcha que por momentos emula el avance de un tren. Las mujeres deambulan por el Front-de-Seine parisino, dominado por una arquitectura brutalista y ultramoderna, concretada en los setentas del siglo XX donde alguna vez hubo un parque industrial. Desplazamiento, montaje y encuadre dialogan con la disposición de los edificios, explotando las diagonales como podría haberlo hecho un Eisenstein. En una entrevista, Gondry dijo haberse inspirado en “La llegada del tren a la estación de la ciudad” (1895), de los hermanos Luis y Auguste Lumière.

     Mientras los Kraftwerk esperaban a los robots, los Chemical Brothers los reciben. A la orden de uno de ellos (“Dance!”) todos comienzan a bailar frenéticamente, cada uno con estilo propio, más o menos coordinado, como cualquiera de nosotros lo haría en una fiesta. Su euforia dancística estallando en un enorme galpón recuerda las warehouse parties de los tempranos noventas, antepasados para nada lejanos de las raves de principios del milenio, muchas de aquellas realizadas, justamente, en viejas fábricas abandonadas, es decir, sobre las ruinas del más antiguo sistema industrial, Inglaterra, tras el ataque masivo del neoliberalismo thatcherista. 

     Si los viejos autómatas subrayaban su condición de servidumbre y su total apego a las órdenes humanas, éstos del nuevo milenio, munidos de “inteligencia artificial”, nos convocan (¿nos obligan?) a liberarnos, piden (¿exigen?) ayuda. Y bailan. La danza sin más los exorciza de la racionalidad con arreglo a fines, de la que son (fueron/pueden dejar de ser) máxima expresión. Practicando la libertad a través del movimiento del cuerpo convocan/provocan las otras dos antiguas metas: la igualdad (a través del éxtasis rabelesiano de la fiesta sin jerarquías) y la fraternidad (que el clip resuelve, de manera brillante, en una breve toma poscréditos).

     Los manifestantes del inicio, por su parte, ya no protestan por la vida que llevarían en el predio frente al que se encuentran, sino por haber sido erradicados de él. Ya no son obreros. El fin de la explotación no ha significado para ellos más que el comienzo de la marginalidad. Quien llega y aún puede entrar no es en rigor un agente del orden: su traje pseudo policial, con gorra y todo, es más producto del marketing que de una tradición o función: emula el uniforme, pero no es un efectivo; tiene el aspecto de un servidor público, pero no es más que un empleado privado, seguramente tercerizado. Está allí para cuidar, pero ya no queda nadie a quien proteger. Su función es vigilar, pero (supuestamente) no hay nada que controlar en esos cuerpos inertes guardados en cajas de madera. Podemos verlo sentado en su garita, tragando una merienda, leyendo una revista, escuchando la radio. Tras él, en las pantallas pueden verse a los robots correteando por los pasillos. Uno de ellos se planta frente a la cámara y agita los brazos reclamando atención, sin suerte. Y frente a la eventualidad, finalmente, no habrá nada que este guardia sepa ni pueda hacer. 

     Los robots del clip, por el contrario, revelan en sus acciones toda la humanidad, la frescura y las ganas de ser que su contraparte humana ya no puede expresar. Uno ensaya una “guitarra aérea”, otro se quita la piel del rostro e intercambia su aspecto con un robot cualquiera, un tercero realiza femeninos movimientos de cadera aunque su cara posee un abultado bigote. Más allá, otro juega con una grúa haciendo trompos, otro convierte un tablero de luces en patchera audiorrítmica y otro unos embalajes en improvisados instrumentos de percusión. Como si se tratara de drogas alucinógenas, algunos cambian chips en su cabeza y de pronto ven a sus compañeros de juerga como enormes vegetales danzantes. En el colmo del paroxismo, uno de ellos practica pasos de break dance que refieren, a su vez, los toscos movimientos de un robot. Cuando el agente de vigilancia finalmente se levanta a ver qué sucede, puede percibirse fugazmente en segundo plano (minuto 4:17) a un robot que salta desde una galería, cae torpemente al suelo y se levanta con dificultad: ha tenido un accidente, ha cometido un error. Ya no es una máquina strictu senso. Los planos finales, tanto los visuales como los sonoros, preanuncian lo peor: combinan pinceladas fascistoides con referencias al horror clásico de los “muertos en vida”, a la manera del Thriller de Michael Jackson. Y sin embargo…

     El término “robot” fue gestado en el siglo XX. Usualmente se considera su primera aparición en una obra teatral de 1920, Robots Universales Rossum (RUR), del checo Karel Čapek. Dicha palabra había sido ideada por el hermano del autor, Josef, a partir del vocablo checo «robota», que refiere el trabajo de los siervos de la gleba. Similar raigambre tiene el verbo eslavo “trabajar”, relacionado a su vez con los términos “esclavo” o “esclavitud”, así como el arbeit germano, que el nazismo supo vincular con la noción de libertad. La idea del hombre artificial puede remontarse al Golem de la tradición judía y reconoce antecedentes mucho más cercanos en el tiempo, como la Olympia de Hoffman, aunque aquí aparece por vez primera vinculada a lo industrial y el trabajo. También los robots de Čapek se rebelan y toman el control: acaban conquistando el mundo y sosteniendo una superproducción industrial ya sin sentido. En un texto sobre el americanismo, el cine y el robot, Peter Wollen señala que esta rebelión expresa el terror a la revolución bolchevique.

     En el video clip, sin embargo, una empatía se redescubre en este acto de libertad, de anti-productividad. Aquí la danza no es disciplina, sino su opuesto: es descuido, puro fluir, joda. La liberación a través de la fiesta no tuvo lugar en las teorías sociales de la izquierda hasta la aparición de autores genuinamente preocupados por “lo popular” (Bajtin, Benjamin, Gramsci). Persiste hasta hoy la idea de la fiesta popular, la intoxicación a través de la ingesta de sustancias o el sexo recreativo como formas de un ocio que no es más que la contracara (que permite, que sostiene) la alienación del obrero. En el clip, la sublevación es secreta: se realiza cuando los humanos no están. Y una de las formas de esconderla es realizarla allí donde no debería suceder: en la factoría. La cultura dance británica posee una honda raigambre popular, que comparte con el rock y el fútbol. La identidad obrera de los Beatles y la marginal de los Sex Pistols se funden en el cambio de milenio para constituir la genuina contracara (aunque desde luego no exenta de porosidades) de una cansada cultura hegemónica, burguesa. Y en la sucesión de generaciones, logra superar su imagen estrictamente juvenilista.

     Es indispensable subrayar un último elemento: La distancia entre los robots filosoviéticos de los Kraftwerk y los autómatas ravers de los Chemical Brothers no está hecha sólo de moda, de época: el componente audiovisual, revolucionado por la informática digital, es esencial en ese pasaje. Pero dista de serlo en el sentido que usualmente se brinda a las “nuevas tecnologías de la información y la comunicación”. En la era de las masas la preocupación por capturar la esencia de la corporalidad y el movimiento humanos se encuentra presente desde la primera hora. El cine mismo puede entenderse de esta manera. Durante casi un siglo, fotografía (registro) y dibujo (creación) compitieron en torno al establecimiento de una via regia a través de la cual diferentes sistemas de audiovisión podían lograr tales objetivos. A la fecha, la historia del cine y el audiovisual sigue enseñándose a partir de aquellos pioneros (Lumière, Edison, Paul, etc.) que optaron por los dispositivos fotoquímicos para dar cuenta de las cosas del mundo. Sin embargo, ya a comienzos del siglo XX, dibujantes como el francés Émile Cohl exploraron las posibilidades del dibujo animado para crear “mundos de fantasía”. Poco después, en Estados Unidos los hermanos Fleischer lograron traducir al cine animado números de baile de algunas estrellas de la música popular norteamericana a partir de la técnica del rotoscopiado, con un realismo capaz de sorprender a un espectador del siglo XXI. Desde los cincuentas, la informática no ha cesado en el perfeccionamiento de una emulación verosímil de la imagen fotográfica, el movimiento y el sonido. Por ese camino, a fines del milenio la animación audiovisual abandonó casi todo parentesco técnico con el cine tradicional. Los actuales sistemas de captura de movimiento han logrado borrar finalmente toda frontera entre registro de cosas del mundo e imagen generada. Como sucedía con los primeros espectadores del cinematógrafo, hoy nuestros ojos apenas pueden distinguir entre aquello tomado del mundo y aquello introducido en él. Y también hoy como ayer, esa frontera importa, a los efectos de la comunicación social, cada vez menos: su normalización permite al creador erigirla en herramienta creativa. Es desde la (casi) invisible distancia técnica que brindan los algoritmos informáticos que los actuales realizadores invocan el mundo y reflexionan sobre él. Cineastas de nuevas generaciones como Neil Blomkamp (el hacedor de Distrito 9) o la dupla de británicos que realizó este clip continúan perforando las capas de sentido de lo contemporáneo como un siglo atrás lo hicieron pioneros de la ciencia-ficción como Čapek. O tal vez, incluso, mejor, porque logran inyectar humor, sátira, a través de herramientas creadas tan solo para deslumbrar. Una vez más, el arte nos ofrece una sombra desde la que contemplar y pensar nuestros peores fantasmas.  

     Link del video clip en Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=7wzR_BVFsUU   

MÁXIMO ESEVERRI

Es graduado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Docente en el grado y secretario académico de la Maestría en Periodismo en esa casa de estudios. Dirige la colección Cosmos, sobre temas de cine, de Eudeba.

Las máquinas orientales, de Ariel Luppino

NOVELA

VALERIA SAGER



Las máquinas orientales (2019)
de Ariel Luppino

 

 

Irreversible

    

     Empecé a leer Las brigadas, la primera novela de Ariel Luppino, en un lubricentro mientras esperaba que cambiaran los filtros de mi auto. Con esa novela no sabía en lo que me estaba metiendo. Ahora, después de haber leído y  después de mirar desencajada la ilustración de tapa de Las máquinas orientales, después de comprobar que me daba miedo, o más aun, una especie de pavor y que iba a ser mejor terminarla rápido para que esa máscara de gas con cara y orejas de animal no me mirara más a los ojos, decidí repetir. Llevé el libro conmigo al lavadero de autos y leí sin parar, sentada en la estación de servicio de enfrente hasta que se hizo la hora de volver. El auto, al fin, no estaba terminado y esperé otro rato en el lavadero vacío, en las afueras de la ciudad, leyendo en una silla de madera, durísima, recta y un poco desvencijada, hasta que me avisaron que ya podía irme.  No dejaba de preguntarme por qué acepté otra vez reseñar a Luppino si ya con el primero, pasar de la mitad era una especie de sesión de acupuntura pero dolorosa. Es que los lugares que tratan con autos no son amables ni luminosos y me hacen sentir fuera de lugar como si todavía no fueran lugares para una chica y con Luppino, pasa un poco lo mismo. Entro en las novelas y me quiero ir, quiero pintarme las uñas, peinarme hermosa, ser una muñequita para contrarrestar la respiración entrecortada cada vez que escribe escenas de sangre, de torturas y de sexo violento. Quiero que el mundo a mi alrededor sea  brillante por un rato, armónico como una película de Wes Anderson, pero no. El mundo no es así, al auto hay que llevarlo al lubricentro y acabar con las migas y los papeles sucios, con la ceniza, el barro y el enchastre que se acumula en las alfombras, aunque la dueña, la que casi vive ahí adentro, sea una chica que quiere solamente leer la revista Vogue

     Cuando se estrenó Irreversible de Gaspar Noé y empecé a escuchar lo que producía en sus espectadores, decidí que nunca la vería. Cada tanto, sin embargo, me da curiosidad porque pienso todavía en cómo se filma, se pinta o se actúa apelando al efecto físico, al mareo, a la náusea. Pero sobre todo cómo se escribe, cómo puede la palabra que no muestra, no exhibe, no ilustra nada, que solo nombra; modificar la temperatura del cuerpo, revolver el estómago o hacer llorar. Luppino es de todos los escritores que leí el que me llega más al fondo de la panza y lo hace con una maestría que no puedo entender de dónde sale. En esa violencia, Echeverría era un novato, demasiado sucinto, preciso, como si no estuviera dispuesto a extenderse porque además estaba escribiendo un cuento. Lamborghini y Gusmán eran elegantes aun en lo revulsivo, en el exceso de “El fiord” o de “El frasquito” parece haber una especie de mesura, de corrección desmesurada como si cada uno a su manera quisiera dar una clase, mostrar cómo se podía escribir de un modo distinto al que había sido posible hasta entonces, una lengua inventada para la literatura, una lengua que era imposible hablar. Luppino en cambio, escribe una lengua hablable pero lo hace tan bien, escribe el horror tan hermosamente que se vuelve inaudita. 

     La novela sucede en dos tiempos: los futuros y los pasados. Es algo así como futurista y una versión trash, una excelente versión de una novela bastante mala: La ciudad ausente de Piglia. El eco que se nombra en Las máquinas orientales es el de Feiling  y el de Dick pero estos dos suelen ser amables con los lectores, mientras que Piglia es irritante y aunque el efecto sea tan lejano al de Luppino, esa irritación al menos se siente en el cuerpo, solo que el cuerpo para Piglia no existe, excepto en algún cuento o en algún pasaje. Su literatura es ascética. En Luppino también hay relatos de máquinas y de autómatas pero no está el amor de Macedonio, ni la teoría de las lenguas, ni la figura del héroe fracasado que Piglia construye en torno a Renzi. Hay un narrador que escribe lo que ocurre, que considera a su biblioteca como un espacio sagrado, que habla bien de Bolaño y sin embargo vive y habla como alguien que solo está vivo porque tiene que ajustar cuentas con los hijos de puta que se las reclaman y para hacerlo no tiene problemas en ser uno más de ellos. Tal vez porque en realidad ya lo es. 

     En las novelas de Luppino no hay diferencias de oficio, ni de cultura. Todos son ratas y todos son ratis de alguien. Todos vigilan y todos castigan pero siempre hay algunos más marginales, más pateados, acuchillados, sangrantes, más larvas, más deshechos, los que están aún más debajo de todo lo abajo que están los protagonistas que son siempre metidos en una jerarquía de la bajeza. Luppino parece inventar clases sociales de lo infrahumano, pero aun allí en esos pasadizos todos hablan la misma lengua que nosotros y con ella, con esas letras que pronunciamos, hacen una literatura que no existía.   

     Al final de la novela, cuando llego por fin al final, dice: “Me toco la panza y tengo una contracción en los intestinos me hace sentir vivo. Nuestro culo, digo en voz alta. Nuestro culo está a salvo, quiero decir pero no me salen las palabras. El negro se ríe y escupe sonidos como palabras en castellano”. Yo también siento, casi por primera vez que todo lo que puedo hacer con ella, todo lo que puedo hacer con la novela después de leerla y aunque prometí una reseña,  es escupir palabras y siento, también, que la contracción en los intestinos no se va, que no se va a ir hasta que Luppino lo haga otra vez y yo vuelva a escupir algo y a tratar de sacarme de encima este efecto y vuelva, entonces, después de la lectura, a sentirme viva.

VALERIA SAGER

Es profesora de literatura en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Investiga temas de literatura argentina contemporánea y de teoría literaria. Ha publicado varios trabajos sobre César Aira y Juan José Saer.

Hamlet y Edipo Rey

TEATRO

SEBASTIÁN HERNAIZ



Hamlet y Edipo Rey (2019)
de William Shakespeare
y Sófocles

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Hamlet y Edipo Rey: elecciones y crisis argentina.

 

     El arte siempre es político. Tanto por el trabajo material en el artesanado de las formas que practican los artistas así como por sus modos de circulación y por las formas de torsión de los sentidos que se vuelven difusos o cristalizados en un estado histórico de la sociedad. 

     La literatura, el arte, el teatro, representan no tanto hechos reales sino las formas que adopta la imaginación en un contexto histórico dado. En ese sentido, pensar la reposición conjunta que se está dando en este momento en el marco del circuito oficial de teatro de la Ciudad de Buenos Aires puede dar cuenta de aspectos parciales pero sin duda importantes del estado de la imaginación contemporánea. Y cuando decimos “imaginación” decimos mucho: formas de entender el mundo, temores, certezas y aspiraciones que organizan nuestras prácticas.

     La coincidencia llama la atención: se da en este momento la reposición simultánea de dos de los grandes clásicos del teatro occidental. A principios de abril se estrenó Hamlet, de William Shakespeare, en la sala principal del Teatro San Martín y a finales del mismo mes tuvo su estreno Edipo Rey, de Sófocles, también en la sala principal del Teatro Nacional Cervantes. El primero con dirección de Rubén Szuchmacher y el segundo bajo la dirección de Cristina Banegas ¿Qué hace que dos compañías -elenco, director, directora, colaboradores, equipos técnicos, directivos estatales- busquen simultáneamente recrear estos tan revisitados textos? ¿Qué nos dice esta coincidencia? ¿Qué estados de la imaginación se dejan ver en ella?

     Ambas obras retoman los textos clásicos con traducciones propias y leves adaptaciones para una fácil comprensión de las obras, pero parecieran tener como consigna unánime el sistemático respeto por los tiempos de los textos: sus actos, monólogos, el ordenamiento de las acciones y el tiempo de escena dedicado a cada una. En términos generales, en ninguno de los dos casos se ha elegido el -ya tradicional- camino de la experimentación en las adaptaciones, a excepción de las innovaciones de puesta en escena del coro de la tragedia griega. Edipo se distingue por la incorporación de coreografías de danza y expresión corporal (a cargo de la coreógrafa Jazmín Titiunik y encarnada por Hernán Franco, Liza Casullo y Raquel Ameri) que la música en escena a cargo de Carmen Baliero acompaña. Pero por fuera de esa distintiva decisión de la puesta en escena del coro -la única innovación significativa y acaso suficiente argumento para justificar con creces ir a verla-, ambas reposiciones parecieran tener por objetivo retomar el texto clásico con notoria fidelidad.

     De hecho, en la web del teatro San Martín, el propio Szuchmacher, director de Hamlet, subraya un detalle para presentar su puesta: en la imaginación pública, dos escenas diferentes de la obra se han fusionado en una imagen única: el monólogo donde el príncipe Hamlet dice “Ser o no ser” (del tercer acto) y la escena donde se juega con una calavera (del quinto acto) se han fusionado para convertirse en la imagen estereotipada de la obra (y acaso de la idea general de lo que es el teatro para nuestra cultura). Sobre ese reconocimiento, Szchumacher se propone con su puesta en escena “revisitar ese texto para poder descubrir entonces la distancia que hay entre lo que se cree que sabemos de él y lo que las palabras realmente dicen. Y sobre todo, para dejarse penetrar por todo aquello que esta obra genial tiene para decirle a los tiempos actuales”. Es decir: no modificar demasiado el texto de la obra de Shakespeare para traerla a estos tiempos sino retomar el texto clásico del teatro isabelino para ver qué tiene para decirnos hoy. 

     Esta vocación de reposición de clásicos en nuestro aciago presente arrastra la pregunta por los elementos que pueden confluir: ¿tienen lo mismo para decirnos ambas tragedias canónicas?

     Hay que reconocer que, vistas desde hoy, sobresalen por una serie de elementos similares que componen su matriz narrativa. Ambas son tragedias donde el poder político y la forma de organizar la sucesión de cargos son el centro del conflicto. En ambas obras se parte de un momento de crisis. La obra de Sófocles comienza con el pueblo exigiendo a Edipo que dé solución a la peste que azota a la polis. Hamlet, tragedia originalmente situada en Dinamarca, es recordada por la sentencia “Algo huele mal en Dinamarca”, que hace referencia a la corrupción política. El original shakespereano era más claro aún que la traducción sintética del castellano: “Something is rotten in the state of Denmark”, hace directamente referencia a lo que está podrido (el cuerpo del rey asesinado) pero también al “estado de Dinamarca”, apelando a la polisemia de la palabra “Estado”, que refiere al gobierno pero también al “estado de las cosas”. Algo huele mal, algo está podrido.

     Ambas tragedias parten de un estado de crisis general del que, en principio, se desconocen las causas. Pero si primero no se sabe a qué se debe esa situación, con el avance de las obras nos enteraremos de que los mandatarios encumbrados en el poder en cada caso son la causa del malestar: el propio Edipo, en la tragedia griega, y Claudio, el rey que, luego de la muerte de su hermano, se casa con su cuñada y se hace de la corona en la tragedia de Shakespeare.

     Recordemos la trama general de ambas historias. 

     En la historia de Edipo, la pareja real (Layo y Yocasta) recibe un mensaje funesto de un oráculo: si tienen un hijo, éste terminará asesinando a Layo y siendo la pareja sexual de Yocasta. Para evitar ese destino, cuando Yocasta queda embarazada y tiene un bebé, lo mandan a matar. Pero, claro, las tragedias griegas insisten en enseñar que el destino que anuncian los oráculos no puede ser modificado y el lacayo encargado de matar al bebé se conmueve frente al recién nacido y decide mejor regalarlo a un pastor de un pueblo vecino. El pastor le da el bebé a otra pareja real, imposibilitada de tener bebés propios. Estos lo crían como a un hijo de su sangre y nunca le dicen su verdadero origen. El bebé, es fácil adivinar, es Edipo y, como buen personaje del teatro griego, pasan los años y decide consultar a un oráculo que, coherente, le dice que asesinará a su padre y será pareja de su madre. Espantado ante tamaño destino, Edipo decide huir de su pueblo para alejarse de las posibilidades de dar muerte a quien supone su padre y ocupar el lecho de su supuesta madre. Arma el bolso, toma caminos que lo alejen y en medio de ese recorrido tiene un altercado en el que se pelea con un hombre en un cruce: tiempos violentos los de la antigüedad clásica, un problema de tránsito termina en que Edipo da muerte a ese hombre con el que se cruza. Pero sin que le importe demasiado, sigue su ruta. Con el tiempo llega a Tebas, ciudad por entonces sometida por una Esfinge y cuyo rey ha sido asesinado recientemente, dejando viuda a Yocasta. Edipo libera a Tebas de la Esfinge, se casa con Yocasta y es nombrado rey de Tebas. Como quien dice “no te metas con el oráculo”, el destino se ha cumplido contra la voluntad engreída de los personajes que intentaron evitarlo: en el transcurso de la obra nos enteraremos que el hombre que Edipo asesinó en el camino era Layo, su padre, que iba de incógnito disimulando su carácter real. Con Edipo ocupando ya el trono comienza la obra teatral: los ciudadanos reclaman a Edipo, quien tiempo atrás ha sabido liberarlos de la Esfinge, una solución frente a la peste que condena ahora a la ciudad. La obra nos enseñará con el paso de los actos que la solución es que Edipo no sea más su rey, ya que la peste no es otra cosa que la condena de los Dioses a Tebas por tener como rey no sólo al asesino del rey anterior sino a un hijo que mata a su padre y se acuesta con su madre. Volver públicas las causas de la peste que azotaba a la polis: no en otra cosa consiste la obra.

     Escrita unos dos mil años después, no será muy distinta la historia de Hamlet. La obra comienza con el reino asediado por conflictos militares y problemas internos, el palacio es un ir y venir de conspiraciones y secretos. En el primer acto nos encontramos con la aparición de un fantasma: es el difunto rey que viene a denunciar que fue asesinado por quien ahora ocupa el trono y que se ha casado con la reina Gertrudis. Para aumentar el drama, el asesino no es otro que Claudio, el hermano del difunto rey. Horacio, uno de los primeros en ver al fantasma, con sensatez y casi spoileando el final, sentencia en verso shakespereano que esa aparición “augura a nuestro Estado / algún suceso extraño”. Gente ordenada la danesa y la inglesa, pensaban en los tiempos de Shakespeare que un elemento que se trastocaba en la sociedad hacía que todos los demás se trastocaran. Así que si se daba algo tan en contra de “la naturaleza de las cosas” como que entre hermanos se maten para disputarse una reina y un reino, nada bueno se podía esperar: una cosa llevaría a la otra hasta ponerlo todo fuera de quicio. Como en Edipo, el rey encargado de solucionar la crisis que atraviesa su reino es a su vez aquel a quien la obra expone como origen de esos males. Como en Edipo, la obra consiste en cómo enterarse de eso: en este caso, el príncipe Hamlet, hijo del difunto rey y de Gertrudis, deberá decidir si creerle al fantasma que lo visita exigiéndole venganza.

     Resueltos los enigmas de por qué se está en una situación de crisis, siendo que en ambas obras son los gobernantes del momento los responsables de ese malestar general, la resolución de los dos casos será quién ha de reemplazar a los gobernantes. Y si en algo coinciden sendas tragedias es en que no faltará sangre corriendo en las escenas de transición del poder.

     Cuando Edipo y Yocasta ven finalmente la trama de las cosas y toman conciencia de quién es cada quien y qué han hecho, Yocasta se suicida y Edipo se arranca los ojos, siendo su último monólogo el monólogo de un sujeto enceguecido por el peso de su destino. Creonte, quien desde el principio oficia de enemigo político de Edipo, será su reemplazo.

     En Hamlet, la escena final no ahorra en muertes. Se cuenta que Shakespeare era un dramaturgo exitoso pero que en un momento su teatro, el Globe, debe competir en el mercado del entretenimiento con un circo que promocionaba peleas de osos. Para enfrentar esa plataforma de entretenimiento efectista, Shakespeare decide contar la historia del príncipe Hamlet y promocionarla como su obra con más muertes en escena. Efectivamente, el final de Hamlet es una masacre que bordea el pase de comedia, donde no faltan envenenamientos, suicidios, asesinatos a punta de espada, muertes involuntarias y ajustes de cuentas finales: mueren el príncipe, el rey Claudio, Polonio, la reina Gertrudis y el resto de los personajes. Sólo sobrevive el buen Horacio, aquel que al principio de la obra spoileaba el final y veía todo en la aparición de un fantasma el indicio de que pronto todo iba a caerse a pedazos. Y como si no fueran poca cosa las muertes, el príncipe Noruego que desde el principio amenazaba las fronteras de Dinamarca, hace su ingreso al palacio real a exigir, en medio del río de sangre, su derecho al trono. Casi todos muertos, nadie se opone al reclamo y a Horacio le resta tan sólo contar lo sucedido para dar un relato de origen al nuevo rey.

     Retomemos: ambas tragedias comienzan con la puesta en escena de gobiernos en crisis que no saben cuáles son las causas del malestar social pero que terminan descubriendo, en el desarrollo de las cosas, que es precisamente su gobierno el causante de la situación de crisis. Y no son la causa por cualquier razón: en ambas obras lo son por la forma espuria en que esos mandatarios han llegado al poder. Y las dos obras terminan a su vez del mismo modo: narrando la forma en que son reemplazados para que se restablezca el orden perdido en esas sociedades.

     El arte siempre es político -comenzamos sosteniendo- y representa estados de la imaginación social. Entonces: ¿cómo no leer en la selección de estos dos clásicos de la tragedia una lectura del estado de la imaginación presente? 

     ¿No hablan del presente crítico que atraviesa la sociedad argentina? ¿No hablan de la dificultad de nuestro actual elenco de gobierno para identificar en sus propias acciones las causas de la crisis? ¿No hablan de la ciega soberbia de un gobierno que, como Edipo, se ampara en excusas y pretextos para no oír reclamos? 

     Y de ser así, ¿no invitan a leer las causas de esa crisis en el origen fraudulento de un partido político que accedió al gobierno prometiendo cosas que no cumplió?

     Y sobre todo: ¿no dejan leer que no hay pregunta más fundamental en el presente que la que indaga por las formas en que se puede solucionar esa crisis y dar paso a un nuevo gobierno? 

     La urgencia que ilumina hoy la reposición conjunta de esas obras tal vez sea pensar formas que no requieran recurrir a suicidios, asesinatos, invasores extranjeros u ojos arrancados como modos de responder a esas preguntas.


SEBASTIÁN HERNAIZ

Es escritor y docente de Literatura Argentina (Filosofía y Letras, UBA) y de Poesía Latinoamericana (Artes de la escritura, UNA). Sus últimos libros publicados son la novela Las citas y el de ensayos Rodolfo Walsh no escribió Operación masacre.

La dimensión desconocida, de Nona Fernandez

NOVELA / HISTORIA

JORDANA BLEJMAR



La dimensión desconocida (2017)
de Nona Fernández

   

     La anécdota, por conocida, no deja de ser elocuente. Cuando Roberto Bolaño regresa a Chile en 1998, después de veinticinco años de ausencia, para participar como jurado de un concurso de cuentos para la revista Paula, se confiesa sorprendido por una generación de escritoras jóvenes -menciona a tres: Lina Meruane, Alejandra Costamagna y Nona Fernández-, que “escriben como demonias” y “prometen comérselo todo”. 

     Muchos de los libros de estas escritoras endemoniadas -e incluyo aquí a otras como Alia Trabucco Zerán – giran en torno a la última dictadura militar y al impacto que tuvo en las nuevas generaciones. Pero aunque en Chile, como en Argentina, se ha hablado mucho de una emergente “literatura de hijos” (o en este caso de “hijas”), sobre todo a partir de la publicación de Formas de volver a casa (Zambra, 2011), donde se propone explícitamente el epíteto, la expresión se ha vuelto equívoca y no da efectiva cuenta de la variedad de estas miradas sobre el pasado; algunas más nostálgicas, otras más delirantes. 

     Sin duda la premiada obra de Nona Fernández pertenece a este último tipo de apropiación no solemne, más bien pop, de la historia chilena. Fernández nació en 1971. Además de escritora, es guionista (fue por ejemplo una de las responsables del guion de La cuidad de los fotógrafos), actriz y dramaturga. Su obra se ocupa casi obsesivamente de la dictadura militar chilena y de las trampas de la memoria, un poco al estilo de Los rubios, de Albertina Carri, o de las películas de Chris Marker, a quién menciona en la novela que nos ocupa. 

     Esas preocupaciones aparecen también en sus libros anteriores. En Chilean electric (2015), por ejemplo, Fernández parte de un recuerdo de su abuela (un acto en la Plaza de Armas que da inicio al alambrado público en Santiago) pero que luego se revela sucedió antes del nacimiento de quien dice recordarlo. En Space Invaders (2013), un breve relato coral sobre un grupo de colegiales durante la dictadura, se advierte que no todos recuerdan lo mismo, y se presentan las distintas versiones sobre la vida de una de las estudiantes, Estrella González, desde el punto de vista de varios de sus compañeros, de cartas reales pero intervenidas ficcionalmente, y de los sueños que, imaginan los narradores, la tuvieron como protagonista. González era hija de un represor y fue, muchos años más tarde, víctima de un femicidio, un crimen que, dos años antes de la emergencia de Ni una menos, la novela de Fernández asocia, casi sin proponérselo, a la violencia dictatorial.

     La dimensión desconocida recupera algunos de esos personajes, e insiste en esa exploración del pasado desde una mirada que es a la vez subjetiva y generacional, documental y ficticia. Fernández se reconoce parte de lo que llama una “generación guacha” que, afirma su autora, tuvo la difícil tarea de reapropiarse de los hechos dolorosos de la historia chilena para sacarlos de la oficialidad y del museo. 

     La dimensión desconocida se inicia precisamente con una crónica de la visita de la narradora, su hijo y su compañero al controvertido Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado por Bachelet en 2010. Juntos recorren las diversas zonas del lugar, hasta concluir en la última parada, con la imagen del expresidente, Patricio Aylwin, el día de su asunción dando su discurso inaugural. El itinerario quiere ser tranquilizador, y ofrecer un relato victorioso del bien contra el mal. Pero la imagen es engañosa, pues silencia el hecho de que fue el mismo Aylwin el que instigó el golpe contra el entonces presidente Salvador Allende en 1973. 

     “¿Cómo se hace la curatorial de un museo de la memoria?”, se pregunta la narradora. “¿Quién elige lo que deber ir? ¿Quién decide lo que queda afuera?”. Estas preguntas -que animan también una de las producciones más destacadas de la escena teatral chilena de los últimos tiempos, me refiero a Villa+Discurso (2012), de Guillermo Calderón- recorren las páginas de este libro híbrido, mezcla de crónica, diario personal y ficción, en el que se incluyen además fragmentos de una epístola inexistente y algunos versos poéticos. 

     La dimensión desconocida es un intento por “desmuseificar” la memoria, y por explorar las dimensiones desconocidas del pasado chileno. Como el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, la novela también está dividida en (cuatro) zonas: zona de ingreso, zona de contacto, zona de fantasmas, zona de escape. Las zonas de contacto y la de fantasmas -figura liminal si las hay- apuntan a los claroscuros de la historia chilena, a sus zonas grises. Es curioso que en varias de las novelas del corpus de “hijxs” (Camanchaca de Diego Zuñiga o La Resta de Trabucco Zerán), Santiago se presente de hecho como una ciudad nebulosa o cenicienta, opuesta de algún modo a las supuestas “primaveras democráticas” de las transiciones latinoamericanas. 

     Agamben define a la zona gris de los regímenes totalitarios como aquella donde “las víctimas se convierten en perpetradores y los perpetradores en víctimas”. El protagonista de este libro ocupa en efecto un lugar molesto en la historia chilena reciente. “Su figura no es parte del bien o del mal, del blanco o del negro”, leemos en la novela. “El hombre que imagino habita un lugar más confuso, más incómodo y difícil de clasificar”. Se trata de Andrés Valenzuela, alias “Papudo”, miembro de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea chilena (FACH), quien en 1984 confesó sus crímenes frente a una entonces joven periodista, Mónica González, para la revista Cauce. Fernández recuerda haber visto la tapa de ese número, con la imagen del entrevistado y su confesión: “yo torturé”. Es tanto el impacto que le produjeron esas dos palabras que, en el libro, Valenzuela se convertirá para siempre en “el hombre que torturaba”. 

     En el intento por desmuseificar la memoria, la imaginación lúdica juega un rol fundamental para acceder a los espacios vedados tanto al recuerdo como a los archivos. Hay una tensión en el relato sobre lo que la narradora sabe o ha investigado -información sobre los últimos días de las víctimas de Valenzuela, su entrevista con González, su escape de Chile- y lo que imagina –las pesadillas del torturador provocadas por la culpa o lo que González habría sentido mientras escuchaba los detalles de las torturas. Varios de los párrafos comienzan con expresiones como “Sé” o “Imagino”. También están las expresiones de deseos (“Quiero creer que sí”) y recuerdos difusos de infancia. 

     Las imágenes de la cultura popular en el Chile de los ochenta funcionan además como mensajes en código que refieren secretamente a lo que estaba sucediendo en el país. La dimensión desconocida -esa famosa serie televisiva de ciencia ficción creada en Estados Unidos por Rod Sterling que incluía un twist inesperado al final de cada episodio- evoca la realidad fracturada, pública y clandestina, que se vivía en esos años, donde la gente “desaparecía”. En la novela se menciona también el juego de computadora Space invaders para describir una ciudad ocupada ya no por marcianitos sino por uniformados. Hay además una referencia al filme Cazafantasmas, cuya canción suena perturbadoramente en el auto donde Valenzuela es trasladado, a escondidas, para sacarlo del país, y otra al programa televisivo Juegos de Mente, donde un ilusionista manipula la percepción de los espectadores a partir de lo que llama “la ceguera por desatención”, una técnica de sugestión que llevaría al cerebro a ver lo que el ilusionista quiere que vea. El juego opera en el relato como metáfora de una sociedad ciega y zombie, una sociedad desaparecida, en palabras de Pilar Calveiro. Un ejemplo claro de esta suerte de ceguera involuntaria es lo que sucede con la madre de la narradora, testigo de un secuestro en plena luz del día, pero que solo entiende el significado del episodio muchos años después, en una conversación con su hija. 

     La lectura de una dictadura latinoamericana en clave de “historia de fantasmas” no es nueva. En su notable libro sobre la posdictadura argentina, Silvia Schwarzböck advierte que para entender esos años hay que hacerlo por la estética, y mas precisamente por el género del terror (fantasmas, espectros, espantos, des/apariciones). En Argentina, la crónica (Pola Oloixarac, “Actividad paranormal en la ESMA”), la literatura (Mariana Enríquez, Los peligros de fumar en la cama), el cine (Aparecidos) y hasta la antropología (Mariana Tello Weiss, “Historias de (des)aparecidos. Un abordaje antropológico sobre los fantasmas en torno a los lugares donde se ejerció la represión política”), todos ellos han leído la dictadura desde el así llamado giro espectral. 

     Pero lo realmente inquietante en la novela de Fernández es que el fantasma aquí no es tanto, o por lo menos no solo, el desaparecido o la desaparecida, sino el torturador. Valenzuela es el fantasma y como en el relato de Dickens, él está también acosado por fantasmas: “Imagino al hombre que torturaba sentado en el bus, recordando los fantasmas de sus propias navidades”. 

     Hay una foto de Helen Zout, en Huellas de Desapariciones (2000-2006), la única conocida de un represor en ejercicio durante los años lóbregos de la historia Argentina que lo muestra, “por una especie de ironía siniestra”, dice Martín Kohan, “encapuchado”. La capucha blanca en este represor no le impide ver, como sucede con la capucha de los desaparecidos, sino que impide que lo vean. “El resultado”, continúa Kohan, “es elocuente: el represor vuelto fantasma”. También en la novela de Fernández, el represor se vuelve fantasma, o al menos eso intenta. El perseguidor se convierte en perseguido, y el torturador que busca confesiones se convierte en el hombre que confiesa, algo así como una paradoja redentora, propone Graciela Speranza en su lectura de la novela. Valenzuela es ahora el que tiene que esconderse de la dictadura, el que recibe ayuda de la Vicaría para salir del país, el que teme por su vida, y el que finalmente logra exiliarse en Francia. Su confesión lo convierte en el enemigo del enemigo, y en consecuencia en una suerte de inquietante “aliado” de los que resisten la dictadura de Pinochet, empezando por la misma González, que había sido presa política y que había investigado las estafas económicas de la familia del dictador chileno.

     En una entrevista televisiva del 2004, González recuerda las circunstancias de su encuentro con Valenzuela, cómo “Papudo” la contacta y como él “le cambió la vida”, cómo desconfía al principio (“yo no sé si era una trampa”) pero cómo termina “eternamente agradecida” con el torturador, porque “fue muy valiente” y porque él “lo ha pasado mal también”. Cuesta entender esta forma de referirse a quien, según ella misma cuenta, no sólo había asesinado a algunos de sus grandes amigos, sino que además fue el causante de la muerte tres compañeros, dos de los cuales la habían ayudado a rehacer la historia del comando del que formaba parte Valenzuela. Hay algo sumamente perturbador, casi incomprensible, en la relación entre González y “Papudo”, que la novela de Fernández, con buen tino, no sobre interpreta sino que expone en toda su incomodidad. 

     Valenzuela es el único miembro del ejército chileno que deserta estando en ejercicio y en plena dictadura. Pero no es el único torturador que habla en Chile. En 2001, Nancy Guzmán publica Romo: confesiones de un torturador, ganador del Premio Planeta de Investigación Periodística. Romo fue un agente de la Dirección Nacional (DINA) que reprimió a opositores de la dictadura entre 1973 y 1977, y fue uno de los personajes más aterradores de esa organización, recordado por sus torturas y abusos sexuales a las detenidas-desaparecidas. 

     Nelly Richard realiza una lapidaria crítica al modo en que Guzmán presenta la entrevista, enmascarada de “confesión”. A diferencia de Valenzuela, Romo nunca expresa culpa ni arrepentimiento. Por el contrario, sostiene que “lo que yo hice lo volvería hacer”. Richard acusa a Guzmán de buscar la “noticia espectacular”, el “suceso mediático”, omitiendo no solo la huella pública de los testimonios de las víctimas de Romo sino también “la violencia del escándalo que debería nacer de la confrontación verbal y ética entre una voz y otra”. El libro describe una escena de sobrecogedora confianza entre entrevistadora y entrevistado, y alimenta el afán exhibicionista de Romo, conocido entre los prisioneros por su deseo de que lo vieran y supieran su nombre. Richard sostiene que el libro de Romo convierte a la memoria en una “mercancía comunicacional” que busca el éxito de lo masivo y llama a no ceder al “efectismo del desnudamiento del recuerdo”. Concluye que debemos preservar formas de la irrepresentabilidad o de la impresentabilidad del recuerdo para evitar así caer en el amarillismo de cierto tipo de periodismo y en las trampas del mercado de la memoria.

     Más allá de las diferencias obvias entre uno y otro caso, quisiera proponer que de algún modo La dimensión desconocida repone todo lo que el libro de Guzmán omite: referencias concretas a las víctimas (José Weibel Naverrete, Lucía Vergara, entre otros), la culpa del “arrepentido”, y las formas de impresentabilidad del recuerdo opuestas a las memorias al desnudo que Richard llama a combatir. 

     Las partes ficcionales e imaginarias con las que Fernández acompaña el caso real de Valenzuela, no son otra cosa sino mediaciones que recuperan la distancia necesaria, acaso infranqueable, entre la confesión del torturador y los oídos que la escuchan. La misma narradora produce una suerte de cortocircuito en la escena imaginaria de la entrevista entre González y “Papudo”, para exhibir la artificialidad del montaje. Ella no es la destinataria original de las declaraciones del hombre que torturaba, pero le habla en segunda persona, lo interpela en la novela como si las palabras de Valenzuela estuvieran también dirigidas hacia ella. Hay un hacerse cargo de ese lugar penoso del que escucha o lee ese relato tremendo y desestabilizador, un lugar que es el que Fernández reserva de algún modo para su generación, aquella que como dice Billy Joel en los versos reproducidos en la novela en su inglés original, didn’t start the fire, No, we didn’t light it, but we tried to fight it.

JORDANA BLEJMAR

Profesora en artes visuales y estudios culturales en la Universidad de Liverpool, Inglaterra. Es Licenciada en Letras (UBA) y se doctoró en la Universidad de Cambridge. Investiga temas de memoria, fotografía, arte y literatura en Argentina y América Latina.

 

Juventud en marcha, de Pedro Costa

CINE

GABRIEL D'IORIO



Juventud en marcha (2006)
de Pedro Costa

 

Una carta y un mundo

 

     El cineasta portugués Pedro Costa no responde a los clichés del artista comprometido ni a los modelos rupturistas de los años 60-70. Y más allá de su reconocido vínculo con el trabajo de Danièlle Huillet y Jean-Marie Straub –comparte con ellos un filme: Dónde yace tu sonrisa escondida (2001)– el director de Casa de Lava (1995), Ossos (1997) y En el cuarto de Vanda (2000) inscribe cada plano en un mundo singular que parece recordar a una humanidad en vías de extinción la fuerza irredenta de la igualdad, cuyo última figuración consiste en una libertad definida por el uso soberano del propio tiempo. Tanto en Juventud en marcha (2006) como en Caballo Dinero (2014) Costa propone una estética que carece de decorados obvios, pero resulta extremadamente precisa en el registro de muros, ventanas, puertas, en la composición de naturalezas muertas hechas de botellas, mesas y cacharros, en el uso de una escala infinita de ocres, verdes oscuros y marrones renegridos que devuelven cierto misterio a las cosas y a las personas hasta dejar atrás su apariencia de trastos arrumbados para revelar su arcaica pero actual belleza. 

     Las imágenes de Costa forman parte de un trabajo artesanal de composición de intervalos espacio temporales, hiatos de luz y contrastes sentimentales de sus personajes. En esos intervalos logra tocar cuerdas afectivas que remiten a los estados inaparentes del mundo de la vida. De ahí que la política de sus filmes se ejerza, tal como afirma el filósofo francés Jacques Rancière, en un nivel más radical, el que se menciona en la Política de Aristóteles, cuando distingue

la palabra que argumenta de la voz que expresa el ruido de la queja. Ya no se trata de poner de relieve la capacidad de los hombres del pueblo de levantarse a plena luz para apoderarse de los grandes textos que argumentan las aporías de lo justo y lo injusto. Se trata de saber si un decorado de paredes leprosas, casuchas invadidas por los mosquitos y habitaciones cruzadas por los ruidos del exterior, constituye un mundo; si los cuerpos derrumbados y las voces estremecidas por la tos que recuerdan las ‘casas de brujas’ sólo conocidas por esos jóvenes forman una conversación; si esta misma conversación es el ruido de cuerpos sufrientes o la meditación sobre la vida que esos seres han elegido.

     ¿Cómo saber si estamos ante un mundo o frente a una puesta en escena, si los cuerpos conversan o vegetan, si hay sólo ruinas y ruido o bien hay palabra política y reparto de lo sensible? En el texto que citamos recién –Las distancias del cine– Rancière conjetura que la política de Pedro Costa se sostiene sobre dos principios: el documental, que bucea en el movimiento de los cuerpos autónomos y trabaja en el territorio junto a sus actores, y el ficcional, que elabora recomposiciones de espacios sin incorporar más cuadros que las paredes derruidas de un barrio en proceso de demolición. Es entre ambos principios que la rigurosidad poética de Costa brilla en el registro de las palabras y los cuerpos, en las formas de habitar un barrio. Registrar a las personas en situaciones cotidianas, en las que se come, se fuma, se bebe o se fabula sobre el pasado y el porvenir; registrar a las cosas como aparecen desde una perspectiva no renacentista y con la luz dispuesta para que lo real emerja en su formas profanas: cuchillos, barajas, mesas, botellas, platos, cigarros, ropa vieja. Como si fuera Cézanne o Brueghel, pero en el cine, después del cine. 

     ***

     En Juventud en Marcha, la película sobre la que nos interesa demorarnos, la estampa añosa de Ventura, caboverdiano, trabajador de la construcción, jubilado, deambula entre los restos de Fontainhas –una barriada popular de inmigrantes que dejará de existir– y los departamentos que provee el Estado portugués a los habitantes que sobreviven a la desaparición de sus casas. En lugar de realizar una denuncia sobre negocios inmobiliarios en la era del capitalismo financiero, Costa intenta pensar desde Ventura y la afectividad material que lo rodea, los umbrales del desamparo, la imposibilidad de olvidar los sueños de juventud, pero también el daño hecho a unas vidas en apariencia sin más destino que persistir en el ser. Y así, aquello que parecía un estigma en la época de Brecht: vivir la vida como si fuera un simple destino, no lo es aquí, porque no existe en todo el filme un punto de vista superior al de los personajes que impugne o proponga una síntesis moral. Más bien se trata de lo contrario: un aprendizaje fraterno respecto de lo que puede una forma de vida que habita un mundo bajo el signo del desplazamiento continuo y la derrota.    

     La historia de la derrota no es nueva. El título mismo de la película está vinculado a una de estas historias, la del Partido de la Independencia de Guinea y Cabo Verde. En una entrevista publicada en julio de 2008 en el Blog. Letras de Cine –realizada por Daniel Villamediana, Manuel Yáñez, Carles Marques y Eva Muñoz, y traducida del portugués por Alicia Mendoza–, Pedro Costa ofrece la siguiente explicación:  

En los años 60 comenzaron las guerras africanas de liberación. Guinea estaba divida en tres: Guinea belga, Guinea portuguesa y Guinea Bissau. Fue entonces cuando surgió un partido para la independencia guineana. Su líder y fundador, podríamos denominarlo el ‘Che Guevara de Guinea’, se llamaba Amílcar Cabral y era considerado un héroe: se dedicaba a la enseñanza y al mismo tiempo estaba con las armas, terminó por ser asesinado. En un momento dado, juntó a Guinea con Cabo Verde porque estaban más o menos en frente, en el Océano Atlántico, y fundó el PAIGCV: Partido para la independencia de Guinea y Cabo Verde. En realidad, Cabo Verde nunca llegó a participar en la guerra: era una tierra tranquila y pobre, no llueve nunca; así que sus tierras son secas y áridas, es un país muy difícil. Esto produjo un fuerte movimiento de emigración: a Lisboa, a Francia… El PAIGCV, como casi todos los partidos comunistas, y también los fascistas, contó siempre con agrupaciones de jóvenes: ellos son los pioneros, los pequeños rebeldes, los que portan los emblemas; son sus muñecos. En Cabo Verde, incluso, tenían que pagar un tributo al partido… Todavía recuerdo con nitidez aquellas marchas de soldados cantando la canción de los jóvenes comunistas, Juventude em marcha. La letra decía algo así como: “Juventud en marcha / Para un futuro radiante, / Para un sol…” Ya no lo recuerdo, pero transmite la idea de una juventud efervescente. 

     Desde luego, la relación entre la promesa de futuro radiante de la Juventud en marcha y el presente de Ventura ofrece más de una lectura. De hecho, la escena en la cual Ventura recita la canción de la independencia sobre el eco que ofrece un tocadiscos desvencijado resulta ser una de las más conmovedoras. Pero esta conmoción no está escindida de otras escenas del filme, al menos si queremos comprender mejor lo que pone en juego este mundo singular también para nosotros. 

     Ventura vive en la barraca junto a su compañero Lento. Juega a las barajas con él y también lo invita a estudiar una carta de amor que recita de memoria varias veces en el filme, pero se mueve cotidianamente entre los barrios visitando a sus “hijos”, con los que comparte un malestar, un recuerdo, una comida, una escucha, como en el cuarto de Vanda –una de sus hijas, protagonista del filme anterior de Costa– que no cesa de contar lo que fue su vida antes del nacimiento de su niña, las huellas de su enfermedad, sus miedos como madre. Si estos desplazamientos entre los barrios surcados por Ventura dan a pensar es por los “cuadros” que junto a Costa se empeñan en construir, por los muy trabajados planos que nos ofrecen un fresco de su vida: desde los contrapicados que hacen del caboverdiano un gigante perdido en una civilización que no lo reconoce –pero que incluso cuando se percibe extraviado se muestra digno para reclamar una casa para “todos sus hijos”–, hasta la visita al Museo de la Fundación Gulbenkian del que luego sabremos que Ventura participó en su construcción años atrás, nos encontramos con la obstinación de un ser que quiere vivir sin ceder a la estupidez. No hay cinismo en su andar. Tampoco en sus palabras. Sí, un par de gestos que repite: el modo de recitar la carta y, también, la forma de esnifar rapé, un detalle bellísimo por lo arcaico, tanto que lo hace, extrañamente, contemporáneo.     

     Cuando se le pregunta por una cierta “estetización de la pobreza” en sus filmes, Costa recurre a ejemplos de la historia del arte que no son exteriores a su trabajo: “algunas cantatas de Bach giran en torno a los pobres, al pan y al hambre. Recuerdo una en concreto que se llama Tenemos hambre. Es una cantata profana: habla de los alemanes de Leipzig que sufrían y tenían hambre. ¿Tendría que ser ésta más fea que las cantatas religiosas? No lo es, pero si lo fuera, la causa no estaría en el tema que trata. Incluso recuerdo un cuadro de Rubens que se llama Huida a Egipto: se ve a Jesús huyendo con su padre, con su madre y con un burro; de alguna manera también refleja una situación de pobreza, religiosa además, y no por esto es menos bello. Estamos hablando de un concepto muy vago, nadie sabe muy bien de lo que habla cuando utiliza el término ‘estetización’.” 

     La presencia de Rubens en Juventud en marcha tiene lugar justamente a través de la Huida a Egipto con el cual Costa nos introduce en el Museo Gulbenkian: ahí vemos a Ventura recostado sobre la pared, esnifando, sin mirar los cuadros, entre el Retrato de Helena Fourment de Rubens y Retrato de un hombre de Van Dyck. Podría pensarse que la vida de este hombre se juega en esa ambivalencia: la huida y el retrato, el exilio y la estampa. La cita a Bach también es frecuente en las entrevistas. En general Costa subraya que la belleza está en la forma y en la relación y no en el tema o en tal o cual propiedad de un objeto. Pero apreciarla requiere tiempo, implica algún tipo de demora: aprender a oír, a ver, a sentir. No sólo una obra de arte, también un canto ancestral o una pared cualquiera. Para una estética materialista como la suya no hay temas altos y bajos, ni el problema del valor se resuelve a partir de una distribución tranquilizadora de las imágenes entre alta y baja cultura, entre el museo y la calle. Hay, sí, una preocupación por mostrar que otro cine es posible: Ventura se queda un rato en el museo, y se interesa más por el lugar que él también construyó que por la obra de Rubens. Pero Costa no realiza ese plano de desinterés para denunciar lo que significa la explotación del trabajo obrero al servicio de una aristocracia estética sino para señalar otro despojo menos obvio pero tal vez más hondo: el de la imposibilidad de entrever en el museo la experiencia de los trabajadores, inmigrantes y desplazados como esa riqueza sensible que se comparte bajo el nombre de arte. 

     Lo que es arrancado a estas vidas parece jugarse entonces entre las paredes blancas de la vivienda social que recibe el inmigrante-proletario por parte del Estado y los muros del museo que no cesa de rechazarlo. En el entre de ese despojo trabaja la memoria y junto a la memoria la experiencia en el sentido que le daba Benjamin al término: como un saber que se transmite de boca en boca. La destrucción de una riqueza sensible –la de los colores anárquicos de la villa miseria que desbordan al orden blanco pequeño burgués–, la negación de los padecimientos de los inmigrantes que sobreviven como extranjeros de la ciudad que construyen y la pérdida de la experiencia en sus formas placenteras, son tanto o aún más lesivas que la explotación en el trabajo. Y aunque Ventura aparezca con la cabeza vendada –en un flashback del accidente que tuvo trabajando en la construcción del museo de los Gulbenkian– no dejará de recitar la carta que lo hace humano, la carta que de algún modo lo salva, como salva un poema aprendido de memoria a Primo Levi en el campo, o como puede aliviar a un creyente rezarle a su Dios todas las noches. 

     Esa carta –que ya resuena en Casa de Lava en la lectura de Tina– que es palabra sin ruido, que es poesía aunque sea prosa o prosa aunque sea poesía, Costa la concibió a partir de una doble fuente, tal como recuerda Rancière en Las distancias del cine: “la carta de un trabajador inmigrante, pero también la de un ‘verdadero’ escritor, Robert Desnos, escrita sesenta años antes en otro campo, el de Flöha, localidad de Sajonia, en el camino que lo llevará a Terezin y a la muerte”. Entre la Carta a Youki del 15 de julio de 1944 que Desnos envía a su amada y la carta que recita Ventura resuenan, como diría Godard, todas las historias y, también, una historia sola

     En Juventud en marcha la carta es recitada una y otra vez. De noche, con la escucha, a veces atenta, otras distraída, de Lento. Un ritual, un pacto: “ven a estudiar”, le dice Ventura. Con variaciones en la extensión, la carta dice:  

Nha cretcheu, mi amor.
Estar juntos de nuevo hará que nuestra vida sea más bonita, por lo menos 30 años más. Por mi parte, volveré a ti más joven y lleno de fuerza.
Ojalá pudiera ofrecerte 100.000 cigarrillos, una docena de vestidos modernos, un automóvil, la casita de lava que siempre soñaste y un ramo de flores de cuatro cuartos.
Pero sobre todo, bébete una botella de buen vino y piensa en mí.
Aquí el trabajo no cesa. Ahora somos más de cien.
Anteayer en mi cumpleaños pensé en ti durante mucho tiempo
¿Llegó bien mi carta?
No he recibido tu respuesta. Sigo esperando.
Todos los días, todos los minutos, aprendo palabras nuevas, bonitas, sólo para nosotros dos, hechas a nuestra medida, como un pijama de seda fina. ¿No te gustaría?
Sólo te puedo enviar una carta al mes.
Sigo sin saber nada de ti.
Quizás en otra ocasión.
A veces tengo miedo de construir estas paredes. Yo, con un pico y cemento;
tú, con tu silencio, una zanja tan profunda que te empuja hacia un largo olvido.
Duele ver estas cosas terribles que no quiero ver.
Tu cabello se desliza entre mis dedos como hierba seca.
A veces pierdo las fuerzas y pienso que voy a olvidar.

 

     El cine de Pedro Costa está hecho de recitados como el de Ventura en el que se cruzan poetas consagrados con poetas del pueblo. Cruces que inventan en su elaboración dialéctica las imágenes de una persistencia que comunica como un río el deseo de vivir mejor, de compartir el pan, la música, el amor y el compañerismo, el derrumbe o el deseo que nace después, el viaje sin telos, y también el cine después del cine. No se trata de construir un arte vanguardista ni denuncialista. Pedro Costa pone en juego imágenes de la libertad entendida como uso irreductible del tiempo propio, tentativas de un arte de compartir, de una capacidad que pertenece a todos. Y aunque poderosas fuerzas jueguen cotidianamente por su destrucción definitiva, la carta que recita Ventura es un símbolo, un tesoro que Costa, el propio Ventura y nosotros, lectores y espectadores, no estamos dispuestos a extraviar. 

GABRIEL D'IORIO

Profesor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Da clases de Ética en la misma universidad y de Estética en la Universidad Nacional de las Artes. Forma parte del grupo editor Cuarenta Ríos.

78, de Matías Bauso

HISTORIA / PERIODISMO

GASTÓN GALLI


78. Historia oral del Mundial (2018)
de Matías Bauso

 

El Mundial 78. La fiesta que queremos olvidar

 

     1978 fue el año en que se disputó la Copa Mundial de la FIFA Argentina ’78. También fue el año de la intensa agitación pública y movilización de tropas para la recuperación de las Islas Picton, Lenox y Nueva en la zona del canal de Beagle. Además, se llevaron adelante otros debates en los medios de comunicación como los que se referían a los planes políticos del Proceso de Reorganización Nacional, o el generado a partir de la valiente denuncia de un Obispo de la Iglesia Católica respecto al peligro de que las Matemáticas Modernas tuvieran un origen y orientación marxista – leninista.

     El Mundial fue un punto de quiebre en la historia del fútbol argentino, poniendo los cimientos de la organización de la Selección Argentina, jerarquizando su importancia y dotándola de una estructura que hasta entonces no existía. Todo ello a partir de la iniciativa del Director Técnico César Luis Menotti.

     Recién a partir de ese Mundial, la Selección Argentina fue considerada un rival a tener en cuenta y un eterno candidato, clasificándose para todos los torneos que se jugaron desde entonces y obteniendo dos campeonatos y dos subcampeonatos. Desde el punto de vista deportivo, el Mundial ya reúne suficientes elementos de interés para una investigación.

     Pero hay mucho más que eso. Porque el campeonato significó también un evento de fuerte impacto y movilización social que significó una verdadera conmoción para la dictadura militar y un recuerdo que resultó cada vez más incómodo para la sociedad que lo había vivido como La Fiesta de Todos, como presenta muy bien el libro que nos ocupa.

     Matías Bauso (abogado, periodista y escritor) llevó delante la más profunda investigación sobre el Mundial 78 que se haya encarado hasta hoy, superando (y conteniendo) toda la bibliografía anterior, ciertamente no muy abundante, desde trabajos serios e interesantes (El Terror y La Gloria de Abel Gilbert y Miguel Vitagliano) hasta obras más imaginativas, interesantes sólo para lectores que disfruten de los libelos (El Director Técnico del Proceso de José Luis Ponsico y Roberto Gasparini).

     El libro comienza con una afirmación que parece temeraria: “Gran parte de lo que se cree saber sobre el mundial 78 es erróneo. No se ajusta a lo sucedido. La historia de ese campeonato se inundó en las últimas décadas de una inmensa cantidad de mitos y falsedades que a fuerza de repetición han pasado a integrar el canon discursivo del Mundial. Son estos axiomas, replicados al infinito, los que hoy definen al campeonato y sus circunstancias –fue mucho más que un Mundial- por más que sean falsos o flagrantes construcciones posteriores sin demasiado sustento en la realidad.” Más adelante agrega: “Los principales postulados sobre el Mundial 78 están fosilizados. Cada vez que algún intelectual, periodista o político se refiere al tema, lo hace con alguna de las frases que integran el blindado catálogo de lugares comunes con que se habla en la discusión pública del campeonato”. Enuncia luego los principales lugares comunes que se propone cuestionar.

     Quien tema (o anhele) que el procedimiento a seguir de allí en adelante por el autor sea una sucesión de revelaciones sensacionales o denuncias espectaculares se sentirá totalmente decepcionado. Lo que sigue es la tranquila y minuciosa transcripción de testimonios y documentos que permiten vislumbrar una realidad más compleja, menos apetecible para los entusiastas de las teorías conspirativas y ciertamente más incómoda para todos aquellos a los que le resulta tranquilizadora la colocación del Mal todo junto y, sobre todo, ejercido exclusivamente por los Malos.

     El libro pretende cubrir todos los aspectos del mundial: los organizativos, los deportivos, los sociales, los políticos. En cada uno de estos temas ofrece elementos suficientes para formular juicios fundados. A algún lector le puede resultar por momentos tedioso, pero logra siempre una fuerte impresión de solidez y seriedad.

     Como adelanta el título, se trata de una historia oral. Así transcribe testimonios, tanto contemporáneos a los hechos como el resultado de entrevistas actuales. Protagonistas, testigos y analistas suministran material para muchas y muy variadas reflexiones.

     *****

     De las muchas cuestiones que libro plantea, quisiera destacar dos: la utilización política del campeonato y los cambios de la memoria colectiva respecto al Mundial, reinterpretando el pasado hasta modificarlo.

     El Mundial 78 y la Recuperación de la Islas Malvinas, con todas las diferencias que se pueden (y deben) señalar, constituyen los dos grandes “momentos fascistas” del Proceso de Reorganización Nacional y en el que se produjeron fenómenos que no se repitieron durante los otros años de la dictadura: movilizaciones masivas que celebran victorias obtenidas por el país entero y que pueden llegar a interpretarse como un apoyo al gobierno (o, al menos, como una pacífica aceptación del mismo).

     En 1978 estas movilizaciones tomaron de sorpresa a los militares, porque contradecían todo lo que políticamente querían mostrar: un país ordenado, limpio y en paz. Todo ese estado de movilización le daba un cariz “populista” que lo acercaba al país que había que dejar atrás. Además, no había elementos que permitieran anticipar que el campeonato produciría motivos de festejo. Los antecedentes no hacían suponer que la Selección Argentina iba a tener un papel muy destacado en lo futbolístico, así que la aceptación del slogan “Argentina ya ganó” por el hecho de haber llevado adelante una organización impecable y presentar una imagen de paz y tranquilidad en el exterior eran los objetivos políticos más importantes de las autoridades. Pero de repente se encontraron con miles de personas celebrando en las calles.

     “El Proceso hasta junio del 78 era un régimen totalitario, represivo, que había llevado adelante una matanza clandestina y que gobernaba a masas silenciosas. El Mundial produjo un quiebre. Un elemento más se agregó y ya no salió del menú de la dictadura militar”. Ese nuevo elemento, masas movilizadas por motivos positivos y no para protestar, le dieron a la dictadura un nuevo carácter, más cercano al fascismo, con una voluntad de aprovechar políticamente esa movilización y sus condimentos clásicos: el unanimismo y un nacionalismo ostentoso.

     Hay que decir que la cultura política argentina era (¿es?) sensible a la idea de todos unidos con el mismo objetivo y, sobre todo, defendiéndose de los extranjeros que quieren quedarse con lo nuestro y nos calumnian y mienten, montando campañas anti-argentina. No hace mucho, por ejemplo, Elisa Carrió, entonces una figura teñida de progresismo, profetizaba “vienen por el agua” (antes de pasarse con armas y bagajes a otros discursos más rentables).

     1978 fue un año de fortaleza política para la Dictadura y el campeonato ciertamente ayudó. Pero la propia naturaleza del régimen le impedía sacar provecho duradero a este clima favorable. ¿Qué podía hacer? ¿Buscar una salida electoral prematura? ¿Organizar algún plebiscito? Abrir la Caja de Pandora de la participación política era un camino vedado porque iba en contra de aquello que el discurso antipolitica del régimen más condenaba, la participación popular directa. Primero había que llevar adelante la Reorganización Nacional que cambiaría todo, recién después llegaría el momento en que la ciudadanía estaría madura para elegir correctamente, sin repetir los errores del pasado. Como le sucedió antes a la autodenominada Revolución Argentina, la búsqueda de una salida política comenzó tarde y ya en momentos de un mayoritario repudio al régimen.

     El Mundial fue usado políticamente, pero al gobierno le sirvió poco y para el corto plazo y, además, atrajo la atención de parte del periodismo extranjero sobre lo que sucedía en Argentina. Fue una consecuencia que gravitaría sustancialmente en complicar las relaciones internacionales de la dictadura (especialmente con los países europeos) y que sumaría dificultades a los últimos años de su estancia en el poder.

     *****

     El deterioro político del Proceso y su posterior condena masiva tiñó la memoria del campeonato. “El Mundial pasó de ser considerado la cumbre de nuestra historia futbolística a ser uno de los eventos infamantes de nuestra historia contemporánea” sintetiza Matías Bauso.

     Esta relectura no es sólo una reinterpretación de lo ocurrido, sino que incluye un cambio de los propios recuerdos, mezclando sucesos que ocurrieron en otros momentos y, lo que es más notable, mostrando actitudes de resistencia llegando a “forzar un heroísmo inexistente, generado retrospectivamente” (algunos ejemplos son directamente ridículos, como el documental “Fútbol Argentino” que imagina multitudes silbando a Videla que las propias imágenes que exhibe desmienten).

     Este fenómeno no es único. Libros cómo Mi abuelo no era nazi (de Welzer, H.,  Moller, S. y Tschuggnall, K.) muestran la necesidad y las dificultades para hacer coincidir los recuerdos familiares y el conocimiento histórico externo y aceptado, articulando memorias de distinto origen y registro (más emocional una, más intelectual la otra).

     Es que existe una incomodidad evidente en los recuerdos propios: la sospecha de que quienes no estuvieron allí pueden interpretar la falta de gestos heroicos o resistentes como una complicidad con el régimen. Y, por supuesto, los festejos colectivos como una manifestación de apoyo abierto y decidido a todos los aspectos de la dictadura.

     Dos excusas suelen esgrimirse para justificar, en primera persona, la falta de actitudes de abierta oposición y resistencia: una es la ignorancia respecto a los peores crímenes, la otra es el miedo. Es posible que, en muchos casos, sean excusas sinceras, aunque la ignorancia pueda ser resultado de no querer saber y el miedo una manifestación particular del miedo genérico que se traduce en la consigna no te metás.

     Más interesante es el resto, que vivía con normalidad y sin muchos cuestionamientos en una situación que hoy vemos como anormal. Ese clima, tan especial y tan difícil de transmitir, es tal vez la clave para entender que pasó en la sociedad argentina en 1978. (Una aproximación inteligente y provocativa a esa “normalidad” se encuentra en el capítulo “Operación Ternura” del libro de Tomás Abraham Historias de la Argentina deseada).

     Resulta muy difícil reconstruir la vida cotidiana bajo regímenes autoritarios, porque sus crímenes y sus miserias contaminan todo lo que tocan, incluso el golazo de Leopoldo Jacinto Luque a la Selección de Francia. Este libro ayuda a comprender ese extraño mundo.

GASTÓN gALLI

Veterano alumno de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito ensayos, intervenciones y reseñas para distintas publicaciones, algunas de las cuales dirigió.

 

El Chavismo salvaje, de Iturriza

ESCRITOS / POLÍTICA

MATÍAS FARÍAS



El chavismo salvaje (2016)
de Reinaldo Iturriza

     

     Juegan los Tiburones de La Guaira. Una muchedumbre, que no sabe que el partido está retrasado, puja por ingresar al estadio. Corren los minutos y se multiplican los grupos, las cervezas y las carcajadas. Cuenta Iturriza que un tuki, vestido de seguridad, hace gestos a la multitud, como si pidiera paciencia. En uno de los grupos, alguien lo observa y bromea: “ése debe ser chavista”, a lo que otro le responde: “no te metas con mi tío”. Se produce un silencio algo tenso, hasta que se comprende que también éste era un chiste de chavistas sobre chavistas.  

     La escena es real, pero funciona como metáfora de lo que Iturriza entiende que es el chavismo: una inflexión que hizo posible el ingreso ya no a un estadio, sino a la historia misma, de multitudes largamente silenciadas en la Venezuela del siglo XX. El chavismo sería así la fuerza social que quiebra un bloque histórico conformado por oligarquías que capturan la renta petrolera, una elite política que desde los sesentas se pasa de manos el poder con la regla del voto, y las clases medias a cargo de la dirección cultural. Una fuerza social, entonces, que sobre la huella del “Caracazo” precipita la crisis de esa Venezuela para forjar un proyecto político que lucía extemporáneo: construir el socialismo del siglo XXI con el pueblo de las insurgencias de febrero de 1989. En la nota en la que se cuenta esta historia (“Chávez es tuki”), Iturriza explica este fenómeno como un “severo estremecimiento del orden político y social [que] trae consigo la súbita irrupción de sujetos sociales que hasta entonces permanecían ocultos a los ojos normalizados del ciudadano común”, provocando una conmoción que alcanza enteramente al mundo de la vida, como lo que ocurre a la espera de un partido de beisbol. Y todo ello con una estética que para ese “ciudadano común” es insoportable (pues con “lo peligroso”, dice Iturriza, insurge “sobre todo lo horrible”), pero para el sujeto insurgente es un movimiento alegre, que incluye la risa sobre sí y la carcajada para con el enemigo.

     Las notas de El chavismo salvaje están fechadas entre 2006 y 2012, esto es, comienzan con la reafirmación del socialismo del siglo XXI y culminan en vísperas de la muerte de Chávez. Es el período de tensa (o más que tensa) consolidación del poder político del chavismo. ¿Por qué escribir cuando el chavismo gana casi todas las elecciones?

     Por un lado, para trazar un horizonte de historicidad a la revolución. Iturriza escribe convencido de que se ha producido una situación de desquicio entre una dinámica política colmada de acontecimientos que van produciendo un giro en la historia, y la ausencia de un texto que nombre al sujeto de esta experiencia, que no es Chávez sino el chavismo salvaje. Aquí la primera polémica del libro: para nombrar y narrar al chavismo, hay que crear otra voz, no siempre contradictoria, pero otra voz al fin, que la que inventó Chávez con su gran oratoria y el Aló Presidente.

     Por otro lado, para polemizar con la izquierda “progresista” (venezolana y latinoamericana) que identifica al chavismo con alguna forma de populismo atávico, nacional estalinismo o autoritarismo. Así, mientras por ejemplo Petkoff distingue una “izquierda moderna” (Tabaré Vásquez, Kirchner, Lula y Lagos) y una “izquierda boba” (Castro, Chávez y Morales) en base a una lectura que asume como concluyente la derrota de la Revolución (la “izquierda boba” sería aquella que no toma nota de la derrota de la izquierda latinoamericana en los setenta y del desplome de la URSS en 1989), Iturriza entiende en cambio que en febrero de 1989 comienza la fragua de un sujeto que parte en dos a la historia venezolana, a tal punto que anacrónicas resultan las izquierdas y derechas que desconocen la naturaleza políticamente novedosa de este fenómeno, y revolucionario resulta el periplo de Chávez (que se inicia con la rebelión de militares el 4 F de 1992, pasa por las elecciones de 1998 y alcanza un momento culmine (cúlmine) en el fallido golpe de abril de 2002) en su intento –exitoso- de interpelar a este movimiento, que a su vez tomará en préstamo su nombre y su cuerpo para terminar de constituirse.

     Este sujeto, que antecede a su líder, no es compacto: en “Impensar el 27 F”, Iturriza lo define como “turba”, un tanto para escandalizar las buenas conciencias académicas, otro tanto para dar cuenta de su radical heterogeneidad. Se trata de un actor que (i) “produce una conmoción en el Estado” sin ser reductible a las protestas anti neoliberales ni a la plebe de los “motines de hambre”; (ii) no es ni clase ni lumpemproletariado, sino un “innumerable” distinto a la suma de sus partes; (iii) libra una “guerra inmediatista” contra la “guerra institucionalizada” del Estado; (iv) ocupa las calles con alegría, y por eso es castigado con especial saña al final de la jornada, como si la represión desatada por el Ejército buscara, además de derrotar la rebelión, formatear los hechos de tal modo que se los recuerde con tristeza, culpa y dolor antes que como el momento festivo en que un pueblo se conecta con su potencia; y (v) deja una huella que será surcada por el chavismo, que encontrará en el carácter excepcional de esta situación las condiciones para producir una revolución que se propone esta vez sí unir a Marx con Bolívar.

     Pero sobre todo, Iturriza escribe El chavismo salvaje para lanzar, a partir de este horizonte de historicidad, un puñado de críticas incisivas a la dirección de la revolución bolivariana en el período que analiza el libro, a la que nombra como “chavismo oficialista”. Con ello quiere designar un discurso y accionar (que tiene lugar en distintos niveles, en especial el estado) que opera justamente borrando esta marca de origen disruptiva, como si creyera que la revolución ya ocurrió y sólo resta seguir gestionando en su gloria.

     Este borramiento lo observa Iturriza en varios factores concurrentes. Primero, en la primacía del “partido-maquinaria” sobre el “partido-movimiento”, lo que supone dirimir el problema de la correlación de fuerzas en el terreno electoral (nada más paradójico y contradictorio que este giro, ya que implica recolocar al partido en el centro de la construcción política, algo que rechazaba con furia el chavismo en sus orígenes). No se trata de recusar la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela (2007) sino de advertir, como lo hace Iturriza en “Del partido/maquinaria al partido movimiento” (2010), que el acallamiento de las voces críticas o la reducción de los movimientos sociales a la función de meras “correas de transmisión” de decisiones tomadas en otras instancias debilitan a la revolución, pues supone un ordenamiento de la “democracia intensa” basado en la sustracción de la iniciativa popular.

     Con más dramatismo, Iturriza advierte el borramiento del chavismo salvaje en las dificultades que tiene su veta “oficialista” para reconocer a buhoneros, movimiento de pobladores, motoqueros, grupos juveniles y otros sectores sociales: la televisión oficial, por ejemplo, no registra a estos actores, de igual modo que la vieja política venezolana ignoraba a la “turba”; también lo observa en el repliegue en el estado, que da por sentada la transformación de una maquinaria que, más allá de los laudables intentos para “bypasearlo” por parte de militantes y cierto funcionariado, pervive como una estructura no conmovida aún por la revolución bolivariana, como lo muestra el asesinato de veintiún presos y un familiar causado por la represión militar en el motín de El Rodeo (2011). Se entiende mejor así el gesto político de Iturriza cuando escribe que “Chávez es tuki”: para no olvidar esos orígenes, para no disparar contra los propios.

     La cristalización del “chavismo oficialista” es para Iturriza indiciario de la crisis de la polarización inicial entre chavismo y  oligarquía. Va de la mano con el hastío y la despolitización que exhiben parte de sus bases, pero también con el reacomodamiento de la oposición, que desde su derrota en las elecciones de 2006 apunta menos a denunciar el carácter “atávico” del chavismo que a señalar los problemas de gobierno que se manifiestan en lo cotidiano. En “Contra el malestar” (2008), Iturriza explica este giro opositor (con Capriles a la cabeza) como una estrategia que “consiste en capitalizar un malestar preexistente en la base social de apoyo a la revolución, expandirlo, multiplicarlo y propiciar el desaliento”. De este modo, la oposición toma la iniciativa y se dirige a la propia base social del chavismo para recordarle, desde las pantallas de televisión, que el “híper politizado” discurso bolivariano es incapaz de prevenir problemas como “las calles en mal estado, el familiar que fue asesinado por el hampa o el producto de la canasta familiar que no se consigue en la bodega”. Ante ello, y esto es lo que más preocupa a Iturriza, el chavismo cierra filas sobre sí, se oficializa, y consuma una nueva invisibilización del chavismo salvaje, por la cual el carácter disruptivo del movimiento social es reabsorbido en la figura de Chávez, el estado o el partido.

     Por ello es necesario para Iturriza entablar una repolarización que impida que la lógica del enemigo se metabolice en el movimiento nacional y popular. El argumento tiene un notable parecido de familia con el que Damián Selci defiende, en relación con el kirchnerismo, en Teoría de la militancia; pero si en Selci el cualunquismo, que es el modo en que se halla interiorizado al enemigo, debe ser conjurado con una ardua ascesis que va del militante al cuadro y del cuadro a la organización, en Iturriza la repolarización apunta a reactivar el carácter disruptivo e igualitario del chavismo salvaje. En “¿Qué es el chavismo salvaje?” (2012), su autor deja en claro que sólo el populismo radicalizará al populismo, ya que “si el chavismo es el sujeto de la lucha y el oficialismo el de la crisis de la polarización, el chavismo salvaje es el sujeto de la repolarización”. Podría agregarse que este sujeto de la repolarización encuentra en las Comunas (que ocupan un lugar central en la reflexión de Iturriza en tanto militante de El Maizal, pero que no son tematizadas en el libro) una experiencia política novedosa. En línea con el Chávez que las promueve con ley y Ministerio, que trata de pensarlas en el Aló Teórico N°1 y que más cerca de su muerte le encomienda a Maduro este asunto “como si te encomendara mi vida”, las Comunas son imaginadas como una experiencia igualitaria desde la cual el pueblo heterogéneo de la turba gesta una sociedad nueva –allí donde, en tiempos fordistas y con clases sociales quizás más compactas, las franjas más radicalizadas de las clases trabajadoras pretendían hacerlo desde la fábrica.

     Sin la asunción de esta repolarización, el destino del chavismo, pero también de los movimientos nacionales y populares latinoamericanos, está en peligro. Luego de destacar, en “El chavismo y la segunda oleada” (2009), las transformaciones políticas y sociales acontecidas en la primera década del siglo XXI en Ecuador y Bolivia (y, con matices, en Brasil, Argentina, Uruguay o Chile), Iturriza advierte que estos avances no pueden pensarse como irreversibles, ya que “tarde o temprano habremos de sufrir alguna derrota. O cuatro. [las causas] pueden ser muchas […] acumulación de errores internos, cambios drásticos en las relaciones de fuerza, incapacidad para demoler el viejo Estado o para transformar las relaciones sociales y económicas, freno al proceso de radicalización democrática, repetición de viejos errores del socialismo burocrático. También: desestabilización con apoyo externo, corrupción de funcionarios, atentados, infiltración de fuerzas paramilitares, golpes de Estado, magnicidio, invasión”.

     Si bien El chavismo salvaje se cierra en 2012 (antes de las derrotas electorales de muchos de estos movimientos), Iturriza lo publica en 2016, en un nuevo contexto donde estas razones resultan fundamentales para comprender el cambio de época. También para recordar, con tenacidad militante, que si el chavismo salvaje es el sujeto de la revolución, en él (y no –o no sólo- en las Fuerzas Armadas Bolivarianas, cuyo papel en el chavismo no es indagado en este libro, en lo que constituye su elipsis más notoria) se concentran  las máximas responsabilidades y esperanzas de resistencia en tiempos de asedio imperialista.

     Escrito para narrar a un pueblo, El chavismo salvaje deja también evidencias de la excepcionalidad de su líder. Tal vez pueda trazarse en este punto un paralelismo entre Iturriza y Jauretche (muy citado en este libro): por la “mancha temática” que recorre ambas obras (la que atiende a los efectos revolucionarios que se desencadenan cuando el “país real” se subleva al “país formal”), pero también por sus colocaciones polémicas ante líderes que a la vez admiran: Chávez y Perón. Esa admiración se funda en un amor popular que, sin relegar reclamos, se manifiesta de manera sentida, como en el “Chávez nuestro” de Morjiatta Gottopo que Iturriza publica en su blog “Saber y poder”, donde se le ruega a Chávez que por favor no muera: “Chávez nuestro que estás quién sabe dónde siendo mutilado / No nos dejes con estos cabrones de la economía de mercado / No nos dejes con estos cínicos ni con estos desalmados / Permítenos tenerte arrechera por las veces que te has equivocado / Chávez nuestro demuestra que eres tan solo un humano y sálvate y sálvanos / De ser unos descerebrados”.

     Si El chavismo salvaje permite entender el quiebre político que el chavismo produjo en la historia venezolana, su audacia para construir socialismo con los que nunca aparecían en el “conteo”, pero también sus límites y dilemas: ¿ofrece asimismo pistas para comprender la delicada situación de estos días, signada por la muerte de Chávez pero también por una crisis social y económica de envergadura, con la contracción brutal de su producto bruto, el quiebre de su aparato productivo, el desplome del salario mínimo, y la hiperinflación incontrolada -todo ello sobredeterminado por las represalias norteamericanas que parecen no tener otro objetivo que el de provocar la hambruna del pueblo venezolano?

     Bajo una presión internacional fenomenal, la oposición venezolana ha vuelto a jugar sus cartas a la ruptura interna de las Fuerzas Armadas Bolivarianas o a la intervención militar extranjera directa. Lo que subyace a este accionar es la identificación plena del chavismo con un aparato militar, pues se imagina que la derrota del chavismo supone o bien desarticular ese aparato, o bien destrozarlo con una fuerza extranjera. Se trata, pues, de una nueva invisibilización del chavismo salvaje. Por eso éste es un libro aún hoy vigente: permite entender por qué, en un escenario brutalmente desfavorable, una franja importante del pueblo venezolano sigue reconociéndose protagonista de la revolución bolivariana, en tanto experiencia de politización intensa amasada por quienes no formaban parte del conteo en el viejo sistema de partidos.

MATÍAS FARÍAS

Graduado en Filosofía, es docente en la UBA y en la Universidad Nacional de José C. Paz. Integra el equipo “Educación y Memoria” del Ministerio de Educación de la Nación. En su último libro, que comparte con Guillermo Korn, trabaja sobre el pensamiento de José Martí.

El joven Karl Marx, de Raoul Peck

CINE

JULIA ROSEMBERG


El joven Karl Marx (2017)
de Raoul Peck

    

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     Los aniversarios redondos suelen motivar homenajes. Y en el siglo XXI, dispositivos digitales mediante, una de las formas más recurrentes de canalizarlos es la de los audiovisuales. En 2017 fueron el centenario de la Revolución Rusa y los 150 años de la primera edición de El capital, el año siguiente fue el bicentenario del nacimiento de Karl Marx y se cumplieron 170 años de la publicación de uno de sus textos clave: el Manifiesto Comunista. En este contexto salieron numerosas producciones que rememoran aspectos de lo que podríamos englobar bajo la palabra comunismo: la polémica serie que hizo un canal de televisión ruso sobre León Trotsky luego subida a Netflix, una muestra alemana sobre la vida cotidiana en la RDA, hasta dibujos animados chinos sobre la vida de Karl Marx. ¿Volvió el fantasma en formato 2.0?

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     En 2017 se estrenó una película titulada El joven Karl Marx. Su director es Raoul Peck, nacido en Haití, donde fue ministro de cultura en los 90 durante el breve gobierno de Rosny Smarth. Pero buena parte de su trayectoria la recorrió en Europa: estudió en Alemania y en la actualidad vive en Francia donde dirige una escuela de cine. Una de sus películas estuvo nominada al Oscar, el documental No soy tu negro, basada en el intelectual afroamericano y homosexual James Baldwin quien tuvo al racismo como el eje principal de su pensamiento. Dato de color: en esta película aparece de manera muy breve Barack Obama luego de un fragmento de entrevista a Baldwin donde dice que espera que alguna vez haya un presidente estadounidense que sea negro. No sabemos de todos modos qué habría pensado Baldwin de Obama, murió en 1987. Estas dos películas de Peck fueron hechas con una distancia temporal casi minúscula. Sin embargo la diferencia entre ellas es grande y no sólo porque una es ficción y la otra documental. Mientras Peck leyó desde muy chico a Baldwin y lo menciona como una de las lecturas que marcaron su vida, cuenta que conoció a Marx ya de grande, gracias a la universidad alemana en donde se lo enseñaron “de una manera nada dogmática, sí muy académica”.

     El joven Karl Marx aborda un momento recortado de la vida del pensador alemán, aquel que va de 1843 a 1848, cuando tenía de 25 a 30 años. La trama, centrada en él, permite que se lo enaltezca aunque sin exageraciones, no hay épica, más bien la apuesta es “humanizar” al personaje. En cambio, el que será su compañero de aventuras es retratado con una pizca de sorna: un jovencito rico que sostiene a Marx. Nos referimos a Friedrich Engels. Son los inicios de esta dupla lo que registra la película, cómo comienza esta sociedad y activan políticamente a la par del trabajo intelectual. En las últimas escenas emprenden un nuevo desafío, el de escribir un manifiesto, hasta ahí llega Peck. Todo esto es narrado bajo la pretensión de realizar una reconstrucción exigente y atada a los hechos. La ropa, los muebles, el vocabulario, todo está en función de trasladar a los espectadores a mediados del siglo XIX. A priori parecería no haber marcas del presente, o si las hay, son difíciles de detectar. Quizás una de ellas sea, feminismo en alza mediante, la importancia que se le da a Jenny, la mujer de Marx, una figura que suele pasar desapercibida. Pero más allá de eso, a diferencia del juego planteado con Obama en el documental, en esta película se busca una narración desligada de todo tiempo posterior, de todo anacronismo. “Políticamente no ha pasado nada importante después de Marx” dijo el director en una entrevista y ese parece ser el espíritu de la ficción. Como no ha pasado nada importante en este siglo y medio, nada que valga una relectura siquiera, hay que volver a él. Un volver sin mediaciones que da como resultado un Marx que le habla a un mundo que ya no es -exactamente- el nuestro, el del trabajo clásico, la fábrica en donde patrones están frente a frente con sus explotados. Es ahí donde el marxismo se mueve como pez en el agua, ninguna pista o guiño acerca de cómo eso se articula con el presente de precarización, de burnout o de liquidez laboral y, porqué no, de clase. El joven Marx de esta película parece no hablar nuestra lengua. ¿A qué sujeto se dirige Peck? Al borde de la reliquia. (…Peck, al borde de la reliquia?).

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     En este sentido, sin buscarlo, la película plantea un dilema que tiene que ver con la forma en que está narrada, con su estética, con su planteo lineal y recortado. A 200 años del nacimiento de Marx, ¿cómo sería justo recordarlo? ¿Cómo debería ser una película que le haga justicia a semejante figura? La de Peck es una película que en el sentido formal podríamos decir que es correcta, incluso de baja intensidad. ¿Cómo se retrata a una persona que lo revolvió todo? Las viejas tensiones de conjugar forma y contenido. Hay un antecedente en donde la preocupación por esta pregunta es central, y estuvo como podía esperarse, ligado a las vanguardias estéticas. Sergei Eisenstein, el director de cine soviético, comenzó a armar una película sobre El Capital que nunca llegó a realizar. A partir de sus notas, Alexander Kluge, director de cine alemán, hizo en el 2008 un trabajo colosal titulado Noticias sobre la Antigüedad Ideológica: Marx-Eisenstein-El Capital. Se trata de una película de 9 horas (!) en donde hay un intento estético y de contenido de releer a Marx, que también busca sacudir el género cinematográfico. Ahora bien, se trata de una apuesta destinada a ser vista casi exclusivamente por cinéfilos. Lejos quedó la voluntad de masividad de Eisenstein. Pero también lejos de la lógica Netflix y el consumo de plataformas.

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     Si algo nos permite pensar esta película no tiene tanto que ver con su trama o con su estética, sino con el hecho mismo de que haya tenido lugar. Nos devuelve una pregunta acerca de por qué en los últimos tiempos hay un creciente interés por Marx, que no es sólo de los sectores clásicos, los ligados al pensamiento de izquierda. Una sumatoria simbólica: entre numerosas publicaciones, el diario británico London Times en el 2008 titulaba una de sus notas “Ha vuelto” en referencia a Marx, en Alemania El Capital aumentó sus ventas y llegó a estar entre los libro más vendidos. Hasta el entonces presidente de Francia Nicolás Sarkozy y el Papa Benedicto XVI refirieron de alguna manera al pensador alemán. Si en 1989 Fukuyama y su fin de la historia habían decretado la derrota final del marxismo, y la larga década de los 90 parecía confirmarlo a cada momento, ¿desde cuándo podemos ubicar este retorno a Marx? Sin dudas la fecha clave, lo detectó Eric Hobsbawm antes de morir, es el 2008 y la nueva crisis global del capitalismo. ¿Por qué se dio este regreso? Por empezar hay que volver a 1989: a partir de ese año el comunismo dejó de ser el peligro tan temido. Bajo el reino sin sombras del capitalismo feroz del siglo XXI, Marx ya no es el gran ogro. Se puede volver a él sin amenazas. Pero hay algo más. En la que será una de sus últimas entrevistas, Hobsbawm dice que Marx es retomado post 2008 por sus aciertos en la lectura económica. Porque está claro que si no se cumplió con la derrota del capitalismo en pos de una sociedad más igualitaria tal como auguraban algunos de sus textos, sí se cumplieron muchos otros de sus análisis. Fundamentalmente que el capitalismo es inestable, que tiene crisis cíclicas, cosa que durante la hegemonía del extremo mercado de los ’80 y ’90 era inconcebible. Entonces, el 2008 como el nuevo 1929: una crisis económica que dispara profundos cambios políticos, culturales y sociales.

     Volviendo a Peck, comenta en una entrevista realizada el año pasado que “hace diez años el mundo tenía una especie de tabú hacia todo lo que era Marx, el comunismo, la lucha de clases. Y si abrías la boca, tú eras un extremista o alguien que estaba en contra de la democracia (y había insultos). Pero eso cambió hacia 2008, cuando la crisis financiera: muchas revistas económicas, incluso las más conservadoras, como The Economist, incluyeron a Marx en su portada. Lo que había comenzado para mí como un proyecto muy complicado, de repente, era realista”. El 2008 y su crisis económica, entonces, permitió esta vuelta a Marx. Sólo que parece ser una vuelta con un potencial discutible, herbívora. ¿Podrá ser consumido por el propio capitalismo como una mercancía más? ¿Estará su cara en todas las remeras? O, de otra manera pero parecido: caída la posibilidad de una concreción política que lo llene de barro, ¿se convertirá en pura erudición academicista?

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     El joven Karl Marx parece ir a tono con la tendencia de la izquierda en el mundo de encerrarse en una profunda nostalgia que le impide ya no imaginar futuros sino siquiera pensar el presente. Así, el pasado no tendría fuerza alguna, imposibilitado de conectar con fuerzas que lo activen. Pero siempre hay excepciones. A lo largo del 2018 desde la vicepresidencia de Bolivia se organizaron numerosas actividades para conmemorar el bicentenario de Marx. Entre ellas la reedición de los apuntes del pensador alemán sobre la comunidad agraria andina, y se realizaron una gran cantidad de charlas, una de ellas titulada “por qué un joven de 20 años debe leer, hoy, a Carlos Marx” llevada a cabo por Álvaro García Linera. Además, se organizaron proyecciones gratuitas de El joven Karl Marx en distintos puntos del país andino. La experiencia de los gobiernos populares de los últimos años de América Latina da cuenta de que lo que se emprende en esta nueva hora de pura hegemonía capitalista es tan frágil y requiere de tanta creatividad que nada del pasado de los vencidos puede darse por muerto o, en su versión siglo XXI, convertido en consumo 2.0.

JULIA ROSEMBERG

Profesora de historia en la Universidad Nacional de José C. Paz.

Sobre. Una anti-revista en el año del Cordobazo

REVISTA

ANA LONGONI


SOBRE (1969)
una anti-revista

en el año del Cordobazo

 

     En 1969, un pequeño y heterogéneo grupo de artistas e intelectuales publican y hacen circular (semi) clandestinamente lo que definen como una “anti-revista”: SOBRE la cultura de la liberación. La publicación tuvo una vida breve (apenas dos números, uno en mayo y otro en julio de ese año), justo en medio de la conmoción del Cordobazo.

     SOBRE era justamente un sobre de papel manila, que llevaba impreso en mimeógrafo, en una de sus caras, un índice y, en la otra, un breve y contundente manifiesto-editorial que decía: “A SOBRE no lo queremos intacto / queremos que se deshaga, / que se gaste, / que se arroje como una granada: / QUE SEA UN ARMA”. Adentro, se reunía una suma de materiales de formatos y orígenes diversos: artículos, entrevistas, testimonios, historietas, afiches, etcétera.

     “Antes que una revista hermética, SOBRE es cuando más un receptáculo que contendrá y difundirá la acción y el pensamiento de todos los intelectuales revolucionarios”, dice la presentación del segundo número. Junto a esa amplitud, que caracteriza muchas experiencias artístico-políticas en esa coyuntura, lo singular del planteo de SOBRE es el explícito llamado a sus lectores a romper la unidad del material, a incorporar y extraer lo que se quiera, a darle un uso que exceda, largamente, la lectura solitaria.

     ¿Quiénes promovían SOBRE? Entre otros, Roberto Jacoby, artista plástico de la vanguardia de los años ’60, impulsor del grupo Arte de los Medios (junto con Raúl Escari y Eduardo Costa), y uno de los protagonistas porteños de la conocida acción artístico-política colectiva Tucumán Arde. Octavio Getino y Fernando Solanas, integrantes del grupo Cine Liberación, quienes habían concluido en 1968 la realización del film La hora de los hornos. Antonio Caparrós, psicoanalista, que integraba el grupo Psicólogos para la Liberación. Y Beatriz Balvé, poeta y artista, también colaboradora en Tucumán Arde. Todos ellos habían confluido desde mayo de 1968 en torno a la CGT de los Argentinos, que convocó al encuentro de artistas e intelectuales con el sindicalismo combativo.

     A fines de 1968, la clausura de la muestra de Tucumán Arde en la sede de la CGT de Buenos Aires, ocasionada por presiones de la dictadura de Onganía amenazando con quitar la personería jurídica al sindicato de Gráficos, había interrumpido el proceso de la obra: luego de una etapa de investigación in situ en Tucumán asolada por una durísima crisis a causa del cierre de ingenios azucareros y de una campaña masiva de incógnita llamando la atención pública antes de la apertura de la muestra en la CGT de Rosario, faltaban aún otras dos muestras, en Córdoba y Santa Fe, y una última etapa de conclusiones reunidas en una publicación. Se evidenciaban “los límites de lo legal”, como señala el balance publicado en SOBRE nº 1: la frágil legalidad de la central obrera, el escaso resguardo que podía brindar a las acciones políticas que emprendían los artistas. La circulación clandestina de La hora de los hornos, apoyada en un extendido circuito subterráneo de colaboradores, señalaba otro camino para la acción político-cultural, menos expuesto a la represión, a la censura y la autocensura.

     Así, el grupo optó por realizar esta publicación (semi) clandestina. Si bien extraen algunos materiales del semanario CGT, la autonomía del grupo respecto de la central obrera le da libertad en la selección de los materiales y en los circuitos de distribución. SOBRE circulaba de mano en mano, fuera del circuito comercial, constituyendo “redes de difusión radicalmente diferentes”.

     Los creadores de SOBRE insertan esta propuesta en la constitución de “un arte clandestino”, integrado a la “cultura de la subversión”. La organización interna del grupo adopta códigos propios de militancia política radicalizada. Roberto Jacoby describe irónicamente: “(éramos) un grupo de artista revolucionarios ultraclandestino. (…) Éramos una organización subversiva” (Entrevista, 1993). Y Octavio Getino dice: “El SOBRE estaba para ser destruido… es como una granada, está para que explote. Y explotar, ¿qué significa? Que esto no es ya una revista, como diseño. La preocupación nuestra no sólo era lo que decíamos sino también de qué manera podemos innovar en un diseño acorde con las nuevas ideas que planteábamos; entonces evidentemente esto es una granada y explota, porque tienes que empezar a recoger los fragmentos…” (Entrevista de M. Mestman, 1993).La forma de circular del material, la posibilidad de camuflar SOBRE dentro de otro sobre, el anonimato de los editores y su instrucción explícita a los lectores de dispersar el material “como las esquirlas de una granada”. La imagen no describe sólo el efecto deseado de SOBRE en la conciencia de los lectores; alude también a su forma de funcionamiento: SOBRE explota y origina una multitud de fragmentos disímiles que se incrustan en distintos espacios.

     “Empezamos a tener conversaciones en función de crear un material gráfico de difusión. No con el concepto de revista porque considerábamos que era un canal muy institucionalizado… Los sobres circulaban de mano en mano. Se hacían 100 o 200 afiches del Che Guevara y se metían adentro, y esos materiales terminaban circulando por fuera del sobre. No nos importaba la unidad. La idea era justamente esa, que cada lector se quedara con algo de lo que había adentro” (Entrevista, 1993).

     La ruptura premeditada de la unidad del artefacto, el estallido de los materiales reunidos remiten a su condición de “anti-revista”. La contraposición sobre/revista era el punto de partida del proyecto: interesaba hallar las formas de circulación no institucionalizadas a través de un formato que no preservara la unidad sino el aprovechamiento de cada parte.

     La opción por el formato “sobre” no es una simple cuestión de diseño. La diferencia entre una revista tradicional y SOBRE está en el lugar asignado al lector, que puede deshacer y rehacer el SOBRE, incorporar un material, extraer otro —y darle un destino distinto. Proseguir la cadena de lectores. Interrumpirla. Sobre desarmable, intercambiable, sobre abierto. Se puede pensar a SOBRE como la materialización de la “obra abierta” de Umberto Eco, tan en boga entonces: “La poética de la obra ‘abierta’ tiende a promover en el intérprete ‘actos de libertad consciente’, a colocarlo como centro activo de una red de relaciones inagotables” (Umberto Eco, Obra abierta, Planeta-Agostini, Barcelona, 1984, pp. 66-67).

     Justamente la intervención del lector es alentada en forma casi imperativa por los creadores de la publicación: “SOBRE no es sólo para leer: / es para usar / No lo guarde en un cajón ni lo coleccione en su biblioteca. / Lo que SOBRE contiene se puede clavar, colgar, pegar en su casa, en los baños, en la calle, / puede dejarlo olvidado en lugares específicos, / puede repartirlo a sus amigos o enemigos”.

     La concepción del lector como coautor está en correlación directa con la desaparición de las marcas del autor como entidad individual. Las notas no están firmadas, no hay comité editorial ni secretarios de redacción. La figura del autor es reemplazada por un cuerpo colectivo y anónimo, incluso apócrifo.

     Dentro de la miscelánea de materiales incluidos en los dos números de SOBRE (notas propias, tipeadas desprolijamente, mezcladas con la reproducción de notas ajenas —provenientes del semanario CGT, de revistas internacionales, o colaboraciones varias—es significativa una carta manuscrita, firmada por Juan Antonio (su apellido aparece protectoramente tachado), que narra desde la perspectiva de un testigo los incidentes del Rosariazo, porque “hay un montón de cosas que no salieron en los diarios y en la tele y que sólo los que estuvimos desde adentro lo hemos vivido”.

     Sin embargo, el objetivo primordial de SOBRE no es develar lo que los medios no dicen, hacer circular “la verdad” de la noticia o “contrainformar” —como sí se planteaban explícitamente Tucumán Arde y La hora de los hornos. El hincapié está puesto en impulsar a la acción, incluso a costa de romper los acuerdos esperables de un pacto de lectura tradicional en el género periodístico. En este aspecto, es clave la nota que se anuncia desde la cubierta del SOBRE 1: “Teatro de guerrillas en Buenos Aires!!!”. El efecto “noticia” (subrayado por los signos de exclamación del título) se acentúa en el texto, que empieza relatando “dos obras, dos actos”. “Días pasados tuvieron lugar en calles céntricas porteñas dos experiencias teatrales que sorprendieron a espectadores desprevenidos”, empieza el artículo. “Su carácter agresivo hizo que no tuvieran cabida en los diarios o revistas del sistema”. Y pasa a relatar las “representaciones-acciones”: la primera, una serie de actores amordazados que dejaban suelto un cerdo emplumado en la avenida Corrientes, en contra de la Ley 18.019 (de represión cinematográfica); la segunda, en Florida y Diagonal, donde un actor simulaba una agresión contra un “cabecita negra” (otro actor), para desencadenar entre los paseantes una discusión sobre la crisis tucumana. Como cierre de la nota, una “aclaración” que desconcierta: “estas dos experiencias ‘teatrales’ no han ocurrido y son sólo producto de la imaginación. (Pero) ¿No son necesarias hoy?”. El abrupto quiebre de registro en la desmentida final es shockeante, y ese es justamente su propósito. No se trata de una noticia, pero tampoco de un relato ficcional: el apócrifo es un llamado a la acción.

     Otro recurso empleado en SOBRE consiste en la apropiación del discurso del otro. Es llamativo que el único material repetido en los dos números sea un bando de 1819, escrito por el general San Martín a los “compañeros del exercito de los Andes”, llamando a hacer la guerra con los mayores sacrificios “hasta ver el país enteramente libre”. Este material era distribuido a los asistentes en algunas proyecciones clandestinas de La hora de los hornos. La operación de relectura de las palabras del “padre de la patria”, legitimando la vía armada en una segunda guerra de independencia, queda en manos del lector.

     Pero hay otro material apropiado (“secuestrado”) por los editores: el del enemigo. El SOBRE nº 2 traía un grueso cuadernillo titulado “Lucha contra el terrorismo”, de Hamilton Alberto Díaz, Teniente Coronel de Caballería y Oficial de Informaciones. Título y autor de este material aparecen anunciados en la tapa del sobre sin aclaración alguna, como si se tratase de un artículo más. Incluía, también, un completo organigrama sobre la resistencia peronista entre 1958 y 1961, donde se detallaban los nombres y apellidos (y los alias) de los integrantes, la posición jerárquica, y las acciones realizadas de cada una de las células y comandos en cada provincia. Al poner en circulación estos documentos confidenciales de los servicios de información del Estado, sacan provecho de la clandestinidad y operan con la lógica de socializar todos los datos que se filtren: si la inteligencia militar lo sabe, mejor que lo sepamos todos.

     En una época plagada de publicaciones político-culturales, SOBRE logró un impacto considerable. Muchos de sus materiales tuvieron una importante circulación autónoma, y no pocos recuerdan cómo recibieron, guardaron o hicieron circular el sobre. Sin embargo, es inusual encontrar análisis de esta publicación, quizá porque es difícil encontrarla. Haciendo caso, al pie de la letra, a las indicaciones de la portada del primer número (“si al cabo de una semana SOBRE está intacto / y usted no ha discutido, no ha pensado, no se ha reunido / PARA HACER ALGO / es que no ha sabido usarlo / en cuyo caso, por favor, no lo compre más: / hay muy pocos ejemplares circulando”), casi nadie —ni los propios impulsores de la idea— conservaban completo un ejemplar.

     En los años siguientes aparecieron algunas publicaciones con un diseño parecido. Por ejemplo, la “revista-sobre” Barrilete o la colección de “poemarios-sobre” de la editorial Papeles de Buenos Aires, dirigidos por Roberto Santoro, poeta vinculado al PRT-ERP. Pero, aunque el formato es similar, los contrastes son notorios. Todas y cada una de las páginas de Barrilete llevan el logo de la revista y el nombre del autor del poema, cuento, partitura, guión teatral o cinematográfico, dibujo, chiste o crónica. En el caso de los poemarios, se trata de una estructura cerrada: un solo autor, un título y un homogéneo bloque de papeles y tipografía conforma una unidad que difícilmente convoque a ser desarticulada.

     En medio del clima de radicalización de los tiempos del Cordobazo, SOBRE supone una aguda crítica política a los medios masivos, no solo por el desplazamiento de la idea de revista. Como puede vislumbrarse en el conocido “antiafiche” que Roberto Jacoby insertó sin firma en SOBRE nº 1, una serigrafía que apela a la imagen más conocida del Che Guevara (basada en la famosa foto de Korda) “un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared” y produce un incómodo artefacto: un afiche que reclama no ser usado como tal. Habilita dos lecturas: por un lado, se puede entender como un llamado a la acción (hay que continuar la lucha del guerrillero asesinado, para que su sacrificio tenga sentido: “ha muerto un revolucionario, ¡viva la revolución!”). Pero, a la vez, el antiafiche propone un temprano señalamiento de la mitificación mediática del guerrillero heroico, su conversión en ícono publicitario.

 

     NOTA: Este texto recupera y actualiza parte de un viejo artículo aparecido en la revista Causas y Azares (Año I, Nº 2, Buenos Aires, otoño de 1995, pp. 136-143). Agradezco a Roberto Pittaluga el impulso de rescatarlo.

ANA LONGONI

Profesora de la Universidad de Buenos Aires, trabaja sobre los cruces entre arte y política en la Argentina y América Latina. Autora de numerosos libros y curadora, entre otras, de la exposición “Roberto Jacoby. El deseo nace del derrumbe”. Se desempeña como directora de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía (Madrid).