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La llamada. Un retrato (2024), Guerriero

CRÓNICA/TESTIMONIO/BIOGRAFÍA

EMILIO CRENZEL


La llamada. Un retrato (2024)
de Leila Guerriero

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     La llamada. Un retrato es el título de un libro que ha alcanzado un singular éxito de ventas en la Argentina, donde va por su novena edición, y en España donde lleva vendidos más de 30 mil ejemplares. En base al libro, además, se está filmando una película. Este suceso editorial, y su posible versión cinematográfica, evidencian que las historias y legados de la desaparición forzada de personas siguen concitando interés en el país y, al igual que la película Argentina 1985, también convocan la atención trasnacional. Por ello, este libro constituye un objeto de estudio significativo.    

     La llamada se basa en una serie de conversaciones que mantuvo la reconocida escritora Leila Guerriero con Silvia Labayru, militante montonera secuestrada durante la dictadura, en diciembre de 1976, cuando contaba con 20 años y cursaba un embarazo de seis meses. Labayru sobrevivió a la Escuela de Mecánica de la Armada donde durante su cautiverio dio a luz, padeció la tortura y violaciones reiteradas. 

     De este modo, el libro se incorpora a una extensa producción testimonial y, en menor medida, académica centrada en la figura de los sobrevivientes de los centros clandestinos de detención.

     Los sobrevivientes y sus testimonios hicieron su aparición pública durante la dictadura. Se trataba de personas que, en su inmensa mayoría, fueron liberadas por sus captores cuando no existían en el país ni presiones políticas o militares que forzaran sus liberaciones ni la democracia era una alternativa del escenario político. En el caso que nos ocupa, Labayru fue liberada de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y partió rumbo a España a mediados de 1978. Esta particularidad distinguió a los sobrevivientes argentinos de sus pares de otras experiencias concentracionarias y, como se ha propuesto en diversas investigaciones, suscitó sospechas, interrogantes y rechazos en el movimiento de denuncia de la dictadura. 

     Tampoco seré original al señalar que los testimonios de los sobrevivientes han sido y son claves en las causas por delitos de lesa humanidad. Sin sus voces sería imposible reconstruir lo ocurrido en los centros clandestinos, saber de los desaparecidos que compartieron con ellos cautiverio y la identidad de los responsables de secuestros, torturas y asesinatos. 

     La llamada tiene por centro a esta figura. A una de sus expresiones posibles ya que hay muchos sobrevivientes y hubo muchas formas de sobrevivir. Propongo que este libro la aborda a través de una conversación novelada.   

     Conversación novelada sostengo, más que entrevista, en función de las características que asume la narración que va urdiendo el retrato de Labayru. Es decir, del particular contrato de lectura que nos propone Guerriero a partir de la relación que estableció en su condición de autora con la protagonista de su libro. 

     En sus excesivas cuatrocientas páginas la obra exhibe la constitución de una relación personal, próxima a la amistad, entre ambas en la que se va eliminando la distancia entre la interesada en conocer los pliegos de una vida singular y su objeto de estudio. Este acercamiento, que trasciende la empatía con quien atravesó una experiencia límite, se manifiesta en las crecientes ocasiones sociales compartidas, en la inclusión de Guerriero en el mundo familiar e íntimo de Labayru pero, sobre todo, en el efecto de fascinación por Labayru que anula en la autora toda perspectiva crítica respecto de los núcleos medulares de su experiencia. 

      Ello se verifica en el tono y el contenido de los intercambios que sostienen, en los que se percibe a Guerriero deslumbrada por el personaje hasta quedar atrapada por las experiencias límite que transitó. A decir verdad, esta captura no se limita a la atracción que provoca su relato sobre su experiencia como detenida-desaparecida en el tenebroso casino de oficiales de la ESMA. Se alimenta en la frecuencia y características de los encuentros sociales compartidos, en la curiosidad que trasunta la autora y en la disponibilidad de Labayru para compartir los avatares de su vida amorosa y sexual, hacerla parte de su núcleo familiar y de su círculo de amigos -artistas e intelectuales con quienes se inició en la militancia en el Colegio Nacional de Buenos Aires- y en la exposición abierta de sus condiciones materiales de vida propias de la pequeña burguesía acomodada de carácter trasnacional.

     Ese ambiente envolvente en torno a su figura, a sus experiencias límites pero también a las banales a mi juicio le impide a Guerriero aproximarse críticamente a su testimonio. Por cierto, no es solo una dificultad presente en esta conversación novelada. La podemos encontrar en entrevistas posteriores que diversos periodistas le realizaron a Labayru con motivo del libro e incluso, también, en ciertos trabajos académicos que abordan como objeto de estudio a los sobrevivientes de los centros clandestinos. Sin embargo en el caso de Guerriero, que poco conoce de esa historia, ese rasgo se acentúa más. 

     Esta carencia de distancia se traduce en la ausencia de preguntas básicas que pongan en tensión el relato de Labayru, como si ir más allá de la rendición ante el impacto abrumador de su experiencia límite vulnerara las fronteras tácitas de la ética.

     El testimonio de Labayru en La llamada reproduce ciertos trazos del discurso canónico de los sobrevivientes por ejemplo cuando prolonga un argumento transitado por otros/as ex cautivos en los centros clandestinos: “no sé porque sobreviví”. 

     Sin embargo se distingue de ese corpus. Trasciende esa afirmación e intenta responderse esa pregunta proponiendo como causas su belleza física o razones contingentes: la respuesta que dio su padre militar cuando, al llamarlo desde la ESMA, vociferó contra los montoneros episodio que da título al libro y que es propuesto como  clave para entender la liberación de la protagonista. De este modo, las razones de su sobrevivencia nunca se deben a su propia agencia. “Yo no entregué a nadie”, afirma. 

     Guerriero no indaga sobre esta cuestión. No pregunta sobre el momento en que Labayru comienza a colaborar bajo presión con los marinos, su integración al “mini staff”. Pero, sobre todo, tampoco interroga en profundidad sobre un episodio clave: su participación en el secuestro, fingiendo ser hermana del capitán Alfredo Astiz quien también con un nombre falso se presentaba como hermano de una desaparecida, del núcleo inicial de Madres de Plaza de Mayo y de su pequeño círculo solidario compuesto entre otros/as por las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet. 

     Por el contrario, Guerriero acepta la forma de semantizar este episodio por parte de Labayru quien solo menciona entre las víctimas a las monjas francesas, obliterando en todas las ocasiones la desaparición en ese hecho de familiares de desaparecidos entre quienes se contaba la entonces presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor de De Vincenti. 

     ¿Culpa? ¿Pero por qué culpa, coño? Responde taxativa Labayru. De este modo, no emerge en su testimonio ese sentimiento, ni el de la responsabilidad. Tampoco manifiesta dilema moral alguno a diferencia de otros sobrevivientes como Mario Villani quien relató con valentía la disyuntiva que atravesó cuando, estando cautivo en el centro clandestino, los represores le encomendaron arreglar una picana. 

     Guerriero no explora esas ausencias, no manifiesta voluntad de interrogarlas. Pareciera aceptar que no se pueden abrir juicios morales sobre las actitudes en situaciones límite frase que conlleva, por cierto, un juicio moral que obra como interdicto de cualquier posibilidad de pensar el mundo de los centros clandestinos y el de los sobrevivientes.   

     En el testimonio de Labayru, en cambio, estos juicios abundan. Ella se los permite y quien conversa con ella no visualiza, en ese acto, contradicción alguna con la negativa a realizarlos respecto de su propia experiencia. Las entendibles críticas de carácter político y moral a Montoneros, pero en especial las que dirige –carente por completo de empatía- hacia las organizaciones de derechos humanos, la referencia irónica “a los ex compañeritos” que, según ella, no reconocen su aporte al enjuiciamiento y castigo de las violaciones sexuales perpetradas en los centros clandestinos, su valoración positiva de los capitanes Pernías y Astiz quienes, según afirma, “la trataron mejor y la ayudaron más”, no forman parte de aquello sobre lo que Guerriero decidió preguntar con detenimiento y profundidad. 

     Tampoco la autora indagó qué ideas o prácticas condujeron al entonces marido de Labayru a sostener que ella manifestaba el “Síndrome de Estocolmo” tras su salida de la ESMA cuestión que, si realmente ocurrió, sin dudas debió potenciar el rechazo que rodeaba a su figura entre el exilio político. 

     El carácter acrítico de la conversación que se desenvuelve a lo largo del libro, y que conlleva la absolutización del testimonio de Labayru, se revela además en el hecho de  que Guerriero no buscó entrevistar, y con ello contrastar, su testimonio con el de otros sobrevivientes de la ESMA que no formaron parte del “Staff” o del “Mini Staff” o con sobrevivientes del secuestro en la Iglesia de la Santa Cruz. Tampoco buscó la palabra de familiares de esas víctimas, como Cecilia De Vincenti, hija de Azucena primera presidenta de Madres de Plaza de Mayo quien hasta hace unos meses no había leído, ni pensaba leer, el libro. 

     Estos testimonios permitirían poner en foco las tensiones que existen en torno a las acciones de Labayru al interior del nosotros que denuncia el terrorismo de Estado y dar cuenta de las consecuencias de los actos más allá de la consciencia que, sobre ellos, tienen sus autores. 

     En síntesis, propongo este comentario como puente para pensar con lentes desnaturalizados el universo concentracionario, los testimonios de sus víctimas y sus experiencias evitando la condena moral pero, al mismo tiempo, la complacencia acrítica fruto de la terrible experiencia de violencia que padecieron. 

     Por cierto el desafío no es menor. Claude Lanzmann en el documental El último de los injustos (2013) abordó ese reto. Entrevistó al rabino Benjamín Murmelstein, último presidente del Consejo Judío del gueto y campo de concentración de Theresienstadt. Murmelstein tuvo un trato frecuente con Adolf Eichmann, desestimó de plano su banalidad y fue, como mediación entre los verdugos y esa comunidad judía, víctima y a la vez eslabón de la máquina de exterminio. 

     En ese documental Lanzmann renuncia a sus rígidos principios estéticos, incluye material de archivo, incluso propaganda nazi, interroga sin concesiones y no deja de presentar las ambivalencias del personaje. Sus preguntas trascienden los lugares comunes y los interdictos para exponer las luces y sombras de quienes actuaron en experiencias límite signadas por violencias extremas pero que, sin embargo, plantean dilemas que nos interpelan hasta hoy. 

     La compasión, el desafío de asumir responsabilidades y la necesidad de comprender son algunas de las dimensiones sobre las que La llamada no propone un análisis en profundidad. Opacadas por el fulgor de las conversaciones frívolas, el discurrir de los amantes y los avatares de la vida acomodada de la clase media transnacional quedan a la espera de que los lectores las adviertan como parte de los retos significativos que, justamente, plantean estas experiencias que vulneran los marcos jurídicos y morales en los que aún nos reconocemos. 

EMILIO CRENZEL

Doctor en Ciencias Sociales, Investigador del CONICET y profesor de la Carrera de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires

La llamada. Un retrato (2024), Guerriero

CRÓNICA/TESTIMONIO/BIOGRAFÍA

SANTIAGO CUETO RÚA


La llamada. Un retrato (2024)
de Leila Guerriero

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El horror y el estigma

Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa. 

 

Leila Guerriero

1 La llamada es un libro escrito por Leila Guerriero que reconstruye la historia de Silvia Labayru, militante de Montoneros que a los 20 años, embarazada de seis meses, ingresó secuestrada a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde estuvo desaparecida durante un año y medio. En ese período, además de haber parido a su hija en condiciones inhumanas, Labayru fue torturada y violada sistemáticamente por sus secuestradores.

     La historia de vida de Labayru, reconstruida por Guerriero, incluye una multiplicidad de experiencias, la más relevante de las cuales es su condición de ex detenida desaparecida. El libro recupera la militancia política de la protagonista, sus amores, su particular vínculo con los hombres, la relación con sus hijos/as y las cualidades de su pertenencia de clase; muestra también el vínculo entre dos mujeres -la autora y la protagonista- que quizás se estimen más de lo que se explicita en el texto. 

     Cada uno de los temas abordados en el libro podría ser eje de nuevos textos. El recorte que propongo hacer aquí está fundado en la idea de que el testimonio de Labayru puede ser interpretado como una intervención hacia el interior de las lógicas de un espacio social al que podríamos llamar campo humanitario. Este campo está conformado por quienes consideramos que los crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado merecen ser recordados por nuestra sociedad y que los responsables de esos delitos deben ser sometidos a juicio. La pertenencia al campo cohesiona, compartir una lectura del pasado y un horizonte funda un lazo social; aunque esto no implica la ausencia de disputas.

     Leído desde las lógicas del campo, La llamada es un libro incómodo y la razón de esta incomodidad, a mi entender, es que desarma algunas de las estructuras con las cuales este espacio social se ha conformado. En relación con esto, en el libro aparecen grises donde a veces se piensa que solo hay blancos y negros. Esos matices le dan valor y potencia al texto.

     El campo humanitario, influido en buena medida por la gramática del lenguaje jurídico, se construyó en base al clivaje víctimas-victimarios. De un lado los desaparecidos, y los represaliados en general, y del otro los agentes del Estado o paraestatales, responsables de la represión. En relación con esto, la experiencia central de lo narrado por Labayru no presenta mayores inconvenientes: estuvo desaparecida, fue víctima del terrorismo de Estado y sus victimarios fueron los marinos que habitaban el centro clandestino de detención que funcionaba en la ESMA. El relato se asemeja a lo que han contado otras personas que atravesaron un cautiverio como ese (no obstante, conmueve la singularidad de su experiencia, no hay posibilidad de una lectura rutinizada frente a ese horror).

     Por el contrario, la experiencia que narra Labayru sobre cómo fue vivir en el exilio luego de haber sido liberada por los represores es menos dicotómica; por eso, considero, tensiona las estructuras del campo. No se trata quizás de algo demasiado novedoso, ni individual, no obstante impacta el modo en que ella se refiere al rechazo que recibió por parte de la comunidad de exiliados, donde fue acusada de traidora. 

 

2 Una de las conquistas del campo humanitario consistió en lograr que los y las desaparecidos/as dejaran de ser asociados a términos producidos por el lenguaje de los represores, como “subversivos”, “extremistas”, o “terroristas”, y comenzaran a ser reconocidos como “víctimas del terrorismo de Estado”. En este derrotero, poco a poco se fue desplegando un proceso de entronización de la figura del desaparecido, que fue concebido como “la víctima”. Esto tuvo como contracara la estigmatización de las personas que habían estado desaparecidas pero habían logrado sobrevivir. La representación que circulaba en sectores del campo humanitario suponía que había una razón clara para distinguir un desaparecido de un sobreviviente: la delación, entendida como complicidad con los represores. Si un desaparecido no sobrevivió fue porque se negó a delatar, la imagen contraria ubicaba a los sobrevivientes en el rol de traidores.

     La propia Guerriero cuenta cómo tomó contacto con esta clasificación. Cuando a mediados de los años noventa trabajó con Miriam Lewin, sobreviviente de la ESMA, sintió que era un tabú hablar de su pasado; el rumor indicaba que ella había hecho algo para poder salir del cautiverio: “Me sentí ignorante y desconcertada: ¿había, en un país que había sometido a los militares de la dictadura a un juicio civil en 1985 – el Juicio a las Juntas-, en el que se había escuchado a cientos de sobrevivientes contar las aberraciones padecidas en los centros clandestinos, cuestionamientos acerca de lo que alguien había hecho o dejado de hacer para seguir vivo? La respuesta era un enorme, sorprendente, inesperado ´si´” (p.. 42)

     La autora cita una nota publicada en 2021, donde Labayru recuerda que al llegar al exilio en España sintió la mirada juiciosa de la comunidad exiliar. Muchos exiliados/as no querían reunirse con ella porque en tanto sobreviviente de un centro clandestino de detención había devenido en traidora. En su caso, además, recaía la acusación de ser responsable por haber sido parte del operativo que desencadenó en la desaparición de un grupo de militantes humanitarios, entre los que había tres Madres de Plaza de Mayo, luego de la infiltración que Alfredo Astiz había hecho en ese colectivo. “Ese fue el estigma. Me hundió”, dice Labayru (p. 215). Guerriero destaca algo especial de esa nota, los comentarios de los lectores: algunos avalaban que Labayru hubiera hecho lo posible por sobrevivir y otros consideraban lo contrario. Esta heterogeneidad de respuestas muestra que Labayru y los sobrevivientes en general estaban lejos de tener un reconocimiento unánime como víctimas, como sí sucedía con los desaparecidos. 

     La experiencia de Labayru en España permite pensar que el campo humanitario es de algún modo una comunidad moral. Como toda comunidad moral determina lo que está bien y lo que está mal. En este caso, lo que quedaba impugnado es que Labayru hubiera participado de ese operativo. 

     El mundo de víctimas, lejos de tener clasificaciones prístinas, tiene fronteras lábiles. Y es, además, un mundo de jerarquías, es decir, hay víctimas que tienen más legitimidad social que otras. Incluso los bordes mismos de la categoría “víctima del terrorismo de Estado” no son siempre claros y precisos. El contraste entre lo que piensa Guerriero cuando se entera de las sospechas que recaen sobre los ex detenidos y lo que vive Labayru en el exilio es prueba de estas tensiones. Mientras que Guerriero no duda de que los sobrevivientes son víctimas, la comunidad del exilió sí. Por esa razón, Labayru, mientras estuvo detenida desaparecida, podía ser pensada como una víctima, pero cuando sale del cautiverio parece haber perdido esa condición.

 

3 Otro elemento que muestra la complejidad del relato de Labayru es su testimonio sobre las violaciones sufridas. Ella desarma la idea predominante de que una violación supone siempre el uso explícito de la fuerza física. Su relato separa estos términos (violencia y violación), porque narra escenas en las que las mujeres violadas -ella u otras de sus compañeras- no necesariamente eran golpeadas por sus violadores. ¿Quiere decir esto que lo sucedido en esa escena era una relación sexual consentida? En modo alguno. La violencia estaba enmarcada en la escena, toda vez que la vida y la muerte de las detenidas e incluso de sus familias dependían de los perpetradores. Como señala Labayru “No existía la apariencia de que eso era una violación” (p.165).

     Así como separa dos términos habitualmente pensados juntos, violencia y violación, une dos términos que suelen estar separados: violación y placer. “Hay mucho prurito con eso, con que las violaciones tienen que cursar necesariamente con violencia, con una sensación de repugnancia y que no puede haber ninguna forma de placer. Y dices: ´Mira, aunque hayas tenido placer, aunque hayas tenido cuarenta y ocho orgasmos fue una violación igual´” (p. 165).” 

     A diferencia de las escenas de violación, las de torturas respetan el orden de lo que el campo humanitario considera sagrado; es decir, aquella clasificación que a lo vivido en cautiverio le asigna la pura condición del horror. No hay posibilidad alguna de sentir placer en la tortura, sí en la violación. Como toda afirmación que atenta contra el orden moral de la comunidad en la que se inscribe, la posición de Labayru puede resultar inquietante.

 

4 La impresión que deja el testimonio, no sabemos si porque así lo narró ella o porque esa fue la selección que hizo la autora – el texto no es académico, Guerriero no debe respetar las reglas del método de las ciencias sociales-, es que Labayru no se esfuerza demasiado por mostrar lo que piensa y siente: la injusticia de ese estigma. No tiene una posición de desmarque, no hace un esfuerzo por argumentar que al estar en cautiverio lo que hizo no fue colaborar sino intentar sobrevivir. Lo plantea, sí, pero no con la insistencia de quien padeció un juicio moral que la obligó a vivir por fuera de las redes comunitarias creadas por los exiliados. En una oportunidad, Labayru intenta comenzar un tratamiento psicoanalítico y el terapeuta, quien sabía lo que se decía de ella, le dice que antes de comenzar necesita saber si es verdad que ella era un agente de los servicios. Su respuesta fue “no le voy a contestar (…) no sé si usted me puede atender a mí, pero yo no me puedo atender con usted”. Como vemos, se trata de una respuesta de alguien que no se rinde frente al juicio con intenciones de desmentirlo, no se esmera por quitarse de encima el mote, ni por cuestionar los criterios con los cuales le fue asignado. 

     ¿Por qué no se defiende con toda su energía de esa acusación? ¿Por qué el libro muestra una desproporción entre las consecuencias del estigma y los intentos de Labayru por quitárselo de encima? Una opción es que se trate de una decisión de Guerriero: no nos narra su defensa porque ella considera innecesario que alguien que estuvo en cautiverio justifique lo realizado en esa condición. Otra respuesta posible nos remite a las consecuencias que tuvo el cautiverio en la subjetividad de Labayru: “Ahí [en la ESMA] el que se descontrolaba estaba muerto. Tienes que estar escuchando cómo torturan a tus amigos, y los gritos y los alaridos, y que no se te mueva un pelo” (p. 78). ¿Fue la posibilidad de resistir ese horror la que le permitió luego padecer el rechazo de los exiliados sin la necesidad de argumentar contra esa acusación? No sabemos. Lo que sí sabemos, porque Labayru así lo explica, es que la frialdad, la “mirada gélida” con la que ella narró una vez en el exilio lo vivido en cautiverio es el resultado de una suerte de “entrenamiento” derivado de “estar escuchando los alaridos de la tortura y estar hablando con una sonrisa con Acosta o Astiz o Pernías, como si estuvieras escuchando Las cuatro estaciones, de Vivaldi” (pp. 242/243). De acuerdo con sus palabras, su objetivo era mostrarles a los represores que ella se había “recuperado”, por eso era capaz de no quebrarse frente a los gritos de sus compañeros de cautiverio. ¿Quedó, luego de ese “entrenamiento”, incapacitada de sufrir lo que el exilio le depararía? ¿Esa es la razón por la cual no se esfuerza por desmarcarse de la acusación?

     Por otro lado, la respuesta de Labayru a ese lugar que la comunidad humanitaria le asignó no carece de ironía. Cuando vuelve a reponer que el campo humanitario en el exilio la había juzgado y segregado, señala: “Mucha gente en el exilio tenía esa curiosa vocación por juzgar a los que habíamos salido de los campos. Ahora me ponen alfombra roja, reconocen que soy una de las testimoniantes fundamentales de la causa ESMA” (p. 280). Las mismas personas que en el pasado sufrieron el estigma, por lo que hicieron en el cautiverio, en el presente ganan legitimidad, por lo que hicieron para buscar justicia. Dice Labayru “Hizo falta que pasara tiempo y que la sociedad aceptara con otros ojos los testimonios de las víctimas. Que dejaran de acusarnos de traidores, de colaboradores, de agentes de servicios, de putas” (p.399) ¿Cambiaron los criterios de clasificación del campo? No podemos afirmar esto, pero sí que en el caso de Labayru su posición en el campo se modificó. Parece haber pasado de estigmatizada a reconocida, y en ese proceso cobró un lugar central el rol de los testigos en los juicios a represores en general y, específicamente, los testimonios que habilitaron condenas por delitos de violencia sexual. 

 

5 Se suele decir que los temas del pasado, sobre todo los que se abordan a través de la memoria, hablan del tiempo recordado pero sobre todo del presente desde el cual se lo evoca. Quizás aquí haya una pista de por qué, en la Argentina de 2024, el relato del estigma narrado por Labayru impacta tanto. Me pregunto si el motivo de esto es que estamos viviendo un momento histórico en el que buscamos re/construir lazos colectivos, alguna forma de experiencia comunitaria, como respuesta a la expansión de los discursos agresivos e hiperindividualistas erguidos sobre una engañosa noción de libertad. 

     Por esta razón, quizás, el relato de Labayru nos interpela de ese modo. Porque luego del cautiverio, destruidos sus lazos colectivos con la militancia política en Montoneros (experiencia sobre la que Labayru no parece volver con especial agudeza), ella queda fuera de esa comunidad que se había constituido para denunciar el horror. Esas redes que dieron cobijo a muchas de las víctimas del terrorismo de Estado, a Labayru la excluyeron. La sensación de soledad que describe Labayru no logra ser menguada por el grupo pequeño de ex compañeros que no reprodujo la lógica del estigma.

     El campo humanitario puede ser visto, desde afuera, como un actor político clave en la escena de la transición a la democracia, y en las décadas siguientes. Pero también puede ser leído, desde adentro, como una suerte de comunidad, creada por familiares y compañeros de militancia de los desaparecidos, junto con otros activistas de derechos humanos, que además de realizar tareas de denuncia y demandas al Estado, conformó una red de relaciones personales (además de institucionales) abocadas a contener emocionalmente a las víctimas del terrorismo de Estado. 

     Los estudios que indagaron en las organizaciones humanitarias, sobre todo en las conformadas por las víctimas directas, resaltan el papel que tuvo la contención emocional en estas experiencias colectivas. Esto es, frente al horror de la violencia estatal, lo que Gabriel Gatti llamó “el quiebre de sentido” que implicó la desaparición sistemática de personas, frente a la ruptura de lazos sociales que la represión buscó, la respuesta de las organizaciones humanitarias desplegaron fue la creación de un lazo comunitario, la emergencia de lo colectivo, la contención emocional, junto con la constitución de lo que podríamos llamar una moral humanitaria. Lo dramático de esa experiencia es que esa misma comunidad que cobijó a las víctimas a algunas de ellas las segregó.

SANTIAGO CUETO RÚA

Doctor en Ciencias Sociales y profesor de Teoría Social Clásica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.

Habitar como un pájaro. Modos de hacer y de pensar los territorios, de Vinciane Despret (2022)

ENSAYO/FILOSOFÍA

CATALINA HERNÁNDEZ


Habitar como un pájaro. Modos de hacer y de pensar los territorios (2024)
de Vinciane Despret

Vinciane Despret - Habitar como pájaro PORTADAS

     En Habitar como un pájaro Vinciane Despret nos propone concebir diversas maneras en que se puede vivir, pensar, compartir y co-crear los territorios. Modos de hacer y pensar los territorios, subtitula. El libro está ordenado en dos ‘acordes’ con 3 capítulos y 4 ‘contrapuntos’ cada uno, lo que anticipa una idea que se expande hacia el final: territorio puede ser sinfonía.

     Despret piensa en términos de ‘cosmopolítica’ y articula su pensamiento filosófico con la historia de las ciencias y artes, pero, sobre todo, con los pueblos y la naturaleza. Plantea abrir y des-antropocentrar los puntos de interés de la filosofía, la historia, las ciencias y las artes. En este libro particularmente reflexiona sobre la idea de territorio(s) y las formas humanas (modernas y occidentales) o animales de relacionarnos con estos. La autora -filósofa de las ciencias y etóloga- dialoga a través de esta obra con diversas generaciones y propone crear nuevas narrativas en las que podamos multiplicar los mundos conocidos y evitar reducirlos al nuestro: cercar una tierra y poner cartel de ‘propiedad privada’ o ‘cuidado con el perro’ no es la única manera de concebir un territorio, tampoco la mejor.

     El libro, que es de una contemporaneidad que urge, teje un diálogo que le permite intercambiar ideas, discutir y plantear la importancia de prestar otras formas de atención a la hora de andar por el mundo como seres humanos. La autora entabla una conversación de camaradería con Donna Haraway, Bruno Latour e Isabelle Stengers, a quienes dedica el libro y junto con quienes está pensando a “Gaia”, el “antropoceno” y la –falsa- división entre naturaleza y cultura. En conjunto discuten aquellas narrativas modernas occidentales que –pretendiendo neutralidad- han planteado que la naturaleza y la cultura son dos cosas separadas. Algo que bien vienen señalando diversos pueblos originarios de América hace cientos de años, aunque la ciencia occidental los haya querido barbarizar.

     Despret no hace un recorrido lineal por la historia de la ciencia, sino que escribe una historia en pliegues, llena de voces, pitíos, danzas, interpretaciones, olores, experimentos y conclusiones pretéritas (muchas de ellas erróneas). En un libro de no más de 170 páginas nos acerca a quienes leemos diversos cantos pasados de aves que vivieron hace quizá cien años pero que nos llegan por las anotaciones de algún naturalista, de alguna científica, de algún escritor que son, a su vez, rescatados por las preguntas y la escritura de esta autora. Dice ella:

     “Elegiría entonces una historia por ‘pliegues’, que siga una idea que unos pájaros le insuflaron a un investigador, a partir del momento en el que surge, para volver a encontrarla en sus diferentes reapariciones asida en otros pliegues, en el momento en que un autor, frente a otros pájaros, le ofrezca una prolongación o la recupere, asida en otro problema, mucho más tarde, y a veces incluso sin siquiera saber que ya había encontrado algún otro que la piense mucho tiempo antes”.

     Haciendo la lectura desde el hemisferio sur se siente que este grupo de intelectuales está discutiendo a sus –seguro también nuestros- padres pensadores modernos. Digo ‘padres’ por lo que nos heredaron: la ciencia tradicional y su cosmovisión. Al preguntarse estos científicos de manera narcisista por ‘la excepcionalidad de la especie humana’ -que, además es reducida a la pregunta por la excepcionalidad ‘del hombre’– se acotaron a esa lectura y observaron a través de ese pequeñísimo prisma a todas las demás especies, sobre todo a los monos. Lo que parece que preocupa a científicos y filósofos son nuestros atributos ontológicos ¿Qué nos hace únicos? ¿La risa? ¿La conciencia de sí? ¿La danza? ¿La conciencia de finitud?

     El libro es sensible y potente al denunciar crueldades en la ciencia tradicional, apuros y malas interpretaciones. De hecho, comienza con un bello relato en el que ella cuenta cómo fue que ‘lo importante’ se había hecho presente y la había tocado cuando un mirlo –un pajarito pequeño, negro, de mucho cantar- la despertó al alba “cantando con el corazón, con todas sus fuerzas, con su talento de mirlo”. A partir de ahí, son muchos los animales rescatados de las malas interpretaciones y de las conclusiones apuradas. Despret propone atender a las maduras respuestas que da el tiempo, más que precipitar conclusiones.

     Si bien el libro está dedicado a tres de sus colegas del hemisferio norte, la conversación no se reduce a ellos, sino que invita a otros autores, vivos y muertos, del norte y del sur. Un poco en conversación con Viveiros de Castro, pone énfasis en la necesidad de bajar un cambio, de ralentizar el pensamiento y la vida también. Convoca a prestar atención de otros modos y a otros ritmos. Es que resulta que desde la óptica que nos dice que somos los únicos, los mejores, los más evolucionados, hemos bestializado todo lo que nos rodea y terminamos narrando a las aves y animales –incluso a comunidades humanas- sin considerar su voz singular, sus cantos y pretendemos que permanezcan inmutables en el tiempo y todos en la misma bolsa.

     Es por esto que, de algún modo, llama negligentes a quienes han arrebatado sus conclusiones exponiendo a diversos seres a experimentos –algunos incluso dentro de laboratorios- creyendo, de manera bastante tendenciosa, que los animales responderían a sus inquietudes de ‘manera natural’ en un ambiente artificial. Por ejemplo, nos cuenta Despret que en 1932 un ornitólogo decidió matar lanius –unos pajaritos pequeños- que vivían en pareja para evaluar la velocidad de remplazo del cónyuge y engordar así la teoría del rol del territorio en la regulación de la población. Resulta que ese experimento no era único e investigadores como Stewart y Aldrich decidieron llevar a cabo otros experimentos (patrocinados y financiados por una industria que se dedicaba a la producción de madera en los bosques en que habitan estas aves). El experimento constaba de matar a todos los pájaros durante el periodo de reproducción en un área determinada y dejar intacta otra área similar. La masacre fue de gran dimensión porque cada vez que mataban un macho, otro venía a reemplazarlo y así eliminaron más del doble de los machos presentes al inicio del experimento. No hubo conclusiones certeras y quedaron las especies confundidas y las aves masacradas.

     Considero que, además del interesantísimo repaso histórico y filosófico por las distintas teorías que respectan a la idea de territorio, la propuesta más interesante del libro es que intentemos descentrar el antropo, aunque parezca tarea imposible. Quizá el primer paso sea comprender que no somos los únicos seres con agencia y capacidad de modificar el mundo, y que nuestros modos distan de ser los más corteses para el desarrollo común. Este libro, puede un poco hacerse carne porque habilita la posibilidad de imaginar otras formas de sentir los territorios, otras formas de atravesarlos y dejarnos atravesar. Quiero decir, hay una posibilidad de transformación interna en la lectura atenta de esta obra.

     Además, es un excelente material para tirarles por la cabeza -o leerles- a aquellas personas que, ya bien entrado el siglo XXI, insisten en recurrir a la naturaleza en busca de justificaciones ‘naturales’ para el status quo social. Se desnuda en el texto ese ‘truco de distracción’ que nos marea y transpone los conceptos, usos y categorías de la sociedad a la naturaleza para luego traerlos de nuevo a la sociedad, ahora convertidos en ‘leyes naturales’. ¿Sabían ustedes que las combinaciones ‘matrimoniales’ de los Acentores Comunes –aves muy inventivas y flexibles- pueden variar desde la monogamia, la poligamia, la poliandria hasta la poliginia? No busca Despret que las aves nos sirvan de modelos de comportamiento ni tampoco exclusivamente reprochar a la ciencia sus bestialidades. Busca, mejor, avivar la imaginación, sacarla del estado estanco en que está, mover nuestra capacidad de asombro y poner atención a las diferencias y especificidades en los abordajes que devuelven pluralidad de existencia. Para esto, es menester prestar atención a los distintos sujetos y rescatar de las burdas generalizaciones a aquellos que co-habitan con nuestra especie y han padecido tortuosos experimentos.

     Devolver la singularidad o mejor el carácter propio, volver a esos seres notables. Con esta intención Despret nos acerca a Margaret Nice, ornitóloga estadounidense nacida a fines del siglo XIX. Una de las estrategias de Nice fue conceder biografías a los pájaros. Conocerlos uno por uno mediante el uso de anillos y seguirlos durante décadas para entender mejor qué es lo que cuenta para ellos a la hora de establecer un territorio. Prestándoles atención de esta forma pudo observar que algunos gorriones machos parten para migrar y otros eligen quedarse en el lugar todo el año. Con el anillamiento, Nice descubre historias de vida, apego a lugares, pájaros que hacen elecciones. Las aves no sólo sobreviven, sino que también toman decisiones y la ornitóloga lo nota.

     Creo que el libro entiende que los cambios sociales necesitan una transformación de la humanidad –no sólo a nivel colectivo sino a la vez propio-, en el sentido de la forma en que lxs humanxs percibimos lo no-humano: hay que poder ver que separar naturaleza de cultura no es inocente. Y en ese sentido, el libro se pone al servicio de afectarnos porque devela también necesaria una transformación personal de cada quien, una re-conexión con “la naturaleza”, con nosotrxs. “Los impulsos internos no son simples causas sino los contrapuntos melódicos de circunstancias externas” dice Despret y nos propone un cambio de concepción. Pensar-con otras especies para modificar la forma en la que percibimos el mundo y lo tendemos a reducir a nuestras formas occidentales, privatizadoras, racistas y especistas.

     Existen libros que modifican la manera en que percibís el mundo que te rodea, el mundo que también sos. Hay libros que tienen la potencia de cambiar la forma en que caminás, en que respirás y en que andás porque logran que pongas atención en algo que no habías pensado o sentido antes y te mueven un poco de donde estabas y te transforman. Habitar como un pájaro, para mí, es uno de esos libros.

CATALINA HERNÁNDEZ

Es profesora en Historia, egresada de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Feminista y patagónica.

Tesis sobre una domesticación (2024), Camila Sosa Villada

NOVELA

FRANCO DE LA FUENTE


Tesis sobre una domesticación (2024)
de Camila Sosa Villada

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     La protagonista de esta novela es una talentosa actriz travesti de renovado éxito que no logra ni le interesa interpretar un personaje amigablemente sociable en su vida cotidiana. Con pasado en la prostitución, irradia una impunidad con la que parece hechizar y seducir a cada hombre que se cruza en su camino. ¿No llegó más lejos de lo que alguna vez pensó? La heladera equipada para el paladar gourmet de su atractivo -y sin mucho sabor- marido, la comodidad de una cama que no siempre quiere compartir y un fin de mes siempre lejano. Llevando una vida con un esposo y un hijo adoptado, parece haber intentado domesticarse a sí misma.

     Llenos de contradicciones, la autora nos hace empatizar y condenar con la misma facilidad a cada uno de los personajes adultos. Se les puede ver la carne, sentir la piel. Son cercanos. La ausencia de nombres en la historia intensifica esta experiencia.

     Si bien la actriz se lleva todas las miradas, quisiera detenerme en el personaje más tangible de todos: su padre. Su presencia, sus pocas acciones y sus muchas omisiones mantienen una influencia significativa para su hija. A medida que la historia nos presenta a este sujeto, nos damos cuenta de que algo de él nos resulta familiar. Describe a personas que conocemos, o al menos a parte de ellas. Familiares, vecinos, amigos. Incluso algo nuestro. Es sencillo pintarle un rostro. 

     Reñido con la pulcritud, con los partidos políticos y con las amistades, pero con una dieta vegetal libre de agrotóxicos. Adentrado en años, embustero de anécdotas, con aires nihilistas y con alma gitana, pareciera que la vida no le enseñó a demostrar más afecto de aquel que sintió alguna vez por su difunto perro “Malevo”.

     Vive solo, compartiendo el tiempo con su huerta y con alguna muchacha que cae en sus garras por un breve tiempo. Lejos está de ser el vecino más querido del pueblo. En el interior de su anárquico reino fluye el caos: herramientas desperdigadas, cadáveres de maquinarias y una flora que desconoce la prolijidad. El orden de su mente. 

     El vínculo que mantiene con su hija está atravesado por la falta de comprensión y a menudo lo que parece ser aceptación. Algo parece no decirse. ¿O es simplemente la imposibilidad de poder establecer una relación de iguales, de conectarse emocionalmente? Intentó corregir a su hija en la niñez cuando comenzó a indagar en el uso de prendas tradicionalmente femeninas, no asistió a su graduación ni estuvo en las butacas en su estreno, le daba más dinero a su hermano que a ella, olvidó su cumpleaños. La protagonista confiesa que en su protocolar abrazo recuerda que “está sola en el mundo”. 

     Su tosquedad y ansías de control sofocó dos matrimonios. Su primera compañera, a quien supo amar más cuando lo abandonó, es la madre de su hija travesti. Cansada de su cotidianidad grisácea, de la falta de fuego -de la que también carece el marido de su hija- y de que se gaste más dinero en la quiniela y en mujeres que en su propia familia, le dijo adiós para intentar empezar de nuevo. Nunca fue capaz de ahorrar lo suficiente para comprar un lavarropas que aliviara el arduo trabajo de su esclavizada esposa: “Y después me pregunto por qué me dejó…” se lamenta. Tras él, la vida de la mujer cambió. Tarotista, desnudista, empoderada, sacia su deseo con un carpintero veinte años menor. Pero esa es otra historia. 

     La segunda, madre de su segundo hijo varón, no tuvo la fuerza o el tiempo necesario para también dejarlo. La finitud de la vida la sorprendió cuando preparaba el almuerzo de doscientos chicos en el comedor del colegio donde trabajaba: no aguantó más los injustos e intensos reproches de su marido, que le señalaba sus supuestas faltas en los deberes domésticos a través del celular.

     Pero no todo es brusquedad y hostilidad en el padre. Existen fisuras en su caparazón de concreto que dejan entrever una sensibilidad escondida. Cuando la protagonista tenía seis años y aun su estética se alineaba a los patrones socioculturales hegemónicos que debe desempeñar un varón, le regaló, junto a la madre, dos cabritos que acababan de ver nacer. Pronto, el hijo y los animales establecieron un profundo vínculo. “Pinki y Dinki”, los bautizó. Dormían y se divertían juntos, hasta que la pobreza se interpuso en la relación. Un día, el niño volvió del colegio y ya no encontró a sus amigos de cuatro patas. Sus padres los habían sacrificado para poder subsistir. Le dijeron que se habían ido a ayudar a Papá Noel, pero terminó descubriendo la verdad. El pequeño estuvo dos días sin hablar y sin comer, hasta que el padre le bajó los pantalones a cintazos para que aprendiera a no preocuparlos. Esa noche el padre, mientras masticaba la amargura de creer que ese castigo le había dolido más a él, se dio cuenta de algo: ese día su hijo había dejado de creer en Papá Noel, y todo había sido culpa de la pobreza.

     A los 20 años, su hija, ya identificada como travesti, fue brutalmente atacada en el pueblo por cinco personas que intentaron matarla. La aparición salvadora de un borracho de la zona ahuyentó a los violentos y le permitió seguir respirando. La policía, ejerciendo una práctica habitual, cuestionó a la víctima: “No tendría que andar solo vestido de mujer”. El padre, indignado, prometió incendiar la comisaría si los culpables quedaban libres de cargos. No era una amenaza. El miserable puñado de meses a los que fueron condenados los agresores le generó una sensación de injusticia que lo carcomía. Durante el período de recuperación del cobarde ataque, la protagonista recibía diariamente la visita de su padre en el hospital, quien sabía llevarle flores y comida. Al héroe de su hija, quien no se encontraba bien económicamente, le brindó trabajo y amistad, en medio de un desconocido llanto.

     Exhibiendo tanto su costado cínico y defensivo como su lado más delicado y sensible, su -aparente- deseo de ser un buen padre se encuentra una y otra vez frustrado por no saber cómo. Es fácil sentarlo en el banquillo de los culpables y enumerar sus errores, es difícil comprender lo roto que está.

     Una de las principales contradicciones de aquellos que performan masculinidades tradicionales es la exigencia de fuerza y dureza, mientras se reprime la vulnerabilidad, limitando el espectro posible. Desde pequeños, los hombres somos impulsados a ser fuertes, independientes y emocionalmente contenidos. Este caparazón que construimos a través de la socialización en torno a estereotipos de género tradicionales puede impedirnos alcanzar un estado maduro de gestión de emociones, dificultando la formación de vínculos igualitarios y responsables.

     En esta clave, una de las reflexiones a las que invita la novela es sobre la naturaleza de la paternidad y la masculinidad en nuestra sociedad. Hay muchos padres como el de la protagonista. En la lectura me surgían ciertas inquietudes: ¿Qué instancias seguras podrían pensarse para invitar a este grupo de varones a rever sus trayectorias? ¿Cómo lograr que se interesen? ¿Cómo promover el vínculo, después de toda una vida, con el cuidado y el afecto, incluso consigo mismos? ¿Cómo llegar a que experimenten vínculos sexo-afectivos libres de violencia? ¿Cómo fomentar el ejercicio de una paternidad presente y atenta? ¿Cómo se aborda a un padre que excusa las salvajadas de su hijo varón, en el que se proyecta, bajo un “pobrecito m’hijo”? ¿Cómo cortar la restrictiva enseñanza de la “teatralidad masculina” que tanto nos ahoga? ¿Hay que esperar que esas teatralidades se marchiten con el paso del tiempo? ¿Acaso alguna vez desaparecerán?

FRANCO DE LA FUENTE

Es licenciado en Sociología. Docente. Es integrante del proyecto de extensión universitario “Hacia Clubes Inclusivos” de la UNLP.

Hombres en prisión (1930-2023), Marcelo Scotti

MEMORIAS

MARCELO SCOTTI


Hombres en prisión (1930) (2023)
de Victor Serge

serge

    Valiosísimo rescate de la editorial catalana Gatopardo, se publica por primera vez en español una obra de Víctor Serge que reconstruye su experiencia en la cárcel francesa entre 1912 y 1917. Escrita en el exilio interior impuesto por Stalin, durante su primera deportación dentro de la Unión Soviética sobre finales de los años veinte, esta obra permite ampliar el registro de una biografía extraordinaria, la de un hombre que dedicó su vida a combatir contra los poderes de la explotación, de la desigualdad y de la tiranía, participó en muchas de las revoluciones de su tiempo y, mientras militaba y trabajaba por la construcción de la sociedad sin clases, escribió entre el ensayo, la historia, la ficción y la autobiografía, una obra multifacética que gana en espesor y consistencia al paso de las décadas y que constituye, además, un testimonio de un tipo de militancia humanista y disidente que parece perdida entre los pliegues de la historia contemporánea. 

     Pero no es así: basta recorrer las páginas de Hombres en prisión para sentir la proximidad de esa voz y de esa escritura, su tesón irrenunciable contra la iniquidad del mundo, la constante insumisión de su pensamiento. Un libro que, a más de diez años de su liberación, recuerda el paso del autor por las cárceles francesas, acusado, con razón, de ser miembro de una célula anarquista y condenado a cinco años por no delatar a sus compañeros. El joven Serge entra a La Santé con 22 años y sale de prisión a los 27, en el curso de su cautiverio estalla y se prolonga la primera guerra mundial y se produce la revolución rusa, una y otra experiencia histórica se registran en el libro desde el anómalo punto de vista de quien se encuentra privado de la libertad, incomunicado con el exterior y sólo informado fragmentariamente de las noticias del mundo: a esa escena histórica dislocada, entre la agonía brutal de la Europa decimonónica y la promesa de igualdad proletaria, sale Víctor Serge en 1917 para formar parte de la rebelión contra el (des) orden de un mundo que parecía entonces prometido a la revolución política y a la justicia para los trabajadores. 

     Más allá del contexto y de su lugar en la obra de Serge, Hombres en prisión es una pieza inclasificable en la que se anticipan con justeza y discreción muchos de los elementos que unas décadas más tarde compondrían el sistema Foucault para analizar y pensar las instituciones de encierro, su forma y su función en la modernidad. Serge es un observador atento, fino y riguroso, es, también, un prisionero. Y esta doble condición compone un punto de vista singularísimo en el que conviven la experiencia, la reflexión y la sistematización de ciertas constantes que organizan la vida en el inframundo carcelario, la propia, la de los compañeros y las de los carceleros de distintas jerarquías con los que convive a lo largo de los años.       

     “El ritmo mecánico de la jornada repetido ad infinitum produce una automatización casi indolora de la existencia. La campana incita en seiscientos reclusos los mismos gestos a la misma hora precisa. Estos gestos no tardan en dar lugar a una rutina individual” (V.S. Hombres en prisión, p.135).

     La forma de la máquina carcelaria, sus normas infantiles y embrutecedoras a la vez, los procedimientos administrativos y físicos que se imbrican en una política de arrasamiento de los sujetos se registran en este texto a una cierta distancia de la experiencia, lo que le permite al autor no sólo dar cuenta de ella sino también calibrar con precisión una idea que subyace a su relato: este universo de exclusión, encierro y castigo es una parte necesaria del orden de este mundo de explotación y de desigualdad y sólo podrá eliminarse cuando este orden sea destruido: la cárcel es entonces el epítome de las instituciones modernas forjadas por y para el capital, la más perfecta y la más perversa, la garantía última de su funcionamiento y de su reproducción. Lo notable de esta idea, labrada aquí con materiales documentales puestos al servicio de la  vocación del novelista, es que Serge compone en su escritura la lógica en la que se inscribe el monstruo sin dejar de retener el asombro por su forma, y no renuncia nunca a narrar a los sujetos y a los modos en que, hermanados o enfrentados en el infierno, defienden aquello de humanos que se les procura arrancar: la amistad, la solidaridad, pero también el odio, las miserias personales y la resistencia a una soledad que vacía las almas y los cuerpos de todo deseo.

     “La muela de la cárcel tritura lenta e insensiblemente, tan pronto se quiebra la primera resistencia del ser. Y como ‘uno se hace a todo’, también se hace uno a esta vida al ralentí, al compás de la campana… El hombre cree emplear el tiempo, cuando es este el que lo devora. La realidad es demasiado concreta para dar verdadero miedo. A veces hace falta un gran esfuerzo de la imaginación para entender hasta qué punto es opresiva.”  (V.S. Hombres en prisión, p.137)

     Una significativa alteración interrumpe el relato de Serge del desquiciante ritmo monótono de los días a la sombra: condenados por desertores, los hombres que huyen de ese otro infierno, el de las trincheras de la primera guerra mundial, agradecen el cobijo de un techo y una comida regular: no se quejen demasiado, les dicen a sus nuevos compañeros, aquí al menos la muerte es lenta y el cuerpo se conserva entero para el ataúd. A la luz de esta continuidad histórica de la punición y la destrucción, no es extraño que Kafka escribiera en 1919 En la colonia penitenciaria, la más extraordinaria pieza literaria sobre el orden de la prisión y sus sentidos más ominosos.   

     En la edición en español de Hombres en prisión se hace referencia a una publicación original del texto en Bélgica en 1930, pero no hay precisiones sobre el momento de la escritura. Las fechas hacen posible suponer que Serge haya escrito esta memoria de la cárcel poco antes de su extraordinaria novela El caso Tuláyev, inspirada en el célebre “caso Kirov”, que desató la fase más intensa del terror bajo el estalinismo. Publicada póstumamente en 1948, su trama describe con minuciosa precisión el funcionamiento de la maquinaria represiva estalinista a través de un delicado ejercicio de ficcionalización de hechos y personajes claramente reconocibles de la historia soviética. Más allá del tiempo de la escritura, Serge registra el funcionamiento de la lógica paranoica e impiadosa de este poder normalizado que aplastó la revolución: triturados por el sistema de la delación y las conspiraciones fraguadas, los sujetos se debaten por encontrar sentido a una violencia que los vuelve objetos, piezas descartables que sirven a la reproducción del sistema, residuos de un orden que no podría funcionar sin producirlos para descartarlos. Cuando, desde 1928 y a la par de Trotsky, Serge confronta con las políticas del estalinismo, revive, al otro lado de la promesa revolucionaria a la que dedicó toda su vida, la experiencia de la prisión burguesa en Francia: perseguido y desechado por el poder será deportado, dentro y fuera de la URSS, silenciado e incomunicado. Sólo salva su vida gracias a una campaña internacional en su favor que consigue expatriarlo en 1936. Como su amigo León Trotsky -de quien se había distanciado políticamente en los últimos años, pero cuya amistad siguió cultivando-, murió en el exilio mexicano en 1946, en un confuso episodio callejero del que su hijo sigue culpando al propio Stalin.      

     La cárcel fue también para algunos cineastas del período en el que escribía Serge un espejo nítido y preciso del orden social. En 1931, René Clair realizó -¡rodando algunas escenas en la mismísima Santé!- la más libérrima de las obras sobre la prisión moderna: Para nosotros la libertad (À nous, la liberté), una comedia agridulce de gracia suave en la que sus protagonistas, un par de amigos reclusos que intentan huir de la cárcel, se separan y se reencuentran después de hacer y deshacer fortuna y terminan marchando felices alejándose del orden social que proclama un mundo de máquinas incesantes -las de la cárcel, las de la fábrica-. De este film, cuyo filo crítico, feliz y ligero resulta hoy una auténtica y deliciosa rareza, sacó Chaplin la línea narrativa central de Tiempos modernos (Modern times, 1936) y el plano imborrable con el que se cierra su película más famosa. 

     Sorprende al paso del tiempo esta unidad de lugar en la que tres artistas diferentes piensan los fundamentos de las sociedades en las que viven, experimentando u observando de cerca, incluso a través de los múltiples reveses de la comedia, cómo lo que encerramos y a quiénes encerramos en las prisiones y los modos y tratos con los que encerramos reflejan el funcionamiento del afuera en el que vivimos presumiéndonos libres. Orden, vigilancia, represión, repetición, marcación rigurosa del tiempo… Serge, Clair y Chaplin podían aún invitarnos a salir de la jaula mostrándonos que las rejas desbordaban las prisiones, había entonces una revolución por hacer o un margen de libertad que se podía alcanzar más allá de la cárcel, de la fábrica, de la empresa y del dinero. No se trataba de una crítica contemplativa ni desesperanzada, las obras que realizaban incidían políticamente en la visibilidad de los mundos existentes e imaginaban otros posibles. Al paso del tiempo, casi un siglo después de estas visiones intra y extramuros, sorprende la actualidad de sus planteos y la vigencia de ciertas impresiones que, desde el interior mismo de los sistemas de reclusión y castigo alumbraban el conjunto de lo social: para Clair, incluso en el abismo profundo de la gran depresión, el dinero y su búsqueda se volvían la más astuta de las prisiones, la que separaba a los hombres entre sí y los sometía a una brutal despersonalización; allí donde reina el capital no hay otro afecto que el de la ganancia, la competencia y la explotación de los otros, no hay amistad, juego ni memoria de lo común. Para Chaplin, la promesa de bienestar que encarnaba ese capitalismo de fábricas y de cárceles se volvía fantasía absurda o la más burda de las utilerías de las que solo cabía alejarse tomados de la mano. Para Serge, desde el pozo más oscuro de la institucionalidad moderna, la cárcel es, como para nuestros cineastas, la otra fábrica o el lado oscuro de la gran máquina que hacemos funcionar cotidianamente a las luces del día: “Silencio absoluto, perpetuo, impuesto a hombres que trabajan conjuntamente, arrebatados conjuntamente a la vida, oprimidos conjuntamente.” (V.S. Hombres en prisión, p.137) 

     Hace falta, como escribía Serge, “un gran esfuerzo de la imaginación” también para seguir escrutando las sombras que proyecta la máquina para distinguir y disputar ante ella aquello que nos sigue diferenciando y que nos permitiría enfrentarla colectivamente. 

MARCELO SCOTTI

 

Es profesor en las carreras de Historia y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP y es docente de la FLACSO Argentina. Ha publicado recientemente el libro Transficcional, para abordar el malestar en las prácticas socioeducativas, a través del cine en diálogo con el psicoanálisis.

Una nación para el desierto argentino (1982), Tulio Halperín Donghi

HISTORIA

JAVIER TRÍMBOLI


Una nación para el desierto argentino (1982)
de Tulio Halperín Donghi

     En una reseña punzante de Nuestros años sesentas de Oscar Terán, arriesgaba Omar Acha que “como historia” ese libro era un “jeroglífico”, para concluir que entonces era “un clásico de nuestras letras”. Sospechaba erróneamente por mi parte que, en ese mismo escrito publicado en 2013, aludía Acha a cierta condición monstruosa que envolvería a ese pudoroso y tan significativo libro. Quizás el malentendido se había nutrido de la célebre observación de Martínez Estrada a propósito de esos libros nuestros que sólo se pueden leer con miedo. Bien: propongo que por lo pronto Una nación para el desierto argentino es un clásico por esta convergencia entre el jeroglífico y el miedo. Lo ominoso lo cerca y nos cerca a nosotros que nos rendimos ante él, aun cuando hayamos querido cada tanto poner en entredicho los fundamentos metodológicos, políticos e ideológicos del campo historiográfico que empezó a constituirse hace cuarenta años -del que formamos parte desde alguno de sus márgenes-, y que ubicó al libro en cuestión como a una de sus piezas fundamentales.

     Pero suspendamos el susto, al menos amortigüémoslo, pues entre tanta cosa fea que ocurre alrededor, a las que se le siente incluso el aliento, contar con un libro como éste es -y seguirá siendo- una estupenda noticia. El mal y sus flores. Aprovechando que ya se han hecho lecturas importantes de lo que en un principio no iba a ser más que una introducción a una suculenta selección de textos –el volumen, por el mismo Halperín compilado, para la Biblioteca Ayacucho, se llamó Proyecto y construcción de una nación (1846-1880) y data de 1980-, interesa reparar en una oración casi perdida en la prosa que, como sabemos, es recargada y apenas da respiro. Deja escrito que en la Argentina el “conservadorismo parece tan arraigado en las cosas mismas que la tentativa de construir una inexpugnable fortaleza de ideas destinada a defenderla parece a casi todos una empresa superflua.” La consideración -o, si prefiere, el juicio- está ubicado en uno de los capítulos más revisitados, que por mucho tiempo fue lectura obligatoria inamovible en la carrera de Historia de nuestras facultades, “Un proyecto nacional en el período rosista”. La irrelevancia del proyecto de país de signo cerradamente autoritario sustentado por Félix Frías, pues de él venía hablando, radicó en su innecesaridad. Porque al encontrarse el conservadurismo –aunque Halperín sucumbe ante el verbo “parecer”- en la médula de nuestra realidad, ideas monolíticas que pretendan legitimarlo, haciéndole eco fiel, tan sólo redundan y pierden atractivo. Dejando de lado a Frías, este diagnóstico sobre la Argentina no es el remate de una larga demostración, sino más bien una premisa. Como si topáramos con un ensayista, entre pesaroso y crítico, escondido en los entresijos de un campo historiográfico aún en constitución pero que ya se imaginaba libre de impurezas intuicionistas. O de juicios tajantes sin cita a pie de página. A la par, la conjugación en presente invita a que confundamos si se está refiriendo al contexto específico de mediados del siglo XIX, o a todas las Argentinas. A la Argentina sin más. Ya que estamos: al mismo macizo conservador que obstaculizó e hizo precipitar en la violencia, en el criterio de Terán, a un proyecto que maduraba en sus años sesentas y que apenas era de modernización. Aunque era bastante más que eso. ¡Tanto más complace suponer que la marca en el orillo de nuestra vida en común es la del plebeyismo, que somos hijos de una democracia inorgánica! En una oración de este libro que parece vertida al acaso, se afirma que nuestra relación estrechísima con el conservadorismo es de tal intensidad que permite que éste se desentienda del plano de las ideas, donde “el único elemento constante es un tenaz eclecticismo.”

     Gracias a lo que ya escribió Luis Alberto Romero en 1981 en la revista Punto de Vista y, sobre todo, Ignacio Lewkowicz y el grupo Oxímoron en el libro La historia desquiciada y Roy Hora en el prólogo a la edición de Una nación… de 2005, esto que aquí ensayamos luego de detenerse en un detalle, se atreve con una tangente. La tangente Sarmiento: porque si hay un “héroe en este lío” –en ese desierto y en esa Nación, es decir, en este libro- ése es Sarmiento. Posicionarse con él significa para Halperín sino zafar, tomar la mayor distancia posible del conservadorismo sin caer en la irrelevancia. La de Frías, pero también de la alternativa revolucionaria supuestamente expresada por Echeverría y la de Mariano Fragueiro que, con excesiva coherencia, hacía del monopolio estatal del crédito la clave de su programa. Es decir, tres de los cinco proyectos de país que baraja fueron vanos e ilusorios y no produjeron mucho más que indiferencia. El “autoritarismo progresista” de Alberdi es otra cosa, cosa seria. Sarmiento sale airoso de estas páginas por inteligencia, por la riqueza de sus planteos e incluso, se podría argüir, por el sentido humanista de su perspectiva. Frente al Alberdi en especial de Bases, para quien “crecimiento económico significa crecimiento acelerado de la producción, sin ningún elemento redistributivo”, que arroja a los ojos “claridad cruel” –todo lo cual invita a pensar que la reivindicación que de él hace Milei no es arbitraria-; decía, teniendo en frente a Alberdi, al proyecto de Sarmiento nuestro historiador lo hace caber en este título: “el progreso sociocultural como requisito del progreso económico”. A contramano del laberinto en el que se encuentra Francia luego de la revolución de 1848, Sarmiento observa que en Estados Unidos – el de 1847- se empieza a adivinar “una nueva sociedad y una nueva civilización basadas en la plena integración del mercado nacional.” Ese es el futuro: es tentador y funciona. Para el sanjuanino, la educación -eso que Alberdi prefiere llamar instrucción y denuesta porque sólo es útil para incitar alborotos-, no es un culto vacuo al aula o a los hábitos letrados de la población, sino una necesidad para el desarrollo de un mercado nacional que, en pos de que las mercancías atraigan consumidores, precisa de la publicidad, por lo tanto de masas lectoras. No es un “progresismo abstracto” el suyo. En el espejo que quiere anticipatorio de Estados Unidos, “distribuir bienestar a sectores cada vez más amplios” es “una condición necesaria para la viabilidad económica de ese orden.”

     ¿Qué decir? Si tomamos prestada una palabra muy suya, digamos que con ansias de distanciarse del conservadorismo y su crueldad, este Sarmiento le salió particularmente “estilizado”. Con ayuda del presente: que, aunque no haya que hacer mucho esfuerzo, está a la izquierda de Massa, de Cristina incluso. El paso en falso que da cuenta del equívoco sale a superficie cuando considera que “la masacre de gauchos” que pregonaba inmediatamente después de la batalla de Pavón, y ante la persistente presencia del Chacho Peñaloza, no refleja “una actitud sistemática”. Sería apenas un “exabrupto” que, además, se expresa en “confidencia privada” –quizás sigue aludiendo, sólo eso, a la de a ratos transitada carta a Mitre-, al que pone en pie de igualdad con otras excentricidades de signo contrarios: con un elogio a la plebe que sigue a Felipe Varela por tener la “fibra más dura” que sus iguales chilenos y con el discurso de Chivilcoy en el que se proyecta como futuro caudillo de gauchos propietarios, transformados por “la conquista del bienestar”. Ambas cosas, al margen de cierta fascinación por la barbarie gaucha que se manifiesta en sus obras primeras, en efecto son rarezas. A argumentar a favor de la matanza de gauchos dedica un libro de punta a punta –El Chacho, último caudillo de la montonera de los Llanos-, que corona las biografías previas de caudillos, y el asunto salpimenta mucho de lo que escribió. No hizo falta que el revisionismo historiográfico hurgara demasiado, el mismo Sarmiento blasonó las pruebas. Pero para salir de lo que a esta altura no puede ser sino bien sabido, quizás valga esto para medir la consistencia del conservadorismo, su larga mano que, digámoslo así, hace tropezar a Halperín que quería escabullírsele. En Una nación…, “Sarmiento soy yo” podría exclamar su autor. El párrafo sobre los gauchos, ya que es sólo eso, está antecedido por un argumento que en él desemboca. Allí propone Halperin una hipótesis interesantísima, luminosa: Sarmiento habría descubierto que ni las clases sociales encumbradas ni las postergadas están interesadas en sostener y plasmar en la realidad su exigente y benéfico proyecto de país. Así lo suyo devendrá “una aventura estrictamente individual”. Por eso es que pretende que el Estado y el poder político adquieran independencia de las clases acomodadas que para Alberdi eran sus indiscutibles propietarias. Si Sarmiento fue lo más parecido que hubo entre nosotros a un genio, alguna vez Halperin lo planteó de este modo, aun aislándose y deslumbrando con su escritura, el genio termina capturado por las cosas tal como están dispuestas, es decir, en su verdad reaccionaria que se perpetúa.

     De todas formas, el guadañazo mayor el conservadorismo –o el eclecticismo de las ideas que permite- lo asesta al inicio del último capítulo, “Balance de una época”. Escribe: “Ya quienes los vivieron, vieron en los sucesos de 1880 la línea divisoria con una etapa nueva de la historia argentina. En 1879 fue conquistado el territorio indio; esa presencia que había acompañado la entera historia española e independiente de las comarcas platenses se desvanecía por fin.” Las luces se encienden –era hora- y no podemos sino recordar que este libro fue pergeñado y publicado durante los años, otra vez crueles, en los que se celebró con bastante barullo el centenario de la conquista o campaña, de una manera y de otra se la nombró, del desierto. Invariable lo del desierto. Prácticamente nada había creído necesario decir sobre los indios –aún poderosas tribus, aún relevantes caciques-, hasta llegar a este pasaje del libro. Pero es el verbo “desvanecer”, sin dudas inusual para referirse a cosas como éstas, lo que sobresale y quizás enerva. Un travelling en una película –un travelling sobre un cuerpo caído en el alambre de púas de un campo de concentración- llevó al crítico Serge Daney a recurrir al calificativo “abyecto”. Repitámoslo. El conformismo de la hora –¿de qué hora?, ¿de ayer, de hoy y de siempre?- le come los pies a Halperin, lo integra, como lo hace con toda una historiografía que no se propuso revisarlo, mejor dicho que anheló continuarlo pero con genio seco y sin permitirse libertades siquiera en la escritura.

     Así y todo, Halperín quizás aporta una clave para explicar su mismo conservadorismo, sino sencillamente el de la misma sociedad que tira siempre hacia ese norte. Todas, no sólo la nuestra. El inicio y el cierre de este libro están tendidos por una misma pieza, por una carta que Sarmiento escribe en 1883 a Mary Mann y que sirve de prólogo a Conflictos y armonía de las razas en América. En el arranque, con ella se encomia la excepcionalidad argentina, en contraste con el resto de los países hispanoamericanos, dada por la ingente cantidad de ideas que pretendieron dar forma y carne a lo que llegaría a ser este país. Sobre el final, se niega esa excepcionalidad. Notemos el procedimiento, otra de sus licencias: “rompe” la carta para que sostenga la tensión que propone Una nación…, sobre la que se monta. Le otorga suspenso a lo que narra pues de otra forma carecería de él. Porque de inmediato en esas líneas escritas en 1883 se evidencia que no fueron los proyectos sino el despliegue del capitalismo lo que hizo progresar y modeló a la Argentina. Como a cualquier región de África, pues el capitalismo “se apresta a dominar todo el planeta”. Entre una punta y otra del libro, quedan las no tantas pero sí intrincadas páginas en las que los proyectos se enlazan y tensan con la acción de hombres y elites. Alberdi tenía razón –eso es lo que dice Sarmiento en esa carta-, pues interpretó la fatalidad avasallante del capitalismo. Ante semejante potencia, la acción no puede ser sino superflua, desventurada o ridícula; sólo esto hasta que no se alinea con esa fuerza mayor que encarnará en el progreso económico y en un Estado nacional que, luego del abatimiento que producen largas décadas de guerra civil, se impone a todo lo que lo obstaculiza. Y, agreguemos, así deja de ser acción y política. Es decir: no sólo no hubo excepcionalidad, después de todo las ideas vertidas –salvo las crueles y progresistas de Alberdi- no fueron más que intentos de desvíos, adornos que hicieron la ilusión de gobernar el futuro.

     David Viñas, menos de una década antes de la publicación de Una nación… –pero lo ratificó en 2007-, dando cuenta de la supresión brutal e inapelable de la cultura gaucha e india a la que llama “cultura del cuero”, sentenció que “el capital se ha convertido en destino”. Es a tono con la época presente, con estos días que corren o se empantanan, olvidar estos condicionamientos, aun cuando haya habido pocas tan fuertemente condicionadas. Mercancías imaginarias en aluvión, que son publicidades, nos ofrecen la posibilidad de concebirnos libres, incluso empujándonos a creer dulcemente que aun bajo el mando cada día más despótico y capilar del capital podemos alcanzar una buena vida. Es el conformismo de la hora. La elección es terminar con Viñas, cuyo Indios, ejército y frontera tiene que leerse en paralelo con Una nación…, porque la pregunta que nos interesa se lleva bien con el tenor de lo que continúa a ese aserto de 1971 en De los montoneros a los anarquistas: ¿cómo trabajar contra la determinación mayúscula del capital? ¿Cómo, y con qué fuerzas, empezar a desbaratar lo que tiene de destino? Para las vidas y para el pensamiento, entonces también para la historia y su escritura.

JAVIER TRÍMBOLI


Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017). 

Playlist. Música y sexualidad (2023) de Esteban Buch

MÚSICA/CRÍTICA/ENSAYO

LUCAS GIAROLA


Playlist. Música y sexualidad (2023)
de Esteban Buch

playlist

     Playlist. Música y sexualidad es un libro hecho de deseos, que quiere transformarse y trascender el umbral de la lectura para reivindicar su derecho a ser escuchado. Tramando texto, imágenes y canciones (a las que accedemos mediante códigos QR), Esteban Buch invita a un flujo de interacción placentero entre las palabras, los sentidos y las cosas. 

     Si bien Playlist es el resultado de una investigación realizada en París y presentada en un seminario de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, sus propósitos no son estrictamente académicos. La curaduría de Buch no busca un género preciso ni pretende un relato totalitario. En cambio, procura ser un reflejo del “pliegue que une y distingue la música en las prácticas sexuales y el sexo en las prácticas musicales”. Su estructura consta de dieciséis capítulos, diferenciados en dos series: una de entrevistas a personas convocadas por el autor a la salida de un recital y otra de análisis de obras famosas (musicales, pero también literarias, cinematográficas y teatrales). El libro se organiza temáticamente, es decir, sugiere una secuencia aunque no la prescribe. Más bien, cada capítulo es señal de otro. El autor difumina los límites de la sociología, la etnomusicología y la historia, entre otras disciplinas auxiliares, combinando la observación crítica con el hedonismo de quienes le dan testimonio y, sobre todo, con el suyo propio. Expresa su estilo con conexiones que se suceden en modo shuffle, pasando de conversaciones íntimas a la historia del debate público por la sexualización de los cuerpos y dejando referencias en sus comentarios para hacer rizoma (un punto de coincidencia que ocasiona múltiples derivas) con la experiencia de quien lee y escucha, o lee y después escucha, o escucha y después lee.

     El sexo y los sonidos se encuentran frecuentemente en expresiones de amor y felicidad. En el roce de cuerpos sensibles. Pero también coinciden en entornos violentos, que rompen con la sensualidad y revelan las injusticias del mundo. Buch produce un mix de datos y opiniones para retratar estas convergencias, estudiando el comportamiento de los cuerpos bajo los efectos eróticos de ciertas atmósferas musicales: pretende contribuir a conformar una “historia sonora de la sexualidad”. La playlist es su modelo. Sitúa el origen de este formato en la década del ochenta, cuando la invención del cassette puso a disposición la tecnología del montaje, mientras examina casos particulares para evocar una costumbre humana antiquísima de transmisión de preferencias (que son también diferencias) en torno a la sonoridad de los placeres íntimos. Sobre esta “microsociología de la recomendación”, el autor extiende el hilo conductor de la crítica marxiana del fetichismo de la mercancía, alimentado por el feminismo y la teoría queer. Lubrica todo con el método de las ciencias sociales.

     La primera serie del libro está inspirada en Comizi d’amore (1964), una película de Pier Paolo Pasolini que muestra a la sociedad italiana hablando de sexo y de amor. Buch emprende la idea de hacer una “investigación musical colectiva sobre la sexualidad”. A través de un conjunto de entrevistas y conversaciones en foros de internet, da cuenta de la versatilidad de los usos y las experiencias sexo-musicales. Para algunas de las personas que entrevista, por ejemplo, la música funciona a modo de signos memorativos que afloran intempestivamente; para otras, crea “capullos”, atmósferas que aíslan a sus integrantes del mundo exterior y les ayudan a concentrarse en los sonidos de sus partenaires. En simultáneo, el autor infiere el trazo de la “larga historia” en esas opiniones personales: una música que es “siempre la misma”, como expresa uno de los italianos en el film de Pasolini. Le seduce poner el foco en las prácticas íntimas, tanto como estudiar los estándares y las limitaciones de los deseos singulares: cronología y escala de análisis fluctúan en su relato.

     Diluyendo los límites de la anécdota, Buch deja entrever que cuando de sexualidad se trata la cuestión no reside en el silencio, sino en la proliferación discursiva. Por eso adquieren valor los testimonios que recoge en la primera serie, ya que demuestran que las apropiaciones subjetivas de sonidos y músicas más o menos conocidos quedan en la memoria afectiva y suelen ser una “herramienta de negociación sexual-política” para las personas que comparten placeres y sonoridades. Sin embargo, no omite las consecuencias que ha provocado la ciencia patriarcal en los dispositivos normativos de la sexualidad y reconoce (a veces comenzando por el microrrelato, otras anticipándose al mismo) los efectos globales del capitalismo sobre la cultura contemporánea. A partir de Adorno, reactiva la discusión que gira en torno a la música como un instrumento de dominación y de estandarización de los gustos. Cita los estudios sociológicos de Eva Illoux y de Ori Schwarz, y hasta googlea “music for sex”, para tratar de entender cómo es posible que los dispositivos de recomendación actuales, en especial las plataformas de streaming como Spotify, Deezer o Youtube, coproduzcan emociones y mercancías por medio de la música, además de prescribir una estética dominante que hace, la mayor de las veces, asociaciones heteronormativas entre el sexo y el amor. 

     El capítulo ocho funciona a modo de pivot y da inicio a la segunda serie del libro: un conjunto de obras famosas que, según el análisis del autor, constituyen una genealogía de la “preocupación por los efectos políticos de la erotización de los cuerpos a través del sonido”. El horizonte de su exploración modula hacia una temporalidad larga, que se extiende más allá de la intimidad. Desde un pasado remoto (el de las pinturas nilóticas de Pompeya, conservadas por los escombros del Vesubio), Buch rastrea una ética sexual-musical que continúa hasta los tiempos modernos y se hace visible en casos de distinto espesor, como la influencia del leitmotiv wagneriano en los “orgasmos musicales” del dadaísmo de principios del siglo XX, o la obscenidad en la censura estalinista de la obra Lady Macbeth, promediando el mil novecientos. A partir de estos y otros casos, el autor infiere desde prismas morales contrapuestos que los sonidos se “imprimen” en el alma y tienen la capacidad de impulsar el ensamblaje de “los cuerpos que gozan”. 

     Hacia el final del libro, Buch retoma el interrogante que se hizo la musicóloga y organista Suzanne G. Cusick en 1991 (“¿¡y si la música ES sexo!?”), para otorgarle a los sonidos una agencia que erosiona los límites de lo humano y que, si bien no se limita a situaciones eróticas, se confirma, por ejemplo, en la infidelidad que Alan Berg le confiesa a su mujer tras tener un encuentro erótico con la tercera sinfonía de Mahler, o en el canto performático del pájaro pergolero, cuyos sonidos, emitidos para seducir y dar placer, pertenecen a una “experiencia estética” juzgada por la hembra. El autor elabora sus conclusiones a medida que incorpora, en “la playlist de Playlist”, obras como Sonata y Osvaldo de Adriana Varela y Erótica de Madonna. Las diversas producciones artísticas le ayudan a señalar la insuficiencia de la ciencia patriarcal, que concibe al clímax como evento único y no como una “zona de placer”, donde lo que permanece fijo es la mutabilidad; un tiempo “no-teleológico”, donde la música da forma a la sensación del oyente en el espacio e interviene directamente en su economía corporal; un estado de absorción, donde la “historia sonora de la sexualidad”, a la que Buch pretende contribuir, supone solo un apéndice de otra más extensa “historia ecológica de ensamblajes sensoriales”.  

     La virtud de Playlist reside en lo que resigna al asumirse un recorte. Buch admite que su trabajo es insuficiente, ligado a su timidez y puntos de ignorancia. No obstante, suspende un tendal de relaciones, entre la construcción del sistema de sexo-género y la trans-humanidad del fenómeno sonoro, que se preguntan por la vida sexual de la gente y renuevan discusiones en torno a la sexualidad. Consigue tocar una fibra sensible con sus recomendaciones, estimulando la imaginación de múltiples itinerarios: los propios, que son también los de otrxs seres deseantes. 

     A pesar de que el libro se presenta como “un flujo de variaciones sobre la música y la sexualidad”, también podría comprenderse en los términos formulados por Paul B. Preciado en Manifiesto Contrasexual (2000). En este sentido, la playlist desborda su condición de formato-contenedor para convertirse en una tecnología comprometida con la búsqueda del “placer-saber”, que permite abordar el sexo ya no únicamente a través del discurso y la enunciación, sino también, y sobre todo, a partir de la escucha como principio activo en la materialidad de los cuerpos. La siguiente selección es un breve comentario sonoro que intenta ir en esta última dirección: acepta el ida y vuelta propuesto por Esteban Buch, a la vez que se nutre de narrativas y músicas disidentes para reproducir algunas de las infinitas prácticas que Playlist no llega a abarcar.

     Las piezas de Alex Anwandter y Fus Delei son un canto a la “plasticidad de los sexos”; una infinita adopción de roles, intercambiables según el anhelo propio. La sonoridad de Arca implica alcanzar un vórtice donde se confunden las distinciones entre instrumento y artificio; entre artista y máquina; entre música y sexo. El último par de canciones se desprende de dos obras: I’m your Private Dancer (1984) forma parte de una atmósfera musical narrada por Camila Sosa Villada en su novela Tesis sobre una domesticación (2023), donde los cuerpos se excitan y cogen en todo tipo de situaciones; Got to be real (1978) musicaliza los créditos de Paris is burning (1990), documental sobre la cultura ballroom de Nueva York, una comunidad donde la libertad del deseo es el único requisito para ser partícipe y donde la sexualidad se expresa de manera performática.

 

LUCAS GIAROLA

 Es profesor en Historia (UNLP) y adscripto a la cátedra de Historia General V

Para hechizar a un Cazador, Lamberti (2024)

NOVELA

JUAN MANUEL BELLINI


Para hechizar a un Cazador (2024)
de Lucio Lamberti

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     El premio Clarín 2023 de novela lo ganó Para hechizar a un Cazador de Luciano Lamberti, con un jurado conformado por Ana María Shua, Samanta Schweblin y Carlos Gamerro. Fue editada por Alfaguara en 2024. Como es de rigor la contratapa contiene frases laudatorias del jurado: “una novela apasionante”, “es perturbadora y obliga a reflexionar”, “supimos, al leerla, que estábamos ante la novela de un gran artesano de la frase”, “esta obra se mete de lleno en los horrores de la última dictadura”.

     En 2019, en otra novela que elegía mezclar el género terror con el genocidio argentino, Mariana Enríquez ganó el Premio Herralde con Nuestra parte de noche. Una novela voluminosa que manejaba bien el suspenso y que servía para demostrar que el cruce era posible. La literatura de los últimos años contó la dictadura de diversas maneras. Las mejores fueron las de Martín Kohan tomando personajes que podían parecer laterales pero que daban cuenta de la complicidad civil. Mariana Eva Pérez tuvo una mirada personal novedosa y desacartonada desde Diario de una princesa montonera y María Giuffra a través de dibujos contó los horrores perpetrados a chicas y chicos con el aporte de distintas voces en La niña comunista y el niño guerrillero. Emiliano Guido cuenta su militancia en H.I.J.O.S, su infancia en dictadura en Bahía Blanca, y los ’90 en La Plata con una mezcla de sarcasmo y ternura, en Treinta mil veces te quiero, libro de 2022 pero ya descatalogado, imposible de conseguir. Hubo también lugar para la banalización en las novelas de Félix Bruzzone y el castigo de derecha en Pola Oloixarac a un profesor setentista, ambos muy saludados por la crítica literaria, como así también La casa de los conejos de Laura Alcoba con una mirada for export e infantil. Martín Caparrós en 2008 estaba enojado y escupía A quien corresponda, con un protagonista cínico, descreído, asqueado de todo lo que pudiera tener que ver con la memoria y el kirchnerismo; el presente lo encuentra novelizando a Milei.

     Para hechizar a un Cazador comienza en Buenos Aires en 2015 con la historia de Julia, una chica apropiada. Anda en la búsqueda, se dedica a la fotografía. Se nota el buen manejo de Lamberti con lo cotidiano. Julia se entera de su historia por una anciana muy decidida que le cuenta que es su abuela y sus padres fueron asesinados en Córdoba. 

     Incomoda en la novela que parte importante del argumento trata sobre cómo un padre y una madre (que por su poder en el pueblo logran recuperar el cadáver de su hijo y que no permanezca desaparecido) realizan sacrificios humanos para mantener vivo, como a un zombie, a su hijo. Las víctimas son obreros, chicas adolescentes. Al final intenta Julia terminar con ese horror, podría pensarse en un final reparador. La incomodidad no es un obstáculo para considerar una obra, pero en este caso surge por momentos la duda de si era necesario. El abuelo, médico y reclutador de víctimas para el sacrificio sufre “un verdadero ataque, que lo hizo doblarse y cubrirse la boca con un pañuelo blanco”. Hay una parrafada acerca de lo que es ser montonero con frases como “son insectos que comen de una fruta”, “es el pan que los montoneros recogen y comen como animales en lo oculto”, “en el paraíso los montoneros tomaban el poder para Perón, y él volvía del exilio y nos felicitaba, dándonos palmadas como perritos obedientes”. Hay algún error histórico como decir que uno de los personajes se unió a Montoneros en 1968 y otros menores como que maneje un Ford Sierra en la década del ’70.

     Un hallazgo de la novela es cuando se ficcionaliza al centro clandestino de La Perla como un hotel de lujo y precisamente se va notando el derrotero hacia el horror en ese lugar. Se destaca la descripción de las vidas de quienes serían víctimas de los abuelos perversos y desesperados. Desde una anciana que iba a hacer caminatas con sus amigas y que resiste con violencia hasta un simple ratero al que no le alcanza lo que gana en las changas de albañilería, la adolescente Coty y sus padres. Cuenta lo aspiracional de un médico que quiere ascender en una clínica y ese puesto anhelado que le abre puertas para conocer a los poderosos del lugar, que saben el destino de quienes eran secuestrados en la dictadura.

     La historia, o mejor dicho las historias, se van contando desde distintos puntos de vista, algo que Lamberti manejó muy bien en La maestra rural y La masacre de Kruguer. Metiéndose esta vez en la última dictadura, quizás Lamberti intentó no caer en lugares comunes, algo de lo que se percató Guillermo Saccomanno (según contó en una entrevista con Estefanía Di Meglio en la revista Contenciosa) cuando comenzó a escribir su novela 77: “Yo había empezado a hacer la narración de una novela de una chica que buscaba su origen, una chica nacida en cautiverio. Y llegó un momento que sentí que estaba tocando un cover, le faltaba música de León Gieco y una edición de Página/12. Era una novela que tocaba todos los hitos convencionales. Estaba como escrita para el que quería leer esa novela”. 

     El Cazador, el monstruo sobrenatural de la novela, tuvo su momento de esplendor en el genocidio argentino. Una novela con suspenso, con una escritura cuidada que logra ir atrapando en la lectura. Y mientras se va leyendo se ve que existe un límite fino en el arte cuando se tocan temas sensibles, con heridas abiertas que quizás nunca cierren, como les pasa también a los alemanes con el nazismo. No es la única posibilidad ser solemnes, nombramos algunos ejemplos al principio de esta nota. 

     Para reseñar también la característica común con otro escritor cordobés, Sergio Gaiteri, en el sentido del buen manejo de lo cotidiano; como así también del cineasta Rosendo Ruíz. Lamberti en Para hechizar a un Cazador recorre distintas geografías: un pueblo inventado en Córdoba, una casa en Santiago del Estero, Miramar en invierno y atisbos originales de la vida en la cabeza de Goliath en los devenires de Julia.

     Otra ganadora del Premio Clarín de Novela, Raquel Robles, en 2009 en una entrevista en la revista Veintitrés cerraba con estas respuestas a preguntas de Bruno Lazzaro:

-En 2008, represores como Etchecolatz, Bussi y Menéndez enfrentaron a la Justicia y fueron condenados. ¿Qué le provocaron esos fallos?

-Una inmensa satisfacción.

-Si la directora de Clarín llegase a ser condenada en esta causa, ¿qué le provocaría?

-Si es culpable, la misma inmensa satisfacción.

     En esos años podía pensarse que Ernestina Herrera de Noble (la señora Basualdo del Diario de la Argentina de Jorge Asís) podía ser juzgada por delitos de lesa humanidad, lejos de este presente distópico, donde el Presidente y la Vicepresidenta festejan un 9 de julio arriba de un tanque de guerra, diputados de su partido visitan a Alfredo Astiz y lo persiguen a Marcelo Longobardi tildándolo de progresista.

LUCIANO LAMBERTI

Juan Manuel Bellini es Periodista, docente de la cátedra Análisis y Crítica de Medios de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP). Trabaja además en el Programa de Justicia por Delitos de Lesa Humanidad en la Comisión Provincial por la Memoria.

Isabel Perón. Intimidades de un gobierno (2007), González

HISTORIA

GASTÓN GALLI


Isabel Perón. Intimidades de un gobierno (2007)
de Julio González

9789500253246

Estamos todos locos

     ¿Cómo funciona un gobierno? ¿Cuál es la rutina del gobernar? ¿Cómo se toman las decisiones en los niveles más altos? En Argentina se han conocido muy pocos testimonios respecto al día a día de la gestión de gobierno. Algunos ex presidentes y funcionarios han realizado defensas de sus gestiones, pero se refieren fundamentalmente a las grandes cuestiones, y son más justificaciones y explicaciones que relatos que permitan sospechar cómo se decidían realmente esas cuestiones.

     Una importante excepción ocurrió en 2021, cuando Juan Carlos Torre publicó Diario de una temporada en el quinto piso: Episodios de política económica en los años de Alfonsín, donde relataba la increíble carrera del equipo económico del ministro Juan Vital Sourrouille para no ser alcanzado por una crisis provocada por problemas que ya se había resignado a no solucionar. El libro fue, justificadamente, muy leído y comentado.

     Más desapercibida había pasado en 2007 la publicación de Isabel Perón.intimidades de un gobierno, libro escrito por el doctor Julio González, que fuera Director de Asuntos Jurídicos y Secretario Técnico de la Presidencia, reemplazando luego a José López Rega como Secretario Privado, hasta acompañar a la Presidenta en su último viaje en el helicóptero donde fue despojada del poder. Detenido en ese mismo acto, permaneció encerrado en dependencias militares. En abril de 1983 fue sobreseído y puesto definitivamente en libertad. 

     El relato que realiza González es, por momentos, apasionante. Porque retrata cómo se tomaban las decisiones en un gobierno presidido por una persona emocionalmente frágil y muy influenciable en sus decisiones. Lo curioso, a diferencia de otras crónicas de esa gestión, es que es un relato hecho con afecto personal y que presenta a Isabel como a una persona que estaba en casi permanente sufrimiento mientras cumplía con lo que consideraba que era su deber. Incluso cuenta ingenuamente varios momentos en los cuales tuvieron que disuadirla de renunciar y retirarse. Lejos de otros relatos que la ridiculizan, González no oculta su admiración por la Presidenta y su desprecio por aquellos que la traicionaron. 

     Sorprendente resulta la imagen que presenta de José López Rega. El libro cuenta con sencillez distintos momentos en los que éste exponía ante ministros, funcionarios y oficiales de las Fuerzas Armadas respecto de “relaciones interplanetarias y de antiguas religiones desaparecidas; de la relación del padrenuestro con las notas musicales; que la selva del Amazonas eran los vellos que cubrían el pubis de la Tierra”, entre otros asuntos. En otro momento escribe que era “un obsesionado por los temas esotéricos, pero faltaría a la verdad si no dijera que el tema, por lo extraño y novedoso, unido a la amena narrativa del expositor, causaba interés a la vez que daba al ministro la imagen de pastor de alguna extraña secta religiosa, pero puramente convencido de su fe”. También relata otro tipo de historias, retratando la influencia que llegó a tener en las decisiones presidenciales. 

     En un punto González concluye: “Tal como se presentaba ante mí, la personalidad de López Rega no se condecía en absoluto con la perversidad que se le atribuía. Era explosivamente sincero y no tenía frenos de ninguna naturaleza cuando se trataba de fustigar un mal proceder, de enjuiciar un acto perjudicial al Estado o al pueblo, de denunciar la deslealtad de cualquier figura prominente de las Fuerzas Armadas o el gobierno, o de poner en descubierto los dobles propósitos que anidaban en otras personas. Todo esto lo decía en presencia del enjuiciado y de otras personas, funcionarios, edecanes o ministros. Me cuesta creer que este hombre fuera capaz de ordenar matar a nadie. (…) ¿Tenía, acaso, una doble personalidad? Es muy posible.” Es significativo que en todo el libro no se mencione ni una sola vez a la Triple A.

     Para los que leímos el libro en 2007, estas historias de un gobierno donde era muy influyente un astrólogo y espiritista, parecían una especie de fábula, entre kitsch y bizarra por lo que contaba y siniestra por lo que callaba. Pero, fundamentalmente, parecía un relato de un fenómeno imposible de repetir. Inevitablemente hoy pensamos ¿quién será el Julio González del gobierno de Milei?

     Desde la publicación del libro, el mundo ha empeorado visiblemente. En ese lejano 2007 ya existían terraplanistas, creacionistas, antivacunas, tarotistas, médiums que se comunicaban con perros y hasta economistas que sostenían que la única causa de la inflación es la emisión monetaria. Existía, incluso, la familia Benegas Lynch. Pero eran todos personajes marginales, cuya evidente ridiculez parecía quitarles todo peligro. 

     Hoy contemplamos atónitos cómo sus creencias ya no son tan marginales y cómo lentamente parecen apoderarse del sentido común. En 2024 parece que todo puede ser cuestionado y que muy pronto nos veremos obligados a defender principios como la presunción de que toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario, que la homosexualidad no es una enfermedad o que conviene respetar el tabú del incesto. En este extraño mundo en el que vivimos la autoridad intelectual parece residir en los que gritan más fuerte, los que insultan mejor, en los más intolerantes.

     Ayer las cartas astrales y las sesiones de espiritismo recomendaban a López Rega la necesidad de crear una organización que se dedique al asesinato de los adversarios políticos. Hoy el tarot y los perros sostienen que los problemas de la Argentina se solucionarán cuando se ponga freno a la desaforada avaricia de jubilados, docentes, científicos y de los siempre insaciables pobres. También parecen recomendar una generosa dosis de represión para “los que no la ven.”

     Estamos entrando en una era rudimentaria, de gritos, amenazas y violencias; de intolerancia y de culto a la ignorancia, en las que cualquier concepto complejo es desacreditado con resentimiento y en la que todo trabajo intelectual que no se entiende es el resultado de elucubraciones improductivas de gente que se queda “con la tuya”. Estamos entrando en un mundo donde la lectura, la investigación y la reflexión ya no tienen valor; un mundo donde es condenada la idea de que el otro es alguien con quien compartir un proyecto colectivo, sino que es alguien con el que hay que competir y al que hay que derrotar. Estamos contemplando a funcionarios que se jactan de dejar a otros sin trabajo, que militan para eliminar derechos o que ahorran suspendiendo la entrega de medicamentos oncológicos. 

     En los primeros setenta Isabel y López Rega eran excéntricos y no representaban a la sociedad que gobernaban. En el siglo veintiuno, Argentina y el mundo parecen bien representados en personajes como Trump o Milei. 

     Estamos todos locos.

GASTÓN GALLI

Veterano alumno de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito ensayos, intervenciones y reseñas para distintas publicaciones, algunas de las cuales dirigió.

Días perfectos, Wenders (2023)

CINE

ROBERTO PITTALUGA


Días perfectos (2023)
de Wim Wenders

dias perfectos

     ¿Se puede hacer una lectura política de Días perfectos, de Wim Wenders? Leo algunas de las críticas, muchas muy elogiosas, otras, en cambio, levantan ásperas objeciones, más allá de valorar —tampoco demasiado— la capacidad fílmica del director. Como suele suceder, opiniones encomiásticas y objetoras coinciden en buena medida en los aspectos que destacan, aunque ofreciendo valoraciones contrapuestas en términos interpretativos.

     Empiezo de modo impresionista. El film, además de bello, resulta casi incomprensiblemente reparador, en contraste con los tiempos que corren. ¿De dónde proviene esa capacidad de transmitir placidez, incluso reconstrucción del alma? Muchas de dichas críticas celebran ese retrato aparentemente simple de la vida cotidiana, que valora cada aspecto de la misma, encontrando un sosiego y un placer tanto en la labor diaria como en los momentos de ocio, incluso como si el modo de desempeñarse y disfrutar en el trabajo fuera la condición de posibilidad de un ocio gratificante. Quienes la objetan señalan algo semejante pero dando cuenta del valor negativo de la explotación: una suerte de alienación de nuevo tipo bajo el régimen laboral del capitalismo tardío que mientras deposita el destino del individuo en su completa autonomía, a la vez exige un tipo de actitud positiva frente al trabajo, incluso frente al trabajo más adverso —astucia para aprovechar cada momento, flexibilidad para combinar tareas, espontaneidad para ser uno mismo, disponibilidad aventurera para vivir plenamente-.

     El personaje principal, Hirayama, del que la cámara no se despega, es un trabajador de limpieza de los baños públicos de Tokio. Realiza su labor con esmero, pulcritud y responsabilidad, saliendo al alba en su pequeña furgoneta multiuso para iniciar su recorrido diario. El resto de cada día, lo que se denomina “tiempo libre”, son momentos plácidos y agradables que provocan deleite en el protagonista: recorrer en su vehículo una ciudad casi vacía cuando se dirige al trabajo mientras escucha canciones de los años 60 y 70, leer al anochecer, contemplar los árboles mientras descansa entre turnos o desde su ventana, mantener delicadamente su jardín en el interior de una vivienda minimalista y sistemáticamente organizada, tomar fotografías con una “vieja” cámara analógica para luego descartar algunas y ordenar las otras en un minucioso y vasto archivo, observar con atención los movimientos danzantes de un vagabundo. Tan placenteros son esos momentos —y la más que destacable actuación de Kōji Yakusho así como la dirección componen con destreza ese placer— que los días son efectivamente perfectos —tan perfectos como la composición entre las imágenes y la música que las acompaña, incluyendo ese tema de Lou Reed, Perfect Day, que sirve también de nombre para el film. 

     Como también ha señalado la crítica elogiosa, este placer del protagonista parece provenir de un saber estimar todo aquello que se aloja en lo rutinario, aquello que no contemplamos ni apreciamos porque estamos obligados por los mandatos de la productividad, el consumismo y el éxito, por el vértigo de los días. Para algunos críticos, esa capacidad para dar cuenta de las posibilidades de felicidad que se alojan en lo cotidiano, en lo repetitivo y rutinario, proviene de la cultura del servicio y del bien común propia de la tradición japonesa, o sencillamente de la “nobleza de los japoneses”. Con un sesgo menos “orientalista”, esa felicidad derivaría, dice la crítica, de un modo de comportarse ante la rutina y la repetición, ya sea trabajando como artesano dedicado que afronta esa tarea como novedad, ya sea aceptando esa vida de austeridad sin renegar de ella, para poder entonces encontrar la belleza de cada momento ordinario, sin esperar que nada extraordinario pueda suceder, gozando del ahora, como se dice y repite en una parte del film. El propio director confirma estas críticas, cuando señala, en una entrevista, que lejos de entregarse a la repetición que te convierte en víctima, se trata de vivir el momento como si nunca se lo hubiera hecho con anterioridad. Así, la rutina dejaría de ser rutinaria, la repetición repetitiva, y la belleza de cada momento, de cada situación, de cada persona y de cada objeto, podría desnudarse ante nosotros. Es la enseñanza del komorebi, palabra de la lengua  japonesa para referir a esas apariciones subrepticias que se revelan cuando la luz se filtra a través de las hojas danzantes de los árboles, dando lugar a un baile de sombras y de formas imprevistas. No dejarse doblegar por la cotidianeidad rutinaria por la vía del komorebi: un modo otro de vivir la mundanidad bajo el régimen del salariado. Contrariamente, quienes se distancian de una valoración positiva del film, toman todos estos aspectos señalados como una nueva sumisión del trabajador a dicho régimen, aspectos que la película romantizaría, olvidando el tipo de trabajo  —limpiar baños públicos— y la vida económicamente ajustada del protagonista.

 

     Sean de aprobación o de rechazo, estas críticas del film—al menos las que leí— son interpretaciones válidas, legítimas y perspicaces, incluso, en el caso de las primeras, en sintonía con la perspectiva del director. Aquí, ensayaré otra interpretación, con la intención de construir otra constelación con los signos que el film propone. 

     ¿Cómo se logra esa placidez frente a lo rutinario? O, de otro modo ¿cómo se hace estallar la rutina para transformarla en novedad cada día? Ante el film, los espectadores asistimos a escenas repetidas, no exactamente iguales, pero semejantes: leer un libro antes de dormir, escuchar música de camino al trabajo y la misma frase del mesero al servir, tomar las monedas para adquirir el café de la mañana en la máquina expendedora y llevar los rollos a revelar, regar las plantas y visitar la librería, afeitarse (y retocar el “anacrónico” bigotito, dice Monteagudo) y muchas más. ¿Qué las hace, de todos modos, escenas distintas cada vez? O mejor, ¿por qué nos atrae volver a verlas?

     Una “extraña armonía”, como si algo quedara sin responder, “un misterio que el film decide sabiamente mantener como tal”, dice Luciano Monteagudo. Voy a sostener que las posibilidades de hacer distinto lo repetido se yerguen sobre una inversión que realiza el protagonista respecto de la lógica maquínica del capitalismo. Esa inversión atañe a la temporalidad misma, y por tanto, a una completa refiguración de lo que llamamos “cotidianeidad”, que así puede abrirse al komorebi.  

     Hirayama realiza la limpieza con escrupulosidad, incluso con demasiada prolijidad, pues mantiene con ese trabajo una relación diferente de la demandada, para no sucumbir al mero salariado. Le dedica el tiempo estipulado, realiza las tareas encomendadas, pero aplica una dosis de “producción propia”, digamos artesanal, que es, por ello, antropogenética. Al hacerlo, invierte la relación entre lo humano y la maquinaria: no se deja reducir a mero apéndice del instrumento y de ese modo evita el shock an-estético del trabajo asalariado bajo el capitalismo. Hirayama tiene cierto control sobre su medio de subsistencia, pero eso exige una separación, la construcción de un mundo aparte. Así, por ejemplo, el protagonista guarda una relación puramente formal con los usuarios, no intercambia palabra alguna con ellos, se retira cuando ingresan en medio de las tareas de higiene y se queda rígido como una estatua en el exterior, como invisibilizado, como mimetizado con la estructura, esperando volver a su tarea. El mundo de Hirayama no tiene más que conexiones insustanciales con los usuarios corrientes de las instalaciones urbanas, salvo en el caso de un niño perdido y el personaje anónimo con el que juega a distancia al ta-te-ti —dejándose la jugada escrita en un papel semiescondido en uno de los baños. Y es este control parcial sobre el mundo del trabajo el que le posibilita convertirlo en un territorio lúdico, movimiento de desvío que expresa que se trata también de un campo de batalla. La cual adquiere fisonomía en el único instante de ira del protagonista, momento en el que pierde las formas amables: es cuando su compañero de trabajo renuncia y él debe extender su día de trabajo hasta el anochecer, corriendo de una instalación a otra, lo cual experimenta como desarticulación de su forma de vivir en tanto se reconfigura la organización del tiempo de cada día. La ira se vierte en ultimátum a la empresa (al capital): lucha a muerte por el tiempo.

     Para no ser un recurso humano, o peor, un capital humano, lo que el protagonista pone en juego —y aquí está una importante dosis del placer— es su propia temporalidad, su organización del tiempo de cada día, que entonces hace de cada momento uno pleno, en el que una subjetividad puede desplegarse en la atención a todo eso que bajo la mirada del orden social son “pequeñas cosas”. Pero ni leer, ni deleitarse con la música, ni observar o interactuar con la naturaleza o a las personas son cosas pequeñas, que debieran hacerse en los ratos “libres”. No es la mera atención a lo bello de lo rutinario sino la conversión completa que implica la abolición de lo rutinario, su conversión por medio de su inscripción en tanto parte de la armazón de otra forma de vida, de “otro mundo” —en los términos que el film enuncia. La inversión de Hirayama consiste en vivir sin “tiempos libres” —esos que debemos rellenar con algún entertainment— para habitar una temporalidad de real libertad —cuyas formas expresivas recorren en innumerables momentos el rostro de Yakusho, animan cada paseo o traslado en bicicleta, se muestran en las tomas en las que la furgoneta del protagonista avanza plácidamente, sin obstáculos, en sentido inverso al del atascado tráfico. 

     La contracara de la inversión de Hirayama es el plegado sin dobleces de su compañero de trabajo a la temporalidad y la vida de la modernidad capitalista; un joven obsesionado con la medida —todo y todos pueden calibrarse en una escala de 1 a 10— y por ello con el dinero. Nada puede suceder sin dinero, afirma, ni siquiera enamorarse. En la lógica del capital (humano) en la que este joven trabajador ha quedado condenado no hay lugar para relaciones amorosas verdaderas; todas sus relaciones están medi(a)das por el dinero. 

     ¿Cómo es que Hirayama puede decidir sobre el tiempo cotidiano? O, de otro modo, ¿de dónde surge esa capacidad de dar forma perfecta a sus días? El protagonista parece estar solo, vive solo, se moviliza en soledad, no parece tener relaciones, casi no habla, y recién muy avanzada la película nos enteramos que tiene una sobrina, y una hermana con la que ya no se ve. Sin embargo, si interpretamos el film de modo alegórico, podríamos comprender qué tipo de comunidad es la que habita Hirayama: es la que forma con sus plantas, con los árboles —“el árbol es tu amigo”, le dice su sobrina en un pasaje, y él responde afirmativamente luego de pensarlo unos segundos— con la música (y por ello con Nina Simone, The Animals, Otis Redding, Lou Reed y Patti Smith, entre otros) y con las letras (y así con Patricia Highsmith, Aya Kōda y William Faulkner), pero también con los comensales y con la dueña del pequeño restaurante que frecuenta. En esos espacios, Hirayama habla, conversa. No está solo, sino que está en una comunidad que apenas es visible desde las sociabilidades de la modernidad capitalista tardía, sociabilidades para las cuales la vida de Hirayama resulta extraña, anticuada, incomunicada (el protagonista casi no habla, se comunica sobre todo gestualmente, como si habitara otra lengua). Esa extrañeza es la misma que al mundo digitalizado le produce el universo analógico de Hirayama —mundo libre de pantallas, sin televisión, computadora o teléfono celular— al que entonces des-califica por anticuado. Pero no se trata de alguna línea temporal, por la cual el protagonista quedó anclado en ese pasado de los 60/70, o aun antes; se trata, como decíamos, de una temporalidad otra —es el anacrónico bigotito que menciona Monteagudo. Cuando esa temporalidad toca el universo digital, puede producir una conversión: es el afecto que manifiesta la joven que se ha deleitado (y ha conocido) a Patti Smith en la cassette de Hirayama, y que en lugar de buscarla en su celular, quiere volver a escucharla en el andar de la furgoneta, en ese soporte “arcaico”, en ese universo paralelo. Es también el juego de sombras, y sus superposiciones, junto al ex marido de la propietaria del restaurante.

     Así funciona también la cámara analógica que su sobrina Niko ha atesorado —regalo del propio Hirayama— y que la conecta con esa vida que su madre no puede explicarle, que su madre no comprende. Cámara que Niko (anagrama de Kino) resguarda como interrogante sobre su propia vida, al debatirse entre la herencia familiar (opulenta familia burguesa que vive en los barrios acomodados y que exige su reproducción) y el legado de ese tío que puede dar acceso a otra forma de vida. “Es una buena chica”, le dice Hirayama a su hermana, pero ésta dice no estar segura, señal de la desconexión entre ambos mundos que ha obligado a la joven a fugar de uno para conocer por su propia experiencia el otro —incluso deseando limpiar baños. Al dialogar con su sobrina, Hirayama afirma que existen muchos mundos, algunos de los cuales no tienen conexiones entre sí. La pregunta de la sobrina —“¿cuál es mi mundo?”— queda en suspenso, tensión narrativa del film. Y así como ella debió fugarse para encontrar a Hirayama en “otra” ciudad, entendemos que el protagonista debió también fugarse de su destino burgués, renunciar a esa vida para poder darse los días perfectos. En el origen del mundo de Hirayama hay una renuncia (dolorosa por los afectos que debe dejar atrás) que es la que posibilita la inversión. Del mismo modo que Hirayama no es un ser anti-tecnológico (Wenders lo expone como un trabajador de la más moderna tecnología aplicada al “buen vivir”), no se trata de una renuncia a las riquezas y a las suntuosidades ni una declinación de los bienes materiales en nombre del ascetismo, sino un dejar atrás un modo de vivir, una elección relativa a la autonomía, a ser sujeto de su propia historia. Historia propia que requiere una comunidad desde la que realizarla que no puede configurarse con las subjetividades y los dispositivos tecnológicos tal como están dados en la modernidad tardía.

     Esa otra comunidad que sostiene su forma de vida implica un saber mirar, tanto a través de las hojas de los árboles por las que asoma la luz de un mundo que de otro modo no sería accesible, como en esas otras sombras compuestas de memorias y sueños a través de los cuales —gracias a la fotografía difusa de Donata Wenders— se van paulatinamente constituyendo los rostros —la humanidad— de sus amistades y amores. Saber mirar, también, a esos otros y otras con los que sostener una relación solidaria, amistosa, aun a la distancia. Saber mirar a través del juego de sombras que son las huellas que vamos dejando, un komorebi de nuestros pasados, un resplandor de nuestras historias. Un saber mirar que se edifica desde una posición de separación, de desidentificación —la fuga— respecto del modo de vivir que, incluso en las comodidades de esos baños de diseño artístico y provistos de la última tecnología, no deja de alienarnos y someternos a esa temporalidad que combina vértigo y paralización. La mirada de una singularización, de Hirayama, la de los versos del poema canción Perfect Day de Lou Reed:

“it’s such fun

just a perfect day

you make me forget myself

I thought I was someone else

someone good”

ROBERTO PITTALUGA

Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).