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Ana alumbrada. Militancia, amor y locura en los 60 (2018) de Alejandra Slutzky

BIOGRAFÍA / ENSAYO

EMILIANO TAVERNINI


Ana alumbrada. Militancia, amor y locura en los 60 (2018)
de Alejandra Slutzky

   

“Tendremos que admitir, entonces, que nos encontramos en presencia
virtualmente de un campo cada vez que es creada una estructura semejante,
independientemente de la entidad de los crímenes que allí se cometen
y sea cual fuere la denominación y la topografía específica”
Giorgio Agamben, Homo Saccer. El poder soberano y la nuda vida, 1995

   

     Una hija decide tomar el candil para iluminar algunos misterios de la biografía familiar. En su búsqueda detectivesca, intermitente como el brillo de una luciérnaga, descubre un espacio más vasto, un territorio de memorias y archivos todavía no alumbrados por la historia. Cada instante de luz en su derrotero contribuirá a encontrar posibles parejas luminiscentes, juntas van conformando una comunidad de afectados por la misma experiencia, hasta ahora ignorada. Una hija, una detective, una luciérnaga más que visita una zona inexplorada en los estudios sobre los sesenta-setenta: sexualidades disidentes y locura.

Alejandra Slutzky ya había indagado y hecho pública parte de su historia familiar en 2003 cuando editó en Holanda (país en el que se exilió y vive desde los 14 años) Die Stilte (El silencio), texto en el que abordaba la figura de Samuel Slutzky, su padre, médico sanitarista que trabajaba en la Municipalidad de La Plata al momento de su secuestro y desaparición en 1977. En esta primera aventura narrativa había reconstruido también parte de su genealogía paterna, perseguidos por los pogromos zaristas. En la memoria familiar Samuel ocupaba el lugar de víctima del Estado genocida argentino, sin embargo su ex pareja, madre de Alejandra, Ana “Toti” Svensson, que falleció en una clínica neuropsiquiatría privada en 1982 no había sido considerada de la misma manera sino que “se había brotado”, “no estaba bien de la cabeza”, “era medio loca”. Entonces, la primera cuestión que trabaja el libro es la de cómo algunas memorias sobre los setentas adquirieron más legitimidad que otras para ser narradas: ¿qué dispositivos de poder actúan todavía en nuestra sociedad para seguir obturando determinadas experiencias?

En el momento en el que la autora decide indagar en la vida de Ana comienzan a circular en las redes sociales cartas que Toti se escribía con Julio Cortázar -a quien se supone conoció en un breve paso por Cuba en el contexto de la O.L.A.S. en 1967-. La profanación de un coleccionista anónimo activó inesperadamente la máquina de la narración genealógica, esta vez a la búsqueda de la figura de Ana Svensson.

     Ana alumbrada desarticula a partir del análisis y la descripción de casos singulares de militantes secuestrados o internados en neuropsiquiátricos el concepto de Estado terrorista definido por Eduardo Luis Duhalde, es decir, un Estado que actuaba mediante una doble faz de sus aparatos coercitivos: uno público y sometido a las leyes y otro clandestino, al margen de toda legalidad formal. Slutzky ilumina los espacios de intersección de estos dos mundos, los cuales dentro de un marco legitimado institucionalmente siguen encerrando aún hoy a la nuda vida, sometiéndola a torturas y maltratos que no se terminaron con el fin de la dictadura. Este texto es fundamental para los estudios sobre el pasado reciente  porque permite delimitar un territorio en el que persisten más continuidades que rupturas con el régimen dictatorial, la permanencia del campo donde se expulsa lo abyecto, los cuerpos que no se adaptan al corte biopolítico del “ciudadano”. Cuerpos diagnosticados para producir el olvido y la negación simbólica de sus vidas con el consenso de la institución familiar.

Estos intersticios del Estado de excepción en las instituciones de la democracia perturban al lector, no solo hubo pasajes entre secuestrados en los Centros Clandestinos de Detención  y pacientes psiquiátricos del Borda y el Moyano, sino que también se dio el tránsito entre personal militar y médico: en el Moyano funcionaba un espacio de tratamiento de detenidas por razones políticas, mientras que en el Borda la Unidad 20 era controlada por la Policía Federal, ambos sitios se manejaban con una lógica propia.

El lector se preguntará por qué que no se conocían estos testimonios aún cuando la autora encuentra una enorme cantidad en los legajos de la CONADEP y en los Informes de Clamor a comienzos de la década del ’80. La investigación de Slutzky brinda una respuesta: con el archivo solo no alcanza, para hacerlo visible es necesario dialogar con él, hay que habitarlo, darle legibilidad histórica. Nuevos descubrimientos le permiten reconstruir distintos aspectos en la vida de Toti: los archivos de inteligencia de la DIPPBA, la transcripción que realiza un médico de la biografía de su madre cuando ingresa por primera vez al Moyano -1970-, las cartas que se escribe con Cortázar.

Cuanto más avanza la investigación, más necesidad manifiesta Slutzky de reponer la figura revolucionaria de Ana Svensson (1942-1982), quien comenzó su militancia en el PSA (Partido Socialista Argentino) y rápidamente rompió para integrar el PSAV (Partido Socialista Argentino de Vanguardia). Posteriormente, junto con su compañero, confluyó en la ARP (Acción Revolucionaria Peronista) de John William Cooke. Hasta allí una trayectoria más de la militancia de los sesenta, salvo que cuando viajan a Cuba en 1967 para realizar entrenamiento militar se separa de Samuel Slutzky y comienza una deriva con sus dos hijos que la lleva a México y posteriormente de vuelta a la Argentina, totalmente aislada de sus antiguos compañeros y con la salud deteriorada por una incipiente esclerosis múltiple. Qué pasó en Cuba, es la pregunta que se hace una y otra vez su hija. La respuesta llega a través de los balbuceos y las contradicciones de los antiguos compañeros de militancia de sus padres.

A Ana se le hizo un juicio político por haber tenido relaciones sexuales con un compañero cordobés y con un oficial de inteligencia cubano, se la expulsó de la organización e incluso durante el juicio se llegó a proponer su fusilamiento. La depresión que le produce esta situación culmina con un cuadro paranoico desencadenado el día que una bomba casera explotó cerca de su departamento. Ana se sentía perseguida por la policía pero también por sus excompañeros, rápidamente recae sobre ella un estigma con el que cargaba desde su adolescencia. Cuando era discípula del profesor en filosofía Conrado Eggers Lan, cometió el “error” de confesarle su atracción por una compañera de estudios. Acto seguido el profesor planteó el “problema” a la familia que determinó separarlas y enviarla a realizar un tratamiento psiquiátrico. Así se inaugura en su trayectoria lo que Michel Foucault denominó la ceremonia de la objetivación a partir del examen inicial del poder disciplinario. De ahí en más cada desviación de las “normas” por parte de Ana reducirá su vida a este punto inicial.

La escritura de Slutzky combate de manera eficaz el corte biopolítico porque logra desbordar los diques genéricos de contención, se permite pensar nuevas reclasificaciones de las taxonomías narrativas. El texto debe encontrar su propia forma para decir una verdad obliterada, habita la transgenericidad: por momentos novela autobiográfica o relato de viaje, por momentos monografía académica, crónica periodística, novela histórica. Al mismo tiempo es una conversación y retorno al lenguaje materno con la mediación de Cristina Feijóo, escritora y compañera de militancia de su padre que ayuda a la autora con su castellano distante.

Mediante esta hibridación genérica logra acceder a instantes de verdad, por ejemplo con el testimonio de David Ramos: “Creo que sí, muchos compañeros se brotaron y eso no quedó registrado en ningún lado. La presión, la persecución, la muerte que se asomaba cada dos por tres. Era mucho, no todos podían”. El estigma sobre la figura de Ana se reproduce en las entrevistas a los compañeros y compañeras de militancia que claramente no han elaborado de manera crítica las relaciones disimétricas entre hombres y mujeres que se daban al interior de las organizaciones, aunque también manifiestan un profundo desconocimiento por el destino de los “brotados”.

La investigación se expande con el descubrimiento de muchos militantes, que como Ana, fueron internados en hospicios neuropsiquiátricos y que hasta el día de hoy han sido ignorados como víctimas. Slutzky señala que los ingresos de NN al Borda y al Moyano aumentaron entre 1977 y 1979 y constata que muchos de los internados provenían de Centros Clandestinos de Detención y Tortura, aunque también en el Borda, por ejemplo, existió un Servicio 6 a donde eran trasladados los conscriptos de Campo de Mayo, la Esma o Puerto Belgrano si lograban sobrevivir a las torturas y vejaciones a las que eran sometidos como método de castigo y disciplinamiento cuando intentaban desertar o tenían algún conocido sospechado de “subversivo”.

A partir de las conversaciones con distintos profesionales de la salud mental, Slutzky comprueba que los diagnósticos de ingreso eran muy vagos: alienación mental, enfermedad mental, esquizofrenia, epilepsia. Según la opinión de los especialistas luego de haber sido dopados y sometidos a tratamiento con electroshock y violencia física y psicológica el 80% de los pacientes experimenta un estado de alienación. En este sentido, el dispositivo de disciplinamiento de los cuerpos mediante la descarga eléctrica atraviesa el Estado genocida y el Estado democrático. Aún cuando supuestamente ya estaba prohibido su uso, los partes médicos y las historias clínicas dan cuenta de su utilización y de los daños físicos infligidos a los pacientes al interior del hospicio. Escenas descriptas con total impunidad dado que esos cuerpos son las vidas que no merecen ser vividas para el Estado.

La cuestión central que trata el libro es la de cómo dentro de los estratos de víctimas modélicas del genocidio, quienes habitan la base de una esquemática pirámide en el imaginario cultural son –no casualmente- dos grupos sociales que en democracia siguieron siendo igualmente sancionados, marginados y rechazados por el poder soberano: las víctimas queer y las víctimas con tratamiento neuropsiquiatrico, clasificaciones que en la década del sesenta estaban íntimamente relacionadas, a partir de la patologización de quienes no se adaptaban a la hetoronorma –hasta los setenta la homosexualidad era considerada un trastorno mental- o a la monogamia –especialmente si eran mujeres-.

A través del descenso de la autora al Hades del Moyano y el Borda comprobamos de qué manera el campo de concentración en su modelo neuropsiquiátrico sigue actuando hoy en día de la misma forma que lo hacía en la década del sesenta, la nuda vida se pasea por los pasillos embotada de pastillas, acostumbrada al maltrato y a la violencia física: pacientes que ni siquiera pueden identificarse por nombre y apellido, condenados a la desubjetivación y a la desidentificación de los marcos sociales de referencia –por momentos descripciones casuales alertan sobre el devenir animal dentro de este territorio-.

Finalmente, retomando la imagen de las luciérnagas, éstas no sólo producen fosforescencias que iluminan el pasado desde sus entrañas, sino que también cuentan con alas para agitar el presente:

“Buscando a Ana, mi madre, encontré muchas cosas. Encontré el tabú que sofoca a quienes padecen una enfermedad psiquiátrica y a su entorno. Encontré la exclusión de los diagnosticados, condenados. Encontré personas obligadas a perder su identidad detrás de los muros del manicomio. Encontré a mujeres sentenciadas de locura, insania o maldad por ser diferentes a lo normal. Encontré el uso histórico y político de esos diagnósticos para separar a los diagnosticados de la sociedad, enterrándolos en la profundidad de los hospitales psiquiátricos devenidos cárceles, centros de detención y lugares de desaparición.”

EMILIANO TAVERNINI

Es profesor en Letras (UNLP) y magister en Historia y Memoria (IdIHCS-CONICET). Estudia la relación entre literatura y memoria en la Argentina reciente, en particular la poesía de los hijos de militantes políticos.

Les unwanted de Europa (2018), de Fabrizio Ferraro

CINE

ROBERTO PITTALUGA


Les unwanted de Europa (2018)
de Fabrizio Ferraro

     

     Recortadas sobre un fondo negro, las imágenes documentales a color con las que se inicia el film de Fabrizio Ferraro—reunidas y resguardadas en el Instituto Jean Vigo— nos muestran aspectos del mundo mediterráneo durante la segunda posguerra en el sureste de los Pirineos, región de la que los títulos —en inglés— nos informan que “presenció un verdadero éxodo” en 1939 y 1940, éxodo que es el tema de la película. Esas imágenes documentales que parecen idealizar una época, se exhiben acompasadas por el golpeteo de fondo, claro y limpio, de tacos al caminar y del murmullo del oleaje mediterráneo, sonidos que en las escenas siguientes, ya en blanco y negro, se corresponden con los de Walter Benjamin y Henny Gurland transitando el puerto de Banyuls-sur-Mer, pensando en el cruce.

     Las sonoridades del caminar, del transitar, configuran un elemento esencial del film de Ferraro: pasos, ecos de pasos, acompañan al espectador durante toda la película; hasta podría decirse que esos sonidos resultan ser su arquitectura invisible —si no fuera porque lo audible siempre produce su propia visualidad. Fugaces pero nítidos pasos del caminar urbano; dilatados y ásperos, raspando la tierra, aquellos de los senderos de montaña. Esos pasos arrastrados pertenecen a los derrotados, a los milicianos republicanos en 1939 que cruzan los Pirineos huyendo del franquismo y la derrota; a Walter Benjamin, Henny Gurland y su hijo, guiados por Lisa Fittko, que emprenden el cruce al año siguiente y en sentido contrario, escapando del nazismo y el colaboracionismo francés.

     Pasos, pasar, pasaje. Les unwanted de Europa es un film sobre la migración y el exilio en el momento en que suceden, ni antes ni después sino en ese tiempo y ese espacio del entre, espacio-tiempo del ya no y el no todavía. Y Ferraro se propone, muy benjaminianamente, mostrar ese tiempo y ese espacio. Espacio intersticial, de senderos como pequeñas grietas o desfiladeros en la espacialidad cotidiana o del poder. Tiempo del pasar, del atravesar, sobre ese punto de inflexión (o no) que puede ser cada momento si se lo examina detenidamente, punto de inflexión que es siempre de incertidumbre, como Benjamin le comenta al bibliotecario con el que conversa en la Biblioteca Nacional, en Paris, luego de recorrer juntos los senderos-desfiladeros entre las cimas de libros —esas trincheras que todavía quedaban por defender, como en un momento le dijo a Theodor Adorno.

     El espacio exiliar es un territorio diferente de cualquier paisaje, es un lugar al margen y en peligro, una posición que guarda distancia de cualquier espacio físico. Los milicianos, en un descanso, dicen su preocupación de ser capturados por los franceses, escena que en la película sólo se oye, como grito de alto. Y  también observan, ya desde una lejanía, ellos que son campesinos, a la tierra y al ganado; su mundo se les ha escapado, como exhala uno de ellos al soñar con volver a “tocar la tierra”. Para los judíos y/o comunistas apátridas, las rutas que cruzan la frontera prolongan esa vida en el intersticio, la pensión pasajera, el encuentro furtivo, el hablar silencioso. La cámara de Ferraro se instala en esos caminos sinuosos de la montaña, viaja y hasta jadea y arrastra los pies como los milicianos, como Benjamin. Obliga a los espectadores a vivir en ese espacio que no conduce a ningún lado, o más bien, que sabemos conduce a la muerte o peor, al campo de concentración (del cual viene Benjamin, al cual van los exiliados republicanos). Largas, larguísimas tomas andando los senderos, pero no se avanza, ni en el espacio ni en la historia. El director se propone la ardua tarea de mostrar esa suerte de no-lugar, esa zona de umbral, casi pura naturaleza, a la que son arrojados, expulsados aquellos que han sido privados de toda relación amorosa, los parias, al decir de otra indeseada, Hannah Arendt —que hizo los mismos senderos que Benjamin unos días después.

     ¿Se puede hacer un film detenido, un film fotográfico? Sabemos que sí, gracias a Chris Marker, que lo hizo de modo quizás insuperable. Pero Marker producía el movimiento y la historia desde las imágenes fijas, mientras que lo que ofrece Ferraro es otro tipo de film “fotográfico”, construyendo, a su manera, pleno de sutilezas dispuestas a la interpretación, un tiempo suspendido a partir de dilatar la toma y mirar detenidamente. Un film que se detiene, que no se mueve, sino que pretende “vivir en el instante”, como alguna vez dijera Benjamin de los modelos de las primeras fotografías. En contraposición al flujo constante y acelerado de la modernidad (y de gran parte del cine), la película de Ferraro no sólo se afirma en la lentitud, sino que extiende ese tiempo lento, lo expande hasta casi detenerlo, generando fotografías. Cada plano parece durar algo más, el blanco y negro —y el empleo de las tonalidades— impiden distinguir con certeza el día de la noche, las palabras salen morosamente de los labios de los protagonistas, los diálogos parecen fracturarse para crear hiatos; una construcción de la temporalidad para darnos a ver realmente a esos indeseados, esos perseguidos que de otro modo permanecerían invisibles —condición de supervivencia es escapar a la mirada de los otros, como dice en un momento la guía Fittko— e inaudibles —hablan en tono bajo, susurran. Como en la escena en la que el alcalde de Banyuls-sur-Mer les ha explicado cómo cruzar la frontera, y la cámara parece detenida en un lentísimo travelling ritmado por la música de John Cage sobre un ajado mapa de Europa, esa Europa a la que ya no pertenecen, de la que son expulsados.

     Narrativamente, el film ni avanza ni retrocede, pasa de un éxodo a otro y entre momentos de cada uno sin que se establezca una trama, más allá de lo que el espectador ya sabe por los títulos iniciales —y la información es restringida al mínimo. Vuelve sobre escenas semejantes pero como no hay trama que continuar, el espectador debe proponer los lazos entre secuencias. Antes que un film-narración estamos ante un film-significación, por el cual Ferraro conmina a los espectadores a tomar posición, a producir su propia interpretación a partir de lo que nos es sutilmente sugerido en cada toma, en cada planosecuencia. En el citado diálogo entre el bibliotecario y el filósofo, se nombra a Nietzsche para decir que en la historia no hay más que silencio, un silencio lento, y que sólo la palabra del pensamiento, agrega Benjamin, puede desencadenar la tormenta, es decir, la significación: virtud del lenguaje, agrega luego el pensador judeo-alemán, la de poder transformar lo que nombra, expresando y a la vez interiorizando la muerte como trabajo de la negatividad.

     Un film sobre el tiempo y la historia, o mejor, sobre los tiempos de la historia. El tiempo de los vencedores, con sus repeticiones y continuidades, y con esa historia “que junta polvo” como la designaba Benjamin. Y el contratiempo de los vencidos, con sus detenciones y sus sacudimientos, con esa instantaneidad densa provista por el choque de tiempos —como, nuevamente, en las primeras fotografías, a las que Ferraro remite y homenajea en los planos, los rostros, las contrastes de luces y sombras.

     La expansión del instante en el film de Ferraro tiene otra cita, que es también una referencia en los textos tardíos de Benjamin: Louis Auguste Blanqui. Es, por un lado, el Blanqui de La eternidad a través de los astros, escrito que el alemán fue uno de los primeros en estudiar con atención. La cita en la película es textual y también imaginal, en las duplicaciones de situaciones y personas, en las deambulaciones sin propósitos a la vista, es la cita de los mundos infinitos, paralelos, de la inexistencia del progreso. Como consignara Lisa Block de Behar, el francés le escribió a una de sus hermanas: “Me refugio en los astros donde uno puede pasearse sin límites”. Por otro, es el Blanqui revolucionario, el que pasó treinta y siete años en las prisiones de la burguesía francesa, el grito de batalla de los communards de 1871, ese hombre que ante el juez que lo interroga por su profesión, responde: “Proletario”. Nombre inasimilable para el orden burgués, Blanqui es completamente extemporáneo, como esa risa notoriamente forzada (un toque brechtiano, quizás también) que el actor que protagoniza a Benjamin escupe en el último alto del camino antes de pronunciar sus también últimas palabras en el film: “¡Blanqui! ¡Blanqui! Háblame, yo te escucho! Yo te escucho!”. Escuchar a Blanqui, y nosotros con Ferraro, escuchar a Benjamin y a los revolucionarios españoles, a los perseguidos, a los unwanted. Para que otro tiempo surja, aquél que emerge cuando el pasado toca —pero realmente toca— al presente (lo que a su vez requiere que el presente escuche, le importen “esas voces enmudecidas ahora”, como reza la II tesis Sobre el concepto de historia). Es el pasado que ha permanecido en silencio el que como un cometablanquista hace estallar a un presente que entonces despierta.

     Les unwanted de Europa pretende ser también, pienso, una de esas cesuras, un sendero-desfiladero, una trinchera. Una que tenemos que defender hoy, ahí, en la producción de sentidos, frente al avance de ese otro ejército de las grandes corporaciones mediáticas. Es también cierta posición exiliar, o verdaderamente contemporánea, ese entre-lugar de una a otra frontera, ese entre-lenguas que es el film —desde el título hasta los distintos idiomas en las que está hablada y titulada la película— donde el director pone su mojón.     

     Ferraro elude el punto de llegada: no hay campo de Argelès-sur-Mer (aunque hay escenas que nos permiten intuirlo), no hay hotel en Portbou, ni morfina, ni cartas para Adorno y Horkheimer —aunque se ha dicho, en el film, que su maletín era más importante que su vida. Benjamin simplemente se prepara un sitio para descansar a la vera del sendero, y allí queda en esa no-tumba, a nuestra espera.

     Es que no hay tumba para Walter Benjamin. Arendt la buscó y desconfió de aquella que le señalaron los guardias españoles. Pero sí hay una disputa por su memoria. Hay hoy una suerte de culto de la memoria del breve momento que el filósofo pisó Portbou. Salvo el monumento “Passatges” del escultor Dani Karavan, predominan en la ciudad mediterránea—y en muchos otros lugares— formas del recordar que Benjamin seguramente hubiera consignado entre aquellas que administran el pasado como herencia, modalidades que eran peores que el completo olvido, agregaba. Enzo Traverso expuso parte de esta “memoria mercantilizada” en una conferencia en la FaHCE de la UNLP, poco tiempo atrás. La película de Ferraro se coloca en las antípodas de ese culto, y significa también en este tema, una intervención reparadora.

     Título y final, the end. Y luego, una toma adicional. Nuevamente se instala el color por unos breves segundos, con un paisaje de los Pirineos Orientales semejante a las imágenes de apertura. El blanco y negro entre un inicio y un final en colores parece indicar que es también desde cierto exilio, como posición política ubicada en la conjunción entre apartamiento y compromiso —una suerte de extranjería simmeliana—que se puede producir un conocimiento crítico del poder social. Que es a su vez una referencia a la relación entre los unwanted de los 30 y 40, y los actuales unwanted de Europa, esos migrantes que venidos de África o Medio Oriente, mueren por miles en el Mediterráneo o quedan en los nuevos campos de Argelès. Mostrar el pasado de unos para ver a los otros, hoy.

ROBERTO PITTALUGA

Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).

Estudios número 4: El Cordobazo, la Universidad, la Memoria (1994)

REVISTA / HISTORIA

JAVIER TRIMBOLI


Estudios número 4 (1994)
El Cordobazo, la Universidad, la Memoria

trimboli

     Suele lamentarse que carezcamos de libros que estabilicen, sino de una vez y para siempre, por un buen rato, la lectura sobre algún acontecimiento o período fundamental de nuestra historia. Es casi un acto reflejo y no hay quien no se deje dominar por él, aunque sea por un instante. Respecto del Cordobazo se podría decir que falta tal libro. Lo escribía Daniel James en Resistencia e Integración – “no existe un libro definitivo sobre los acontecimientos de Córdoba”- y, por más que desde 1990, año de su edición en castellano, se hayan realizado valiosas aproximaciones, la impresión podría seguir siendo la misma. Lo particular con el Cordobazo es que, aun con esa ausencia –o en paralelo a ella-, se trata de un acontecimiento muy transitado por una franja relevante de nuestra sociedad. Todo joven que se suma a la militancia de izquierda o nacional popular bebe de sus aguas, dado el lugar relevante que tiene en la narración en la que se inscribe. Pero su presencia excede a estas militancias, porque mientras el pasado reciente, incluso el siglo XX a partir de 1945, se ha vuelto un territorio de disensos, el Cordobazo se ubica más allá de ellos, por fuera de pasiones encontradas.

     Sobre ese relativo vacío interviene la revista Estudios de la Universidad Nacional de Córdoba, con su número 4 correspondiente al segundo semestre de 1994. Se cumplen 25 años de esa “ola de desobediencia social generalizada” (James) que abrazó a la ciudad mediterránea y en sus páginas se percibe la incomodidad y la zozobra que trae aparejado el mero hecho de escandir el tiempo. “El Cordobazo dio lugar una compleja bibliografía aunque, curiosamente, pocos son los libros que específicamente se refieren al tema.” La decisión que organiza este número de la revista no se nos puede ocurrir más justa ni beneficiosa, por lo pronto para nosotros, hoy en 2019. Toma de aquí y de allá, hasta permitir que despunte un campo de tensiones, un relieve nunca liso, hecho de desacuerdos. Claro, no de panelistas, desacuerdo entre quienes se encuentran igualmente conmovidos por el acontecimiento en cuestión, que comparten incluso que fue una “cima” –queda escrito: “…era una sensación de cima de montaña…”-, pero no tienen el mismo parecer acerca de cómo se llegó a ella; de quiénes lo hicieron posible; o si hubo otras. ¿Qué se hace con una “cima”?

     En primer lugar, Estudios recoge las tres intervenciones que animaron las jornadas celebradas en la Universidad en mayo de ese año. Lo cuenta Héctor Schmucler, en aquel entonces director de la revista, en el escrito que presenta al número. Carlos Altamirano, Juan Carlos Torre y Lucio Garzón Maceda: se adivina que fue ése el orden de los oradores. También se transcribe la mesa redonda que le dio continuidad al encuentro, cuando alrededor de la pregunta “¿Qué queda del Cordobazo?” se sumaron las palabras de los dirigentes sindicales Elpidio Torres y Felipe Alberti. Recordemos que Torres había sido, junto con Agustín Tosco y Atilio López, figura fundamental del Cordobazo, cosa que se dice pero que también prácticamente se niega en estas páginas. Se disponen después una variedad de artículos: desde el que aportan en colaboración James Brennan y Mónica Gordillo, quienes próximamente publicarían principales trabajos de investigación al respecto; hasta el de Francisco Delich, por esos días rector de la Universidad, pero en 1970 autor de uno de los primeros libros sobre el Cordobazo. Una selección de entrevistas, varias de ellas de 1989, a obreros y estudiantes que tuvieron disímil participación. Cuatro hombres, que en mayo de 1969 tenían entre 10 y 15 años, conversan sobre lo que vivieron ese 29 de mayo en su ciudad. Editoriales, encuestas y noticias de diarios y revistas. El guión del radioteatro escrito en 1994 que se transmitió por Radio Universidad. Quien hojee la revista, que está disponible para consultar en la web, encontrará mucho más.

     Las tensiones podrían ser tan sólo –y no sería poco- una consecuencia de este montaje de materiales heterogéneos. Pero no. Schmucler apunta que en las jornadas fueron muchos los interrogantes, a la vez que “los análisis y las interpretaciones de los hechos difirieron”. Veinticinco años después de esas jornadas, se logra apreciar sin dificultad uno de los argumentos que da lugar a la discrepancia y se traslada al número de Estudios. Lucio Garzón Maceda, en su doble carácter de protagonista –abogado y asesor de SMATA y de la CGT Córdoba- y de estudioso, lanza un aserto que no deja de resonar. “Nuestra idea del Cordobazo –al contrario de lo que muchos piensan- es que constituyó la culminación de un proceso que tuvo como actor o agente central – casi único- al Movimiento Obrero de Córdoba, en tanto movimiento social, organizador de luchas colectivas trascendentes en la búsqueda de cambios.” Para este abogado laboralista mayo de 1969 corona un proceso de acumulación de fuerzas iniciado en 1957, cuando se conforma una nueva CGT en Córdoba, que tiene como secretario general al dirigente de la UTA, Atilio López. Recuperando el aliento y con picardía después de la derrota del ’55. Se lanzan medidas de fuerza de importante repercusión y, ese mismo año, se realiza el congreso de La Falda que  atrae inusitadamente a gremialistas de todo el país. Desde esos días, los trabajadores organizados avanzan en sus luchas en resistencia contra las políticas de racionalización que dañaban conquistas y derechos, y en situación tan desventajosa vuelven a imaginar su acceso al poder. “Desde La Falda a la CGT y desde la CGT a la Rosada”: recuerda Garzón Maceda “el grito de guerra” que agitó por vez primera un gremialista rosarino, el Rengo Martínez, y que “sintetizaba un ideario peronista, esencialmente sindical”. La conjunción de inteligencias y fuerzas que expresa el entendimiento entre López, Torres y Tosco no fue un hecho circunstancial o incluso –como también se sugiere en la revista- obligado y de mala gana, sino que se venía forjando desde finales de los años cincuenta. El distanciamiento producido entre ellos, junto con el asesinato de Vandor, es lo que hace que este protagonismo obrero empiece a languidecer. Algo más: se propone derribar mitos Garzón Maceda, así lo dice, para “enaltecer”; y en ese tren no duda en afirmar que el Cordobazo fue un acontecimiento nacido de la clase obrera de Córdoba, es decir,  desplaza a la alianza obrero-estudiantil.

     Quizás exagero, pero la impresión es que las “reglas del arte” o, más sencillo, del “campo”, implícitamente aconsejan no sólo no responder a otro ponente con nombre y apellido, sino tampoco ser demasiado demostrativo del efecto que produjo en el propio pensamiento una idea que se acaba de escuchar. Minutos antes de que interviniera Garzón Maceda, Juan Carlos Torre había leído: “Desde los portones de IKA-RENAULT en el Barrio Santa Isabel hasta las pensiones estudiantiles del Barrio Clínicas, la movilización había, así, descrito un itinerario portador de un claro simbolismo; en sus extremos, se recortó la silueta de los dos principales animadores de la protesta, los trabajadores industriales y los jóvenes de las clases medias.” Vuelve a hacer suya la palabra en la mesa redonda y retoma “una idea que me pareció muy sugerente y que colocó recién Garzón Maceda. Él señaló que el Cordobazo es una culminación, el momento alto de lo que llama, y con toda razón, un movimiento obrero; una acción sindical y política a la vez (…) y que luego –si no entendí mal- se eclipsa.” Acepta que para los trabajadores de Córdoba esto haya podido ser así, pero “para muchos otros argentinos el Cordobazo fue un comienzo, un debut”. ¿“Muchos otros argentinos”? Se refiere a los jóvenes, que no traen consigo la experiencia de las fábricas, sino de la Argentina que vive de crisis en crisis. Jóvenes de clase media, fundamentalmente estudiantes. Son dos olas, señala, una que culmina y otra que nace. De la imagen armoniosa, quizás demasiado, a esta otra que anticipa un desgarramiento. Quizás demasiado también. En su ponencia había advertido que “la política de los intereses de clase” que inspira a los trabajadores en mayo del ’69 era diferente a la “revuelta moral” que guió a los jóvenes en esa circunstancia y luego a la “cruzada armada”. Pero el desencuentro se revelaría cuatro años después, en el ’73, cuando luego del largo deambular en la periferia de la legalidad “los trabajadores y su líder” fueron aceptados en la “comunidad política” y los jóvenes se dispusieron a propagar la revolución en nombre de las clases marginadas.

     ​De otra manera, Altamirano a su turno ya había planteado el problema. Ante todo le interesa la distancia entre el acontecimiento y el relato que de inmediato lo captura, el mito. Propone un ejemplo para calibrar lo que quiere pensar, por cierto no el más encantador: el general Sosa Molina recordaba al primero de mayo de 1943 repleto de banderas rojas, multitudinario e internacionalista. El rechazo que le despierta lo lleva a adherir al golpe de junio de ese año, el del GOU y Perón. Sin embargo, investigaciones últimas dejan en claro que nada fue así, que apenas hubo movilización agónica ese día de 1943. Se mira en este espejo Altamirano, pues a él y a muchos otros les pasó algo parecido, por eso no sabe bien qué fue el Cordobazo, en cambio puede y quiera hablar de cómo se lo entendió, señal de qué se lo supuso. “Había sido el esbozo, sin dirección revolucionaria, de la insurrección”. Pero en mayo de 1994 Altamirano no está en nada convencido de librarse del mito, no cree siquiera que gane algo alejándose de él, incluso sin encontrarle una utilidad. Señala Schmucler que la memoria nos coloca ante el rostro que fue nuestro en el momento evocado. En esta intervención Altamirano no se ofusca por el que fue.

     ​Se sabe: durante los años noventas se hizo mucho por normalizar la historia, por despolitizarla o desanimarla. Para que el pasado alcance finalmente prolijidad y coherencia, libros definitivos. A contrapelo topamos con este número de Estudios. Lo que proponen Brennan y Gordillo está en una frecuencia muy distinta a la de las jornadas. En relación con la ponencia de Garzón Maceda, los énfasis son tan otros que podríamos dudar que estén hablando de lo mismo. En su artículo, Horacio Crespo y Dardo Alzogaray  le contestan explícitamente, a propósito de la supuesta negativa de los líderes estudiantiles de izquierda a adherir al paro y a la movilización convocados para el 29. El malentendido parece superado, pero uno de los obreros de IKA entrevistados en 1989, Humberto Brondo, que además estudiaba Derecho, cuenta que en la asamblea del día previo, porque lo “tenían muy marcado como dirigente gremial”, no lo dejaron hablar hasta que mostró la libreta universitaria. Después de todo lo que pasó y sigue pasando,  interesa lo poceado, lo trabajoso de esa relación.

     Aunque las revistas cada tanto lograban dar con el ánimo particular de un momento preciso de la cultura que pronto mutaría, a las publicaciones académicas, más aún si tienen como tema el pasado, semejante cosa se les presenta casi como un imposible. El número 4 de Estudios gira por entero alrededor del Cordobazo pero es también un documento sobre 1994. La melancolía y el dolor no obstaculizan al pensamiento. Historia y memoria se sacan chispas y conviven. Si “revolución” es la palabra segura que ronda al Cordobazo en los materiales de época aquí reunidos, la que trae la memoria, aun con indisimulada congoja, es “fiesta”. Se cita a Sergio Schmuchler, guionista y director del radioteatro mencionado: “Pero fue tan triste lo recordado que creo no haber logrado decir que nos fue bien, que aquellos fueron momentos felices.”

JAVIER TRIMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017). 

La desobediencia. Poesía reunida de Claudia Masin, 2018

POESÍA

MARÍA PÍA LÓPEZ


La desobediencia. Poesía reunida (2018)

de Claudia Masin

La-desobediencia

     ¿Puede ser la infancia de otra persona la propia? Más bien, su escritura de la infancia puede hacernos revivir lo atravesado, sus palabras convertirse en las de quien lee. Ese acto, que llamar empatía es menoscabar, porque va más allá, es casi revelación: leemos en palabras ajenas lo que no sabemos poner en palabras, y que recién cuando otre lo hace pensamos que ya lo habíamos pensado o sentido o intuido. La impresión es falsa. Esas imágenes no estaban ya formadas en nosotros, se despiertan como resonancias de las palabras que leemos, surgen y nos asaltan, nos convencen que siempre estuvieron allí, que son las que pensábamos sin conocer y sin formular. Leer es descubrirse. Y cubrirse: abrigo y protección. Quien ha sido lectora en la infancia sabe de ese tembloroso cuidado que los libros ejercen, porque son puertas a otros mundos, fugas y desobediencias. La poeta escribe:

“Es posible entrar en la infancia de otra persona.
no hablo de inventar una historia lo suficientemente hermosa,
o triste o rara, que nos dé la ilusión de estar unidos,
sino de entrar, como entra la raíz de un árbol en la raíz de otro,
cuando el espacio que los separa es poco. Hablo
de troncos diferentes creciendo de un suelo común,
en una misma dirección, de tal manera
que no se podría derribar uno solo sin precipitar
la caída de los dos. Se puede entrar así,
no en un cuerpo, sino en la memoria de ese cuerpo,
en la reverberación del impacto que tuvieron sobre él
las primeras voces escuchadas, en su alegría
ante la experiencia del contacto físico, del encuentro
con las fuerzas tremendamente violentas de lo vivo.”

     Se entra en la infancia porque de algún modo esa memoria narrada es a la vez singular y común, es también la de la lectora, que se reconoce en las mismas huellas, o reconoce esas huellas sobre el propio cuerpo. Masin escribe menos la plenitud del hecho, que la pérdida, el momento en que se vuelve inasible, la herida abierta del paso del tiempo que es finitud, fugacidad, vida efímera. Lo que se dice es la memoria en el cuerpo, porque la palabra llega como anhelo de conjurar la pérdida pero a la vez solo es posible porque la pérdida es efectiva, gozosa y dolidamente vivida. Si fuera negada, la poesía no sería ese roce fatal y necesario. Siempre un poema es ejercicio y materia de memoria, nunca grito en la epifanía del presente. Ella lo sabe y y cada poema encuentra en ese desgarro su bella lucidez:

“Desde esa noche, para la hija, escribir
será escribir la pérdida de ese momento.”

     Claudia Masin escribió varios libros, de preciosos y escuetos títulos: Bizarría, Geología, La vista, Abrigo, El secreto, El verano, La plenitud, La cura, La siesta. La editorial Contexto, de Resistencia, los reunió en el tomo La desobediencia. Los nombres de libros, ciudad y editorial se deslizan y se refuerzan, muestran un movimiento fundamental o un destino. Porque si los títulos iniciales parecen delinear lo quieto y lo sereno, lo que transcurre en las siestas del verano y una imagina (lee) a una niña sentada con un libro, el título de la Poesía reunida señala que no hay quietud verdadera, que todo surge de una voluntad de escritura que rasga, irrumpe, trastoca, que desarma un destino o un rumbo para tejer otros, prohibidos y díscolos. En la infancia comienza la fuga, la rebelión de la niña topo, la niña esquimal, la lectora, la que tiene un libro en sus manos, que será camino a la rareza, a lo que abre huecos en los muros pueblerinos, lo que vuelve al pueblo mismo inhabitable:

     “Los días que yo conocí en la infancia han sido pesados y espesos como el aceite, y sin embargo han tenido la fluidez de un aire ligero, delgado, que es posible empujar con el soplo de la boca de una nena. Y yo era quien soplaba para que los días corran, ¿era yo o eran los libros?, ¿de quién era el aliento? Sólo sé que los libros me permitían apoyar los pies en la tierra del mismo modo que una mariposa fija sus patas al charco de jugo de un durazno; que sin ellos no habría habido dónde quedar empantanada si no era en un presente que era necesario atravesar para que el alfiler no se clavara en el corazón hasta paralizarlo.

     Los libros leídos en la siesta eran devoradores, como una lluvia de cometas: imposible combatir con razonamientos la fe que ponemos en lo que estamos viendo cuando sucede algo extraordinario. Lo extraordinario nunca sirve para nada, es sólo eso, lo raro, lo que no pasa casi nunca y cuando pasa merece ser mirado como un espectáculo, pero no tiene en la vida más que el papel de alumbrar un momento determinado de un día cualquiera así recordamos que lo usual no es eso, que no debe esperarse que vuelva ni mucho menos salir a buscarlo. Es decir, es lo que ha sido puesto ahí para que quede claro hasta dónde llegar, como las boyas en el río traicionero, marcando el límite al nadador para que no se aleje. Pero los libros injertaban, en la tierra bien dispuesta que era yo, un gajo desmadrado, de crecimiento inconmensurable. No era más que un yuyo, no iba a dar nada bueno al jardín, iba a asfixiar a otras plantas capaces de dar frutos o de volverse árboles. Pero una vez que prendía, como la mayoría de los yuyos, no había quien pudiera matarlo. Ni el fuego que los paisanos encienden en las antorchas rojas y negras rociadas de alcohol en los campos que han sido contaminados, ni una plaga de langostas siquiera, que al fin y al cabo son iguales a esas ideas raras que contagian los libros: se comen lo que sirve y a los yuyos los respetan como dioses paganos, para que sigan reproduciéndose como ellas y arruinen toda cosecha con el virus de la vida incontrolable que propagan y que es -ella sí- la verdadera peste, cuyo mayor peligro es que una vez desatada ya no se detiene.”

     Leo en la poesía de Claudia mi propia infancia. Por eso, la tentación de citarla largamente. De transcribir sus poemas, no solo de leerlos o mentarlos. De copiar las frases y los versos, ya releídos y subrayados. También allí donde no me reconozco y donde el desconocimiento abre una nueva posibilidad de sentir y de pensar. Masin no es humanista. El suyo es un materialismo de los seres vivos, de lo viviente en general, frente al cual el humanismo parece solo narcisismo multiplicado. Es materialismo sensible, que descubre la voz propia solo en el dejarse atravesar por otras voces, otros sonidos, otras imágenes. Panteísmo y festejo de la vida, pero a la vez, dolor por los daños que incesantemente se producen:

“Es de eso
que estamos enfermos: de los días felices,
resplandecientes de verano
donde no nos faltaba nada, y crecíamos
mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos
por la sombra que dábamos,
sobre quiénes caía, de qué luz los privaba.”

     Minucioso y preciso encuentro con este libro del que no se sale indemne. No salgo indemne, quiero decir. Lo leo atravesada por el verano, por el sonido del mar, por los infinitos verdes del bosque, por la aspereza de la arena, por el aire y la brisa. Leo con ganas de copiar muchos poemas en una libretita para no olvidarlos pero copio algunos en este comentario. Leo absorta ese saber sobre la infancia, que también habla sobre la mía, y sobre las siestas provincianas, y sobre el olor a tierra mojada que precede a las tormentas, y sobre esas luces y esos amores y esas complicidades que porque existieron alguna vez nos siguen salvando del daño vivido y del que podemos hacer. Leo, copio, gloso, para contagiar el entusiasmo. Para decir: hay, aquí, un libro fundamental. Que tiene algo de amparo y de apertura. Un libro que es un rincón a la sombra.

MARÍA PIA LÓPEZ

Es docente y escritora. Estudió sociología y se doctoro en Ciencias Sociales (UBA). El último de sus varios libros es Apuntes para las militancias. Feminismos, promesas y combates (2019).

Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación de Ricardo Piglia, 2015

NOVELA

GERALDINE ROGERS


Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación (2015)
de Ricardo Piglia

Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación de Ricardo Piglia

     ​La trilogía Los diarios de Emilio Renzi es la culminación del proyecto literario de Ricardo Piglia, muerto en Buenos Aires en 2017. Es una obra cuidadosamente concebida, con una poderosa voluntad de forma. No esconde los engranajes y sus puertas de entrada son múltiples.

     ​Construida con formas breves (fragmentos de “diario”, relatos cortos) insertadas en una estructura narrativa extensa, puede pensarse como una gran estructura novelística disfrazada de “diario”. A Piglia, tan macedoniano en esto, siempre le interesó la experimentación con el género novela. El proyecto de escritura duró varias décadas y el tiempo es un componente fundamental de la obra. La base es autobiográfica: retoma escritos que Ricardo Emilio Piglia Renzi había anotado en papeles sueltos y en cuadernos a lo largo de varias décadas, transcriptos y reordenados en el tramo final de su vida con ayuda de una asistente por encontrarse –atenúa– “un poco embromado”.

     ​“Te lo regalo. En esta novela el velorio está al empezar” dice Piglia que le dijo el poeta Alberto Spunzberg una tarde de bar por 1960 o 1961, alcanzándole un libro que en ese entonces todavía no conocía. Era Adán Buenosayres. Después de leerlo anotó con lápiz en el margen: “Un novelista se construye su genealogía y narra eso. En Adán se ficcionalizan los orígenes, los parentescos, las sucesiones endogámicas”. Es quizá -comenta Piglia-, la novela más ambiciosa de la literatura argentina y, -agrega-, como todo gran novelista Marechal era consciente del desafío y trabajaba con la materia de su vida. La referencia no es ociosa: Los diarios también empiezan cuando todo parece haber terminado, trabajan con materiales de la propia vida y son, como Adán, una memoria ficcional del mundo cultural y literario de Buenos Aires en años de singular intensidad.

    Años de formación, el primer tomo, narra la juventud de Emilio, el ingreso a la vida intelectual en el umbral de la década del sesenta, entre proyectos colectivos de revolución y transformación vanguardista. Abarca de 1958 a 1967 y es, entre otras cosas, una novela de aprendizaje y una autobiografía ficcional que parte algo que desde los 17 años orienta la vida del joven Renzi, el deseo de ser escritor. El impacto de las primeras lecturas, la relación con el padre, la decisión de dedicarse por entero a la literatura a contrapelo de las opiniones familiares, la salida del hogar y la llegada solo a otra ciudad (“La Plata, donde efectivamente empieza mi vida, diría yo si estuviera contando mi propia historia”), el pasaje por la universidad y los primeros trabajos son tópicos habituales de una novela que relata los comienzos del joven que desea e imagina conquistar la ciudad con sus libros (las referencias que vienen a la memoria son varias, de Las ilusiones perdidas de Balzac a El juguete rabioso de Arlt o Retrato del artista adolescente de Joyce que, no por casualidad, termina con el “diario” del joven Stephen). En el tomo siguiente, Los años felices, una nota resumirá así las principales líneas del primero: “Al releer los cuadernos aparece claramente la continuidad que va de 1958 a 1967, ese sería el Tomo I de mi vida escrita. La consolidación del joven esteta que baja a la realidad, vive solo, se gana la vida y empieza a publicar. El segundo tomo empieza en 1968 y está en marcha”.

     ​Sin embargo, nada será simple y lineal, el camino reserva trampas para el lector distraído.  Años de formación es una novela de aprendizaje que muestra que no es posible aprender casi nada, o al menos nada de aquellas cosas que nuestra candidez podría suponer. Se narra a partir de anotaciones del pasado que son, sin embargo, producto de una escritura en presente, lo que abre a una temporalidad compleja que, sin renunciar al material “verdadero” ni al relato de un trayecto vital, desmonta la sucesión lineal y la enriquece anacrónicamente. Un conjunto de series temáticas va narrando en forma intermitente los encuentros con amigos y conocidos, las lecturas, las escrituras, las irrupciones violentas de la historia. Pero además, y esto es crucial, estamos ante una autobiografía ficcional que alerta contra cierto género previsible (“hablar de escrituras del Yo es una ingenuidad”, “el Yo es una figura hueca”).

    Los diarios… lleva a desconfiar de las categorías básicas que sostienen los relatos convencionales: la linealidad y progresión en el tiempo, la acumulación de experiencias, la consistencia de la primera persona. (Sin embargo, algunas certezas se mantienen fuera de duda. Una de ellas es el peso simbólico del nombre de Ricardo Piglia, un autor que logró ocupar un lugar central no solo de la literatura argentina sino del mercado de libros en lengua española, nombre-sello que preside la trilogía editada en Barcelona por Anagrama. Pero no será esa “garantía” lo que sostenga la convicción de que nos encontramos ante una obra maestra, sino la larga y demorada experiencia de recorrer un gran texto).

    Años de formación empieza con una “nota del autor” fechada en Buenos Aires en abril 2015 y seguida de un primer capítulo que va introduciendo en la textura narrativa ambivalente e híbrida que se mantendrá en los tres tomos, donde se entremezclan lo autobiográfico, lo testimonial y lo ficcional.

     ​Fuera de algunos acontecimientos indelebles referidos escuetamente (la cárcel del padre peronista después del golpe del 55 y el exilio interno de la familia) en todo el primer tramo pasan pocas cosas. Como si dijera “en el principio no hay nada”, vacío elemental previo a la creación de un escritor (autocreación de ese hombre que se hace a sí mismo de múltiples variantes, del héroe de la ideología burguesa al hombre sartreano, condenado a la libertad y hacedor de su propia existencia) y creación de un proyecto literario. Comienzos de un escritor, entonces, y comienzos de una novela-diario que sabrá explorar la productividad de la ambivalencia y la mezcla de géneros.

     ​Si Marechal había desplegado la narración de la vida del héroe como memoria ficcional de una generación literaria, donde era posible identificar a ciertos jóvenes artistas y escritores de los años veinte (Schultze era Xul Solar, Pereda era Borges, Bernini era Scalabrini Ortiz …), e insertaba los manuscritos dejados por el poeta muerto (el cuaderno de tapas azules),  los diarios de Emilio construyen una memoria ficcional de la vida cultural y política porteña desde fines de los cincuenta a partir de unos “cuadernos de tapas de hule” (los 347 cuadernos de la película de Andrés di Tella) donde van apareciendo figuras claves fácilmente identificables (Manuel Puig, David e Ismael Viñas, Josefina Iris Ludmer, entre tantos) y otras menos evidentes pero igualmente reconocibles, toda una constelación literaria, intelectual y política que gravitó en la vida de una generación.

     ​La forma “diario” permite narrar en el linde entre la ficción y lo verificable, borrando los contornos. Muestra, en modo borgeano, el poder instituyente de la ficción; y prueba, en modo Walsh, la eficacia de las ficciones para contar verdades más verdaderas.

     ​Ya en sus años de formación Renzi empezará a interrogar la relación entre literatura y política, hasta dar con una forma específica de intervenir desde la literatura, que radica menos en la elección de los temas que en los mecanismos. Supone una “ética narrativa” centrada en mostrar los engranajes: fragmentos de narraciones en curso, modos en que la ficción incide en la realidad, impostura de los diarios “auténticos”. E incita a la lectura atenta al procedimiento  (“la lógica que estructura los hechos no es la de la sinceridad, sino la del lenguaje”).

     ​En efecto, la “formación” de esos años incluye la búsqueda de una escritura inseparable de ciertas formas de leer. Lectura que se transforma en investigación y frente a un texto no se pregunta qué significa sino ante todo ¿qué es esto? ¿cómo leerlo? ¿cómo está hecho? y va borgeanamente tras las huellas donde sospecha que el autor intercaló algo para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Lectura no literal, interesada y estratégica. Que  reescribe palabras ajenas hasta hacerlas propias. Superposición de lectura y escritura o “lectura de escritor” que copia hasta que no resulte posible saber ya quién habla. Leer es apropiarse del texto y darle nueva vida poniéndolo a circular, transformado.

GERALDINE ROGERS

Es profesora de Literatura Argentina en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP e investigadora del CONICET. Es autora del libro Caras y Caretas. Cultura, política y espectáculo en los inicios del siglo XX (2008).

Kentukis de Samanta Schweblin, 2018

LITERATURA

ESTEBAN BARROSO


Kentukis (2018)
de Samanta Schweblin

kentukis

     En un pequeño barrio de Acapulco ya casi no hay lugar para enterrarlos. Alguien, de manera intempestiva, decide hacerlo en uno de los pocos espacios públicos que quedan. Rápidamente otros siguen su ejemplo. Ante esta situación, ciertamente inesperada, la junta municipal ordena levantar las tumbas y reparar el daño ocasionado. La gente se indigna. Una pareja de ancianos exige que el cuerpo de su kentuki le sea devuelto. Finalmente, la tensión se diluye y todo retorna a una aparente normalidad.

     Hace ya un tiempo Hemingway afirmó que si un escritor en prosa sabe realmente lo que quiere decir, puede silenciar buena parte de lo que conoce. Samanta no nos explica por qué razón en un barrio adinerado ya no hay lugar ni siquiera para enterrar. Tampoco nos habla sobre el sentido de una de las frases de protesta: no entierren a los muertos, entierren a los vivos. La historia no es desarrollada más allá de este punto, pasando a formar parte de un conglomerado de pequeños fragmentos dispersos –y secundarios- que le dan profundidad al mundo construido.

     La buena ciencia ficción invade nuestra mente, abriéndola a la posibilidad de algo hasta entonces no imaginado. Estamos aquí en el terreno de lo posible bajo ciertas circunstancias. Las historias que Samanta va entrelazando a lo largo de su relato parecen ubicarse en una sociedad fácilmente reconocible. Los kentukis aportan el elemento novedoso, pero no son instrumentos de tecnología avanzada o desconocida. Todo el entramado que nos presenta podría ser puesto en funcionamiento tranquilamente en el día de hoy; ninguna cuestión técnica actuaría como obstáculo.

     Aquí radica entonces la cuestión central: ¿cuáles serían las circunstancias que harían posible que nuestras sociedades se vieran atravesadas por millones de kentukis? ¿Cuál es la necesidad de fondo –si la hay, si no es que la construye- que motiva esta singular irrupción? Samanta no quiere hablarnos de los kentukis. Entrecruza las historias de cinco personas comunes y corrientes, atravesadas en sus relaciones particulares por un vacío, un cierto extrañamiento, la sensación de caída. No parecen ser demasiado conscientes del camino que están empezando a emprender. Eligen una de las dos opciones posible: ser kentuki, o tener uno.

     No hay nada de azaroso o casual en ello. Una madre, que es, se pregunta cuán grande puede ser la distancia que la separa de su hijo, que decidió tener. Se recrimina el hecho de que haya sido un kentuki –y no ella- quien gastara una suma considerable de plata para hacerle a su hijo un singular regalo de cumpleaños. Pero solo llega hasta este punto. Piensa que hay tiempo, que su propia vida, que aquella relación, pueden esperar. En ese preciso momento, pasa a ser kentuki.

     La experiencia no solo permite cuidar, sino también mirar, ser mirado, explorar. Un kentuki llega hasta el punto de enamorarse de otro. La historia desemboca en un fracaso esperable, no importa demasiado que lo diga. Lo verdaderamente importante, aquello que Samanta se cuida bien de no decir, se encuentra más allá de los finales, mas allá de la madre que siente a su hija como a una desconocida, o de aquella otra que se cree incapaz de entablar un vínculo real con su hijo. Hay un hecho que actúa como desencadenante, pero que es parte de una historia mayor que solo se puede vislumbrar: el hijo, bien al principio, le regala a su madre un kentuki. Quizás lo piensa como único camino, como última alternativa, como advertencia, la búsqueda de un territorio común en el que puedan hablar.

     Y entonces deja de resultar importante, por ejemplo, lo que termina haciendo Alina con su kentuki, o el “plan b” que pone en marcha Grigor. Tenemos, en cambio, a Marvin y a su deseo de conocer la nieve desde un pequeño estudio al que se encuentra confinado tres horas por día para estudiar. Su vida lentamente se va bifurcando, hasta que en un momento límite, en el que se ve obligado a retornar al mundo real (con todas las comillas que le podamos poner a eso), siente la presión de los dedos de su padre tomándolo del brazo, y se pregunta si este podrá notar que está cayendo, que está golpeado y roto. En realidad, es el kentuki el que cae, pero la diferencia se torna crecientemente sutil.

     En definitiva, personas y sus relaciones, ni más ni menos. De pareja, de amistad, de compañerismo, familiares. Relaciones atravesadas en este caso por algo novedoso, desconocido, y que genera rápidamente una fuerte atracción, tanto como para creer que lo real puede esperar, o para transformarlo en una mera excusa de aquello que se considera importante. Marvin fantasea con solo comer y dormir, con su cuerpo limitado a estas únicas tareas, con su kentuki tocando la nieve, hundiéndose en ella, mimetizándose con un paisaje eternamente blanco. Ese algo novedoso son los kentuki, pero podrían no serlo. Samanta construye una sociedad otra, creíble y verosímil, desde la cual nos interpela, nos pregunta. En qué pensamos cuando estamos con otra persona. Cuántas veces creemos que hay otra historia, otra vida, otra imagen más interesante que la próxima, que la que tenemos delante de nosotros. La diferencia entre ser y tener radica en algo simple: mirar o ser mirado. Esas dos necesidades enfrentadas. Si preferimos mirar o queremos que otros nos miren, nos acompañen a una cierta distancia prudencial, nos den su valoración. Si hay algo, algo que no se puede poner en palabras, pero que se asemeja quizás a un vacío insondable, a un vacío desde abajo, a un vacío repleto de otros. Llevando todo a un cierto extremo: si somos o tenemos.

ESTEBAN BARROSO

Es profesor en Historia (UNLP) y becario doctoral del CONICET.