GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

Los muchachos del Zinc (2016), Alexiévich

NOVELA/HISTORIA
MARTÍN BENÍTEZ

Los muchachos del Zinc. Voces soviéticas de la guerra de Afganistán (2016)
de Svetlana Alexiévich

         “El pueblo está humillado, está empobrecido. Y eso que hace nada Svetlana éramos una gran potencia. A lo mejor es que no lo éramos, pero nos creíamos que lo éramos por nuestro número de misiles, de tanques, de bombas atómicas. Estábamos convencidos de que vivíamos en el mejor país, en el más justo. Usted acaba de decir que vivíamos en otro país, terrible y sanguinario. ¿Quién la va a perdonar? Ha pisado donde más nos duele en lo más profundo…”.

 

     Este libro propone una mirada crítica y cruda de la Guerra de Afganistán. Una visión reveladora que expone lo que el Estado soviético intentó ocultar durante la década que duró el conflicto armado. Para ello, Svetlana Alexiévich, en su búsqueda inclaudicable de las voces ocultas, apagadas, desterradas, recurre a las fuentes primarias, directas, a la oralidad de las y los protagonistas de los hechos: soldados de distintos rangos, trabajadores de la salud, familiares, anónimos, quienes al calor de sus memorias impregnadas de dolor y tragedia dan forma y sustento a la obra de la autora bielorrusa, permitiéndonos ver un rostro oculto de la URSS del momento, aquel Estado omnipresente y omnipotente, concentrador y censurador al interior de su sociedad.

    Estas “voces soviéticas de la Guerra de Afganistán”, mediante un relato crudo, auténtico, realista, nos introducen por supuesto a la narración del conflicto desde una mirada atenta e inquieta, pero también nos permiten adentrarnos, conducirnos en esa URSS de los `80, de cambios, de aperturas, de una transición de la cual era imposible prever sus consecuencias finales.

 

                                                                                                                            *       *       *

 

     La autora demuestra con su inteligible pluma que los trágicos acontecimientos de la guerra en Afganistán desnudaron la rigidez política y la censura de las que había impregnado el Estado soviético a sus diferentes capas sociales. Asistimos a un proceso bélico que desenmascara la vigencia del Estado concentrador en tiempos de Leonid Brézhnev, quien da el puntapié inicial de la guerra, y que comienza a erosionarse y develar su rostro a partir de la apertura sociopolítica y económica que intentó Mijaíl Gorbachov, quien finiquitó la aventura en tierras afganas.

     Fueron justamente las políticas implementadas por este último las que dejaron al descubierto ante su propia ciudadanía a un Estado totalizante, cooptado por un Partido Comunista que, de acuerdo a Claude Lefort en su “Décomposition du totalitarisme”, se encuentra vacío en su interior y solo le interesa su propia permanencia en el control.

     Alexiévich consigue con sus lectores una conexión maravillosa, un viaje desde su representación del proceso en particular que ella trabaja, que nos lleva y deposita en un mundo mucho más amplio y abarcador. Nos impregna de una visión del contexto general de la URSS de los años 1979 a 1989 desde los planos socioculturales, políticos y económicos. Una travesía que inició con una URSS hegemónica y dominante y finalizó en vísperas de su disolución.

     En los inicios del conflicto, los medios de comunicación, la TV, la radio, el sistema educativo, no revelaban al pueblo soviético el verdadero rostro del conflicto, sus intereses. Por el contrario, el legado estalinista perduraba, continuando la propaganda estatal de tinte romántico, épico, que se aprovechaba del consolidado patriotismo ciudadano y de la fidelidad ideológica compartida.

 

          “Siempre nos inculcaron que los que hacen las guerras son unos bandidos; nosotros seríamos los héroes a los que todos estarían agradecidos. Recuerdo bien las pancartas: ´Soldados, reforcemos las fronteras del sur de nuestra Patria´, ´Mantengamos bien alto el honor de nuestra formación militar´, ´Qué florezca la Patria de Lenin´, ´Gloria al Partido Comunista…´ 

                                                                                               

                                                                                                                                                                              Teniente primero, jefe de escuadra”

 

     Y como parte también de este modelo de Estado, dotado de un poder omnipotente, disciplinador, cubrió con su manto a una sociedad que, por ende, calló mientras continuó con sus vidas cotidianas, estructurando complicidades y silencios hacia su interior. Los ataúdes de zinc transportados en los “tulipanes negros”, que regresaban con asiduidad de tierras afganas, representaron fielmente la esencia de este poder…una cavidad sellada herméticamente que contuvo más que un cadáver solamente, ocultando también indicios, registros de una realidad negada, obviada.

     Los sobrevivientes del conflicto bélico terminaron en muchos casos suicidados, con problemas psicológicos, mutilados, con enfermedades tales como hepatitis o malaria, con adicciones. Sus esposas, sus madres, no los reconocían tal como eran, ya no eran sus hijos, hijas, esposos, esposas, eran sus cuerpos, pero sus almas y mentes se habían trastocado.

 

“Sé que me encontrará y me pedirá perdón. Pero, ¿quién se lo pedirá a él? ¿Quién se lo pedirá a todos los que estuvieron allí? ¿A todos los que quedaron destrozados y rotos? Y no hablo de los mutilados…Y que nadie me diga que aquella guerra se ha acabado. Un hálito de polvo cálido en verano, el centelleo del agua muerta, el olor penetrante de las flores secas… Son como un golpe en la sien… Nos seguirá persiguiendo durante toda la vida.

                                                                                                                                                                                                                                       Enfermera”.

 

     Vivieron una experiencia traumática a partir del abandono del Estado soviético en tierras afganas, traducido en falta de insumos médicos, comestibles, de adecuada indumentaria de combate; y los que tuvieron la fortuna de regresar a su nación, su suerte no fue demasiado distinta. La guerra devolvió sus propias miserias y visibilizó otra realidad, una que estaba mutando, modificándose, traduciéndose en la incomprensión de aquel país que los despidió con honores y al que tuvieron que volver bajo una mirada completamente distinta: un juzgamiento moral traducido en acusaciones tales como “invasores”, “asesinos”, “inmorales” que fue una carga, para algunos, imposible de soportar.

 

“Cuando regresamos de la guerra comprendí que fuimos inútiles, ya lo dijo Borís Slutski. Llevo en mi sangre la tabla periódica de Mendeléiev…La malaria me sigue atacando de vez en cuando… ¿A santo de qué? Nadie nos esperaba…Allí nos animaban: “Acelerarán la Perestroika, agitarán las mentes dormidas. Removerán el pantano! Regresamos…No nos dejaban entrar en ningún sitio…

                                                                                  

                                                                                                                                                                                                             Sargento, fuerzas especiales”

 

     Al regresar, sobre todo luego de 1986, tiempos de Glasnost y Perestroika, ya no se comprendía el verdadero propósito de Afganistán. Allí, la mirada romántica propuesta por el Estado se fue cerrando; ahora era considerada una guerra de deshonra, de tinte colonial, imperial, un error político, donde más de 2.000.000 de afganos murieron, entre ellos cientos de miles de civiles. 

 

“…realmente ¿era necesario que nosotros, los soviéticos, estuviésemos en Afganistán? ¿Qué papel teníamos allí: el de ocupantes o el de los amigos “soldados internacionalistas”? Las respuestas siempre son las mismas: nadie nos había invitado, el pueblo afgano no quería nuestra ayuda. Y por mucho que pese reconocerlo, éramos ocupantes.

 

A. Masiuta, madre de dos hijos, mujer de ex soldado internacionalista, hija de un veterano de la Gran Guerra Patria”

 

     Afganistán significó un quiebre en la moral del Estado y la sociedad soviética. Accionando a modo de parteaguas en la estructura de una nación que, de la mano de la asunción al poder de Mijaíl Gorbachov, estaba en pleno proceso de transición en cuanto a sus características basales. Esto se reflejó en la dualidad de los tiempos soviéticos de la década del `80 con los cambios propiciados por los reformistas que tomaron el control estatal. En la transición entre ambas realidades, Gorbachov, osado en su arrojo reformista, gestó sus políticas aperturistas a partir de la Perestroika y la Glasnost, que expresaron lo contrario a Afganistán, a los tiempos de Brézhnev y a sus antecesores en el poder, a un Estado de silencios, de secretismo. Fue un quiebre de resultados y consecuencias impredecibles en su momento. 

 

“Aquí todo se puso del revés…Entre nuestra gente…Nos habíamos ido de un país que necesitaba esa guerra y regresamos a un país que no la necesitaba. Nuestro socialismo se está derrumbando y no estamos para construirlo en el quinto pino. Ya nadie cita a Lenin ni a Marx. Nadie se acuerda de la revolución mundial. Adoramos a otros héroes…A los granjeros, a los empresarios…Los ideales son otros: mi casa es mi fortaleza…Pero a nosotros nos habían educado con los ejemplos de Pavka Korchaguin…De Merésiev…Sentados alrededor de una hoguera cantábamos: “Antes piensa en la Patria y después en ti”. Pronto seremos el hazmerreír de todos. Nos usarán para asustar a los niños. No nos quejamos de no haber recibido lo merecido…De que no haya medallas para nosotros…Nos borraron como si no existiéramos. Caímos entre las piedras del molino… 

                                                                                                                                                                                                                                                                       Empleada”

 

     A partir de Gorbachov, se liberalizaron las bocas y se visibilizaron temas prohibidos, conceptos distintos, visiones diferentes. Los muchachos de zinc describe la década afgana soviética y, a través de ella, nos permite captar la dinámica de lo que a la postre fue la descomposición del mundo soviético.

MARTÏN BENITEZ

Es profesor en Historia egresado de la Fahce (UNLP) y estudiante avanzado de la Licenciatura en Historia en la misma casa de estudios. Docente de enseñanza media. Siempre atento e interesado en el estudio de la Historia Contemporánea.

Exposición Novísima 50 (+1) +1 (1969 – 2021)

MUESTRA/POESÍA/ARTE
ROGELIO ROSADO MARRERO

Exposición Novísima 50 (+1)+1 (1969-2021)
de Edgardo Vigo

Exposición Novísima 50 (+1) +1: miradas y replanteamientos sobre el proyecto estético de la “Nueva Poesía”

     La exposición Novísima 50 (+1) +1 es, como bien señalan Ana María Gualtieri, directora del Centro de Arte Experimental Vigo, y Julia Cisneros, investigadora y curadora de la muestra, un merecido homenaje a la Exposición Internacional de Novísima Poesía, la cual fue organizada por el artista platense Edgardo Antonio Vigo en el Instituto Torcuato Di Tella en el año de 1969. Dicha muestra, que estuvo expuesta desde el 13 marzo hasta el 13 de abril de 1969, llegó a contar con la participación de 132 artistas de diferentes países, tanto de América como de Europa. En ese sentido, la selección cuidadosa de los diversos materiales que componen Novísima 50 (+1) +1 no solo conmemora ese evento trascendental para el universo estético argentino, sino que además nos permite observar y analizar los distintos mecanismos visuales que ayudaron al devenir de un nuevo tipo de arte y poesía latinoamericana. Por ello, como veremos más adelante, esta muestra-homenaje busca establecer en el espectador una mirada crítica distinta sobre los procesos de experimentación visual que se gestaron tanto en América como en Europa a finales de los años sesenta y principios de los setenta.   

     Ahora bien, el recorrido virtual de Novísima 50 (+1) +1 inicia con un pequeño texto de Jorge Santiago Perednik. Las ideas del poeta y ensayista argentino giran en torno al proceso de experimentación artística. Ante la pregunta clave ¿qué es lo experimental dentro del arte y la poesía?, Perednik afirma que la experimentación estética tiene mucho que ver con nuestra manera de repensar los límites; es decir, reconocer dónde termina una forma convencional de arte y dónde comienza una propuesta distinta e innovadora del propio arte. De tal manera que el proceso de experimentación estética termina siendo, más que nada, una “invitación” a considerar las cosas desde otra perspectiva; lo que propicia que el límite mismo que separa a lo convencional de lo novedoso actúe como una “zona de encuentros y desencuentros”. 

     Esto último resulta ser muy trascendental, ya que plantea un acercamiento estético diferente. Recordemos que cada una de las propuestas artísticas que integraron la Exposición Internacional de Novísima Poesía buscaba establecer en el espectador un desajuste radical de sus horizontes de expectativas (el denominado concepto de “extrañamiento” propuesto por el formalista ruso Viktor Shklovski). En otras palabras, los objetos seleccionados para la exposición organizada por Vigo daban muestras de que el proceso de experimentación radical estaba fuertemente vinculado con el despertar de una consciencia crítica por parte del receptor. De ahí que la gran mayoría de las obras tuvieran como principal enfoque la participación activa con el espectador. Situación que fue respaldada por el mismo artista argentino en su libro De la poesía/proceso a la poesía para y/o a realizar (1969): “Es en el poema/proceso que nos encontramos con una toma de consciencia de este fenómeno (la participación), desencadenando ‘imágenes poéticas’ por medio de ‘claves’ (palabras, imágenes visuales, objetos) que permiten el agregado de otros elementos heterogéneos o el quite de algunas de las mismas por un participante activo que pasa de recreador (interpretación de la cosa) a creador (modificante de la imagen)”. 

     Esta visión estética propuesta por Vigo se adecua perfectamente a cada uno de los elementos que constituyen la Exposición Internacional de Novísima Poesía. De una u otra manera, los diversos mecanismos visuales empleados por los autores tuvieron como eje central la participación activa de los espectadores (algunos con una mayor involucración del sistema motriz que otros). Por consiguiente, resulta destacable el hecho de que el artista platense haya denominado a la participación activa del receptor como un “fenómeno”. Esto último se debe, en gran medida, a que la participación del espectador no se queda únicamente en la realización de una determinada acción; por el contrario, toda acción realizada por el receptor debe estar íntimamente ligada a una reconfiguración radical de los horizontes de expectativas (el despertar de una conciencia crítica). Así, independientemente de la materialidad plástica de los objetos, la importancia de la Exposición Internacional de Novísima Poesía radicaba en la conformación de nuevos esquemas de lectura crítica: percibir a los objetos como elementos que rompen con las convenciones estéticas preestablecidas por la tradición.       

     Pasando directamente al recorrido virtual Novísima 50 (+1) +1, nos parece adecuada la estructura planteada por la curadora Cisneros (y que replica gran parte de la distribución organizacional que se propuso para la Exposición Internacional de Novísima Poesía): dividir los elementos estéticos por secciones, las cuales responden, principalmente, a los propios mecanismos visuales desarrollados por los autores. Tenemos, en ese sentido, tres secciones bien delimitadas, que van desde la constitución de poemas visuales y sonoros hasta la creación de objetos plásticos y acciones estéticas. Por un lado, esta manera de distribuir los objetos según su funcionalidad participativa permite que el espectador visualice, detalladamente, el proceso de experimentación radical que los autores desarrollan en sus obras estéticas. Por el otro, la división de las composiciones visuales en secciones ayuda a que el receptor pueda consolidar una visión mucho más global y detallada de los múltiples mecanismos que se involucran en la constitución de un nuevo devenir en el arte y la poesía. 

     En la primera sección de Novísima 50 (+1) +1 se nos presenta, en una de las paredes centrales de la muestra, una serie de reproducciones fidedignas de varios poemas visuales, que fueron publicados en diversas revistas, catálogos y libros de la época. En el extremo contrario podemos observar una mesa, en donde aparece parte de ese material bibliográfico original: podemos notar ciertas revistas como Diagonal Cero o Los Huevos del Plata, así como algunos catálogos y poemarios de los autores que participaron en la exposición organizada por Vigo en 1969. Dichas publicaciones resultan ser sumamente trascendentales, puesto que la gran mayoría de ellas fueron expuestas en los primeros bloques de la Exposición Internacional de Novísima Poesía. Asimismo, también es importante destacar que estos materiales se convirtieron, con el correr de los años, en el centro neurálgico de todo el proyecto estético denominado por Vigo como “Nueva Poesía”. En consecuencia, nos parece acertada la elección de Cisneros para el inicio de la muestra-homenaje Novísima 50 (+1) +1, ya que la contemplación de los poemas visuales y la posterior revisión de los materiales bibliográficos (afiches, revistas, catálogos) ayudan a que el espectador comience a reconocer las diversas ideas y los múltiples mecanismos artísticos planteados por los autores en sus obras (y que, significativamente, fueron complejizando a lo largo de sus proyectos estéticos personales). Un ejemplo claro de esto es la búsqueda constante de los artistas por desarticular el dispositivo convencional impuesto por la tradición literaria: la hoja en blanco. En varios de los trabajos estéticos, las composiciones visuales intentan “nulificar” o reformular el soporte clásico; lo que deriva en la creación de una serie de poemas cuyo centro de interés es la construcción y/o experimentación de nuevos dispositivos plásticos. Esta es la razón fundamental por la cual muchos de los poemas visuales terminaron por transformarse en objetos y acciones poéticas.    

     Otro de los puntos relevantes de Novísima 50 (+1) +1 es, sin duda alguna, la inclusión de varios materiales bibliográficos digitalizados; situación que permite un mayor acercamiento del espectador con los elementos que constituyen la muestra estética. Es verdad que el recorrido virtual puede generar cierto grado de desapego (no poder contemplar e interactuar físicamente con las obras), pero la propia posibilidad de poder insertar una amplia cantidad de elementos originales por medio de materiales audiovisuales digitalizados compensa por mucho esta cuestión. En ese sentido, destacamos la iniciativa de Ana María Gualtieri y Julia Cisneros de mostrarle al receptor materiales de primera mano, los cuales ayudan a constituir una visión crítica más profunda sobre el fenómeno artístico desarrollado por los autores. En el caso particular de esta sección, el hecho de acceder tanto a los afiches como a los catálogos, revistas y poemarios de la época no solo fundamenta el discurso estético que los autores establecen con sus obras artísticas, sino que además le otorga al espectador un panorama detallado sobre los alcances y limitaciones de los propios proyectos literarios. Con ello, Gualtieri y Cisneros generan un diálogo crítico mucho más directo con los elementos plásticos que integran la muestra.          

     En la segunda sección de Novísima 50 (+1) +1 encontramos los denominados “objetos poéticos”, que vienen siendo elementos literarios que han desarticulado o “nulificado” el soporte plástico convencional, es decir, la hoja en blanco. No debemos olvidar que el punto central del proyecto estético de la “Nueva Poesía” es el intento por establecer un proceso participativo mucho más crítico y radical. Un ejemplo claro de ello es La Corneta (1967) de Luis Pazos, un “libro-objeto” cuyo armado se compone de una caja, un rollo de papel con “poemas fónicos” creados por el autor y una corneta roja de juguete. Como podemos intuir, este objeto rompe con el sistema poético dominante de su tiempo al “sugerirle” al receptor una acción motriz diferente: tocar la corneta más que leer los poemas. Otro ejemplo interesante son los Avioncitos de papel (1969) de Carlos Ginzburg, los cuales deben ser tomados por el público-participante para, posteriormente, hacerlos volar en el espacio de la sala; propiciando así una obra interactiva bastante dinámica. 

     Tomando como referencia estos mecanismos estéticos desarrollados por los artistas, podemos afirmar que la creación de estos objetos anteriormente mencionados es el resultado directo de esta búsqueda por constituir un radicalismo experimental que genere en el espectador un acercamiento crítico diferente del fenómeno literario. De tal manera que la acción participativa del receptor dentro de estas obras plásticas permite un cambio profundo en los horizontes de expectativas convencionales. Por tal motivo, siguiendo esta lógica de pensamiento, el poema deja de ser un elemento asociado intrínsecamente a la hoja en blanco para convertirse ahora en un objeto plástico que “demanda” una interacción motriz fuera de los cánones constituidos por la tradición poética. En otras palabras, antes de leer el poema, primero se tiene que interactuar físicamente con él; lo que provoca un desajuste en los procesos de análisis e interpretación de la obra literaria, que casi siempre privilegian la lectura que cualquier otra acción motriz.           

     Asimismo, también son interesantes las otras propuestas estéticas elegidas por Cisneros, y que forman parte de esta segunda sección. Si bien, a diferencia de las obras anteriores, el aspecto motriz parece “reducirse” a la acción contemplativa, no por ello existe una disminución del proceso participativo; por el contrario, la fuerza estética de estos elementos plásticos radica, precisamente, en la relación intrínseca que entablan con los diferentes receptores. Tomemos como referencia tres obras que nos parecen fundamentales: la primera es Diario sin fin (1969) de Jorge de Luján Gutiérrez, que viene siendo una tira continua de un ejemplar del periódico platense El Día. La obra original, expuesta en 1969, tenía una extensión aproximada de setenta metros y recorría todas las salas del Instituto Di Tella. En palabras del propio autor, Diario sin fin tiene como objetivo primario la intervención y alteración de los esquemas conceptuales que imponen las instituciones culturales; como es el caso concreto del lenguaje lógico, que desprestigia otras formas poéticas poco convencionales (el poema sonoro, el poema visual, el poema performático, etc.). 

     Otro poema trascendental es la Vela (1969) del artista canadiense Andy Suknasky la cual estuvo prendida durante todo el tiempo que duró la Exposición Internacional de Novísima Poesía. Por ende, el objeto que hoy forma parte de Novísima 50 (+1) +1 es menos de la mitad de lo que se presentó en 1969. En consecuencia, como bien menciona Gualtieri en uno de los videos promocionales de la muestra Novísima 50 (+1) +1, dicho elemento confeccionado por Suknasky actúa como una cosa poética-performática que cuestiona la idea hegemónica de poesía: debido a su mecanismo estético (la consumación de la vela), el objeto demuestra la fugacidad del acto poético, que de alguna u otra forma, se contrapone a la esencia grandilocuente y perdurable del poema tradicional (el poema escrito). 

     Por último, podemos destacar los Poemas matemáticos (in)comestibles (1968) de Edgardo Antonio Vigo, que son dos latas de pescado que el autor soldó entre sí, agregándole en el interior un “objeto misterioso” que produce un sonido particular. A partir de esta obra, Vigo desestabiliza tanto el dispositivo convencional (el libro como tal) como las ideas tradicionales de lo que entendemos por poesía: ¿qué sería el poema: el contenido misterioso de la lata; el conjunto en general; o las frustraciones y extrañamientos del lector? En consecuencia, los Poemas Matemáticos (In)comestibles logran desarticular la función “natural” de las obras poéticas: el poema ya no es un elemento que puede ser analizado desde un solo campo disciplinar; en este caso, la literatura. 

     La última parte de Novísima 50 (+1) +1 está dedicada a la poesía fónica. Este aspecto no resulta nada extraño, ya que los propios autores también veían en la dimensión sonora un espacio propicio para la experimentación de formas poéticas poco convencionales. De hecho, varios de los “objetos poéticos” dan muestras de esta preocupación estética. Por ejemplo, Vigo en sus Poemas matemáticos (in)comestibles propone “escuchar” el poema (el sonido producido por el “artefacto misterioso”). Gracias a ello, el artista argentino cuestiona directamente los modelos de análisis e interpretación del sistema literario, debido a que la vista, que ejerce una verdadera hegemonía sobre los demás sentidos, queda “nulificado” como un elemento altamente privilegiado. Otro ejemplo claro es el Tacho para patear (1969) de Carlos Ginzburg, el cual son dos latas de metal vacías que llevan pegada la instrucción de patear el objeto. A partir de las acciones que realizan los espectadores (patear el objeto), la obra de Ginzburg genera un ambiente sonoro caótico que rompe con la monotonía y el silencio que generalmente reinan en los museos y galerías. Por lo tanto, ambos objetos plásticos presentan al sonido como un elemento que irrumpe en el orden poético, lo que establece una nueva forma de percibir tanto la materialidad del poema como los procesos de análisis e interpretaciones de las obras literarias, que muchas veces privilegian a la vista como el sentido más adecuado para la comprensión e interacción con los actos poéticos. 

      Ahora bien, de nueva cuenta, lo interesante y relevante de esta tercera sección es el material audiovisual agregado al recorrido virtual. Gracias a la digitalización realizada por Julio César Otero Mancini y a la intervención de Virginia Morán, quien se encarga de presentar los distintos audios, el público en general puede escuchar y apreciar, con excelente resolución, algunos de los denominados “poemas sonoros” que formaron parte de la Exposición Internacional de Novísima Poesía. La posibilidad de poder escuchar por primera vez material que ha estado resguardado dentro del archivo se convierte en uno de los aspectos más sobresalientes y medulares de este último bloque: los diversos audios reproducidos no solo nos transportan al momento exacto de la exposición organizada por Vigo (ya que dichos materiales audiovisuales son los mismos que se presentaron en 1969), sino que además nos ofrecen un panorama poético mucho más palpable de lo que se estaba realizado en esos años tanto en América como en Europa; sobre todo en el aspecto de la poesía sonora. Por tal motivo, se agradece mucho a los colaboradores del Centro de Arte Experimental Vigo, así como a su directora Ana María Gualtieri, el hecho de catalogar, digitalizar y distribuir para esta muestra estética un material que, sin duda alguna, es valioso tanto para los investigadores y especialistas en el tema como para todo el público en general. 

     En conclusión, podemos afirmar que la exposición Novísima 50 (+1) +1 cumple con el objetivo primario de ser una muestra-homenaje del proyecto impulsado por Vigo en 1969: la Exposición Internacional de Novísima Poesía. En ese sentido, la muestra sigue siendo hasta ahora un verdadero hito dentro del universo poético y artístico latinoamericano. Incluso hoy en día, los objetos presentados en la Exposición Internacional de Novísima Poesía continúan siendo elementos que nos ayudan a reflexionar acerca de los límites estéticos y multidisciplinarios; lo que nos permite indagar sobre los procesos de experimentación radical que acontecen en el acto poético. Gracias a estos replanteamientos estéticos que generan los autores con sus obras literarias, podemos desarrollar una mirada crítica distinta tanto del fenómeno poético como del aspecto participativo de los lectores; lo que ocasiona un cuestionamiento directo de los cánones y paradigmas impuestos por las instituciones hegemónicas. Por consiguiente, la Exposición Internacional de Novísima Poesía sigue manteniendo un alto grado de vigencia artística, pues como señalaba el propio Jorge Romero Brest en la inauguración de la muestra, estas obras artísticas continúan demostrando una “función esclarecedora”, en donde nuestros juicios preconcebidos son “nulificados” con la finalidad de ampliar nuestros horizontes de expectativas sobre el quehacer artístico y poético. De tal manera que la exposición Novísima 50 (+1) +1 no solo recoge esta misma esencia contrahegemónica, sino que además la recontextualiza en estos tiempos de conflictos poéticos, en donde la propia experimentación literaria ha quedado reducida a un simple “experimentalismo”; término acuñado por Clemente Padín para referirse a obras que emplean ciertas normas de construcción no alteran en nada el aspecto sintáctico de la lengua y, por ende, no cuestionan los modelos poéticos tradicionales. Por lo tanto, la apuesta de Gualtieri y Cisneros de homenajear la Exposición Internacional de Novísima Poesía termina por ser un verdadero acierto, ya que la muestra de Novísima 50 (+1) +1 nos evidencia que sigue habiendo una fuerte vigencia estética que aún palpita dentro de nuestras poéticas actuales.

ROGELIO ROSADO MARRERO

Es Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha publicado artículos en diversas revistas y varios capítulos de libro. Sus últimas colaboraciones han sido para los libros colectivos:Bellatin en su proceso: los gestos de una escritura (2018) y Deconstrucción del espacio literario en América Latina (1996-2016) (2019).

Esto es pop (2021), DD.VV.

MÚSICA
RAMIRO ORELLANO

Esto es pop (2021)
de Varios directores

Con el pop se come, se cura y se educa

1-

     Durante años nuestros oídos fueron bombardeados por hermosas melodías, cantadas por voces perfectas y representadas en la piel de jóvenes aún mucho más hermosos. Digo fueron, pero también son. Quizás esas caras limpias y tersas ahora estén tatuadas, y esas voces “prodigiosas” ahora sean el resultado de un proceso de audio, pero la idea es más o menos la misma: hacer la canción perfecta, es decir, hacer pop.
     Lo cierto es que en la búsqueda de esa “canción perfecta”, la música pop como un negocio, puede llevarse por delante cualquier cosa. Por lo tanto, se puede afirmar que la historia del pop también es la historia de las miserias de la música, es decir, de plagios, peleas, escándalos y hasta de lo más inimaginable que leemos en las noticias diariamente. Pero al pop se le perdona todo. Digo, una canción tan buena como “Gone” de NSYNC ¿Acaso no justifica la indulgencia?

     El pop es una música moderna, en el sentido que es el resultado de la masificación de las comunicaciones, de la aparición de la radio, la televisión, etc.; pero también es el resultado del avance de las técnicas de reproducción cultural. Por ello, la historia del pop es la historia de “la copia de la copia de la copia”. Sin embargo, podemos entender a la copia no como algo negativo, ya que en esa búsqueda por llegar a la “canción perfecta”, y a partir de la producción musical, la pop copia, corta y pega modificando detalles mínimos que se van combinando de diferentes formas hasta que sucede la magia.  En definitiva, para que apareciera Britney Spears, antes hubieron incontables Britney Spears que no llegaron a ser, y quizás lo que las diferenciaba de la original era un pequeño detalle. En ese detalle, está el pop. En este sentido, la música pop no se diferencia mucho de una mercancía cualquiera, y se asemeja bastante a la idea de “Fake” que tiene Byung-Chul Han en el libro “Zhanzhai. El Arte de la falsificación y la deconstrucción en China” (Caja Negra).

 

2-
     La idea de la serie/documental como un formato tan masivo resulta extraña, pero como decíamos antes, si al pop le perdonamos todo, cómo no mirar un documental titulado “Esto es pop”. Este documental, estrenado hace unos días por Netflix, es un compendio muy sesgado de la historia de la música pop, sobre todo de EE.UU. durante los últimos 50 años, y donde se articulan de una manera bastante aleatoria la historia de festivales, sellos discográficos y grandes “peleas”,  junto a una especie de homenaje, muy “a lo netflix”, a los héroes ocultos detrás de los hits:  productores y productoras,  asistentes, ingenieros de sonido y hasta científicos. El documental intenta entonces, en cada capítulo, abarcar una temática diferente, que va desde el britpop y la política inglesa, hasta la historia del autotune, pasando por la música “de protesta”.
     También el documental cuenta -un poco- la historia del plagio, es decir, de cómo detrás de esos hits existieron miles de hits que no fueron. En relación con esto, lo que más me sorprendió (y hasta me pareció un poco cruel)  es la historia que cuenta el capítulo número 1, que trata sobre la banda Boyz II Man, la primer “boyband” de los años ‘90, la cual -pese a tener mucho éxito y talento- no logró trascender debido a los componentes racistas presentes en EE.UU.  En efecto, los integrantes de la banda eran descendientes de afroamericanos; sin embargo, su estilo, que era una combinación de elementos ya existentes, como la tradición soul y los cuartetos vocales, junto a bases de hip hop y una actitud un tanto “pandillera”, no fue desechado, por el contrario, su impronta fue directamente reciclada, copiada y transformada en una fórmula utilizada por otras “boybands”, pero esta vez de chicos blancos, lindos y vendibles, como los Back Street Boys o Justin Bieber. De ahí en adelante la historia ya es conocida.
     En este sentido, el documental es interesante, ya que intenta rescatar esas pequeñas historias anónimas y hasta accidentadas, que quedan fuera de los pósters y las publicidades. También hay una especie de reivindicación, muy pobre, de la relación del pop y la experimentación sonora , que suena a poco, en comparación con documentales como “Sisters Wihth Transistors”(2020), el cual aprovecho para recomendar: mírenlo, es oro.
     Pese a todo lo dicho, el documental tiene un gran problema, y es que no logra salirse de una idea de éxito muy ligada a los números, a las listas y a las ventas, en donde pareciera que una canción es un hit sólo si llega al número uno del ranking, cuando en realidad, lo que debería importar es lo que les sucede a las personas durante esos 3 minutos que dura la canción. En este sentido, coincido con el contundente criterio que utilizaba el productor sueco Denniz PoP para saber si una canción era o no un hit, y el cual consistía simplemente en si quería escucharla hasta el final o no. Porque en definitiva, si la pasamos bien, ¿Qué importan los rankings?

 

3-

     Una buena pregunta para cerrar sería la de si el mundo necesita otro documental sobre música, sobre todo si entendemos al documental como una especie de homenaje a algo que ya está finalizado. En ese sentido “Esto es pop” intenta reivindicar una edad de oro de la música pop, y diferenciarla de los nuevos géneros musicales como el reggaeton o el trap, entre otros, pero pese al intento, no creo que todo sea tan diferente. Pienso puntualmente en estas sociedades, que como dice Gilles Liptovetsky, están regidas por el imperio de la moda y condenadas al cambio constante. En ellas lo que aparece como “novedad” tiene que mostrarse como si fuera totalmente distinto a lo anterior. Y no lo descarto, ya que algunas cosas cambian. Quizás el artista del momento no haya sido descubierto en el coro de una iglesia, sino en un “reality show” o en una red social, y quizás su música no esté hecha por una banda virtuosa en un gran estudio, sino por una computadora en un cuarto. Pero creo que todos, desde Elton John hasta Billie Elish comparten lo mismo, y es hacer música, y como dice Madonna en “Music”: “La música une a las personas”.  En definitiva, ¿El mundo necesita otro documental sobre música?, quizás la respuesta sea no, pero sí necesita de buenas canciones. Así que adelante: nuestros oídos son suyos.

1 En http://www.carpetashistoria.fahce.unlp.edu.ar/carpeta-1/literatura/entrevista-a-mallarme-por-jules-huret-1891

RAMIRO ORELLANO

Es Licenciado y Profesor de sociología, egresado de la UNLP. Actualmente se dedica a la docencia en adultos y a disfrutar de la música

Hasta que mueras (2019), Robles

NOVELA
AGUSTÍN LUCAS PRESTIFILIPPO

Hasta que mueras (2019)
de Raquel Robles

      El Amarillo, a quien Nadia llamaba padre, fue asesinado a golpes frente a sus ojos por los militares. A los cinco años tuvo que esconderse junto a su madre en un rancho rodeado de eucaliptus en la Provincia, cuidando de cuatro niños cuyos padres habían sido desaparecidos. Frente a un aparato penal vetusto, toma una decisión. Asesina a 36 militares y civiles, criminales y responsables que habían quedado impunes por el entramado de complicidad que marca “esta cultura de jóvenes y de emprendedores”. Desde el encierro carcelario elige contar su historia. Su relato será recogido en un libro por venir. 

     Hasta que mueras narra esta historia, en la voz de un escritor que ha sido contratado por Rita, la madre de Nadia. El protagonista-narrador deberá tomar testimonios, organizar los heteróclitos materiales, acopiar información documentada, redactar la versión final del escrito. La misión, aceptada inicialmente por motivos estrictamente instrumentales (“cobrar el monto que me prometieron y tener resto para escribir mi novela sin tener que buscar trabajo de oficinista”), se convierte inmediatamente en un reencuentro con sus fantasmas. Pues la tarea se integra en una cadena de frustraciones personales que incluyen la dificultad de encontrar la propia voz autoral, el abandono de su ex mujer, y la imposibilidad de saldar las huellas que ha dejado el poder dictatorial en su propio cuerpo. En el camino de esta búsqueda, la historia del narrador, que comienza asumiendo una completa distancia frente a la materia narrada (“y todavía piensan que los escritores escriben sobre sus propias experiencias”), irá revelando las huellas en las que se refleja un destino común, donde su vida, la de Nadia y la de Rita, así como la de las distintas generaciones que se han sucedido desde el Golpe se entrecruzan frente a la experiencia compartida y general de la derrota.

 

Justicia es otra cosa”: historia, memoria, vida.

     Es inevitable reconocer en el texto las marcas autobiográficas de quien escribe, la revisión crítica de nuestra historia reciente, la experiencia de lucha en H.I.J.O.S, la pregunta acerca de la vida en comunidad cuando la impunidad persiste. Hacer de la propia vida el motivo de una escritura revela una marca generacional que la narrativa de Robles comparte con la escritura reciente de hijes y nietes de desaparecides. 

     Por ello cabe tomarse en serio los anudamientos que motivan las reflexiones de los personajes, encontrando allí problemas éticos y políticos compartidos por su escritura y la lectura. Pues la novela de Robles sostiene una eminente vocación de intervención en nuestro presente. En efecto, la narración plantea hipótesis relativas a la memoria colectiva, y a los desafíos actuales del trabajo con los traumas del terror dictatorial y el acceso a una verdad histórica acerca de los Delitos de Lesa humanidad.

     Acaso la pregunta más inquietante que atraviesa la novela sea la que aparece tras los testimonios de Nadia. ¿Cómo enfrentarnos con esos actos de venganza? Se trata de acciones individuales, por lo tanto privadas, que requieren un debido proceso. Y sin embargo, se inscriben en una problemática que los vuelca hacia la luz de lo público. Justificarlos supondría negar la relación entre condenas penales y garantías constitucionales que los organismos de Derechos Humanos han venido reclamando como pilar del Estado de derecho, y que ha sido el motivo ejemplar detrás de los juicios a genocidas, en las investigaciones orientadas a la búsqueda de la verdad acerca de sus crímenes, y en el trabajo colectivo hacia una memoria que haga justicia a las víctimas del terrorismo de Estado. Y sin embargo, esos actos, plenamente conscientes de su carácter limitado, metódicamente planificados por alguien que se ha corrido de la mera impulsividad como móvil –esos actos plantean un problema que sigue insistiendo.

     Hasta que mueras se acerca a esta cuestión menos en el tono asertivo de una tesis que en la indagación crítica acerca de lo excluido por las identificaciones apresuradas. La imagen del resto podría servir a tales fines. Se trata de todo aquello que sobra allí en donde el aparato del derecho penal concibe que su tarea puede ser completamente alcanzable mediante sus procedimientos formales, la puesta en marcha de sus actos administrativos, o la redacción de sus fríos expedientes. Aquello que excede a la identificación de la maquinaria burocrática con la realización plena de la justicia no es evocado por la novela como un misterio insondable –lo que la filosofía a veces fetichiza como “lo Otro” del derecho–, sino como algo materialmente identificable: la impunidad de miles de responsables y cómplices que aún no han sido identificados como tales, los hilos infinitos que componen eso que denominamos responsabilidad civil; y la incompletitud de la investigación histórica acerca del pasado. 

     Hasta que mueras traza una imagen del Estado dictatorial. Sus dependencias no pueden pensarse sin el conjunto de los seres que ocuparon posiciones de responsabilidad y tomaron decisiones en sus cargos. En el Estado dictatorial los sujetos no desaparecen en una máquina anónima, sino que tienen en sus voluntades la capacidad de destrucción de aquello que configura el mundo en el que viven las personas. Se trata de individuos que componen aquello que se ha erigido como una entelequia abroquelada, pero que la novela refleja como un devenir molecular. Moviendo la piedra, el terrorismo de Estado se evidencia como un hormiguero infinito, configurado no sólo por jerarcas, sino también por empleados públicos, fiscales, trabajadores sociales, abogados, médicos, enfermeros, quienes en las sombras del anonimato, actuaron, sosteniendo el rostro trivial pero efectivo de la administración del terror. En esos actos, aquello que se vuelve visible es entonces la capilaridad del poder en el que se fundó y conservó la violencia dictatorial.

     ¿Cómo actuar ante las infinitas hebras que tejen aquello que se edificó bajo la rúbrica del terrorismo de Estado? Si, como esboza la trama de la novela, el poder concentracionario no es exterior a la sociedad, si las complicidades y silencios civiles hicieron posible la existencia y multiplicación de la política desaparecedora (“Por qué habrían de querer recordar algo que se negaron a saber cuando estaba sucediendo” se pregunta el narrador), ¿cómo concebir la cuestión de las responsabilidades heterogéneas de cara a la posibilidad de la justicia? La novela se dispone a revisarlo todo, y lo hace mediante símbolos muy concretos. Los asesinatos de Nadia no representan el intento de complementar aquello que la justicia penal no logra. Desde el principio la protagonista deja claro que no pretende que sus actos sean motivo de idealizaciones. Pero sus acciones pretenden ser recogidas, esbozan un manifiesto que requiere una correcta interpretación. Lejos de ser meros arrebatos desesperados, en tanto signos, esos actos representan. Lo que vienen a representar es la imposibilidad de presentar aquello que, ausente, impide clausurar el pasado como objeto de totalización. 

 

Método y ternura: la irritación de la forma y la conciencia del engarce

     Pero estos temas y reflexiones –que reconocemos como problematizaciones de supuestos ideológicos e identificaciones apresuradas de nuestra historia reciente– quedan entramados por un método que conduce a la lectura hacia la confrontación con una materialidad renuente. Se trata del trabajo con la lengua que propone la novela. 

     Lejos de desaparecer ante la presencia de los grandes motivos éticos y políticos que lo convocan –la posibilidad de la justicia, los límites del derecho, el aparato de poder de Tribunales, la banalización cultural del poder desaparecedor–, ese trabajo no cesa de revelarse como un contenido esencial de la prosa. Son varios los retazos en los que la escritura de Robles se muestra a sí misma, exponiéndose en sus costuras. La autora ha referido en distintas oportunidades al proceso que dio emergencia al texto. Así, por caso, sabemos que el manuscrito fue redactado en un lapso de tiempo significativamente corto (“36 días”); o que las historias de cada uno de los 36 criminales asesinados fueron recogidas por la autora en conversaciones con otros sobrevivientes, quienes relataron en primera persona sus testimonios conformando así el archivo con el que la ficción trabajaría. Otras referencias, esta vez en el seno del relato, permiten reconstruir la constelación literaria en la que la novela se mueve. Se trata de la biblioteca que la rodea, remitiendo sus preocupaciones tanto de argumento como de forma no sólo a Madre noche de Vonnegut, sino también a las poéticas de Duras y Kafka, Joyce, Di Benedetto, Constantini y Saer. 

     Pero además de estas alusiones a la prehistoria de la escritura o a su intertextualidad, cabe referir también a otra referencia a su génesis que acompaña al contenido narrado en su procesualidad inmanente. Esos retazos se entrelazan, se superponen, edificando un Patchwork en donde cada uno cumple una función específica. Si la historia permite visualizar al texto en su unidad reconocible, el conjunto de sus estrategias opera un efecto de irritación sobre la construcción, presentándose así como un paralelogramo de fuerzas en tensión recíproca: “Es la dialéctica del tango (…). Todo se puede afirmar y negar en el mismo tango. Yo mismo soy un tango”. Esta vocación antagónica del texto nos la presenta ya la novela en su íncipit, los dos epígrafes. “Te nombraré veces y veces” de Gelman (A) y el extracto de “Episodio del enemigo” de Borges (B) dan cuenta de dos posiciones mutuamente opuestas. Por un lado, A ilumina el título de la novela –el cual condensa una pluralidad de significaciones, en las que el objeto de la declaración “hasta que mueras” podría ser tanto alguno de los “villanos preferidos” de Diana como la cuestión más profunda de la relación personal y política con la derrota. A su vez, B cumple una función de desmentida, relativizándola y revelando así su estatuto problemático. 

     Ese ritmo pendular que visibiliza la simultaneidad de lo mutuamente excluyente también se presenta en la superficie del texto con la heterogeneidad ostensible de los géneros y registros empleados. La novela se divide en nueve capítulos. Sin embargo, estos separadores carecen de títulos que permitan identificar su sentido diferencial. El efecto es una coerción del sentido: no cabe posibilidad de reconocer un motivo –más allá de la referencia irónica del narrador a la teoría de los números de la Cábala– que justifique la subdivisión y, así, la separación en capítulos se presenta tan arbitraria como su contrario, la indistinción. Esa tendencia a la oscilación entre los valores diferenciales y su disolución también se observa en la incorporación sin aclaración extradiegética de distintos fragmentos de una materia verbal diversa, como los diarios filmados por Nadia antes de las “ultimaciones”, las fichas de las autopsias de los 36 muertos, en los que la información relativa a sus cuerpos es presentada en la jerga de la medicina forense, la descripción de aquellas otras 36 fichas de personas que, actuando una virtud cotidiana del cuidado, protegieron a militantes, trabajadores, y familias cuyas vidas se encontraban en peligro por la dictadura. En cuanto al punto de vista, aparece tanto la voz del narrador en primera persona del singular, como sus diálogos con el resto de los personajes de la novela, los cuales nunca son incluidos con las marcas convencionales, como separaciones en el espacio de la página o los guiones largos antes de la frase. Al no ser introducida por alguna voz que desde una perspectiva externa enmarque los fragmentos, esta heterogeneidad de voces, registros, y materiales, termina presentando distorsiones lingüísticas por la irreductible diferencia de tono que cada uno presenta. La lectura se ve obligada a realizar el trabajo de articulación pendiente por las ausencias en la diégesis.

     Como decíamos, la historia es narrada desde el punto de vista de uno de los protagonistas. De allí que por un lado las marcas autobiográficas de la voz, identificables desde un comienzo en la lectura, nunca se presenten a plena luz sin su rodeo por la mediación de otro, en este caso, un varón. Este narrador además incorporará una perspectiva objetivadora en relación a la vida de Nadia y su madre, propia de un periodista que recoge información para su investigación. Pero esa voz “objetiva” del narrador progresivamente irá implicándose en la materia narrada, acompañando en su discurrir enunciativo el movimiento de identificación afectiva del personaje con Nadia y su madre. Así, pues, el personaje y la voz narradora, inicialmente ajenos a lo dicho, se disuelven en la corriente de una prosa que deviene femenina, desbordando las limitaciones de las posiciones particulares, y en la que las voces se expresan en sus singularidades sin la explicitación de marcas relativas a sus remisiones de origen. 

     A su vez, la novela se estructura mediante las relaciones afectivas que se tejen entre Nadia, el escritor y Rita. Configuran un triángulo en el que la novela pone en relación condensaciones de posiciones que reflejan momentos del trabajo de reflexión narrativo entre lo político y lo literario. Así como Nadia representa una disciplina férrea en su conducción de vida, un método no sólo para llevar adelante sus planes, sino también una inflexibilidad para verbalizar sus emociones; así también el escritor y Rita expresan el sufrimiento en el trabajo de duelo; pero también la posibilidad de, en el reconocimiento de la finitud –“abrazar la derrota”– dar lugar a algo nuevo, la construcción de un vínculo amoroso. Si Nadia expresa una disposición para el sacrificio en función de una misión que pretende el estatuto de la ejemplaridad, la “Patria de dos” del narrador y Rita condensa la posibilidad, explorada por la novela, de un camino hacia la liberación.

     Lejos de obturar la posibilidad de la comprensión, los efectos de extrañamiento que operan estas formas de la narración tensionan al sentido y obligan a un trabajo activo de interpretación de lo sucedido, a una articulación de lo inconexo y a la reconstitución de lo diseccionado. En su conciencia de los engarces, en los que se tejen las hilachas del decir y los dramas de nuestra historia, las operaciones de irritación desplegadas por su método poético y las preguntas acerca de la posibilidad de la justicia, Hasta que mueras efectúa una intervención luminosa en nuestro presente, en donde la posibilidad de habitar la pérdida se convierte en la antesala de una praxis tierna ante lo dañado.

AGUSTÍN PRESTIFILIPPO

Es Doctor en Ciencias Sociales y Magister en Estudios Literarios. Docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA e investigador del Conicet con sede de trabajo en el Instituto de Investigaciones Gino Germani.

 

Tierra suelta (2020), Melina Cavalieri

NOVELA
CLARISA FERNÁNDEZ

Tierra suelta (2020)
de Melina Cavalieri

     Tierra Suelta es la primera novela de Melina Cavalieri. Se publicó en el 2020, año de inicio de la pandemia del COVID-19, trayendo en sus páginas un tema que iba en perfecta sintonía con el contexto: la muerte. Junto con ella, viene también la culpa, agazapada entre lo inevitable, pero batallando por salir. En el libro, la protagonista Mariela Fuentes regresa a su pueblo, Moquehuá, en la provincia de Buenos Aires, después de 5 años de haber vivido en la ciudad y ver morir (he aquí la primera muerte), todas sus proyecciones familiares y laborales. Vuelve derrotada y triste, llorando un pasado que no salió como debía. Pero rápidamente quien lee descubre que esa no es la muerte que más le duele, sino la de su papá Taco (he aquí la segunda muerte), y todo lo que se llevó con él. Melina, claro, es de Moquehuá, y este libro es en parte un homenaje a su pueblo, a su gente, al mapa intrincado de sensaciones y pensamientos que su pueblo le genera. 

     Esa vuelta al pueblo está llena de fantasmas, pero no de los que te asustan detrás del espejo, sino los que están tomando mate con vos, en tu casa, compartiendo tus sueños y anhelos, tus más profundos miedos. Cuando Mariela describe las sensaciones que le provoca volver al pueblo, el olor a campo, a barro, las vías del tren, los tabúes no dichos, las historias terribles, el olvido y el recuerdo, parece que se lo sabe todo de memoria, pero al mismo tiempo, que lo ve por primera vez. Como hilos invisibles que unen los capítulos, la pérdida, el abandono y la nostalgia contrastan con la felicidad que encarnan los momentos del pasado. Pero Melina no narra el dolor mostrando la sangre fresca que emana de la herida, sino que conjuga, en ese dolor, la dulzura de la vida que acompañó la muerte. El paso del tiempo se describe en sus habitantes: “gente que el campo tragó joven y vomitó en la vejez”. No hace falta nada más para imaginar esas vidas. 

     Melina y Mariela, autora y protagonista, parecen ir de la mano recorriendo las calles de su pueblo. Juntas hacen una especie de antropología afectiva de su propia historia: una antropología literaria, donde cada espacio, cada rincón, es detalladamente descrito. Pero en ese relato está prohibido el distanciamiento, es condición obligada no despojarlo de las vivencias que le dan sentido porque es ahí donde se constituyen: el barro y el viento, la madera y el sol, la chapa y la mugre, son dúos que reconstruyen fragmentos de lo no dicho, establecen pactos con emociones que el pueblo despierta. En esa antropología atravesada por la muerte y la culpa, hay destellos felices del pasado que buscan desesperadamente tejer redes con el presente, poder colarse en los nuevos amores, la recuperación de la amistad y el valor de la pertenencia. Mariela vuelve a Moquehuá convertida en piedra: la ciudad se la devoró. Pero mientras camina las calles del pueblo la piedra se va cayendo, sus músculos se liberan y sangran, el sol le devuelve el color humano y la respiración se restablece. Ese ciclo de mutación se cierra cuando vuelve a la ciudad, fugazmente, para concretar un trámite de su pasado: “ya no me pertenecen estas ceremonias”, piensa. 

     Los personajes de la novela son figuras estereotipadas: un héroe querido por todos, como Taco: la síntesis humana de la justicia, la amistad, la honestidad, la tozudez del que sabe lo que quiere. Garín, amigo incondicional de Taco y Mariela, ese personaje entrañable que está atado a la tragedia; El Tano, encarnación del mal, el resentimiento, todo lo oscuro, lo que no tiene remedio (“los demonios del pueblo son pocos y prefiero evitarlos”). Hay personajes que a simple vista parecen secundarios –como la mamá de Mariela-, que se reivindican en la ficción y recuperan un protagonismo que fue opacado por el héroe que ya no está, pero cuya omnipresencia es tan fuerte que nada puede pensarse sin él. En Tierra suelta también hay lugar para la esperanza, para el resurgir, para alcanzar algo de la justicia perdida. El amor circula, la amistad y la posibilidad de futuro, aun sobre la chapa derruida y los pastizales que cubren lo que otrora fue mágico. Existe un código, un decir sin decir, una sintonía de miradas, que Melina establece entre distintos personajes. Entre Mariela y Garín, el amor que sienten por Taco les permite hablar con una franqueza que congela los huesos: “tu papá no tenía que morirse” dice él, “cuando te morís te pudrís, y listo”, dice ella. Pero no, no te pudrís y listo, porque en Moquehuá van a hacerle un homenaje a Taco y ese festejo muestra que está más vivo que nunca. Quizá la vida que vive en las memorias no lleve una palmada en la espalda, una sonrisa de dientes chuecos o palabras de alegría después de tomar un vino. Quizás, la vida que vive en las memorias sea la que vuelve sobre lo que no se dijo, la que exacerba las pasiones, la que juega con los límites, la que mezcla ficción y realidad. Y por eso, el homenaje al Taco moviliza a todo el pueblo y pone a prueba los fantasmas reales e imaginarios. Los rituales más mundanos se vuelven sagrados. El abandono del pueblo a los ojos de Mariela, es una metáfora de la tristeza que trajo la muerte de su papá: el pueblo extraña su presencia, al igual que ella. 

     La relación de Melina con la literatura surgió desde muy pequeña en ese recóndito espacio de íntima soledad, que, admite la autora, la acompañó siempre. Fue entonces cuando empezó a pensar, respirar e imaginar literatura, a partir de una cotidianidad donde los relatos mediaban conversaciones reales e imaginarias con otres y con ella misma. También la literatura la ayudó a exorcizar cierto temor al paso del tiempo, a la pérdida absurda, inevitable y voraz que sume en el olvido esa vida, triste o feliz, que nos animamos a vivir. 

     Si algo logra Melina de manera magistral, es mostrar la simpleza de los sentimientos más complejos. Sí, acá en el campo se ama profundamente, se sufre profundamente y se vive profundamente. En esos tiempos que parecen letargos e incómodos para el tramiterío de la locura citadina, la mamá de Mariela la recibe con la pieza recién pintada, en honor a su visita. En alguna otra casa le hacen un puchero y en otra organizan un asado “como en los viejos tiempos”. Allí es donde parece detenerse el tiempo, en las manifestaciones más simples que por un momento muestran hacia dónde va la vida, cómo buscar la felicidad del otro, cómo expresar un “te extrañé, no te vuelvas a ir”. Mariela entra en el timing del pueblo y se siente a gusto ahí, tanto, que quien lee se ajusta a ese ritmo de siesta, de “pasadita” para comentar algo con un mate, de arreglamos las cosas charlando, nada de whatsapp. De hecho, la tecnología parece no existir, porque todos los mensajes, las confesiones, las pasiones y hasta los pensamientos, eluden los artilugios de la instantaneidad.

     Hay momentos en la novela donde surge la inquietud, a veces la necesidad, de que esos blancos y negros se muestren desteñidos. Que los grises, la contradicción y la incomprensión pueblen las acciones y pensamientos de los personajes. Quizá demasiada corrección, una pizca de idealización y la nostalgia que impregna con su néctar de dulce tristeza, impiden que alguien se salga del molde, que estallen las pasiones, que lo que sucede no esté atado a esos inexorables destinos. En esa mirada romantizada del campo, incluso la más violenta oleada de odio o los pensamientos más delirantes, están contenidos en un marco que no les permite estallar. Y si estallan, lo hacen en silencio. Un silencio cómplice, doloroso, que tramita la complicidad con miradas y palabras contenidas. 

     Melina dice que Tierra suelta es la manera que encontró de hacerle justicia al tiempo, porque no le gusta que las cosas cambien, que las personas se vayan y, más que nada, que se pierdan en el olvido. “Porque uno viene, tiene una vida hermosa o terrible y después se va. Y no queda nada”, afirma. Algo de esa certeza de lo inevitable es lo que queda en la boca después de leer este libro, raspando la garganta y ahogando los gritos callados. La cara más visible de la muerte (no estamos más), se combina con la más compleja (seguimos estando en quienes nos recuerdan). Tierra suelta ya no le pertenece a Melina, como ella misma dice, y en ese vuelo de nuevas miradas se establece un pacto que se enlaza a la perfección con la simpleza del relato. Sin marquesinas ni sobresaltos, conviviendo con “la ternura del pasto” y “la culpa del abandono” nos volvemos un poco ellos, un poco ellas. Comprendemos esa dinámica de pueblo que lo impregna todo, incluso lo que no es del pueblo. Nos hacemos cómplices de historias que bien podrían ser las nuestras y así, sin darnos cuenta, ponemos la cara al sol esperando el sonido del tren que no pasa y dibujamos círculos en la tierra suelta que rodea las vías en el andén. 

CLARISA FERNÁNDEZ

Es comunicadora social por la FPyCS (UNLP) magister y doctora en Ciencias Sociales por la FaHCE (UNLP). Docente e investigadora del CONICET con lugar de trabajo en la misma casa de estudios. Trabaja con políticas culturales públicas y organizaciones artísticas comunitarias.

 

Hacer el odio (1984/2018), Gabriel Báñez

NOVELA
JUAN MANUEL BELLINI

Hacer el odio (1984/2018)
de Gabriel Báñez

    En agosto de 1994 el escritor Álvaro Abós señalaba acerca de Gabriel Báñez: “aunque su nombre no suene con demasiada frecuencia en el gallinero literario debido a que insiste en cometer un pecado mortal en nuestro medio macrocefálico: vivir en La Plata, alejado de cenáculos y fastos”. Y se refería a la necesidad de recurrir a Hacer el odio para explicar lo que había sucedido días atrás: el atentado a la AMIA. Veía Abós que la novela servía para entender el antisemitismo latente en la Argentina. La novela había sido publicada en 1984 por Bruguera y siguiendo a Abós: “los ejemplares remanentes de la edición fueron a parar al proceloso mar del saldo o de la librería de viejo, donde tantos tesoros escondidos vegetan a la espera de tiempos mejores”.

    No eran tiempos mejores, pero en julio de 2018 fue reeditada por la editorial Mil Botellas. La contratapa daba cuenta de que “se editó en 1984, anticipándose a Villa de Luis Gusmán (1996) o Dos veces junio de Martín Kohan (2002), dos novelas también con personajes que no son célebres verdugos, sino que estuvieron y están ocultos en el cotidiano, y que sostienen, a su manera, el horror”.

     Empieza la novela con un epígrafe de Portero de noche de Liliana Cavani que sirve para unir al nazismo con la última dictadura. Y las primeras frases ya nos adelantan lo que va a venir: “La última pregunta que recuerdo de ella fue si yo era antisemita. Le respondí, naturalmente, que la quería. Pero no sé si la quería”.  El protagonista es el gris Damián Daussen y empieza narrando sus encuentros con Raquel, judía. Las acciones transcurren en La Plata, plena dictadura.

     Hay clima de delación, de sexo reprimido, de secuestros, violencias explícitas en las comisarías e implícitas en lo que encuentran en la autopsia de una jirafa del zoológico. La Iglesia Católica también juega un rol importante y el moralista y condenador Daussen recurre a la pornografía, a las relaciones homosexuales o las prácticas abortivas. Ahí también está la riqueza de la novela: se muestra la doble moral sin necesidad de señalarla con el dedo, se va mostrando solita.

     Un detalle no menor, la escritura. Prolija e intensa, queda como ejemplo la venida del calor en La Plata: “El verano llegó a la ciudad. Los días se hicieron largos para nada y las mujeres volvieron a las calles con el aire tendencioso de otros veranos. Nada varió. O sí: la fragancia de los tilos nunca resultó tan impotente como a comienzos del mes. El olor rancio de la Destilería se mantuvo inerte sobre la ciudad durante varias semanas. Calor y humedad, un placer malsano en el cuerpo”. 

     La buena literatura despierta los sentidos, leer esos párrafos es sentir ese calor. O visualizar la excavación donde tendría que renacer el Teatro Argentino convertido en cenizas o una excursión al Uruguay lejos de cualquier folleto turístico. También hace de lo local, universal, por eso la aparición del cine Roca, la Catedral, el Museo de Ciencias Naturales, la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de La Plata donde trabaja Daussen como sereno, no implican localismo, producen el mismo efecto en los ojos de cualquier argentino cuando se enfrentan con la Santa Fe de Juan José Saer, el Buenos Aires de Roberto Arlt o Yala de Héctor Tizón. Ese buen registro de Báñez también se encuentran en los cuentos de El circo nunca muere (también editados por Mil Botellas), en la nouvelle Octubre amarillo donde se encarga del múltiple femicida Ricardo Barreda y La Plata o en la novela Virgen que transcurre en Ensenada.

     La relación Damián-Raquel atraviesa la novela, y no deja de ser atrapante todo lo que se pone en juego, la crueldad de Damián, que también mantiene relaciones con una chica de trece años. Este antisemita, ex militante de Tacuara, que pintaba cruces esvásticas y que no dudaba en la cooperación con la policía cuando un compañero de pensión se convertía en secuestrado/desaparecido, se movía en una ciudad donde en los diarios nunca se publicaban los secuestros y con vecinos que decían  que “había empezado la limpieza” al escuchar disparos aislados.

     Todo esto publicado en 1984, a apenas un año de terminada la dictadura. Sin dudas merece figurar en el corpus de libros que trabajaron bien el tema a través de la ficción. Reconocemos ello en Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia y en Flores robadas en los jardines de Quilmes (1980) de Jorge Asís, publicadas durante el genocidio en la Argentina, a El beso de la mujer araña (1976), Pubis angelical (1979) y Maldición eterna a quien lea estas páginas (1981), las tres escritas por Manuel Puig en el exilio, o en las ya mencionadas Dos veces junio o Villa, y en el original trabajo de años recientes de Mariana Eva Pérez en Diario de una princesa montonera (2012 y reeditado este año), y también en Hacer el odio.

     Lo escrito por Álvaro Abós en la revista Humor derivó en una reedición a cargo de la editorial Almagesto, en 1995, que desgraciadamente pasó sin pena ni gloria. En estos tiempos de derechas que se expanden por el mundo, la reedición de Mil Botellas, que es expuesta en librerías de Buenos Aires y La Plata, que estuvo presente en las numerosas ferias pre-pandemia en el país, bien merece sumar lectores y lectoras, para entender un pasado de genocidios pero también para este presente. Ya desde la portada a cargo de Eduardo Ruiz, vemos una mano que dibuja esvásticas. En la página 131 se narra el secuestro por parte de fuerzas de seguridad a una pareja, la mujer estaba embarazada, entonces un vecino de pensión de Daussen se pregunta/afirma “¿o acaso usted no sabe que ellas se embarazan a propósito?”. Esta misma frase la hemos visto replicada en distintos contextos y ante distintos hechos, pero siempre está presente.

     Las buenas obras se defienden solas, por eso se puede recurrir a otra muestra de la excelente escritura de Báñez: “A media tarde dejé el bar y caminé. El aire estaba húmedo y con olor a pescado. Un muchacho barría las escaleras de un sótano que a la noche presentaba ‘el show de las strip-girls’. Del subsuelo ascendían vaharadas de acaroina y encierro. Me detuve brevemente a mirar hacia abajo y el muchacho dijo que el espectáculo comenzaba a las ocho. ‘Todavía falta’, agregó luego. Únicamente pude divisar un juego de luces de colores y desvaídas ramas de palmeras flanqueando el ingreso. Me alejé de inmediato: las ilusiones sobre penumbras, lo mismo que las imágenes sagradas después del domingo, siempre me produjeron tristeza”.

     La contratapa de su primera edición de 1984 indica que se trataba de “básicamente, un texto confesional para mostrar la ambigüedad de ciertas conductas: opresión y seducción que cierran la parábola”. Atinadas palabras, pero en su lectura se verá que es mucho más que eso. Cabe señalar que su última novela, Jitler,  editada a ocho años de su muerte, en 2017, por La Comuna (editorial de la Municipalidad de La Plata fundada por Báñez) siguió señalando conexiones entre el nazismo y La Plata. Y las prácticas que se realizaban entre las clases ilustradas de la ciudad: “Otro prominente hombre nacional, pero de las filas del Partido Socialista vernáculo, el Dr. Alejandro Korn, fundador de bibliotecas populares y humanista reconocido, también recibió por esos años parte de la remesa indígena del Museo de La Plata, sólo que bajo la forma de carne viva: una niña de la etnia aché de la comunidad guayaquí masacrada en el Paraguay oriental, Damiana, fue entregada al Dr. Korn para que hiciera de mucama en su casa. Tenía alrededor de nueve años. Nunca se supo el verdadero nombre de Damiana, en los archivos del Museo figura así ya que a los tres años fue bautizada con el santo del día de la matanza de su familia, San Damián”. Otro Damián.

     Báñez nació en 1951 y se suicidó en 2009 en La Plata. Si como señala Álvaro Abós su pecado mortal fue estar lejos de la Capital y no frecuentar al establishment literario, bien vale el rescate de su obra. Quienes se hayan interesado por los libros de ficción acerca de la última dictadura, a través de su lectura no dudarán en que Hacer el odio merecerá un lugar importante. Incluso se la puede tener en cuenta al relacionarla con películas como Los rubios (2003) de Albertina Carri o M (2007) de Nicolás Prividera, que desde el formato documental narran la complicidad civil y el silencio que acompañó a una época nefasta. Por supuesto, que también hubo otra Argentina, de hecho personas relevantes en la lucha contra la última dictadura como Estela de Carlotto, Hebe de Bonafini o Chicha Mariani, se criaron y lucharon en la misma ciudad por donde andaban tantos y tantas Damián Daussen.

JUAN MANUEL BELLINI

Es Periodista, docente de la cátedra Análisis y Crítica de Medios de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP). Trabaja además en el Programa de Justicia por Delitos de Lesa Humanidad en la Comisión Provincial por la Memoria.

 

Pose (2018-2021), de Steven Canals, Brad Falchuk y Ryan Murphy

SERIE/TELEVISIÓN
DIEGO LABRA

Pose (2018-2021)
de Steven Canals, Brad Falchuk, Ryan Murphy

     En un texto que recientemente descubrí que se ha perdido junto con el dominio digital que lo albergaba reflexioné sobre mi crush preadolescente con Kate (Winslet) en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, y Scarlett (Johansson) en Perdidos en Tokyo, y Natalie (Portman) en Garden State, y tantas otras mujeres ficticias durante mi larga pubertad. Todas, como aprendí a posteriori, manic pixie dream girl en las cuales deposité mis sueños y fantasías de varón cis acomplejado que solo quería que una chica hermosa y alterna viniera a rescatarlo de sus propias inseguridades. 

     En los últimos años, de pretendida adultez, me he sorprendido sintiéndome atraído por personajes como Nomi, la hacker unida por un vínculo psíquico con otras siete personas desperdigadas alrededor de globo que compone el elenco coral de Sense8 (2015-2018), o Blanca, la madre con corazón de oro que protagoniza Pose (2018-2021). Inesperadamente me encontré en mi fuero interno frente al hipotético sí yo pudiese sentirme atraído o incluso entablar una relación sexoafectiva con una mujer trans en ese lugar desolado que llamamos la vida real. Una pregunta que escribo con miedo a sonar intolerante, pero que, si soy sincero, debo admitir nunca había ponderado hasta que me vi movilizado por estas atracciones de streaming. Aunque, pensándolo de nuevo, la cuestión bien podría formularse de otra manera ¿Cómo alguien podría mirar la serie y no enamorarse de Blanca? 

     Pose es quizás poco conocida entre les espectadores argentines, ya que como muchas otras de las excelentes producciones del canal norteamericano FX, terminó engrosando el vasto catálogo de Netflix de un día para el otro, sin mucha promoción. (En la versión local de la plataforma pueden verse hoy las primeras dos temporadas, con la tercera y última de seguro en camino). Ryan Murphy y Brad Falchuk (Nip/Tuck, American Horror Story, Glee) buscaron con esta serie redoblar su apuesta por la introducción de elementos queer en la televisión mainstream, que ya les había granjeado bastante reconocimiento y galardones. Reclutando a Steven Canals y Our Lady J como productores y guionistas, decidieron contar ahora historias con el trasfondo de la escena del drag ballroom neoyorkino de los ochentas y noventas y, en lo que fue su mayor innovación, pusieron por primera vez en pantalla un elenco compuesto casi completamente por personas transgénero y de color.

     Si bien al principio se ofrece el punto de vista introductorio de una parejita blanca de los suburbios, encarnada por les carilindes Evan Peters y Kate Mara, a partir de la segunda temporada se prescinde completamente de estos personajes, reconociendo que acá el reflector nunca fue de ellos, si siquiera de refilón. Esta es la historia de Blanca (Mj Rodriguez), fundadora de la Casa de Evangelista, su mejor amigo y anfitrión de las galas, Pray Tell (Billy Porter), su madre e imponente diosa nubia Elektra (Dominique Jackson), les hijes que van poblando su casa como Ángel (Indya Moore), Damon (Ryan Jamaal Swain), Papi (Angel Bismark Curiel) y Ricky (Dyllón Burnside), y muches otres que navegan una ciudad que a la vez les es hostil y les da la bienvenida, donde pueden no solo sobrevivir, sino encontrar comunidad y sentido.

     Como un espectador que se descubre incómodamente ignorante, no pude dejar de preguntarme a lo largo de toda la serie cómo es que ese vibrante mundo del ballroom, al que se nos permite espiar a través del imperfecto y comercialmente motivado prisma de una producción hollywoodense, me fue desconocido hasta ahora. Un mundo rico en historia e instituciones, organizado en torno a casas que, casi como si de fantasía épica se tratase, compiten en diferentes categorías a lo largo de la pista de baile/pasarela por el honor y el respeto de un jurado de mayores y las palmas de les pares. Pero que, en un sentido mucho más mundano, también articulan los lazos afectivos de personas expulsadas de sus lugares de origen y relaciones de sangre. Casas que cobijan familias electivas, esta vez sí fundadas en el amor incondicional que esa palabra connota. 

     Lo masivo y lo popular, entendido esto último en la academia argentina como lo subalterno, se trenzan de maneras complejas en Pose. Si bien novedosamente nos encontramos con historias sobre personas transgénero de minorías étnicas contadas por personas transgénero de minorías étnicas, una crítica intransigente podría objetar que aun así este no deja de ser un ejercicio de Hollywood. Otro empaquetado de una expresión cultural genuina para su distribución, venta y consumo global. Inteligentes, les escritores tematizan este conflicto en la segunda temporada, cuando les protagonistes se ven inesperadamente enfrentades a la atención que el éxito de “Vogue” de Madonna pone sobre la comunidad. Para algunes, como los bailarines Damon y Ricky, el hit inauguró una nueva avenida profesional de éxito y validación. Para otres, la canción representaba la usurpación de esa cultura que elles cultivaron a la sombra del desprecio del mainstream por una industria cultural que ni siquiera tenía los buenos modales de invitarles a ser parte del negocio.

     Y, sin embargo, incluso si aceptamos cínicamente que estamos frente a un producto cultural que nos ofrece un algoritmo, que experimentamos sólo de manera vicaria la magia y vitalidad del ballroom, la potencia de esa fiesta es tanta que incluso severamente diluida uno no puede sino rendirse ante ella. Cuando Elektra comanda imponente a la pista y a toda la audiencia con la dignidad faraónica que su vestuario y su actitud demandan, cuando Pray te estruja el corazón cantando desde el púlpito de la Iglesia que años antes lo expulsó por ser homosexual, no puedo sino sospechar que aunque sea un trozo de un fragmento de algo genuino trasciende las mediaciones, y que por esa razón es que se me llenan los ojos de lágrimas de emoción frente al televisor.

     Luego de una primera temporada que, con ínfulas de prestige TV, propone un tono dramático de Oscar, la segunda y tercera retienen la inventiva y purpurina de las competencias y giran las perillas del histrionismo y el melodrama al taco. Una decisión artística que atenta por momentos contra lo verosímil, pero que resulta exitosa gracias al compromiso de las actuaciones larger than life de les protagonistes. Incluso podría proponerse que recién entonces la serie termina de sintonizar con cierta tradición de arte queer que abraza la catarsis over the top, parte tanto del ADN de la cultura ballroom así como de la producción cultural de trazo más grueso, que tanto disgusta a la cultura culta y sus guardianes.

     La cultura masiva bien hecha es una máquina de generar empatía, y esto es algo que Pose pone en primer plano al invitarnos a consumir una ficcionalización de vidas que rara vez son ficcionalizadas, y menos aún, en este tono celebratorio y afirmativo. Volviendo a la pregunta inicial, ¿Cómo no enamorarme de Blanca cuando apela a mi complejo de Edipo de hombre cis argentino, colmando de amor su casa llena de hijes del corazón? ¿Cómo no encandilarme cuando llena la pantalla con su risa en las cenas familiares que rematan varios de los episodios? ¿Cómo no calentarme cuando desfila divina por la pista de baile, o hace playback toda producida sobre una de Donna Summer? Mi mente y hasta mi cuerpo se tensan en direcciones impensadas al verla y oírla hecha de pixeles y en HD. 

     En mi cabeza se abren múltiples avenidas sobre las que intelectualizar estas sensaciones, que me empujan a pensar sobre el poder de los productos culturales de alcance masivo y sus potenciales efectos en la sociedad que los consume. Una preocupación que en nuestro país tiene una tradición tanto o más larga que la historia de la cultura masiva misma, como atestigua la alarma con que los intelectuales ochentistas recibieron a las novelas de folletín de Eduardo Gutiérrez, y en cuyo esclarecimiento, lamentablemente, parece haberse avanzado poco. Ciertamente se pone sobre la mesa la cuestión de la “representación cultural”, una categoría propuesta desde la crítica cultural norteamericana de izquierda que abandonó la posición defensiva ante las denuncias conservadoras en contra de las historietas, el heavy metal o los videojuegos, para adoptar una agenda proactiva de promoción de la inclusión de minorías y disidencias como protagonistas y productores de cultura masiva. Una discusión en la cual claramente Pose se inserta, y que ha llegado a la arena del discurso público local al ritmo insomne y globalizado de los hashtags virales.

     Pero quizás sea mejor ir en contra de mis instintos y quedarme con la inmediatez de esas sensaciones, con todas las posibilidades y limitaciones que estas contienen. Quedarme con haber conectado con una historia de personas muy diferentes a mí que vivieron en un tiempo y lugar lejanos experiencias que me son ajenas, pero que ahora siento un poco más cerca y que, en esa cercanía, me hace considerar posibilidades que nunca antes había entretenido.

DIEGO LABRA

Profesor en Historia y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito mayormente sobre industria editorial, tanto publicaciones periódicas como historieta. Posee un interés omnívoro sobre todos los aspectos de la cultura masiva.

Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo (1996)

GEOGRAFÍA/SOCIOLOGÍA
NICOLÁS SANTÁNGELO

Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo (1996)
de Renato Ortiz

      En el año 2007 Maristella Svampa y Pablo Stefanoni publicaron un libro titulado Bolivia: memoria, insurgencia y movimientos sociales en el que recopilaron artículos que buscaban describir y explicar algunos procesos político-institucionales recientes, principalmente aquellos vinculados al triunfo del MAS –el partido liderado por Evo Morales-. Uno de esos artículos es una entrevista a Abraham Bojorquez, un joven cantante de la ciudad de El Alto, referente del género musical denominado hip hop indígena. La inclusión de este capítulo pareciera extraña y hasta ajena al tema del libro –quienes escriben lo saben- y por eso se aclara en la introducción sobre “la importancia de comprender los cambios en la cultura juvenil y las formas del mestizaje cultural, espacio en el cual se entrecruzan lo local y lo global”; siendo el hip hop “uno de los lenguajes expresivos privilegiados por los jóvenes de todo el mundo que, en América latina encuentra una inflexión particular, en su articulación con los procesos sociales contrahegemónicos”.

     Mestizaje cultural, espacio, juventud, hegemonía. ¿Cómo abordar desde las ciencias sociales esta relación entre mundialización y cultura?

     Una década antes, en 1996 el sociólogo brasilero Renato Ortiz escribía Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo advirtiendo que a fines del siglo XX las categorías clásicas del análisis social se habían vuelto inadecuadas para captar de manera fehaciente las transformaciones más recientes de la sociedad. Modernidad-mundo, identidad, espacio, cultura de masas, consumo. ¿En qué medida la idea original de estos conceptos lograban explicar en su complejidad y amplitud las características y procesos de las sociedades contemporáneas?

     Un primer supuesto que guía las reflexiones de Ortiz a lo largo del escrito es que la globalización de las sociedades y la mundialización de la cultura puede ser entendida a partir de la continuidad de elementos anteriores como también por la aparición de nuevas características que exacerban procesos previos. Las sociedades contemporáneas no serían entonces el resultado histórico de un evento bisagra reciente sino de la superposición de nuevos elementos sobre la continuidad de otros que ya se venían desarrollando. En definitiva, la expansión del capitalismo y del proceso civilizatorio no constituyen una novedad, pero es recién en las últimas décadas del siglo XX que la sociedad global es menos una abstracción de las ideas y cada vez más una realidad concreta. Aeropuertos, artículos de consumo, Mc Donald´s, televisión por cable (hoy podríamos agregar Facebook, telefonía móvil) son todos elementos que se han localizado en nuestras vidas cotidianas y convertido en referentes comunes. El hecho de compartir sus sentidos nos integra como individuos dentro de los límites de la modernidad-mundo.

     Pero la modernización tiene una concreción material desigual –articula conjunción y disyunción- y por ende este proceso no es unívoco ni homogeneizador. Mientras que el sistema capitalista, sus redes y sus técnicas se vuelven totalizantes y unificadoras, el conjunto de significaciones propias de la modernidad debe enfrentar resistencias con otros universos simbólicos, arrojando como resultado un mundo transglósico y plural.

     Esta pluralidad, sin embargo, no significa que cada cultura se desenvuelva de manera autónoma y aislada del resto: la expansión de la modernidad, además de “comprimir” las distancias físicas con sus redes de comunicación y transporte, promueve la desterritorialización de las culturas y su integración a un universo simbólico más amplio. En las sociedades contemporáneas viajar ya no supone establecer un nexo entre mundos diferentes e incomunicados, sino desplazarse por el interior de los límites de la modernidad-mundo gracias a un conjunto de referencias compartidas.

     Este desvanecimiento de las fronteras que antes separaban material y simbólicamente a los lugares y sus culturas conduce a Ortiz a reflexionar sobre la adecuación del concepto de espacio y el tipo de articulación entre las escalas locales, nacionales y globales. La propuesta del autor consiste en entender al espacio como “un conjunto de planos atravesados por procesos diferenciados”. Contrario a las analogías de tipo “lo local se opone a lo global” o “lo nacional contiene a lo global” su tesis es que lo realmente existente es la transversalidad de la cultura. En otras palabras: lo nacional o lo global no existen como abstracción sino que son realidades empíricas localizadas que forman parte de la experiencia cotidiana de los individuos. Lo nacional ha podido localizarse –convertirse en cultura- gracias a un esfuerzo histórico modernizador basado en la creación de símbolos, el desarrollo de una conciencia colectiva, el establecimiento de un mercado interno y la escolarización de la población. De manera más reciente, lo global también ha logrado localizarse en hoteles, autopistas, marketing mundial e hipermercados, convirtiéndose en cotidianeidad y cultura mundializada. Si bien podrían parecer procesos distintos e incluso antagónicos ambos responden a una misma espacialidad propia e inherente a la modernidad mundo, que desterritorializa y reterritorializa constantemente el espacio.

     Dada la superposición y entrecruzamiento en el plano local de líneas de fuerza nacionales y mundiales, es evidente que la singularidad de las culturas no está definida por el sustrato morfológico sobre el que ellas se asientan. Si esto fuese cierto, podría suponerse entonces–de forma análoga a la tesis del fin de la historia o el fin del Estado- que el espacio “se vació” y que como categoría analítica ya no tuviese capacidad explicativa. Retomando el hilo de su argumentación Ortiz advierte que el espacio no se ha vaciado ni vuelto homogéneo: estas líneas de fuerza no tienen la misma preponderancia entre sí, no son equivalentes ni unívocas y cada una de ellas posee un peso y una legitimidad diferenciada. Los lugares son entonces el resultado de un constante re-acondicionamiento basado en negociaciones y conflictos entre esos vectores.

     Teniendo en cuenta estos supuestos, difícilmente pueda interpretarse el caso del hip hop indígena que se difunde en la ciudad de El Alto como una penetración cultural – ¿norteamericana?, ¿global?- que atenta contra la cultura boliviana -¿nacional?, ¿indígena?- en pos de una homogeneización cultural mundial (o como un inocente mestizaje cultural). La idea de transversalidad de la cultura es la que permite comprender cómo en el plano local de este suburbio paceño los individuos deciden adscribir a una identidad juvenil internacional-popular –hip-hop, gorras de béisbol, zapatillas Nike o Adidas- reivindicando al mismo tiempo aspectos de una cultura indígena –a través de referencias a las cosmovisiones andinas como la planta de coca o el cerro Illimani- y negociando de esta manera la articulación de aspectos locales con referentes mundializados de la cultura.

     El caso ilustra perfectamente que no es posible comprender a las culturas suponiendo que ellas poseen una esencia o raíz –la autenticidad o la originalidad no son propiedades que las culturas pierdan o conserven- porque la modernidad implica una cultura des-centrada: descentramiento realizado originalmente (al menos en sus intenciones) a través de líneas de fuerza nacionales y recientemente mediante vectores mundiales. El desarraigo –es evidente-, ha sido una condición tan propia de la constitución de los Estados nacionales como de la actual mundialización en curso.

     Para comprender el tipo de desarraigo que supuso la constitución de los estados nacionales –y contra la perspectiva esencialista- es necesario señalar que el esfuerzo estatal por crear una identidad colectiva no tuvo como objetivo formar la personalidad de los individuos, sino congregarlos mediante la construcción de un conjunto de referencias comunes en el marco de una ciudadanía moderna. Desde ya que esas referencias –pasado común, memoria colectiva, lengua oficial, próceres y fechas patrias- fueron resultado de una lucha de intereses que a través de sus artífices buscaron establecer su propia legitimidad, siendo el Estado nacional un campo de disputa mediante el cual irradiar dichas referencias. 

     Pero frente a esta heterogeneidad, un aspecto común se impuso como generalidad: la materialización de la nación significó un desdoblamiento del horizonte territorial de los individuos, que fueron “retirados” de sus localidades y congregados como ciudadanos integrantes de un mismo Estado nacional. La experiencia cotidiana del espacio y el tiempo, desanclada de sus lugares (regionalismos, provincialismos) fue así integrada a un todo más amplio mediante la unificación lingüística, la escolarización de la población y la difusión de los símbolos patrios. En términos analíticos –pensando en el caso latinoamericano- no importa demasiado la forma que asumió ese referente identitario -crisol de razas, mestizaje, hispanidad, indigenismo- sino el hecho de que todos estos discursos permitieron integrar a individuos desconocidos entre sí, conectando partes dispersas a una “comunidad imaginada”. Por eso para el autor la nación se realiza históricamente a través de la modernidad, convirtiéndose el Estado, al menos durante un período relativamente largo de tiempo, en un núcleo privilegiado de irradiación de referencias o –en términos de Gramsci- en una instancia hegemónica en la producción de sentido. 

     Este lugar predominante no estuvo libre de tensiones: la retórica nacional requirió de permanentes esfuerzos de reconstrucción en pos de pacificar las contradicciones internas que se daban en su seno, siendo el antagonismo de clase el caso más generalizado pero también las tensiones entre grupos diferenciados como los pueblos indígenas o la población de origen africano en los países de pasado esclavista. Esta solución de conjunto de las dificultades internas fue permanente en el tiempo hasta el momento en que el propio núcleo de referencias nacionales no pudo contener la expansión de la modernidad mundo y su impulso modernizador. No se trata de la aparición de fenómenos novedosos, sino de la aceleración de la movilidad y el desanclaje de los individuos hacia afuera de las fronteras nacionales. El surgimiento de nuevos referentes identitarios en el marco de la mundialización de la cultura demuestra que el tipo de desarraigo que supuso la integración nacional fue precario y exiguo, porque evidentemente la modernidad exige un desarraigo todavía mayor. Los actuales referentes –principalmente mundiales- que tensionan la legitimidad de las referencias nacionales no tienen un origen exógeno, sino que se engendran exacerbando procesos ya existentes en el seno de la propia sociedad. Si bien los discursos nacionales no desaparecen – la nación sigue siendo una realidad concreta y efectiva-, nuevos faros de sentido como la juventud, el movimiento ecologista, el consumo y las marcas se incorporan al espectro de referentes identitarios que organizan la vida de los individuos. 

     Si bien la tesis de Ortiz es que el Estado ya no detenta el monopolio de la definición de sentido, no deja de ser cierto que en las últimas décadas muchos países de América latina buscaron reelaborar un discurso nacional –incluso en países donde el proyecto nacional nunca fue una realidad concreta-. El ejemplo de Bolivia es arquetípico al recuperar el término “indio” como elemento cohesionador de una identidad nacional-popular, articulando la perspectiva indígena a un proyecto político-institucional que dio por resultado la creación del Estado Plurinacional de Bolivia. El carácter indígena del proceso no significó la reconstrucción del Qollasuyo –es decir el retorno a un plano estrictamente local-  sino su incorporación a una retórica nacional capaz de construir sentidos. “El discurso indígena tiene una retórica arcaizante pero una práctica modernizante”, afirmó el ex vicepresidente García Linera, dejando en claro que la identidad indígena no supone su exclusión de una cultura moderna, sino la posibilidad de negociar su lugar el espacio simbólico de otras identidades de alcance local, nacional y mundial.

     Ortiz sostiene sin embargo que las referencias nacionales se encuentran en decadencia y que el actual movimiento de la modernidad supone la identificación de los individuos con nuevas fuentes de identidad de alcance mundial, siendo la juventud y el consumo los marcos de referencia de mayor peso. Comprender estos fenómenos desterritorializados implica un abordaje también desterritorializado. 

     La identidad juvenil internacional-popular por ejemplo, no puede entenderse al margen de su carácter mundial, capaz de congregar a un segmento etario –y de clase social- más allá de la etnia y la nacionalidad. La integración de los jóvenes a un imaginario mundializado solo es posible a través de un conjunto de signos y símbolos –canalizados principalmente a través del consumo- que definen su identidad y les permite diferenciarse globalmente del mundo adulto. El consumo constituye otro ejemplo en el que -independientemente del intercambio de mercancías- se proyectan valores y modelos de conducta. No es la utilidad de los objetos lo que motiva a los individuos a comprar, sino la posibilidad que estos brindan para integrar a sujetos dispersos en un mismo imaginario colectivo, permitiendo a las clases medias mundializadas compartir similares gustos e inclinaciones. Viajes de turismo, ropa deportiva, shopping centers, Mc Donald´s (hoy podríamos agregar Netflix) –en definitiva las marcas y el mercado- se han convertido en instancias de socialización de carácter planetario con una ética específica modeladora de la conducta. 

     Evidentemente el espectro de referencias simbólicas en la actualidad es cada vez más amplio y los individuos –cada vez más móviles y desanclados- tienen la posibilidad de adscribir a referencias locales, nacionales o mundiales. De esta manera el juego de las identidades debe negociar su existencia, delimitando simbólicamente su territorio en consideración de otros actores sociales, lo que no significa que la totalidad de actores se encuentre en iguales condiciones para hacerlo (si bien el abanico de posibilidades es mayor, esto no equivale a una mayor libertad). La influencia de algunas identidades es más predominante que otras al inmiscuirse en el territorio de “los otros” como día a día lo hace el marketing global y las instituciones del mercado. Cada grupo social, consecuentemente, podrá apoderarse de los distintos referentes -Estados, ONG, sindicatos, movimientos sociales, marcas- que la modernidad mundo produce en la reelaboración de sus identidades, aunque esto sucederá de forma diferenciada según su lugar en el espacio social y como resultado de las líneas de fuerza que atraviesan sus espacios.

     Sabiendo que cualquier explicación es preferible al caos –y advirtiendo sobre este peligro-el autor de este ensayo propone nuevos alcances para viejos conceptos en pos de esclarecer el entendimiento de la cultura contemporánea, cuya manifestación es cada vez más desarraigada, cada vez más “la expresión de otro territorio”.

NICOLÁS SANTÁNGELO

Es profesor en geografía (UNLP). Se desempeña como docente en escuelas secundarias de La Plata.

Los ríos perdidos de Londres. El sublime topográfico (2016)

ENSAYO/GEOGRAFÍA
MALENA MAZZITELLI MASTRICCHIO Y DANIELA MARÍA GODOY

Los ríos perdidos de Londres. El sublime topográfico (2016)
de Iain Sinclair

La ciudad letrada

El verso se halla en cualquier parte en que la
lengua tenga ritmo (..)
En el género denominado prosa, existen también
los versos, a veces admirables en todos los ritmos.

 

Entrevista a Mallarmé, por Jules Huret

     El libro de Iain Sinclair, Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, editado por Fiord en el 2016, llegó a nuestras manos casi por casualidad. De esas casualidades lindas. En realidad creemos que el encuentro con este texto literario valida esa frase de quienes tienen a la educación como objeto de estudio: en el espacio áulico las y los docentes aprenden tanto como las y los estudiantes; efectivamente fue una enseñanza -de las mejores- que tuvimos durante el 2020. 

     El libro que reúne dos conferencias de Sinclair, publicadas originalmente en 2013 y 2011, nos permitió (re)preguntarnos ¿qué relación puede haber entre la literatura y la geografía? Dos discursos, en apariencia antagónicos, son puestos en diálogo en el texto, a partir de la lectura que el autor hace de algunos poetas que transitaron y percibieron el espacio citadino londinense de finales del siglo XIX.  

     La lectura compartida de este libro posibilitó poner en palabras tantas discusiones nocturnas que tuvimos al terminar nuestras clases en la carrera de Ciencias Sociales de la FHAyCS – UADER, en Paraná. ¿Cómo unir la literatura y la geografía? ¿cómo ver a los mapas como ficciones del espacio? ¿Cómo ser más didácticas a la hora de enseñar que ambas disciplinas construyen nuestras espacialidades, sin importar el grado de transparencia del lenguaje usado, y sin llegar al extremo de aplastarlo y alejarlo definitivamente de lo poético. En este aspecto tenemos que agradecerle a Sinclair, pues él cartografió Londres desde los poemas y nos dio la certeza -y la seguridad- de que no estábamos tan equivocadas: la geografía y la literatura nos espacializan, al igual que el mapa, nos dicen qué y cómo mirar, mirarnos y narrarnos. 

     El texto nos permite pensar a los poetas como observadores de un territorio oculto a simple vista para el transeúnte desprevenido. Sinclair abre una faceta: el poeta es un topógrafo que releva, visibiliza y registra un espacio, en este caso el londinense, no con el afán de reflejar lo real o describir los hechos del mundo sino de “crear metáforas y conexiones mentales” (Labatut, 2020: 108). Si bien ambos ensayos nos permiten entrelazar dos maneras de pensar y describir el espacio londinense, uno, el primero, está atravesado por el mito, por la leyenda; y el segundo por lo terrenal y topográfico, como su título lo indica. 

     Veamos, en Los ríos perdidos de Londres el autor descubre una geografía invisibilizada por el progreso y la modernidad a partir de la lectura de poetas que enaltecen los ríos, los arroyos y la cultura de un Londres subterráneo. Es interesante descubrir los paisajes a partir de otros sentidos. Esto es, habitualmente en un paisaje predomina lo visual, sin embargo esta Londres “oculta” que describe Sinclair se vuelve perceptible a partir de la escucha, el olfato, y la lectura de poemas cuyos versos friccionan y ficcionan la ciudad.  En palabras del autor “el río había sido cubierto en 1861, pero todavía era una presencia (…) Los ríos que sentimos pero que ya no vemos” (34-44p)

     La escritura de Sinclair es también un espacio libre de convenciones genéricas. Los puntos suspensivos, las oraciones cortas y precisas, la cadencia rítmica de la prosa -ese ritmo del que habla Mallarmé en el epígrafe-, y la apelación a imágenes fuertemente sensitivas se acercan mucho al lenguaje poético.

     En sus textos, Sinclair cartografía el espacio construido por los poetas y arma un mapa de Londres que luego pretende encontrar, no sin nostalgia, a través de sus recorridos por la Londres actual. Esa travesía lo lleva a buscar desesperadamente huellas que le permitan topografiar el territorio pretérito. Se zambulle, bucea, nada contracorriente; mapea la ciudad invisible de Londres y descubre -confirma- su naturaleza plural. Podríamos preguntarle al autor si hay alguna ciudad que no lo sea, no solo porque existe “una ciudad dentro de otra…” (41), sino por la pluralidad de miradas (poemas) que inventan ciudades. Borges, Arlt, Mujica Lainez nos relatan una Buenos Aires pasada y nos acercan “la ciudad como horizonte del acontecimiento, un tema para la contemplación” (p. 31).

     Sinclair, recupera su amor por el ejido perdido de Londres, un ejido que actualmente se le vuelve extraño y ridículo, por la supremacía de lo actual, controlado y digitalizado hasta homogeneizarlo y robarle lo local. Ese es El sublime topográfico que encuentra en Blake, aquella ciudad local, visible y topográficamente sublime. Es como el zaguán de Buenos Aires que nombra Borges pero que cada vez es más difícil encontrar en la ciudad. 

     Con el intento por recuperar la ciudad perdida, Sinclair denuncia la explotación del capitalismo en torno a los espacios naturales, y destaca que, a pesar de la podredumbre y de la basura, los ríos son todo vida. 

     Este ensayo de Sinclair muestra que la geografía y la literatura son ficciones en tanto invención de un espacio; ponerlas a funcionar juntas nos revela cómo la transparencia pretendida por una -en tanto discurso científico- y la opacidad, admitida por la otra como única posibilidad, permiten mirar el mundo -sus silencios, márgenes, fragmentos, grietas- desde otra perspectiva, esa que me habilita el lenguaje. 



     En el segundo ensayo, Sinclair elabora una cartografía literaria a partir de la poesía de Willam Blake. Es una cartografía que nos invita a recorrer el espacio londinense, que ningún poeta amojonó, marcó y topografió como Blake:  “Blake, realmente menciona áreas y antiguos barrios, y saborea la forma de moverse en ellos. Enormes cartografías de ausencia y posesión. La topografía de londres deviene para él una especie de cuerpo espiritual y casi un cuerpo físico” (81)

     Sinclair elige a Blake porque en él encuentra las huellas de una ciudad que la modernidad está diluyendo en una arquitectura digitalizada. Ese es su punto de partida. Lo sublime, que encuentra en Blake, es  observar  la belleza en lo armónico y también en lo trágico. Por eso el poeta se le vuelve excepcional.

     Blake camina, mira, selecciona y memoriza los espacios de la ciudad, que luego en su escritura se convierten en la topografía privilegiada de su Londres. En su poesía muestra una porción “bastante adormecida y acomodadamente excluida de los censos oficiales” (87) podemos decir entonces una Londres que la burocracia (o la topografía a secas) no había registrado. La Londres de Blake es una Londres desnuda, desprovista de una “imaginería hecha por computadora” (78). 

     La diferencia es entre el flaneur motivado por el afecto, la memoria, la percepción, y el trabajo mecánico de la oficina. Se cartografía a través de la memoria; el poeta (como el) topógrafo dibuja para no olvidar y también elige lo que no olvidar: “la ciudad se negocia” (80). Y en esa negociación  se privilegia un modo de lectura.

 

     El libro de Sinclair es una expedición por Londres, para el autor quienes se embarcan en esa expedición “empiezan por un pub. Improvisan, tergiversan, cuentan historias” (55). Nosotras empezamos (y recomendamos) por este libro ¿Está mal?

1 En http://www.carpetashistoria.fahce.unlp.edu.ar/carpeta-1/literatura/entrevista-a-mallarme-por-jules-huret-1891

MALENA MAZZITELLI MASTRICCHIO

Es doctora en Geografía e investigadora de CONICET. Estudia temas de historia y epistemología de la cartografía y el territorio en el Grupo de Cartografía e Historia Territorial (CeHiT) del HITEPAC-UNLP y en la Universidad de Buenos Aires (CNT-FyL). Es adjunta de cartografía de la FyL- UBA y JTP en Geografía Humana FaHCE-UNLP.

 

DANIELA MARÍA GODOY

Es profesora de Lengua y Literatura por la Facultad de Humanidades Artes y Ciencias Sociales – UADER, Licenciada en Lenguas Modernas y Literatura por la FCEdu – UNER y Magíster en Estudios Culturales por CEI – UNR. Actualmente trabaja en docencia, en cátedras relacionadas a la literatura y los procesos culturales e históricos.

En el barro de la historia. Política y temporalidad en el discurso macrista (2021), Fabio Wasserman

HISTORIA/POLÍTICA
JAVIER TRÍMBOLI

En el barro de la historia. Política y temporalidad en el discurso macrista (2021)
de Fabio Wasserman

     Quienes de aquí en más se aboquen a pensar la situación macrista en la que nos vimos envueltos obtendrán un gran provecho de este libro de Fabio Wasserman. Más aún, claro, si ese interés se afinca en la dimensión cultural de esa situación articulada desde el gobierno del Estado nacional entre diciembre de 2015 y de 2019, puesto que el libro pone el ojo en su relación con la historia, con la temporalidad. Ahora bien, se ensancha lo que comprende En el barro de la historia… cuando se percibe que esa coyuntura excede, por un borde y por otro, al momento que califica el apellido de quien fuera presidente de la Argentina, incluso rebasa a una cuestión de gobiernos. No fue un paréntesis el macrismo, tampoco la forma que enarboló de vincularse con el pasado y el futuro. Antes de que fuera reunida por un nombre y por un partido –PRO, Cambiemos, Juntos por el Cambio- se encontraba diseminada y con pólvora fresca en la sociedad, así como ahora también la sigue empapando. Podríamos decir que el asunto con el que se atreve este libro no concluyó ni concluirá por un tiempo largo, ya que el macrismo no ha sido más –tampoco menos- que una inflexión del neoliberalismo. Lamentamos, no obstante, la opacidad que recubre a este término, seguramente por el abuso etiquetador que se ha hecho de él.

     Las palabras y las imágenes con las que trabaja Fabio Wasserman expresan sin dudas una novedad, componen una figura prácticamente flamante para una intervención que, a su vez, y acorde con la obra previa de su autor y su sólida inscripción académica, se hace fuerte en la historiografía. Porque es de las redes sociales de donde En el barro de la historia… recoge casi exclusivamente las posiciones y perspectivas que, como se conoce, allí circulan tan profusa como apretadamente. Las analiza, las cuestiona y a veces también las pliega a su propio argumento. Se trata de un corpus inusual, de piezas que ni siquiera hoy, cuando todo parece tener destino de archivo o museo, hubieran imaginado una sobrevida posterior a su irrupción en pantallas de celulares. Palabras e imágenes con fecha rápida de vencimiento, perdidas a lo sumo en el vacío limpio de la web. Evidentemente Fabio Wasserman las fue recogiendo con pausa, las atesoró y finalmente las volvió otra vez públicas, de otra publicidad, en este libro. Trabaja la espuma con instrumentos teóricos complejos, provenientes fundamentalmente de la historiografía. Así se cruzan Fernando Iglesias y Reinhart Kosselleck, Sebastián Fernández o Ramiro Castiñeira y Harmut Rosa. Alta y bajamente moderno.

     Tres filones se imponen en la lectura de En el barro de la historia…, los tres con tensiones, con indefiniciones que el mismo libro no oculta, lo que le aporta al conjunto mayor riqueza. El primero de ellos es el que más a la vista se encuentra y dialoga francamente con su subtítulo. El macrismo implicó una experiencia con la temporalidad que antepuso el futuro, que lo ensalzó para advertir que los rigores del presente, si son tales en pos de lo que vendrá, bien vale soportarlos. Desde el llano y luego desde el gobierno nacional llamó una y otra vez a reeducar a la sociedad, a una parte de ella, con el objetivo de reencauzarla hacia el futuro y desengancharla de la tóxica historia. Dos temas dan ganas de señalar acá, cortitos y al pie, para próximas conversaciones. El primero es de mi propia cosecha: escribí por fórmula que el macrismo accionó alguna vez “desde el llano” y pongo por lo menos en duda tal cosa, que alguna vez haya estado allí. La otra, la cuestión de qué estuvo primero, si esa experiencia de la temporalidad o el macrismo. O cómo se imbricaron y potenciaron.

     Destaco un movimiento que le otorga mayor densidad a esta veta, movimiento que recorre el libro hasta el final. Invitado a una charla en Rosario, por la JP de la Facultad de Humanidades, en 2017, Fabio Wasserman ensaya la hipótesis que lo venía rondando: el macrismo se desentendió de cultivar una relación con el pasado, todo puesto en el reencantamiento del futuro, su “futurismo”. Interesa el planteo, se escucha con atención, pero también trae discusiones. La reelaboración suscitada, no sólo por esa conversación sino por el andar de esos días, pasa a afirmar que ese deslinde que quiso ser quirúrgico para dar lugar a una nueva y moderna derecha, se vio imposibilitado por la dinámica política misma de la Argentina, por la obligación de las efemérides y también estatal de expedirse ante determinados temas del pasado. En el barro de la política, agarró el macrismo lo que tenía a mano, o sea, la visión tradicional de la derecha o del liberalismo respecto de nuestra historia, y se embarró también en ella. Clama Esteban Bullrich por una nueva campaña del desierto y tiemblan los billetes con animales. Y, agreguemos, también los animales de los billetes.

     Es valiosa esta oscilación sostenida entre la supuesta página en blanco del futuro y el renacer en el siglo XXI de la lucha sempiterna de la civilización contra la barbarie, porque elude la simplificación, porque dificulta la catalogación fácil. Pero también por la explicitación, por la puesta en escena de una trastienda del pensamiento que no tendría por qué ser revelada, que por caso la escritura de la historia en su versión académica y dominante no permite adivinar. Alguna vez se dijo que “la vacilación afortunada” es uno de los rasgos más propios del ensayo, aquí se evidencia. No nos ahorra la perplejidad que le suscita el “objeto de estudio”, la expone y esto hace que el libro se mueva, cosa que en los tiempos que corren, adormilados y cachacientos, no ocurre con frecuencia. Mientras, digamos, el capital se reformula, se regenera y vuela.

     La segunda veta. Más que al sesgo diría que en contraste, este libro sobre el macrismo y su discurso sobre la temporalidad pone de relieve nuestra situación. ¿Nuestra? ¿Del campo popular, nacional-popular? ¿Del peronismo? ¿De la franja angosta de los millones y millones de sobrevivientes que no están del todo cómodos con lo que les toca? No. Porque Fabio Wasserman más clásicamente, o de acuerdo con lo principal del siglo XX, aunque algo menos de la Argentina –y no así de América Latina-, dice izquierda y derecha. Y la impresión es que hay una frontera quizás hasta con tramos de muro y otros de empalizada. Y recuerda que el futuro fue durante largo rato una bandera de la izquierda, una pulsión de esa tradición política y cultural. Ante ella la derecha se ponía en guardia. Aquí se habría producido un fenomenal y dramático, no puedo sino percibirlo así, trasvasamiento, que es señal de una crisis más general. Porque la derecha de hoy día –vieja y nueva, pero que se atreve a bostezar, a través de Macri, en el Tedeum por el Bicentenario- no está en falta. Más allá de la derrota electoral de 2019, que en ningún sentido fue paliza, es ella la gran constructora de esta hora del mundo. ¿O me equivoco? Los que estamos en falta somos nosotrxs. Quiero decir: fundamentalmente alrededor del futuro, abandonado por la izquierda, apropiado por la derecha, es que se puede empezar a tirar del hilo del diagnóstico que este libro propone de nuestra situación. ¿En falta?

     Mucho para discutir a propósito de todo esto, cosa que se agradece nuevamente a Fabio Wasserman y a En el barro de la historia… Por empezar, volver a esas dos palabras, izquierda y derecha. Aunque se ha vuelto cuesta arriba –y si se llega arriba no se ve nada- entender qué es una cosa y qué la otra. ¿Es el abandono del futuro, es este entrecruzamiento impensable de posiciones lo que produce la confusión, la bruma? No creo que principalmente sea así. En este libro se propone que es la búsqueda de la igualdad lo que diferencia a una posición de otra. Si estuviera en lo cierto –y a todas luces es una clave de las más verosímiles-, el problema sería aún más hondo, ya que, por ejemplo, vivimos uno de los momentos económicamente más desiguales de la historia; momento en el que además llegaron y siguen llegando al gobierno, o a los ejecutivos latinoamericanos, fórmulas políticas que votamos o nos resultan simpáticas, y nadie salta de la silla para componer el desarreglo mayúsculo. El malestar que esto acarrea, si lo medimos en acciones que estén a la altura, incluso del pensamiento, es apenas epidérmico. Entrevemos una perspectiva terrible pero mantenemos las formas y las posiciones. Sin vender humo lo planteaba Jorge Alemán en declaración, ¿a ver si adivinan?, a Página 12: “Serán (éstos, los actuales, el de Alberto digamos) procesos decepcionantes si nos retrotraemos históricamente a los procesos revolucionarios, pero no estamos en el tiempo de los procesos revolucionarios. Ni siquiera estamos en el tiempo del kirchnerismo. Estamos en el siglo XXI conociendo por primera vez un fin de época.” Un llamado al realismo que escuchamos con orejas limpias.

     El tercer filón queda tan prolijamente afuera de lo que el libro trata y pone en cuestión que se transforma en una presencia casi nítida. Afuera incluido o adentro excluido, se liga directamente con la enunciación. O con los dispositivos, otra palabra demasiado manoseada, que friccionan con Fabio Wasserman, con los que él trabaja y viceversa. En primer lugar, la historiografía académica. ¿Cuánto de la visión del pasado del macrismo –cuando manifestó una-, no dialoga incluso de mil maravillas con algunas de las piezas fundamentales de la historiografía argentina refundada en los primeros ‘80? El desinterés, que llegó a ser cerrazón, para investigar y reconsiderar qué fue la “campaña del desierto”, que sólo desde comienzos de este siglo dio un giro gracias a la intervención de una nueva camada de historiadores, dejó a disposición esa misma denominación intacta con el sentido contundente y preciso que la atraviesa. Ninguna historiadora, ningún historiador tuitearía que el del ’55 es su golpe favorito, pero en el tomo de 2002 de la Nueva Historia Argentina que compila Juan Carlos Torre los bombardeos de junio de 1955 están colocados en un pie de igualdad, como signos de la violencia desatada, con los saqueos y destrozos de las Iglesias. La Sociedad Rural tuvo su lavado de cara y se erigió como progresista en el libro que Roy Hora le dedica. El elogio poco disimulado de la Argentina liberal conservadora, con su pico en el Centenario, pero que cada tanto se extiende hasta los años treinta, o sea, muy cerca de la “caída” que provocaría el peronismo, constituye uno de los posicionamientos más seguros que reúne a las principales intervenciones que lanzan una visión más abarcadora, por fuera de la cuadrícula académica. En cuanto a ésta, digamos que hay una retroalimentación eficaz entre el “enfriamiento” de la historia, parafraseando a Furet, y la “profesionalización del campo”, que acuerda que, para abordarla, hace falta la neutralidad, la inmunización política, la desdramatización. Con una escritura que se adapte plenamente a esos requerimientos, cosa que suele lograrse con suceso. No parece exagerado decir que la historiografía académica es resultado de ese “enfriamiento” de la historia, señal de que en relación con las vidas presentes se la puede dejar de lado.

     Muy breve en cuanto a las redes sociales: enormemente presentes, enormemente desasidas de todo barro de la historia, ¿no son acaso, más que el “accidente” macrista, la fuerza que inexorablemente desgaja del pasado, descontextualiza, pretende resolver todo en una inminencia de la comunicación? ¿Varía si se celebra al Chacho Peñaloza, se lo insulta o si sencillamente se lo olvida? Ironía va, ironía viene. En el prólogo, además, se les pone nombre, son Facebook y Twitter, empresas que tienen alma -“la noticia más terrorífica del mundo” vaticinaba Deleuze-, y que a esta altura nos recuerdan que los “fierros” que hacen posible esa comunicación los maneja el neoliberalismo. O la derecha. Macri es un poroto y éste es nuestro suelo.

     Por último, más que a una defección de la izquierda o, prosaicamente, del kirchnerismo, la dificultad para conjugar el futuro es parte central de la encrucijada o, mejor, de la encerrona, en que nos encontramos desde hace mucho, aunque en el último tiempo imanta los ojos. Tan atrás como en 1874 Nietzsche planteaba que “la palabra del pasado es siempre palabra de oráculo. No podréis entenderla si no sois los constructores del porvenir y los intérpretes del presente.” Lo afirma porque le sobra conciencia de que eso ya no es así, ya se agotó. Es lo que está desarticulado y si cada tanto se interrumpe, si el horizonte se abre, aunque más no sea por un rato, es por la lucha de masas que desborda lo previsible y sacude hasta conmocionar a la sociedad.

JAVIER TRÍMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017).