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Acerca del fin, de Badiou y Tusa

FILOSOFÍA / POLÍTICA

MARIANO PACHECO


Acerca del fin .
Conversaciones (2019)
de Alain Badiou
y Giovanbattista Tusa

acerca del fin

Una organización política para la revolución en el siglo XX

 

     Desde que Raúl Cerdeiras comenzó a traducirlo y publicarlo en la revista que dirigía –Acontecimiento- allá por los años noventa del siglo XX, la obra de Alain Badiou ha tenido un enorme crecimiento respecto de su recepción en el país.

     Acerca del fin, las conversaciones que Badiou sostiene con Giovanbattista Tusa, publicadas este año por la editorial Tinta limón, vienen a poner en conversación, también, dos “tradiciones” del pensamiento crítico contemporáneo: la que sostiene el propio filósofo enrolado en los setenta en el maoísmo, con quienes rescatan –rescatamos- el espacio de reflexión abierto por Gilles Deleuze y Félix Guattari –como la editorial que lo publica-, que a su vez expresan genealogías filosóficas diferentes (el platonismo de Badiou resulta intolerable para el spinozismo/nietzscheanismo de los autores de Antiedipo). 

     La conversación en el centro de la escena es una escena, precisamente, que Badiou viene sosteniendo no sólo a través de las diversas charlas y seminarios que brinda en distintos lugares, sino también en este tipo de intervenciones, que ya había realizado junto a Peter Engelmann, y que fueron publicadas bajo el título de La filosofía frente al comunismo. De Sartre a hoy.  Conversación, diálogo, debate, polémica, discusión –entonces- como modos de abordar el que-hacer filosófico que ligan la tradición con las ansias por intervenir en el hoy.

 

Desautomatizar la mirada

 

     Giovanbattista Tusa destaca la extrañeza que el compromiso filosófico produce en los sujetos, y pone de relieve la nueva manera de ser que nos convida el acontecimiento si le somos fieles, es decir, si somos capaces de sostener la fidelidad hacia aquella situación que el acontecimiento abrió. En este sentido, rescata el elemento de conmoción que implica el acto de filosofar, alejado de la vulgar noción de contemplación. También rescata la importancia “estratégica” -diríamos- del análisis de la relación entre sujeto y verdad.

     El libro deja entrever, en este sentido, una hipótesis de triple dimensión. Por un lado, el individuo es pre-sujeto. Por otro lado, el sujeto sólo adviene de una ruptura/acontecimiento. Finalmente, sujeto y verdad son excepciones al estado de situación.

     La ruptura, obviamente, debe ser interpretada en tanto “escisión” con el mundo tal como se nos presenta (“El mundo contemporáneo propone a los individuos todo salvo devenir sujetos”). Por supuesto, la verdad y el sujeto, como excepción del individuo y del saber, se producen en una excepción que no deja de ser inmanente. Y de allí la paradoja. “Entonces –dice Badiou– se me podrá decir que toda mi filosofía apunta a explicar esta expresión y la paradoja que ella representa, ya que una excepción no puede ser inmanente, justamente porque ella es excepción a las leyes de la inmanencia, y a la inversa, lo que es inmanente no puede puede ser aprehendido en una relación inmediata con lo excepcional”. 

 

Sustraerse a la norma

 

     “Se puede continuar”. Con esta frase Badiou logra sintetizar una apuesta que, a su vez, funciona como hipótesis disruptiva del mundo actual. Se puede continuar quiere decir, de alguna manera, es posible “sustraerse de la dictadura de la catástrofe” (capitalismo liberal + democracia parlamentaria).

     ¿Es posible seguir pensando en estos términos? Al parecer, para Alain Badiou –que viene insistiendo en rescatar el concepto de comunismo- sí y, al afirmarlo, vuelve a traer ante nosotros el concepto de revolución. Obviamente, sostiene que hay que pensarlo en otros términos a cómo se lo hizo durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, más allá de que rescate la visión de Trotsky al hablar de revolución permanente y de Mao Tse Tung al referirse a la revolución cultural. “Se ve muy bien que lo que se busca es una reactivación de la palabra revolución en condiciones que ya no son simplemente las del derrocamiento violento de un poder hostil, y que apuntan a la construcción efectiva de una sociedad que va a superar al socialismo hacia el comunismo, o que se va a orientar hacia la soberanía del bien común, según la definición más original del comunismo”.

     Y aquí, precisamente aquí, es donde aparece la cuestión de la política, y de la organización, anunciada por la editorial en la presentación del libro, y trabajada de distintos modos por Badiou a lo largo de los últimos años, pero que aquí se presenta con una gran claridad. A saber: la necesidad de salirse de la lógica, de la “figura del dos”, para adentrarse en un tríptico que no es el de la “caricatura de la dialéctica (tesis, antítesis y síntesis), sino tres términos en interrelación dialéctica”.

     Para Badiou, el problema del dos no sólo se mantuvo en la tradición del partido bolchevique (“el partido se fusiona con el Estado contra todos sus enemigos”) sino también en el “movimientismo” al que caracteriza de anarquizante (“las masas rebeldes se levantan contra cualquier forma de poder y de organización”). Por eso va a rescatar la trinidad cristiana para pensar lo que considera la fundamental distinción de la cuestión trinitaria actual entre estado del capital, movimiento comunista y organización política. La organización política (de tipo partido), entonces, será la encargada de instituir los efectos normativos de la excepción comunista a distancia del Estado y más allá de la duración de los movimientos. 

     Insumo fundamental esta discusión –entonces- para seguir pensando las potencialidades del movimiento, pero también sus limitaciones, así como los límites históricos que ya mostraron los modos más canónicos del leninismo. Badiou no lo dice, pero resulta fundamental leerlo entre líneas: este libro es también un convite (no a descartar sino) a releer a Lenin al compás de las luchas y los procesos del siglo XXI.

MARIANO PACHECO

Conductor radial, editor del sitio La luna con gatillo, redactor en revista Zoom y en Resumen Latinoamericano. Coordinador de cursos de formación política para militancias de los movimientos populares. Su último libro es Desde abajo y a la izquierda.

La escena contemporánea, número 2: “1989”

REVISTA

JUAN LAXAGUEBORDE


La escena contemporánea, número 2 (1999)
"1989"

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Qué hacían    

 

     Tengo la sospecha de que un año no tiene forma de parecerse a una cosa sino con el sostén del “empezar por algún lado”. Por eso me cuesta empezar a escribir sobre un año que viví y no recuerdo: 1989. Voy a tratar de enlazar momentos que me llevan a él y hacia algunas de sus repercusiones. Estas pueden ser infinitas, de hecho lo son sin que sepamos cuáles son, pero el recuerdo o el montaje de escribir hace lo suyo para que encontremos un sistema, un orden que debía estar. Esa es una tarea lícita del que recuerda ¿Pero dónde está la madera que estructura la memoria? ¿En la manera en que leemos? ¿En los amagues que hacemos entre lo anterior y lo que anhelamos? ¿En la “clasificación” del tiempo según gustos y pesadillas? Quizá en plantear un centro, un eje, el vector principal de un análisis. Pero también esto puede ser discutible. Es que los centros, como son muchos, demuestran que sumados y vistos desde lejos son una constelación arrancada al orden. La constelación de lejos, a su vez, solo puede ser un centro incomparable, una particularidad entre otras. Como el punto de una luna de Figari o Enrique Gandolfo o Diana Aisenberg. No termina de ser el centro pero es lo más importante. No termina de equilibrar nada, pero sostiene y hace respirar al plano donde aparece la totalidad por primera vez, ese conjunto de pequeñas luchas diseminadas tras la explosión de la memoria en el tapizado del tiempo.

     Por ejemplo: para el año 1989 Liliana Maresca ya estaba en el centro del arte argentino de las afueras. Esa no centralidad significaba una mezcla de reconocimiento entre pares, precariedad presupuestaria, punk en retirada, armonía de la vida buena y lenta, desdén del show, politicidad y apego a una época que se escurría. Lo que se le iba de las manos a la década no era solo la economía, sino también la línea media de joda y expresión. Ya había pasado el momento justo del esplendor colocante del subsuelo. Entre el SIDA y la doctrina posmodernista se iban desmigajando cualquier cantidad de imaginarios asociados a la oscuridad, las ratas y el cuidado del estado de ánimo. Para 1989 la pasión deja lugar a una retórica más de superficie, buena y mala, según los casos, pero misteriosa en las antípodas y juguetona, colorinche, cero magnífica: del psicodrama al detalle hermoso de lo que se puede hacer en casa, para los amigos y para sentirse bien, sin más.

     En 1987 se había enterado que tenía HIV y esta sensación no solo la había enviado al cerro Uritorco a pensar sus más allá, sino que la había conectado con una energía telúrica. Lo divino se imponía al enchastre, la madera al plástico y el metal noble al barroco. La vida y la obra de Maresca se enfrascaron por entonces en una alquimia literal, que viene de lecturas pertinentes: Jung, Paracelso y el Paracelso de Jung. Ella cambia, el brillo pasa a la obra y el lamento se envuelve en formas políticas de queja sobre el mundo “nuevo”, tan aburrido y espectacular.

     En 1989 inauguró dos muestras individuales. La primera, en abril: No todo lo que brilla es oro. Fue ahí donde sistematizó por primera vez sus obras de madera y metal, que tenían su impulso náutico en la naturaleza del delta. Eran pequeñas imágenes devocionales de ramas, cajitas, geometrías y partes a construir con engarces que volvían cada objeto un criptograma de su corazón abierto al sin tiempo que viene con la conciencia de la muerte. Ella se definía “objetista”, nombre que me hace acordar a una persona capaz de entender lo que hay a fondo, como drogada de mirarlo. Pero lo que hay es la eternidad. Maresca discutía con el fin de las ideologías con un materialismo extremo, diciendo sin decirlo que lo infinito era una cosa.

     Unos meses después se aprestaba a inaugurar la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas (dirigida por Jorge Gumier Maier hasta 1997), con una muestra que tituló La cochambre. Lo que el viento se llevó. La cuestión era simple: una serie de muebles de jardín, de hierro, oxidados, podridos, inútiles, que había encontrado también en el delta, como las ramas de abril. Eran lo que quedaba de un recreo burgués arrasado por el abandono. La muestra cerraba la década y abría la siguiente. El Rojas sería, después de esta muestra, pero no necesariamente gracias a esta muestra, el prototipo de un cambio en las condiciones materiales, políticas, formales y sociales del arte porteño. Esta muestra no pertenece a un estilo y es a la vez la bisagra hacia otro lugar. Maresca no fue una artista “de los noventa”, pero los noventa no pueden pensarse sin su impronta doméstica, sus sálvese quien pueda y su política de la amistad cínica a como de lugar, su condición afectuosa y su esencia hospitalaria.

     A su vez, ese mismo año sucedían dos cosas entre tantas que sucedían. Se caía el muro y… La Tablada. Pasaron los años, con todo lo que ello implica –perdón por la tautología. En 1999 varios jóvenes ensayistas con una mirada cosmopolita a la altura de la mejor tradición heterodoxa del marxismo mariateguista regional, editaban la revista La escena contemporánea. El número 2, aparecido en mayo, estuvo dedicado en la mayoría de su extensión a pensar, darle vueltas, recordar, renegar y reinventar sobre un año: 1989. El editorial que abre el número se para para decir que un año, 1989, puede ser también una contrarrevolución al interior de las relaciones sociales. Para tratar de decir, también, que para entender las de su tiempo había que entender el momento tonal donde una sociabilidad moderna, la que tenía la revolución como futuro, entraba en crisis. Estaban viendo qué había entonces en el problema de la revolución como pasado. Si no eso, la pregunta por qué pasaba con la revolución como problema y mito. María Pía López se pregunta por la ausencia, para entonces, de relación (de dialéctica negativa) entre pueblo y nombre político. Se pregunta cómo salir de la desorientación tras la aparición del menemismo como un peronismo, cómo orientar de nuevo la filiación entre mito y plebeyismo, para esto volvía a John William Cooke. El texto terminaba ahí, pero a la vez dejaba abierta una discusión que un lustro después se reemprendería, y continuaría hasta hoy. Diego Sztulwark le habla al año en lo que tiene de aparición, de fenómeno, de tótem y de obstáculo. Guillermo Levy se pregunta por “la izquierda” y la perduración de ese concepto. Guillermo Korn recuerda tres “vidas de muertos”: Jorge Manuel Baños, militante caído en La Tablada, el jefe de la policía en tiempos de Alfonsín, Juan Manuel Pirker y Miguel Roig, primer ministro de Economía de Menem. Son estos algunos de los grandes textos que pueblan un número de la revista que no ha perdido vigencia y que aquí me limito a glosar.

     Pero de entre todo lo escrito, que es una cantera indispensable para pensar los años que van desde aquel aniversario hasta, pongamos, el 25 de mayo de 2003, con 2001 y sus debates también expuestos en la revista, me interesa detenerme en lo que escribió Javier Trímboli. Su ensayo lleva por título “No tan distintos”, como la canción de Sumo que esperaba 1989; y no es otra cosa que una explosión de memoria más tiempo, una consideración intempestiva sobre su propia vida joven.

     La revolución con tono PC cruje y deja lugar a cierta fascinación oscura, ricotera de primera época, es decir paranoica, opaca, alejada de la multitud y sectaria. Pero una secta selecta, lúcida e ilustrada, hacia alguna otra revolución de tipo anímica sin autoayuda, más cerca de Henry Miller y Robert Crumb que de Cortázar, Soriano, Gelman o Galeano. Que cree en Menem por su lado irredento y anacrónico, por su aspecto históricamente oblicuo. Entonces no es que después lamente tanto haberse equivocado. Lo que parece no tener lugar no es el peronismo sino otro orden de las cosas, cada vez más el cuerpo joven se formatea con la vida y la vida de un joven tiende a una normalidad de la que sospecha, una unilateralidad cultural que obliga a rascar la cáscara de todo, ponerse a leerlo todo (incluso al enemigo) y ponerse serio. No como impostura o especulación, sino como estilo: como ética.

     Se cae la épica, reina Villa Gesell en las almas juveniles de vidas más o menos aventureras y se mueren los últimos mártires (La Tablada). Una derrota de los que no habían aceptado la derrota. Trímboli pensaba, en 1999 o en 1989, lo mismo da, que el problema eran los lazos sociales, la razón perdida, la vuelta al movimiento, a la contradicción verdadera, a la política: formaba parte, arriesgo, del sector hegeliano de la revista, de su pata populista, distinta al sector más “de base”, autonomista, por qué no zapatista o spinozista. La voluntad no alcanzaba si estaba tan pegada al deseo no condicionado por la política. Eso se deduce.

     Pero hay una frase que se impone a la reflexión ciudadana: “Necesitábamos fiestas”, dice literalmente Trímboli, armando un nosotros chico, de entre sus amigos de Puan y la fotocopiadora que regenteaban, pero a la vez proyectado a pensar “la generación” con sospecha, pero en ella. Exactamente lo contrario decía Juan José Sebreli, en el primer texto del primer número de la revista Contorno, en 1954. En el ensayo, titulado “Los martinfierristas: su tiempo y el nuestro”, no solo traza una línea divisoria entre algo anterior, supuestamente desenfadado, frívolo, juvenil, caótico, metafísico, sino que piensa el momento afirmativo de la revolución. La negatividad de la revolución, su momento abierto y paradójico, es “la aventura”. La construcción, el espacio del orden y la disciplina. En el primer momento estaría el “ellos” del texto, los martinfierristas, que incluye a Borges, obviamente. De este lado, del lado del tiempo nuevo, estaba el “nosotros” de Sebreli, que parece ser, dado el privilegio de abrir con tono de manifiesto el proyecto, es también el de la revista. Citemos el párrafo:

 

“Una revolución así puramente negativa, destructora, anárquica, suicida, se asemeja más que a una revolución a una fiesta. La fiesta es un movimiento puramente gratuito, asocial, no productivo es decir consumidor. Se come, se juega, se baila, se violan las leyes de la moral, se derrocha tiempo y riqueza y se los derrocha para nada, por esplendidez, por generosidad, lujo y placer no son sino disociación, desintegración, destrozo”.

 

     ¿No es hermoso pese a la fuente? ¿No es una definición tentadora de vida libre? El problema es que se estaba quejando. De igual manera todo este texto se puede leer distinto si nos acordamos de Carlos Correas y de Masotta, de esas amistades paseanderas, anfetamínicas y animosas, eróticas, que rozaron con sus brazos un costado pecaminoso y bajo, casi un genetismo, que no prosperó en la forma argentina de vivir, salvo en un puñado de escritores por décadas, desde entonces: de Osvaldo Lamborghini a Ioshua, de María Moreno a Leonor Silvestri, pasando por Perlongher, Enrique Symns, José Sbarra y Fernanda Laguna.

     En 1989, en ese año, Juana Bignozzi escribió un libro de título literal: Regreso a la patria. Era su memoria corrosiva volviendo al país después de más de quince años. Ella, que defendía lo que llamaba a secas “la ideología”, y triangulaba entre el sovietismo, el anarquismo, cierta misantropía salvo con amigos a los que amaba y un obrerismo refinado, dejó en estos poemas su elegía personal sobre lo que había pasado con la ideología y la revolución. Y de nuevo aparece la fiesta como redención, como único futuro, un poco privado y otro poco utópico. Transcribo el poema:

 

En realidad lo que yo quisiera en la vida
es ofrecer fiestas
vivir alguna sustitución de la libertad
extender la mesa recibir a ciertos superficiales
emborracharme con los entrañables
o tal vez con ese hermano único inhallado
la hermana imaginaria el fantasma de las madrugadas
revivir cuadros perfectos sobre los que ha crecido el yugo
y saber que de esta tierra en invierno quedará
un disco que seguirá cantando en la casa vacía
el teléfono que seguirá llamando a oscuras

 

     En 2015, Martín Gambarotta escribió en otra revista, en Mancilla, un texto sobre el asalto a La Tablada, o sobre la violencia política como concepto que, agotado, puede resignificarse. Por que no estaría perimido, sino conceptualmente dormido. En este texto Gambarotta piensa básicamente que Gorriaran Merlo no pudo darse cuenta de la incapacidad conceptual de ejercer la violencia, y que entonces el hecho tiene algo de escénico, de estético, pero fue realmente estética: murieron jóvenes militantes. Para ser performática hubiese tenido que ser solamente wokitokis y ordenes retóricas sin acción corporal, dice Gambarotta. También dice que para demostrar un concepto perimido no hay más que ponerlo en juego y se desnuda. Por lo demás, rescata otro concepto perimido hoy, el de disco, el de álbum, para pensar que había algo en los álbumes del momento, de sus conceptos, de su lírica y por qué no de su paranoia poética, que Gorriaran y los jerarcas no habían escuchado porque no habían logrado empatizar con los soldados de La Tablada. Es casi seguro que ese disco era Oktubre. Lo que está pensando Gambarotta, en definitiva, es que la energía divina del concepto que puede superar lo ordinario de un tiempo, el mito que trascienda lo pedestre de una época, no estaba en 1989 en el ejercicio del asalto revolucionario a un cuartel sino en el cuartel del disco, en Cemento o en Obras. Esa era la lucha por otros medios, la lucha conceptual. Esa era la fiesta del momento, de los ochenta. La misma o similar o la que se toca con la que quería Trímboli, contemporáneo de Gambarotta.

     Las formas culturales argentinas que se entrometieron en el drama político y social siempre tuvieron el enigma de “la fiesta” ante sí. Cuando no para reivindicarla como la prendida de fuego de la moral y las buenas costumbres, para difamarla como cháchara. De un momento álgido, donde la política se tocaba con el sueño de la patria de la felicidad, luego venía otro de sobriedad y análisis frio. Luego de nuevo el “pathos”, el demás de la acción, los sueños. Luego lo gris, el encerrarse, los muertos. Después de nuevo el destape, el neobarroso, la algarabía de los yoes en cualquier lugar, la expresión. Luego el objetivismo, el orden, la tranquilidad después de la paliza y así siguiendo, podemos llegar hasta hoy. De este recuento mal hecho del que trato de salir airoso, me queda al menos la sensación de que revisar lo anterior afirma, acerca, inventa tiempos, mitos, imágenes, siempre, para que la afirmación de la vida se pueda impulsar desde otros espacios, otras maneras de hacer, que se suman a la historia de lo que somos y de lo que nos contaron. Me olvidaba: queda lo que descubrimos sin querer o lo que curioseamos. Eso es lo que se puede pensar, porque está vivo. Todas estas personas y momentos que puse acá, viven en mí. Entonces en cualquiera de nosotros, por simple traslado de lectura. Se puede volver a empezar, no se puede dejar de empezar desde lo que ya está empezado.

JUAN LAXAGUEBORDE

Es sociólogo y ensayista. Su último libro es Tres personas (editorial Ivan Rosado).

Joker, de Todd Phillips

CINE

ADRIANA A. BOCCHINO


Joker (2019)
de Todd Phillips

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Lo obvio

     Hace poco más de un mes se estrenó Joker entre nosotros, la película de Todd Phillips protagonizada por Joaquín Phoenix, y lo digo, no más, por si algún distraído todavía no lo sabe. Desde entonces no paran de aparecer notas, entrevistas, pareceres de directores y de público y crítica periodística que rastrilla todas las disciplinas. Fui a ver la película ni bien se estrenó porque había leído una crítica que anunciaba el estreno, pero también que sería una película que haría historia. ¿Por qué le creí? No siempre le creo a la crítica. Vivo de ella. Es más claro que fui por ver el trabajo de Phoenix, elogiado a más no poder, y no tanto como seguidora de la historia de Batman, aunque también un poco por esto y el recuerdo de las tardes, vuelta del colegio, frente a la pantalla blanco y negro del televisor. Sin ninguna duda fui porque me atrapó el nombre: Joker, mientras escuchaba o leía, sorprendida, las relaciones que se hacían con un cierto personaje de comic, la serie y las películas que se hicieran alrededor de Batman y los enemigos de Ciudad Gótica, es decir, los archienemigos de Batman. Yo nunca había escuchado que hubiera un Joker. De hecho, en cartelera aparece con otro nombre, Guasón.

     Después de ir a ver la película quedé fascinada, impactada, pensando mil cosas a la vez y al borde de las lágrimas por el destino que se va forjando el desgraciado Arthur Fleck o, con empatía infinita, por sentir que la sociedad toda se va pareciendo cada vez más a la de esa ciudad que allí aparece y que cada vez produce más y más Joker. La verdad sea dicha, no me importa mucho si la película es reflejo, representación ad hoc estilo Hollywood o delirio absoluto del personaje de cabo a rabo. Más bien me inclino por la última opción dados muchísimos indicios que llevan a que ni bien instalada la cuña de la duda (y son varias las dudas que van apareciendo) todo el edificio de lo verosímil se desmorone como un castillo de naipes. No importa, el punto es que el personaje, y entonces los espectadores, creemos que es verdad o que puede ser verdad. A partir de entonces también sentí la compulsión a poner por escrito lo que me había pasado con esta película, hasta que un amigo que todavía no la había visto, cinéfilo profesional programador de un prestigioso ciclo de cine desde hace años, posteó algo así como una pregunta en torno a qué pasaba con Joker, que todo el mundo parecía obligado a escribir, pronunciarse o sentar posición y se abría un largo hilo en el que los amigos, a su vez, algo agregábamos. En mi caso simplemente advertí el fenómeno teorizado por Roland Barthes en el siglo pasado acerca de lo que ocurre con los buenos libros, las buenas obras, que empujan al lector, exigen, solicitan ser reescritas, volverse texto como parte de su operación productiva. Podríamos pensar que esto también ocurre con las buenas películas, llevándonos según la disponibilidad, desde la escritura a la producción de nuevas películas. De hecho son varias, películas y escrituras, las que se cuelan en la de Phillips. Pero no es de esto de lo que hoy quiero hablar.

     Interesada especialmente por aquello que se decía de Joker, posponiendo entonces mi escritura, los dispositivos móviles lo detectaron y empezaron a llover notificaciones y alertas, tráiler y video ensayos, interpretaciones de todos los colores (sociológicas, psicológicas, criminalísticas, extra criminalísticas, psicoanalíticas, textualistas, inter y extra textualistas, cinéfilas, inter y extra cinéfilas, etc. etc., de todo), anuncios de precuelas, secuelas y lo que cada uno quiera, desee, proyecte y necesite. 

     Fue allí, entonces, cuando sentí fuertemente que había visto otra película. Más allá de comprender los ángulos interpretativos y a la carta que se me ofrecían, ninguno aludía a lo que yo había visto. Seguramente el ojo crítico entrenado a ver la quinta pata al gato hizo lo suyo. Pero esta vez había algo más que crítica en lo que pensaba y sigo pensando y es, más bien, algo que pasa por el cuerpo y no por las operaciones razonables de la crítica. Esto hace que intente volver sobre los pasos para reconstruir ese momento en el que miré la película sin poder tomar notas, sin escribir, y salí del cine cegada por lo que se estaba escribiendo en mi cabeza acerca de la historia de ese pobre hombre-síntesis de una sociedad que, sin pausa y no tan lentamente como habría de pensarse, camina hacia un destino similar. El punto de disidencias será cuál es ese destino. 

     Para la mayoría de las interpretaciones es la conversión de Arthur Fleck en el villano de Batman. Para otra parte importante, la revuelta social, individual o colectiva. En lo que a mí concierne, sospecho algo peor, la locura. No solo del pobre Arthur sino del planeta en el que el capitalismo global no puede más y nos arrastra, al parecer, sin alternativas. También podemos disentir en cuanto a la verdad del futuro que nos espera mientras lo hacemos, esperándolo, pero no me cabe duda sobre la desesperanza como “mensaje” bastante explícito de la película. Para Arthur/Joker y para los espectadores. Por esta razón, creo, el cimbronazo pasa por el cuerpo. De Arthur/Joker y de los espectadores. Y esto es, precisamente, el acto y el efecto de la desolación. La película contiene una crítica feroz al sistema, con posible efecto Werther me gusta decir (recuérdese la ola de suicidios, con chaleco amarillo, comentada por la prensa de la época a causa de la empatía con la novela de Goethe). Todo el mundo sabe las maldades de que es capaz el villano en el que, dicen, se convertirá Arthur en la serie de Batman. Pero yo no sé si este Arthur será aquel personaje o está delirando a lo largo de toda la película. Y eso es la locura aquí, la falta de límites, la intemperie. El punto donde ya no importa si la salida es individual o colectiva, si viene del cine independiente o desde el mismísimo centro del capitalismo: lo que vi (o quise ver) es que no hay salida sino la entrega al delirio psicótico (llámeselo con el nombre que se prefiera).

     Ahora bien, por qué, pregunto y me pregunto, nos afectó tanto. ¿Hace falta que Hollywood venga a decirnos algunas cosas que hace tiempo ya pensamos por nuestra cuenta? ¿Por qué nos afecta tanto viniendo justamente de Hollywood? Me pregunto también por qué fascina, sabiendo que la fascinación no tiene respuesta. ¿Será el poder de lo encantatorio de la fascinación que ni siquiera deja lugar a la pregunta crítica? Es un quedarse “boquiabierta” porque allí está todo dicho, todas las imágenes, los gestos, las miradas, la desubicada risa incontenible, los detalles,  los esforzados movimientos de un cuerpo enloqueciendo. No queda mucho por decir, analizar o diseccionar, salvo poder mirar otra vez y detener a cada paso la película y pensar.

     Es más, la mayoría de los análisis terminaron molestándome, me parecieron superficiales, análisis sobre la literalidad de lo expuesto desde un ángulo disciplinar específico. Y todo esto es ya muy triste porque el punto es que Joker, creo, pide otra cosa desde su nombre. Joker es Joker, no un “guasón” como fue traducido horriblemente aquí, ni un bromista ni un payaso. Joker, el joker, para los que tenemos unos años y tardes de infancia jugando a las cartas con la abuela o las tías o las amigas, sabemos que, a lo sumo, podría traducirse como “comodín” aunque siempre lo seguiremos llamando Joker: la carta que diabólicamente “sirve” para reacomodar cualquier juego medio rengo, medio ciego, medio sordo o medio loco. De chica, mirando esas preciosas cartas me había preguntado (seguro que con otras palabras) cómo era posible que, en definitiva sin valor específico, esa carta fuera la más valiosa, la más esperada en el juego y al mismo tiempo la más temida, así como su figura fuera siniestra en todos los mazos. ¿La ambivalencia del Joker? Mejor dicho, la multivalencia que puede completar cualquier otra combinación a riesgo de no poder hacerlo y, entonces, perder absolutamente a su poseedor, convertirlo en el peor perdedor, porque su sin valor se multiplica casi sin sentido por encima de todos los valores llevándolo al final de la lista de los jugadores o directamente expulsándolo.

     Me asusta darme cuenta recién ahora de aquello que la mayoría empezamos a disfrutar desde chicos: la locura del Joker, la nuestra. Disfrutar/padecer un juego para pasar el rato, una tarde de lluvia, una noche de póker, un entrevero en el truco (donde no hay Joker porque todo el juego es Joker), carta comodín, un paréntesis que, cada vez, vamos ampliando más y más dado que no sabemos muy bien qué hacer con los hechos de lo real histórico que nos arrollan como un tsunami. El desastre social, ecológico, económico y todos los etcéteras que se quieran es mundial y no sé si exista un lugar a resguardo de la debacle que no sea a fuerza de la explotación de otros. El Joker parece ser nuestro disimulo, carta comodín actúa un paréntesis para poder seguir adelante. Y seguir. Qué más da, qué más puede dar, qué de bueno puede haber si a lo largo de la historia, a nivel internacional digo, triunfan en definitiva los que suelen no ser los mejores. De mal en peor, los finales felices solo habían quedado para las melosas películas de Hollywood. Parece que hoy ni eso.

ADRIANA A. BOCCHINO

Docente-investigadora que no puede dejar de leer.

La nación clandestina, de Sanjinés

CINE / POLÍTICA

JAVIER TRÍMBOLI


La nación clandestina (1989)
de Jorge Sanjinés

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     Un hombre que viste atuendos inconfundiblemente indígenas vuelve por última vez a la comunidad a la que perteneció. Porque de ella fue arrancado de niño por hombres elegantes y mujeres blancas; porque ya había vuelto un par de veces, una, sobre todo, reconciliado al punto de que se lo nombra su autoridad; pero defrauda a los suyos y una asamblea tumultuosa decide su expulsión definitiva. En el presente de esta película, si es que hay algo así, la vuelta es para morir. Parte desde el Alto y atraviesa el altiplano. Mientras camina con paso seguro y cargando con una enorme máscara que mandó a hacer para la ocasión, ve y vemos segmentos de su vida. Porque este hombre quiso ser otro, dejar de ser indio para integrarse en cuerpo y alma a la vida moderna de su país que aquí es, sobre todo, la de una ciudad, La Paz. Tal desplazamiento -una conversión- no funcionó, mejor dicho, fue un desastre; por eso vuelve a la comunidad de la que escapó y que lo repudió, para morir. 

     La cuestión del pasaje entre culturas, o también de la transculturación, es quizás una de los temas más persistentes en la reflexión sobre nuestro continente. Una invariable se podría decir, una obsesión en pos de la construcción de cada una de nuestras naciones y culturas. Sobre ella ha escrito Ángel Rama, antes el cubano Fernando Ortiz y José María Arguedas, más atrás Sarmiento. Incluso a Borges, se sabe, le interesó pensar la atracción demoledora que ejerce una ciudad sobre un bárbaro, también la del desierto sobre una inglesa. Esta película de Jorge Sanjinés se agita por ese viento pesado. Pero, claro, el resultado es singular, no estaba anunciado en la obra de los escritores mencionados. Viene a subrayar que la transformación no sólo no se produce de manera feliz, sino que tampoco hay lugar para la síntesis, que incluso parece indeseable. Como si todo estuviera fijo, sin chances de ser otra cosa. Por eso ese hombre flaco y algo desgarbado, de piel oscura y nariz aguileña, vuelve a donde nació. Entiende, luego de intentar adaptarse de una y de otra manera a La Paz, que no le queda más que aceptar ser indio, que hacer definitivamente las paces con esa condición. De haber tenido éxito se habría convertido lisa y llanamente en una pieza al servicio de la dominación de los blancos y de los gringos, como también se los llama, de los militares y los políticos. Una vida pura pérdida.

     ¿Qué le ofrece la vida moderna a un indio que hace méritos para ser uno de los suyos? Un lugar oscuro en el ejército, muchas botellas de cerveza en la mesa más o menos enclenque de una chichería, patear puertas de opositores políticos como miembro de las fuerzas parapoliciales, entrar en chanchullos con políticos y abogados -esto si alcanza la intermediación con la comunidad, burlándola-, consumir ‘blanquita’, crear una penosa empresa de ataúdes, vivir solo. Eso: la soledad. En La nación clandestina no hay dudas de que no es más que esto. Podría ser también el lugar de “doméstica” en una casa de familia acomodada, como en Roma, la película de Cuarón y de Netflix, que se estrenó hace un año pero parece de otro siglo, uno que nunca existió, de higiénica resolución de tensiones centenarias. Para que haga servicios de pongo, mano de obra no remunerada, de muy niño lo prende una familia blanca a Sebastián, ése es su nombre. Aunque las promesas de la vida moderna no deslumbran en la película, tienen la suficiente fuerza para hacer que Sebastian Mamani, tal su nombre completo, decida cambiar su apellido por Maisman. Está seguro de que así, camino a la individuación, dejarán de verlo como a un indio.

     Sólo hay un blanco que atraviesa el altiplano en esta película. Agitadísimo, corre más que camina porque lo persigue el ejército, pero también porque desconoce ese paisaje. Y viceversa. Es un estudiante, un dirigente universitario. Se cruza con Sebastián Mamani que vuelve; le explica su situación y le pide que le venda su poncho y su gorro en busca de disfraz. Para dar fe de que lo recompensará cuando termine la pesadilla, le cuenta que tiene departamento en La Paz, le ofrece el número de teléfono. “Yo también lucho por tus intereses” exclama el muchacho sacando del mazo una de las últimas cartas, la de la complicidad política e ideológica. “¿Por mis intereses?” replica incrédulo Sebastián Mamani cada vez más cerca de la muerte y la distancia entre dos hombres pocas veces pareció ser más ardua de zanjar. No lo ayuda pero tampoco lo delata cuando llega el ejército. Sigue la huida sin norte del estudiante y cuando los soldados están encima de él se topa con una india y un indio, grandes de edad, que sencillamente no lo entienden pues no comprenden su lengua. Es un diálogo imposible y la cámara participa de esa imposibilidad. Se preguntan en aymara la india y el indio -casi toda la película está hablada en esa lengua- qué le estará ocurriendo a ese muchacho. No se lamentan por no entenderlo, se retiran casi indiferentes. El estudiante -en una escena que ha resaltado Matías Farías en su escrito sobre José Martí en el libro Desierto y Nación del que es coautor con Guillermo Korn- desespera e insulta a los indios, poco después es asesinado por sus perseguidores. También él que quiso ser otro, sortear los límites de su color de piel y de su clase, fracasa para morir como uno de los suyos, aborreciendo a los indios. “No me entienden. ¡Indios de mierda!”

     La madre llora al saber que Sebastián ha cambiado su apellido; su hermano y también su padre lo repudian cuando lo ven vestido de militar; la comunidad amenaza con molerlo a piedrazos luego de que acepta a sus espaldas, usufructuando su condición de autoridad, los planes de ayuda de los gringos, enemistándola con los ayllus vecinos que están en pie de guerra por sus derechos. Ante esta circunstancia, la madre lo desconoce, no será más su hijo. Basilia, su mujer, desoye sus reclamos para que lo acompañe en su  último exilio, es que mucho más que a ese vínculo se debe a la comunidad. Muy lejos de la mansedumbre idílica del buen salvaje, los indios y las indias en La nación clandestina son ásperos, taxativos. Si se permite: más próximos a Milagro Sala en el 2013 que de la simple condición de víctimas. O, claro, cerca también de Evo Morales a quien en desgraciada declaración, pero necesaria por lo reveladora, Rita Segato nombra, casi en plan de denuncia, sindicalista y no verdadero indio, para después arremeter contra el “caciquismo” que también fue lo suyo. Las bestias negras del liberalismo, las de siempre. (Otra manera de la incomodidad, ya fuera de esta película de Sanjinés pero no de Insurgentes, la última película que filmó, la pone en palabras Álvaro García Linera, en conversación a punto de explotar con Svampa y Stefanoni en 2007: “Hay una lectura romántica y esencialista de ciertos indigenistas. Estas visiones de un mundo indígena con su propia cosmovisión, radicalmente opuesta a occidente, son típicas de indigenistas de último momento o fuertemente vinculados a ONGs (…) En el fondo, todos quieren ser modernos. Los sublevados de Felipe Quispe, en 2000, pedían tractores e Internet. Esto no implica el abandono de sus lógicas organizativas, y se ve en las prácticas económicas indígenas.”) Sebastián Maisman o Mamani está tensado entre dos fuerzas, entre una nación y otra. Sí, ambas son potentes, porque de otra manera no se entendería la atracción que ejerce la ciudad y la vida moderna. Pero sólo una es justa. 

     El mestizo fue la síntesis anhelada y tal condición, más que una cuestión de sangre, es una posición cultural y política. En la película de Sanjinés ese lugar se desploma, queda vacío por inconsistente. Todo está dispuesto para la lucha y hay dos frente a frente. Salvo que estemos interpretando algo mal, el presente esquivo en el que ocurre La nación clandestina es el del año 1979, momento de grandes luchas populares en las que se manifiesta como pocas veces la alianza obrera -minera- y campesina, es decir, indígena. Señal de que no quedan ni cenizas del pacto militar-campesino del general Barrientos que, entre otras cosas, había sofocado la intentona del Che. En noviembre de 1979 las masas llegan al punto más alto de la lucha, se hacen cargo de la lucha democrática e impiden un nuevo golpe de Estado. René Zavaleta Mercado ha escrito al respecto uno de sus textos más brillantes. Se movilizan masivamente las comunidades, llevan whipalas, banderas rojas, también se detecta una boliviana. Gritan por Tupac Katari y por Bartolina Sisa. Es en ese “instante de peligro” que Maisman vuelve a ser Mamani y pide permiso para morir en su comunidad. Tan contundente es en esta película el fracaso de las alternativas reformistas, que el Movimiento Nacionalista Revolucionario, que estuvo a la cabeza de la revolución de 1952 y que colocó al mestizo en el centro de su proyecto de nación, sólo es revindicado por el soldado Sebastián Maisman cuando quiere convencer a los suyos que entreguen las armas que guardan en defensa de su poder. Infructuosamente por cierto. No sabemos qué pensara Silvia Rivera Cusicanqui sobre esta película de Sanjinés -la última, Insurgentes, seguro le disgustó y mucho-, pero en la dedicatoria para un trabajo suyo se lee algo parecido: “A mi padre, Carlos Alfredo Rivera (†), cochabambino de ñeq’e que no se dejó tentar por el MNR.” En Insurgentes, que es de 2012, tampoco hay lugar para el MNR ni para los mineros en armas de la COB. Solo la presencia de Gualberto Villaroel, “el presidente colgado” en 1946 por una multitud de clase media y mestiza, interrumpe muy brevemente la narración de la historia de Bolivia desde la exclusiva posición de los indios. De la larguísima presencia de la nación clandestina, que es sobre todo resistencia y sólo pasa a ser hegemónica luego de las guerras del agua y del  gas, de esto da cuenta Insurgentes, con didactismo imprescindible. El teleférico que acerca al Alto con La Paz permite que se crucen Bartolina Sisa, Tupak Katari, Pablo Zarate Willka y Evo Morales. 

     La nación clandestina fue filmada en los últimos años de la década de 1980, para estrenarse en 1989. En Bolivia y en algunos festivales que la reconocieron; en la Argentina no se vio. A este punto teníamos que llegar: mientras todo indica la derrota de lo que se había opuesto al capitalismo y al burgués, esta película disuena. Como dijo Hugo Chávez que disonaba en esa hora el Caracazo. Ya que el cine de uno y de otro viene de los sesenta, digamos que mientras Solanas en Sur (1988) derrama melancolía y en El exilio de Gardel (1986) hace que sus personajes reclamen por un país “en que pueda ser yo” o “en que valga tu opinión”, a Sanjinés se le ocurre esto otro. No es que Bolivia desconociera la derrota de esa coyuntura: la llamada “marcha por la vida” de los mineros de agosto de 1986 señala la situación exánime de esa clase; cierra un ciclo, es “la muerte de la condición obrera del siglo XX” (García Linera). El tiempo profundo del altiplano, digámoslo así, permite que Sanjinés vea un relevo en el protagonismo popular, que no le haga caso ni por un segundo al “fin de la historia”. Mientras el neoliberalismo tira la casa por la ventana de la alegría por los triunfos que no para de cosechar, La nación clandestina es una película sobre el poder popular. De ayer, de hoy y de mañana.

     Llega Sebastián Mamani a la comunidad en la que nació. Pide permiso para ejecutar un ritual que conoció de muy chico. Es el Tata Danzante, un baile que se prolonga hasta terminar con la muerte de quien lo ejecuta. Casi nadie lo recuerda porque ha caído en desuso. Para ese trance era la máscara. Mientras comienza a bailar llegan los indios y las indias que la comunidad había enviado a luchar junto con los mineros. Traen consigo varios muertos y entienden que es una falta de respeto que, ante tal desgracia, se dance y que el bailarín sea nada más y nada menos que Sebastián, un repudiado. Interviene un anciano para explicar el significado de lo que están viendo y para convencer que hay que dejarlo morir de este modo, para que expíe sus culpas. Finalmente, la vida de Sebastián se ofrece en sacrificio, es útil para la comunidad. Sólo una vez muerto vive en paz con ella. Ha torcido el camino de la nuda vida. En la coyuntura en que la vida individual se alza como el bien supremo, esta película lanza esto otro. 

     Los límites que son de la época -¿o a esta altura deberíamos decir de toda época?- impidieron que esta nación salga definitivamente de la clandestinidad. Límites materializados en fuerzas sociales e históricas que no hubo cómo desarticular de una vez y para siempre, cosa que hasta nuevo aviso -¿habrá tal cosa?-, afectó y seguirá afectando aquí y allá. Vuelta a ver desde el tembladeral de nuestro presente continental, La nación clandestina nos recuerda la potencia de la fuerza indígena y popular; advierte  y anticipa que, aun desalojada del gobierno de un Estado que no logró transformar por completo, no se desfibrará jamás. Sería como desteñir a la noche, como doblegarla hasta dejarla sin resto. Cita Sergio Almaraz Paz, en su libro Réquiem para una república, a Camus: “Para sacar de la decadencia de las revoluciones lecciones necesarias, es preciso sufrir con ellas, no alegrarse por su decadencia.” Escribía Almaraz Paz sobre la del ’52, a la que aún con prevenciones y advirtiendo sus costillas flacas, en nada parecidas a las de la que hoy nos desvela, se sumó enterito, porque “la historia no es un escaparate” del que uno puede elegir la revolución que más le gusta.

JAVIER TRÍMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017). 

Las malas, de Sosa Villada

NOVELA

PAULA PROVENZANO


Las malas (2019)
de Camila Sosa Villada

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     ¿Puede un libro ser una celebración y una guerra al mismo tiempo? Camila Sosa Villada en Las malas nos convida la historia de cómo es ir convirtiéndose en una misma, y te arden las manos. Rompe el silencio con un universo doble en el cual aparece La Tía Encarna y su pensión de travestis, su Hombre sin Cabeza y El Brillo de los Ojos, y donde se incorporan relatos con tono más biográfico del varón que metamorfoseó para gestar su nombre propio, estudiar en la universidad y habitar la noche donde la vida tiene lugar y la belleza encuentra la muerte.

     Esa duplicidad empapa toda la escritura de Sosa Villada: cuando hay dolor hay también orgullo, cuando quieren impregnar tu experiencia de la vergüenza más absoluta, no parece haber nada más justo que insistir en la necesidad de nombrarse y narrarse los deseos; cuando el sentirse extranjera llega a límites difíciles de sostener por quien lee, la furia y la determinación quiebran la escena. Hay algo en lo escrito que te transmite la ambivalencia de temperatura, de horarios, hasta te podés reír de lo que creías más perverso. La escritora logra hablar del desprecio de los otros sin victimizarse, señalar la incomprensión del mundo sin cristalizarse en la figura pasiva de la víctima, y lo hace porque, al mismo tiempo, sabiéndose en los márgenes de esa normalidad de vidriera y en el centro del ejercicio de un poder a la vez represivo y configurador, logra dibujar el mundo anhelado y en esa operación, de alguna manera construirlo. Esa es la mágica explosión de Las Malas.

     El Parque Sarmiento aloja a las travas, allí se dan calor, se defienden, se ponen un precio y se venden. La tía Encarna tiene ciento setenta y ocho años, las cuida en su casona de rosa travesti y vegetación frondosa, adopta un hijo y recibe una herencia. También están María la Muda que se convierte en Pájara, la Machi con sus hechizos paraguayos, Laura con su embarazo múltiple y los pastos en el pelo, la bella Angie y su joven novio albañil. También está Natalí, séptima hija varón, lobizona, ahijada de Alfonsín. Transcurren la muerte de Cris Miró -la Evita de las travestis-, los patacones de De la Rúa, las compañeras que se enferman o envejecen aceleradamente.

     Las Malas es un fuego que lo incendia todo: “no soy menos tu madre por no tener entre las piernas una herida abierta”. La Tía encarna amamanta al niño con tetas inyectadas con aceite de avión, como dice ella: es un gesto nada más, en definitiva era un poco hijo de todas. Laura tiene a los mellizos asistida por el enfermero Nadina, luego se enamoran y forman una familia. La experiencia de la maternidad atraviesa la obra, tal vez porque son recurrentes las ganas de cuidar, de nacer, de desear.

     En contraposición también está la experiencia de la orfandad. Pero nuevamente, en este juego de dobleces que propone Sosa Villada, la muerte simbólica de padres y madres no aparece tanto para enunciar el dolor del abandono personal, aunque lo exponga: la complicidad de huérfanas consigue expresar en un grito aquí estamos nosotras, y no seremos más que lo que queramos ser aunque tu ficción rígida y binaria de manual nos aceche.

     En esta historia se asume la certeza del cuerpo como responsabilidad, se pierde la virginidad en un patrullero, se sufre la violencia del cliente que abandona momentáneamente a su Dios y a su familia para buscar con desesperación ser penetrado por una mujer. En un momento al cuerpo se le pone un precio, pero de lo que parece hablarnos la autora es de su valor. Si Camila está hecha de pequeños delitos, es ella también quien le escapa a la repetición de la mentira programada. “Irse de todos los lugares. Eso es ser travesti”. ¿Puede un cuerpo ser un mapa?

     A las travestis no las nombra nadie, a las putas tampoco, tienen la misma fuerza que los árboles que crecieron solos. Hay un espejo que proyecta la violencia del padre alcohólico que se vuelve una y otra vez contra ese cuerpo. La autodestrucción paterna, la ignorancia y la tristeza de la madre, se recuperan en cada humillación de un cliente. En el relato emerge con tanta crueldad la hipocresía de la sociedad en la que vivimos, que es difícil no sentir el ahogo. Irrumpe sin pretensiones morales sino por la misma fuerza de la narración, de ahí surge el ardor que produce su lectura. Frente a tanta violencia, Camila, el niño maricón, con su deseo, ya había roto el espejo.

     En Las malas las travestis pueden existir sin tener que pedir perdón, sin tener que explicar su existencia; pueden ser visibles. Se percibe con la misma intensidad la vivencia individual de la soledad del cuarto de pensión como la dimensión colectiva de la manada del Parque. Se siente la tribu, la fe en ese grupo, la hermandad dialéctica que deriva de saber que están solas. Resulta imposible no sentir la necesidad de mirarlas a los ojos, de que dejemos de desparramar olor a miedo por el aire, de abandonar los lentes de policía. En sus páginas, el amor crece como el experimento que permite quitar las capas de resistencia al mundo. ¿Puede la ternura ser algo tan brutal?

     Las malas parece ser una herida, la herida de los cuerpos que no tienen lugar en este mundo, la de las vidas invivibles. Las que nacen bajo una amenaza de muerte, las que cumpliendo con su destino cumplen su propia condena. Es la maldición del padre “nadie te va a querer, vas a terminar tirada en una zanja”, es la prostitución augurada. Pero es, sobre todo, el descubrimiento de que la escritura puede ser así de sensible, que ese ejercicio de memoria e invención estalla hasta la revolución en esas letras. Las malas es la fiebre del amor. Como dice en el prólogo Juan Forn, son esos libros que queremos que los lea el mundo entero.

PAULA PROVENZANO

Licenciada en Sociología. Se desempeña en la atención de situaciones de violencia de género y estudia temas de género y masculinidades.

Escritos sobre literatura argentina, de Sarlo

CRÍTICA LITERARIA

MARTÍN BAIGORRIA


Escritos sobre literatura argentina (2019 [2007])
de Beatriz Sarlo

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     En esta compilación de ensayos de Beatriz Sarlo ahora reeditados se hallan resumidas las líneas principales de la crítica literaria tal como se la practica en  Argentina: historia de la literatura, sociología de la cultura, análisis narrativo, el estudio de la prensa y los géneros populares. Ampliados, segmentados y convertidos en lugares comunes, esos ejes conforman el núcleo de una agenda intelectual casi inalterable. Dada esa centralidad, el valor de este libro reside en el alcance de sus apuestas; particularmente qué concepción de la crítica y la literatura pueden ofrecer al lector actual. Una parte importante de esas intervenciones se concentra en la historia literaria; como Ricardo Rojas, como Adolfo Prieto, también para Sarlo la crítica es comprensión del presente a partir del pasado, reflexión sobre la tradición antes que ruptura. Y como en David Viñas la historia de la literatura se concentrará en la prosa local, sin preocuparse mucho por el rol de la poesía, género siempre sospechado de a histórico, siempre demasiado experimental o subjetivista. Si la expresión tutelar de esa desconfianza fue la obra de Borges, no sorprende su rol protagónico en este libro, presentado según los temas clásicos de la modernidad: la cita y el gusto por lo menor, la nostalgia, la cultura de masas, la ciudad, a la manera de un Walter Benjamin criollo. De un artículo a otro Sarlo va cayendo bajo el influjo de la lectura estilizada que Borges hizo de las vanguardias durante los años treinta. Así entendida, la vanguardia viene a depurar todo aspecto disonante o de mal gusto proveniente del mundo popular; estos son elementos en bruto acrisolados por la escritura borgeana, materias primas que pueden ser explotadas. Ahí radica la particularidad de este análisis, atrincherado en un esquema valorativo bien conocido: cultura alta y cultura baja, elites y masas; las transgresiones sofisticadas pertenecen a los grupos privilegiados, para los sectores masivos quedan los “saberes del pobre”, ingeniosos e ingenuos, piezas exóticas sin valor cultural de relieve. Se supone que las páginas dedicadas a Arlt deberían contrarrestar esa concepción jerárquica, pero eso no pasa. El extremismo arltiano es un fenómeno marginal; a Sarlo nunca le interesó leer ahí una discusión estética capaz de instalar una cuña en la hegemonía de Borges. A fin de cuentas será el escritor de Sur y no Arlt quien podrá pensar mejor la cultura argentina “desde los márgenes”. Pero en ese balance hay tanto de juicio literario objetivo como de identificación ideológica: desde Sarmiento a Borges pasando por Victoria Ocampo, los autores que se manejan con más lucidez en la periferia latinoamericana son los que mejor procesan la influencia europea. 

     Sarlo se ató así a un paradigma cuyo punto culminante llega en la década del ´50 y que desde entonces no ha dejado de ser discutido por la literatura argentina. Esa fijación costó algunas omisiones: los hermanos Lamborghini, Zelarayán, Copi, la poesía contemporánea (desde el neobarroco y el objetivismo hasta los autores de los noventa). La gran apuesta fue Saer, aquel que vendría a ocupar el lugar de Borges; aunque cabe preguntarse si Aira no le sacó ventaja con un tono y una reflexión menos solemnes, ajenos a ese ideal de alto modernismo europeo vislumbrado por Sarlo en el santafesino. El sesgo narrativo con el que son leídos los textos de Saer deja además en un plano menor otras cuestiones como la construcción de la frase y sus vínculos con la poesía local, ahí donde surge lo más rupturista de su estilo. Publicados a lo largo de más de dos décadas, estos comentarios han perdido actualidad porque, más allá de la apariencia de pluralismo sugerida por la cantidad de autores tratados, no hay en este volumen líneas interpretativas o posicionamientos que sirvan para comprender cuáles son las transformaciones últimas de las letras locales. Más bien por el contrario, el diagnóstico que postula la falta de diagnóstico de la literatura contemporánea es banal, se vuelve inmediatamente inútil una vez que el lector recuerda algunos títulos de los noventa ‒Punctum de Gambarotta, Música mala de Rubio, Poesía civil de Raimondi‒. 

     Tras el cambio de siglo Sarlo empieza a rumiar un clima de estertor; algunas novelitas con chats consumarían una separación irreversible entre la cultura literaria más establecida y una nueva escritura ajena a esas convenciones. Según este planteo un joven escritor familiarizado con internet nada encontrará de interesante en Saer o Joyce, como si la dialéctica entre tecnología y literatura no admitiera otras posibilidades. Esa sospecha es aún más llamativa si se vuelve a sus estudios sobre la “imaginación técnica”, ¿qué pasó en el medio, qué la llevó desde la apología al pesimismo? La inquietud no es sin embargo tan novedosa; ya en su Sociología… de 1956 Prieto alertaba igualmente preocupado por la llegada de la “gran división”. Sólo que a esta altura ese juicio parece un tic nervioso de la crítica tendiente a sobreactuar la distancia entre escritor y lector ‒otra vez artista y público, elites y masas‒ a la manera de experiencias inconexas: minorías cultas en peligro de extinción frente a la barbarie encarnada por la técnica, el mercado o el populismo ‒todos ellos miméticos y retardatarios, siempre más o menos solidarios entre sí‒. Esas antinomias reflejan una concepción de la historia y un orden cultural; por eso si después del 2000 se intuye un quiebre en el viejo status quo, Sarlo reconocerá ahí una pérdida antes que una señal de progreso. El resto lo harán la nostalgia por el gran modernismo y el foco en la narrativa: creerá ver un retorno de la novela larga en Pauls y Caparrós sin prestarle atención a un precedente más interesante (El traductor de Salvador Benesdra), estudiará los relatos de Cucurto sin ver en su poesía lo más valioso de su obra; acudirá a la etnografía para referirse al sexo, la cumbia o la oralidad. Todo esto descoloca a la autora porque ella siempre tuvo otro interés: salvaguardar la misión cultural de la elite, su ineludible rol en la definición de los valores democráticos. Esa es la toma de partido más consecuente de sus escritos. 

MARTÍN BAIGORRIA

Es crítico literario, docente e investigador.

El pasajero, de Boschwitz

NOVELA / HISTORIA

GUSTAVO ROBLES


El pasajero (2018)
de Ulrich A. Boschwitz

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     Tras su aparición en 2018 El Pasajero de Ulrich Boschwitz (1915-1942) se convirtió rápidamente en una sensación literaria en Alemania. Las peripecias de su publicación y la vida de su autor no causan menos asombros que los hechos que allí se narran. Escrita en 1938 la novela nos relata los avatares de la huida de Otto Silbermann durante los pogroms de la Noche de los Cristales Rotos. Casi inmediatamente después de esos acontecimientos esta obra fue redactada de modo febril en el lapso de un mes y constituye hoy un testimonio inigualable de lo trágico de aquellas jornadas. Silbermann es un próspero empresario berlinés, miembro respetado de la sociedad, excombatiente en la primera guerra mundial y judío asimilado cuyo sentido de pertenencia alemán es más fuerte que una identidad judía que nunca sintió como vinculante. Hasta la llegada de los nazis al poder, Silbermann había disfrutado de lo que podríamos considerar una vida feliz y apacible: enamorado de su esposa Elfriede, padre de un hijo radicado en el extranjero y exitoso hombre de negocios que sabe valorar lo previsible y el ritmo cómodo de los días. Pero ya en las primeras páginas de El Pasajero asistimos al desmoronamiento de toda esta cotidianidad guiados por la voz de un narrador distante, parco y hasta algunas veces ingenuo.

     La acción comienza durante lo que suponemos es La Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht), una serie de linchamientos, pogroms y saqueos ocurridos entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938 en Alemania y Austria contra ciudadanos judíos llevados a cabo por las tropas de asalto de las SS y buena parte de la población civil. Esa noche en su departamento Silbermann intenta vender desesperadamente su vivienda con el fin de poder huir del país en una cómoda situación financiera, pero un inescrupuloso comprador, el señor Findler, se vale de la precariedad de su situación con el fin de negociar un precio abusivo. El teléfono no para de sonar desde la otra habitación, los llantos de Elfriede se mezclan con las noticias cada vez más alarmantes de lo que sucede en la calle. Silbermann intenta vanamente disimular su preocupación, pero con esto sólo logra acrecentar la codicia de Findler. Finalmente, miembros de las SS irrumpen salvajemente en el departamento para detener a Silbermann, quien logra huir por la puerta trasera sin rumbo fijo y abandonando sin otra opción todo lo que consideraba importante en su vida. Así comienza la cadena desbocada de situaciones que Boschwitz nos narrará con un ritmo furioso.

     Hay demasiados motivos para sostener que El Pasajero es casi una novela biográfica. Su autor, Ulrich A. Boschwitz, fue hijo de padre judío pero educado en la cultura protestante de su madre en la próspera ciudad de Lübeck. Soldado de la primera guerra mundial emigrará a Suecia con su familia en 1935 tras las leyes de Nüremberg y vivirá en diferentes países hasta ser detenido en 1939 en Luxemburgo. De allí será enviado a Inglaterra y permanecerá internado junto con su madre en un campo de concentración en la Isla de Man catalogados como “extranjeros enemigos”, para posteriormente ser trasladado a un campo de internamiento en Australia. En esa travesía de 57 días por ultramar a bordo del tristemente célebre Dunera convivirá en un ambiente imposible de privaciones y maltratos con judíos emigrados, presos políticos y prisioneros de guerra alemanes e italianos. En 1942 consigue regresar a Inglaterra a bordo de la embarcación Abosso, pero en el trayecto el barco es hundido por un submarino alemán. Ulrich Alexander Boschwitz fallece en ese naufragio a la edad de apenas 27 años, perdiéndose con él también su preciado manuscrito para una tercera novela. 

     Tras una primera obra llamada Gente al lado de la vida (Menschen neben dem Leben) publicada en una traducción al sueco y con la que obtiene una beca para realizar una estancia en París, Boschwitz publica El Pasajero en Inglaterra en 1940 con el nombre de The man who took trains. Ninguna de estas dos novelas apareció en el idioma en el que fueron escritas, el alemán, pero Boschwitz siempre guardará la intención de la publicación de El Pasajero en su lengua original, para lo cual había realizado correcciones y agregados que confiaba mejorarían sustancialmente la obra. Estas correcciones se las confió a un amigo para ser entregada a su madre, pero nunca llegaron a destino. La copia mecanografiada del original alemán permaneció durante décadas olvidada en el Archivo del Exilio de la Biblioteca Nacional en Frankfurt. Si bien en la inmediata posguerra la obra contó con la promoción decidida para su publicación de nada más y nada menos que Heinrich Böll, el proyecto se topó con la negativa de varias editoriales, temerosas seguramente de remover una conciencia pública todavía atormentada por la barbarie del pasado reciente. No fue sino hasta el año 2015 cuando una sobrina de Boschwitz se puso en contacto con el editor Peter Graf para comentarle sobre el manuscrito y ver la posibilidad de su publicación; quien, tal y como comenta en el posfacio que acompaña a esta edición, quedó inmediatamente fascinado por la maestría y lo balanceado del relato. Luego de un trabajo de edición, siguiendo lo que podría haber sido la intención de Boschwitz, Der Reisende -tal es su nombre original- fue publicada por primera vez en alemán en el año 2018 por la editorial Klett-Cotta y se convirtió rápidamente en una sensación literaria tanto a nivel de crítica como de número de ventas. Este año apareció su versión en castellano por la editorial española Sexto Piso en una muy atenta traducción de José Aníbal Campos. 

     De escasas descripciones y con una prosa frenética que combina diálogos desesperados con monólogos interiores que se enredan en una confusión sin término, la novela nos envuelve en una aceleración arrolladora. La huida hacia ningún lugar de Silbermann nos embarca de tren en tren, nos lleva de estación en estación, nos hace arribar y despedirnos casi sin pausa de diferentes ciudades. Los peligros no hacen sino multiplicarse en cada descuido, en cada adormecimiento, en cada palabra de más, en cada mirada cruzada en la calle, ante cada desconocido. Vagones de tren, rostros sospechosos o presuntamente afables, traiciones inesperadas de viejas amistades, gestos de solidaridad temerosa, saludos nazis sobreactuados, restaurantes de estación y taxis en constante movimiento pueblan la huida de Silbermann. Su única compañía es un incómodo maletín donde guarda el dinero que ha conseguido rescatar y que, de un modo entre trágico e irónico, sólo parece valer como recuerdo de una vida que perdió de la noche a la mañana. 

     Pero Boschwitz no desea provocar nuestra admiración presentándonos la estampa de un héroe, ni tampoco apelar a nuestra compasión humanista retratando una víctima angelical. El mismo Silbermann muchas veces resulta el actor de reacciones que no son muy diferentes de aquellas que constantemente lo humillan. Tampoco los personajes que habitan la novela están construidos en un blanco sobre negro: nazis inescrupulosos habitan una “zona gris” poblada también por oportunistas que fingen convicción, por antisemitas con un inesperado sentido de nobleza o por personajes que viven los acontecimientos con una destructiva ingenuidad. Algunos intercambios, siempre ocasionales y temerosos, combinan un humanismo moral con un cinismo lúcido que los vuelven piezas asombrosas de una sabiduría desesperada. Ejemplo de esto es el delicioso diálogo en un vagón de tren entre Silbermann y una mujer que acaba de separarse de su marido, conversación que rápidamente se torna en un juego galante y adorable de mutua seducción. Ella, despreocupada, ingenua y con un sentido temerario de la vida, logra sorprender alguna fibra de un Silbermann cansado y ya casi sin fuerzas. Sus “ojitos que brillan como fuegos fatuos”, tal y como la describe el narrador en un pasaje inusualmente expresivo, logran devolverle la mirada de reconocimiento y activan energías en Silbermann como si se tratara de una fuente de agua en un desierto. 

     El Pasajero no es sólo una novela de peripecias o una crónica de la barbarie, es también un ensayo sobre la relación precaria entre la locura y lo que podemos llamar normalidad, o mejor dicho es un aviso de que una acción sólo es racional en el marco de una definición previa de los fines y de las coordenadas en las que tiene lugar. Esto implica que, si esos fines y esas coordenadas han sido subvertidos, entonces todo intento de emprender una acción racional bajo los antiguos términos no hará sino acrecentar la dinámica desquiciada del contexto en el que sucede. La suerte del moderado, metódico y racional Silbermann es un ejemplo dramático de esto, un testimonio de la relación funesta entre locura y razón durante aquellos días. “Me han declarado la guerra, a mí personalmente. Es eso. Acaban de declararme la guerra de forma definitiva y real. Y ahora estoy sólo”, piensa Silbermann en uno de sus monólogos.

GUSTAVO ROBLES

Doctor en Filosofía y docente del Departamento de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Sus temas de interés son la teoría crítica, la filosofía política contemporánea y los nuevos autoritarismos sociales. 

Arrecife, de Villoro

NOVELA

FABRICIO BRECCIA


Arrecife (2012)
de Juan Villoro

      La aparición de un trabajador arponeado en el acuario de un hotel es el primer disparador de esta novela. Las líneas iniciales de investigación intentan explicar, intencionalmente, que se trata de un crimen pasional. Por supuesto que no lo es.

     Presentada así, se podría decir que Arrecife es un thriller policial y sería acertado, pero insuficiente. La historia transcurre en las playas de Kukulcán, México, un escenario que escapa a la noción de lo paradisíaco y se exhibe como una zona arrasada por el cambio climático y la guerrilla narco. Los hoteles, antes lujosos y ahora vacíos y en ruinas, funcionan como pantalla para la evasión impositiva. Pero hay uno que aún funciona ofreciendo un novedoso servicio: La Pirámide es un resort de turismo de riesgo. Ser uno de sus huéspedes garantiza un peligro “controlado”, que varía entre excursiones a la selva, contacto directo con supuestos narcos, hasta la posibilidad de experimentar un secuestro simulado. Ya no es la aventura lo que atrae visitantes, sino experimentar el miedo, lo más cercano posible al verdadero miedo, el que pone en riesgo el cuerpo y la vida. Esta novedad en el mundo de los negocios turísticos fue idea de Mario Müller, ex líder de la banda de rock Los Extraditables, que al abandonar su carrera musical, se dedicó al turismo y convenció a un “gringo” para que financiara el proyecto.

     Villoro elige como narrador a Tony Góngora, hombre de confianza de Müller en La Pirámide, con el que mantiene una amistad desde la época de Los Extraditables. Tony era bajista y fiel exponente del reviente de los años sesenta y setenta. Además de la amistad que los une, en esta relación sobrevuela la sensación de “deuda” que siente Tony hacia Mario, porque éste lo rescató de las drogas. Esa emoción recorre la novela e influye en todas las decisiones que tomará, sobre todo cuando Mario, con una enfermedad terminal, confiesa una paternidad que mantuvo en secreto y le pide a su amigo que se encargue de la hija. La idea de thriller policial ya se queda corta.

     Se dice que el argumento literario decide sobre la forma y la trama. Por supuesto que puede haber varias maneras de contar la misma historia, pero siempre habrá una que será la más indicada. Y la elección de Tony como narrador pareciera ser esa “mejor opción”. Los hechos son narrados por un personaje que no es protagonista de los conflictos que va presentando la trama (los crímenes, los negocios narcos, el turismo de riesgo, una paternidad oculta), sino que se involucra como una especie de “testigo” (la coincidencia con el título de otra excelente novela de Villoro no fue adrede). Es alguien que va transitando la novela de la mano con el lector, y claro, desplegando todo su drama existencial.

     Por otra parte, Tony Góngora sufre lagunas en su memoria, sobre todo en los recuerdos de la época de Los Extraditables. Se encuentra impedido de recordar fehacientemente quién ha dejado de ser, y esto opera en la narración de un presente que transcurre en parrafadas, sin un hilo que brinde una continuidad expresa. 

     Así, con la trama presentada en pequeños fragmentos, el lector avanza saltando de uno a otro,  sin tener en claro por dónde va la historia, pero atrapado por la intriga, la prosa y la exquisita presentación de cada personaje, elementos que van evolucionando en la novela hasta convertirse en esa cosa inasible a la que llamamos unidad literaria.

     La novela presenta dos elementos que, si bien son secundarios en relación con el argumento principal, invitan a reflexionar sobre aspectos de la sociedad actual y de la condición humana. Uno de ellos es la atracción que produce el miedo, el otro es la posibilidad que brinda un pasado hecho añicos para desligarse de quien fuimos y ser definitivamente otro (literalmente otro).

     En relación al primer elemento, Villoro lo plantea con claridad: la clase media y alta de Europa y Estados Unidos, quizás también de otras partes ricas del mundo, aburridas de acceder con facilidad al confort y al lujo (pensemos en la excéntrica pero nefasta imagen de políticos y personas de la farándula sacándose selfies luego de cazar animales), deciden hacer turismo de riesgo. Estas clases sociales, “exentas” de la violencia cotidiana de los países del subdesarrollo, optan por experimentar el miedo real  que les sugiere la política del consumo. Arrecife, de costado, lanza una mirada sobre un mundo partido en dos: en el lado rico, donde el arte y la cultura son industrias que snobizan y constituyen valores que lo empatan todo, encuentran la llama del deseo en experimentar artificialmente (pero por favor, que en la selfie luzca real) lo que se vive en la otra mitad pobre e incendiada del mundo.

     Por último, en un nivel más existencial, la idea de un pasado que cargamos y que nos define en el presente aparece con una variante sustancial. En Arrecife, el pasado de Tony Góngora es difuso e incompleto. El ya no ser, y ni siquiera recordarlo, funciona como una oportunidad. Sin embargo, Villoro, como Saramago en El hombre duplicado, plantea la posibilidad de virar el propio destino pero no asumiendo una nueva vida, sino siendo el reemplazo de un otro, pero ¿es posible que nuestro pasado, aún borrado, se desprenda y nos libere?

FABRICIO BRECCIA

Escritor y Licenciado en Comunicación Social de la Facultad de Periodismo (UNLP). Autor de “El fantasma Bilanski” (Malisia, 2018) y “Los días después de abril” (inédita). Integrante del grupo literario Mulas en la Niebla.

Ensenada. Una memoria, de Brizuela

NOVELA / HISTORIA

MARTÍN OBREGÓN


Ensenada. Una memoria (2018)
de Leopoldo Brizuela

     Desde hace muchos años, cada vez que pensaba en Ensenada, se me venían a la cabeza los barcos de la Marina de Guerra apuntando sus cañones a la destilería de YPF durante los últimos días del invierno de 1955, amenazando con volar por los aires la ciudad si Perón no renunciaba. ¿Cómo era posible que no se hubiera escrito una novela a partir de una imagen tan potente? ¿Nadie había sentido la necesidad de hacerlo? En todo caso, si alguien la había escrito, yo no la conocía. Tal vez por eso me impactó tanto el último libro de Leopoldo Brizuela.

     Si Inglaterra fue una fábula y Lisboa un melodrama, Ensenada no podía ser otra cosa que una memoria. Memoria en la que se articulan, a partir de anécdotas y recuerdos familiares, aquellas dos dimensiones: la espacial – anclada en una geografía muy nuestra (la de Ensenada, lógicamente, pero también la de Berisso y los alrededores de La Plata) y la temporal, fijada en las dramáticas jornadas que desembocaron en la caída de Perón. 

     Sobre el telón de fondo del éxodo de Ensenada, Brizuela reconstruye la historia de los Grimau, vinculando las experiencias personales con las grandes transformaciones políticas y sociales. Y lo hace buceando en esa zona de sombras entre la historia y la memoria de la que hablaba Hobsbawm en su recordada introducción a La era del Imperio, la que se extiende desde el momento en que comienzan los recuerdos o tradiciones familiares vivos hasta el final de la infancia. Tal vez por eso la narración se despliega de manera fragmentaria, a medida que emergen del olvido los diferentes retazos de la historia familiar, que se van entrelazando e iluminando a medida que la novela avanza, ya que el relato también se sostiene en lo que no se dice, o en lo que se dice a medias.

     Novela fragmentaria, pero también polifónica, donde el autor trabaja – y se divierte – con una enorme cantidad de giros y expresiones idiomáticas que ponen de manifiesto toda la riqueza de una lengua que era producto de la mezcla inmigratoria. Este manejo de la oralidad es lo que hace que esta novela de Brizuela sea tan diferente a las anteriores, porque lo que se impone en Ensenada es el lenguaje de la calle y el del interior de las casas. El habla popular se transforma en la materia prima de su literatura y logra conmovernos profundamente, porque en esas jergas y modismos que utilizan los personajes (“qué esperanza”, “qué picardía”, “hacer escombro” “salir con un domingo siete” o “tomarse un matecito bebido”) cualquiera podría reconocer las voces lejanas y ausentes de sus propios abuelos. En esa polifonía que por momentos se torna caótica se destaca la voz de Poliya, una niña de apenas nueve años que lleva las riendas de la narración.

     En Ensenada, entonces, prevalece la oralidad. Y la lluvia, por supuesto, ya que ciertos acontecimientos adquieren tanta hondura en la memoria de los pueblos que las personas que los vivieron son capaces de recordar perfectamente en qué lugar se encontraban y qué estaban haciendo, o de vincular esos sucesos con ciertos fenómenos climáticos. Por eso la lluvia se enseñorea del texto y llueve sin parar a lo largo de toda la novela. En todas las ocasiones en que le pregunté a quienes habían vivido el golpe del ´55 qué era lo que más recordaban de aquellos días la respuesta, invariablemente, fue la misma: la lluvia, me decían, llovía sin parar, nunca en la vida llovió tanto y durante tantos días. En el intento de recrear la atmósfera de aquellas jornadas, la lluvia juega un papel fundamental. Sin la lluvia – que se hace presente en todas sus formas, matices e intensidades – Ensenada no tendría la misma potencia.

     Si bien transcurre durante la coyuntura golpista de septiembre del ’55 – entre el viernes 16 y el lunes 19 – Ensenada nos propone una mirada mucho más abarcadora de la experiencia del peronismo clásico, ya que los diferentes relatos familiares van y vienen en el tiempo, enlazando cuestiones tan diversas como la educación religiosa, la ley de alquileres, la toma de facultades del año ’45, la huelga de los portuarios, las elecciones del ’51 y por supuesto el 17 de octubre.

     El punto de vista que articula la narración es el de una familia antiperonista que ha logrado cierta posición (un establecimiento expropiado, una quinta en las afueras de La Plata, una hija que da clases de solfeo y otra que ha obtenido un título de Asistente Social son algunas de sus marcas distintivas) pero que sigue preocupada por diferenciarse socialmente. Por eso la abuela Hortensia le dice a sus nietos, cuando los lleva a pasear a La Plata, que no digan que son de Ensenada sino de Cambaceres, y la tía Beba se escandaliza de que la vean, durante el éxodo, trepada a la caja de un Rastrojero, yendo así, “en camión, como negros, a Punta Lara”.

     Pero lo que hace más interesante el antiperonismo de los Grimau es que está influenciado ideológicamente por las izquierdas. Curiosamente, o no tanto, en la novela de Brizuela aparecen las tres grandes vertientes de la izquierda pre peronista: el anarquismo, a través del abuelo Antonio, que le cuenta a la tía Beba la historia de Sacco y Vanzetti; el comunismo, al que se vinculan otros personajes (como Mancino, “el del escarabajo amarillo”) y el socialismo, considerado por otros como el verdadero artífice de toda la legislación obrera que Perón puso en práctica desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. Se trata de las mismas tradiciones que entraron en crisis después del golpe del ’55 y que durante mucho tiempo se aferraron a una lectura en clave europea de la política argentina que les imposibilitó comprender del todo qué era lo que estaba ocurriendo.

     En Ensenada el peronismo aparece en su aspecto más punzante, el que nos lleva a interrogarnos acerca del “efecto de choque” que generó en términos sociales y que posiblemente haya ido mucho más allá de las transformaciones efectivamente operadas en el plano político y económico a lo largo de una década larga. Tal vez sea este uno de los grandes aciertos de la última novela de Leopoldo Brizuela. ¿Será verdad que en ocasiones la literatura es capaz de iluminar zonas del conocimiento y de la percepción a las que muchas veces acceden con dificultad disciplinas como la historia o la sociología? Ensenada, una memoria parece confirmarlo. Por eso, entre tantas otras cosas, se lee con avidez, con emoción y con placer.

MARTÍN OBREGÓN

Es Profesor en Historia y docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.

Un millón de bandas malas, de Lucía Brutta

CÓMIC

JAMES SCORER


Un millón de bandas malas (2017)
de Lucía Brutta

     A pasos de la avenida Warnes, con el trasfondo de una banda sonora de metal y los perfumes embriagadores del petróleo y la gasolina, se encuentra la librería de cómics y fanzines Punc. De algún modo, todas las librerías son ensamblajes; redes de textos que van y vienen, y que circulan entre los estantes y las manos. Pero no hay nada más punk que una tienda de cómics y fanzines en un rincón de la ciudad conocido por sus negocios de mecánica. Punc(tura?) es ensamblaje, y es estética DIY (Do it Yourself), es decir, la estética del fanzine.

     Entre las decenas de zines que vende la librería, encuentro Realiti de Lucía Brutta (2014), un cómic de bolsillo engrapado y fotocopiado, publicado por Burlesquitas Ediciones. En este fanzine, Brutta (que nació en Barranqueras, Chaco, en 1986 y luego se mudó a Buenos Aires) reflexiona sobre temas de percepción, visualidades cambiantes y realidades paralelas. Poblado por cabezas rapadas, piernas peludas, mierda, cadáveres en descomposición y saliva, Realiti es una opción apropiada para una librería cuyo nombre no responde tanto, o por lo menos no sólo, al punk como género musical, sino como forma de vida y como estética, precisamente, de los márgenes.

     El punk, cuenta la leyenda, fue inventado en Lima, no en Londres, como comúnmente se supone. La banda peruana Los Saicos ya estaba, en efecto, demoliendo cosas en 1964. No llama la atención entonces que Un millón de bandas malas, la colección de historietas que Brutta publica originalmente online entre 2015 y 2016, incluya una historia titulada “Lima dura”, en la que el protagonista masculino visita amigos en la capital peruana. De toda la colección, esta historia es quizás la que más se asocia al punk corrientemente entendido. Se trata de un relato poblado de gente vomitando, cortes de pelo mohicano y canciones antifascistas sobre corrupción política y revuelta antigubernamental.

     Así y todo, una lectura detenida revela más de lo que a primera vista suponemos es el punk aquí. Cuando los amigos protagonistas del relato escuchan una serie de canciones del ex cantante de Tontonzoides (presumiblemente una referencia a la banda Los Manganzoides), la historia no solo evoca los rasgos radicales del punk peruano sino que además los subvierte: el cantante, conocido por golpear a las personas con micrófonos y que ahora orquesta una multitud de cuerpos semidesnudos infundidos de drogas, sujetos que escupen y pelean sin cesar, se enfurece cuando el turista argentino arroja su cerveza desde la parte trasera de la sala y aterriza en su cabeza. “Lima dura” no es solo una versión irónica de lo que sucede cuando la performatividad violenta se vuelve hacia el artista; es también la historia de cómo un argentino encuentra su costado punk en la capital peruana.

     En Punk and Revolution: Seven More Interpretations of Peruvian Reality (2016), un libro publicado recientemente sobre el punk durante el período del conflicto armado interno en Perú, Shane Greene advierte que el punk queda siempre atrapado entre discursos de inclusión y prácticas de exclusión, ya sea en términos de raza, de clase, o de género. El punk, sostiene, vive negociando límites (políticos, sociales, incluso creativos). Debido a su intención de celebrar la crudeza estética y de resistir materialmente la cooptación de formas autónomas de creatividad, concluye, el punk es un medio de sub-producción. 

     Es aquí, creo, que Greene capta muy bien el espíritu punk de Un millón de bandas malas, porque las historias que componen la colección no son punk en su sentido más convencional. No todas las historias contienen la indignación, el asco y la violencia de “Lima dura”. De hecho, a menudo Brutta frustra las expectativas del lector o lectora sobre qué significa ser o verse punk. En “Las fisu”, por ejemplo, Blanca es erróneamente percibida como una mujer gay por su aspecto. Del mismo modo, la historia que abre el volumen, “Ya fue”, frustra las expectativas de violencia que supuestamente tienen los punk. Cuando estalla una pelea en el lugar donde han ido en busca de una prometedora banda, los dos protagonistas punks deciden escapar de los actos violentos del lugar y de las camisas manchadas de sangre. Identificados por error como los responsables de la pelea, contestan al unísono que “ya fue” todo.

     Un millón de bandas malas comienza con esta historia de hastío y de rechazo de las falsas promesas de aquellos que están drogados, borrachos y son violentos pero que, sin embargo, no son punk. Es una historia apta para incluir en una colección que está toda ella atrapada entre los tropos del exceso y la limitación. 

     Los cuerpos de Brutta son sitios de exuberancia y ruptura, sitios que producen vómito y semen, donde circula la droga, el alcohol y el deseo. Y, sin embargo, todo aquello está contenido en un territorio hecho también de límites, fronteras y códigos, ya sea socio-espaciales (como sucede en el viaje a “Zona Norte” en “Antifanzín”) o lingüísticos (en “Lima dura” un peruano advierte a su amigo argentino que “Jaja, Pato, cuando vayamos al concierto no le digas hijo de puta a nadie ni cariñosamente”).

     En su introducción al cómic, Fernando Wirtz llama la atención sobre la atmósfera festiva del universo pospolítico de Brutta, donde el Estado brilla por su ausencia, pero también cualquier tipo de acción partidaria asociada al macrismo o al kirchnerismo. No obstante, en los intersticios entre esos dos polos del presente argentino, Brutta construye un espacio reservado para un tipo de política que concibe al mundo desde una óptica menos nihilista de la que sugiere Wirtz.

     Un millón de bandas malas propone, por ejemplo, una lectura política de la ciudad. Los barrios periféricos del cómic son intersticios de la gran metrópoli capitalista moderna, espacios “exteriores” inherentemente incluidos en la gran ciudad a través de su propia exclusión. En “Antifanzín”, la protagonista viaja a una estación llamada “Zona Norte”, unas coordenadas que bien condensan la dinámica espacial del episodio. Lo hace para vender allí su publicación DIY (Do-It-Yourself). La historia critica el intento de los habitantes urbanos adinerados de la zona por apropiarse de la estética under. Y en “Las fisu”, los protagonistas viajan por la ciudad en bicicleta y visitan un bar donde son tratadas como sapos de otro pozo. Sin embargo, a pesar de no poder cumplir su objetivo de seducir a los hombres del lugar, las “fisu” terminan haciendo suyo ese lugar que las desprecia, como cuando abren a la fuerza una caja de electricidad de la calle para ocultar allí el vino a medio terminar que no pueden llevar adentro del local.

     En gran parte, la apuesta política de Un millón de bandas malas tiene que ver con la idea de supervivencia, y con cierta resistencia positiva expresada en frases como “a pesar de todo” o “ellos siguen ahí” (Wirtz). “Rock estar” es un buen ejemplo de esta perspectiva. Aquí Brutta parodia al rockero de mediana edad que aún vive con su madre y ve Mi gato endemoniado en Animal Planet. Pero la crítica al hombre de cuarenta que quiere volver a tener veinte no es, sin embargo, del todo cínica. Hay una suerte de afecto velado hacia la forma en que este personaje hace, por ejemplo, malabares con su paternidad y con su (más o menos) estilo de vida rockero. La historia termina con un final algo humorístico, cuando su hijo pequeño lo despierta para mostrarle la torta de cumpleaños que sus padres le habían organizado para celebrar sus 40, y ve que al lado está una mujer mucho más joven que había conocido en un concierto la noche anterior. 

     En cuanto a la política de género de Brutta, hay que decir que es marcadamente diferente a la establecida por aquellos que producen el fanzine con el lema “muerte al macho” en el relato “Antifanzín”. Veamos por ejemplo qué sucede en la historia “La grupi” que demuestra la transformación de la protagonista, Jessica, de ser una joven rockera a una groupie punk. Jessica se corta el pelo y se toma una selfie mientras de fondo flamea la bandera de la Union Jack estampada con la leyenda “Anarchy in the UK”. Hacia el final de la historia termina peleándose con otras groupies, practicando sexo oral al cantante Mauro Putos en unas escaleras, besando de “prepo” a un chico en el concierto, y acostándose con un hombre de mediana edad que ya tiene una hija adolescente.

     Brutta está aquí, creo yo, jugando con su personaje para ver hasta dónde llegará su conversión al punk. Y también hay una advertencia para los hombres: las groupies, señala el narrador, “son peligrosamente jóvenes”. Pero el momento más importante de la historia está en otra parte. En la página final, dos punks y una ama de casa discuten sobre la figura de la groupie y de cuánta conciencia tiene sobre su cuerpo. Como para contrarrestar sus puntos de vista, en la viñeta final Brutta nos muestra a Jessica caminando por la calle mientras escucha “Descocada” de Las Ultrasónicas, una canción de la banda mexicana de mujeres de la década de 1990 que celebra la libertad (sexual) femenina y se burla de las expectativas sociales sobre las mujeres. Su último gesto de rebeldía, en sintonía con su homónimo Jessy Bulbo, la bajista y cantante de Las Ultrasónicas, es consumir una píldora del día después. La suya no es tanto una política de la identidad, aun cuando esté en sintonía con ciertos rasgos de las campañas feministas de los movimientos de mujeres de los últimos años, sino una política de tirar todo a la mierda y de coger con quien sea. Al rechazar las expectativas y prejuicios sociales, la sexualidad de Jessica encarna una fuerza disruptiva que socava el valor atribuido a ciertos tipos de comportamiento punk.

     Por eso quizás se entienda mejor Un millón de bandas malas como una reflexión sobre el valor y, más específicamente, sobre la mierda. Los cómics de Brutta están, efectivamente, poblados de excremento. La introducción a Un millón de bandas malas está enmarcada por dos tuberías de alcantarillado que corren a lo largo de la página. Uno está anudado. La mierda, entonces, se filtra por las costuras y estalla en la otra tubería. Uno de los personajes de “Rock estar” lleva una camiseta estampada con la palabra “Caca” (palabra que también aparece en un póster en Realiti). Y el fanzine titulado Caca que aparece en “Antifanzín” es una cita del fanzine Caca: Historietas en proceso, escrito por la misma Brutta. 

     La mierda no solo se cita, sino que a menudo se deposita o incluso a veces se valoriza en el punk. Así y todo, la mierda no aparece referida directamente en Un millón de bandas malas (como sí lo hace en diferentes formas y texturas en las portadas de Caca) sino que opera como un tropo aludido, y nos invita a reflexionar sobre cuestiones de valor en relación a la industria cultural.

     El punto, para Brutta, no es tanto que haya una gran cantidad de música de mierda por ahí, sino más bien que tiene sentido seguir escuchándola. En ese gesto de ir a ver una banda de mierda se encuentra una despiadada crítica al mercado cultural. La página del medio del libro, ocupada toda ella con una imagen de un público multitudinario en un recital, celebra de este modo la experiencia colectiva de la música y también la de los cómics. Están allí los personajes de las historias reunidos en una muchedumbre cuyo lenguaje hablado no tiene sentido (“bla”, “bla bla”, “bla bla”, “bla”), es decir no dicen una mierda, pero cuyo baile, tatuajes, cuerpos perforados, sonrientes y humeantes están en sintonía, como lo está el color con el que están todos dibujados, un color verdáseo parecido, precisamente, al del excremento. Se trata en última instancia de una celebración por la unión y la comadrería que resulta, paradójicamente, de una comunidad vinculada por emblemas y premisas sobre la falta de valor. 

     De allí que “Antifanzín” sea una historia clave de esta colección. Escrita como una guía para conocer la cultura under, Brutta comparte con sus lectores bromas internas sobre el mundo de los fanzines, como cuando nos muestra a los aficionados leyendo las revistas en el puesto en lugar de comprarlas, o a sus amigas que ofrecen cuidar su puesto pero aprovechan lo que ganan con las ventas para tomar cerveza. La última página, que muestra lo que pasa cuando termina un encuentro de fanzineros y como una joven artista “apoya y asiste a todas las ferias de zines, sin importar el nivel de ventas”, es una celebración de compromiso con esa cultura.

     El hecho de que Brutta nos comparta su visión sobre el punk en un cómic es sin duda revelador. Los cómics señalan también las tensiones entre el punk y sus límites. Construido alrededor de bordes y de imágenes que se extienden hasta los límites de la página, y de un lenguaje que se alimenta de símbolos sobre las fronteras y cómo atravesarlas, el cómic se ocupa obsesivamente de su estructura y de la idea de disidencia. El uso de la página por parte de Brutta es bastante estructurado: está dividida en cuatro cuartos y las imágenes casi nunca van más allá del marco. Pero los cuadros dibujados a mano agregan un toque de estética bricolaje. También el uso del color en Brutta es a la vez limitado (usa un conjunto fijo de tonos en cada historia) y expansivo (de colores brillantes y dramáticos que cubren la página). Esas elecciones crean una dinámica que garantiza cierta homogeneidad icónica y la continuidad entre viñetas.

     Un millón de bandas malas juega además con el punk y sus límites porque el cómic se publicó originalmente en un sitio de web. La idea era hacerlo más accesible, y también quitarle algo de control al mercado, aunque es cierto que también deberíamos preguntarnos quién controla esta interfaz. En todo caso, Brutta, cuyos fanzines demuestran que la fotocopiadora todavía tiene valor para este tipo de publicaciones, nos invita al mismo tiempo a preguntarnos si sitios como Tumblr pueden acaso ser una forma de asumir la estética y la política DIY del punk en la nueva ecología digital y como desafío del fanzine en este nuevo milenio.

JAMES SCORER

Es profesor de Estudios Culturales Latinoamericanos en la Universidad de Manchester (UK). Es autor de City in Common: Culture and Community in Buenos Aires (2016) y coeditor de de Cómics y memoria en América Latina (2019). Investiga cuestiones de cultura e imaginación urbana, fotografía e historieta latinoamericana.