GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

Amsterdam seventies, de Jos Houweling

MUESTRA / FOTOGRAFÍA / CIUDAD

ANA BUGNONE | ELFI BEIJERING


Amsterdam seventies (2019)
de Jos Houweling

     La exposición Amsterdam seventies tuvo lugar en el Centre Pompidou de París entre el 6 febrero y el 29 de abril de este año. Se trata de una serie de collages de fotografías en blanco y negro tomadas por el holandés Jos Houweling que originalmente se publicaron en el libro 700 Centenboek Amsterdam en 1975, es decir, para festejar los 700 años de la capital holandesa. La muestra fue curada por Florian Ebner con la asistencia de Emmanuelle Etchecopar-Etchart y la producción de Céline Makragic.

     El Centre Pompidou compró los fotocollages originales de Houweling en 2016, sobre los cuales el curador Ebner dijo que son “una obra maestra de la fotografía de los setenta”, mientras que el artista expresó que “la clave es no pensar”. En el nivel 5, la Sale Focus del Musée recupera 233 planchas de collages colgándolas de las paredes, a los que se suma una vitrina con el libro original. Estos fotocollages, que en su momento funcionaron como una muestra del Amsterdam actual, hoy son archivos de un pasado no tan remoto, pero pasado al fin.

     Diversos títulos organizan un inventario de objetos y lugares, ordenados en clasificaciones, lo que parece ser el centro de la reflexión visual de Houweling. “Buzones”, “bicicletas”, “agua del canal”, “casas vacías” son algunos de los títulos del inventario. La ciudad de Amsterdam que retrata no es la imagen de las postales, de los míticos canales ni de los típicos edificios, sino la de la vida cotidiana, pero vista a través de una clasificación singular y, podríamos decir, caprichosa, como todas las clasificaciones.

     Podemos ver en esta muestra dos ejes estructurantes. Por un lado, carritos, ventanas, personas, bicicletas, carteles, bancos de plaza, relojes, pisos de adoquines, forman collages que, lejos de hacer hincapié en la belleza, la perfección o la pulcritud de sus espacios, se forman con fotografías de la vida diaria, urbana, común. Esta impresión coincide con una crítica que le hicieron cuando publicó el libro: que mostraba una ciudad pobre. Por otro lado, el fotógrafo busca retratar una estética típicamente amsterdamesa que suele ser ignorada, no vista o dada por sentada, pero que, sin embargo, deja su innegable huella en la manera de experimentar/vivir la ciudad. Esto se percibe, por ejemplo, en los timbres: los habitantes de Amsterdam los ven muy a menudo, pero no son usuales en todas partes. Esto se relaciona con un factor identitario que los fotocollages muestran y que va más allá del mostrar la vida cotidiana. Es como si Houweling dijera con cada foto: Amsterdam es la caca de perro, estas ventanas, la basura puesta de este modo, y así consigue despertar la experiencia sensorial – “no pensar”- de caminar por Amsterdam. El fotógrafo les pone a los amsterdameses en la superficie, les hacer ver -pero también sentir- una estética que está impresa en el inconsciente, mientras que a los no locales les permite hurgar en una especie de mundo interior del habitante de la ciudad.

     Rejillas de gas y alcantarillas, puentes comunes y levadizos, automóviles cubiertos con fundas y cochecitos de bebé, ropa colgada de las ventanas, banderas y carteles que piden que los autos vayan más despacio y que tomen más en cuenta al peatón, señales de tránsito y códigos para los bomberos, cortinas muy reconocibles para un habitante local y adornos, plantas que crecieron en grietas del piso y macetas perfectamente adornadas, casas majestuosas y juegos de plaza son dispuestos en duplas que, en su conformación visual, dialogan entre sí. Houweling nos recuerda a Raymond Williams, cuando, para definir la cultura, dice que es algo ordinario, de todos. Si bien el Pompidou en su gacetilla de prensa afirma que estos collages son la declaración de amor del fotógrafo hacia su ciudad, pareciera ser que, si es tal, es una declaración sobre lo ordinario de la ciudad en su totalidad.

      En esta muestra hay algo más que opera como un efecto visual disparador: la repetición. Los objetos o espacios elegidos son retratados muchas veces y cada collage recoge estas imágenes repetidas, aunque nunca se trata de la misma. Esto nos remite al inconsciente sensorial del amsterdamés, que Houweling consigue sacudir con su serie: ordena estas imágenes hiperconocidas para los locales para desfamiliarizarlos y hacerles ver lo que se deja de percibir por acostumbramiento. Para el que observa desde afuera -aunque que su público primario es holandés-, Houweling toma al turista de la mano y le enseña. Personas diferentes se posan sobre las ventanas, cada una con su gesto, su rostro, su movimiento, pero todas sobre ventanas de casas. Lo mismo sucede con las personas fotografiando, o los carteles de tránsito. Cada collage, así, tiene un leit motiv que lo estructura. La repetición podría ser, en este caso, un síntoma de singularidad, en tanto es en esa reiteración del mismo tema que saltan a la vista las diferencias.

El tema de la ciudad no es nuevo para la fotografía y en la década de los setentas había una inclinación a pensar las ciudades como sitios aptos para la producción artística. Los espacios son siempre construcciones sociales, como nos señala Lefebvre, y, al mismo tiempo, contienen la memoria del pasado, podríamos decir, como un palimpsesto. Este término griego que significa “volver a raspar” para escribir nuevamente en un mismo documento, podemos pensarlo para los espacios de las ciudades como una superposición de tiempos y materialidades. ¿Qué hay en estas fotografías de su propio pasado y qué queda hoy del Amsterdam de los setentas?, ¿queda algo más allá de sus edificios eternos?

     Para esta pregunta por la materialidad y el tiempo en los collages, por un lado, podemos fácilmente remitirnos a cierta perpetuidad de las clásicas ventanas de la arquitectura holandesa que se mantienen en pie en Amsterdam desde hace cientos de años, lo que nos habla de la permanencia y, por otro lado, las personas, las modas, los objetos demuestran lo transitorio, lo que ha mutado. Además, los relojes que Houweling capta en secuencias, así como los espejitos para espiar desde la ventana quién toca el timbre (spionnetje), son síntomas de otro tiempo. Entonces, si nos preguntamos qué nos queda hoy de estas fotografías o, mejor dicho, qué hacemos hoy con ellas, qué hace un archivo en un museo actual, qué vemos ahí, la respuesta, posiblemente esté en la categoría de lo ordinario. Digamos, lo ordinario que no es lo tosco ni lo chabacano, sino que se expresa en la pura experiencia sensorial. De este modo, los fotocollages activan diferentes sentidos aparte de la vista: los timbres, al oído y al tacto, la caca y los contenedores de basura, al olfato. Houweling logra acercarnos a una experimentación que insinúa una vida común y compartida, cuyas sus temporalidades están superpuestas.

     Hay un punto interesante que son las fotografías de grafitis. Si, como decíamos, el espacio es construcción social y jamás pura producción física, los grafitis son un elemento clave de la expresividad que permiten las ciudades, una muestra material de su cualidad social y, como afirma Lefebvre, política. En la medida en que el espacio es político porque en él se entrañan disputas de poder por su regulación, ocupación y, en definitiva, producción, los grafitis enfatizan ese punto crucial. Los que retrata Houweling son muy diversos y la selección no parece obedecer a un único tema. Allí aparecen textos políticos como “Terror de los dueños de casa”, “Paz”, “Paz para Vietnam”, “Viviendas más baratas ahora”, “No manden dinero a la OTAN”, “Basta de violación” “Manifestación para Cambodia 25 de agosto”, “Lea a La juventud roja” “Manifestación por Vietnam el 22 de diciembre”, “Ella está por llegar” (con el símbolo feminista), “No al flúor”. Además, fotografía carteles con el símbolo de la paz, que piden viviendas más baratas y el fin del patriarcado. Pareciera que Houweling busca juntar las voces diversas que componen en ese momento la historia la ciudad y su orientación ideológica. También incluye grafitis con voces de otra índole, como “Hijo de puta”, “Estamos locos”, “Enano”, “Mojado”, “Ajax” (el equipo de fútbol de Amsterdam) que completan el concierto de expresiones e ideas que conforman la ciudad.

     Sin dudas, la materialidad común de la ciudad y la sensorialidad del amsterdamés son los ejes fundamentales de la obra de Houweling y nos permiten interpretar, ver ahí, no lo aurático, atemporal, sino lo específico de un momento y tiempo determinados, incluso si se trata de diferentes tiempos y experiencias. El fotógrafo capta con la cámara situaciones que, indefectiblemente, pueden cambiar y, de hecho, cambiaron. Un presente único, como todos los presentes.

ANA BUGNONE

Es Licenciada en Sociología y se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de La Plata. Es profesora de Cultura y sociedad y del Taller de Sociología del Arte en la misma universidad. Investiga sobre procesos socio-culturales y artísticos.

ELFI BEIJERING

Es Licenciada en Análisis Cultural y en Estudios Latinoamericanos, también Magister en Estudios Latinoamericanos: Análisis cultural por la Universidad de Leiden (Países Bajos). Su tesis trató sobre la relación entre paisaje e identidad en las obras de Guimarães Rosa y Mia Couto.

Voces de Chernóbil, de Alexiévich

HISTORIA / TESTIMONIOS

CLAUDIA BACCI



Voces de Chernóbil.
Crónica del futuro (2015)
de Svetlana Alexiévich

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     Al comienzo de su libro, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, Svetlana Alexiévich señala que “Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Tal vez el enigma del siglo XXI. Un reto para nuestro tiempo. […] Y sin embargo, después de Chernóbil algo se ha vislumbrado.” A más de 30 años de esa catástrofe, el enigma continúa abierto.

     A comienzos de este año, la cadena HBO estrenó una miniserie (Chernobyl, cinco capítulos) inspirada en la obra de Alexiévich que recupera algunas de las verdades que llegaron a conocerse sobre la explosión de uno de los reactores de la Central nuclear el 26 de abril de 1986. Con mediciones de audiencia que se cuentan en millones a nivel mundial y rodeada de una gran controversia tras su estreno en Rusia -donde se acusa a HBO de deformar la verdad-, la miniserie retoma algunos de los tramos e historias más perturbadoras del libro de Alexiévich, aunque la relación con éste no es claramente referida en los créditos finales. Las imágenes y relatos de la miniserie y del libro no cierran el enigma de esos hechos, apenas nos ofrecen un resquicio, un ángulo posible desde el que tratar de comprender una forma del fin del mundo, así como la emergencia del mundo pos Chernóbil.

     ¿Pero cuándo fue la primera vez que oímos hablar de Chernóbil acá, en el sur del mundo? ¿Por qué Chernóbil le dice algo a este mundo-pos? ¿En qué idioma o con qué imágenes traducir “el mundo de Chernóbil”?

     Recuerdo la primera vez que oí la palabra en una canción de Los Redonditos de Ricota, Jijiji, que terminaba con el ulular de sirenas al grito de “¡Chérnobil! ¡Chérnobil! ¡Chérnobil!”, así, con el acento cambiado. Era octubre de 1986, en una ciudad de provincia, la canción imaginaba “una noche de cristal que se hace añicos”, una pesadilla real al final de nuestra primavera democrática. Los diarios hablaban del potencial destructivo de la radiación liberada en el accidente comparándolo con los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial: era 500 veces mayor.

***

     En el Prólogo de La Condición Humana (1958), Hannah Arendt llamaba a “pensar en lo que hacemos” como una tarea impostergable para nosotres, criaturas terrestres, porque si bien el artificio humano es lo que separa a los hombres de los animales, la vida humana continúa ligada a la naturaleza de la misma forma que lo están todos los seres vivos.

     En este mismo sentido, Alexiévich cuenta en una entrevista concedida a Pilar Bonet para el diario El País de España en junio de 2019, que visitó Chernóbil apenas cuatro meses después de la explosión del Reactor nuclear 4, ocurrida el 26 de abril de 1986 (los trabajos de contención del desastre duraron más de un año, y continúan hasta el presente), y explica que de inmediato comprendió que no se trataba “del ser humano en la historia, sino del ser humano en el cosmos.” Fue en ese viaje que comenzó a tomar testimonios de residentes, soldados, médicos, entre otros, pero le llevó diez años completar el proyecto de este libro publicado originalmente en bielorruso con el título La plegaria de Chernóbil (1997). 

     Nacida en la inmediata posguerra en Ucrania, aunque reside desde muy joven en Minsk (Bielorrusia), desarrolló su carrera de periodista y escritora al compás de la Perestroika, mucho antes del Premio Nobel recibido en 2015 que la hizo famosa mundialmente. Sus seis libros publicados son independientes entre sí pero articulan un proyecto global que tiende un arco entre generaciones para recorrer algunos de los acontecimientos más importantes de la vida social y política de la ex Unión Soviética. Desde La guerra no tiene rostro de mujer ([1985] 2015) y Últimos testigos: Los niños de la Segunda Guerra Mundial ([1989] 2016), donde recoge las memorias de quienes atravesaron el periodo entre la revolución de 1917 y la Segunda Guerra Mundial, su obra llega hasta Los muchachos de zinc ([1991] 2016) y El fin del “Homo sovieticus” ([2013] 2015), en los que explora las encrucijadas del fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1991 a través de los relatos de los soldados rusos en la primera guerra de Afganistán (1979 a 1989) y de quienes vivieron el derrumbe de la URSS como una pérdida personal de sentido a la vez que el inicio de nuevas formas de la vida en común y de la política. Su apuesta es componer un mundo polifónico de voces y una historia de los afectos que modelaron esas experiencias, reactivando las capas de memorias y de olvidos, sin evitar ni subestimar la complejidad, la ambigüedad y las contradicciones de eso que llama “el alma ruso-soviética”. 

     Desde una perspectiva crítica de la ingenuidad narrativa, la escritora bielorrusa no busca recomponer una verdad que complete el relato sobre la catástrofe nuclear, sino mostrar sus grietas, sus contrasentidos, la carga de humanidad de esa tragedia. Si el pasado está perdido para siempre entre nosotros, contemporáneos de Chernóbil, necesitamos más que nunca de los relatos y memorias de testigos que nos vuelvan a mostrar el momento en que ese mundo, el que vivía a la vera de Chernóbil, se topó de golpe con su final. Esta es, creo, la gran a puesta de Alexiévich a lo largo de su obra, recuperar por la memoria lo que fue perdido, desguazado y colocado bajo un cofre de zinc y cemento, las vidas del pueblo, del común, en las ciudades y en el campo, durante el corto siglo XX que va desde 1917 a 1991 en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y hacerlo con una mirada ética y solidaria del sufrimiento.

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     La temporalidad demorada de la escritura de este libro de Alexiévich representa la densidad del esfuerzo de quienes testimoniaron así como su propio proceso de rescate de las voces silenciadas y omitidas, las palabras incómodas y las plegarias persistentes de quienes todavía viven bajo los efectos del desastre en la región. Aunque esos destinos son colectivos, la escritora prefiere trabajar las voces a la manera de una composición musical, un concierto donde las historias, las creencias, las desconfianzas, ilusiones, esperanzas y temores que se juegan en cada testimonio que recoge, vibran por sí mismas a la vez que integran la melodía general y le dan cuerpo. Emprende así un proceso de memoria que va y viene sin cesar de ese momento en que nada sabíamos del mundo pos atómico, hasta un presente en el que nuestra visión del mundo ha sido trastocada de forma irremediable, nuestro mundo es pos Chernóbil, pero también es del futuro, repite el coro de voces.

     Apenas una “Nota histórica” aporta algunos datos acerca de la construcción en la década de 1970 de la Central Nuclear “Vladimir Ilich Lenin” en la zona de Chernóbil, a pocos kilómetros de la ciudad modelo de Prípiat (Ucrania) –lugar de residencia de los trabajadores de la Central- y de la frontera con Bielorrusia. Esos datos de contexto sirven para delinear brevemente los hechos previos a la explosión y sus consecuencias políticas y sociales, junto con un “Epílogo” que cierra el libro con el presente de la región a comienzos del siglo XXI. 

     Como una especie de muñeca rusa al revés, Alexiévich nos lleva en un viaje desde lo más singular de la experiencia de esta catástrofe humana hacia las nuevas formas de solidaridad y movilización política que en 1989 tomaron la causa de las niñas y niños afectados de Chernóbil, y la conectaron con una Europa que aspiraba a mostrar la “cara humana” del capitalismo triunfante tras la caída del Muro de Berlín. 

     El conjunto de cuarenta y dos “Monólogos” y tres “Coros” que reúnen los testimonios recogidos se organizan en tres partes –“La tierra de los muertos”, “La corona de la creación” y “La admiración de la tristeza”-, enmarcadas por dos capítulos titulados “Una solitaria voz humana”. Estos dos capítulos sobre la “solitaria voz humana” recogen los testimonios de Liudmila Ignatenko, esposa de Vasili Ignatenko, uno de los bomberos de Prípiat que asistió a los primeros llamados desde la Central, y el de la esposa de un liquidador encargado de desconectar la electricidad de las casas de los pueblos alrededor, Valentina Timoféyevna Ananasévich. Estos dos testimonios dan la clave del libro, como aclara Ignatenko: “Pero yo le he hablado del amor… De cómo he amado”. Así, los horrores y la desesperación nos llegan arropados con palabras de amor, del amor por sus esposos, sus hijos e hijas, sus familias y vecinas, la tierra y las labores del campo, la vida tranquila de una ciudad lejos de la capital y también por la vida bajo el socialismo. 

     Alexiévich suele incorporar en sus libros alguna reflexión sobre la construcción de los testimonios, sobre las circunstancias de su trabajo de transcripción y montaje para construir la trama de testimonios –muchas veces anónimos, como en Los chicos de zinc– y asume en primera persona el tono y la responsabilidad del hilo narrativo. En este libro, su voz se hace presente en la “Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo”, donde señala su distancia con “el mundo de Chernóbil”. Esta distancia es la que la lleva a recuperar esas voces, una distancia empática que quiere comprender ese momento en que se produjo una pausa en el mundo, “Un momento para la mudez”. Desde su lugar de enunciación se propone escuchar esa mudez, para luego intentar deshacerla con palabras que permitan decir todas las historias

Un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros. Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo hombre

     Los testimonios agrupados en diferentes “Monólogos” recorren así las emociones y reflexiones de innumerables testigos que revelan la confianza ingenua de la sociedad soviética en el “átomo trabajador de la paz” –en contraposición al “átomo bélico”- que permitía el desarrollo energético de la ahogada economía rusa, dependiente del carbón. También denuncian la burocratización de la ciencia aplicada y de las políticas de desarrollo regionales, como señala Zoya Danílovna Bruk, una inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza

Cada uno encontraba alguna justificación. Alguna explicación. Yo he hecho el experimento conmigo misma. Y, en una palabra, he comprendido que en la vida las cosas más terribles ocurren en silencio y de manera natural

     Otras voces destacan el heroísmo genuino de quienes se ofrecieron voluntariamente a trabajar en la zona de exclusión, así como el orgullo de quienes defienden la vida bajo el socialismo y se niegan a abandonar sus tierras pese al riesgo de vida. También se escuchan las voces de quienes no tienen otro lugar al que irse porque han llegado a Chernóbil escapando de guerras y crisis en otras regiones de la ex URSS. El apego a la tierra y a las pequeñas comunidades resuena a cada paso para rememorar un mundo que ya no tiene lugar, y también para imaginar el mundo después, como Anna Petrovna Badáyeva, residente en la zona contaminada, que narra

Cuentan que las ranas y las moscas se quedarán, pero los hombres, no. La vida se quedará sin los hombres. Cuentan cuentos y más cuentos. ¡Y al que le gusten es un bobo! Pero no hay cuento sin parte de verdad. Es una vieja canción.

     Cada una de las tres partes en que se agrupan los testimonios cierra a su vez con “Coros” en los que algunas voces ganan espesor y dramatismo. Estos coros son los de los soldados que asistieron como voluntarios o que fueron enviados a trabajar en la “limpieza” del Reactor sin conocer el peligro de la tarea, o que trabajaron como “liquidadores” en la zona, en el control de la evacuación de los habitantes, la eliminación del ganado y mascotas en las zonas de mayor radioactividad, y en el “entierro” en fosas de hormigón de los automóviles, efectos personales, casas y hasta la cosecha de las huertas. Habla también la voz coral del pueblo de a pie evacuado en tiempo récord. Finalmente, hablan las niñas y niños que recuerdan la evacuación, muchos de los cuales enfermaron por la radiación, que añoran a sus mascotas y los juguetes que debieron abandonar para siempre sin saberlo.

***

     La zona de Chernóbil es una región boscosa atravesada por ríos, con una importante población campesina, mucha de la cual trabajaba diariamente y a medio tiempo en la Central nuclear. En 1986 la radiación se extendió por toda Europa, llegando incluso a algunas zonas del Pacífico. En 1987, el Reactor 4 fue cubierto con un “sarcófago” de hormigón construido sobre el núcleo cuando dejó de “arder”, y en 2016 se construyó una nueva cubierta de acero para contener las filtraciones radioactivas. Sin embargo, el Chernóbil de hoy tampoco puede ser traducido en un mero reflejo de los terrores que despertó en el pasado.

     Después de 33 años, pese a los pronósticos que anunciaban la inhabitabilidad de la zona de exclusión de Chernóbil, sus bosques están habitados por una importante biodiversidad, se recuperaron algunas especies amenazadas en Europa y se observan respuestas adaptativas de la fauna en la zona bajo control de Ucrania, tal como señalan las conclusiones recientes de un simposio sobre el impacto en el medioambiente de la exposición prolongada a la radiación. Este es el mundo pos Chernóbil que nadie imaginaba, un mundo poshumano que convive con las ruinas de la era nuclear y con las catástrofes que se repiten como si fueran por sorpresa (Bophal, Fukuyama, Brumadinho), como nos recuerda Alexiévich

Ha cambiado todo. Todo menos nosotros. (“Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo”)

CLAUDIA BACCI

Profesora de teorías feministas y sociología, y estudios de memoria en las Universidades de Buenos Aires y Nacional de La Plata. Es socióloga e investiga temas de memoria, género y procesos de justicia en la Argentina y América Latina.

Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, de Ricardo Piglia

NOVELA

GERALDINE ROGERS



Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices (2016)
de Ricardo Piglia

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La interrupción continua

    

     Quien haya leído alguna vez a Borges o a Piglia ya lo sabe: no hay buena lectura sin sospecha, así que no conviene dejarse llevar por la primera impresión, empezando por el título de este segundo tomo, Los años felices, de Los diarios de Emilio Renzi.

     La felicidad puede durar poco. En este caso menos de una década, de enero de 1968 a diciembre de 1975. A fines de ese año el escritor tiene 36 de edad, un libro a punto de salir y acaba de ser premiado en un concurso literario presidido nada menos que por Borges. Mientras sus principales deseos se hacen realidad (escribir, publicar, obtener reconocimiento), fermenta el golpe cívico-militar que terminará de concretarse poco después. La superposición entre el deseo realizado y la tragedia colectiva que se avecina genera un efecto de ironía trágica. Imposible borrar lo que ya sabemos: la amenaza de interrupción ya está ahí. 

     Porque ¿qué era la felicidad sino intensidad y expansión de la vida en una etapa argentina de actividad cultural creciente y promisoria, en un marco de singular efervescencia, con arriesgadas apuestas a futuro? 

     “Esa multiplicación posible de sí mismo, que es la felicidad” -dice el epígrafe del primer tomo- era real. Resumamos en pocas líneas el aparente argumento: un joven de 17 años descubre su ferviente deseo de ser escritor, se muda primero a La Plata y después a Buenos Aires, centro del mundo editorial donde una década más tarde ve su deseo realizado: vive de la escritura (claro, no sin contradicciones, es habitual el conflicto de los escritores con el dinero). Edifica su proyecto literario. En bares, editoriales y redacciones discute sobre literatura y actualidad política con Manuel Puig, Augusto Roa Bastos, José Sazbón, David Viñas, León Rozitchner, Andrés Rivera, Jorge Álvarez, Pirí Lugones, Carlos Altamirano, Abelardo Castillo, Germán García, Haroldo Conti, entre otros. Reconoce como interlocutoras a unas pocas intelectuales mujeres: Josefina “Iris” Ludmer tiene la inteligencia clara como el cristal; con Beatriz Sarlo comparte algunos proyectos pero no su perspectiva sobre literatura; María Teresa Gramuglio al menos sabe leer; las demás son amigas protectoras (Beatriz Guido), amantes bellas, amorosas y a veces un poco locas. Trabaja en publicaciones periódicas de Vanguardia Comunista. Mientras construye su obra artística, se gana la vida redactando notas para revistas y periódicos, dirige colecciones de libros y recibe crecientes demandas del mundo editorial, donde despliega su oficio con notable libertad: elige temas, rechaza ofertas, impone criterios. Se entusiasma imaginando una colección de novela policial -la narrativa de más alta calidad que por entonces dice haber leído-, y la concreta ese mismo año en la Serie Negra de la editorial Tiempo Contemporáneo, viendo confluir sus esperanzas literarias y económicas. Mientras tanto, prepara otra colección para Jorge Álvarez, entre una infinidad de tareas donde invierte tiempo, destreza e ingenio. Los años felices son propicios para desarrollar proyectos individuales y colectivos: revistas político-culturales vinculadas a grupos intelectuales que piensan en marcos más amplios que los del mero destino privado, una industria cultural floreciente y atractiva, colecciones de libros destinados a lectores ávidos y numerosos realmente existentes, revistas que pagan bien las colaboraciones: un exuberante mundo cultural que contrasta con el desierto impuesto tras el golpe cívico-militar de 1976, cuando toda esa vitalidad sea arrasada sin dejar rastros a la vista. 

     Precisemos: la felicidad era relativa. Junto a las crisis personales más o menos episódicas, los “años felices” incluyen el golpe de Onganía, censura y persecución, la intervención de las universidades, el asesinato de Emilio Jáuregui, la masacre de Trelew, la vida errante de un redactor que trabaja para una revista maoísta y no puede dormir dos noches en la misma casa. Pero todo eso era poco comparado con lo que vino después. 

     “Una felicidad que nunca tuve pero que cada día añoro más” dirá cuando la sienta perdida, entre la insatisfacción y los conflictos. Al mismo tiempo que participa de la vida cultural intensamente colectiva Renzi entraña, a contrapelo de los tiempos, un impulso antigregario. Se siente agobiado por la sociabilidad excesiva o preocupado porque lleva días sin avanzar en su novela, se aburre en el mundillo cultural. ¿Cómo dedicarse a la escritura deseada (atenta a las reglas del arte, incondicionada, ajena a las demandas del mercado o la política)? ¿cómo hacerlo entre tanta actividad que cada vez le interesa menos, y que requiere el esfuerzo de consensuar criterios o soportar puntos de vista derivados de diversas tentativas grupales que siente cada vez más ajenas? Su ideología de artista busca preservar la literatura de la injerencia externa. Frente al “hombre de acción” encarnado por muchos de sus amigos elige al “indiferente”, el escritor que no quiere otra cosa sino construir su obra (pero “aquí todo es política, la literatura es tan remota como el pasado mismo. Entre ganarnos la vida y sacarnos de encima la realidad se nos va la juventud”). 

     Renzi, hijo de un peronista encarcelado tras el golpe de 1955, “ese hombre golpeado por la historia”, había publicado un primer relato (“Desagravio”) donde narraba el bombardeo del 16 de junio a Plaza de Mayo. En su cuaderno de 1969 anota que para él “no hay otra salida que el aislamiento absoluto, vivir fuera de todo, en un espacio cerrado, sin futuro. No me queda otro camino que aprender a cerrarme, a refugiarme en una zona propia, altiva, amurallada, y trabajar como si el mundo no existiera”. Quien eso escribe es (¿otro?) Renzi, que en 1973 está en Plaza de Mayo cuando asume Cámpora y también en “la noche inolvidable frente a la cárcel de Villa Devoto” cuando la multitud logra la liberación de los presos políticos hasta que por la represión “nos dispersamos”. En su cuaderno de 1971 el (¿mismo?) escritor anota: “Me encierro, cierro la puerta, clausuro el teléfono, dispuesto a escribir todo el día (…). Por supuesto, la literatura es mi coartada: lo que busco –lo único que busco- son estas fugas de la realidad. Encerrado, todas las persianas clausuradas, con luz artificial (…) mientras yo estoy oculto, la realidad política sigue su curso: cuando salgo a la calle me entero de que un presidente militar ha sido suplantado por otro”.  La contradicción se va desplegando entre lecturas deslumbradas por Brecht, Benjamin y Tretiakov, a lo que hay que sumar la impronta de Walsh, que en 1970 sigue pensando formas complejas de articulación entre literatura y política, y se lo cuenta a Ricardo Piglia en la monumental entrevista titulada “En la Argentina de hoy es imposible hacer literatura desvinculada de la política”. 

     Pero ¿en qué consiste ese vínculo? Walsh piensa, al mismo tiempo que piensa en un nuevo tipo de sociedad, en la invención de nuevas formas que superen la forma burguesa de narración por excelencia que es la novela. Renzi también, pero centra la cuestión en la elección de los procedimientos, “No importa el tema sino el tipo particular de construcción y circulación de lo que hacemos”. La cuestión atraviesa todo el segundo tomo. Del curso que fue tomando una historia colectiva signada por la interrupción y la derrota, deriva tal vez la solución simple que a veces parece imponerse. Ella sugiere que en un país como la Argentina sería posible hacer algo (la literatura, entre otras cosas) al margen de la política. Que un escritor, solo con proponérselo a título individual, podría mantenerse del otro lado de la frontera imaginaria para dedicarse a la literatura, a diferencia de otros que, en cambio, se habrían alejado de ella para entregarse a la acción, como reza un insistente lugar común que uno de los avatares del propio Renzi anota así: “mi obsesión por la literatura (que no pienso abandonar nunca); en el aire está el ejemplo de Walsh, que abandonó la ficción para dirigir el diario de la CGTA. Walsh me había convocado para el proyecto, pero yo rehusé”. La formulación tambalea ante preguntas que (¿el mismo?) Renzi anota “¿en qué momento la vida personal se cruzó o fue interceptada por la política?”. La cuestión insiste casi como idea fija ¿qué es personal y qué es histórico en una vida? “La experiencia personal, escrita en un diario, está intervenida, a veces, por la historia o la política o la economía, es decir, que lo privado cambia y se ordena muchas veces por factores externos. De manera que una serie se podría organizar a partir del cruce de la vida propia y las fuerzas ajenas, digamos, externas, que bajo los modos de la política suelen intervenir periódicamente en la vida privada de las personas en la Argentina. Basta un cambio de ministro, una caída en el precio de la soja, una información falsa manejada como verdadera por los servicios de información o de inteligencia del Estado, y cientos y cientos de pacíficos y distraídos individuos se ven obligados a cambiar drásticamente su vida”. 

     La obra maestra de Piglia está construida con un procedimiento formal específico, que es el que define al género “diario”, aquel que anuda tiempo y escritura en una continuidad que no está dada de antemano. Ese procedimiento (y no el tema, diría Renzi) es el que trae a la lectura una cuestión que interesa: cómo se construye la continuidad de algo y cómo se interrumpe: “hay que hacer una teoría de la interrupción: quién interrumpe o qué, y cuál es la situación que es “frenada” y debe cambiar de dirección”. Hoy, como siempre, es imposible hacer literatura desvinculada de la política.

GERALDINE ROGERS

Es profesora de Literatura Argentina en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP e investigadora del CONICET. Es autora del libro Caras y Caretas. Cultura, política y espectáculo en los inicios del siglo XX (2008).

Modo linterna, de Sergio Chejfec

NARRACIONES

IGNACIO BARBEITO



Modo linterna (2013)
de Sergio Chejfec

Modo linterna

 

El merodeador

    

     La del merodeador es una figura sometida a sospecha. Para quienes observan su andar vacilante, su indefinición es causa de inquietud y alerta. La época que otorgó cartas de ciudadanía académica a las filosofías de la sospecha no se las avino del todo bien con aquellos que se resisten a ser identificados, moviéndose de un lugar a otro. Las filosofías de la sospecha definen a sus enemigos, los asedian sin cesar, de todas las maneras posibles, y con ello ganan su derecho de residencia, siempre y cuando sepan mantener en pie al enemigo. Pero con los merodeadores no se sabe: ¿cuáles son sus propósitos? 

     Las narraciones de Sergio Chejfec incluidas en Modo linterna (2013), así como otras que les anteceden, portan todos los atributos de un paciente merodeo en torno a lo que podemos llamar, con él, la experiencia. En este estrato de la existencia humana convergen realidad y literatura. Es probable que solo un argumento comercial pueda persuadirnos de que las narraciones incluidas en Modo linterna son cuentos, tal como se anuncia en la tapa del libro, editado por Entropía. Su lectura, en cambio, nos exige desprendernos de afanes taxonómicos para entregarnos a un repertorio de derivas descriptivas más atentas a la escansión del espacio que a la sucesión temporal. Lo que parece presentarse como un cuento desemboca en una digresión ensayística o en el esbozo de un proyecto de escritura, como si, recordando a Saer, la narración se desarrollase a la manera de una praxis que segrega su propia teoría. Igualmente, lo que se asemeja a un ensayo se ve de pronto interrumpido por el relato de una anécdota o de un encuentro entre dos viejos conocidos. En la confusión de géneros, justamente, Benoît Coquil ha identificado una de las estrategias formales de las que se sirve Chejfec para hacer de la lectura de sus textos una prueba de paciencia y errancia.

     Por otra parte, las narraciones de Chejfec se asemejan más a ejercicios de documentación y exploración antropológica que a relatos ficcionales. Su método, si cabe llamar así a lo que les otorga una forma, emula una caminata sin destino prefijado. Caminata, y no paseo; en este último Chejfec advierte una inclinación a la complacencia, contraria a la experiencia de la simultaneidad multifacética de la que procura dar cuenta. Por supuesto, estas narraciones no dejan de ser ficciones, en el sentido de ser algo construido y artificialmente dispuesto, pero la clave de su lectura no pasa tanto por la identificación de personajes o por el seguimiento de una trama que se desenvuelve progresivamente hacia una conclusión. Se trata, antes bien, de acompañar el barrido de una mirada a través de su expresión lingüística, abordando la escritura como el registro de lo percibido durante un desplazamiento a pie y algo caprichoso por el espacio circundante del narrador.  A los narradores no debería exigírseles mucho más, según reflexiona uno de los difusos personajes del relato “Una visita al cementerio”; no más que “una irradiación discontinua, por otra parte sin resultados garantizados”. 

     Las ficciones de Chejfec no ratifican la decisión de no verdad a partir de la que se despliega el territorio de la literatura moderna. No se inscriben ni deliberada ni inevitablemente en el campo de lo imaginario. Por el contrario, el régimen de verdad que impide a la literatura el ejercicio de la atribución de decir lo real resulta suspendido por un registro de escritura que va hacia las cosas tal como estas se manifiestan, no precisamente en una presunta objetividad sino en una construcción o escena cuyo montaje es de factura humana. De aquí que cuanto más riguroso se torna ese registro más vacilante e intangible se presiente la realidad de lo que se ofrece a la percepción. En este punto, la densidad de la experiencia y la espesa selva virgen de lo real se confunden sobre un mismo plano. Un plano, de nuevo, incierto. Ni primacía del objeto ni soberanía del sujeto; antes bien, el incesante restablecimiento y disolución de ambos en el entre dos del lenguaje.

     De aquí la importancia del paisaje, recurrente protagonista de los relatos de Chejfec, pero también objeto de una persistente reflexión. Por una parte, el protagonismo del paisaje, como experiencia atiborrada de enlazamientos temporales y espaciales, a menudo antojadizos; su retraducción a signos escritos, su alojamiento precario en el horizonte mental de los eventuales narradores y la certeza de su transfiguración en el curso del tiempo bloquean el riesgo siempre latente de su naturalización. En los relatos de Chejfec, por el contrario, la inmediatez artística del paisaje es sometida a un conjunto de operaciones de desacople y problematización, que fuerzan a interrogarse por la historicidad y por el carácter artificioso de lo que se ofrece a la mirada, impidiendo su idealización. Así, en “Donaldson Park” la disposición armónica del paisaje encubre una despiadada lógica de transformación económica. Por otra parte, el observador no es un mero contemplador: la asimilación artística del paisaje resulta evidenciada en su simbiosis ideológica o, como en “El testigo”, en una arbitrariedad subjetiva que no se sustrae a la confrontación entre memoria y presente, tornando al observador un ser fronterizo, sometido a una inquietante inestabilidad.  

     A un procedimiento de algunos parecidos respecto del empleado por Chejfec, Annie Ernaux lo denominó “escritura fotográfica” y Rudy Kousbroek “fotosíntesis”. Sobre el umbral del fin de la Historia, donde los hombres merodean desocupados, sin rol histórico que cumplir más allá de las mil premuras que embargan su cotidianeidad, en la fotografía se presiente una nueva infancia para la literatura. De alguna manera, este es el tema de otro de los relatos incluidos en Modo linterna, “Novelista documental”: el valor documental de la fotografía y las circunstancias de producción del documento fotográfico se convierten en la condición de posibilidad del relato. Ya no la historia como literatura ni el escritor buscando un entierro decoroso ante la intimidante sucesión escalonada de marmóreos prodigios; pero tampoco la verdad. Lo que cuenta ahora en relación con la literatura es su relevancia. Se trata de dilucidar en qué medida la literatura puede decir algo significativo acerca de un mundo cuyo mobiliario parece ya completamente inventariado. 

     Es claro que desde una perspectiva como la de Chejfec la posibilidad de la literatura de decir algo significativo sobre el mundo no se resuelve ni se resolverá por el lado de lo dicho o por el de los contenidos de la representación, como si uno y otro pudieran disociarse. Si hay una politicidad de las prácticas artísticas y, en particular, de las prácticas vinculadas al trabajo sobre el elemento del lenguaje, esta radica fundamentalmente en su capacidad para volver manifiestas, acentuar u obstruir las formas instituidas de representación y, a veces, el proceso mismo y los efectos de su institucionalización. Desde este punto de vista, es perfectamente comprensible la situación de exterioridad desde la que Chejfec procura elaborar su mirada o, aún más, proponer o, incluso, legitimar un modo de mirar, documentar y testimoniar ajeno a la economía de las emociones que dinamiza la existencia histórica de una comunidad política: “lo mío es esta afuera -se lee en Teoría del ascensor (2017)-; cuando algo no me apela en términos prácticos me siento mucho más comprometido con eso y, sobre todo, curioso”. La tentativa de alcanzar este posicionamiento perimetral no puede equipararse, por cierto, con la ambición de encarnar el punto de vista del ojo de Dios, porque el lugar del sujeto y la identidad del observador también resultan sometidos a idénticas operaciones. De ahí que los narradores de los relatos de Chejfec resulten resbaladizos al examen psicológico, moral o político, como si padecieran incesantemente un escamoteo identitario, a la manera del nouveau roman. 

     Para Chejfec, al igual que para Saer, la experiencia estética ha de preservarse como un modo radical de libertad. Entre otras cosas, esto implica ponerse en guardia contra la tentación de claudicar frente a los requerimientos  de una parcialidad política o social o a sus demandas de acumulación de fuerzas en un escenario de confrontación. Caminar, sí, pero sin atender a los que gritan o formulan interpelaciones directas o indirectas; desplazarse, también, pero no tanto entre la gente, que podría interrumpir con sus requerimientos la cadena libre de asociaciones que provoca una simultaneidad multifacética, como por zonas urbanas escasamente transitadas o sin mayores probabilidades de contacto humano. “Hacia la ciudad eléctrica”, el último de los relatos que integran Modo linterna, propone esta reflexión: 

“por más que los escritores busquemos abrirnos, inspirar y ser inspirados por la realidad, nuestra actividad no es penetrable por los no escritores, y por lo tanto la natural apertura hacia el mundo es percibida como cerrazón, cuando en realidad los cerrados son los demás, y no nosotros”.

     Para el narrador, frente a la curiosidad ávida del escritor, los demás se encuentran como aquellas garrapatas estudiadas por Von Uexküll, es decir, adormecidos en un mundo circundante que les resulta menesteroso, sin experimentar mayores variaciones por largos periodos de tiempo. ¿Podría la literatura contribuir a estimular una nueva forma de sensibilidad? Es posible, parece decir Chejfec, pero solo para pocos, solo para un puñado de exiliados estéticamente intransigentes. Aunque no lo parezca, la posibilidad de una verdadera experiencia estética debe satisfacer para Chejfec una suerte de requisito ético, al que los antiguos denominaron ataraxia. La experiencia estética no es universalizable y el escritor no ha de pretender hacer de su escritura la voz de otros. Solo la paciente sedimentación de una cierta “imperturbabilidad del ánimo” se presenta como el terreno adecuado para el cultivo de una nueva era de la curiosidad literaria, siempre en riesgo de ser ocluida por el fárrago de la simultaneidad de la experiencia social contemporánea. En el domingo de la Historia, la sofisticación parece ser el último recurso de los hombres honestos.

IGNACIO BARBEITO

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Su investigación se enfoca en la historia intelectual latinoamericana, la historia de los conceptos y la literatura documental.

Free Yourself, The Chemical Brothers

MÚSICA

MÁXIMO ESEVERRI



Free Yourself (2018)
de The Chemical Brothers

    

     Podemos escucharlos, pero ya casi no podemos verlos. Un grupo de hombres se manifiestan a las puertas de un sitio, que aún no discernimos. Llevan pancartas fabricadas artesanalmente, cantan canciones breves y repetitivas, sin rima ni entonación. Lo rítmico de sus cantos y sus cuerpos agitados tendrán pronto su correlato en la pequeña historia que narra este video clip

     Un cartel se yergue tras un alambrado. Dice “RoboForce”. Por momentos las pancartas tapan la marca con otras frases, entre las que llegamos a leer “Jobs not bots” (“empleos y no robots”).  De pronto, un automóvil aparece por el camino. Un huevazo se incrusta contra la ventanilla del conductor. Éste porta un uniforme. Podría ser un policía. Es sólo un guardia de seguridad privada. Atraviesa el portón, estaciona, se baja, se pone la gorra. Mira a los manifestantes entre sorprendido y enojado, y se aleja lentamente mientras dice por lo bajo “pajeros…”

     Quienes se manifiestan posiblemente se encontraron alguna vez del otro lado de la reja. Sólo una persona entra ahora en soledad, para tomar la posta de otro igual que él. Se saludan rutinariamente. “Deséame suerte” dice el saliente, y al darse vuelta notamos que tiene varios prolijos huevazos, ya secos, en su campera. El guardia entra a un inmenso depósito en el que sólo se escucha el eco de sus pasos. Hay grandes cajas por todo el sitio. Podrían ser ataúdes. Sobre un camión estacionado podemos leer “AI Labour Solutions” (“Soluciones laborales de inteligencia artificial”).

     Recién en este punto comienza la melodía. Con el big beat de la música electrónica, las cajas comienzan a abrirse y salen de ellas robots humanoides. Uno de ellos, el primero en asomarse, tiene rostro de mujer. Será la líder y repetirá obsesivamente a lo largo de todo el clip las mismas cinco líneas: Free yourself / Free me / Free us / Help to free me / Dance! (“Libérate / Libérame / Libéralos / Ayúdame a liberarme / ¡Baila!”).

     Free Yourself es el primer corte de difusión del nuevo álbum del dúo británico The Chemical Brothers. El clip de esta canción fue realizado por Nic Goffey y Dominic Hawley, alias Dom&Nic, quienes ya habían trabajado con ellos para cortes como Hey Boy Hey Girl (1999) y más recientemente Wide Open (2016), en los que se experimenta también con software de captura de movimiento. Volveré sobre esto último.  

     Los cuerpos mecánicos en las cajas recuerdan los autómatas que interpretaban en vivo, en lugar de los verdaderos músicos, la canción electro-pop The robots (1978) del conjunto alemán Kraftwerk. Las voces procesadas de aquella canción repetían: 

Estamos cargando nuestra batería
Y ahora estamos llenos de energía
Nosotros somos los robots
Estamos funcionando automáticamente
Y estamos bailando mecánicamente
Nosotros somos los robots
Ja tvoi sluga (Soy tu esclavo)
Ja tvoi Rabotnik robotnik (Soy tu trabajador)
Estamos programados solo para hacer
cualquier cosa que quieras que hagamos.
 

     Llama la atención que las dos líneas en primera persona se cantan en ruso, mientras las demás son plurales, corales. La idea del trabajo trans-individual como fuerza de un colectivo es recurrente en diferentes culturas. El kanji japonés para “hombre/varón” (otoko), por ejemplo, reúne los kanas “arrozal” y “fuerza”, esto es, la esencia del individuo (varón) pasa por ser el componente energético que hace que la producción tenga lugar, en conjunto –indiferenciado– con otros. Los alemanes hacen aquella melodía, es necesario recordarlo, del lado occidental de la cortina de hierro, mientras que desde más allá llegan extrañas voces de desindividualización e igualación de los ciudadanos bajo el modelo del obrero fabril. La danza es contracara o reinterpretación de la coreografía de los cuerpos obreros que instaura la cadena de montaje, o su forma “liberada”. En el baile, el obrero preso de movimientos controlados, se desprende de la esclavitud que lo reduce a máquina.

     Coreografía de los cuerpos, orden maquínico y movimiento son coordenadas en las que se inscriben muchos de los trabajos de los Chemical Brothers, cuyo concepto se continúa y expande a través de la sociedad artística con diferentes realizadores audiovisuales. En el video clip de Go (2015), por ejemplo, el director francés Michel Gondry coloca unas bailarinas con vestuario propio del film soviético de ciencia-ficción Aelita (1924) realizando una coreografía-marcha que por momentos emula el avance de un tren. Las mujeres deambulan por el Front-de-Seine parisino, dominado por una arquitectura brutalista y ultramoderna, concretada en los setentas del siglo XX donde alguna vez hubo un parque industrial. Desplazamiento, montaje y encuadre dialogan con la disposición de los edificios, explotando las diagonales como podría haberlo hecho un Eisenstein. En una entrevista, Gondry dijo haberse inspirado en “La llegada del tren a la estación de la ciudad” (1895), de los hermanos Luis y Auguste Lumière.

     Mientras los Kraftwerk esperaban a los robots, los Chemical Brothers los reciben. A la orden de uno de ellos (“Dance!”) todos comienzan a bailar frenéticamente, cada uno con estilo propio, más o menos coordinado, como cualquiera de nosotros lo haría en una fiesta. Su euforia dancística estallando en un enorme galpón recuerda las warehouse parties de los tempranos noventas, antepasados para nada lejanos de las raves de principios del milenio, muchas de aquellas realizadas, justamente, en viejas fábricas abandonadas, es decir, sobre las ruinas del más antiguo sistema industrial, Inglaterra, tras el ataque masivo del neoliberalismo thatcherista. 

     Si los viejos autómatas subrayaban su condición de servidumbre y su total apego a las órdenes humanas, éstos del nuevo milenio, munidos de “inteligencia artificial”, nos convocan (¿nos obligan?) a liberarnos, piden (¿exigen?) ayuda. Y bailan. La danza sin más los exorciza de la racionalidad con arreglo a fines, de la que son (fueron/pueden dejar de ser) máxima expresión. Practicando la libertad a través del movimiento del cuerpo convocan/provocan las otras dos antiguas metas: la igualdad (a través del éxtasis rabelesiano de la fiesta sin jerarquías) y la fraternidad (que el clip resuelve, de manera brillante, en una breve toma poscréditos).

     Los manifestantes del inicio, por su parte, ya no protestan por la vida que llevarían en el predio frente al que se encuentran, sino por haber sido erradicados de él. Ya no son obreros. El fin de la explotación no ha significado para ellos más que el comienzo de la marginalidad. Quien llega y aún puede entrar no es en rigor un agente del orden: su traje pseudo policial, con gorra y todo, es más producto del marketing que de una tradición o función: emula el uniforme, pero no es un efectivo; tiene el aspecto de un servidor público, pero no es más que un empleado privado, seguramente tercerizado. Está allí para cuidar, pero ya no queda nadie a quien proteger. Su función es vigilar, pero (supuestamente) no hay nada que controlar en esos cuerpos inertes guardados en cajas de madera. Podemos verlo sentado en su garita, tragando una merienda, leyendo una revista, escuchando la radio. Tras él, en las pantallas pueden verse a los robots correteando por los pasillos. Uno de ellos se planta frente a la cámara y agita los brazos reclamando atención, sin suerte. Y frente a la eventualidad, finalmente, no habrá nada que este guardia sepa ni pueda hacer. 

     Los robots del clip, por el contrario, revelan en sus acciones toda la humanidad, la frescura y las ganas de ser que su contraparte humana ya no puede expresar. Uno ensaya una “guitarra aérea”, otro se quita la piel del rostro e intercambia su aspecto con un robot cualquiera, un tercero realiza femeninos movimientos de cadera aunque su cara posee un abultado bigote. Más allá, otro juega con una grúa haciendo trompos, otro convierte un tablero de luces en patchera audiorrítmica y otro unos embalajes en improvisados instrumentos de percusión. Como si se tratara de drogas alucinógenas, algunos cambian chips en su cabeza y de pronto ven a sus compañeros de juerga como enormes vegetales danzantes. En el colmo del paroxismo, uno de ellos practica pasos de break dance que refieren, a su vez, los toscos movimientos de un robot. Cuando el agente de vigilancia finalmente se levanta a ver qué sucede, puede percibirse fugazmente en segundo plano (minuto 4:17) a un robot que salta desde una galería, cae torpemente al suelo y se levanta con dificultad: ha tenido un accidente, ha cometido un error. Ya no es una máquina strictu senso. Los planos finales, tanto los visuales como los sonoros, preanuncian lo peor: combinan pinceladas fascistoides con referencias al horror clásico de los “muertos en vida”, a la manera del Thriller de Michael Jackson. Y sin embargo…

     El término “robot” fue gestado en el siglo XX. Usualmente se considera su primera aparición en una obra teatral de 1920, Robots Universales Rossum (RUR), del checo Karel Čapek. Dicha palabra había sido ideada por el hermano del autor, Josef, a partir del vocablo checo «robota», que refiere el trabajo de los siervos de la gleba. Similar raigambre tiene el verbo eslavo “trabajar”, relacionado a su vez con los términos “esclavo” o “esclavitud”, así como el arbeit germano, que el nazismo supo vincular con la noción de libertad. La idea del hombre artificial puede remontarse al Golem de la tradición judía y reconoce antecedentes mucho más cercanos en el tiempo, como la Olympia de Hoffman, aunque aquí aparece por vez primera vinculada a lo industrial y el trabajo. También los robots de Čapek se rebelan y toman el control: acaban conquistando el mundo y sosteniendo una superproducción industrial ya sin sentido. En un texto sobre el americanismo, el cine y el robot, Peter Wollen señala que esta rebelión expresa el terror a la revolución bolchevique.

     En el video clip, sin embargo, una empatía se redescubre en este acto de libertad, de anti-productividad. Aquí la danza no es disciplina, sino su opuesto: es descuido, puro fluir, joda. La liberación a través de la fiesta no tuvo lugar en las teorías sociales de la izquierda hasta la aparición de autores genuinamente preocupados por “lo popular” (Bajtin, Benjamin, Gramsci). Persiste hasta hoy la idea de la fiesta popular, la intoxicación a través de la ingesta de sustancias o el sexo recreativo como formas de un ocio que no es más que la contracara (que permite, que sostiene) la alienación del obrero. En el clip, la sublevación es secreta: se realiza cuando los humanos no están. Y una de las formas de esconderla es realizarla allí donde no debería suceder: en la factoría. La cultura dance británica posee una honda raigambre popular, que comparte con el rock y el fútbol. La identidad obrera de los Beatles y la marginal de los Sex Pistols se funden en el cambio de milenio para constituir la genuina contracara (aunque desde luego no exenta de porosidades) de una cansada cultura hegemónica, burguesa. Y en la sucesión de generaciones, logra superar su imagen estrictamente juvenilista.

     Es indispensable subrayar un último elemento: La distancia entre los robots filosoviéticos de los Kraftwerk y los autómatas ravers de los Chemical Brothers no está hecha sólo de moda, de época: el componente audiovisual, revolucionado por la informática digital, es esencial en ese pasaje. Pero dista de serlo en el sentido que usualmente se brinda a las “nuevas tecnologías de la información y la comunicación”. En la era de las masas la preocupación por capturar la esencia de la corporalidad y el movimiento humanos se encuentra presente desde la primera hora. El cine mismo puede entenderse de esta manera. Durante casi un siglo, fotografía (registro) y dibujo (creación) compitieron en torno al establecimiento de una via regia a través de la cual diferentes sistemas de audiovisión podían lograr tales objetivos. A la fecha, la historia del cine y el audiovisual sigue enseñándose a partir de aquellos pioneros (Lumière, Edison, Paul, etc.) que optaron por los dispositivos fotoquímicos para dar cuenta de las cosas del mundo. Sin embargo, ya a comienzos del siglo XX, dibujantes como el francés Émile Cohl exploraron las posibilidades del dibujo animado para crear “mundos de fantasía”. Poco después, en Estados Unidos los hermanos Fleischer lograron traducir al cine animado números de baile de algunas estrellas de la música popular norteamericana a partir de la técnica del rotoscopiado, con un realismo capaz de sorprender a un espectador del siglo XXI. Desde los cincuentas, la informática no ha cesado en el perfeccionamiento de una emulación verosímil de la imagen fotográfica, el movimiento y el sonido. Por ese camino, a fines del milenio la animación audiovisual abandonó casi todo parentesco técnico con el cine tradicional. Los actuales sistemas de captura de movimiento han logrado borrar finalmente toda frontera entre registro de cosas del mundo e imagen generada. Como sucedía con los primeros espectadores del cinematógrafo, hoy nuestros ojos apenas pueden distinguir entre aquello tomado del mundo y aquello introducido en él. Y también hoy como ayer, esa frontera importa, a los efectos de la comunicación social, cada vez menos: su normalización permite al creador erigirla en herramienta creativa. Es desde la (casi) invisible distancia técnica que brindan los algoritmos informáticos que los actuales realizadores invocan el mundo y reflexionan sobre él. Cineastas de nuevas generaciones como Neil Blomkamp (el hacedor de Distrito 9) o la dupla de británicos que realizó este clip continúan perforando las capas de sentido de lo contemporáneo como un siglo atrás lo hicieron pioneros de la ciencia-ficción como Čapek. O tal vez, incluso, mejor, porque logran inyectar humor, sátira, a través de herramientas creadas tan solo para deslumbrar. Una vez más, el arte nos ofrece una sombra desde la que contemplar y pensar nuestros peores fantasmas.  

     Link del video clip en Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=7wzR_BVFsUU   

MÁXIMO ESEVERRI

Es graduado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Docente en el grado y secretario académico de la Maestría en Periodismo en esa casa de estudios. Dirige la colección Cosmos, sobre temas de cine, de Eudeba.

Las máquinas orientales, de Ariel Luppino

NOVELA

VALERIA SAGER



Las máquinas orientales (2019)
de Ariel Luppino

 

 

Irreversible

    

     Empecé a leer Las brigadas, la primera novela de Ariel Luppino, en un lubricentro mientras esperaba que cambiaran los filtros de mi auto. Con esa novela no sabía en lo que me estaba metiendo. Ahora, después de haber leído y  después de mirar desencajada la ilustración de tapa de Las máquinas orientales, después de comprobar que me daba miedo, o más aun, una especie de pavor y que iba a ser mejor terminarla rápido para que esa máscara de gas con cara y orejas de animal no me mirara más a los ojos, decidí repetir. Llevé el libro conmigo al lavadero de autos y leí sin parar, sentada en la estación de servicio de enfrente hasta que se hizo la hora de volver. El auto, al fin, no estaba terminado y esperé otro rato en el lavadero vacío, en las afueras de la ciudad, leyendo en una silla de madera, durísima, recta y un poco desvencijada, hasta que me avisaron que ya podía irme.  No dejaba de preguntarme por qué acepté otra vez reseñar a Luppino si ya con el primero, pasar de la mitad era una especie de sesión de acupuntura pero dolorosa. Es que los lugares que tratan con autos no son amables ni luminosos y me hacen sentir fuera de lugar como si todavía no fueran lugares para una chica y con Luppino, pasa un poco lo mismo. Entro en las novelas y me quiero ir, quiero pintarme las uñas, peinarme hermosa, ser una muñequita para contrarrestar la respiración entrecortada cada vez que escribe escenas de sangre, de torturas y de sexo violento. Quiero que el mundo a mi alrededor sea  brillante por un rato, armónico como una película de Wes Anderson, pero no. El mundo no es así, al auto hay que llevarlo al lubricentro y acabar con las migas y los papeles sucios, con la ceniza, el barro y el enchastre que se acumula en las alfombras, aunque la dueña, la que casi vive ahí adentro, sea una chica que quiere solamente leer la revista Vogue

     Cuando se estrenó Irreversible de Gaspar Noé y empecé a escuchar lo que producía en sus espectadores, decidí que nunca la vería. Cada tanto, sin embargo, me da curiosidad porque pienso todavía en cómo se filma, se pinta o se actúa apelando al efecto físico, al mareo, a la náusea. Pero sobre todo cómo se escribe, cómo puede la palabra que no muestra, no exhibe, no ilustra nada, que solo nombra; modificar la temperatura del cuerpo, revolver el estómago o hacer llorar. Luppino es de todos los escritores que leí el que me llega más al fondo de la panza y lo hace con una maestría que no puedo entender de dónde sale. En esa violencia, Echeverría era un novato, demasiado sucinto, preciso, como si no estuviera dispuesto a extenderse porque además estaba escribiendo un cuento. Lamborghini y Gusmán eran elegantes aun en lo revulsivo, en el exceso de “El fiord” o de “El frasquito” parece haber una especie de mesura, de corrección desmesurada como si cada uno a su manera quisiera dar una clase, mostrar cómo se podía escribir de un modo distinto al que había sido posible hasta entonces, una lengua inventada para la literatura, una lengua que era imposible hablar. Luppino en cambio, escribe una lengua hablable pero lo hace tan bien, escribe el horror tan hermosamente que se vuelve inaudita. 

     La novela sucede en dos tiempos: los futuros y los pasados. Es algo así como futurista y una versión trash, una excelente versión de una novela bastante mala: La ciudad ausente de Piglia. El eco que se nombra en Las máquinas orientales es el de Feiling  y el de Dick pero estos dos suelen ser amables con los lectores, mientras que Piglia es irritante y aunque el efecto sea tan lejano al de Luppino, esa irritación al menos se siente en el cuerpo, solo que el cuerpo para Piglia no existe, excepto en algún cuento o en algún pasaje. Su literatura es ascética. En Luppino también hay relatos de máquinas y de autómatas pero no está el amor de Macedonio, ni la teoría de las lenguas, ni la figura del héroe fracasado que Piglia construye en torno a Renzi. Hay un narrador que escribe lo que ocurre, que considera a su biblioteca como un espacio sagrado, que habla bien de Bolaño y sin embargo vive y habla como alguien que solo está vivo porque tiene que ajustar cuentas con los hijos de puta que se las reclaman y para hacerlo no tiene problemas en ser uno más de ellos. Tal vez porque en realidad ya lo es. 

     En las novelas de Luppino no hay diferencias de oficio, ni de cultura. Todos son ratas y todos son ratis de alguien. Todos vigilan y todos castigan pero siempre hay algunos más marginales, más pateados, acuchillados, sangrantes, más larvas, más deshechos, los que están aún más debajo de todo lo abajo que están los protagonistas que son siempre metidos en una jerarquía de la bajeza. Luppino parece inventar clases sociales de lo infrahumano, pero aun allí en esos pasadizos todos hablan la misma lengua que nosotros y con ella, con esas letras que pronunciamos, hacen una literatura que no existía.   

     Al final de la novela, cuando llego por fin al final, dice: “Me toco la panza y tengo una contracción en los intestinos me hace sentir vivo. Nuestro culo, digo en voz alta. Nuestro culo está a salvo, quiero decir pero no me salen las palabras. El negro se ríe y escupe sonidos como palabras en castellano”. Yo también siento, casi por primera vez que todo lo que puedo hacer con ella, todo lo que puedo hacer con la novela después de leerla y aunque prometí una reseña,  es escupir palabras y siento, también, que la contracción en los intestinos no se va, que no se va a ir hasta que Luppino lo haga otra vez y yo vuelva a escupir algo y a tratar de sacarme de encima este efecto y vuelva, entonces, después de la lectura, a sentirme viva.

VALERIA SAGER

Es profesora de literatura en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Investiga temas de literatura argentina contemporánea y de teoría literaria. Ha publicado varios trabajos sobre César Aira y Juan José Saer.

Hamlet y Edipo Rey

TEATRO

SEBASTIÁN HERNAIZ



Hamlet y Edipo Rey (2019)
de William Shakespeare
y Sófocles

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Hamlet y Edipo Rey: elecciones y crisis argentina.

 

     El arte siempre es político. Tanto por el trabajo material en el artesanado de las formas que practican los artistas así como por sus modos de circulación y por las formas de torsión de los sentidos que se vuelven difusos o cristalizados en un estado histórico de la sociedad. 

     La literatura, el arte, el teatro, representan no tanto hechos reales sino las formas que adopta la imaginación en un contexto histórico dado. En ese sentido, pensar la reposición conjunta que se está dando en este momento en el marco del circuito oficial de teatro de la Ciudad de Buenos Aires puede dar cuenta de aspectos parciales pero sin duda importantes del estado de la imaginación contemporánea. Y cuando decimos “imaginación” decimos mucho: formas de entender el mundo, temores, certezas y aspiraciones que organizan nuestras prácticas.

     La coincidencia llama la atención: se da en este momento la reposición simultánea de dos de los grandes clásicos del teatro occidental. A principios de abril se estrenó Hamlet, de William Shakespeare, en la sala principal del Teatro San Martín y a finales del mismo mes tuvo su estreno Edipo Rey, de Sófocles, también en la sala principal del Teatro Nacional Cervantes. El primero con dirección de Rubén Szuchmacher y el segundo bajo la dirección de Cristina Banegas ¿Qué hace que dos compañías -elenco, director, directora, colaboradores, equipos técnicos, directivos estatales- busquen simultáneamente recrear estos tan revisitados textos? ¿Qué nos dice esta coincidencia? ¿Qué estados de la imaginación se dejan ver en ella?

     Ambas obras retoman los textos clásicos con traducciones propias y leves adaptaciones para una fácil comprensión de las obras, pero parecieran tener como consigna unánime el sistemático respeto por los tiempos de los textos: sus actos, monólogos, el ordenamiento de las acciones y el tiempo de escena dedicado a cada una. En términos generales, en ninguno de los dos casos se ha elegido el -ya tradicional- camino de la experimentación en las adaptaciones, a excepción de las innovaciones de puesta en escena del coro de la tragedia griega. Edipo se distingue por la incorporación de coreografías de danza y expresión corporal (a cargo de la coreógrafa Jazmín Titiunik y encarnada por Hernán Franco, Liza Casullo y Raquel Ameri) que la música en escena a cargo de Carmen Baliero acompaña. Pero por fuera de esa distintiva decisión de la puesta en escena del coro -la única innovación significativa y acaso suficiente argumento para justificar con creces ir a verla-, ambas reposiciones parecieran tener por objetivo retomar el texto clásico con notoria fidelidad.

     De hecho, en la web del teatro San Martín, el propio Szuchmacher, director de Hamlet, subraya un detalle para presentar su puesta: en la imaginación pública, dos escenas diferentes de la obra se han fusionado en una imagen única: el monólogo donde el príncipe Hamlet dice “Ser o no ser” (del tercer acto) y la escena donde se juega con una calavera (del quinto acto) se han fusionado para convertirse en la imagen estereotipada de la obra (y acaso de la idea general de lo que es el teatro para nuestra cultura). Sobre ese reconocimiento, Szchumacher se propone con su puesta en escena “revisitar ese texto para poder descubrir entonces la distancia que hay entre lo que se cree que sabemos de él y lo que las palabras realmente dicen. Y sobre todo, para dejarse penetrar por todo aquello que esta obra genial tiene para decirle a los tiempos actuales”. Es decir: no modificar demasiado el texto de la obra de Shakespeare para traerla a estos tiempos sino retomar el texto clásico del teatro isabelino para ver qué tiene para decirnos hoy. 

     Esta vocación de reposición de clásicos en nuestro aciago presente arrastra la pregunta por los elementos que pueden confluir: ¿tienen lo mismo para decirnos ambas tragedias canónicas?

     Hay que reconocer que, vistas desde hoy, sobresalen por una serie de elementos similares que componen su matriz narrativa. Ambas son tragedias donde el poder político y la forma de organizar la sucesión de cargos son el centro del conflicto. En ambas obras se parte de un momento de crisis. La obra de Sófocles comienza con el pueblo exigiendo a Edipo que dé solución a la peste que azota a la polis. Hamlet, tragedia originalmente situada en Dinamarca, es recordada por la sentencia “Algo huele mal en Dinamarca”, que hace referencia a la corrupción política. El original shakespereano era más claro aún que la traducción sintética del castellano: “Something is rotten in the state of Denmark”, hace directamente referencia a lo que está podrido (el cuerpo del rey asesinado) pero también al “estado de Dinamarca”, apelando a la polisemia de la palabra “Estado”, que refiere al gobierno pero también al “estado de las cosas”. Algo huele mal, algo está podrido.

     Ambas tragedias parten de un estado de crisis general del que, en principio, se desconocen las causas. Pero si primero no se sabe a qué se debe esa situación, con el avance de las obras nos enteraremos de que los mandatarios encumbrados en el poder en cada caso son la causa del malestar: el propio Edipo, en la tragedia griega, y Claudio, el rey que, luego de la muerte de su hermano, se casa con su cuñada y se hace de la corona en la tragedia de Shakespeare.

     Recordemos la trama general de ambas historias. 

     En la historia de Edipo, la pareja real (Layo y Yocasta) recibe un mensaje funesto de un oráculo: si tienen un hijo, éste terminará asesinando a Layo y siendo la pareja sexual de Yocasta. Para evitar ese destino, cuando Yocasta queda embarazada y tiene un bebé, lo mandan a matar. Pero, claro, las tragedias griegas insisten en enseñar que el destino que anuncian los oráculos no puede ser modificado y el lacayo encargado de matar al bebé se conmueve frente al recién nacido y decide mejor regalarlo a un pastor de un pueblo vecino. El pastor le da el bebé a otra pareja real, imposibilitada de tener bebés propios. Estos lo crían como a un hijo de su sangre y nunca le dicen su verdadero origen. El bebé, es fácil adivinar, es Edipo y, como buen personaje del teatro griego, pasan los años y decide consultar a un oráculo que, coherente, le dice que asesinará a su padre y será pareja de su madre. Espantado ante tamaño destino, Edipo decide huir de su pueblo para alejarse de las posibilidades de dar muerte a quien supone su padre y ocupar el lecho de su supuesta madre. Arma el bolso, toma caminos que lo alejen y en medio de ese recorrido tiene un altercado en el que se pelea con un hombre en un cruce: tiempos violentos los de la antigüedad clásica, un problema de tránsito termina en que Edipo da muerte a ese hombre con el que se cruza. Pero sin que le importe demasiado, sigue su ruta. Con el tiempo llega a Tebas, ciudad por entonces sometida por una Esfinge y cuyo rey ha sido asesinado recientemente, dejando viuda a Yocasta. Edipo libera a Tebas de la Esfinge, se casa con Yocasta y es nombrado rey de Tebas. Como quien dice “no te metas con el oráculo”, el destino se ha cumplido contra la voluntad engreída de los personajes que intentaron evitarlo: en el transcurso de la obra nos enteraremos que el hombre que Edipo asesinó en el camino era Layo, su padre, que iba de incógnito disimulando su carácter real. Con Edipo ocupando ya el trono comienza la obra teatral: los ciudadanos reclaman a Edipo, quien tiempo atrás ha sabido liberarlos de la Esfinge, una solución frente a la peste que condena ahora a la ciudad. La obra nos enseñará con el paso de los actos que la solución es que Edipo no sea más su rey, ya que la peste no es otra cosa que la condena de los Dioses a Tebas por tener como rey no sólo al asesino del rey anterior sino a un hijo que mata a su padre y se acuesta con su madre. Volver públicas las causas de la peste que azotaba a la polis: no en otra cosa consiste la obra.

     Escrita unos dos mil años después, no será muy distinta la historia de Hamlet. La obra comienza con el reino asediado por conflictos militares y problemas internos, el palacio es un ir y venir de conspiraciones y secretos. En el primer acto nos encontramos con la aparición de un fantasma: es el difunto rey que viene a denunciar que fue asesinado por quien ahora ocupa el trono y que se ha casado con la reina Gertrudis. Para aumentar el drama, el asesino no es otro que Claudio, el hermano del difunto rey. Horacio, uno de los primeros en ver al fantasma, con sensatez y casi spoileando el final, sentencia en verso shakespereano que esa aparición “augura a nuestro Estado / algún suceso extraño”. Gente ordenada la danesa y la inglesa, pensaban en los tiempos de Shakespeare que un elemento que se trastocaba en la sociedad hacía que todos los demás se trastocaran. Así que si se daba algo tan en contra de “la naturaleza de las cosas” como que entre hermanos se maten para disputarse una reina y un reino, nada bueno se podía esperar: una cosa llevaría a la otra hasta ponerlo todo fuera de quicio. Como en Edipo, el rey encargado de solucionar la crisis que atraviesa su reino es a su vez aquel a quien la obra expone como origen de esos males. Como en Edipo, la obra consiste en cómo enterarse de eso: en este caso, el príncipe Hamlet, hijo del difunto rey y de Gertrudis, deberá decidir si creerle al fantasma que lo visita exigiéndole venganza.

     Resueltos los enigmas de por qué se está en una situación de crisis, siendo que en ambas obras son los gobernantes del momento los responsables de ese malestar general, la resolución de los dos casos será quién ha de reemplazar a los gobernantes. Y si en algo coinciden sendas tragedias es en que no faltará sangre corriendo en las escenas de transición del poder.

     Cuando Edipo y Yocasta ven finalmente la trama de las cosas y toman conciencia de quién es cada quien y qué han hecho, Yocasta se suicida y Edipo se arranca los ojos, siendo su último monólogo el monólogo de un sujeto enceguecido por el peso de su destino. Creonte, quien desde el principio oficia de enemigo político de Edipo, será su reemplazo.

     En Hamlet, la escena final no ahorra en muertes. Se cuenta que Shakespeare era un dramaturgo exitoso pero que en un momento su teatro, el Globe, debe competir en el mercado del entretenimiento con un circo que promocionaba peleas de osos. Para enfrentar esa plataforma de entretenimiento efectista, Shakespeare decide contar la historia del príncipe Hamlet y promocionarla como su obra con más muertes en escena. Efectivamente, el final de Hamlet es una masacre que bordea el pase de comedia, donde no faltan envenenamientos, suicidios, asesinatos a punta de espada, muertes involuntarias y ajustes de cuentas finales: mueren el príncipe, el rey Claudio, Polonio, la reina Gertrudis y el resto de los personajes. Sólo sobrevive el buen Horacio, aquel que al principio de la obra spoileaba el final y veía todo en la aparición de un fantasma el indicio de que pronto todo iba a caerse a pedazos. Y como si no fueran poca cosa las muertes, el príncipe Noruego que desde el principio amenazaba las fronteras de Dinamarca, hace su ingreso al palacio real a exigir, en medio del río de sangre, su derecho al trono. Casi todos muertos, nadie se opone al reclamo y a Horacio le resta tan sólo contar lo sucedido para dar un relato de origen al nuevo rey.

     Retomemos: ambas tragedias comienzan con la puesta en escena de gobiernos en crisis que no saben cuáles son las causas del malestar social pero que terminan descubriendo, en el desarrollo de las cosas, que es precisamente su gobierno el causante de la situación de crisis. Y no son la causa por cualquier razón: en ambas obras lo son por la forma espuria en que esos mandatarios han llegado al poder. Y las dos obras terminan a su vez del mismo modo: narrando la forma en que son reemplazados para que se restablezca el orden perdido en esas sociedades.

     El arte siempre es político -comenzamos sosteniendo- y representa estados de la imaginación social. Entonces: ¿cómo no leer en la selección de estos dos clásicos de la tragedia una lectura del estado de la imaginación presente? 

     ¿No hablan del presente crítico que atraviesa la sociedad argentina? ¿No hablan de la dificultad de nuestro actual elenco de gobierno para identificar en sus propias acciones las causas de la crisis? ¿No hablan de la ciega soberbia de un gobierno que, como Edipo, se ampara en excusas y pretextos para no oír reclamos? 

     Y de ser así, ¿no invitan a leer las causas de esa crisis en el origen fraudulento de un partido político que accedió al gobierno prometiendo cosas que no cumplió?

     Y sobre todo: ¿no dejan leer que no hay pregunta más fundamental en el presente que la que indaga por las formas en que se puede solucionar esa crisis y dar paso a un nuevo gobierno? 

     La urgencia que ilumina hoy la reposición conjunta de esas obras tal vez sea pensar formas que no requieran recurrir a suicidios, asesinatos, invasores extranjeros u ojos arrancados como modos de responder a esas preguntas.


SEBASTIÁN HERNAIZ

Es escritor y docente de Literatura Argentina (Filosofía y Letras, UBA) y de Poesía Latinoamericana (Artes de la escritura, UNA). Sus últimos libros publicados son la novela Las citas y el de ensayos Rodolfo Walsh no escribió Operación masacre.

La dimensión desconocida, de Nona Fernandez

NOVELA / HISTORIA

JORDANA BLEJMAR



La dimensión desconocida (2017)
de Nona Fernández

   

     La anécdota, por conocida, no deja de ser elocuente. Cuando Roberto Bolaño regresa a Chile en 1998, después de veinticinco años de ausencia, para participar como jurado de un concurso de cuentos para la revista Paula, se confiesa sorprendido por una generación de escritoras jóvenes -menciona a tres: Lina Meruane, Alejandra Costamagna y Nona Fernández-, que “escriben como demonias” y “prometen comérselo todo”. 

     Muchos de los libros de estas escritoras endemoniadas -e incluyo aquí a otras como Alia Trabucco Zerán – giran en torno a la última dictadura militar y al impacto que tuvo en las nuevas generaciones. Pero aunque en Chile, como en Argentina, se ha hablado mucho de una emergente “literatura de hijos” (o en este caso de “hijas”), sobre todo a partir de la publicación de Formas de volver a casa (Zambra, 2011), donde se propone explícitamente el epíteto, la expresión se ha vuelto equívoca y no da efectiva cuenta de la variedad de estas miradas sobre el pasado; algunas más nostálgicas, otras más delirantes. 

     Sin duda la premiada obra de Nona Fernández pertenece a este último tipo de apropiación no solemne, más bien pop, de la historia chilena. Fernández nació en 1971. Además de escritora, es guionista (fue por ejemplo una de las responsables del guion de La cuidad de los fotógrafos), actriz y dramaturga. Su obra se ocupa casi obsesivamente de la dictadura militar chilena y de las trampas de la memoria, un poco al estilo de Los rubios, de Albertina Carri, o de las películas de Chris Marker, a quién menciona en la novela que nos ocupa. 

     Esas preocupaciones aparecen también en sus libros anteriores. En Chilean electric (2015), por ejemplo, Fernández parte de un recuerdo de su abuela (un acto en la Plaza de Armas que da inicio al alambrado público en Santiago) pero que luego se revela sucedió antes del nacimiento de quien dice recordarlo. En Space Invaders (2013), un breve relato coral sobre un grupo de colegiales durante la dictadura, se advierte que no todos recuerdan lo mismo, y se presentan las distintas versiones sobre la vida de una de las estudiantes, Estrella González, desde el punto de vista de varios de sus compañeros, de cartas reales pero intervenidas ficcionalmente, y de los sueños que, imaginan los narradores, la tuvieron como protagonista. González era hija de un represor y fue, muchos años más tarde, víctima de un femicidio, un crimen que, dos años antes de la emergencia de Ni una menos, la novela de Fernández asocia, casi sin proponérselo, a la violencia dictatorial.

     La dimensión desconocida recupera algunos de esos personajes, e insiste en esa exploración del pasado desde una mirada que es a la vez subjetiva y generacional, documental y ficticia. Fernández se reconoce parte de lo que llama una “generación guacha” que, afirma su autora, tuvo la difícil tarea de reapropiarse de los hechos dolorosos de la historia chilena para sacarlos de la oficialidad y del museo. 

     La dimensión desconocida se inicia precisamente con una crónica de la visita de la narradora, su hijo y su compañero al controvertido Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado por Bachelet en 2010. Juntos recorren las diversas zonas del lugar, hasta concluir en la última parada, con la imagen del expresidente, Patricio Aylwin, el día de su asunción dando su discurso inaugural. El itinerario quiere ser tranquilizador, y ofrecer un relato victorioso del bien contra el mal. Pero la imagen es engañosa, pues silencia el hecho de que fue el mismo Aylwin el que instigó el golpe contra el entonces presidente Salvador Allende en 1973. 

     “¿Cómo se hace la curatorial de un museo de la memoria?”, se pregunta la narradora. “¿Quién elige lo que deber ir? ¿Quién decide lo que queda afuera?”. Estas preguntas -que animan también una de las producciones más destacadas de la escena teatral chilena de los últimos tiempos, me refiero a Villa+Discurso (2012), de Guillermo Calderón- recorren las páginas de este libro híbrido, mezcla de crónica, diario personal y ficción, en el que se incluyen además fragmentos de una epístola inexistente y algunos versos poéticos. 

     La dimensión desconocida es un intento por “desmuseificar” la memoria, y por explorar las dimensiones desconocidas del pasado chileno. Como el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, la novela también está dividida en (cuatro) zonas: zona de ingreso, zona de contacto, zona de fantasmas, zona de escape. Las zonas de contacto y la de fantasmas -figura liminal si las hay- apuntan a los claroscuros de la historia chilena, a sus zonas grises. Es curioso que en varias de las novelas del corpus de “hijxs” (Camanchaca de Diego Zuñiga o La Resta de Trabucco Zerán), Santiago se presente de hecho como una ciudad nebulosa o cenicienta, opuesta de algún modo a las supuestas “primaveras democráticas” de las transiciones latinoamericanas. 

     Agamben define a la zona gris de los regímenes totalitarios como aquella donde “las víctimas se convierten en perpetradores y los perpetradores en víctimas”. El protagonista de este libro ocupa en efecto un lugar molesto en la historia chilena reciente. “Su figura no es parte del bien o del mal, del blanco o del negro”, leemos en la novela. “El hombre que imagino habita un lugar más confuso, más incómodo y difícil de clasificar”. Se trata de Andrés Valenzuela, alias “Papudo”, miembro de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea chilena (FACH), quien en 1984 confesó sus crímenes frente a una entonces joven periodista, Mónica González, para la revista Cauce. Fernández recuerda haber visto la tapa de ese número, con la imagen del entrevistado y su confesión: “yo torturé”. Es tanto el impacto que le produjeron esas dos palabras que, en el libro, Valenzuela se convertirá para siempre en “el hombre que torturaba”. 

     En el intento por desmuseificar la memoria, la imaginación lúdica juega un rol fundamental para acceder a los espacios vedados tanto al recuerdo como a los archivos. Hay una tensión en el relato sobre lo que la narradora sabe o ha investigado -información sobre los últimos días de las víctimas de Valenzuela, su entrevista con González, su escape de Chile- y lo que imagina –las pesadillas del torturador provocadas por la culpa o lo que González habría sentido mientras escuchaba los detalles de las torturas. Varios de los párrafos comienzan con expresiones como “Sé” o “Imagino”. También están las expresiones de deseos (“Quiero creer que sí”) y recuerdos difusos de infancia. 

     Las imágenes de la cultura popular en el Chile de los ochenta funcionan además como mensajes en código que refieren secretamente a lo que estaba sucediendo en el país. La dimensión desconocida -esa famosa serie televisiva de ciencia ficción creada en Estados Unidos por Rod Sterling que incluía un twist inesperado al final de cada episodio- evoca la realidad fracturada, pública y clandestina, que se vivía en esos años, donde la gente “desaparecía”. En la novela se menciona también el juego de computadora Space invaders para describir una ciudad ocupada ya no por marcianitos sino por uniformados. Hay además una referencia al filme Cazafantasmas, cuya canción suena perturbadoramente en el auto donde Valenzuela es trasladado, a escondidas, para sacarlo del país, y otra al programa televisivo Juegos de Mente, donde un ilusionista manipula la percepción de los espectadores a partir de lo que llama “la ceguera por desatención”, una técnica de sugestión que llevaría al cerebro a ver lo que el ilusionista quiere que vea. El juego opera en el relato como metáfora de una sociedad ciega y zombie, una sociedad desaparecida, en palabras de Pilar Calveiro. Un ejemplo claro de esta suerte de ceguera involuntaria es lo que sucede con la madre de la narradora, testigo de un secuestro en plena luz del día, pero que solo entiende el significado del episodio muchos años después, en una conversación con su hija. 

     La lectura de una dictadura latinoamericana en clave de “historia de fantasmas” no es nueva. En su notable libro sobre la posdictadura argentina, Silvia Schwarzböck advierte que para entender esos años hay que hacerlo por la estética, y mas precisamente por el género del terror (fantasmas, espectros, espantos, des/apariciones). En Argentina, la crónica (Pola Oloixarac, “Actividad paranormal en la ESMA”), la literatura (Mariana Enríquez, Los peligros de fumar en la cama), el cine (Aparecidos) y hasta la antropología (Mariana Tello Weiss, “Historias de (des)aparecidos. Un abordaje antropológico sobre los fantasmas en torno a los lugares donde se ejerció la represión política”), todos ellos han leído la dictadura desde el así llamado giro espectral. 

     Pero lo realmente inquietante en la novela de Fernández es que el fantasma aquí no es tanto, o por lo menos no solo, el desaparecido o la desaparecida, sino el torturador. Valenzuela es el fantasma y como en el relato de Dickens, él está también acosado por fantasmas: “Imagino al hombre que torturaba sentado en el bus, recordando los fantasmas de sus propias navidades”. 

     Hay una foto de Helen Zout, en Huellas de Desapariciones (2000-2006), la única conocida de un represor en ejercicio durante los años lóbregos de la historia Argentina que lo muestra, “por una especie de ironía siniestra”, dice Martín Kohan, “encapuchado”. La capucha blanca en este represor no le impide ver, como sucede con la capucha de los desaparecidos, sino que impide que lo vean. “El resultado”, continúa Kohan, “es elocuente: el represor vuelto fantasma”. También en la novela de Fernández, el represor se vuelve fantasma, o al menos eso intenta. El perseguidor se convierte en perseguido, y el torturador que busca confesiones se convierte en el hombre que confiesa, algo así como una paradoja redentora, propone Graciela Speranza en su lectura de la novela. Valenzuela es ahora el que tiene que esconderse de la dictadura, el que recibe ayuda de la Vicaría para salir del país, el que teme por su vida, y el que finalmente logra exiliarse en Francia. Su confesión lo convierte en el enemigo del enemigo, y en consecuencia en una suerte de inquietante “aliado” de los que resisten la dictadura de Pinochet, empezando por la misma González, que había sido presa política y que había investigado las estafas económicas de la familia del dictador chileno.

     En una entrevista televisiva del 2004, González recuerda las circunstancias de su encuentro con Valenzuela, cómo “Papudo” la contacta y como él “le cambió la vida”, cómo desconfía al principio (“yo no sé si era una trampa”) pero cómo termina “eternamente agradecida” con el torturador, porque “fue muy valiente” y porque él “lo ha pasado mal también”. Cuesta entender esta forma de referirse a quien, según ella misma cuenta, no sólo había asesinado a algunos de sus grandes amigos, sino que además fue el causante de la muerte tres compañeros, dos de los cuales la habían ayudado a rehacer la historia del comando del que formaba parte Valenzuela. Hay algo sumamente perturbador, casi incomprensible, en la relación entre González y “Papudo”, que la novela de Fernández, con buen tino, no sobre interpreta sino que expone en toda su incomodidad. 

     Valenzuela es el único miembro del ejército chileno que deserta estando en ejercicio y en plena dictadura. Pero no es el único torturador que habla en Chile. En 2001, Nancy Guzmán publica Romo: confesiones de un torturador, ganador del Premio Planeta de Investigación Periodística. Romo fue un agente de la Dirección Nacional (DINA) que reprimió a opositores de la dictadura entre 1973 y 1977, y fue uno de los personajes más aterradores de esa organización, recordado por sus torturas y abusos sexuales a las detenidas-desaparecidas. 

     Nelly Richard realiza una lapidaria crítica al modo en que Guzmán presenta la entrevista, enmascarada de “confesión”. A diferencia de Valenzuela, Romo nunca expresa culpa ni arrepentimiento. Por el contrario, sostiene que “lo que yo hice lo volvería hacer”. Richard acusa a Guzmán de buscar la “noticia espectacular”, el “suceso mediático”, omitiendo no solo la huella pública de los testimonios de las víctimas de Romo sino también “la violencia del escándalo que debería nacer de la confrontación verbal y ética entre una voz y otra”. El libro describe una escena de sobrecogedora confianza entre entrevistadora y entrevistado, y alimenta el afán exhibicionista de Romo, conocido entre los prisioneros por su deseo de que lo vieran y supieran su nombre. Richard sostiene que el libro de Romo convierte a la memoria en una “mercancía comunicacional” que busca el éxito de lo masivo y llama a no ceder al “efectismo del desnudamiento del recuerdo”. Concluye que debemos preservar formas de la irrepresentabilidad o de la impresentabilidad del recuerdo para evitar así caer en el amarillismo de cierto tipo de periodismo y en las trampas del mercado de la memoria.

     Más allá de las diferencias obvias entre uno y otro caso, quisiera proponer que de algún modo La dimensión desconocida repone todo lo que el libro de Guzmán omite: referencias concretas a las víctimas (José Weibel Naverrete, Lucía Vergara, entre otros), la culpa del “arrepentido”, y las formas de impresentabilidad del recuerdo opuestas a las memorias al desnudo que Richard llama a combatir. 

     Las partes ficcionales e imaginarias con las que Fernández acompaña el caso real de Valenzuela, no son otra cosa sino mediaciones que recuperan la distancia necesaria, acaso infranqueable, entre la confesión del torturador y los oídos que la escuchan. La misma narradora produce una suerte de cortocircuito en la escena imaginaria de la entrevista entre González y “Papudo”, para exhibir la artificialidad del montaje. Ella no es la destinataria original de las declaraciones del hombre que torturaba, pero le habla en segunda persona, lo interpela en la novela como si las palabras de Valenzuela estuvieran también dirigidas hacia ella. Hay un hacerse cargo de ese lugar penoso del que escucha o lee ese relato tremendo y desestabilizador, un lugar que es el que Fernández reserva de algún modo para su generación, aquella que como dice Billy Joel en los versos reproducidos en la novela en su inglés original, didn’t start the fire, No, we didn’t light it, but we tried to fight it.

JORDANA BLEJMAR

Profesora en artes visuales y estudios culturales en la Universidad de Liverpool, Inglaterra. Es Licenciada en Letras (UBA) y se doctoró en la Universidad de Cambridge. Investiga temas de memoria, fotografía, arte y literatura en Argentina y América Latina.

 

Juventud en marcha, de Pedro Costa

CINE

GABRIEL D'IORIO



Juventud en marcha (2006)
de Pedro Costa

 

Una carta y un mundo

 

     El cineasta portugués Pedro Costa no responde a los clichés del artista comprometido ni a los modelos rupturistas de los años 60-70. Y más allá de su reconocido vínculo con el trabajo de Danièlle Huillet y Jean-Marie Straub –comparte con ellos un filme: Dónde yace tu sonrisa escondida (2001)– el director de Casa de Lava (1995), Ossos (1997) y En el cuarto de Vanda (2000) inscribe cada plano en un mundo singular que parece recordar a una humanidad en vías de extinción la fuerza irredenta de la igualdad, cuyo última figuración consiste en una libertad definida por el uso soberano del propio tiempo. Tanto en Juventud en marcha (2006) como en Caballo Dinero (2014) Costa propone una estética que carece de decorados obvios, pero resulta extremadamente precisa en el registro de muros, ventanas, puertas, en la composición de naturalezas muertas hechas de botellas, mesas y cacharros, en el uso de una escala infinita de ocres, verdes oscuros y marrones renegridos que devuelven cierto misterio a las cosas y a las personas hasta dejar atrás su apariencia de trastos arrumbados para revelar su arcaica pero actual belleza. 

     Las imágenes de Costa forman parte de un trabajo artesanal de composición de intervalos espacio temporales, hiatos de luz y contrastes sentimentales de sus personajes. En esos intervalos logra tocar cuerdas afectivas que remiten a los estados inaparentes del mundo de la vida. De ahí que la política de sus filmes se ejerza, tal como afirma el filósofo francés Jacques Rancière, en un nivel más radical, el que se menciona en la Política de Aristóteles, cuando distingue

la palabra que argumenta de la voz que expresa el ruido de la queja. Ya no se trata de poner de relieve la capacidad de los hombres del pueblo de levantarse a plena luz para apoderarse de los grandes textos que argumentan las aporías de lo justo y lo injusto. Se trata de saber si un decorado de paredes leprosas, casuchas invadidas por los mosquitos y habitaciones cruzadas por los ruidos del exterior, constituye un mundo; si los cuerpos derrumbados y las voces estremecidas por la tos que recuerdan las ‘casas de brujas’ sólo conocidas por esos jóvenes forman una conversación; si esta misma conversación es el ruido de cuerpos sufrientes o la meditación sobre la vida que esos seres han elegido.

     ¿Cómo saber si estamos ante un mundo o frente a una puesta en escena, si los cuerpos conversan o vegetan, si hay sólo ruinas y ruido o bien hay palabra política y reparto de lo sensible? En el texto que citamos recién –Las distancias del cine– Rancière conjetura que la política de Pedro Costa se sostiene sobre dos principios: el documental, que bucea en el movimiento de los cuerpos autónomos y trabaja en el territorio junto a sus actores, y el ficcional, que elabora recomposiciones de espacios sin incorporar más cuadros que las paredes derruidas de un barrio en proceso de demolición. Es entre ambos principios que la rigurosidad poética de Costa brilla en el registro de las palabras y los cuerpos, en las formas de habitar un barrio. Registrar a las personas en situaciones cotidianas, en las que se come, se fuma, se bebe o se fabula sobre el pasado y el porvenir; registrar a las cosas como aparecen desde una perspectiva no renacentista y con la luz dispuesta para que lo real emerja en su formas profanas: cuchillos, barajas, mesas, botellas, platos, cigarros, ropa vieja. Como si fuera Cézanne o Brueghel, pero en el cine, después del cine. 

     ***

     En Juventud en Marcha, la película sobre la que nos interesa demorarnos, la estampa añosa de Ventura, caboverdiano, trabajador de la construcción, jubilado, deambula entre los restos de Fontainhas –una barriada popular de inmigrantes que dejará de existir– y los departamentos que provee el Estado portugués a los habitantes que sobreviven a la desaparición de sus casas. En lugar de realizar una denuncia sobre negocios inmobiliarios en la era del capitalismo financiero, Costa intenta pensar desde Ventura y la afectividad material que lo rodea, los umbrales del desamparo, la imposibilidad de olvidar los sueños de juventud, pero también el daño hecho a unas vidas en apariencia sin más destino que persistir en el ser. Y así, aquello que parecía un estigma en la época de Brecht: vivir la vida como si fuera un simple destino, no lo es aquí, porque no existe en todo el filme un punto de vista superior al de los personajes que impugne o proponga una síntesis moral. Más bien se trata de lo contrario: un aprendizaje fraterno respecto de lo que puede una forma de vida que habita un mundo bajo el signo del desplazamiento continuo y la derrota.    

     La historia de la derrota no es nueva. El título mismo de la película está vinculado a una de estas historias, la del Partido de la Independencia de Guinea y Cabo Verde. En una entrevista publicada en julio de 2008 en el Blog. Letras de Cine –realizada por Daniel Villamediana, Manuel Yáñez, Carles Marques y Eva Muñoz, y traducida del portugués por Alicia Mendoza–, Pedro Costa ofrece la siguiente explicación:  

En los años 60 comenzaron las guerras africanas de liberación. Guinea estaba divida en tres: Guinea belga, Guinea portuguesa y Guinea Bissau. Fue entonces cuando surgió un partido para la independencia guineana. Su líder y fundador, podríamos denominarlo el ‘Che Guevara de Guinea’, se llamaba Amílcar Cabral y era considerado un héroe: se dedicaba a la enseñanza y al mismo tiempo estaba con las armas, terminó por ser asesinado. En un momento dado, juntó a Guinea con Cabo Verde porque estaban más o menos en frente, en el Océano Atlántico, y fundó el PAIGCV: Partido para la independencia de Guinea y Cabo Verde. En realidad, Cabo Verde nunca llegó a participar en la guerra: era una tierra tranquila y pobre, no llueve nunca; así que sus tierras son secas y áridas, es un país muy difícil. Esto produjo un fuerte movimiento de emigración: a Lisboa, a Francia… El PAIGCV, como casi todos los partidos comunistas, y también los fascistas, contó siempre con agrupaciones de jóvenes: ellos son los pioneros, los pequeños rebeldes, los que portan los emblemas; son sus muñecos. En Cabo Verde, incluso, tenían que pagar un tributo al partido… Todavía recuerdo con nitidez aquellas marchas de soldados cantando la canción de los jóvenes comunistas, Juventude em marcha. La letra decía algo así como: “Juventud en marcha / Para un futuro radiante, / Para un sol…” Ya no lo recuerdo, pero transmite la idea de una juventud efervescente. 

     Desde luego, la relación entre la promesa de futuro radiante de la Juventud en marcha y el presente de Ventura ofrece más de una lectura. De hecho, la escena en la cual Ventura recita la canción de la independencia sobre el eco que ofrece un tocadiscos desvencijado resulta ser una de las más conmovedoras. Pero esta conmoción no está escindida de otras escenas del filme, al menos si queremos comprender mejor lo que pone en juego este mundo singular también para nosotros. 

     Ventura vive en la barraca junto a su compañero Lento. Juega a las barajas con él y también lo invita a estudiar una carta de amor que recita de memoria varias veces en el filme, pero se mueve cotidianamente entre los barrios visitando a sus “hijos”, con los que comparte un malestar, un recuerdo, una comida, una escucha, como en el cuarto de Vanda –una de sus hijas, protagonista del filme anterior de Costa– que no cesa de contar lo que fue su vida antes del nacimiento de su niña, las huellas de su enfermedad, sus miedos como madre. Si estos desplazamientos entre los barrios surcados por Ventura dan a pensar es por los “cuadros” que junto a Costa se empeñan en construir, por los muy trabajados planos que nos ofrecen un fresco de su vida: desde los contrapicados que hacen del caboverdiano un gigante perdido en una civilización que no lo reconoce –pero que incluso cuando se percibe extraviado se muestra digno para reclamar una casa para “todos sus hijos”–, hasta la visita al Museo de la Fundación Gulbenkian del que luego sabremos que Ventura participó en su construcción años atrás, nos encontramos con la obstinación de un ser que quiere vivir sin ceder a la estupidez. No hay cinismo en su andar. Tampoco en sus palabras. Sí, un par de gestos que repite: el modo de recitar la carta y, también, la forma de esnifar rapé, un detalle bellísimo por lo arcaico, tanto que lo hace, extrañamente, contemporáneo.     

     Cuando se le pregunta por una cierta “estetización de la pobreza” en sus filmes, Costa recurre a ejemplos de la historia del arte que no son exteriores a su trabajo: “algunas cantatas de Bach giran en torno a los pobres, al pan y al hambre. Recuerdo una en concreto que se llama Tenemos hambre. Es una cantata profana: habla de los alemanes de Leipzig que sufrían y tenían hambre. ¿Tendría que ser ésta más fea que las cantatas religiosas? No lo es, pero si lo fuera, la causa no estaría en el tema que trata. Incluso recuerdo un cuadro de Rubens que se llama Huida a Egipto: se ve a Jesús huyendo con su padre, con su madre y con un burro; de alguna manera también refleja una situación de pobreza, religiosa además, y no por esto es menos bello. Estamos hablando de un concepto muy vago, nadie sabe muy bien de lo que habla cuando utiliza el término ‘estetización’.” 

     La presencia de Rubens en Juventud en marcha tiene lugar justamente a través de la Huida a Egipto con el cual Costa nos introduce en el Museo Gulbenkian: ahí vemos a Ventura recostado sobre la pared, esnifando, sin mirar los cuadros, entre el Retrato de Helena Fourment de Rubens y Retrato de un hombre de Van Dyck. Podría pensarse que la vida de este hombre se juega en esa ambivalencia: la huida y el retrato, el exilio y la estampa. La cita a Bach también es frecuente en las entrevistas. En general Costa subraya que la belleza está en la forma y en la relación y no en el tema o en tal o cual propiedad de un objeto. Pero apreciarla requiere tiempo, implica algún tipo de demora: aprender a oír, a ver, a sentir. No sólo una obra de arte, también un canto ancestral o una pared cualquiera. Para una estética materialista como la suya no hay temas altos y bajos, ni el problema del valor se resuelve a partir de una distribución tranquilizadora de las imágenes entre alta y baja cultura, entre el museo y la calle. Hay, sí, una preocupación por mostrar que otro cine es posible: Ventura se queda un rato en el museo, y se interesa más por el lugar que él también construyó que por la obra de Rubens. Pero Costa no realiza ese plano de desinterés para denunciar lo que significa la explotación del trabajo obrero al servicio de una aristocracia estética sino para señalar otro despojo menos obvio pero tal vez más hondo: el de la imposibilidad de entrever en el museo la experiencia de los trabajadores, inmigrantes y desplazados como esa riqueza sensible que se comparte bajo el nombre de arte. 

     Lo que es arrancado a estas vidas parece jugarse entonces entre las paredes blancas de la vivienda social que recibe el inmigrante-proletario por parte del Estado y los muros del museo que no cesa de rechazarlo. En el entre de ese despojo trabaja la memoria y junto a la memoria la experiencia en el sentido que le daba Benjamin al término: como un saber que se transmite de boca en boca. La destrucción de una riqueza sensible –la de los colores anárquicos de la villa miseria que desbordan al orden blanco pequeño burgués–, la negación de los padecimientos de los inmigrantes que sobreviven como extranjeros de la ciudad que construyen y la pérdida de la experiencia en sus formas placenteras, son tanto o aún más lesivas que la explotación en el trabajo. Y aunque Ventura aparezca con la cabeza vendada –en un flashback del accidente que tuvo trabajando en la construcción del museo de los Gulbenkian– no dejará de recitar la carta que lo hace humano, la carta que de algún modo lo salva, como salva un poema aprendido de memoria a Primo Levi en el campo, o como puede aliviar a un creyente rezarle a su Dios todas las noches. 

     Esa carta –que ya resuena en Casa de Lava en la lectura de Tina– que es palabra sin ruido, que es poesía aunque sea prosa o prosa aunque sea poesía, Costa la concibió a partir de una doble fuente, tal como recuerda Rancière en Las distancias del cine: “la carta de un trabajador inmigrante, pero también la de un ‘verdadero’ escritor, Robert Desnos, escrita sesenta años antes en otro campo, el de Flöha, localidad de Sajonia, en el camino que lo llevará a Terezin y a la muerte”. Entre la Carta a Youki del 15 de julio de 1944 que Desnos envía a su amada y la carta que recita Ventura resuenan, como diría Godard, todas las historias y, también, una historia sola

     En Juventud en marcha la carta es recitada una y otra vez. De noche, con la escucha, a veces atenta, otras distraída, de Lento. Un ritual, un pacto: “ven a estudiar”, le dice Ventura. Con variaciones en la extensión, la carta dice:  

Nha cretcheu, mi amor.
Estar juntos de nuevo hará que nuestra vida sea más bonita, por lo menos 30 años más. Por mi parte, volveré a ti más joven y lleno de fuerza.
Ojalá pudiera ofrecerte 100.000 cigarrillos, una docena de vestidos modernos, un automóvil, la casita de lava que siempre soñaste y un ramo de flores de cuatro cuartos.
Pero sobre todo, bébete una botella de buen vino y piensa en mí.
Aquí el trabajo no cesa. Ahora somos más de cien.
Anteayer en mi cumpleaños pensé en ti durante mucho tiempo
¿Llegó bien mi carta?
No he recibido tu respuesta. Sigo esperando.
Todos los días, todos los minutos, aprendo palabras nuevas, bonitas, sólo para nosotros dos, hechas a nuestra medida, como un pijama de seda fina. ¿No te gustaría?
Sólo te puedo enviar una carta al mes.
Sigo sin saber nada de ti.
Quizás en otra ocasión.
A veces tengo miedo de construir estas paredes. Yo, con un pico y cemento;
tú, con tu silencio, una zanja tan profunda que te empuja hacia un largo olvido.
Duele ver estas cosas terribles que no quiero ver.
Tu cabello se desliza entre mis dedos como hierba seca.
A veces pierdo las fuerzas y pienso que voy a olvidar.

 

     El cine de Pedro Costa está hecho de recitados como el de Ventura en el que se cruzan poetas consagrados con poetas del pueblo. Cruces que inventan en su elaboración dialéctica las imágenes de una persistencia que comunica como un río el deseo de vivir mejor, de compartir el pan, la música, el amor y el compañerismo, el derrumbe o el deseo que nace después, el viaje sin telos, y también el cine después del cine. No se trata de construir un arte vanguardista ni denuncialista. Pedro Costa pone en juego imágenes de la libertad entendida como uso irreductible del tiempo propio, tentativas de un arte de compartir, de una capacidad que pertenece a todos. Y aunque poderosas fuerzas jueguen cotidianamente por su destrucción definitiva, la carta que recita Ventura es un símbolo, un tesoro que Costa, el propio Ventura y nosotros, lectores y espectadores, no estamos dispuestos a extraviar. 

GABRIEL D'IORIO

Profesor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Da clases de Ética en la misma universidad y de Estética en la Universidad Nacional de las Artes. Forma parte del grupo editor Cuarenta Ríos.

78, de Matías Bauso

HISTORIA / PERIODISMO

GASTÓN GALLI


78. Historia oral del Mundial (2018)
de Matías Bauso

 

El Mundial 78. La fiesta que queremos olvidar

 

     1978 fue el año en que se disputó la Copa Mundial de la FIFA Argentina ’78. También fue el año de la intensa agitación pública y movilización de tropas para la recuperación de las Islas Picton, Lenox y Nueva en la zona del canal de Beagle. Además, se llevaron adelante otros debates en los medios de comunicación como los que se referían a los planes políticos del Proceso de Reorganización Nacional, o el generado a partir de la valiente denuncia de un Obispo de la Iglesia Católica respecto al peligro de que las Matemáticas Modernas tuvieran un origen y orientación marxista – leninista.

     El Mundial fue un punto de quiebre en la historia del fútbol argentino, poniendo los cimientos de la organización de la Selección Argentina, jerarquizando su importancia y dotándola de una estructura que hasta entonces no existía. Todo ello a partir de la iniciativa del Director Técnico César Luis Menotti.

     Recién a partir de ese Mundial, la Selección Argentina fue considerada un rival a tener en cuenta y un eterno candidato, clasificándose para todos los torneos que se jugaron desde entonces y obteniendo dos campeonatos y dos subcampeonatos. Desde el punto de vista deportivo, el Mundial ya reúne suficientes elementos de interés para una investigación.

     Pero hay mucho más que eso. Porque el campeonato significó también un evento de fuerte impacto y movilización social que significó una verdadera conmoción para la dictadura militar y un recuerdo que resultó cada vez más incómodo para la sociedad que lo había vivido como La Fiesta de Todos, como presenta muy bien el libro que nos ocupa.

     Matías Bauso (abogado, periodista y escritor) llevó delante la más profunda investigación sobre el Mundial 78 que se haya encarado hasta hoy, superando (y conteniendo) toda la bibliografía anterior, ciertamente no muy abundante, desde trabajos serios e interesantes (El Terror y La Gloria de Abel Gilbert y Miguel Vitagliano) hasta obras más imaginativas, interesantes sólo para lectores que disfruten de los libelos (El Director Técnico del Proceso de José Luis Ponsico y Roberto Gasparini).

     El libro comienza con una afirmación que parece temeraria: “Gran parte de lo que se cree saber sobre el mundial 78 es erróneo. No se ajusta a lo sucedido. La historia de ese campeonato se inundó en las últimas décadas de una inmensa cantidad de mitos y falsedades que a fuerza de repetición han pasado a integrar el canon discursivo del Mundial. Son estos axiomas, replicados al infinito, los que hoy definen al campeonato y sus circunstancias –fue mucho más que un Mundial- por más que sean falsos o flagrantes construcciones posteriores sin demasiado sustento en la realidad.” Más adelante agrega: “Los principales postulados sobre el Mundial 78 están fosilizados. Cada vez que algún intelectual, periodista o político se refiere al tema, lo hace con alguna de las frases que integran el blindado catálogo de lugares comunes con que se habla en la discusión pública del campeonato”. Enuncia luego los principales lugares comunes que se propone cuestionar.

     Quien tema (o anhele) que el procedimiento a seguir de allí en adelante por el autor sea una sucesión de revelaciones sensacionales o denuncias espectaculares se sentirá totalmente decepcionado. Lo que sigue es la tranquila y minuciosa transcripción de testimonios y documentos que permiten vislumbrar una realidad más compleja, menos apetecible para los entusiastas de las teorías conspirativas y ciertamente más incómoda para todos aquellos a los que le resulta tranquilizadora la colocación del Mal todo junto y, sobre todo, ejercido exclusivamente por los Malos.

     El libro pretende cubrir todos los aspectos del mundial: los organizativos, los deportivos, los sociales, los políticos. En cada uno de estos temas ofrece elementos suficientes para formular juicios fundados. A algún lector le puede resultar por momentos tedioso, pero logra siempre una fuerte impresión de solidez y seriedad.

     Como adelanta el título, se trata de una historia oral. Así transcribe testimonios, tanto contemporáneos a los hechos como el resultado de entrevistas actuales. Protagonistas, testigos y analistas suministran material para muchas y muy variadas reflexiones.

     *****

     De las muchas cuestiones que libro plantea, quisiera destacar dos: la utilización política del campeonato y los cambios de la memoria colectiva respecto al Mundial, reinterpretando el pasado hasta modificarlo.

     El Mundial 78 y la Recuperación de la Islas Malvinas, con todas las diferencias que se pueden (y deben) señalar, constituyen los dos grandes “momentos fascistas” del Proceso de Reorganización Nacional y en el que se produjeron fenómenos que no se repitieron durante los otros años de la dictadura: movilizaciones masivas que celebran victorias obtenidas por el país entero y que pueden llegar a interpretarse como un apoyo al gobierno (o, al menos, como una pacífica aceptación del mismo).

     En 1978 estas movilizaciones tomaron de sorpresa a los militares, porque contradecían todo lo que políticamente querían mostrar: un país ordenado, limpio y en paz. Todo ese estado de movilización le daba un cariz “populista” que lo acercaba al país que había que dejar atrás. Además, no había elementos que permitieran anticipar que el campeonato produciría motivos de festejo. Los antecedentes no hacían suponer que la Selección Argentina iba a tener un papel muy destacado en lo futbolístico, así que la aceptación del slogan “Argentina ya ganó” por el hecho de haber llevado adelante una organización impecable y presentar una imagen de paz y tranquilidad en el exterior eran los objetivos políticos más importantes de las autoridades. Pero de repente se encontraron con miles de personas celebrando en las calles.

     “El Proceso hasta junio del 78 era un régimen totalitario, represivo, que había llevado adelante una matanza clandestina y que gobernaba a masas silenciosas. El Mundial produjo un quiebre. Un elemento más se agregó y ya no salió del menú de la dictadura militar”. Ese nuevo elemento, masas movilizadas por motivos positivos y no para protestar, le dieron a la dictadura un nuevo carácter, más cercano al fascismo, con una voluntad de aprovechar políticamente esa movilización y sus condimentos clásicos: el unanimismo y un nacionalismo ostentoso.

     Hay que decir que la cultura política argentina era (¿es?) sensible a la idea de todos unidos con el mismo objetivo y, sobre todo, defendiéndose de los extranjeros que quieren quedarse con lo nuestro y nos calumnian y mienten, montando campañas anti-argentina. No hace mucho, por ejemplo, Elisa Carrió, entonces una figura teñida de progresismo, profetizaba “vienen por el agua” (antes de pasarse con armas y bagajes a otros discursos más rentables).

     1978 fue un año de fortaleza política para la Dictadura y el campeonato ciertamente ayudó. Pero la propia naturaleza del régimen le impedía sacar provecho duradero a este clima favorable. ¿Qué podía hacer? ¿Buscar una salida electoral prematura? ¿Organizar algún plebiscito? Abrir la Caja de Pandora de la participación política era un camino vedado porque iba en contra de aquello que el discurso antipolitica del régimen más condenaba, la participación popular directa. Primero había que llevar adelante la Reorganización Nacional que cambiaría todo, recién después llegaría el momento en que la ciudadanía estaría madura para elegir correctamente, sin repetir los errores del pasado. Como le sucedió antes a la autodenominada Revolución Argentina, la búsqueda de una salida política comenzó tarde y ya en momentos de un mayoritario repudio al régimen.

     El Mundial fue usado políticamente, pero al gobierno le sirvió poco y para el corto plazo y, además, atrajo la atención de parte del periodismo extranjero sobre lo que sucedía en Argentina. Fue una consecuencia que gravitaría sustancialmente en complicar las relaciones internacionales de la dictadura (especialmente con los países europeos) y que sumaría dificultades a los últimos años de su estancia en el poder.

     *****

     El deterioro político del Proceso y su posterior condena masiva tiñó la memoria del campeonato. “El Mundial pasó de ser considerado la cumbre de nuestra historia futbolística a ser uno de los eventos infamantes de nuestra historia contemporánea” sintetiza Matías Bauso.

     Esta relectura no es sólo una reinterpretación de lo ocurrido, sino que incluye un cambio de los propios recuerdos, mezclando sucesos que ocurrieron en otros momentos y, lo que es más notable, mostrando actitudes de resistencia llegando a “forzar un heroísmo inexistente, generado retrospectivamente” (algunos ejemplos son directamente ridículos, como el documental “Fútbol Argentino” que imagina multitudes silbando a Videla que las propias imágenes que exhibe desmienten).

     Este fenómeno no es único. Libros cómo Mi abuelo no era nazi (de Welzer, H.,  Moller, S. y Tschuggnall, K.) muestran la necesidad y las dificultades para hacer coincidir los recuerdos familiares y el conocimiento histórico externo y aceptado, articulando memorias de distinto origen y registro (más emocional una, más intelectual la otra).

     Es que existe una incomodidad evidente en los recuerdos propios: la sospecha de que quienes no estuvieron allí pueden interpretar la falta de gestos heroicos o resistentes como una complicidad con el régimen. Y, por supuesto, los festejos colectivos como una manifestación de apoyo abierto y decidido a todos los aspectos de la dictadura.

     Dos excusas suelen esgrimirse para justificar, en primera persona, la falta de actitudes de abierta oposición y resistencia: una es la ignorancia respecto a los peores crímenes, la otra es el miedo. Es posible que, en muchos casos, sean excusas sinceras, aunque la ignorancia pueda ser resultado de no querer saber y el miedo una manifestación particular del miedo genérico que se traduce en la consigna no te metás.

     Más interesante es el resto, que vivía con normalidad y sin muchos cuestionamientos en una situación que hoy vemos como anormal. Ese clima, tan especial y tan difícil de transmitir, es tal vez la clave para entender que pasó en la sociedad argentina en 1978. (Una aproximación inteligente y provocativa a esa “normalidad” se encuentra en el capítulo “Operación Ternura” del libro de Tomás Abraham Historias de la Argentina deseada).

     Resulta muy difícil reconstruir la vida cotidiana bajo regímenes autoritarios, porque sus crímenes y sus miserias contaminan todo lo que tocan, incluso el golazo de Leopoldo Jacinto Luque a la Selección de Francia. Este libro ayuda a comprender ese extraño mundo.

GASTÓN gALLI

Veterano alumno de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito ensayos, intervenciones y reseñas para distintas publicaciones, algunas de las cuales dirigió.