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Espectros dependentistas, de Giller

HISTORIA / ENSAYO / POLÍTICA

MARTÍN CORTÉS

Espectros dependentistas. Variaciones sobre la "teoría de la dependencia" y los marxismos latinoamericanos (2020)
de Diego Giller

giller

Conjurar el fantasma: por una reconstrucción de las teorías de la dependencia

     Este es un libro importante, no solo por los temas que aborda -su relevancia histórica y su actualidad: la dependencia es, quién podría dudarlo, un problema contemporáneo-, sino sobre todo por el modo en que lo hace. El título del libro es sugerente, de evidente factura “derridiana”, pero, esta sería la hipótesis de lectura que aquí se presenta, la figura de los espectros podría ser leída menos como la protagonista del libro que como su punto de partida. Se trataría entonces de un “estado actual” del problema de la dependencia: espectros que acechan, insuficientemente conjurados, desatendidos en su densidad, incluso desaprovechados teórica y políticamente. “Estado actual” que, veremos, se nos invita a superar.  Lo interesante de la operación ofrecida está en todo aquello que agrega para hablarnos de las teorías de la dependencia, esto es, una relectura que supone varias modulaciones importantes respecto de los modos tradicionales de aproximarnos a ellas.

     Una especie de desborde orienta las líneas generales del libro: las teorías de la dependencia son presentadas en la productiva dificultad de ceñirlas a una serie más o menos clásica de autores (Cardoso & Faletto, Marini, Dos Santos), para pensarlas más bien en una constelación amplia en tiempo y espacio. Entonces, la dependencia no es pensable sin Sergio Bagú, sin el Che Guevara, sin Raúl Prebisch, sin René Zavaleta, sin Agustín Cueva, sin la revolución boliviana del 52, sin los debates sobre los modos de producción en América Latina. Así, las teorías de la dependencia se enriquecen al poder ser pensadas en una gama de grises donde es difícil separarlas de los desarrollismos, los marxismos y los nacionalismos populares.

     Ahora bien, el desborde permanente al que son sometidos los dependentismos es múltiple sólo en una primera mirada, lo que por cierto permite, por decirlo de algún modo, “aflojar” al objeto, desacartonarlo. Para que vaya asomando, de modo más preciso, el verdadero objeto que lo acecha. Habría que decir, en este punto, que el título del libro, además del referido tono derridiano, tiene una doble lectura posible. Los espectros pueden ser los del dependentismo acechando nuestro presente, pero tal vez se trate, también, de los espectros que acechan al dependentismo. Y aquí habría que hablar de un asunto que va asumiendo un lugar central en el libro: el problema de la democracia.

     La democracia sería en realidad el índice de un problema general de las teorías de la dependencia, de una suerte de falla constitutiva: su paso apresurado por los problemas de teoría política. El lugar del Estado, el problema de la densidad nacional, los dilemas en torno de los regímenes políticos y, en ese marco, la pregunta por una forma fuerte de democracia, son todos elementos tratados con relativa superficialidad desde los dependentismos. Estos estarían, entonces, atados a una tendencia economicista que no se detiene en la trama política que la propia dependencia supone, y que no sería necesariamente reductible a la dimensión económica de la misma. ¿Por qué sucede esto? Aquí podría sugerirse, a partir de los modos en que este libro nos narra la historia de los horizontes teóricos latinoamericanos, que las teorías de la dependencia son, finalmente, teorías de la revolución, teorías de momentos de ofensiva (con la ¿paradójica? excepción de Cardoso & Faletto, cuyo libro es al mismo tiempo el menos revolucionario de los dependentistas, y el más sensible a los problemas específicamente políticos). Pareciera entonces que allí la revolución funciona como una clave de simplificación de la complejidad política, como modo relativamente ágil de conjurar los fantasmas que de los dilemas políticos pudieran surgir. En términos generales, al menos en las tradiciones de izquierdas, los tiempos de ofensiva revolucionaria no son tiempos de teorías políticas, ellas surgen más bien bajo la sombra de la derrota: así sucede con Marx y sus reflexiones luego de las derrotas del 48, con el Gramsci encarcelado, y también con nuestros latinoamericanos del exilio mexicano de fines de los años setenta. La teoría política podría asociarse, entonces, a la interrupción de esa imagen ascendente que la revolución ofrece: la teoría política aparece para comprender qué es lo que se interpuso en esa victoria que parecía inevitable. “¿Por qué el diablo metió la cola?”, como se preguntaba Gramsci con esa expresión que José Aricó hizo célebre en nuestras tierras.  

     Decíamos entonces que el libro va ordenando esas ausencias o fallas alrededor del problema de la democracia, y allí es donde comienza a abandonar el tono espectral: atender el problema de la democracia es un modo de poner al diablo de nuestro lado o, para decirlo de otro modo, de salir del tono melancólico y pasar a un tono reconstructivo (mucho más que deconstructivo, como podría sugerir el título). Esto es así porque opera a partir de una suerte de mosaico de tiempos desajustados, dándole una sugerente vuelta a la vieja narrativa de las “fases” de las ciencias sociales latinoamericanas (las llamadas “tres D”: desarrollo, dependencia, democracia). El trabajo más agudo del libro, en este punto, está en el señalamiento de una suerte de mutua exclusión entre dependencia y democracia: cuando se pensó la dependencia, no se pensó la democracia, por todo lo antes dicho; luego, cuando llegó el turno de la democracia, ya no se pensaba la dependencia. Ahora bien, esto no es efecto del mero transcurrir de modas académicas, sino que lo que opera de fondo es otra “D”, acaso más poderosa: la derrota, esto es, la declinación del ciclo de luchas políticas que habían atravesado la región al menos desde la Revolución Cubana del 59. Ahogadas en sangre esas luchas, la derrota configuraría un tipo de discusión débil (¿será esa otra “D” a tener en cuenta?) en torno de la democracia: procedimental, acechada, finalmente compatible con una relación de fuerzas que animaba el potente despliegue de una ofensiva de las clases dominantes en la región. Se entiende por qué esa democracia no pensaba la dependencia (ni la revolución), sino que convivía amargamente con ella.

     Vamos al presente: aún en su revisión de una discusión del pasado, el libro está claramente inspirado por preguntas colocadas por el ciclo político progresista de los últimos veinte años en la región. O, mejor dicho, por preguntas que de algún modo fueron insuficientemente formuladas en ese ciclo. Que tuvo, diríamos, más teoría política que económica. El Estado, la democracia, los movimientos sociales, la acción colectiva, todos grandes problemas de los textos de nuestra época. La dependencia, bastante menos, y de hecho se suele coincidir en que la faceta económica ha sido la más débil en el intenso proceso de integración regional progresista que vivimos al menos hasta las desgraciadas muertes de Hugo Chávez y Néstor Kirchner. Allí está el “reclamo” del libro: es precisa la presencia de las teorías de la dependencia, no solo sus ecos, asedios o espectros, las necesitamos a ellas como tales. Claro que no iguales a sí mismas, sino justamente interrogadas y renovadas por la cuestión democrática.

     En una entrevista reciente, brindada a la revista Crisis, Álvaro García Linera afirmaba: “La hipótesis es que está llegando un tiempo en el que los portadores de esta hegemonía cansada sienten que la democracia es un estorbo y, paradójicamente, a medida que se ha ido vaciando la democracia representativa de las herramientas de legitimación del proyecto neoliberal, las posibilidades de transformación social y emancipación han ido absorbiendo a la democracia como una de sus herramientas, de sus sedimentos y de sus prejuicios inevitables, de su sentido común”. Partamos de un acuerdo: la derecha abandonó el pacto democrático, ha probado sobradamente, en los últimos años, estar dispuesta a hacer reventar cualquier tipo de normativa democrática si ella permite un atisbo de amenaza a los intereses de las clases dominantes, esos mismos sobre los cuales reposaban las débiles democracias del pacto de los años ochenta. García Linera hace también de la necesidad virtud: parafraseando a Cooke diría “en América Latina los demócratas somos nosotros”. Los procesos de cambio habrían “aprendido” una lección y en ese sentido habrían “absorbido” la democracia como uno de sus elementos fundantes, “internalizando” de ese modo la derrota de los procesos revolucionarios y sublimándola en una suerte de reinvención democrática. Quizá haya un ligero exceso de optimismo en esta formulación, porque la democracia sigue funcionando como una palabra casi mágica, capaz de resistir con su solidez a las más oscuras fuerzas que están cada vez más convencidas de que es más un estorbo que otra cosa. En cualquier caso, a las hipótesis clásicas de la revolución -aquellas que acompañaban el momento dependentista “clásico”- tampoco parece fácil volver. Y, en otra de las opciones que (no) ofrece el drama de esta época, volver a invitar a las derechas a firmar el pacto democrático (como a veces parece querer hacer, con nobleza y debilidad alfonsinista, Alberto Fernández) parece una iniciativa que no hace más que condenarnos a la repetición.

     Dilemas difíciles para una época que también lo es. Este libro, decíamos, es importante porque deja planteadas al menos dos sugerencias muy importantes para afrontarlos. La primera: que la cuestión democrática es fundamental para pensar en la actualidad una política emancipatoria. Y lo es precisamente porque se trata de un terreno que ya no puede darse por sentado, sino que debe ser construido o incluso conquistado, si no se quiere volver sobre viejas nociones débiles, y finalmente impotentes, de democracia. La segunda: que, para eludir una noción débil de democracia, las contribuciones de las teorías de la dependencia, asentadas en la potencia de tiempos y proyectos de teorías fuertes, son imprescindibles. 

MARTÍN CORTÉS

Es profesor en la UBA e investigador del Conicet y de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Investiga temas de teoría política y marxismo latinoamericano.

La organización permanente, de Selci

POLÍTICA

NICOLÁS VILELA


La organización permanente (2020)
de Damián Selci

tapa selci

El nacimiento de la razón militante*

1.  En su primer ensayo, Teoría de la militancia (2018), Damián Selci había descubierto un tema que increíblemente no estaba presente en ningún libro considerable de teoría política. La militancia constituye el actor político fundamental a lo largo de la historia y sin embargo nadie le había dado el volumen que se merecía. Hay publicaciones documentales con testimonios de militantes; hay, también, libros de análisis político sobre militancia escritos por no militantes. La novedad de Teoría de la militancia es que su autor es un militante político, por lo que –lo veremos más adelante- teoría y práctica representan un continuo de experiencia indistinguible. Asistimos a un género nuevo. Con este libro, Selci se convirtió en una suerte de “fundador de discursividad” en el sentido de Foucault; hoy es imposible referirse a la palabra “militancia” sin aludir a lo que escribió Selci. El único precedente en nuestro idioma es John William Cooke, que dejó sentadas algunas bases sobre la forma de subjetivación que implica la militancia, y que consideró al militante como identidad e interlocutor principal ya desde el título de uno de sus textos más célebres (Apuntes para la militancia). 

 

2. En La organización permanente no se trata únicamente de que la militancia sea un tema o una figura sino de que representa un campo teórico, un sistema, un punto de vista. Lo que se funda en este libro es el pensamiento de la militancia como disciplina. La palabra disciplina asume una doble acepción: por un lado, designa un campo teórico; por otro, refiere al ejercicio práctico de una conducta. Si La organización permanente funda una disciplina política (en el primer sentido) es porque antes hubo práctica disciplinada (en el segundo sentido). Como escribe Selci en el prólogo, se trata de la puesta en teoría de una experiencia de militancia orgánica, desplegada con un conjunto de compañeros/as en la localidad de Hurlingham. Los problemas que trata el libro están asociados o surgen directamente de esa práctica. Antes de su publicación no estaban sistematizadas las cosas que pasan cuando la militancia piensa, discute, evalúa, planifica. ¿Dónde estaba registrada la síntesis de una reunión de responsables políticos desarrollando metodologías de aproximación al territorio? La militancia piensa todo el tiempo, nos dice Selci, además de hacer, o mientras hace. Así nace la razón militante, que discute con el reparto de tareas que dice que habría por un lado ideólogos o intelectuales que piensan teorías y luego militantes o activistas que las ponen en práctica. La militancia es un continuo de teoría y práctica, y por eso puede observarse bajo la figura de la Banda de Moebius, una superficie bidimensional en la que no diferenciamos qué viene primero y qué viene después, qué es causa y qué es efecto.

 

3. Retrospectivamente, da la impresión de que Teoría de la militancia ya estaba preparando las condiciones para este nacimiento de la razón militante. Todo estaba insinuado en el título. De la militancia puede leerse en el doble sentido de que es una teoría que toma a la militancia en tanto tema, que “trata sobre la militancia”, y también  de que es una teoría que tiene a la militancia en el lugar de enunciador, una teoría “pensada por la militancia”. La palabra francesa sujet incluye precisamente ambas acepciones. Lo sugestivo de esta lógica es que “dondequiera que estén los problemas” (teoría o práctica), allí está la militancia. Toda crítica es una autocrítica. Una vez despejado esto, queda claro que los cuatro conceptos fundamentales que Selci difunde en La organización permanente están directamente relacionados con la praxis militante: insustancia, responsabilidad absoluta, irrelación antagónica, organización. Son formas muy sofisticadas de responder a preguntas que surgen de la experiencia cotidiana. En una época como la nuestra, signada por la falta de fundamento, por la insustancia… ¿cómo se puede pensar una utopía que contagie a otros? El concepto de responsabilidad se ocupa de esta cuestión: la militancia se hace cargo no solamente de la responsabilidad propia por los asuntos públicos sino del encuadramiento de los otros, a los que se suma para ampliar el campo de responsabilidad. A fines de 2015, el kirchnerismo había dejado picando este desafío en los territorios militantes: si lo que se construyó en términos de políticas públicas y derechos reconocidos no siempre se tradujo en mayores niveles de politización, entonces la responsabilidad por la responsabilidad del otro aparece como una forma de resolver la presunción de inocencia de aquel que se percibe inmunizado respecto de la cosa pública. Lo que Selci llama irrelación antagónica puede explicar por qué ese pasaje de una situación (mayores derechos) a otra (politización) no es necesario ni obligatorio, aunque sí es posible y deseable, y esto queda a cargo de la militancia organizada. La organización persigue el objetivo de encuadrar la responsabilidad del otro, organizarse junto con él y conducirlo políticamente.

 

4. La insustancia es el éter en que nos movemos luego de la caída de la metafísica. Ya no hay garantías predeterminadas por un Dios, por la Historia, por la Razón universal o por la vanguardia del proletariado. Todo puede ser de una manera u otra. Lo importante es saber cómo organizar la irrelación antagónica que nos constituye. Fredéric Lordon denomina “condición anárquica” a esta pregunta de cómo se sostiene una sociedad que no sostiene nada. El posestructuralismo y el posmarxismo habían advertido los límites y peligros de todo cierre totalizador, declarado lógicamente imposible. Pero esa advertencia no pudo traducirse, como en la época de la metafísica, en proyectos políticos comunitarios. La apuesta del libro es muy arriesgada porque involucra tomar las cosas precisamente en este punto y colocar a la militancia en el lugar del imposible: interiorizarlo, encarnarlo, asumirlo, hacerse responsable de la anarquía sin fundamento del mundo. La enorme sensación de libertad y de entusiasmo que emana de las líneas de este libro proviene de haberse liberado tanto de la nostalgia de los metafísicos por las temporadas inmunizantes del fundamento como de la inoperancia práctica de los posestructuralistas. El libro tiene la épica de lo fundacional: al haber descubierto un campo de pensamiento, todo se puede leer, hacer, pensar de otra manera. Con esto, La organización permanente plantea una propuesta concreta al problema práctico que implica la necesidad de conmover, de construir una idea fuerte que movilice afectos. Lo que descubre y libera este libro es que todo es posible; si no hay nada predeterminado veámoslo no como una pérdida sino como una oportunidad. 

 

5. Hay un rasgo personal de Damián que es evidente en este libro. Cuando habla, Damián tiene algunos giros muy divertidos como “vos lo que tenés que pensar es” o “pensá esto”. Y desarrolla ideas fuertes con una determinación impactante, bajo un gran imperativo de persuasión. Pero a la vez no hay nadie más interesado en escuchar al otro, incorporar nuevos conocimientos a partir de una conversación, estar abierto a lo nuevo y lo desconocido. En una entrevista Damián dijo que era dogmático para escribir y flexible para leer. Se puede traducir así: dogmático para decir, flexible para escuchar. Sólo alguien con esa confianza en lo que está haciendo pero al mismo tiempo con un nivel muy alto de curiosidad intelectual y afectiva puede fundar un campo de pensamiento, un punto de vista que entusiasme a otros. La idea de responsabilidad absoluta es la que mejor encarna ese afirmacionismo exagerado y persuasivo, a la vez que disponible y abierto al otro. La jurisdicción de lo que un militante puede hacer se amplía tanto que todos son, o pueden ser, su tema (su campo de batalla) si está dispuesto a hacerse cargo de la cantidad de otros que sea necesaria. En la práctica militante se visibiliza esa lógica: en la medida en que uno decide que un tema que ocurre en el ambiente (en la calle, en la fábrica, en una institución) es su tema, toma jurisdicción y responde por él. Para eso tiene que conocerlo y comprenderlo. Lo que desarrolla La organización permanente son justamente las consecuencias de haberse hecho cargo de ese tipo de situaciones ante las cuales otras partes de la sociedad se reclaman inocentes. Los politólogos y los sociólogos se la pasan buscando “el sujeto político” y Selci les dice, a ellos y a todos: el sujeto sos vos. Todos pueden militar. La militancia es una antropotécnica, una autocreación a partir del fracaso de la búsqueda sociológica y la distancia crítica. 

 

6. El carácter “no individual” de la militancia como forma de vida, según leemos en La organización permanente, no remite sólo a la dimensión colectiva de la política sino, más drásticamente, a la convicción de que hay militancia porque hay otro, que lo que hace la militancia es asumir la responsabilidad por la responsabilidad del otro. Es decir: se trata de pensar la vida como organización política, más allá del compromiso individual, más allá de la participación personal. Se busca la comunidad militante-organizada. En este punto emerge una irresistible circularidad: la idea de comunidad militante es el principio regulador de la comunidad militante. Lo que comparten los que comparten la comunidad es precisamente esta nada impropia. No hay fundamento de una comunidad más que la responsabilidad por organizarse en común sin fundamento. Si la comunidad organizada no tiene otro objeto que ella misma, el acto de encuadramiento o de conducción no significa que se tome al otro como un medio (“los usan”) sino precisamente como un fin en sí mismo. “La Patria es el otro” quiere decir que el otro es punto de partida y de llegada para la militancia política. 

 

7. La fundación de la razón militante es posible porque existió el kirchnerismo. Si el saldo intelectual de los dos primeros gobiernos de Perón, donde asomamos al mundo como país soberano, fue la introducción de la cuestión nacional (y de ahí el pensamiento nacional), entonces el saldo intelectual de los gobiernos de Néstor y Cristina, protagonizados por la masiva participación política de la juventud, es la cuestión de la militancia (y de ahí el pensamiento de la militancia). Por lo tanto, La organización permanente no es únicamente una esforzada teoría política para entablar un debate con el pensamiento contemporáneo sino sobre todo la puesta en teoría de una práctica que está probado que funciona. Hablamos de la experiencia del kirchnerismo durante 12 años. También de la certeza de que si Cristina pudo no ir presa durante el macrismo es porque hubo militancia y organización popular. El hecho mismo de que Damián sea Presidente del Concejo deliberante de Hurlingham debería verse como la verificación de que el pensamiento de la militancia es una disciplina que trata sobre la toma del poder, la construcción política a partir de ese poder y los objetivos utópicos a partir de esa construcción. 

 

8. En la era de la insustancia, y especialmente en un contexto de nihilismo e individualismo bastante generalizado, de obsesión por la seguridad personal, la identidad y la propiedad, este libro nos vincula con una idea de trascendencia, que tiene que ver con lo común, lo no apropiable, lo que podemos compartir todos si estamos juntos pensando en función de la primacía del otro. Hay una diferencia entre la verdadera vida y la mera existencia, que Selci menciona en el libro a propósito de Badiou: “Existir es el mero tener lugar, pero vivir es incorporarse al proceso de una verdad”. Se abre así la posibilidad de una religión profana, comunal y altamente organizada. ¿Pará que queremos vivir, organizarnos, estar juntos? Una frase del filósofo alemán Peter Sloterdijk está a la altura del titánico desafío propuesto por La organización permanente: “Quien quiera suprimir el fondo último de la mala privacidad de la existencia humana tendrá que acabar con el aprisionamiento del individuo en su pequeña porción de vida. En su lugar habría que poner una ‘obra común’ renovada. Sólo gente inmortal podrá formar la verdadera comuna, mientras que en los mortales lo que siempre domina es el pánico de la autoconservación”.

 

* Una versión de este texto fue leída en la presentación de La organización permanente el 4 de diciembre de 2020.

NICOLÁS VILELA

Es docente de Literatura y Secretario General de la Universidad Nacional de Hurlingham.

Yo la quise, de Giglio

NOVELA

ENZO MENESTRINA


Yo la quise (2020)
de Josefina Giglio

yo la quise

Piglia, ¿una estrella fugaz en el firmamento intrincado de la memoria?

     Durante los últimos años se han escrito varias novelas sobre la denominada “segunda generación”. Incluso, hoy se puede hablar del corpus narrativo de HIJOS como aquel conjunto de obras que vienen a recuperar desde diferentes ópticas las voces inquietantes del pasado y la lucha de los hijos e hijas por la memoria, la verdad y la justicia. La primera novela de Josefina Giglio, Yo la quise, podría incluirse dentro de esta genealogía por su contenido y los retazos autobiográficos que condensa. Pero detrás de ese arte dramático, de esa escritura tan pulida y perfecta se esconde una voz y una historia. Un “secreto” familiar del romance de su madre desaparecida con el escritor Ricardo Piglia y que Josefina –en su novela– logra descifrar y develar sin tapujos. La polifonía de voces, la arquitectura del espacio, los paseos por La Plata o la depuración de la mirada son tan solo buenas estrategias para poder contar realmente lo que aparece como telón de fondo: la historia que enuncia aquel que dice “yo”, el narrador-escritor que aparece al principio, el que accede a darle la voz a “ella”, a “la nena” o a la vecina pero que luego retoma su lugar en el firmamento intrincado de la memoria para colocarle el broche de oro al relato.

     De la lectura atenta de los Diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, Josefina obtiene una pista sobre su madre desaparecida: el autor habla de su piel, la recuerda como amante. Nunca pudieron hablarlo personalmente aunque el dato fue confirmado por el escritor en un intercambio de mails. Piglia murió antes de poder dar más detalles. Josefina, con los fragmentos de memoria propia y los de ese “otro” construye un libro de voces que hace honor a la cita de Semprún que lo abre: 

 

“Contar bien significa de manera que sea escuchado.

No lo conseguiremos sin algo de artificio.

¡El artificio suficiente para que se vuelva arte!”

(Jorge Semprún, La escritura o la vida)

 

     Semprún esperó más de cuarenta años para componer su libro –La escritura o la vida– sobre su experiencia en el campo de concentración de Buchenwald. Un libro en el que cuenta lo que vivió pero también reflexiona sobre la memoria y sobre una pregunta pertinente: ¿cómo se cuentan los hechos aberrantes de la historia? Pero el dato principal de la elección de este libro como epígrafe se encuentra en cómo está escrito: los procedimientos elegidos con cuidado, el modo de componer, las estrategias que buscan con precisión conseguir un determinado efecto en quien lee, hacen de ese libro una obra de arte cuyas pinceladas saturan lo real.

     Del mismo modo, Giglio logra en esta novela recuperar el cuerpo de su madre a través de la escritura. Su propósito no se trata de testimoniar lo ya dicho sino de subsanar y llenar los vacíos de memoria para transitar sin dificultades los escabrosos rincones del pasado. En efecto, hace de su historia familiar un artificio, una pincelada de vida, una ficción. Giglio no es una hija que tiene una historia que contar a modo de catarsis, para alivianar una carga, para compartir el peso de un dolor que es social pero que la sociedad negadora en la que vivimos convirtió en una suerte de tragedia personal. Ella, ante todo, es una lectora. Una escritora que ha leído desde siempre y que ha leído bien. Es un libro donde todas las lecturas se condensan y producen una obra nueva. Por eso, que ella sea hija de desaparecidos, que esta ficción esté hecha con materiales autobiográficos, parece ser lo menos relevante pero a la vez no lo es.

     Hay una historia que está en los diarios y en los documentos que cuenta que en la noche del 5 de diciembre de 1977, Josefina Giglio y su hermano Francisco -que en ese momento tenían siete y un año de edad-, estaban en un departamento de la calle Freire, en Belgrano, junto a su mamá y una pareja amiga. Sus  padres desaparecidos fueron –y siguen siendo- Virginia Isabel Cazalás (Vibel) y Carlos Alberto Giglio militantes del PCML (Partido Comunista Marxista Leninista) el cual se separaba de la línea comunista y se acercaba más al maoísmo. Su padre desaparece el 19/05/1976, su madre posteriormente, entre el 05/12/1977 y el 07/12/1977.

     Desde 1975 vivían en la clandestinidad y con otros nombres por la militancia de sus padres. Luego de la cena, esa noche calurosa policías de uniforme irrumpieron en la casa y se llevaron a los mayores, dejando a los hermanitos junto a una vecina a quien no conocían y que se lamentaba en voz alta: “¿Qué voy a hacer con estos chicos?”. La nena estaba vestida apenas con la bombachita que tenía puesta en casa y su madre con un camisón que no le permitieron cambiarse. Francisco Giglio, en la canción “Camisón de flores”, compuesta en memoria a su madre, recrea sutilmente esta escena. 

     No obstante, lo que particularmente llama la atención en esta novela de Josefina más allá de la historia de un secuestro es la aparición de un escritor, de un gran escritor, que franqueó inesperadamente la puerta del relato. Ricardo Piglia conoció a Vibel, estuvo cerca durante el tiempo en que ella estudiaba en La Plata. Fueron compañeros en la universidad y amantes en la intimidad. De esto Josefina había escuchado hablar entre los amigos de su madre pero creía conveniente indagar al respecto sobre ese rumor para sacar a flote varios recuerdos. Primero, logra contactar a la vecina que los protegió. Luego, surgieron los intercambios con Piglia vía mail que confirmaban dicho romance. 

     Dijo alguna vez el escritor en una entrevista que le hizo Pablo Gianera para La Nación a propósito de sus Diarios: “Recordé a una muchacha maravillosa con la que podría haber vivido muchos años. Y yo me fui con otra chica, por otro lado. Y pensé para mí: ¡qué tonto fuiste! Al leer lo que ella me decía me di cuenta de que era un ciego”. La mujer que dejó de ver a su madre por la fuerza una noche de diciembre de 1977 creyó leer en las palabras de Piglia una revelación y se comunicó por mail con el escritor, quien le respondió con un relato breve que encendió la posibilidad de que Vibel fuera la protagonista de una ficción. Tanto el título de la novela como las imágenes recurrentes –mixturadas con recuerdos– han sido posibles gracias a la breve respuesta de Piglia a Giglio (transcripta al final del libro) en cuyas líneas el escritor afirma “Yo la quise” y a la vez confirma “tuvimos una amistad intensa y una relación fugaz (…) ha permanecido en mi recuerdo con mucha nitidez la primera noche que estuvimos juntos en la pieza de la pensión donde yo vivía en aquel tiempo” (141). Esas imágenes, esos retazos de memoria de otros, le han permitido a Josefina plasmar por escrito –y a la vez recuperar– una figura materna desconocida, distinta, ajena. Una Vibel pasional, alegre, con aire joven y valiente. La madre guerrera que siempre quiso construir.

     “Veo cómo se recortan los edificios en la línea del horizonte y pienso en bajar pero qué fiaca…” comienza enunciando ese “yo”. Escritor, catedrático, gran entusiasta. A medida que avanza el relato esa voz se va llenando de características, de calificativos, cobra identidad. Basada en la recuperación de una voz posible de Ricardo Piglia, rescatada de una lectura minuciosa de los tres tomos de sus Diarios de Emilio Renzi. Es la voz de un escritor maduro, que recuerda y padece esa nostalgia de lo que no fue, de lo que se perdió vivir: “siempre queda la posibilidad de retomar el hilo, de volver a contar lo que veníamos contando aunque ya no seamos eso ni sepamos cómo termina el cuento. Tengo una buena historia pero me falta ella. Me falta su olor, el vestido que mejor le queda, me falta el tono de su voz cuando pide por favor (¿pide por favor?) que le alcance el pan o la sal en la mesa” (17). Ese “yo” intenta enhebrar la aguja, encastrar las imágenes superpuestas, llenar los vacíos del decir, las ideas, los fragmentos amorosos, las canciones y los viejos libros que le recuerdan a Vibel, así como también las reflexiones que se incorporan y los cuestionamientos sobre lo ocurrido.

     Piglia no sólo se perdió a una mujer a quien quería sino que en esos intensos años 60 y 70, mientras las organizaciones políticas hervían, se formaban y se fundían en nuevas y más arriesgadas apuestas, él se dedicó a escribir. Y, para peor a escribir, sobre todo, acerca de otros escritores. Vemos a un hombre joven que goza del amor que circulaba con alegría, que vive la politización radicalizada de su generación como un contexto y a un hombre maduro que se ve a sí mismo a veces con pena. Pero la voz no es sólo lo que cuenta. Una voz es una sintaxis, es un vocabulario, un campo semántico. Y este Piglia ficcional es una composición que no tiene un solo descuido. Un narrador que habla de una “cenefa oxidada”, de “piringundines” y de un “chijetazo” de aire helado. Pero también de sus lecturas. Lecturas que son también de la escritora y esa comodidad de poner a hablar a un personaje que en realidad no tiene voz como la escritora, pero que reproduce un idioma que ella comprende perfectamente, hace que esta parte del libro –la voz de él– sea un retrato. En efecto, una estrella fugaz que recuerda con cariño lo sucedido en aquellos años, transita las imágenes sin dificultad pero con miles de interrogantes y reflexiones que se entrecruzan como telón de fondo a medida que recorre las calles de La Plata, los lugares habituales, las sensaciones de un amor repentino. Un “yo” que comienza hablándole a los lectores para contar su historia sobre las noches de lujuria en aquella habitación de una pensión pero que luego ese mismo “yo” se dirige a ella, a ese cuerpo desaparecido del que tan solo tiene el recuerdo de su fragancia y los versos de Rubén Darío o Walt Whitman que le recitaba de memoria.

     Con igual complejidad y pericia, Josefina Giglio reconstruye los gritos de la memoria, no para ponerse en el lugar de los “otros” sino para componer y recuperar una identidad –la de su madre– a partir de los ecos que acometen y acechan al pasado reciente. Así, esta novela transita la voz de un escritor conocido, la de una niña huérfana, la de una vecina testigo y la de los abuelos que no entienden pero protegen. Tal vez la novela de Josefina Giglio sea la puerta de acceso a una nueva generación de hijos e hijas que recuperen el pasado al hacer del mismo un verdadero acontecimiento artístico. Pero esas preguntas y dificultades en el afán de plasmar el pasado en la escritura se entretejen en boca de distintos narradores como estrategia textual: “¿cómo recordar?, ¿cómo escribir y ser fiel al recuerdo? (…) la experiencia está bien, pero no alcanza. No alcanza con haber tenido la experiencia; se necesitan los artificios del arte para que emocione. En estos días los recuerdos vuelven como cascarudos que entran por la ventana en las noches calientes de verano. Entran boleados, pesados, sin rumbo” (49). Sobre la parte más lejana del firmamento intrincado de la memoria es posible divisar una estrella fugaz que vuelve a decir “yo” sigilosamente y se dirige a Vibel. Recuerda muy brevemente la última vez que se encontraron por casualidad en la puerta de un teatro, ese último abrazo, esas simples palabras de afecto y el cruce de miradas repentinas son el final de un rumor familiar que se completa con testimonios tangibles: una fotografía de Vibel y la transcripción de la respuesta de Ricardo Piglia ante las inquietudes de Josefina.

ENZO MENESTRINA

Es tesista del proyecto de investigación: “Violencia, literatura y memoria en el campo literario latinoamericano de las últimas décadas II” bajo la dirección de Teresa Basile. Integrante de los grupos de estudio e investigación: “Memoria y Narración” (Estocolmo) y EdiCMa (Argentina). Fue becario EVC-CIN (2019-2020) con lugar de trabajo en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNLP.

Vamos a la playa, de Blaseotto

NOVELA GRÁFICA / GEOGRAFÍA

MALENA MAZZITELLI MASTRICCHIO


Vamos a la playa (2018)
de Azul Blaseotto

VAmos a la playa tapa

Territorios dibujados. Una historia territorial en la novela gráfica de Azul Blaseotto

     Soy geógrafa, para algunos una rareza; pero, pese a eso, mis títulos de grado y posgrado lo acreditan. Muchos de mis colegas me encierran en categorías un tanto inútiles solo por considerar a los territorios inmateriales como parte de mis objetos de investigación; otros creen que mi trabajo no se enmarca dentro de lo que es la geografía. Acusar: una gran especialidad, como si la geografía se redujera sólo a lo que ellos hacen; en fin, parece que nunca leyeron sobre la lucha de los campos epistemológicos de la que nos habla Bourdieu. Hacer geografía implica –entro otras cosas- poder describir, narrar y dibujar el espacio, ¿cuántos de nosotros llevamos un cuaderno de notas? Ahora bien, ¿describir, narrar y dibujar son sólo patrimonio de la geografía? No, la diferencia radica en que los geógrafos recurrimos a la teoría para analizar esa descripción. Son las teorías las que nos ayudan a leer y acercarnos ontológicamente al espacio: cómo lo nombramos (región, lugar, territorio u otros), cómo explicamos los procesos espaciotemporales, cuestión que varía según la teoría en la que nos apoyemos, porque cuando cambiamos la teoría, modificamos las preguntas y la interpretación de la descripción. 

     Ya hace tiempo se plantea que la geografía es una disciplina visual. Es sabido que los geógrafos y las geógrafas dibujamos para narrar nuestras descripciones. De hecho, ya en el siglo XIX el geógrafo inglés Halford Mackinder advertía el carácter visual de la disciplina. El dibujo más conocido en nuestra asignatura es el mapa. Pero, en su afán de no perder la objetividad científica, algunos geógrafos sólo se basan en cartografías “científicas”, en tanto resultado de largas cuentas matemáticas donde la escala y la proyección son los dos pilares más importantes. Sin embargo, como lo plantea el cuento de Borges o, muchos años antes, Lewis Carroll en Silvia y Bruno, la escala perfecta vuelve al mapa inutilizable. Podemos decir que la inadecuación es intrínseca a la cartografía (Goodman, 1972). ¿Entonces? ¿Los geógrafos somos los únicos que hacemos mapas? ¡Claro que no! Las sociedades tenemos derecho a mapearnos, dice Giselle Gerard.

 

***

 

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     Empecé esta reseña de manera autorreferencial, porque el libro que estoy por reseñar no es un libro de la academia geográfica, no es un libro académico, sino que es una novela y contiene mapas. Muchos dirán: las ciencias sociales -como la geografía- deberían incluir a las novelas como parte de su formación, y sí, deberían. Este libro, además de no ser académico, es una novela gráfica (sí, tiene imágenes y muchas). 

     Vamos a la playa es una novela gráfica realizada por la artista visual Azul Blaseotto publicado en 2018 por la editorial Tren en movimiento. El libro llamó mi atención por la cartografía que la artista incluyó, inadecuada, pero ¿existe alguna cartografía que no lo sea?

     Empero, elijo reseñarlo por otros dos motivos: el primero porque intento enmarcar mi trabajo geográfico dentro la corriente de pensamiento que se llama “Cultura Visual”. Trabajar con imágenes del espacio geográfico (cartografías, fotografías, por ejemplo) implica no usarlas como ilustraciones, implica no dejarlas subordinadas al texto. Yo había leído sobre esa exigencia, pero nunca había leído una novela gráfica: lugar donde imagen y texto son entrelazados para relatar una historia. El segundo motivo es que el libro de Azul es una novela sobre la historia territorial de la provincia Buenos Aires.

     Berger comienza su libro afirmando que “dibujar es descubrir” y efectivamente el dibujo de Azul muestra un acto de descubrimiento. Descubre la espacialidad bonaerense: ese conjunto de prácticas simbólicas y materiales desplegadas por las sociedades a lo largo del tiempo para apropiarse de un espacio. Relata y reconstruye la historia territorial de la provincia de Buenos Aires con la palabra y con la imagen. El libro narra la multiplicidad, la diversidad y la desigualdad de las prácticas sociales que se conjugan para construir el espacio geográfico: la conquista de la Pampa; la política de Juárez Celman y sus consecuencias para la clase obrera argentina… Historia territorial que permanece, hasta nuestros días, objetivada en el espacio. 

     La manera en que entrelaza texto e imagen dan por resultado un recorrido que no desorienta al lector; la palabra relata una historia que no se comprende sin las imágenes, y a la inversa; al mirar las imágenes la palabra vuelve a orientar al lector en la trama de la historia-territorial. Imagen y texto se complementan, no hay jerarquía: ambas conforman el entrelazamiento de la novela. Para mí fue como entender empíricamente las palabras tantas veces abstractas de la bibliografía.

     La novela comienza con un recorrido en tren, aparentemente lineal, desde la estación de Constitución hasta la ciudad de Dolores. Durante el recorrido es posible reconstruir la geografía bonaerense como si mirásemos por la ventana: la pampa verde y amarilla. Una geografía que no se limita al espacio físico, sino que Azul (re)construye ese espacio histórico, político y contradictorio del que tanto nos gusta hablar a los geógrafos. En esa reconstrucción pone en evidencia la investigación que llevó adelante: desde la historia de los ferrocarriles en la Argentina hasta el reparto de tierras entre las principales familias de terratenientes. Recurre a informantes claves, baqueanos, aquellos que conocen su lugar, aunque el lugar sea el vagón de un tren en constante movimiento (como el personaje de Raúl, que relata en primera persona su propia espacialidad). Azul dibuja mapas que amojonan el relato al territorio bonaerense: los topónimos, la Ruta 2 y el recorrido del ferrocarril, la sorpresa de superponer corredores. 

     Sin olvidarnos que se trata de una ficción, el libro es un relato del espacio vivido, y esto se hace más evidente en la experiencia espacial que los personajes tienen en la ciudad de Dolores. Esa sensación de no ser bienvenidos es remarcada por los dibujos de los habitantes. Imagen y palabra se compensan para hacer sentir al lector la misma hostilidad. Lo interesante es la explicación que el relato ofrece para entender ese malestar de la ciudad ante la presencia de extraños. Lejos de naturalizar las actitudes sociales (o de caer en ese viejo determinismo ambiental), la autora busca una explicación que es socioterritorial, incluso puede leer los silencios de los mapas para dar esa explicación; y visibiliza ese silencio en su cartografía: los amojona en el espacio del libro, en la vista del lector, y en el territorio de la provincia de Buenos Aires. 

     El libro recupera las rugosidades del territorio bonaerense, esas marcas que la historia dejó en el espacio: fábricas, estaciones, boletos de trenes, árboles que explican la historia de un pueblo y de un soñador. 

     Vamos a la playa es un relato de la historia territorial de una parte de la provincia; indispensable para aquellos que veraneamos en sus costas y que nos quejamos del viento y del agua fría pero que siempre nos maravillamos con la inmensidad del mar. El libro, ficción o no, es un atravesar en el tiempo y en el espacio. Muestra que el espacio es vivido, es un proceso histórico y no solo un escenario inerte. Azul nos permite conocer una parte de la historia que conformó nuestras playas.

     Para terminar, me gustaría recuperar un diálogo de los protagonistas:

¿Qué haces?

Dibujo para no olvidarme.

     Acaso, ¿los y las geógrafas no dibujamos nuestras descripciones para no olvidamos? Azul sabe, como dice Rosana Uber, que no se puede llevar el campo al gabinete. Tenemos que confiar en el registro, pero no quiero dejar de preguntarme ¿cuán fiel puede ser la memoria ante un dibujo? Incluso la del mismo dibujante. Los recuerdos, ¿no nos cambian con el tiempo?

MALENA MAZZITELLI MASTRICCHIO

Es doctora en Geografía e investigadora de CONICET. Estudia temas de historia y epistemología de la cartografía y el territorio en el Grupo de Cartografía e Historia Territorial (CeHiT) del HITEPAC-UNLP y en la Universidad de Buenos Aires (CNT-FyL). Es adjunta de cartografía de la FyL- UBA y JTP en Geografía Humana FaHCE-UNLP.

Clics modernos, de Charly García

MÚSICA

HERNÁN CANEVA


Clics modernos (1983)
de Charly García

Clics Modernos

Algunas huellas ya son piel

     La experiencia de escuchar un álbum de música completo debería ser revalorizada. Si bien actualmente existen plataformas digitales que nos brindan acceso a materiales enteros, la lógica del fragmento parece haberle ganado la pulseada a la de la obra como totalidad. No sé si esto es bueno o es malo, porque en definitiva una canción puede ser la parte y a la vez el todo. Asimismo, es cierto que en general accedemos a los discos de manera algo azarosa y casi siempre a partir de una canción. 

     Si cabe una reflexión, el carácter “accidental” o aleatorio del arribo a los consumos culturales podríamos debatirlo un buen rato, habida cuenta que en la actualidad las plataformas digitales nos “bombardean” con aquello que –mediante ingeniosos algoritmos- han advertido y calculado que nos gusta. Pienso que esta lógica nos está empujando –voluntaria o involuntariamente- a ser expertas/os en aquello que se supone nos interesa/nos agrada, por lo que el acceso a lo diverso o a lo que “no nos gusta” se encuentra –curiosamente- más limitado. 

     Repasar la obra musical de Charly García es una buena forma de entender que no todo es positividad, no todo es alegría, no todo es “yo puedo” y no todo es “me gusta”. Al contrario, implica transitar la luz y la sombra, el placer y el dolor, lo consonante y lo disonante, como parte de una misma experiencia sensitiva y cognitiva. Se trata de una obra que contiene una pulsión de vida y una pulsión de muerte, que hace un culto de lo bello y de la virtud, pero también pone de manifiesto el disparate y el equívoco como una forma de contraponerse a una sociedad somnolienta. 

     Cada disco de Charly lleva implícito un mensaje verbal y no verbal (la mayoría de las veces, incomprendido en su época). El material del que les voy a hablar es expresión de un momento de mucha vitalidad y sensualidad. Ahora bien, creo que toda apreciación estética y musical exige situar al ojo que mira y al oído que escucha. Por eso, me gustaría comenzar este comentario situándome a mí mismo frente al disco, para reponer algunas conexiones o “entradas” personales a la obra. 

 

     Pequeñas anécdotas sobre Clics modernos

     Mi primera entrada a Clics Modernos tuvo algo de aleatorio o “accidental”. Aquel acceso fue en el barrio de Tolosa (Ciudad de La Plata), cuando yo tenía inciertos 17 años de edad. En esa época de mi vida –quizás, algo gris- acercarme a la música fue ciertamente un “cable a tierra”. Recuerdo a Pablo, mi profesor de piano por aquel entonces, ejecutando los acordes del tema Los dinosaurios en su mágico sintetizador Kurtzweil Sp88, un aparato que tiene su propia historia dentro del rock nacional. 

     De esa secuencia, me recuerdo regresando muy velozmente en bicicleta a mi casa con los acordes garabateados en un papel, memorizando la imagen de Pablo desplegándose en la introducción de la canción, con premura por llegar a mi cuarto a ensayar. Mientras yo practicaba la canción, mi abuela Aída me interrumpía gratamente con sus mates de jarrito de metal (con una pizca de café y azúcar) para darme el necesario plus de energía o simplemente para estar cerca de mi. Sin siquiera saber que “Los dinosaurios” era el corazón de Clics, yo tenía la certeza de que nunca dejaría de sentarme a tocar el piano y cantar. En definitiva, el primer contacto con el disco fue a través de una canción.  

     El segundo acceso al Clics fue dos años después, en 2007, cuando yo era estudiante de la carrera de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata. Santiago, un entrañable compañero y amigo con quien transité la carrera, me invitó a casa de su familia a mirar un recital de Charly García, que habían alquilado en formato DVD. Esa tertulia familiar me acercó por primera vez a la mítica presentación de Clics Modernos en el estadio Luna Park, recital que se realizó en diciembre de 1983. Lo primero que sentí, al mirar el recital, fue el deseo de estar allí con el público. 

     El escenario estaba cubierto de oscuridad, una oscuridad que hacía destacar la luz que salía de un pequeño velador que Charly tenía montado sobre la caja de su piano eléctrico y que prendía y apagaba a su antojo. Como si fuera una charla de diván, García le hablaba al público entre canción y canción, sorprendiendo a todas/os con semejante contraste entre la penumbra y la energética vitalidad de la música que brotaba de sus dedos. Mientras comíamos milanesas con puré y tomábamos vino tinto, me fascinaba por la performance de Charly y del grupo (cabe recordar que allí estaban, entre otras/os, Fabiana Cantilo y un jovencísimo Fito Páez). Había un impulso vital emergiendo de aquella oscuridad fabricada, una manifestación artística que ponía sonido y cuerpo a la libertad como búsqueda y expresión humana. 

     Recapitulando, el segundo contacto con el disco no fue con el disco en mis manos, sino por medio de la presentación en el Luna. 

     Durante los años posteriores accedí al disco completo. Escuché una y otra vez ese mensaje del futuro con dejos melancólicos que es Clics modernos. A decir verdad, muchas veces escuché el disco completo y otras tantas me ensañé con algunas canciones. El último contacto con el material, el más sistemático –quizás- fue para la ocasión de esta parrafada que aquí les traigo. 

 

     Algunas huellas ya son piel. Clics modernos y sus canciones 

      Escribir sobre un disco de música puede sonar contradictorio. En efecto, no hay enunciados escritos –por más sensatos- que sustituyan la experiencia de escuchar, imaginar y viajar a través de la música y de las canciones. Creo, no obstante, que hay en nuestra condición humana una necesidad de registrar lo “indecible”, dejando huellas que protejan del olvido a la experiencia. A través de esas necesarias búsquedas se configura el acervo cultural, imaginario colectivo integrado por rituales, símbolos, sentidos y significados. El acervo cultural, sin dudas, tiene que ver con la “tradición”, pero lejos está de ser materia muerta. La tradición, en lo que respecta a la música, implica dinamismo. “Lo muerto -retomando la expresión de Pierre Bourdieu- se apodera de lo vivo”, por lo que la historia se incrusta en los cuerpos, las subjetividades, las emociones y los pensamientos de las personas. No sé si Charly García leyó al mencionado sociólogo francés cuando dijo que “algunas huellas ya son piel”. 

     Sus discos, como ningún otro vector, documentan el deseo de irrumpir en la escena social y cultural con algo nuevo, aunque siempre mirando un poco hacia atrás. Un cinco de noviembre de 1983, a días del retorno a la democracia en Argentina, se publicó el disco Clics modernos, material que prometía un cambio sonoro y estético para una sociedad que necesitaba descomprimirse un poco, bailar y disfrutar. Un viaje a Nueva York fue punto de inflexión en la gestación de este álbum. Además de componerlo, grabarlo y mezclarlo, en aquella ciudad Charly conoció sonidos, se trajo la máquina de ritmos, algunos sintetizadores, y también algunos “raros peinados nuevos”, estereotipos importados por la globalización que arribaron a nuestro país en aquellos años. En ese mítico viaje a Nueva York, Charly –emulando a Gardel- se enchufó en las venas el dolor del tango y se cargó el espíritu liviano del pop, para conformar así una sonoridad de rigor. Esa sonoridad venía del futuro. Quizás sea por ello que al escuchar el disco da la sensación de que lo actual se vuelve viejo. Si cabe poner un asterisco, Charly siempre estuvo adelantado a su época, lo cual explica por qué la obra necesita del paso del tiempo para revelar su actualidad. 

     Clics modernos está conformado por nueve canciones, entre las que se destacan “Los dinosaurios”, “Nos siguen pegando abajo”, “Bancate ese defecto”, “No soy un extraño” y “Ojos de video tape”. En realidad, todo el material es para destacar, por lo que cualquier selección de hits no es otra cosa que una mera arbitrariedad. 

     La temática del álbum se inserta en la “bisagra” entre “lo que fue y lo que está por venir”. En efecto, algunas canciones como “Los dinosaurios”, “Nos siguen pegando abajo” o “Plateado sobre plateado (huellas en el mar)” hacen referencia al período de la dictadura militar, que estaba finalizando mientras que el disco era grabado. Sin embargo, otras canciones revelan la incorporación de temáticas emergentes en la sociedad de masas, ligadas a la identidad cultural y a la sexualidad, poniendo el foco en la diversidad de expresiones estéticas y en las trampas del sistema (“No soy un extraño”; “Bancate ese defecto”). También aparecen referencias a las transacciones entre la ideología política, la crítica ideológica y la lógica absorbente del mercado capitalista y de la industria musical (“Dos, cero, uno, transas”), de la que Charly era por aquel entonces un eslabón de lujo. 

     A su particular manera, el disco narra los estados emocionales por los que estaba atravesando el autor, dejando claro que la evocación a la modernidad y la necesidad de cambiar no estaba desprovista de una mirada crítica. Vale detenerse en la canción “Nuevos trapos” para comprobar que lo que García entendía por transformación no era un cambio superficial sino algo mucho más profundo. Es decir, que más allá de las transformaciones que traía consigo la globalización, había cosas que se volvían a repetir, como tragedia o como comedia, y que no se debían ignorar. 

     Ahora bien, considero que lo que destaca del álbum no es tanto el componente “crítico” que podemos atribuirle a las letras de las canciones, sino más bien la búsqueda estética como modo de irrumpir en la escena cultural. Es decir, que este disco instaura el concepto de que el sonido puede ser el protagonista de un “hacer disruptivo”, no en el sentido de la crítica político-ideológica, sino en el sentido de proponer una pauta sensorial provocativa en la experiencia de escuchar música. Este quizás, podría ser el hecho político-cultural que instauró Clics modernos en la cultura de masas, en un contexto cuyas tendencias anticipaban la defección de las palabras y de los grandes discursos, hacia formas de transmisión comunicativa centradas en las imágenes, las puestas en escena y los video-clips. 

     Clics modernos dejó sembrada una semilla, que claramente floreció en discos posteriores como Piano Bar (1984), Parte de la religión (1987), Cómo conseguir chicas (1989) y Filosofía barata y zapatos de goma (1990). 

 

     Influencia

     Si el lenguaje es un canal de transmisión de la experiencia humana, la música es un lenguaje para experimentar el silencio. Algunas veces me convenzo de que vivimos rodeados de silencios, y que sólo algunas veces son gratamente interrumpidos. Después de todo, ¿qué sería del silencio sin la música? Si vale la analogía monogámica, ambos son una pareja como tantas otras, con momentos felices, algunas fotos testigo en el living y una casi inevitable perdición. Como cuentan las escenas de los tangos y los boleros, en las que un suceso amoroso impone una nueva temporalidad a las/os involucrados. Si la música es una grata interruptora del silencio, un aroma del tiempo, quizás sea porque trae consigo una invitación a experimentar, a vivir intensamente las cosas que nos pasan. 

     Pienso que Charly García y Clics modernos son esa invitación. Cabe señalar que Charly ocupó de pleno la escena musical nacional, especialmente entre las décadas de 1970 y 1980. Los 90’ darían curso a una historia diferente, en la que la industria del pop fue desechando al artista en reemplazo de “nuevas olas”. Mientras Charly las miraba ya era “parte del mar”, ensayando un estilo contracultural que no encajaba con los tiempos del menemismo, Sábado Bus, la Alianza, la crisis del 2001 y Mambrú. El disco Influencia (2002), es la coronación de ese ciclo contracultural de Charly, y una muy buena excusa para un futuro artículo.

     En todos estos años se dijeron muchas cosas sobre Charly, sobre su estilo de vida, sobre su música, sobre la calidad de sus discos, sobre su decadencia, pero muy difícilmente alguien pueda argumentar que García traicionó su autenticidad. Charly lo dio todo, y más. Se llenó, se vació y se sacrificó por nosotros. Dejó huellas de la experiencia humana. Se hizo piel.

     La historia de este músico (y de su música, sobre todo) ilustra una promesa de autenticidad, esto es, una declaración del “yo” que -más que una ofrenda al narcisismo- se asume como un bastión de lucha frente a un mundo globalizado que aplasta la subjetividad. “Lo auténtico”, en la obra musical y en la biografía de Charly, es algo que persiste pero a la vez transmuta. De hecho, Charly García sugirió en más de una letra –como en “A punto de caer”- que “cambiar es bien, aún sin amor, aún sin creer”. Como garantía de tan onerosa apuesta puso a su propia vida, reflejándose a sí mismo como un pasajero en tránsito perpetuo entre la luz y la sombra: a veces, expresándose como alguien pleno y alegre, y otras, como un sujeto desgarrado. 

     La música -lenguaje del silencio- y los discos –registro sensorial- me acompañan, dejando huellas en la piel, asistiendo ausencias, abriendo íconos hacia el pasado y hacia el futuro. Si algo quiso inspirar Charly, a través de sus discos, es a desamarrar cadenas en nuestra subjetividad.  

     Estoy tranquilo pero herido. Mi cuerpo, como presumo el de buena parte de las/los lectores de esta nota (y debido a la pandemia del Co-vid), se encuentra oculto entre paredes, asediado por angustias, insomnios y algunos paseos vespertinos. Mientras tanto, escuchemos Clics.

HERNÁN CANEVA

Es Licenciado en Sociología de la Universidad Nacional de La Plata. En 2019 defendió su tesis de Doctorado en Ciencias Sociales, titulada “Disputas por el aborto en Argentina. Análisis de discursos en dos organizaciones (2014-2016)”.

Pavarotti, de Ron Howard

CINE / MÚSICA

FEDERICO RAMÍREZ


Pavarotti (2019)
de Ron Howard

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Una película, un concierto y un cantante para pensar las formas de mercantilización de la ópera*

     En el sentido común existe una asociación entre el género lírico y las minorías sociales que se presentan como “cultas”. En otras palabras, la ópera es cosa de elites ilustradas, de oligarquías que buscan distinguirse o simplemente de chetxs. Por esa razón, no deja de llamar la atención el vínculo que algunas famosas estrellas del canto lírico establecieron con eventos sumamente populares. Dentro de estos eventos se destacan los deportivos y, paradójicamente, los espectáculos relacionados a lo que, de acuerdo con ese sentido común, sería –por su extraordinaria popularidad– la antítesis de la ópera: el fútbol. Desde la precursora “Barcelona”, la canción que Freddie Mercury grabó con Montserrat Caballé a fines de los 80 y que se volvió el himno no oficial de los Juegos Olímpicos de 1992, lxs cantantes líricxs aprovecharon las numerosas oportunidades que brindaba realizar una performance en acontecimientos que contaban con cientos de miles de espectadorxs alrededor del mundo. La práctica sigue vigente: en la última edición de la Copa Mundial de Fútbol en 2018 la ceremonia de apertura estuvo a cargo de Robbie Williams y la soprano rusa Aida Garifullina.

     Podemos encontrar un punto de inflexión si nos remontamos treinta años, a Roma, a otra competencia futbolística. En la víspera de la final del Mundial de 1990 que disputaron los seleccionados alemán y argentino, tuvo lugar un evento que impactó de lleno en el mundo de la ópera y que marcó el comienzo de esa asociación entre artistas líricxs y espectáculos deportivos. Esa noche, en un escenario montado en las Termas de Caracalla, se presentaron “Los Tres Tenores”. Bajo ese rótulo actuaron, juntos por primera vez, tres de los más importantes cantantes líricos de la segunda mitad del siglo XX: Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras.

     En su película Pavarotti (2019), Ron Howard se suma a los intentos recientes por narrar la historia de grandes estrellas de la ópera. Aunque el cine ha reconocido desde hace tiempo un interés por las celebridades operísticas, tal vez sea el film de Tom Volf centrado en la figura de Maria Callas el primer eslabón en este tipo de propuestas que buscan combinar el género documental con la biopic. La película de Howard, construida a partir de la articulación de un extenso material de archivo (audiovisual, fotográfico y musical) con una serie de entrevistas, pretende relatar la vida de quien fue quizás el cantante de ópera más famoso a nivel mundial de las últimas décadas. La imagen de un Pavarotti sonriente, con los brazos en alto mientras sostiene un pañuelo blanco en una de sus manos, logró surcar el límite que parecía separar a lxs cantantes líricxs del público masivo. Justamente esta es la imagen que Howard escogió para publicitar su film.

      ¿Puede contarse la historia de un artista de la talla de Pavarotti sin caer en el relato de la sucesión de éxitos que le brindaron una fama inigualable? En los primeros minutos de la película el tenor es entrevistado por su segunda esposa, en uno de los tantos videos familiares articulados por Howard. Ante la pregunta de cómo desearía ser recordado, responde aludiendo a su trayectoria artística; cuando se le consulta sobre su vida más allá de la música, “como hombre”, reina el silencio. El film intenta completar esa respuesta. ¿Lo logra? Se podría decir que sí, en algunos momentos, escasos quizás, en los que se trata la relación de Pavarotti con sus hijas, sus vínculos amorosos y su considerable sentido del humor. Pero a lo largo de toda la película resulta imposible escindir al Pavarotti-hombre del Pavarotti-artista. Tal vez esa separación no es posible. No obstante, ¿es esto todo lo que el film tiene para ofrecer?

     Volvamos a aquella noche estival romana. El concierto, en el que se interpretaban arias de ópera junto con canciones napolitanas y fragmentos de musicales, desató un escándalo en el mundo de la lírica. Periodistas, colegas y grandes porciones del público criticaron al conjunto por banalizar la ópera y reducirla a una serie de fragmentos que, cual hit de estrella pop, sólo buscaban llenar de dinero los bolsillos de los cantantes. De este modo, la ópera, ese espectáculo que adquiría un carácter cuasi sagrado para su audiencia, habría sido rebajada al nivel de una mercancía más. Aunque la película no está centrada en esta cuestión, brinda una serie de elementos para poder abordarla. El recital de 1990 representó un hito en la idea de producir conciertos masivos encabezados por estrellas de la lírica. Inauguró una serie de espectáculos que se extendieron geográfica y temporalmente, de los cuales sólo algunos fueron protagonizados por Los Tres Tenores. El propio Pavarotti comenzó poco después, en su Módena natal, a realizar conciertos anuales con fines benéficos que lo reunieron en el escenario con artistas tan disímiles como Sting, Liza Minnelli, U2 y las Spice Girls, entre otrxs. El film dedica varios minutos a la trastienda de estos conciertos de Pavarotti and Friends. Sin embargo, ¿es aquí donde podemos encontrar el origen de la mercantilización de la ópera? ¿O se trataría, más bien, de una nueva forma de mercantilización del género, una mercantilización a partir de su masificación? ¿Detrás de las críticas del público tradicional no se encontraba el rechazo a perder un estatus que le permitía distinguirse como grupo social y hegemonizar un ámbito cultural particular?

     En cierto momento, la película se centra en el éxito que Pavarotti obtuvo en la escena estadounidense a partir de los años 70. Howard nos presenta al tenor brindando una falsa entrevista en la que reflexiona sobre la fama. “¿Quién soy? ¿Alcancé el éxito o soy simplemente famoso?”, se pregunta. Y al instante se responde a sí mismo: “Ni lo sé ni me importa. Tengo tres hijas y una esposa y cuando estoy en casa sé perfectamente quién soy: nada. Un cero a la izquierda. Pero soy feliz”. Lo que hasta entonces parecía ser una muestra de la naturaleza voluble del éxito y de la simpleza un tanto bonachona del cantante cambia completamente de carácter cuando, a continuación, una voz en off afirma: “Hasta un don nadie exitoso usa American Express”. El gestor detrás de esta publicidad había sido el representante de Pavarotti, quien afirmaba que el anuncio fue un éxito porque había colocado al tenor “en todas partes”. Ejemplos como este abundan en el film: la discográfica Decca retando al cantante por no respetar el contrato de exclusividad que los unía e incluso, cuando la carrera de Pavarotti estaba despuntando, el mismo sello calificándolo en uno de sus discos como “el rey de los Do de pecho”. ¿Qué hay detrás de esta concepción del artista como un instrumento técnico que, en este caso en particular, alcanza notas inalcanzables? Pavarotti es despojado de cualquier condición humana, capaz de producir en el público y sentir él mismo cualquier emoción al momento de llevar a cabo una interpretación. El cantante ve reducida su condición y es su voz –en realidad, la capacidad técnica que posee y que parece, ¿paradójicamente?, inhumana– la que debe venderse en el mercado. En definitiva, es esa realización en el mercado la que sostiene una idea de éxito vinculada sólo con lo monetario y en la cual lo técnico deja de ser un vehículo para transmitir emoción, para narrar una historia –la ópera es teatro cantado, pero teatro al fin–, y pasa a constituirse en un fin en sí mismo.

     Las empresas discográficas encontraron en los discos solistas de sus artistas un producto sumamente redituable para el consumo del público que adora la ópera. No obstante, aquí de nuevo se pierde la dimensión, tal vez no dramática pero sí narrativa, del teatro cantado. Estos álbumes recopilan fragmentos célebres de óperas famosas, pero aislados de las historias en las cuales se enmarcan y en las que adquieren sentido. ¿Puede apreciarse en su total dimensión un momento solista como “E lucevan le stelle” sin ser consciente de que el tenor está interpretando a un revolucionario italiano en el 1800 que se despide de la vida (y de sus sueños) porque está a punto de ser fusilado por las fuerzas policiales de la Roma pontificia? Podría esgrimirse que el público que compra esos discos conoce los argumentos de óperas tan famosas como Tosca, pero aun así el corte no afecta sólo a la narración textual –al libreto– sino también a otro plano discursivo de la ópera: la música. Los motivos y las notas que toca la orquesta funcionan muchas veces como complemento de lo que se dice en palabras, ya que se repiten a lo largo de la obra y remiten así a quien escucha a otros momentos de la trama. Esa asociación se pierde cuando el fragmento destacado es “extirpado” y pierde conexión con el resto de la obra. Sin contar, además, con que la dimensión visual de la ópera desaparece en todos los registros que son exclusivamente sonoros –y vale reiterar que la ópera es teatro cantado–, con este tipo de producciones discográficas ya nos encontramos con una mercantilización del género lírico.

     ¿Por qué, entonces, esa crítica por momentos feroz hacia Los Tres Tenores por parte de la comunidad operística? A pesar de sus orígenes aristocráticos, durante buena parte de su historia la ópera fue un género artístico sumamente popular. Sin embargo, en el transcurso del siglo XIX y mientras cosechaba su éxito más contundente, la ópera se fue vinculando cada vez más con la burguesía y con sus prácticas de distinción. El drama musical quedó progresivamente asociado con minorías sociales que se presentaban a sí mismas como las únicas con la sensibilidad y las capacidades suficientes para apreciar y valorar esa forma artística. Justamente, lo que el concierto de Los Tres Tenores venía a mostrar era que existía un público mucho más amplio y heterogéneo interesado en el canto lírico y que no erigía barreras respecto a otros géneros musicales. A lxs críticxs, ¿les molestaba una aparente mercantilización de la lírica o en realidad que vastos sectores sociales se acercaran a un arte que “no era para ellxs”, es decir, su masificación? La defensa a ultranza que estxs críticxs realizaban de las formas tradicionales de “hacer ópera” y su justificación en torno a que ellxs eran quienes “verdaderamente amaban” el género encubría, en realidad, que la ópera ya se encontraba mercantilizada desde mucho tiempo antes, pero se trataba de una mercancía para la elite. 

     La mercantilización de la ópera, entonces, comenzó con anterioridad al concierto romano de Los Tres Tenores y mucho antes de que se iniciara la propia carrera artística de Pavarotti. Tal vez lo que ese nuevo tipo de espectáculo hizo fue inaugurar una nueva forma masificada de mercantilización del género. De hecho, el concierto de 1990 produjo como resultado un disco que es –hasta el día de hoy– el registro de “música clásica” más vendido de la historia. La profundidad de este proceso ha sido tal que el propio caballito de batalla de Pavarotti se convirtió en el fetiche de muchxs cantantes: ¿a cuántas personas, de cualquier género y edad, hemos visto interpretar “Nessun dorma” en televisión, en reality shows o en videos de YouTube? Pero este proceso estuvo lejos de ser unívoco y unidireccional: también acercó a vastos sectores de la población al mundo de la lírica. Lo interesante es que permitió así abrir numerosos interrogantes, algunos de los cuales seguimos discutiendo en la actualidad: esta masificación, ¿implicó una “apertura”, una democratización del género? ¿Se trata de un fenómeno que debe promoverse? En ese caso, ¿desde qué lugar y con qué fines? Y no menos importante, para volver al comienzo –y no perder de vista el vínculo no siempre reconocido entre “música académica” y “música popular”–, ¿podrían haber existido Los Tres Tenores sin Queen y su “Bohemian Rhapsody”? Se trata de un capítulo más en la larga discusión respecto a la relación entre alta cultura y baja cultura, entre cultura popular y cultura de masas, y entre mercantilización y masificación.

 

 

* Quisiera agradecer especialmente a Laura Lenci, Ítalo Ferretti, Josefina Ábrigo, Damián Olhasso y Cipriano Ferreyra Harvey, quienes leyeron y comentaron versiones previas de este texto. Por supuesto, ellxs no son responsables de ninguno de mis errores.

FEDERICO RAMÍREZ

Es Profesor en Historia (FaHCE-UNLP). Sus temas de interés se centran en la historia de Europa durante el siglo XIX y en la historia social y política de la ópera.

O Processo, de Ramos

CINE / POLÍTICA

PABLO DEBUSSY


O Processo (2018)
de María Augusta Ramos

O_Processo

     ¿Cómo ver hoy O Processo, el documental de María Augusta Ramos, sabiendo lo que sucedió luego en Brasil, lo que sucede ahora, en la más estricta contemporaneidad? ¿Cómo verlo hoy, sabiendo que, en el juicio a Dilma Rousseff se cifraba el advenimiento de un modelo económico devastador, encarnado en quien hasta entonces había sido su vicepresidente, Michel Temer, y la posterior convalidación en las urnas –previa impugnación de la candidatura de Lula Da Silva– de Jair Bolsonaro al poder? Las palabras de la diputada del PT, Gleisi Hoffmann (ex jefa de gabinete de Dilma), que la cámara capta en una reunión parlamentaria entre miembros de su partido, resuenan más intensamente a la distancia. Hoffmann alude a lo que sucederá en Brasil si destituyen a Rousseff: “Van a capturar a las instituciones del Estado para ponerlas al servicio del más radical liberalismo económico y de la regresión social. Este golpe es contra el pueblo y contra la nación. Es la imposición de la cultura de la intolerancia, de los prejuicios y de la violencia”.

     O Processo es lo que se denomina un documental de observación: la cámara opera a modo de testigo mudo de los acontecimientos que registra (como sucede, por ejemplo, en el cine de Frederick Wiseman o de Sergei Loznitsa). María Augusta Ramos prescinde de recursos tales como la voz en off, las recreaciones ficcionales, las entrevistas; su objetivo es captar fragmentos de realidad sin mediación de otros procedimientos. El dispositivo fílmico es ignorado, en general, por los protagonistas de este documental; apenas si alguno de los miembros del parlamento repara fugazmente en él, lo cual le brinda al espectador la certeza un poco ilusoria de estar allí, observando los acontecimientos sin ser visto.

     La directora se propone narrar el proceso de impeachment a Dilma Rousseff desde sus inicios, en abril de 2016, hasta su concreción, a finales de agosto de ese mismo año. El único recurso del que echa mano son unas breves placas de color negro con letras blancas, que van contextualizando las escenas: el momento en que una comisión del Senado examina los cargos contra Dilma; la suspensión de la ex presidenta por 180 días, el dictamen favorable en la cámara de senadores, el testimonio de la propia Rousseff y la votación final en el Senado. Todo es mostrado con distancia, lejos de cualquier subrayado, de una manera sobria y despojada. La construcción de ese registro puede verse como un intento de exhibir ante los espectadores las imágenes de un hecho histórico a manera de un documento, de una evidencia que quede para las futuras generaciones. 

     Sin embargo, la distancia que coloca la cámara de Ramos no se traduce en imparcialidad: a pesar de la voluntad de la directora de registrar las reuniones puertas adentro tanto de los funcionarios opositores al gobierno como de los funcionarios oficialistas, sólo consigue la aprobación de estos últimos, por lo que el documental le da un peso mucho mayor a la palabra de los miembros del PT. Quizás allí, en los trasfondos de la política, en los encuentros a puertas cerradas, alejados de las cámaras de televisión, se halle uno de los elementos más ricos del film. Ramos accede al búnker del partido, capta las conversaciones y los debates entre sus integrantes, la preparación de sus discursos en el Congreso, las charlas telefónicas, una fugaz entrevista para un medio de comunicación. Es en esa intimidad donde surgen algunas de las críticas más duras, pero también más lúcidas e intelectualmente honestas hacia los gobiernos de Lula y de Dilma. Uno de los asistentes, un hombre al que la película no identifica, afirma: “preferimos darle un montón de dinero a los dueños de los medios y darles un montón de concesiones públicas. Porque teníamos la Secretaría y el Ministerio de Comunicación. Por eso con una mano entregábamos más y más licencias de radio y televisión y con la otra les dábamos grandes cantidades de dinero. Y en cambio a nuestra gente… […] El gobierno de Lula fue el que más estaciones de radio comunitarias cerró. Entonces se hace muy difícil decir que nos comunicamos con el pueblo cuando en realidad no hablamos con él a menos que sean elecciones o por el carisma del Presidente”.

     Frente a esas críticas sinceras y descarnadas, y frente a argumentos cuidadosamente elaborados, muchos de ellos impecables retóricamente, como el del abogado de Dilma José Eduardo Cardozo, algunas de las objeciones e impugnaciones de los opositores quedan expuestas en su flaqueza. Hay algo de teatro político en los oradores favorables al impeachment, especialmente en la abogada Janaina Paschoal, una suerte de Elisa Carrió paulista. Paschoal invoca la Constitución con lágrimas en los ojos, esboza una sonrisa nerviosa, y le pide perdón a Dilma por su voto que apoya la destitución, porque dice entender que la mandataria está atravesando un momento difícil. Viendo este tipo de intervenciones, uno desearía que la cámara hubiese podido ingresar al búnker opositor, a sus reuniones privadas, para verificar allí si la intención que dictaba esas palabras iba de la mano de las convicciones o del más puro cinismo. No hay tal posibilidad. Por el contrario, sólo se asiste a sus declaraciones en el Parlamento, previsiblemente calculadas y bien recibidas por sus compañeros de bancada, así como por particulares que se acercan a saludarla y a tomarse fotografías con ella. 

     Además de las escenas en el recinto parlamentario y de las que transcurren a puertas cerradas, O Processo da lugar, aunque en menor proporción, a las escenas en la calle, afuera del Palacio de la Alvorada. La película comienza con una panorámica aérea en la que se ven, separados por vallas y un espacio vacío en el medio, a los simpatizantes de Dilma y a los partidarios de su destitución. Quienes apoyan a la mandataria visten unánimemente de rojo, el color emblemático del Partido de los Trabajadores. Quienes se oponen a ella se embanderan con los colores brasileños, que combinan camisetas de la selección verdeamarela con vinchas, gorros y otros adornos, como si de un festejo se tratase. Curiosa identificación, que también recuerda lo sucedido en Argentina con los cacerolazos y asonadas destituyentes, prolijamente acompañadas por los tonos patrios. Esa multitud blanca que celebra la salida de Dilma es la que, poco después, presumiblemente celebrará al “mesías” Bolsonaro. Claro que el documental no llega a esa instancia. Se detiene, hacia el final, en un episodio de desalojo y represión policial, ya bajo el breve mandato de Michel Temer. Gases lacrimógenos dispersan a los manifestantes que vociferan “¡Fora Temer!”, y que se agolpan a las puertas de la residencia gubernamental. La cámara se queda con el humo negro que envuelve el aire. La pantalla se cubre por completo y se oscurece. La película termina, pero para Brasil la pesadilla no hace más que comenzar.

PABLO DEBUSSY

Es doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires y profesor en la Universidad Nacional de las Artes y en la de José C. Paz (UNPAZ).

Huellas de un Siglo, de la Televisión Pública Argentina

TELEVISIÓN / HISTORIA

MANUELA TELLECHEA


Huellas de un Siglo (2010)
de la Televisión Pública Argentina

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     25 de Mayo de 2010, 200 años después de la conformación del primer gobierno patrio en Argentina, fecha que conocemos como Revolución de Mayo, se producen múltiples materiales. Se conmemora este aniversario en discursos, se escriben artículos en revistas, libros de toda índole, se genera contenido audiovisual animado y documental, se realizan actos en la ciudad de Buenos Aires y en cada municipio de nuestra extensa Argentina, se componen canciones.  

     Hoy, 10 años más tarde, toda esa producción aún disponible nos acerca al hecho, ubicando la mirada tanto en 1810 como en 2010 ¿De qué manera fue abordado el bicentenario y como se lee el 25 de Mayo de 1810? ¿Qué significa que se cumplan 200 años de la Revolución de Mayo? ¿Qué mensajes se transmiten en cada material producido? ¿Es tan solo una fecha que nos remite a un hito fundamental de nuestra historia como país soberano o nos habla también del presente? 

     Huellas de un Siglo es una serie documental transmitida por la Televisión Pública en 2010 que apunta a observar el último siglo de esos 200 años a través de 25 capítulos de aproximadamente 30 minutos cada uno, introducidos y finalizados por una conductora con breves explicaciones, reflexiones y algunas veces también preguntas. Cada uno de los capítulos se centra en un hecho particular de la historia argentina del siglo XX que, conforme a lo que reza la descripción de la serie, tienen una significación determinante en la construcción de la identidad de la Argentina. Pero entonces, ¿nuestra identidad se conforma de hechos históricos aislados, como un rejunte de sucesos? La primera reflexión que de esto brota es que la serie presenta una consideración histórica que se circunscribe a poderosos acontecimientos que en sí, y solo en sí, marcan a la sociedad en su conjunto. Distribuidos entre el centenario de la Revolución de Mayo y las revueltas sociales generadas por la crisis del año 2001, sin seguir necesariamente un orden cronológico, devuelven la imagen de una identidad constituida a partir de hechos desconectados como archipiélagos aislados –retomo las palabras de Nietzsche en su segunda Consideración Intempestiva-, dejando a un lado las causalidades y responsabilidades históricas que forman parte de cada uno de estos, como si se tratara de episodios surgidos de un repollo que nada tienen que ver con el tejido de relaciones sociales, económicas y políticas que los rodean.

     Esta manera de abordar el siglo a través de sucesos puntuales, presentados como grandes iniciativas, apuesta a lo que también Nietzsche repone como los perjuicios que puede presentar la historia monumental frente a la utilidad que esta manera de abordar el pasado podría prestarle a la vida. Sin embargo, esta primera impresión suscitada de un acercamiento prematuro a la serie, que sin mayor profundidad revisa los títulos y las descripciones de cada capítulo, vira a una mirada que complejiza la manera en que el bicentenario fue tratado en Huellas de un Siglo. Ya no son la mera descripción de acontecimientos importantes en nuestra historia, sino que también su contextualización y la intención de dar una explicación lo más amplia posible del suceso, recuperando la situación que atraviesan lxs actorxs principales, la situación económica y política prevaleciente. Abordados desde múltiples fuentes como notables archivos televisivos, relatos en primera persona de participantes de los hechos, literatura y cine, que aportan a la caracterización y descripción de la situación reinante en cada época. 

     La utilización del arte como fuente le otorga un valor adicional a los capítulos, ya que logra poner en el centro las discusiones e ideas circulantes en la época, suspendiendo, aunque sea un instante, el relato histórico acerca del mismo, sin necesidad de que se trate de los relatos de los protagonistas sino amplificando la mirada hacia el humor social. Un ejemplo claro es la condensación de los sentidos circulantes en el capítulo sobre el primer golpe de Estado, El golpe del 30, a través de la película Cadetes de San Martin de Mario Soffici, que muestra la exaltación de los valores militares y también el retrato de las condiciones de vida en la ciudad con fragmentos de Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt. Lo interesante es que se busca mediante la multiplicidad de fuentes poner de relieve los debates que aglutinan a lo que más arriba describimos como hechos aislados, invitando así a entenderlos no sólo como un acontecimiento sino como parte de un proceso con un largo periodo de gestación lo cual contribuye a su entendimiento más acabado y excede al hecho puntual en sí. 

     Este fluir histórico relatado a lo largo de los capítulos tiene la particularidad de presentarse de forma desordenada y caótica. Rebotando de un acontecimiento a otro, empieza por la mitad del siglo dando saltos hacia las últimas décadas para luego ir a las primeras y regresar después a los años 50. Sin embargo, durante este vaivén se establecen puentes entre diferentes episodios que generan relaciones históricas, un hilo conector entre sucesos distanciados en el tiempo. Se puede pensar que a partir de observar y delimitar ciertas imágenes desde el presente es posible generar relaciones entre algunas de ellas como un continuo histórico pero que, tal vez, en su coyuntura esa relación no era tan nítida. O quizás tampoco lo es ahora, sino que se trata de un mero ejercicio de  historia crítica, donde el pasado es llevado a juicio, tendiendo puentes a partir de reflexiones que emparejan imágenes, como las milicias civiles de la semana trágica con la AAA o las medidas económicas de la década del 90 con las promulgadas durante la dictadura cívico-militar de 1976. Estas analogías promueven la comprensión histórica y la visualización de similitudes a lo largo del siglo para lo que deben ser tomadas tal y como imágenes, sin escarbar demasiado en las particularidades de donde brotarán las diferencias, o hacerlo en el caso de que el objetivo sea sumergirse allí, lo cual no persigue Huellas de un Siglo.

     Pero, además de las conexiones históricas que se pueden hacer entre diferentes imágenes a lo largo de los capítulos, hay un aspecto que recorre a la serie en su totalidad. El criterio con el cual no solo se eligen los acontecimientos sino también cómo se abordan marca un camino y da indicios sobre la forma en que lxs directorxs de la serie miran el pasado. Según indica la conductora del programa el eje está puesto en los “sucesos políticos y sociales para que podamos mirar al futuro pero con memoria”. Esta frase, que retomaremos más adelante, otorga un sentido muy amplio a la serie documental en su conjunto, pero lo que me interesa desarmar ahora es cómo son relatados esos sucesos donde se puede observar una línea que da sentido a la serie en su conjunto. 

     Se le saca el polvo y el conflicto se convierte en el protagonista de la serie, pensando en una idea continua de Revolución que se sigue sucediendo desde 1810, con sus marchas y contramarchas. Tanto las imágenes como los relatos que se forman alrededor de los capítulos lo evidencian. De esta forma se lo ubica como motor de la historia en contraposición a una idea de desenvolvimiento armónico y causal, como una cuestión dada y progresiva hacia una meta predefinida. Por el contrario, la mayoría de los capítulos buscan darle peso a esos sucesos que, como puntos de inflexión, parecen transformar el sentido de la marcha de la historia. Se destaca dentro de estos conflictos que quienes los caminan no son precisamente grandes figuras de nuestra historia, sino que, por lo general, se trata de asambleas populares, agrupamientos ciudadanos en base a algún rasgo compartido, puebladas, lo que suma otra decisión de la serie que da cuenta de una lógica compartida. Esto sucede incluso en los capítulos que parecieran a simple vista girar solo en torno a alguna personalidad destacada, como podemos ver en el quinto capítulo Eva Perón, último año con su pueblo. En este caso se pone el foco en su relación con los sindicatos y el conflicto que se genera alrededor del pedido de su postulación como vicepresidenta, en el que entran otrxs actorxs como las Fuerzas Armadas. Es en este sentido, que más allá del lugar que ocupa su figura en el capítulo, el cual es importante, lo que se busca relatar a través de esta son las tensiones que configuraban a la Argentina peronista, tanto al interior del mismo movimiento como con actores externos.       

     Tomar una postura histórica desde las manifestaciones populares le otorga cierta frescura y vida a cada uno de los acontecimientos porque da cuenta del rol central que ocupan lxs ciudadanxs y a su vez el lugar que cada unx ocupa en los sucesos coyunturales de su tiempo. Esto no tiene la intención de enjuiciar negativamente a los relatos históricos que ponen en un lugar preponderante a las grandes figuras de nuestra historia, que sin duda ocupan un lugar fundamental y la serie lo muestra también con los dirigentes sindicales del Cordobazo. A lo que se apunta es a no desprenderlxs de su contexto social y de la relación que efectivamente mantenían con sus compañerxs, ya que este vínculo es parte esencial de dichas figuras que, de la misma manera que hicimos referencia a los hechos aislados al principio, no nacieron de un repollo. Si repasamos tanto la enseñanza de la historia a lo largo de la educación obligatoria como otras producciones de divulgación histórica podemos distinguir el lugar central que suelen cobrar lxs grandes personajes, corriendo a un costado la espesa trama de relaciones y conflictos que nos muestra Huellas de un Siglo. Podemos decir que la mirada social de la historia termina muchas veces opacada detrás de estas figuras que se llevan la atención. 

     La memoria conlleva intrínsecamente olvido porque a la hora de relatar cualquier suceso se ubica la luz en algunos aspectos, dejando otros en la oscuridad. Por lo tanto, no se debe perder de vista que se toman decisiones frente a qué olvidar, razón por la cual se pone en valor la determinación de sacar a la superficie a actorxs usualmente puestos en segundo plano. En este sentido también se observa que de los más de veinte capítulos hay algunos que ubican el reflector en sucesos que fueron relegados al cajón del olvido de la historia oficial. Entre ellos podemos nombrar Los bombardeos a Plaza de Mayo, La huelga de la construcción y El Malón de la paz, de los cuales el primero es el único que hace referencia a que se trata de un hecho olvidado. Nos detendremos un instante en el último porque creemos que condensa más de una cuestión olvidada. Por un lado, como marcamos previamente, es un suceso de la historia argentina relegado o ¿cuántas veces has escuchado hablar del mismo? De similar manera, dejando de lado la denominada Campaña del Desierto, ¿en cuántas oportunidades los pueblos originarios de nuestra tierra tienen un lugar en los relatos sobre nuestra historia nacional? Es así como se da lugar protagónico a estxs actorxs que caminaron desde la Puna hasta Buenos Aires durante el Malón de la paz, pero poniendo sobre el tapete el lugar marginal que no solo se les otorga desde la historia sino también en el presente y a lo largo de todo el siglo XX. 

     En cierto punto estos olvidos no dejan de asimilarse a un centralismo preponderante desde la misma constitución de Argentina como país, donde los procesos son siempre diagramados desde Buenos Aires hacia el resto de los territorios. Porque, ¿la misma Revolución de Mayo no fue un poco eso también? Tal como se relata en el capítulo El Centenario, el epicentro de los sucesos tanto en 1810 como en los festejos de 1910 fueron las cercanías del puerto y poco se sabía de lo que pasaba en el interior. Esto también es visible en la selección de los sucesos que darán cuerpo a cada uno de los capítulos. Gran parte se centra en la Provincia de Buenos Aires, o en Ciudad de Buenos Aires. Se advierte empeño en federalizar la elección de cada capítulo, lo cual es necesario remarcar porque no todas las producciones de divulgación histórica lo realizan, además de que es comprensible la decisión de distinguir los acontecimientos puestos en escena y que la mayoría estén circunscriptos allí dado el carácter de centro administrativo de nuestro país. Pero los capítulos no agregan, o cuando lo realizan es al pasar, reflexiones respecto a la repercusión de los acontecimientos en otras latitudes de Argentina. 

     Recopilando, vemos cómo diferentes formas de abordar la historia se encuentran, se entrelazan y crean Huellas de un Siglo. Desde el recorte de sucesos particulares que marcan puntos de inflexión a la construcción de nexos entre imágenes que rompen la causalidad directa de la marcha histórica lineal y sin contrapuntos. Englobado todo esto en la idea general de la serie que, retomando nuevamente a la conductora, se transmite para que podamos mirar al futuro pero con memoria, comprendiendo que somos parte y producto de esa historia impregnada de marchas y contramarchas que viajan por múltiples carriles, diferentes direcciones y además, como cuestión fundamental del hilo histórico que propone la serie, son movilizadas a través del conflicto y en los zapatos de cada unx de nosotrxs. Pero ahora, ese pasado que nos constituye como el camino que nos lleva al bicentenario de la Revolución de Mayo, ¿es solo el que vemos en los capítulos o son las temáticas de los libros que leemos? ¿A dónde no se dirige el reflector aún?

MANUELA TELLECHEA

Profesora y casi licenciada en Sociología por la FaHCE de la Universidad Nacional de La Plata.

El silencio es un cuerpo que cae, de Comedi

CINE

LEOPOLDO RUEDA


El silencio es un
cuerpo que cae (2017)
de Agustina Comedi

el silencio

“El hombre es un contador de historias, un divulgador de relatos. Él cuenta su historia en cada medio; por la palabra hablada, por la pantomima y el drama, tallando madera y piedra, en el rito y el culto, en un memorial y en un monumento.” (2012: 3)

J. Dewey, Unmodern Philosophy and Modern Philosophy.

     Hacia fines del 2017 se estrenó en Argentina el largometraje “El silencio es un cuerpo que cae” dirigido por la cineasta Agustina Comedi. Allí se narra la historia de su padre, Jaime. Antiguxs amigxs de Jaime le cuentan a Agustina que una parte importante de él murió cuando ella nació. 

     Hija de un padre muerto hace muchos años, siendo apenas una niña que comenzaba su adolescencia, se entera ahora de otras muertes anteriores a la muerte. 

     Jaime se compra una cámara de video y graba más de 160 horas de escenas cotidianas: viajes, fiestas, cumpleaños, visitas a zoológicos y museos. Ese material parece revelar con sus ausencias todo lo que su padre había querido ocultar. Hay imágenes que sin embargo traicionan el silencio autoimpuesto, y con ello Agustina reconstruye, como se puede, la historia que a ella no le habían contado. Como si la verdad refugiada en el silencio buscara una ficción para decir no lo que ella es, sino lo que ha hecho de ella algo que necesitó ser silenciado. 

     Agustina rastrea en esas cintas la historia de su padre, y allí encuentra algo más grande: un cruce complejo entre zonas de una historia profundamente personal e individual que se colorean también con formas de la experiencia común. Este material es reconstruido por la cineasta apelando a la colectividad que ciertas imágenes y sensaciones parecen tener. Se trata de una ficción que nos permite captar de un modo sensible la relación entre historia y biografía.

     En este cruce, se nos cuenta que el activismo político de izquierda y su intimidad homosexual habían constituido la vida de Jaime hasta antes de casarse. Por aquellos años, activismo y homosexualidad se habían conjugado en la demanda a las organizaciones políticas peronistas y de izquierda de aceptar la diversidad sexual como experiencia posible en el nuevo mundo que pretendía construirse. Esta demanda caía por entonces dentro del conjunto de reivindicaciones fácilmente etiquetadas como burguesas o era vista como un ablandamiento y renunciamiento a la virilidad masculina que la revolución necesitaba. Un canto colectivo recuerda todavía aquella experiencia “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros”. Por ello, encarnar una identidad sexual diversa significaba enfrentarse a la expulsión del partido o, con el retorno de la democracia, someterse a las razzias policiales. 

     Lxs protagonistas de aquella historia testimonian las limitaciones, miedos, angustias e hipocresías que lxs atravesarxn. El miedo a la policía, a la familia o al partido, tocan fibras emocionales que trascienden su propia época y su propia historia. La historia contada, revisada, pacientemente elaborada, parece querer redimir el sufrimiento. 

     Luego de su casamiento, y con el nacimiento de Agustina, Jaime sume su propia historia en un silencio sepulcral. Detrás de la cámara, silencioso él mismo, parece un simple testigo de la historia que ve a través de su Panasonic. Sin embargo, trabajo de archivo mediante, la elocuencia se revela en las imágenes que toma. La figura sensual de la escultura de David, la filmación de un león encerrado en la jaula, un caballo desbocado que se resiste a su domador, adquieren significados nuevos. 

     Miradas captadas en el momento de su detención. Amores que, como los de Baudelaire, son a última vista. Las imágenes tejen relaciones emotivas con el resto de la historia. Y, para algunxs, también con nuestra propia historia. Una historia es siempre más que una historia.

     La película no busca, sin embargo, unir todo esto en un marco omnicomprensivo. No se trata de reunir a Jaime con su padre ni de componerlo en una imagen única. Jaime se escabulle entre la miríada de imágenes que filma y las pocas que lo retratan. 

     Un personaje aparece sentado al lado de su padre en la foto de su casamiento. Ninguna etiqueta recuerda su nombre. Muchos años después de esa foto, Jaime llora cuando escucha en la radio que Freddie Mercury murió de SIDA. Es la primera vez que Agustina ve a su padre llorar. Lo que ella no sabía entonces es que el día anterior también había muerto Néstor. El testigo de su casamiento había sido también la pareja de su padre durante 11 años y su mejor amigo desde entonces. Néstor también murió de SIDA. Eran los años en que la peste rosa se había convertido en pandemia, otra pandemia. Néstor murió sin la compañía de Jaime. ¿Alcanza comprender la historia para redimir el sufrimiento? ¿No es una comprensión que llega demasiado tarde? 

     Sin embargo, en ese llanto, en el sufrimiento indisimulado, parecen comunicarse por primera vez Jaime y el padre de Agustina. Dos entidades que habían permanecido clausuradas en mundos distintos.

     Pero las imágenes no son solo elocuencia, ellas mismas se resisten a contar la historia que quiso ser silenciada. Ellas mismas exigen un proceso de ficción, guardan para sí los innumerables significados que no llegamos a desentrañar. Y allí opera el montaje artístico, que pone voces en off, pequeños recortes de videos, e incluso imágenes elaboradas adrede para el documental. La cámara se detiene y una voz cuenta aquellas cosas que el cuerpo no puede encarnar. Voces descarnadas, espectrales. Algunas eluden ser filmadas. Otras, como las de Jaime y Agustina, hablan casi siempre detrás de la cámara.

     La vinculación problemática de cuerpo y palabra se anuncia desde el mismo título. El silencio brota desde el propio archivo: cuerpo de la memoria y significante excedente. Siempre más allá del discurso. El archivo sugiere, sin embargo, tenues vinculaciones cargadas de sentido. La historia de Jaime, incluso aquella que se oculta, no es sino una parte de la historia de su hija, y de su esposa y sus amigxs. Es también la historia de esa Córdoba que es un pozo, y de una fiesta a la que Jaime no asiste, y de los años ‘70 y del SIDA. Y de nuestros años cargados de memoria, de archivo, de redención y quizás también de olvido. Es la historia de Néstor, el obstetra, quien atiende el nacimiento de Agustina. 

     Hacer hablar aquellas imágenes se presenta a la directora como una negociación ética, según sus propias palabras. ¿Qué decir, qué contar a partir de esos archivos? o mejor, ¿Qué hacerles decir? ¿Por qué hacer hablar a un material que en principio se guardaba en su enmudecimiento? ¿No contradice la voluntad paterna de mantener separados los dos mundos? ¿Por qué la historia debía ser contada? 

     En principio porque había relaciones genuinas allí donde parecía no haberlas; una fragmentaria unidad de significado vinculaba esas imágenes. Pero esa unidad requería sí, el montaje; requería enlazarlas con la ficción. Porque solo a través de la ficción se revelaba el significado, o mejor, algún significado. 

     Las operaciones sobre el archivo no son ingenuas. Hay un cuidado frágil y tembloroso en la selección y montaje. Operar sobre las imágenes se asemeja a releer una carta que el tiempo ha desgastado y cuyo remitente ya no está. Incomodidades, enojos y penas, que también llegan tarde, no eximen a la directora de la paciencia necesaria para elaborar sus materiales. Incomodidades, enojos y penas son también parte del archivo. 

     El silencio de Jaime y de lxs otrxs no es condenado, es simplemente indagado. Un anhelo de comprensión atraviesa la película. Aunque nunca deja de latir la pregunta y el cuestionamiento acerca de por qué son precisamente estas historias las que deben ser silenciadas. La opción paterna por el silencio no es una decisión de una voluntad radical, está teñida de múltiples factores que la explican, al menos parcialmente. Nuevamente, una historia es siempre más que una historia. La historia es sobre Jaime, pero la soberanía sobre ella no es de Jaime. Ni tampoco lo es de Agustina. 

     Se trataba de comprender, de alcanzar alguna intelección sobre el silencio y para ello había que sacrificar la crudeza del material para colocarlo en otro plano. En un plano que elaborara y reuniera lo que parecía disperso. Otro plano: el de la ficción. 

     Pero de una ficción que finalmente no resulta arbitraria, sino que atiende al significado sensible de esas imágenes. Se trataba de clarificar sus relaciones, indagar en lo que hacía de ellos algo potente para ser contado. Se trata de enfrentarse uno mismo a las imágenes y escucharlas. Y eso hace la cineasta, escucha. Escucha los otros relatos, modaliza las intervenciones, intenta comprender ese silencio al mismo tiempo que lo vuelve palabra e imagen. 

     ¿No está, de algún modo, traicionando su material? ¿Se puede mediante el arte hablar de aquello que eligió el enmudecimiento? ¿Hay alguna justificación ética que exceptúe al arte de cierta infidelidad a sus materiales? 

     Para resolver este problema la directora parece apelar a dos principios: lo maravilloso y la libertad. Un niño nos dice que ‘maravilloso’ es ver lo que nunca vimos por primera vez. Y ‘libre’, a diferencia de los leones que Jaime filma, es no tener que estar en una jaula.

     ¿Y por qué entonces la historia debía ser contada? Porque para poder hablar hay que primero sentarse a escuchar, porque solo con un oído atento, una visión paciente, puede el silencio decirnos algo. Porque esa historia también nos pertenece, porque al verla se abre un resquicio en nuestra jaula, y porque ver nuestra experiencia como nunca la vimos, por primera vez, es ciertamente maravilloso.

LEOPOLDO RUEDA

Profesor de filosofía (UNLP), Doctorando en Filosofía (FaHCE-UNLP) y becario doctoral de CONICET. Se desempeña como Auxiliar Docente en Introducción a la Filosofía (FaHCE). Su trabajo se concentre en la estética y la filosofía del arte. En particular, investiga la teoría estética de John Dewey con el propósito de formular un marco teórico de corte pragmatista para analizar las actividades artísticas. También realiza estudios sobre la obra de Marcel Proust. Es investigador en formación del Centro de Investigaciones en Filosofía. Ha colaborado como reseñista y crítico de obras performáticas en diversos medios locales.

Los ríos profundos, de Arguedas

NOVELA

JAVIER TRÍMBOLI


Los ríos profundos (1958)
de José María Arguedas

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     “Ya se ha dicho antes pero hay que decirlo otra vez: si algún país está maduro para la revolución social que necesita, es Perú.” Eric Hobsbawm deja caer esta observación en julio de 1963. Apodíctica, no sospecha su temeridad. Unos pocos años antes, en 1958, José María Arguedas publica Los ríos profundos. En esta novela del escritor peruano no se dan pistas seguras de la revolución por venir; tampoco, claro, se sugiere que haya una más o menos desmañada que ya esté en marcha. En sus páginas, no obstante, es poco o nada lo que está dispuesto fuera del agonismo, de la tensión y la lucha que lleva incluso a levantamientos de masas. También de la violencia, desde la que choca a los ojos y cuesta nombrar hasta la hecha con poesía. Como si se estuviera en días anteúltimos, definitivos. Por eso, si incluso hoy se las leyera recogiendo señales que indican que nos encontramos en los umbrales de una transformación radical, no se estaría errado. Mejor: señales de que nada en el Perú, en su región andina, puede seguir tal como está. 

     Los ríos profundos es un montón de cosas, entre otras un libro que, aunque cargado de huaynos y palabras quechuas, invita a que lo pensemos tan cerca de Los hermanos Karamazov de Dostoievsky como de El guardián entre el centeno de Salinger que, recordemos, había sido publicado al iniciarse esa misma década. Todo en él existe a través de un muchacho, apenas poco más que un niño, que se introduce y desplaza, vivaz, por los distintos estratos sociales de una pequeña ciudad y sus afueras. Ernesto -ése es su nombre- en Abancay, bajo la influencia de Cuzco. Es un forastero, así lo llaman, desasimiento que le permite alcanzar la distancia necesaria para ver lo que no distinguen quienes lo rodean. No sabemos mucho sobre sus años previos: criado entre indios pero sin serlo él, acompaña a su padre en su trajín por las sierras como abogado. Con tono decimonónico diríamos que es una novela de formación. En una de las pocas reseñas que encontramos de las que se hicieron en el momento y en la Argentina -en la revista Ficción-, se dice desdeñosamente que la novela es ante todo una “estudiantina”. Porque el epicentro es un colegio e internado católico, allí lo deja a Ernesto su padre, rasgo que la liga con los cuentos de irlandeses de Rodolfo Walsh. Mundo cerrado, como el de la película If (1968) de Lindsay Anderson, del que se quiere salir, incluso fugar, aunque sin desesperación en el caso de la novela de Arguedas. Apelotonadas en lo que hoy podemos ver como una misma coyuntura, son narraciones que ponen de relieve el crujir de las disciplinas pero también las contradicciones y obstáculos para que se haga lugar a otra cosa, a lo nuevo y más aún si es en clave emancipadora. Así, lo de “estudiantina” no conforma, fuera de foco. 

     Ernesto desencaja, es el vértigo en la inmovilidad; o, también, el vértigo que percibe los sacudimientos que la inmovilidad disimula. Una conciencia y una acción -se empujan mutuamente- que busca otra cosa. ¿Qué? Aunque suene demasiado vago, digamos que está en busca de la vida más justa. No hay descanso en este sentido: los sucesos que se van enhebrando desconocen interrupciones de peso. Aunque se le dé más de una vuelta al significado intraducible de una palabra quechua, la impresión es que no hay remansos. La inmovilidad es la de una situación política, en el sentido fuerte y más amplio de la palabra, que apenas luce distinta de como lo hacía hace siglos. De hecho, faltan coordenadas precisas del momento en que esto ocurre; no hay años, tampoco gobiernos. Sucede que en nada harían variar la larga duración del tiempo anclado. Hay una referencia histórica -la guerra del Pacífico- pero es menos que epidérmica, no toca nada. Ángel Rama es un fenomenal lector de la obra de Arguedas; de la literaria y de la antropológica, vale aclarar, porque el crítico uruguayo insiste en que conforman una unidad inescindible. La presencia, desbordante por momentos, que adquiere la música en la narración, la entiende Rama como una forma de superar los límites de la novela, límites que son de la marca burguesa en el orillo. Su obra existe y es tal porque tiene plena conciencia de que la sierra del Perú es un bastión que apenas si ha sido tocado por la modernidad capitalista. Ni trenes ni carreteras llegan hasta allí. Tampoco la radio. La cultura de masas brilla por su ausencia, por eso los muchachos en el internado se entusiasman con un trompo al que, además, llaman con su nombre quechua –zumbayllu– y por las noches tocan el rondín. Y fascinan con las aguas de los ríos. Pero es ese mismo aislamiento el que hace que se sostengan condiciones de explotación que le niega humanidad a los indios, el que presta socorro a una jerarquía social incuestionable y con legitimidad de conquistadores. 

     ¿Cuánto de lo que mantiene incontaminado la muralla de los Andes preserva mejor al “mundo”, al “mundo indio”, y cuánto tan sólo hace perdurar la explotación? ¿Qué hacer? ¿Romper el hechizo de la inmovilidad? ¿Permitir, bregar incluso para que penetren las fuerzas del progreso o hacer más potente las que aíslan a esa región resistente, anacrónica? Arguedas no hace que Ernesto se formule estas preguntas demasiado ideológicas, demasiado propias de una lectura tardía como ésta. Serían el remanso que interrumpiría imperdonablemente la acción. Un poco más: tampoco están resueltas y de esa forma subyacen, organizando implícitamente el sentido de la acción. Se postergan los dilemas aunque no dejan de sobrevolar. Ernesto sigue su marcha, su búsqueda. 

     Sin dudas, éstas se enlazan hondamente con la presencia que señalábamos del quechua y de la música, que se corporiza en los indios que atraviesan la novela de punta a punta. Porque cuando el protagonista logra zafar del colegio, atraído como por un imán se lanza sobre ese otro mundo que desde un vamos no le es ajeno. Una vez más seguimos a Rama: mientras que la generación de José Carlos Mariátegui, de quien Arguedas se sabe discípulo, con expectativas revolucionarias idealizó al indio al que sobre todo conoció por los libros, en la obra de nuestro autor se trata de otra cosa. Para identificarse con él y con su suerte no necesita de estilizaciones. Por motivos biográficos -por empezar, Arguedas nació en la sierra y recibió abrigo entre ellos- y por estudio. También, quizás, porque la hora revolucionaria por la que sus mayores apostaron no terminó de fructificar. Entonces el indio nunca es en singular y no puede quedar condensado en una de esas poderosas imágenes de José Sabogal. Unos indios son los de las comunidades que a mucho han resistido y a otro tanto se han plegado, de hecho el hijo de un cacique es condiscípulo y amigo de Ernesto; otros son los indios de las haciendas, colonos superexplotados, que se inclinan “como un gusano que pidiera ser aplastado”. Y son también las cholas, las chicheras mestizas. Entre unos y otras, el muchacho  parece querer escuchar los rumores que por fin confirmen que el indio está por devenir un sujeto con la consistencia y la potencia que imagina pueden tener. Es tema principal en Los ríos profundos así como en toda su obra. O que hoy se nos ocurre tal. En uno de sus primeros cuentos, Amor niño, un indio de hacienda sabe que el patrón abusa de su amada, pero aun siendo fuerte físicamente se reconoce incapaz de reprenderlo, de darle su  merecido. “Yo, pues, soy ‘endio’, no puedo con el patrón.” Y se desquita su impotencia haciendo sufrir a los becerros. Las chicheras, doña Felipa a la cabeza, expresan una situación distinta, porque es a través de ellas que se instala el peligro para un edificio social osificado que debe recurrir a la ayuda de afuera, al ejército que cruza las montañas, para reprimirlas. En ese diagrama de fuerzas, son la expresión más desafiante a ese orden injusto de cosas y, a la par, no reaccionan contra la modernidad en bloque. Angel Rama, en estos escritos fechados en los primeros años setenta, acentúa que la apuesta de la literatura y de la política tiene que ser ésa; es decir, por un sujeto mestizo que se haga cargo de la tarea de mantener viva la tradición campesina e indígena y, a la par, llevar por el camino del progreso al todo social. Evitar así el puro odio, la inversión lisa y llana de la humillación -como en el breve y fulminante relato El sueño del pongo-, el recrudecimiento de la violencia, mesiánica, sin superación a la vista. 

     Ernesto circula incluso con facilidad por esos varios mundos sociales, porque no pertenece por entero a ninguno de ellos. En unos -el del internado y su autoridad máxima, el del padre director; en el de los jóvenes que tienen futuro asegurado de gamonales-, es aceptado como un forastero, como un loco, indio se le llega a decir. Entre los indios y mestizos no desentona mayormente ni perturba, pero apenas se lo ve. Todo indica, sin embargo, que es él quien sostiene la relación más intensa y genuina con la cultura quechua y, a su través, con la naturaleza. De ahí -otra forma de lo indio- procede el ánimo que lo mueve. No necesita esconderlo como un secreto porque incluso quienes desprecian al indio, a unos y a otros, se ven marcados por fragmentos de esa cultura. A pesar de la derrota de siglos, está muy lejos de haber muerto. Es condición del bastión. Si en momentos principales del libro, la fuerza del mito lo arrastra con las chicheras en su alzamiento que, junto con sus reclamos, pretende despertar a los indios de las haciendas, en otros lo hace entender y también anunciar que sólo habrá salvación si es para todos; que se trata de dejar atrás las hostilidades porque no hay verdaderos enemigos en la sierra, encerrados entre murallas. 

     Con todo, una lectura desde el capitalismo extremo que es nuestro suelo no puede dejar de prestar atención a una figura que se vuelve principal en la narración y que, al menos en los escritos de Rama que llegamos a revisar, no se terminaba de dimensionar. Postergación que probablemente corresponda a esa coyuntura. Hay una mujer a la que tan sólo se llama “opa”, que es perseguida por algunos de los estudiantes para violarla una y otra vez en un rincón del patio. Ese verbo nunca es pronunciado, no tiene nombre la acción que ocurre noche tras noche. Lo mismo hace el portero, se sugiere que también uno de los religiosos. Su vida no le pertenece; tampoco reacciona ni muestra signos de padecimiento, apenas prefiere escabullirse, pasar desapercibida. La crueldad para con ella es similar a la que se ejerce con los animales. Su situación adquiere por primera vez una cualidad propia al final de la novela, al vincularse, por un reboso, con la chichera doña Felipa también ella perseguida. El cuerpo de la “opa” es el de los indios pero, además de necesitado y deseado, sexuado y finalmente peligroso porque transmite la peste que amenaza a Abancay. La transmite y es su víctima. A ella, a las chicheras y a los indios se los mira “como si fueran llamas”. Es la condena a la “vida desnuda” que, sabemos, no viene a ser erradicada por la modernidad capitalista, sino todo lo contrario, que la reproduce en viejas y nuevas formas. Ernesto que, no la ha tocado, se acerca a ella cuando está moribunda y trata de ayudarla. La llama doña Marcelina y la imagina casi milagrosa, santa. Otra tentación de la novela es la de este camino. 

     Si una semilla de futuro contenía Los ríos profundos se nos ocurre que es la que, amarga, expone finalmente en primer plano la condición de la vida ante el poder, una situación de textura colonial pero que la modernidad capitalista recalca. Aún así, a contramano nos preguntamos en qué medida lo que ocurre en Bolivia desde comienzos de este siglo –pero también en Ecuador, Colombia, Chile-, y tiene a indígenas como protagonistas insoslayables, no indica que bien podría ser esta también otra línea de reconocimiento entre esas páginas y nuestro presente. 

JAVIER TRÍMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es “Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución” (2017).