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Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia

NOVELA

GERALDINE ROGERS


Los diarios de Emilio Renzi.
Un día en la vida (2017)
de Ricardo Piglia

 

ODISEA EN EL TIEMPO

     El título de este tercer tomo de la obra mayor de Ricardo Piglia viene de una narración de A. Soljenitsin, sobre un condenado que lleva ocho años de reclusión en un campo de trabajos forzados en la estepa siberiana. Es, por supuesto, una referencia oblicua a la dictadura cívico-militar argentina 1976-1982 que abarca la primera parte de este último tomo de Los diarios de Emilio Renzi, cuyo presente de escritura es 2015.

     Son los años del crimen perpetrado desde el Estado, época oscura donde se padece un mal social. Aunque se cuenten otras cosas, todas son parte de la experiencia de Emilio en estado de excepción, entre noticias siniestras sobre allanamientos y detenciones: “En mis cuadernos de aquellos años, está narrada mi forma de vivir bajo la peste, cómo circulaba por la ciudad como un fantasma, como me ganaba la vida y las cosas que escribí y lo que hice”. Pero como suele pasar, la peste es también el contexto de cotidianas resistencias, donde se cuentan cuentos para sobrevivir con otros y conjurar el sufrimiento: “la narración alivia la pesadilla de la Historia”. Son los años donde surgen distintas formas de resistencia intelectual en los que Renzi participa con mayor o menor convicción: Punto de Vista (“la revista en la que no creo”, “Por mi parte, ningún entusiasmo pero acepto el proyecto porque comprendo la importancia”), los cursos para ganarse la vida y seguir pensando sobre literatura -Sarmiento, Mansilla, Hernández, Arlt y Borges-, los grupos de esa suerte de universidad paralela -“las catacumbas”-, que fue un lugar de formación y discusión cuando las Universidades nacionales estaban vedadas a todo pensamiento crítico. El trabajo intelectual se afirma como entereza en tiempos en que se busca arrasar con la vida, y con la vida que gira en torno a los libros. Es ahí donde hay que mantenerse cuando todo llevaría a desistir. Y Renzi se mantiene. En los ensayos, artículos y prólogos que escribe para ganarse la vida, en las entrevistas y conferencias que da, y en la novela Respiración artificial que termina y publica en 1980.

     Un día en la vida empieza recordando una visita a la madre de uno de sus amigos, desaparecido por la dictadura. En esa mujer encuentra una claridad inesperada que lo ayuda a sobrevivir y a orientarse en la oscuridad. Su figura encabeza el tomo como emblema, “una epifanía, en medio del espanto y la desesperación y de la noticia atroz que se filtraba desde el infierno hasta nosotros”. Es un homenaje a “las locas que en la noche repetían como una plegaria la verdad de la Historia”, las Madres de Plaza de Mayo cuya lucha por verdad y la justicia logró, muchos años después, que sus demandas fueran reconocidas. La certeza ética sin fisuras da lugar a un tono poco habitual en los textos de Piglia: “La verdad de los débiles logra a veces hacerse oír. Eso es algo que siempre debemos recordar”.

     Un día en la vida es la última parte de una odisea en el tiempo y trae, una y otra vez, una fecha repetida. En el primer tomo de la trilogía se lee “en un momento había decidido recorrer un día de su vida, un día cualquiera, digamos el 16 de junio, y ver qué pasaba en ese día, año tras año”. Una vez más, conviene desconfiar de lo que parece azaroso. La fecha revela, con la potencia de una imagen dialéctica, la corriente que liga dos dimensiones medulares e inseparables en la vida de Emilio, literatura y política. El 16 de junio es el día en la vida del protagonista de una obra de ficción clave en la transformación de la novela del siglo XX. Y es el día de un acontecimiento central en la historia familiar del joven Renzi, y asunto del primer relato que en 1963 Ricardo Piglia publica en una revista.

     Recordemos: el mediodía del 16 de junio de 1955, un fallido golpe de Estado contra el gobierno de Perón dejó más de 300 civiles muertos por bombas lanzadas desde aviones que cayeron sobre los transeúntes que ese día circulaban por el centro de Buenos Aires. Tres meses después, el triunfo del golpe militar de la llamada Revolución Libertadora inició una persecución del peronismo que llevó al padre de Emilio primero a la cárcel y después a un exilio interno en Mar del Plata junto al hijo adolescente y el resto de la familia. No es casualidad que Piglia recuerde en algún lugar que por la misma causa Marechal debió aislarse durante más de quince años en su casa del barrio porteño: “Adán Buenosayres: la historia del artista exiliado en su propio barrio”. En la frase reverbera una historia política argentina de larga duración que se actualiza cuando, a partir de marzo de 1976, Renzi empiece a vivir semiencerrado en su casa o refugiado hasta la medianoche en la sala de lectura de Biblioteca del Congreso. En un cuaderno esos años anota “paso el día trabajando en un panorama de la situación cultural (1955-1975): una autobiografía intelectual. La historia de mi vida interrumpida –o definida- por el peso de la política”.

     El 16 de junio es también el día de la primera Odisea moderna: un día en la vida de Leopold Bloom en Ulises de James Joyce, la novela que densificó la categoría del yo de manera desconocida hasta entonces, al mismo tiempo que hacía esquirlas el tiempo del reloj y el calendario, volviéndolo infinito en el límite de un solo día y generando la imagen de un mundo donde acontecimientos múltiples y disímiles se remitían unos a otros y se conectaban en una dimensión compleja del tiempo. Los títulos y epígrafes del tercer tomo de Los diarios de Emilio apuntan a esa dimensión, “Los años de la peste”, “Sesenta segundos en la realidad”, “Días sin fecha”, donde un día es también la vida misma, así como en un minuto caben muchos días, como dice el epígrafe que abre la segunda parte, que es la central del libro y está titulada igual que él, que como la gran obra en la que se incluye tiene también tres partes, dando paso a dimensiones encastradas y complejas del tiempo, donde los grandes acontecimientos de la vida colectiva se tocan con la experiencia vivida: “Abre la puerta de cristal del edificio, sube en el ascensor hasta el décimo, vuelve a sentir la certeza de siempre al llegar, todo seguiría ahí, detenido, los diarios del día anterior en el piso, sobre el felpudo, y también el diario de hoy, 16 de junio de 1983, que levanta y en la primera página Estado del tiempo. Nubosidad variable con leve ascenso de la temperatura. Vientos leves del norte. Mínima y máxima para el área urbana y suburbana: alrededor de 7 y 15 grados. El papa Juan Pablo II inicia hoy su viaje a Polonia. Se entrevistará con el líder obrero Lech Walesa, un vistazo rápido mientras entra en la habitación oscurecida y va hacia las persianas, para dejar que el sol inunde la sala, todo está igual pero nada es igual ahora, la mesa con los papeles y los libros, un cuaderno abierto, la ventana al costado, el patio abajo. ¡Qué pasó? ¡Qué había pasado?”.

     El mismo nudo parece condensarse en un fragmento de la película 327 cuadernos de Andrés di Tella (2015), que vale la pena ver en tándem con el libro. En el minuto 32.34 escuchamos a Piglia hablando de sus novelas y de sus “diarios” mientras la cámara muestra titulares de viejos periódicos exhibidos en un kiosco, envueltos en papel celofán -“Los restos de Eva Perón llegarán hoy al país en viaje desde España”, “Se prepara China a ocupar varias zonas niponas”, “Seis muertos y 135 heridos por una explosión en la embajada de Israel”- junto al aviso que oferta las noticias del pasado “Diarios de antaño. Realizamos su diario personalizado. Un recuerdo hecho a su medida, pregunte aquí”.

     La escritura de Piglia produce por contacto, al calor de la fusión amorosa generada por la lectura. Copia, asimila, reescribe. Si en ciertas zonas se acerca a Arlt hasta confundirse con él (“Nombre falso”), en otras por momentos se aproxima a Borges, a Walsh, a Puig. En Un día en la vida la escritura parece afectada por la literatura de Saer: experiencia y memoria, eternidad del instante, espejismos yo (“la unidad es siempre retrospectiva, en el presente todo es intensidad y confusión”).

     ¿Cómo valorar esta larga obra de tres tomos, de más de mil páginas? El tiempo necesario para averiguarlo es considerable y termina resultando una medida justa de lo que finalmente puede entregarnos si nos disponemos a hacer la experiencia. Porque, a menos que decidamos quedarnos con lo que dicen las contratapas y las reseñas, no sería posible encontrar una respuesta sin experimentar en carne propia –en tiempo propio- sus escalas, que van del tedio rutinario al deslumbramiento, entre huellas a medio esconder, inesperadas conexiones, momentos conmovedores e ideas dejadas al paso. El tiempo es constitutivo de Los diarios. Si su escritura duró poco menos que una vida, ¿cuánto demandará la lectura? Puede que la cuestión comprometa el vínculo entre política y literatura. Para empezar, hay que tener ese tiempo. Y teniéndolo, hay que dedicárselo. Y no porque no sea posible dar cuenta de Los diarios de una ojeada, lo es, como navegar el Gualeguay de una palada.

GERALDINE ROGERS

Es profesora de Literatura Argentina en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP e investigadora del CONICET. Es autora del libro Caras y Caretas. Cultura, política y espectáculo en los inicios del siglo XX (2008).

Bolivia hoy, de René Zavaleta Mercado

SOCIOLOGÍA / HISTORIA

BRUNO FORNILLO


Bolivia hoy (1982)
de René Zavaleta Mercado (compilador)

     Me recibí de historiador en el año 2002 y mi destino era incierto y convulsionado. Tuvieron que pasar cinco años para sentir que había dejado atrás el caos y eso sucedió cuando me hallé viviendo en La Paz en medio del triunfo evista y su guerra. Anécdota que sobreviene enseguida: un día le hicimos una entrevista a Alejandro Almaráz Paz, quien comandaba el viceministerio de tierras, y cuando relató cómo estaban llevando adelante la reforma agraria pronunció, como al pasar pero más de una vez, la palabra revolución. Por primera vez supe que la revolución estaba sucediendo (y que las otras veces había sido un sonido imaginario). Fue, también, la última (para inicios del año 2010, tras aprobar la Constitución Plurinacional, el MAS abandonó sus ambiciones). Mientras tanto, éramos felices. Éramos una banda de argentinos ya bolivianizados que íbamos de aquí para allá, cada uno en lo suyo pero todos en medio de la bataola. Discutíamos, comíamos, leíamos, paseábamos y salíamos de juerga por las calles de la plebeya, y bellísima, ciudad de la Paz. No teníamos horario, como el Evo, y todo lo que necesitábamos -muy poco realmente- estaba al alcance de la mano. Es que en el año 2007, ante una Asamblea Constituyente que funcionaba a toda marcha, las expectativas más esperanzadas seguían bien abiertas. Fue entonces que, envuelto en mi tarea de devorar libros, me topé con Bolivia hoy, que no puedo sino admirarlo, y es el correlato teórico de esta situación práctica. Bolivia era la insurrección hecha Estado, la espontaneidad hecha tiempo, pero fundamentalmente era la acción popular organizada por sí misma. En definitiva, era lo que nosotros, por más onda que le pongas, no llegamos a ser.

     En Bolivia hoy es claro el sentido de la autodeterminación, en términos bien concretos. Zavaleta designó en el tempranísimo 1982 lo que vendría después, básicamente el fin de la centralidad proletaria minera y la emergencia del movimiento indígena-campesino como locus emancipador de Bolivia. O sea, lo que tratábamos de entender en 2007, lo que veíamos como novedad avasallante, Zavaleta lo había indicado y explicado treinta años antes. La teoría, entonces, reclamaba su potencia, una a la que ya no le teníamos fe, admitamos. El libro es, además, una obra colectiva. Ahí escriben, por ejemplo, Silvia Rivera Cusicanqui desgranando la lógica campesina, Guillermo Lora -con quien Zavaleta tuvo incontables diferencias-, presentando la historia del movimiento minero. Pero incluso esa comunidad intelectual continuaba en sus descendientes, había cantidad de gente interviniendo y pensando junta, en el Grupo Comuna por ejemplo (el Álvaro, el Luis Tapia, el Chato Prada, la Raquel Gutiérrez) son todos hermanxs de un mismo padre. Yo veía comunidad por todos lados, comunidad desbordante -el ayllu en acción se le dice en Bolivia hoy-, luchando contra las condiciones más precarias, irrespirables. Siempre me pregunté: ¿cómo puede ser que quiera tanto a un lugar tan inhóspito? La película Mujeres de la mina describe este sine qua non ontológico de la política boliviana, muestra su secuencia, el pan de cada día: condiciones siniestras, acto de justicia y organización.

     Página a página aparecen ideas que iluminan, abren campos, clarifican, indican hacia dónde, diseñan un campo de pensamiento sobre el país y más allá también. La idea de “Estado aparente” es una entre varias, es decir, una gelatinosa sociedad política que no traduce nunca la multiétnica sociedad civil; en contra de la suposición de que el Estado existe de por sí. Aquí se afirma que la verdad última del Estado no es la violencia, como nos acostumbró la tradición, sino el territorio. Zavaleta despliega el concepto de abigarramiento social para mostrar cómo en este país andino-amazónico los diversos modos de producción, con sus temporalidades y lógicas propias, se superponen (una comunidad, la relación doméstica, la esclavitud, el capital, la servidumbre, todo allí) formando un mosaico heterogéneo de articulación relativa. También aquí Grebe López indica que en la historia local insiste un “excedente sin acumulación” -el “excedente infecundo”-, y nunca mejor explicitada la idea de riqueza que se produce etérea y vuela. Ni clase dirigente ni orientación nacional, pura extracción señorial, colonialismo externo e interno, arraigo sin acumulación, “principio Potosí” y desamparo.

     Podría decirse que así como la Inglaterra decimonónica le permitía a Marx ver lo que veía y hacer de eso un universo, Bolivia es la luz privilegiada para comprender pulsos claves de la región entera. La tesis sería la siguiente: puede que el “fondo arcaico” de Bolivia haya sido el que más resistió las promesas de modernización, y por ello las tensiones del subcontinente se ven allí prístinas (anécdota tres: con un amigo íbamos a alquilar una casa bien pequeña en Sopocachi, y a él no le era posible estar a la hora pautada para el pago; por eso su plata la acercó un amigo suyo, aymara. La dueña blanca, que se quería de alcurnia, señaló al amigo aymara y me preguntó con absoluta naturalidad: “¿no es él quien va a vivir aquí?” En nuestra cara lo dijo. No la podía creer. Zavaleta asegura que Bolivia no tenía otra opción que perder la guerra del pacífico con Chile, antes que nada porque la élite dominante desprecia su propia tierra, lo cual no se oculta). ¿No es evidente que la clase dominante sudamericana desprecia su tierra? ¿No es evidente que, como el ornitorrinco que escapa a la taxonomía evolutiva, tal como Francisco de Olivera explicó para Brasil, todos nuestros países están “fuera de lugar”?

     Pero para nosotros, si este escrito tiene un sentido primordial es, creo, no sólo por sus ideas, sino por el espacio que erige para enunciarlas. No son simplemente sus palabras, es su casa, su hábitat. Un problema de geografía. Que el título de la tesis de doctorado que Luis Tapia le dedicó a Zavaleta haya sido La producción de conocimiento local no es una casualidad. Hay pensamiento propio, se trata de la “crisis como método”, porque la particularidad de los países que no son uniformes es que su unidad cognoscible se expresa en los momentos de tensión aguda. El hecho no apunta a desconocer o desechar lo elaborado en otras costas, en Bolivia hoy Cacciari, Foucault o Gramsci aparecen recurrentes, pero son usados del mismo modo que los franceses usan a los alemanes, a Heidegger por caso, roban todo sin fascinación, ni pleitesía, ni resquemor. Más aún: ni diletantismo sobre la “traducción” europea, ni antropofagia de una; es mejor, simple uso sin más, noble alimento del suelo: acompaña con su influjo subterráneo porque sienta bases para una teoría singular regional, para una epistemología del sur.

     Bolivia hoy es hijo de su tiempo, se publica en medio del ocaso de la centralidad proletaria e incluso del “bloque histórico” que surge con la Revolución de 1952, al cual comprende entero; y anuncia de lleno las buenas nuevas que, en verdad, vienen desde “tiempos inmemoriales”. Ciertamente, el último capítulo del libro se llama “Forma clase y forma multitud en el proletariado minero en Bolivia”, y es la laudatio final del obrerismo clásico que a principios de los años ’80 declinaba. Se discute la suposición exógena que asocia la polítización a la maduración objetiva de la clase de los países centrales, para mostrar cómo el aislamiento obrero en las minas (Catavi-Siglo XX-Huanuni, etcétera) no es “aislamiento social”, sino que su “insistencia” estructural, su “irradiación” política, su “experiencia de masa”, su fuerza “de efecto estatal”, su “adquisición” cognoscitiva, su “acumulación en el seno de la clase” ha sido tal que en “pocos lugares del mundo es tan acabada la centralidad obrera como en la implantación de lo nacional-popular en Bolivia”. Pero si uno lee detenidamente verá que en el balance de la singular condición obrera durante el corto siglo XX subraya su imposibilidad de producir una reforma intelectual y moral. Por ello asume que “si los obreros salen un día de su clausura corporativista será en el desarrollo de una propuesta surgida del movimiento campesino” (una de las cosas que comenzó a pasar cuando se publica el libro y se plasma tres décadas después).

     En efecto, además de la eclosión conceptual de Bolivia hoy, la poética intuitiva presente de principio a fin, se trata de la combustión que eso produce cuando se pega a la historia de un país que “si no fuera por sus masas, sería mejor que no exista”, pero gracias a ellas arroja el yo al todos como nadie. Aquí hay advenimiento de lo real, sin out of joint, ningún espectro. Otro amigo, que vive allá -el Pablo Cingolani- lo dice bien, escribió una crónica de título Deja Vu que culmina así: “Había llegado a morar a esta hoyada el año ’87 y aquí latía algo, algo que era más fuerte, más sincero, más panorámico y más esperanzador que en el resto del planeta. No era inesperado para mí pero aquí era masivo y era tumultuoso. Ese algo, eso revelador, eso que contagiaba fervor y destino, eso que diferenciaba a La Paz, a Bolivia, de los USA o de Argentina o de Hungría, eso (…) eran los indios”. Los obreros modernos, los indios arcaicos, ambos en Bolivia mezclan sus tiempos y son un empuje evidente. Estas cosas hacen que el aire que se respira en Bolivia hoy garantice una cosa más: la certeza natural de nuestro destino sudamericano basado en una política de la vida en común. No se trata de una declaración de principios, ni hay que esperar morir bajo una epifanía épica, es mucho más sencillo, incorporado por esencia, por existir nomás. Siempre volvemos y siempre estamos en Bolivia, la leemos a miles de kilómetros, sigue estando en el medio del continente reclamando por las cosas buenas.

BRUNO FORNILLO

Es historiador recibido en la UBA e investigador del CONICET. Integra el Grupo de Estudios en Geopolítica y Bienes Comunes (www.geopolcomunes.org)

El final del silencio, de Marina Franco

HISTORIA

JOAQUÍN STICOTTI


El final del silencio.
Dictadura, sociedad y derechos humanos en la transición (Argentina, 1979-1983) (2018)
de Marina Franco

     I.

     El final del silencio. Dictadura, sociedad y derechos humanos en la transición (Argentina, 1979-1983) de Marina Franco aporta valiosas herramientas para pensar la historia reciente. La cuestión de los derechos humanos se convirtió, fundamentalmente después del Juicio a las Juntas militares en 1985, en la explicación unánime para entender el colapso de la última dictadura. Volver a pensar la transición tiene para Franco el sentido de reconstruir el proceso de emergencia y construcción de un problema público que se convirtió en una de las marcas más importantes de la democracia que supimos construir.

     A la manera de los análisis de Michel Foucault, este problema no está dado a priori y es un acierto por parte de Franco proponerse reconstruir su proceso de emergencia con especial atención a sus enunciadores y sus espacios de circulación. Frente a esta reconstrucción se presenta un impedimento fundamental que es, en palabras de la autora, el impulso a “olvidar aquello que fuimos diciéndonos que ya no lo somos” (p.382). Es aquí donde se puede vislumbrar un programa. Hacer la historia reciente es comprender desde el mejor uso del anacronismo: no hacer la historia del pasado en términos del presente, sino la historia del presente, cómo llegamos hasta acá. Esto implica ir más allá de algunas memorias, de las que no se cuestiona su importancia política, pero sí su potencial de sesgar y obturar la complejidad de la historia.

     II.

     El sesgo de las memorias puede tener que ver con nuestro presente o con nuestra empatía por algunos actores que forman parte de los procesos sociales. Pensar el pasado en términos del presente resulta igual de obturante que sobreestimar el rol de algunos actores sociales o políticos. Mientras que para algunos la evidencia del horror (constatable desde los comienzos) debía directamente conducir al juzgamiento de los crímenes, la idea tardó mucho más en ser una verdad evidente para sectores mayoritarios, en convertirse en lo que la autora llama un problema público.

     Hilando fino en su revisión de la prensa, Franco reconstruye la coexistencia de la legitimidad de la represión con el comienzo de la deslegitimación del régimen. Este proceso comienza hacia 1979. Los motivos de la deslegitimación se encuentran principalmente en la censura y la política económica. En ese marco, la inspección de la CIDH coloca la cuestión de los derechos humanos obligatoriamente en agenda. Sin embargo, la necesidad de investigar a fondo la represión solamente es esgrimida por los organismos de derechos humanos y por algunos partidos políticos (Partido Comunista, Partido Intransigente). En simultáneo, el régimen ensaya su primer intento de apertura política y uno de los consensos mayoritarios (partidos, gremios, empresarios, Poder Judicial) es la legitimidad de la llamada “lucha contra la subversión”. La palabra “horror” aún refería de modo mayoritario a los eventos anteriores a 1976. Sin embargo, revisando otros documentos accesibles a partir de las actas secretas de la Junta Militar halladas en el edificio Cóndor de la Fuerza Aérea en 2013, Franco constata cómo los militares ya adelantan su preocupación respecto a la posible revisión de lo actuado. En estas actas, se puede ver cómo, preparando el diálogo político para 1980, la primera de las premisas no negociables es “la convalidación de todo lo actuado en la lucha contra la subversión, impidiendo todo revisionismo” (p. 68).

     III.

    Cuando asumió la presidencia Roberto Eduardo Viola, en 1981, el gobierno militar se encontraba profundamente deteriorado. El deterioro se basó mucho más en la precaria situación económica y en la interna militar que en las denuncias por la represión. Sin embargo, comienza a instalarse en la opinión pública la cuestión enunciada, nuevamente en la prensa, como “el problema de los desaparecidos”. A su vez, se trata de un período de intento de apertura política supuestamente más amplia que la ensayada en 1980. Se forma la multipartidaria y los militares buscan vislumbrar una salida política. Se explicita, por parte del poder militar, algo que no era necesario decir públicamente en los años anteriores: para cualquier diálogo, es necesario partir de la no revisión de la llamada “lucha antisubversiva”.

     Los líderes de partidos políticos, entre los cuales se encontraba, por ejemplo, Ricardo Balbín, parecen aceptar esta idea. Pero también demandan explicaciones, que se explicite lo sucedido. En el marco del diálogo propiciado por Viola, el periodista Eduardo Varela Cid convoca a varios dirigentes políticos a pensar “la reconstrucción de la democracia” ocupándose de aclarar, de modo sugerente, que no se pretende “levantar las horcas de Núremberg”. A través de esa analogía se insinuaba la gravedad de la situación. La demanda de verdad se presenta como una condición para asegurar la gobernabilidad a futuro, sin que esto implique necesariamente un juicio. La ilusión de la apertura es acompañada de la búsqueda de un cierre: cerrar la etapa de excepción, explicar lo sucedido y poder “dar vuelta la página”. El sentimiento de búsqueda de cierre no es solamente militar, ligado a las responsabilidades implicadas. También es civil en el sentido de algunos actores que lo consideran una condición para la transición política.

     IV.

     Es parte del sentido común la idea de que después de la Guerra de Malvinas hay una eclosión antidictatorial. La cuestión para Franco reside en cuáles son los motivos de esta deslegitimación. Las críticas por el desempeño de los mandos militares en la guerra y la deteriorada situación económica tenían, evidentemente, un lugar central. El llamado “problema de los desaparecidos” cobraba creciente relevancia sin ser, más allá de los organismos y sectores políticos minoritarios, el problema principal. La hipótesis de la autora es que la cuestión de los derechos humanos seguía teniendo poca autonomía como problema público, pero que su importancia crecía al calor del clima antidictatorial que se profundizaba. Pensar que era el motor es más un efecto de la memoria retrospectiva.

     Una de las evidencias reconstruidas por Franco para su argumento es la expectativa de varios actores de la época, entre ellos quienes participaban en la Multipartidaria, respecto al denominado “Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”. El documento se dio a conocer en abril de 1983 a través de un programa de televisión, único medio que para el período sostenía su oficialismo dado que era gestionado por las propias Fuerzas Armadas. Se suponía que iba a consistir en las demandadas explicaciones de lo sucedido con los desaparecidos, pero reafirmaban lo realizado y culpaban de las violaciones a los derechos humanos al “terrorismo”. El documento obtiene un rechazo casi unánime, tanto en el plano nacional como en el internacional. El gobierno no puede reactivar el fantasma de la campaña anti argentina que había utilizado en 1978. El rechazo conlleva la conclusión de que la tarea de saber qué sucedió será ardua y estará en manos del próximo gobierno, pero la expectativa de una explicación oficial se sostiene hasta el final. Se trata de un proceso que Carlos Nino caracteriza como de desidentificación con los victimarios, condición de posibilidad para la judicialización que vendrá después. Mucho que ver tiene el desengaño posterior a Malvinas que, tal como sostenía al calor de los acontecimientos León Rozitchner, era una guerra “limpia” en continuidad con la llamada “guerra sucia”. Algo que no es abordado en el libro de Franco es el período de cierto fervor por Malvinas con el que el propio Rozitchner confronta en su momento. Esos meses, que podrían ir de abril a junio de 1982, quizá deban ser motivo de otro libro producto de su excepcionalidad.

      V.

     Después de abril de 1983, las opciones de los militares se estrechan: se concentran en aprobar la ley de autoamnistía que Alfonsín derogará al asumir. Los partidos políticos, en cambio, se concentran en la campaña electoral. En estos meses aparece, en boca de actores que no eran los organismos de derechos humanos, el término “terrorismo de Estado”, asumiendo otro lugar en el juego de aparición de los enunciados. En la prensa, aparecen nuevos diarios como La voz. A la vez, diarios consolidados como Clarín afirman que a la violencia subversiva hay que oponerle justicia y no más violencia. El clima de época está cambiando definitivamente. Los peronistas asumen un perfil negociador mientras que los radicales tienen una posición más confrontativa respecto del poder militar. De todas formas, en la plataforma de Alfonsín no figuran ni la derogación de la autoamnistía ni el juzgamiento a partir de los distintos niveles de responsabilidad en el que el candidato radical venía trabajando junto a los juristas Jaime Malamud Goti y Carlos Nino. Juan Domingo Perón afirmaba en su Manual de Conducción Política: la política es información, pero también secreto y sorpresa. El eje de la campaña del partido radical estaba puesto en la oposición de la dictadura y la democracia, no en la cuestión de los derechos humanos, aunque los mismos tuviesen en su plataforma un papel más relevante que en la del resto de los partidos mayoritarios.

     Los problemas de la ley de autoamnistía empiezan al interior del frente militar: muchos de los denominados “duros” no aceptan la idea de una ley que los pueda equiparar con el “enemigo subversivo”. Hay un consenso que se va extendiendo en la sociedad vinculado a la imposibilidad tanto de exculpar a las organizaciones que habían elegido la lucha armada como a los supuestos “excesos” de los militares. Comparando con el resto de América Latina, Franco constata que la mayoría de los países que salían de dictaduras tuvieron leyes de amnistía. La excepción argentina tuvo que ver con el enorme rechazo que esta ley obtuvo y con su posterior derogación en la primera sesión parlamentaria luego de finalizada la dictadura. Pero llama la atención sobre una cuestión central: en Argentina tampoco había sectores revolucionarios que pudieran beneficiarse con la amnistía para reingresar al juego político, como sí sucedió en Brasil y en Uruguay.

     Para octubre de 1983, el horizonte de la democracia se asociaba a la justicia como opuesta a la arbitrariedad de la violencia. Pero la justicia no era aún en ese tiempo la instancia concebida para el juicio al terrorismo de Estado. No lo era para la mayor parte de los actores políticos y tampoco lo era para los militares. Pocos creían en el triunfo del radicalismo y menos aún en los juicios que pondrían en evidencia la excepcionalidad de las prácticas militares en relación a otros acontecimientos de la historia del país, plagada de intervenciones castrenses.

     VI.

   A modo de cierre, Franco marca tres hipótesis fuertes que sientan precedente para futuras investigaciones en historia reciente: la primera es el carácter profundamente indeterminado del proceso que llevó al juicio de los crímenes de los militares; la segunda es el comienzo de la deslegitimación del régimen en 1979 en coincidencia con la hipótesis militar de derrota del “enemigo interno” y la tercera es el predominio -con un creciente aislamiento- de los militares en la toma de decisiones durante toda la dictadura.

     Pero hay una hipótesis más que recorre con perseverancia todo el libro y se reitera al final: la de mantener, a toda costa, la heterogeneidad de perspectivas respecto a estos grandes problemas de la historia. La imposibilidad de generalizar cierta percepción, cierta caracterización, para el total de la sociedad argentina. Y la necesidad consiguiente de situar la emergencia de los enunciados, caracterizar a sus interlocutores y sopesar la importancia de sus palabras (y su circulación) en cada momento histórico. No será lo mismo la perspectiva de los organismos de derechos humanos, que desde los comienzos vislumbran elementos del plan sistemático, que la de la Iglesia Católica, el Poder Judicial o los partidos políticos. Recuperar esta heterogeneidad no implica despegarnos de una memoria que nos exige nuestra ética política, implica hacer una historia consciente del amplio y disonante espectro de voces que conviven en la sociedad argentina.

     En 1997 Charly García graba, junto a Mercedes Sosa, el disco Alta fidelidad. Allí, versionan una canción de García compuesta en 1976 con su banda La Máquina de Hacer Pájaros, “Cómo mata el viento norte”. En una estrofa que dice “la tierra es nuestra hermana” seguido de un puente musical en piano, Mercedes Sosa agrega la frase “los asesinos son los demás”. Cuando yo estaba en la escuela primaria, un profesor de música nos enseñó esta canción y nos dijo que la frase (“los asesinos son los demás”) estaba en la canción original pero había sido censurada por la dictadura. En el libro de Sergio Marchi No digas nada: una vida de Charly García, Charly mismo se ocupa de aclarar que la frase se trató de una ocurrencia de Mercedes Sosa durante la grabación del disco de 1997. Las memorias individuales pueden mezclar 1997 con 1976. Franco se exige algo distinto y propone: “Desde luego, los asesinos son los asesinos, pero esto no nos libera ni nos exime como sociedad de preguntarnos por nosotros mismos” (p. 37).

JOAQUÍN STICOTTI

Es licenciado en Sociología por la UBA, becario doctoral del CONICET y docente de Historia de los Medios en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Investiga la historia de la televisión argentina entre los años 70 y los 80.

Reunión, de Dani Zelko

TESTIMONIOS / POESÍA

MARIO CÁMARA


Reunión (2019)
de Dani Zelko

Nesse final de semana fui ‘expulso’ de um grupo de
whatsapp – ex-colegas de colégio, maioria absoluta
de bolsonaristas. Enquanto durou foi bastante rica
aexperiência de receber memes bizarros  e perceber
como a extrema-direita  ganhou campo no coração
de gente ‘comum’ no Brasil.

João Paulo Cuenca

     ¿Cómo hacer escuchar la voz del otro?, ¿cómo recuperar la singularidad de una vida precaria o dañada? ¿Cómo transponer su entonación, su gramática, su presencia?, han sido y son todavía preguntas recurrentes para la literatura y el arte durante buena parte del siglo XX y lo que va del nuestro. Su formulación, sin embargo, a menudo ha contenido una serie de interrogantes insidiosos, ¿es posible hacer escuchar esas voces?, ¿en qué sitio se coloca el escritor, la artista, en esa operación? ¿Cuál es el riesgo de manipulación, de uso o de paternalismo de ese otro? El presente, con la expansión de los medios masivos de comunicación y su conversión en gigantes corporaciones con un fin exclusivamente económico, con la concentración de las editoriales en unas pocas firmas globales, con la creciente manipulación de las redes sociales, las fake news y la algoritmización de contenidos e informaciones le otorgan a los interrogantes iniciales un nuevo dramatismo. Pues se tiene la impresión cada vez más certera de que las voces de esas otras y esos otros, subalternas y subalternos, siguen dos caminos, o van desapareciendo de la esfera pública, o son editados por discursos del odio y formateados por pedagogías de la crueldad.

     En el marco de este diagnóstico quiero presentar la producción escrita de un joven artista argentino, Dani Zelko. Deseo presentarlo, para tornarlo más inteligible, inserto en una brevísima serie aleatoria e incompleta, pero que devela dos aspectos que me resultan cruciales. En primer lugar, la invención de un procedimiento, y luego y como consecuencia de esa invención, una escucha, una atención, una forma del respeto que devela amor por un otro, y entiendo aquí amor como aquella forma de construcción de un dos, tal como sostiene Alan Badiou, como una obstinada y plural aventura para alcanzar un proceso de verdad. Mi serie entonces comienza con el documentalista brasileño Eduardo Coutinho, quien exponía su cuerpo en cámara conjuntamente con el de sus entrevistados en favelas y basureros, organizaba sus films sin guión previo, con entrevistas semiestructuradas y buscaba capturar la verdad de lo que acontecía en el set; continúa con la artista brasileña Rosângela Rennó, que aún hurga en archivos fotográficos marginales o cuidadosamente olvidados, una serie de vidas y a través de transmutaciones, que implican la ampliación, el oscurecimiento, la fragmentación, y el resinado de las imágenes que encuentra, restituye no solo una historia, sino una presencia espectral que logra interpelarnos; y culmina con la dramaturga argentina Vivi Tellas, que inventa el género biodrama y convoca filósofos, instructores de academias de conducción, empleados de un teatro público o, más recientemente, migrantes senegaleses, y en diálogo con ellas y ellos, produce un cut up biográfico donde se cuenta una vida. Todos ellos capturan intensidades que se marcan en las gramáticas, los gestos y las presencias, todos ellos construyen la aparición de esos otros a través de la invención de procedimientos de reenmarque, cuyo resultado es el desmonte, la puesta en cuestión y la recuperación de existencias precarizadas, perseguidas, olvidadas.

      Allí, en esa serie, que representa apenas un fragmento de un territorio urgente y en expansión, que experimenta con formas para resistir el olvido, el silencio, la banalidad y los estigmas, coloco la ejemplar producción de Dani Zelko.1 Destaco su condición anfibia, artista y escritor, performer y editor, pues de esa multiplicidad parten sus invenciones. De entre todas sus producciones, que abarcan desde la música al dibujo, me centro en lo que Zelko llama Reunión. Bajo ese concepto Zelko ha producido un total de seis libros. En el interior de Reunión hay dos zonas. La primera, que contiene las Temporadas 1 y 2, se arma a partir de voces de sujetos encontrados en el azar de viajes por América. La segunda zona tiene como subtítulo “ediciones urgentes”. El proyecto aquí adquiere una politicidad más específicamente direccionada, basada en la inmediatez de los acontecimientos y la urgencia de la contrainformación. La palabra escuchada e impresa ya no es resultado del azar del viaje, ya no son sujetos cualesquiera quienes hablan, sino protagonistas perseguidos, marginados, silenciados, dañados, familiares, amigos o compañeros de comunidad de personas asesinadas por fuerzas de seguridad estatales. Por ello, el primer libro de “ediciones urgentes”, Frontera Norte, se ocupa de los migrantes que provenientes de Centroamérica atraviesan México con rumbo improbable a Estados Unidos. De aquella publicación, en calidad de comentadores participan: Sayak Valencia, Alba Delgado, Verónica Gago, Amarela Varela; el segundo, Juan Pablo por Ivonne, recoge la voz y las palabras de la madre de Juan Pablo Kukoc, el joven asesinado por el policía Chocobar en el barrio de La Boca que consolidó la política de mano dura del gobierno de Mauricio Macri. En este caso los comentadores son: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos. El caso Chocobar es un momento bisagra en la economía emocional del macrismo, que pasó de la “alegría” al odio. Es el momento en que la estrategia de la seguridad se impone frente al desastre económico; en el tercer libro, Terremoto: 19-11-17, Zelko regresó a México. Allí, en diferentes calles de las colonias Buenos Aires, Roma Sur, Obrera y Tacubaya, Zelko montó una mesa con su computadora y una mochila-impresora. Detrás de sí colocó carteles que decían: “Acopio de memorias”, “Háblame y léete”, “Cuenta tu historia hoy” y “El presente está confuso”. Se sentó y escuchó las palabras de las víctimas de aquel terremoto de noviembre del 2017; y el último, por ahora el más reciente, ¿Mapuche terrorista?, el contra-relato del enemigo interno, que recoge las palabras de la comunidad Lof Lafken Winkul Mapu donde se narra el asesinato de Rafael Nahuel por parte de la Gendarmería. Aquí comentaron: Soraya Maicoño, Pilar Calveiro, Claudia Briones y Eli Sánchez Alcorta.

     Con esos relatos, los que surgen como resultados de los viajes y los más políticamente direccionados, Zelko imprime fanzines que entrega a cada una de las personas a las que escuchó para que ellas puedan regalarlos, lo que les permite apropiarse de esa palabra entregada primeramente, y luego organiza una ceremonia de lectura con nueve participantes congregados en un círculo de nueve sillas en el que uno o varios leen de los fanzines lo que le contaron a Zelko. Cuando culmina esta etapa, se imprimen libros que compilan los textos de los fanzines, informaciones de los encuentros y textos de artistas, activistas e investigadores. En resumen, para producir el material que compone Reunión, Zelko recorre América buscando plasmar testimonios de vidas que basculan entre el anonimato y la persecución. Como un hombre orquesta, se hace cargo de todo el circuito: escucha y escribe a mano, transcribe en su computadora, imprime en su impresora, dobla y grampa hojas A4, distribuye, compila, posteriormente imprime en offset, vuelve a distribuir, y archiva en su sitio web. La mitad de las impresiones en offset son entregadas a las personas con las cuales Zelko conversó para que ellas también puedan distribuir los que son también sus propios libros. Esta cadena productiva, que se abre y cierra en pocos días, resulta esencial para el tipo de proyecto que es Reunión porque puntúa la urgencia y comenta los circuitos de información puestos en juego. Hay finalmente tres puntos que quiero destacar y describir para intentar dar cuenta de la complejidad del dispositivo o los dispositivos que se ponen en juego en Reunión:

     1- La intervención de Zelko comienza con un primer encuentro íntimo con la persona que contará su historia. En ese espacio, al que no tenemos acceso, Zelko escucha y transcribe a mano. No graba, no filma, elige desprenderse de esas mediaciones tecnológicas. Su elección por la mano es una elección por el cuerpo. La mano y el brazo que se van cansando en la tarea del registro. Poner el cuerpo, de este modo, constituye una gestualidad a través de la cual Zelko enuncia su compromiso con la situación, su participación activa. Depone las “armas” tecnológicas e ingresa con su cuerpo a encontrarse con la palabra y el cuerpo del otro. Entrar solo con sus manos es una forma de deconstruir una jerarquía: “vos hablás, yo te grabo”. Y de problematizar, de paso, las experiencias contemporáneas del arte participativo.

     2- En segundo lugar encontramos la dimensión performativa y performática. Con un alcance localizado en la zona de producción. Se trata de una lectura en alta voz que se propone como una ceremonia entre encantatoria, catártica y reescenificadora, y se organiza en torno a un círculo compuesto por nueve sillas en donde se perciben gestos, entonaciones. La palabra impresa en el fanzine toma un primer estado público. Frente a la deslocalización incesante de los discursos públicos, Zelko apuesta aquí por una suerte de barrialización que promueve nuevos lazos comunitarios. Frente a la reproductibilidad de la noticia compartida a través de facebook, twitter o whatsapp, Zelko apuesta aquí a la ceremonia única.

     3- El punto final de Reunión, es el archivamiento, o mejor la constitución de un contra-archivo que busca desterrar los poderes arcónticos que recubren esa palabra en su circulación pública. En efecto, en nuestro presente, las vidas infames suelen ser narradas por los grandes medios de comunicación y prontamente odiadas en los enunciados trolls, los visitantes anónimos de foros y las fake news que surcan las redes sociales. En el contra-archivo que es Reunión esas voces poseen otra entonación no sólo por lo que nos cuentan, sino porque poseen otra forma. En cada uno de los seis libros publicados esa forma es la poesía. Pero ¿qué significa en este caso “poesía”? Si como afirma Judith Butler, “la violencia del lenguaje consiste en su esfuerzo por capturar lo inefable y destrozarlo, por apresar aquello que debe seguir siendo inaprensible para que el lenguaje funcione como algo vivo”, propongo que pensemos que poesía aquí es la apertura de un espacio que Zelko le abre a esas voces, atrapadas entre el silencio o la asfixia condenatoria, para que allí respiren y continúen vivas. Por ello nos cuenta Zelko, en una línea, en relación a Ivone, la madre de Juan Pablo Kukoc, pero extensible a todos los libros que componen Reunión: “Cada vez que respiró pasé a la línea de abajo”. La puesta en página que transfigura el testimonio en poesía le ofrece a la palabra una nueva respiración y una nueva temporalidad, que sin perder la urgencia o el dramatismo mantiene su jerarquía verso a verso. Frente a la concentración visual y discursiva que despliega la lógica mediática, repitiendo una y mil veces una misma imagen o un mismo conjunto de frases, la poesía en Reunión abre esas vidas, las multiplica por efecto del verso, de los cortes, por las rimas internas, por los sentidos plurales que se arman tanto horizontal como verticalmente.

     Para concluir, hay tres reuniones en Reunión, la primera es invisible, solo participan Zelko y el testimoniante. Es una performance de a dos, íntima. La única traducción material de ese encuentro será el fanzine impreso. La segunda reunión es la ceremonia pública y barrial que reúne a nueve personas. Y la tercera es la reunión que se produce a través de la lectura de ese contra-archivo. Zelko hace algo con las palabras que bordea el gesto del escritor. Es decir, trabaja con las palabras de un otro, tal y como lo hacen los escritores, pero pone en entredicho la cuestión de la autoría. En ese cuerpo compartido que se construye en la primera de las reuniones, la que no vemos, se consuma un texto que es un testimonio atravesado por una comunión. El dispositivo construido es simple y complejo a la vez. Se juega entre la artesanalidad de su lápiz, que pone a prueba la velocidad de su mano y la escansión del testimonio que se vuelve público y se rearticula en una nueva respiración, en la cadencia del verso que retorna insistente y que hilvana sus sentidos en y entre los enunciados. Como si esas palabras antiguamente enmudecidas o custodiadas encontraran un nuevo enlace, una nueva interfaz plural y una nueva potencia enunciativa en la forma de la poesía.

1 Todos los libros de Dani Zelko que voy a mencionar se pueden descargar libremente de su página web: https://danizelko.com/

MARIO CÁMARA

Es profesor de Literatura Brasileña y de Teoría y Análisis de las Artes de la Escritura. Es investigador en CONICET. Trabaja sobre arte y literatura latinoamericanas de las últimas décadas que aborden cuestiones vinculadas a la violencia política y memoria social desde una perspectiva experimental.

Amsterdam seventies, de Jos Houweling

MUESTRA / FOTOGRAFÍA / CIUDAD

ANA BUGNONE | ELFI BEIJERING


Amsterdam seventies (2019)
de Jos Houweling

     La exposición Amsterdam seventies tuvo lugar en el Centre Pompidou de París entre el 6 febrero y el 29 de abril de este año. Se trata de una serie de collages de fotografías en blanco y negro tomadas por el holandés Jos Houweling que originalmente se publicaron en el libro 700 Centenboek Amsterdam en 1975, es decir, para festejar los 700 años de la capital holandesa. La muestra fue curada por Florian Ebner con la asistencia de Emmanuelle Etchecopar-Etchart y la producción de Céline Makragic.

     El Centre Pompidou compró los fotocollages originales de Houweling en 2016, sobre los cuales el curador Ebner dijo que son “una obra maestra de la fotografía de los setenta”, mientras que el artista expresó que “la clave es no pensar”. En el nivel 5, la Sale Focus del Musée recupera 233 planchas de collages colgándolas de las paredes, a los que se suma una vitrina con el libro original. Estos fotocollages, que en su momento funcionaron como una muestra del Amsterdam actual, hoy son archivos de un pasado no tan remoto, pero pasado al fin.

     Diversos títulos organizan un inventario de objetos y lugares, ordenados en clasificaciones, lo que parece ser el centro de la reflexión visual de Houweling. “Buzones”, “bicicletas”, “agua del canal”, “casas vacías” son algunos de los títulos del inventario. La ciudad de Amsterdam que retrata no es la imagen de las postales, de los míticos canales ni de los típicos edificios, sino la de la vida cotidiana, pero vista a través de una clasificación singular y, podríamos decir, caprichosa, como todas las clasificaciones.

     Podemos ver en esta muestra dos ejes estructurantes. Por un lado, carritos, ventanas, personas, bicicletas, carteles, bancos de plaza, relojes, pisos de adoquines, forman collages que, lejos de hacer hincapié en la belleza, la perfección o la pulcritud de sus espacios, se forman con fotografías de la vida diaria, urbana, común. Esta impresión coincide con una crítica que le hicieron cuando publicó el libro: que mostraba una ciudad pobre. Por otro lado, el fotógrafo busca retratar una estética típicamente amsterdamesa que suele ser ignorada, no vista o dada por sentada, pero que, sin embargo, deja su innegable huella en la manera de experimentar/vivir la ciudad. Esto se percibe, por ejemplo, en los timbres: los habitantes de Amsterdam los ven muy a menudo, pero no son usuales en todas partes. Esto se relaciona con un factor identitario que los fotocollages muestran y que va más allá del mostrar la vida cotidiana. Es como si Houweling dijera con cada foto: Amsterdam es la caca de perro, estas ventanas, la basura puesta de este modo, y así consigue despertar la experiencia sensorial – “no pensar”- de caminar por Amsterdam. El fotógrafo les pone a los amsterdameses en la superficie, les hacer ver -pero también sentir- una estética que está impresa en el inconsciente, mientras que a los no locales les permite hurgar en una especie de mundo interior del habitante de la ciudad.

     Rejillas de gas y alcantarillas, puentes comunes y levadizos, automóviles cubiertos con fundas y cochecitos de bebé, ropa colgada de las ventanas, banderas y carteles que piden que los autos vayan más despacio y que tomen más en cuenta al peatón, señales de tránsito y códigos para los bomberos, cortinas muy reconocibles para un habitante local y adornos, plantas que crecieron en grietas del piso y macetas perfectamente adornadas, casas majestuosas y juegos de plaza son dispuestos en duplas que, en su conformación visual, dialogan entre sí. Houweling nos recuerda a Raymond Williams, cuando, para definir la cultura, dice que es algo ordinario, de todos. Si bien el Pompidou en su gacetilla de prensa afirma que estos collages son la declaración de amor del fotógrafo hacia su ciudad, pareciera ser que, si es tal, es una declaración sobre lo ordinario de la ciudad en su totalidad.

      En esta muestra hay algo más que opera como un efecto visual disparador: la repetición. Los objetos o espacios elegidos son retratados muchas veces y cada collage recoge estas imágenes repetidas, aunque nunca se trata de la misma. Esto nos remite al inconsciente sensorial del amsterdamés, que Houweling consigue sacudir con su serie: ordena estas imágenes hiperconocidas para los locales para desfamiliarizarlos y hacerles ver lo que se deja de percibir por acostumbramiento. Para el que observa desde afuera -aunque que su público primario es holandés-, Houweling toma al turista de la mano y le enseña. Personas diferentes se posan sobre las ventanas, cada una con su gesto, su rostro, su movimiento, pero todas sobre ventanas de casas. Lo mismo sucede con las personas fotografiando, o los carteles de tránsito. Cada collage, así, tiene un leit motiv que lo estructura. La repetición podría ser, en este caso, un síntoma de singularidad, en tanto es en esa reiteración del mismo tema que saltan a la vista las diferencias.

El tema de la ciudad no es nuevo para la fotografía y en la década de los setentas había una inclinación a pensar las ciudades como sitios aptos para la producción artística. Los espacios son siempre construcciones sociales, como nos señala Lefebvre, y, al mismo tiempo, contienen la memoria del pasado, podríamos decir, como un palimpsesto. Este término griego que significa “volver a raspar” para escribir nuevamente en un mismo documento, podemos pensarlo para los espacios de las ciudades como una superposición de tiempos y materialidades. ¿Qué hay en estas fotografías de su propio pasado y qué queda hoy del Amsterdam de los setentas?, ¿queda algo más allá de sus edificios eternos?

     Para esta pregunta por la materialidad y el tiempo en los collages, por un lado, podemos fácilmente remitirnos a cierta perpetuidad de las clásicas ventanas de la arquitectura holandesa que se mantienen en pie en Amsterdam desde hace cientos de años, lo que nos habla de la permanencia y, por otro lado, las personas, las modas, los objetos demuestran lo transitorio, lo que ha mutado. Además, los relojes que Houweling capta en secuencias, así como los espejitos para espiar desde la ventana quién toca el timbre (spionnetje), son síntomas de otro tiempo. Entonces, si nos preguntamos qué nos queda hoy de estas fotografías o, mejor dicho, qué hacemos hoy con ellas, qué hace un archivo en un museo actual, qué vemos ahí, la respuesta, posiblemente esté en la categoría de lo ordinario. Digamos, lo ordinario que no es lo tosco ni lo chabacano, sino que se expresa en la pura experiencia sensorial. De este modo, los fotocollages activan diferentes sentidos aparte de la vista: los timbres, al oído y al tacto, la caca y los contenedores de basura, al olfato. Houweling logra acercarnos a una experimentación que insinúa una vida común y compartida, cuyas sus temporalidades están superpuestas.

     Hay un punto interesante que son las fotografías de grafitis. Si, como decíamos, el espacio es construcción social y jamás pura producción física, los grafitis son un elemento clave de la expresividad que permiten las ciudades, una muestra material de su cualidad social y, como afirma Lefebvre, política. En la medida en que el espacio es político porque en él se entrañan disputas de poder por su regulación, ocupación y, en definitiva, producción, los grafitis enfatizan ese punto crucial. Los que retrata Houweling son muy diversos y la selección no parece obedecer a un único tema. Allí aparecen textos políticos como “Terror de los dueños de casa”, “Paz”, “Paz para Vietnam”, “Viviendas más baratas ahora”, “No manden dinero a la OTAN”, “Basta de violación” “Manifestación para Cambodia 25 de agosto”, “Lea a La juventud roja” “Manifestación por Vietnam el 22 de diciembre”, “Ella está por llegar” (con el símbolo feminista), “No al flúor”. Además, fotografía carteles con el símbolo de la paz, que piden viviendas más baratas y el fin del patriarcado. Pareciera que Houweling busca juntar las voces diversas que componen en ese momento la historia la ciudad y su orientación ideológica. También incluye grafitis con voces de otra índole, como “Hijo de puta”, “Estamos locos”, “Enano”, “Mojado”, “Ajax” (el equipo de fútbol de Amsterdam) que completan el concierto de expresiones e ideas que conforman la ciudad.

     Sin dudas, la materialidad común de la ciudad y la sensorialidad del amsterdamés son los ejes fundamentales de la obra de Houweling y nos permiten interpretar, ver ahí, no lo aurático, atemporal, sino lo específico de un momento y tiempo determinados, incluso si se trata de diferentes tiempos y experiencias. El fotógrafo capta con la cámara situaciones que, indefectiblemente, pueden cambiar y, de hecho, cambiaron. Un presente único, como todos los presentes.

ANA BUGNONE

Es Licenciada en Sociología y se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de La Plata. Es profesora de Cultura y sociedad y del Taller de Sociología del Arte en la misma universidad. Investiga sobre procesos socio-culturales y artísticos.

ELFI BEIJERING

Es Licenciada en Análisis Cultural y en Estudios Latinoamericanos, también Magister en Estudios Latinoamericanos: Análisis cultural por la Universidad de Leiden (Países Bajos). Su tesis trató sobre la relación entre paisaje e identidad en las obras de Guimarães Rosa y Mia Couto.

Voces de Chernóbil, de Alexiévich

HISTORIA / TESTIMONIOS

CLAUDIA BACCI



Voces de Chernóbil.
Crónica del futuro (2015)
de Svetlana Alexiévich

Voces-de-Chernobil

     Al comienzo de su libro, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, Svetlana Alexiévich señala que “Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Tal vez el enigma del siglo XXI. Un reto para nuestro tiempo. […] Y sin embargo, después de Chernóbil algo se ha vislumbrado.” A más de 30 años de esa catástrofe, el enigma continúa abierto.

     A comienzos de este año, la cadena HBO estrenó una miniserie (Chernobyl, cinco capítulos) inspirada en la obra de Alexiévich que recupera algunas de las verdades que llegaron a conocerse sobre la explosión de uno de los reactores de la Central nuclear el 26 de abril de 1986. Con mediciones de audiencia que se cuentan en millones a nivel mundial y rodeada de una gran controversia tras su estreno en Rusia -donde se acusa a HBO de deformar la verdad-, la miniserie retoma algunos de los tramos e historias más perturbadoras del libro de Alexiévich, aunque la relación con éste no es claramente referida en los créditos finales. Las imágenes y relatos de la miniserie y del libro no cierran el enigma de esos hechos, apenas nos ofrecen un resquicio, un ángulo posible desde el que tratar de comprender una forma del fin del mundo, así como la emergencia del mundo pos Chernóbil.

     ¿Pero cuándo fue la primera vez que oímos hablar de Chernóbil acá, en el sur del mundo? ¿Por qué Chernóbil le dice algo a este mundo-pos? ¿En qué idioma o con qué imágenes traducir “el mundo de Chernóbil”?

     Recuerdo la primera vez que oí la palabra en una canción de Los Redonditos de Ricota, Jijiji, que terminaba con el ulular de sirenas al grito de “¡Chérnobil! ¡Chérnobil! ¡Chérnobil!”, así, con el acento cambiado. Era octubre de 1986, en una ciudad de provincia, la canción imaginaba “una noche de cristal que se hace añicos”, una pesadilla real al final de nuestra primavera democrática. Los diarios hablaban del potencial destructivo de la radiación liberada en el accidente comparándolo con los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial: era 500 veces mayor.

***

     En el Prólogo de La Condición Humana (1958), Hannah Arendt llamaba a “pensar en lo que hacemos” como una tarea impostergable para nosotres, criaturas terrestres, porque si bien el artificio humano es lo que separa a los hombres de los animales, la vida humana continúa ligada a la naturaleza de la misma forma que lo están todos los seres vivos.

     En este mismo sentido, Alexiévich cuenta en una entrevista concedida a Pilar Bonet para el diario El País de España en junio de 2019, que visitó Chernóbil apenas cuatro meses después de la explosión del Reactor nuclear 4, ocurrida el 26 de abril de 1986 (los trabajos de contención del desastre duraron más de un año, y continúan hasta el presente), y explica que de inmediato comprendió que no se trataba “del ser humano en la historia, sino del ser humano en el cosmos.” Fue en ese viaje que comenzó a tomar testimonios de residentes, soldados, médicos, entre otros, pero le llevó diez años completar el proyecto de este libro publicado originalmente en bielorruso con el título La plegaria de Chernóbil (1997). 

     Nacida en la inmediata posguerra en Ucrania, aunque reside desde muy joven en Minsk (Bielorrusia), desarrolló su carrera de periodista y escritora al compás de la Perestroika, mucho antes del Premio Nobel recibido en 2015 que la hizo famosa mundialmente. Sus seis libros publicados son independientes entre sí pero articulan un proyecto global que tiende un arco entre generaciones para recorrer algunos de los acontecimientos más importantes de la vida social y política de la ex Unión Soviética. Desde La guerra no tiene rostro de mujer ([1985] 2015) y Últimos testigos: Los niños de la Segunda Guerra Mundial ([1989] 2016), donde recoge las memorias de quienes atravesaron el periodo entre la revolución de 1917 y la Segunda Guerra Mundial, su obra llega hasta Los muchachos de zinc ([1991] 2016) y El fin del “Homo sovieticus” ([2013] 2015), en los que explora las encrucijadas del fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1991 a través de los relatos de los soldados rusos en la primera guerra de Afganistán (1979 a 1989) y de quienes vivieron el derrumbe de la URSS como una pérdida personal de sentido a la vez que el inicio de nuevas formas de la vida en común y de la política. Su apuesta es componer un mundo polifónico de voces y una historia de los afectos que modelaron esas experiencias, reactivando las capas de memorias y de olvidos, sin evitar ni subestimar la complejidad, la ambigüedad y las contradicciones de eso que llama “el alma ruso-soviética”. 

     Desde una perspectiva crítica de la ingenuidad narrativa, la escritora bielorrusa no busca recomponer una verdad que complete el relato sobre la catástrofe nuclear, sino mostrar sus grietas, sus contrasentidos, la carga de humanidad de esa tragedia. Si el pasado está perdido para siempre entre nosotros, contemporáneos de Chernóbil, necesitamos más que nunca de los relatos y memorias de testigos que nos vuelvan a mostrar el momento en que ese mundo, el que vivía a la vera de Chernóbil, se topó de golpe con su final. Esta es, creo, la gran a puesta de Alexiévich a lo largo de su obra, recuperar por la memoria lo que fue perdido, desguazado y colocado bajo un cofre de zinc y cemento, las vidas del pueblo, del común, en las ciudades y en el campo, durante el corto siglo XX que va desde 1917 a 1991 en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y hacerlo con una mirada ética y solidaria del sufrimiento.

***

     La temporalidad demorada de la escritura de este libro de Alexiévich representa la densidad del esfuerzo de quienes testimoniaron así como su propio proceso de rescate de las voces silenciadas y omitidas, las palabras incómodas y las plegarias persistentes de quienes todavía viven bajo los efectos del desastre en la región. Aunque esos destinos son colectivos, la escritora prefiere trabajar las voces a la manera de una composición musical, un concierto donde las historias, las creencias, las desconfianzas, ilusiones, esperanzas y temores que se juegan en cada testimonio que recoge, vibran por sí mismas a la vez que integran la melodía general y le dan cuerpo. Emprende así un proceso de memoria que va y viene sin cesar de ese momento en que nada sabíamos del mundo pos atómico, hasta un presente en el que nuestra visión del mundo ha sido trastocada de forma irremediable, nuestro mundo es pos Chernóbil, pero también es del futuro, repite el coro de voces.

     Apenas una “Nota histórica” aporta algunos datos acerca de la construcción en la década de 1970 de la Central Nuclear “Vladimir Ilich Lenin” en la zona de Chernóbil, a pocos kilómetros de la ciudad modelo de Prípiat (Ucrania) –lugar de residencia de los trabajadores de la Central- y de la frontera con Bielorrusia. Esos datos de contexto sirven para delinear brevemente los hechos previos a la explosión y sus consecuencias políticas y sociales, junto con un “Epílogo” que cierra el libro con el presente de la región a comienzos del siglo XXI. 

     Como una especie de muñeca rusa al revés, Alexiévich nos lleva en un viaje desde lo más singular de la experiencia de esta catástrofe humana hacia las nuevas formas de solidaridad y movilización política que en 1989 tomaron la causa de las niñas y niños afectados de Chernóbil, y la conectaron con una Europa que aspiraba a mostrar la “cara humana” del capitalismo triunfante tras la caída del Muro de Berlín. 

     El conjunto de cuarenta y dos “Monólogos” y tres “Coros” que reúnen los testimonios recogidos se organizan en tres partes –“La tierra de los muertos”, “La corona de la creación” y “La admiración de la tristeza”-, enmarcadas por dos capítulos titulados “Una solitaria voz humana”. Estos dos capítulos sobre la “solitaria voz humana” recogen los testimonios de Liudmila Ignatenko, esposa de Vasili Ignatenko, uno de los bomberos de Prípiat que asistió a los primeros llamados desde la Central, y el de la esposa de un liquidador encargado de desconectar la electricidad de las casas de los pueblos alrededor, Valentina Timoféyevna Ananasévich. Estos dos testimonios dan la clave del libro, como aclara Ignatenko: “Pero yo le he hablado del amor… De cómo he amado”. Así, los horrores y la desesperación nos llegan arropados con palabras de amor, del amor por sus esposos, sus hijos e hijas, sus familias y vecinas, la tierra y las labores del campo, la vida tranquila de una ciudad lejos de la capital y también por la vida bajo el socialismo. 

     Alexiévich suele incorporar en sus libros alguna reflexión sobre la construcción de los testimonios, sobre las circunstancias de su trabajo de transcripción y montaje para construir la trama de testimonios –muchas veces anónimos, como en Los chicos de zinc– y asume en primera persona el tono y la responsabilidad del hilo narrativo. En este libro, su voz se hace presente en la “Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo”, donde señala su distancia con “el mundo de Chernóbil”. Esta distancia es la que la lleva a recuperar esas voces, una distancia empática que quiere comprender ese momento en que se produjo una pausa en el mundo, “Un momento para la mudez”. Desde su lugar de enunciación se propone escuchar esa mudez, para luego intentar deshacerla con palabras que permitan decir todas las historias

Un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros. Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo hombre

     Los testimonios agrupados en diferentes “Monólogos” recorren así las emociones y reflexiones de innumerables testigos que revelan la confianza ingenua de la sociedad soviética en el “átomo trabajador de la paz” –en contraposición al “átomo bélico”- que permitía el desarrollo energético de la ahogada economía rusa, dependiente del carbón. También denuncian la burocratización de la ciencia aplicada y de las políticas de desarrollo regionales, como señala Zoya Danílovna Bruk, una inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza

Cada uno encontraba alguna justificación. Alguna explicación. Yo he hecho el experimento conmigo misma. Y, en una palabra, he comprendido que en la vida las cosas más terribles ocurren en silencio y de manera natural

     Otras voces destacan el heroísmo genuino de quienes se ofrecieron voluntariamente a trabajar en la zona de exclusión, así como el orgullo de quienes defienden la vida bajo el socialismo y se niegan a abandonar sus tierras pese al riesgo de vida. También se escuchan las voces de quienes no tienen otro lugar al que irse porque han llegado a Chernóbil escapando de guerras y crisis en otras regiones de la ex URSS. El apego a la tierra y a las pequeñas comunidades resuena a cada paso para rememorar un mundo que ya no tiene lugar, y también para imaginar el mundo después, como Anna Petrovna Badáyeva, residente en la zona contaminada, que narra

Cuentan que las ranas y las moscas se quedarán, pero los hombres, no. La vida se quedará sin los hombres. Cuentan cuentos y más cuentos. ¡Y al que le gusten es un bobo! Pero no hay cuento sin parte de verdad. Es una vieja canción.

     Cada una de las tres partes en que se agrupan los testimonios cierra a su vez con “Coros” en los que algunas voces ganan espesor y dramatismo. Estos coros son los de los soldados que asistieron como voluntarios o que fueron enviados a trabajar en la “limpieza” del Reactor sin conocer el peligro de la tarea, o que trabajaron como “liquidadores” en la zona, en el control de la evacuación de los habitantes, la eliminación del ganado y mascotas en las zonas de mayor radioactividad, y en el “entierro” en fosas de hormigón de los automóviles, efectos personales, casas y hasta la cosecha de las huertas. Habla también la voz coral del pueblo de a pie evacuado en tiempo récord. Finalmente, hablan las niñas y niños que recuerdan la evacuación, muchos de los cuales enfermaron por la radiación, que añoran a sus mascotas y los juguetes que debieron abandonar para siempre sin saberlo.

***

     La zona de Chernóbil es una región boscosa atravesada por ríos, con una importante población campesina, mucha de la cual trabajaba diariamente y a medio tiempo en la Central nuclear. En 1986 la radiación se extendió por toda Europa, llegando incluso a algunas zonas del Pacífico. En 1987, el Reactor 4 fue cubierto con un “sarcófago” de hormigón construido sobre el núcleo cuando dejó de “arder”, y en 2016 se construyó una nueva cubierta de acero para contener las filtraciones radioactivas. Sin embargo, el Chernóbil de hoy tampoco puede ser traducido en un mero reflejo de los terrores que despertó en el pasado.

     Después de 33 años, pese a los pronósticos que anunciaban la inhabitabilidad de la zona de exclusión de Chernóbil, sus bosques están habitados por una importante biodiversidad, se recuperaron algunas especies amenazadas en Europa y se observan respuestas adaptativas de la fauna en la zona bajo control de Ucrania, tal como señalan las conclusiones recientes de un simposio sobre el impacto en el medioambiente de la exposición prolongada a la radiación. Este es el mundo pos Chernóbil que nadie imaginaba, un mundo poshumano que convive con las ruinas de la era nuclear y con las catástrofes que se repiten como si fueran por sorpresa (Bophal, Fukuyama, Brumadinho), como nos recuerda Alexiévich

Ha cambiado todo. Todo menos nosotros. (“Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo”)

CLAUDIA BACCI

Profesora de teorías feministas y sociología, y estudios de memoria en las Universidades de Buenos Aires y Nacional de La Plata. Es socióloga e investiga temas de memoria, género y procesos de justicia en la Argentina y América Latina.

Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, de Ricardo Piglia

NOVELA

GERALDINE ROGERS



Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices (2016)
de Ricardo Piglia

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La interrupción continua

    

     Quien haya leído alguna vez a Borges o a Piglia ya lo sabe: no hay buena lectura sin sospecha, así que no conviene dejarse llevar por la primera impresión, empezando por el título de este segundo tomo, Los años felices, de Los diarios de Emilio Renzi.

     La felicidad puede durar poco. En este caso menos de una década, de enero de 1968 a diciembre de 1975. A fines de ese año el escritor tiene 36 de edad, un libro a punto de salir y acaba de ser premiado en un concurso literario presidido nada menos que por Borges. Mientras sus principales deseos se hacen realidad (escribir, publicar, obtener reconocimiento), fermenta el golpe cívico-militar que terminará de concretarse poco después. La superposición entre el deseo realizado y la tragedia colectiva que se avecina genera un efecto de ironía trágica. Imposible borrar lo que ya sabemos: la amenaza de interrupción ya está ahí. 

     Porque ¿qué era la felicidad sino intensidad y expansión de la vida en una etapa argentina de actividad cultural creciente y promisoria, en un marco de singular efervescencia, con arriesgadas apuestas a futuro? 

     “Esa multiplicación posible de sí mismo, que es la felicidad” -dice el epígrafe del primer tomo- era real. Resumamos en pocas líneas el aparente argumento: un joven de 17 años descubre su ferviente deseo de ser escritor, se muda primero a La Plata y después a Buenos Aires, centro del mundo editorial donde una década más tarde ve su deseo realizado: vive de la escritura (claro, no sin contradicciones, es habitual el conflicto de los escritores con el dinero). Edifica su proyecto literario. En bares, editoriales y redacciones discute sobre literatura y actualidad política con Manuel Puig, Augusto Roa Bastos, José Sazbón, David Viñas, León Rozitchner, Andrés Rivera, Jorge Álvarez, Pirí Lugones, Carlos Altamirano, Abelardo Castillo, Germán García, Haroldo Conti, entre otros. Reconoce como interlocutoras a unas pocas intelectuales mujeres: Josefina “Iris” Ludmer tiene la inteligencia clara como el cristal; con Beatriz Sarlo comparte algunos proyectos pero no su perspectiva sobre literatura; María Teresa Gramuglio al menos sabe leer; las demás son amigas protectoras (Beatriz Guido), amantes bellas, amorosas y a veces un poco locas. Trabaja en publicaciones periódicas de Vanguardia Comunista. Mientras construye su obra artística, se gana la vida redactando notas para revistas y periódicos, dirige colecciones de libros y recibe crecientes demandas del mundo editorial, donde despliega su oficio con notable libertad: elige temas, rechaza ofertas, impone criterios. Se entusiasma imaginando una colección de novela policial -la narrativa de más alta calidad que por entonces dice haber leído-, y la concreta ese mismo año en la Serie Negra de la editorial Tiempo Contemporáneo, viendo confluir sus esperanzas literarias y económicas. Mientras tanto, prepara otra colección para Jorge Álvarez, entre una infinidad de tareas donde invierte tiempo, destreza e ingenio. Los años felices son propicios para desarrollar proyectos individuales y colectivos: revistas político-culturales vinculadas a grupos intelectuales que piensan en marcos más amplios que los del mero destino privado, una industria cultural floreciente y atractiva, colecciones de libros destinados a lectores ávidos y numerosos realmente existentes, revistas que pagan bien las colaboraciones: un exuberante mundo cultural que contrasta con el desierto impuesto tras el golpe cívico-militar de 1976, cuando toda esa vitalidad sea arrasada sin dejar rastros a la vista. 

     Precisemos: la felicidad era relativa. Junto a las crisis personales más o menos episódicas, los “años felices” incluyen el golpe de Onganía, censura y persecución, la intervención de las universidades, el asesinato de Emilio Jáuregui, la masacre de Trelew, la vida errante de un redactor que trabaja para una revista maoísta y no puede dormir dos noches en la misma casa. Pero todo eso era poco comparado con lo que vino después. 

     “Una felicidad que nunca tuve pero que cada día añoro más” dirá cuando la sienta perdida, entre la insatisfacción y los conflictos. Al mismo tiempo que participa de la vida cultural intensamente colectiva Renzi entraña, a contrapelo de los tiempos, un impulso antigregario. Se siente agobiado por la sociabilidad excesiva o preocupado porque lleva días sin avanzar en su novela, se aburre en el mundillo cultural. ¿Cómo dedicarse a la escritura deseada (atenta a las reglas del arte, incondicionada, ajena a las demandas del mercado o la política)? ¿cómo hacerlo entre tanta actividad que cada vez le interesa menos, y que requiere el esfuerzo de consensuar criterios o soportar puntos de vista derivados de diversas tentativas grupales que siente cada vez más ajenas? Su ideología de artista busca preservar la literatura de la injerencia externa. Frente al “hombre de acción” encarnado por muchos de sus amigos elige al “indiferente”, el escritor que no quiere otra cosa sino construir su obra (pero “aquí todo es política, la literatura es tan remota como el pasado mismo. Entre ganarnos la vida y sacarnos de encima la realidad se nos va la juventud”). 

     Renzi, hijo de un peronista encarcelado tras el golpe de 1955, “ese hombre golpeado por la historia”, había publicado un primer relato (“Desagravio”) donde narraba el bombardeo del 16 de junio a Plaza de Mayo. En su cuaderno de 1969 anota que para él “no hay otra salida que el aislamiento absoluto, vivir fuera de todo, en un espacio cerrado, sin futuro. No me queda otro camino que aprender a cerrarme, a refugiarme en una zona propia, altiva, amurallada, y trabajar como si el mundo no existiera”. Quien eso escribe es (¿otro?) Renzi, que en 1973 está en Plaza de Mayo cuando asume Cámpora y también en “la noche inolvidable frente a la cárcel de Villa Devoto” cuando la multitud logra la liberación de los presos políticos hasta que por la represión “nos dispersamos”. En su cuaderno de 1971 el (¿mismo?) escritor anota: “Me encierro, cierro la puerta, clausuro el teléfono, dispuesto a escribir todo el día (…). Por supuesto, la literatura es mi coartada: lo que busco –lo único que busco- son estas fugas de la realidad. Encerrado, todas las persianas clausuradas, con luz artificial (…) mientras yo estoy oculto, la realidad política sigue su curso: cuando salgo a la calle me entero de que un presidente militar ha sido suplantado por otro”.  La contradicción se va desplegando entre lecturas deslumbradas por Brecht, Benjamin y Tretiakov, a lo que hay que sumar la impronta de Walsh, que en 1970 sigue pensando formas complejas de articulación entre literatura y política, y se lo cuenta a Ricardo Piglia en la monumental entrevista titulada “En la Argentina de hoy es imposible hacer literatura desvinculada de la política”. 

     Pero ¿en qué consiste ese vínculo? Walsh piensa, al mismo tiempo que piensa en un nuevo tipo de sociedad, en la invención de nuevas formas que superen la forma burguesa de narración por excelencia que es la novela. Renzi también, pero centra la cuestión en la elección de los procedimientos, “No importa el tema sino el tipo particular de construcción y circulación de lo que hacemos”. La cuestión atraviesa todo el segundo tomo. Del curso que fue tomando una historia colectiva signada por la interrupción y la derrota, deriva tal vez la solución simple que a veces parece imponerse. Ella sugiere que en un país como la Argentina sería posible hacer algo (la literatura, entre otras cosas) al margen de la política. Que un escritor, solo con proponérselo a título individual, podría mantenerse del otro lado de la frontera imaginaria para dedicarse a la literatura, a diferencia de otros que, en cambio, se habrían alejado de ella para entregarse a la acción, como reza un insistente lugar común que uno de los avatares del propio Renzi anota así: “mi obsesión por la literatura (que no pienso abandonar nunca); en el aire está el ejemplo de Walsh, que abandonó la ficción para dirigir el diario de la CGTA. Walsh me había convocado para el proyecto, pero yo rehusé”. La formulación tambalea ante preguntas que (¿el mismo?) Renzi anota “¿en qué momento la vida personal se cruzó o fue interceptada por la política?”. La cuestión insiste casi como idea fija ¿qué es personal y qué es histórico en una vida? “La experiencia personal, escrita en un diario, está intervenida, a veces, por la historia o la política o la economía, es decir, que lo privado cambia y se ordena muchas veces por factores externos. De manera que una serie se podría organizar a partir del cruce de la vida propia y las fuerzas ajenas, digamos, externas, que bajo los modos de la política suelen intervenir periódicamente en la vida privada de las personas en la Argentina. Basta un cambio de ministro, una caída en el precio de la soja, una información falsa manejada como verdadera por los servicios de información o de inteligencia del Estado, y cientos y cientos de pacíficos y distraídos individuos se ven obligados a cambiar drásticamente su vida”. 

     La obra maestra de Piglia está construida con un procedimiento formal específico, que es el que define al género “diario”, aquel que anuda tiempo y escritura en una continuidad que no está dada de antemano. Ese procedimiento (y no el tema, diría Renzi) es el que trae a la lectura una cuestión que interesa: cómo se construye la continuidad de algo y cómo se interrumpe: “hay que hacer una teoría de la interrupción: quién interrumpe o qué, y cuál es la situación que es “frenada” y debe cambiar de dirección”. Hoy, como siempre, es imposible hacer literatura desvinculada de la política.

GERALDINE ROGERS

Es profesora de Literatura Argentina en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP e investigadora del CONICET. Es autora del libro Caras y Caretas. Cultura, política y espectáculo en los inicios del siglo XX (2008).

Modo linterna, de Sergio Chejfec

NARRACIONES

IGNACIO BARBEITO



Modo linterna (2013)
de Sergio Chejfec

Modo linterna

 

El merodeador

    

     La del merodeador es una figura sometida a sospecha. Para quienes observan su andar vacilante, su indefinición es causa de inquietud y alerta. La época que otorgó cartas de ciudadanía académica a las filosofías de la sospecha no se las avino del todo bien con aquellos que se resisten a ser identificados, moviéndose de un lugar a otro. Las filosofías de la sospecha definen a sus enemigos, los asedian sin cesar, de todas las maneras posibles, y con ello ganan su derecho de residencia, siempre y cuando sepan mantener en pie al enemigo. Pero con los merodeadores no se sabe: ¿cuáles son sus propósitos? 

     Las narraciones de Sergio Chejfec incluidas en Modo linterna (2013), así como otras que les anteceden, portan todos los atributos de un paciente merodeo en torno a lo que podemos llamar, con él, la experiencia. En este estrato de la existencia humana convergen realidad y literatura. Es probable que solo un argumento comercial pueda persuadirnos de que las narraciones incluidas en Modo linterna son cuentos, tal como se anuncia en la tapa del libro, editado por Entropía. Su lectura, en cambio, nos exige desprendernos de afanes taxonómicos para entregarnos a un repertorio de derivas descriptivas más atentas a la escansión del espacio que a la sucesión temporal. Lo que parece presentarse como un cuento desemboca en una digresión ensayística o en el esbozo de un proyecto de escritura, como si, recordando a Saer, la narración se desarrollase a la manera de una praxis que segrega su propia teoría. Igualmente, lo que se asemeja a un ensayo se ve de pronto interrumpido por el relato de una anécdota o de un encuentro entre dos viejos conocidos. En la confusión de géneros, justamente, Benoît Coquil ha identificado una de las estrategias formales de las que se sirve Chejfec para hacer de la lectura de sus textos una prueba de paciencia y errancia.

     Por otra parte, las narraciones de Chejfec se asemejan más a ejercicios de documentación y exploración antropológica que a relatos ficcionales. Su método, si cabe llamar así a lo que les otorga una forma, emula una caminata sin destino prefijado. Caminata, y no paseo; en este último Chejfec advierte una inclinación a la complacencia, contraria a la experiencia de la simultaneidad multifacética de la que procura dar cuenta. Por supuesto, estas narraciones no dejan de ser ficciones, en el sentido de ser algo construido y artificialmente dispuesto, pero la clave de su lectura no pasa tanto por la identificación de personajes o por el seguimiento de una trama que se desenvuelve progresivamente hacia una conclusión. Se trata, antes bien, de acompañar el barrido de una mirada a través de su expresión lingüística, abordando la escritura como el registro de lo percibido durante un desplazamiento a pie y algo caprichoso por el espacio circundante del narrador.  A los narradores no debería exigírseles mucho más, según reflexiona uno de los difusos personajes del relato “Una visita al cementerio”; no más que “una irradiación discontinua, por otra parte sin resultados garantizados”. 

     Las ficciones de Chejfec no ratifican la decisión de no verdad a partir de la que se despliega el territorio de la literatura moderna. No se inscriben ni deliberada ni inevitablemente en el campo de lo imaginario. Por el contrario, el régimen de verdad que impide a la literatura el ejercicio de la atribución de decir lo real resulta suspendido por un registro de escritura que va hacia las cosas tal como estas se manifiestan, no precisamente en una presunta objetividad sino en una construcción o escena cuyo montaje es de factura humana. De aquí que cuanto más riguroso se torna ese registro más vacilante e intangible se presiente la realidad de lo que se ofrece a la percepción. En este punto, la densidad de la experiencia y la espesa selva virgen de lo real se confunden sobre un mismo plano. Un plano, de nuevo, incierto. Ni primacía del objeto ni soberanía del sujeto; antes bien, el incesante restablecimiento y disolución de ambos en el entre dos del lenguaje.

     De aquí la importancia del paisaje, recurrente protagonista de los relatos de Chejfec, pero también objeto de una persistente reflexión. Por una parte, el protagonismo del paisaje, como experiencia atiborrada de enlazamientos temporales y espaciales, a menudo antojadizos; su retraducción a signos escritos, su alojamiento precario en el horizonte mental de los eventuales narradores y la certeza de su transfiguración en el curso del tiempo bloquean el riesgo siempre latente de su naturalización. En los relatos de Chejfec, por el contrario, la inmediatez artística del paisaje es sometida a un conjunto de operaciones de desacople y problematización, que fuerzan a interrogarse por la historicidad y por el carácter artificioso de lo que se ofrece a la mirada, impidiendo su idealización. Así, en “Donaldson Park” la disposición armónica del paisaje encubre una despiadada lógica de transformación económica. Por otra parte, el observador no es un mero contemplador: la asimilación artística del paisaje resulta evidenciada en su simbiosis ideológica o, como en “El testigo”, en una arbitrariedad subjetiva que no se sustrae a la confrontación entre memoria y presente, tornando al observador un ser fronterizo, sometido a una inquietante inestabilidad.  

     A un procedimiento de algunos parecidos respecto del empleado por Chejfec, Annie Ernaux lo denominó “escritura fotográfica” y Rudy Kousbroek “fotosíntesis”. Sobre el umbral del fin de la Historia, donde los hombres merodean desocupados, sin rol histórico que cumplir más allá de las mil premuras que embargan su cotidianeidad, en la fotografía se presiente una nueva infancia para la literatura. De alguna manera, este es el tema de otro de los relatos incluidos en Modo linterna, “Novelista documental”: el valor documental de la fotografía y las circunstancias de producción del documento fotográfico se convierten en la condición de posibilidad del relato. Ya no la historia como literatura ni el escritor buscando un entierro decoroso ante la intimidante sucesión escalonada de marmóreos prodigios; pero tampoco la verdad. Lo que cuenta ahora en relación con la literatura es su relevancia. Se trata de dilucidar en qué medida la literatura puede decir algo significativo acerca de un mundo cuyo mobiliario parece ya completamente inventariado. 

     Es claro que desde una perspectiva como la de Chejfec la posibilidad de la literatura de decir algo significativo sobre el mundo no se resuelve ni se resolverá por el lado de lo dicho o por el de los contenidos de la representación, como si uno y otro pudieran disociarse. Si hay una politicidad de las prácticas artísticas y, en particular, de las prácticas vinculadas al trabajo sobre el elemento del lenguaje, esta radica fundamentalmente en su capacidad para volver manifiestas, acentuar u obstruir las formas instituidas de representación y, a veces, el proceso mismo y los efectos de su institucionalización. Desde este punto de vista, es perfectamente comprensible la situación de exterioridad desde la que Chejfec procura elaborar su mirada o, aún más, proponer o, incluso, legitimar un modo de mirar, documentar y testimoniar ajeno a la economía de las emociones que dinamiza la existencia histórica de una comunidad política: “lo mío es esta afuera -se lee en Teoría del ascensor (2017)-; cuando algo no me apela en términos prácticos me siento mucho más comprometido con eso y, sobre todo, curioso”. La tentativa de alcanzar este posicionamiento perimetral no puede equipararse, por cierto, con la ambición de encarnar el punto de vista del ojo de Dios, porque el lugar del sujeto y la identidad del observador también resultan sometidos a idénticas operaciones. De ahí que los narradores de los relatos de Chejfec resulten resbaladizos al examen psicológico, moral o político, como si padecieran incesantemente un escamoteo identitario, a la manera del nouveau roman. 

     Para Chejfec, al igual que para Saer, la experiencia estética ha de preservarse como un modo radical de libertad. Entre otras cosas, esto implica ponerse en guardia contra la tentación de claudicar frente a los requerimientos  de una parcialidad política o social o a sus demandas de acumulación de fuerzas en un escenario de confrontación. Caminar, sí, pero sin atender a los que gritan o formulan interpelaciones directas o indirectas; desplazarse, también, pero no tanto entre la gente, que podría interrumpir con sus requerimientos la cadena libre de asociaciones que provoca una simultaneidad multifacética, como por zonas urbanas escasamente transitadas o sin mayores probabilidades de contacto humano. “Hacia la ciudad eléctrica”, el último de los relatos que integran Modo linterna, propone esta reflexión: 

“por más que los escritores busquemos abrirnos, inspirar y ser inspirados por la realidad, nuestra actividad no es penetrable por los no escritores, y por lo tanto la natural apertura hacia el mundo es percibida como cerrazón, cuando en realidad los cerrados son los demás, y no nosotros”.

     Para el narrador, frente a la curiosidad ávida del escritor, los demás se encuentran como aquellas garrapatas estudiadas por Von Uexküll, es decir, adormecidos en un mundo circundante que les resulta menesteroso, sin experimentar mayores variaciones por largos periodos de tiempo. ¿Podría la literatura contribuir a estimular una nueva forma de sensibilidad? Es posible, parece decir Chejfec, pero solo para pocos, solo para un puñado de exiliados estéticamente intransigentes. Aunque no lo parezca, la posibilidad de una verdadera experiencia estética debe satisfacer para Chejfec una suerte de requisito ético, al que los antiguos denominaron ataraxia. La experiencia estética no es universalizable y el escritor no ha de pretender hacer de su escritura la voz de otros. Solo la paciente sedimentación de una cierta “imperturbabilidad del ánimo” se presenta como el terreno adecuado para el cultivo de una nueva era de la curiosidad literaria, siempre en riesgo de ser ocluida por el fárrago de la simultaneidad de la experiencia social contemporánea. En el domingo de la Historia, la sofisticación parece ser el último recurso de los hombres honestos.

IGNACIO BARBEITO

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Su investigación se enfoca en la historia intelectual latinoamericana, la historia de los conceptos y la literatura documental.

Free Yourself, The Chemical Brothers

MÚSICA

MÁXIMO ESEVERRI



Free Yourself (2018)
de The Chemical Brothers

    

     Podemos escucharlos, pero ya casi no podemos verlos. Un grupo de hombres se manifiestan a las puertas de un sitio, que aún no discernimos. Llevan pancartas fabricadas artesanalmente, cantan canciones breves y repetitivas, sin rima ni entonación. Lo rítmico de sus cantos y sus cuerpos agitados tendrán pronto su correlato en la pequeña historia que narra este video clip

     Un cartel se yergue tras un alambrado. Dice “RoboForce”. Por momentos las pancartas tapan la marca con otras frases, entre las que llegamos a leer “Jobs not bots” (“empleos y no robots”).  De pronto, un automóvil aparece por el camino. Un huevazo se incrusta contra la ventanilla del conductor. Éste porta un uniforme. Podría ser un policía. Es sólo un guardia de seguridad privada. Atraviesa el portón, estaciona, se baja, se pone la gorra. Mira a los manifestantes entre sorprendido y enojado, y se aleja lentamente mientras dice por lo bajo “pajeros…”

     Quienes se manifiestan posiblemente se encontraron alguna vez del otro lado de la reja. Sólo una persona entra ahora en soledad, para tomar la posta de otro igual que él. Se saludan rutinariamente. “Deséame suerte” dice el saliente, y al darse vuelta notamos que tiene varios prolijos huevazos, ya secos, en su campera. El guardia entra a un inmenso depósito en el que sólo se escucha el eco de sus pasos. Hay grandes cajas por todo el sitio. Podrían ser ataúdes. Sobre un camión estacionado podemos leer “AI Labour Solutions” (“Soluciones laborales de inteligencia artificial”).

     Recién en este punto comienza la melodía. Con el big beat de la música electrónica, las cajas comienzan a abrirse y salen de ellas robots humanoides. Uno de ellos, el primero en asomarse, tiene rostro de mujer. Será la líder y repetirá obsesivamente a lo largo de todo el clip las mismas cinco líneas: Free yourself / Free me / Free us / Help to free me / Dance! (“Libérate / Libérame / Libéralos / Ayúdame a liberarme / ¡Baila!”).

     Free Yourself es el primer corte de difusión del nuevo álbum del dúo británico The Chemical Brothers. El clip de esta canción fue realizado por Nic Goffey y Dominic Hawley, alias Dom&Nic, quienes ya habían trabajado con ellos para cortes como Hey Boy Hey Girl (1999) y más recientemente Wide Open (2016), en los que se experimenta también con software de captura de movimiento. Volveré sobre esto último.  

     Los cuerpos mecánicos en las cajas recuerdan los autómatas que interpretaban en vivo, en lugar de los verdaderos músicos, la canción electro-pop The robots (1978) del conjunto alemán Kraftwerk. Las voces procesadas de aquella canción repetían: 

Estamos cargando nuestra batería
Y ahora estamos llenos de energía
Nosotros somos los robots
Estamos funcionando automáticamente
Y estamos bailando mecánicamente
Nosotros somos los robots
Ja tvoi sluga (Soy tu esclavo)
Ja tvoi Rabotnik robotnik (Soy tu trabajador)
Estamos programados solo para hacer
cualquier cosa que quieras que hagamos.
 

     Llama la atención que las dos líneas en primera persona se cantan en ruso, mientras las demás son plurales, corales. La idea del trabajo trans-individual como fuerza de un colectivo es recurrente en diferentes culturas. El kanji japonés para “hombre/varón” (otoko), por ejemplo, reúne los kanas “arrozal” y “fuerza”, esto es, la esencia del individuo (varón) pasa por ser el componente energético que hace que la producción tenga lugar, en conjunto –indiferenciado– con otros. Los alemanes hacen aquella melodía, es necesario recordarlo, del lado occidental de la cortina de hierro, mientras que desde más allá llegan extrañas voces de desindividualización e igualación de los ciudadanos bajo el modelo del obrero fabril. La danza es contracara o reinterpretación de la coreografía de los cuerpos obreros que instaura la cadena de montaje, o su forma “liberada”. En el baile, el obrero preso de movimientos controlados, se desprende de la esclavitud que lo reduce a máquina.

     Coreografía de los cuerpos, orden maquínico y movimiento son coordenadas en las que se inscriben muchos de los trabajos de los Chemical Brothers, cuyo concepto se continúa y expande a través de la sociedad artística con diferentes realizadores audiovisuales. En el video clip de Go (2015), por ejemplo, el director francés Michel Gondry coloca unas bailarinas con vestuario propio del film soviético de ciencia-ficción Aelita (1924) realizando una coreografía-marcha que por momentos emula el avance de un tren. Las mujeres deambulan por el Front-de-Seine parisino, dominado por una arquitectura brutalista y ultramoderna, concretada en los setentas del siglo XX donde alguna vez hubo un parque industrial. Desplazamiento, montaje y encuadre dialogan con la disposición de los edificios, explotando las diagonales como podría haberlo hecho un Eisenstein. En una entrevista, Gondry dijo haberse inspirado en “La llegada del tren a la estación de la ciudad” (1895), de los hermanos Luis y Auguste Lumière.

     Mientras los Kraftwerk esperaban a los robots, los Chemical Brothers los reciben. A la orden de uno de ellos (“Dance!”) todos comienzan a bailar frenéticamente, cada uno con estilo propio, más o menos coordinado, como cualquiera de nosotros lo haría en una fiesta. Su euforia dancística estallando en un enorme galpón recuerda las warehouse parties de los tempranos noventas, antepasados para nada lejanos de las raves de principios del milenio, muchas de aquellas realizadas, justamente, en viejas fábricas abandonadas, es decir, sobre las ruinas del más antiguo sistema industrial, Inglaterra, tras el ataque masivo del neoliberalismo thatcherista. 

     Si los viejos autómatas subrayaban su condición de servidumbre y su total apego a las órdenes humanas, éstos del nuevo milenio, munidos de “inteligencia artificial”, nos convocan (¿nos obligan?) a liberarnos, piden (¿exigen?) ayuda. Y bailan. La danza sin más los exorciza de la racionalidad con arreglo a fines, de la que son (fueron/pueden dejar de ser) máxima expresión. Practicando la libertad a través del movimiento del cuerpo convocan/provocan las otras dos antiguas metas: la igualdad (a través del éxtasis rabelesiano de la fiesta sin jerarquías) y la fraternidad (que el clip resuelve, de manera brillante, en una breve toma poscréditos).

     Los manifestantes del inicio, por su parte, ya no protestan por la vida que llevarían en el predio frente al que se encuentran, sino por haber sido erradicados de él. Ya no son obreros. El fin de la explotación no ha significado para ellos más que el comienzo de la marginalidad. Quien llega y aún puede entrar no es en rigor un agente del orden: su traje pseudo policial, con gorra y todo, es más producto del marketing que de una tradición o función: emula el uniforme, pero no es un efectivo; tiene el aspecto de un servidor público, pero no es más que un empleado privado, seguramente tercerizado. Está allí para cuidar, pero ya no queda nadie a quien proteger. Su función es vigilar, pero (supuestamente) no hay nada que controlar en esos cuerpos inertes guardados en cajas de madera. Podemos verlo sentado en su garita, tragando una merienda, leyendo una revista, escuchando la radio. Tras él, en las pantallas pueden verse a los robots correteando por los pasillos. Uno de ellos se planta frente a la cámara y agita los brazos reclamando atención, sin suerte. Y frente a la eventualidad, finalmente, no habrá nada que este guardia sepa ni pueda hacer. 

     Los robots del clip, por el contrario, revelan en sus acciones toda la humanidad, la frescura y las ganas de ser que su contraparte humana ya no puede expresar. Uno ensaya una “guitarra aérea”, otro se quita la piel del rostro e intercambia su aspecto con un robot cualquiera, un tercero realiza femeninos movimientos de cadera aunque su cara posee un abultado bigote. Más allá, otro juega con una grúa haciendo trompos, otro convierte un tablero de luces en patchera audiorrítmica y otro unos embalajes en improvisados instrumentos de percusión. Como si se tratara de drogas alucinógenas, algunos cambian chips en su cabeza y de pronto ven a sus compañeros de juerga como enormes vegetales danzantes. En el colmo del paroxismo, uno de ellos practica pasos de break dance que refieren, a su vez, los toscos movimientos de un robot. Cuando el agente de vigilancia finalmente se levanta a ver qué sucede, puede percibirse fugazmente en segundo plano (minuto 4:17) a un robot que salta desde una galería, cae torpemente al suelo y se levanta con dificultad: ha tenido un accidente, ha cometido un error. Ya no es una máquina strictu senso. Los planos finales, tanto los visuales como los sonoros, preanuncian lo peor: combinan pinceladas fascistoides con referencias al horror clásico de los “muertos en vida”, a la manera del Thriller de Michael Jackson. Y sin embargo…

     El término “robot” fue gestado en el siglo XX. Usualmente se considera su primera aparición en una obra teatral de 1920, Robots Universales Rossum (RUR), del checo Karel Čapek. Dicha palabra había sido ideada por el hermano del autor, Josef, a partir del vocablo checo «robota», que refiere el trabajo de los siervos de la gleba. Similar raigambre tiene el verbo eslavo “trabajar”, relacionado a su vez con los términos “esclavo” o “esclavitud”, así como el arbeit germano, que el nazismo supo vincular con la noción de libertad. La idea del hombre artificial puede remontarse al Golem de la tradición judía y reconoce antecedentes mucho más cercanos en el tiempo, como la Olympia de Hoffman, aunque aquí aparece por vez primera vinculada a lo industrial y el trabajo. También los robots de Čapek se rebelan y toman el control: acaban conquistando el mundo y sosteniendo una superproducción industrial ya sin sentido. En un texto sobre el americanismo, el cine y el robot, Peter Wollen señala que esta rebelión expresa el terror a la revolución bolchevique.

     En el video clip, sin embargo, una empatía se redescubre en este acto de libertad, de anti-productividad. Aquí la danza no es disciplina, sino su opuesto: es descuido, puro fluir, joda. La liberación a través de la fiesta no tuvo lugar en las teorías sociales de la izquierda hasta la aparición de autores genuinamente preocupados por “lo popular” (Bajtin, Benjamin, Gramsci). Persiste hasta hoy la idea de la fiesta popular, la intoxicación a través de la ingesta de sustancias o el sexo recreativo como formas de un ocio que no es más que la contracara (que permite, que sostiene) la alienación del obrero. En el clip, la sublevación es secreta: se realiza cuando los humanos no están. Y una de las formas de esconderla es realizarla allí donde no debería suceder: en la factoría. La cultura dance británica posee una honda raigambre popular, que comparte con el rock y el fútbol. La identidad obrera de los Beatles y la marginal de los Sex Pistols se funden en el cambio de milenio para constituir la genuina contracara (aunque desde luego no exenta de porosidades) de una cansada cultura hegemónica, burguesa. Y en la sucesión de generaciones, logra superar su imagen estrictamente juvenilista.

     Es indispensable subrayar un último elemento: La distancia entre los robots filosoviéticos de los Kraftwerk y los autómatas ravers de los Chemical Brothers no está hecha sólo de moda, de época: el componente audiovisual, revolucionado por la informática digital, es esencial en ese pasaje. Pero dista de serlo en el sentido que usualmente se brinda a las “nuevas tecnologías de la información y la comunicación”. En la era de las masas la preocupación por capturar la esencia de la corporalidad y el movimiento humanos se encuentra presente desde la primera hora. El cine mismo puede entenderse de esta manera. Durante casi un siglo, fotografía (registro) y dibujo (creación) compitieron en torno al establecimiento de una via regia a través de la cual diferentes sistemas de audiovisión podían lograr tales objetivos. A la fecha, la historia del cine y el audiovisual sigue enseñándose a partir de aquellos pioneros (Lumière, Edison, Paul, etc.) que optaron por los dispositivos fotoquímicos para dar cuenta de las cosas del mundo. Sin embargo, ya a comienzos del siglo XX, dibujantes como el francés Émile Cohl exploraron las posibilidades del dibujo animado para crear “mundos de fantasía”. Poco después, en Estados Unidos los hermanos Fleischer lograron traducir al cine animado números de baile de algunas estrellas de la música popular norteamericana a partir de la técnica del rotoscopiado, con un realismo capaz de sorprender a un espectador del siglo XXI. Desde los cincuentas, la informática no ha cesado en el perfeccionamiento de una emulación verosímil de la imagen fotográfica, el movimiento y el sonido. Por ese camino, a fines del milenio la animación audiovisual abandonó casi todo parentesco técnico con el cine tradicional. Los actuales sistemas de captura de movimiento han logrado borrar finalmente toda frontera entre registro de cosas del mundo e imagen generada. Como sucedía con los primeros espectadores del cinematógrafo, hoy nuestros ojos apenas pueden distinguir entre aquello tomado del mundo y aquello introducido en él. Y también hoy como ayer, esa frontera importa, a los efectos de la comunicación social, cada vez menos: su normalización permite al creador erigirla en herramienta creativa. Es desde la (casi) invisible distancia técnica que brindan los algoritmos informáticos que los actuales realizadores invocan el mundo y reflexionan sobre él. Cineastas de nuevas generaciones como Neil Blomkamp (el hacedor de Distrito 9) o la dupla de británicos que realizó este clip continúan perforando las capas de sentido de lo contemporáneo como un siglo atrás lo hicieron pioneros de la ciencia-ficción como Čapek. O tal vez, incluso, mejor, porque logran inyectar humor, sátira, a través de herramientas creadas tan solo para deslumbrar. Una vez más, el arte nos ofrece una sombra desde la que contemplar y pensar nuestros peores fantasmas.  

     Link del video clip en Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=7wzR_BVFsUU   

MÁXIMO ESEVERRI

Es graduado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Docente en el grado y secretario académico de la Maestría en Periodismo en esa casa de estudios. Dirige la colección Cosmos, sobre temas de cine, de Eudeba.

Las máquinas orientales, de Ariel Luppino

NOVELA

VALERIA SAGER



Las máquinas orientales (2019)
de Ariel Luppino

 

 

Irreversible

    

     Empecé a leer Las brigadas, la primera novela de Ariel Luppino, en un lubricentro mientras esperaba que cambiaran los filtros de mi auto. Con esa novela no sabía en lo que me estaba metiendo. Ahora, después de haber leído y  después de mirar desencajada la ilustración de tapa de Las máquinas orientales, después de comprobar que me daba miedo, o más aun, una especie de pavor y que iba a ser mejor terminarla rápido para que esa máscara de gas con cara y orejas de animal no me mirara más a los ojos, decidí repetir. Llevé el libro conmigo al lavadero de autos y leí sin parar, sentada en la estación de servicio de enfrente hasta que se hizo la hora de volver. El auto, al fin, no estaba terminado y esperé otro rato en el lavadero vacío, en las afueras de la ciudad, leyendo en una silla de madera, durísima, recta y un poco desvencijada, hasta que me avisaron que ya podía irme.  No dejaba de preguntarme por qué acepté otra vez reseñar a Luppino si ya con el primero, pasar de la mitad era una especie de sesión de acupuntura pero dolorosa. Es que los lugares que tratan con autos no son amables ni luminosos y me hacen sentir fuera de lugar como si todavía no fueran lugares para una chica y con Luppino, pasa un poco lo mismo. Entro en las novelas y me quiero ir, quiero pintarme las uñas, peinarme hermosa, ser una muñequita para contrarrestar la respiración entrecortada cada vez que escribe escenas de sangre, de torturas y de sexo violento. Quiero que el mundo a mi alrededor sea  brillante por un rato, armónico como una película de Wes Anderson, pero no. El mundo no es así, al auto hay que llevarlo al lubricentro y acabar con las migas y los papeles sucios, con la ceniza, el barro y el enchastre que se acumula en las alfombras, aunque la dueña, la que casi vive ahí adentro, sea una chica que quiere solamente leer la revista Vogue

     Cuando se estrenó Irreversible de Gaspar Noé y empecé a escuchar lo que producía en sus espectadores, decidí que nunca la vería. Cada tanto, sin embargo, me da curiosidad porque pienso todavía en cómo se filma, se pinta o se actúa apelando al efecto físico, al mareo, a la náusea. Pero sobre todo cómo se escribe, cómo puede la palabra que no muestra, no exhibe, no ilustra nada, que solo nombra; modificar la temperatura del cuerpo, revolver el estómago o hacer llorar. Luppino es de todos los escritores que leí el que me llega más al fondo de la panza y lo hace con una maestría que no puedo entender de dónde sale. En esa violencia, Echeverría era un novato, demasiado sucinto, preciso, como si no estuviera dispuesto a extenderse porque además estaba escribiendo un cuento. Lamborghini y Gusmán eran elegantes aun en lo revulsivo, en el exceso de “El fiord” o de “El frasquito” parece haber una especie de mesura, de corrección desmesurada como si cada uno a su manera quisiera dar una clase, mostrar cómo se podía escribir de un modo distinto al que había sido posible hasta entonces, una lengua inventada para la literatura, una lengua que era imposible hablar. Luppino en cambio, escribe una lengua hablable pero lo hace tan bien, escribe el horror tan hermosamente que se vuelve inaudita. 

     La novela sucede en dos tiempos: los futuros y los pasados. Es algo así como futurista y una versión trash, una excelente versión de una novela bastante mala: La ciudad ausente de Piglia. El eco que se nombra en Las máquinas orientales es el de Feiling  y el de Dick pero estos dos suelen ser amables con los lectores, mientras que Piglia es irritante y aunque el efecto sea tan lejano al de Luppino, esa irritación al menos se siente en el cuerpo, solo que el cuerpo para Piglia no existe, excepto en algún cuento o en algún pasaje. Su literatura es ascética. En Luppino también hay relatos de máquinas y de autómatas pero no está el amor de Macedonio, ni la teoría de las lenguas, ni la figura del héroe fracasado que Piglia construye en torno a Renzi. Hay un narrador que escribe lo que ocurre, que considera a su biblioteca como un espacio sagrado, que habla bien de Bolaño y sin embargo vive y habla como alguien que solo está vivo porque tiene que ajustar cuentas con los hijos de puta que se las reclaman y para hacerlo no tiene problemas en ser uno más de ellos. Tal vez porque en realidad ya lo es. 

     En las novelas de Luppino no hay diferencias de oficio, ni de cultura. Todos son ratas y todos son ratis de alguien. Todos vigilan y todos castigan pero siempre hay algunos más marginales, más pateados, acuchillados, sangrantes, más larvas, más deshechos, los que están aún más debajo de todo lo abajo que están los protagonistas que son siempre metidos en una jerarquía de la bajeza. Luppino parece inventar clases sociales de lo infrahumano, pero aun allí en esos pasadizos todos hablan la misma lengua que nosotros y con ella, con esas letras que pronunciamos, hacen una literatura que no existía.   

     Al final de la novela, cuando llego por fin al final, dice: “Me toco la panza y tengo una contracción en los intestinos me hace sentir vivo. Nuestro culo, digo en voz alta. Nuestro culo está a salvo, quiero decir pero no me salen las palabras. El negro se ríe y escupe sonidos como palabras en castellano”. Yo también siento, casi por primera vez que todo lo que puedo hacer con ella, todo lo que puedo hacer con la novela después de leerla y aunque prometí una reseña,  es escupir palabras y siento, también, que la contracción en los intestinos no se va, que no se va a ir hasta que Luppino lo haga otra vez y yo vuelva a escupir algo y a tratar de sacarme de encima este efecto y vuelva, entonces, después de la lectura, a sentirme viva.

VALERIA SAGER

Es profesora de literatura en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Investiga temas de literatura argentina contemporánea y de teoría literaria. Ha publicado varios trabajos sobre César Aira y Juan José Saer.