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Eva y las mujeres, de Rosemberg

HISTORIA

EVA DEMARCHI Y PILAR MEDINA


Eva y las mujeres: historia de una irreverencia (2019)
de Julia Rosemberg

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     ¿Por qué nos cuesta tanto habitar las contradicciones? ¿Por qué nos niegan / negamos esta posibilidad? En los últimos años, el macrismo y la nueva ola feminista nos obligan tanto a repensar un accionar social que deje de lado el afán por la perfección, como a revisar nuestras conquistas pasadas y futuras. Este contexto impulsa al paradigma historiográfico a construir conocimiento situado, en relación a nuestras necesidades, que olvide su obsesión por los relatos libres de complejidad, cerrados y redondos. Una historia que abarque las complejidades y les dé un sentido práctico, permitiendo múltiples apropiaciones y resignificaciones. Entonces, ¿cómo conciliar eso que fuimos / somos con eso que buscamos ser? ¿Cómo rescatar a una Eva que dice de las feministas “Parecían estar dominadas por el despecho de no haber nacido hombres, más que por el orgullo de ser mujeres” (La razón de mi vida)? Pero sobre todo ¿Para qué?

     Julia Rosemberg busca volver a esas incomodidades que se creyeron inaprensibles desde la disciplina histórica tradicional por no entrar en los cánones de lo conocido. Vemos en Eva múltiples formas de romper mandatos, de disputar poder, de inspirar pasiones y junto a ella vemos a las mujeres irrumpiendo en la escena pública y política. La impureza de la figura de Evita no hace más que seguir proponiendo desafíos. En este sentido, ¿cómo saldar el silencio historiográfico y, sobre todo, la construcción de un discurso simplista que muestra a Eva como la prolongación del estereotipo patriarcal? ¿Cómo establecer un vínculo entre el peronismo y la lucha por la igualdad de las mujeres a través de la figura de Eva? O, lo que es más difícil, ¿cómo hacer para que estas revisiones y reflexiones circulen socialmente?

     Este libro busca reparar esas omisiones que desde los discursos históricos y políticos hegemónicos se impregnaron en la conciencia histórica colectiva. Es por esto que nos puede sorprender leer que el número de legisladoras del congreso en 1955, recién se superó en 1999 y sólo gracias a la ley de cupo. Se vuelve indispensable, y hasta urgente, el estudio de Rosemberg si queremos seguir avanzando en las discusiones y la construcción de derechos. En definitiva, la irrupción en el 2019 de una investigación que revisa el liderazgo político de Eva, recobra utilidad en un contexto de masificación de la discusión sobre el rol social y político de las mujeres. Eva, entendida desde la creación del Partido Peronista Femenino y su casi candidatura a la vicepresidencia, desde su militancia y su propia historia como mujer trabajadora o desde el arduo trabajo por la democratización del bienestar, es una inspiración. Y si hablamos de un movimiento político de masas como es el peronismo, es inseparable esta relectura de Eva, de la organización y movilización que tuvieron las mujeres a su alrededor. Eva no sería Evita sin Delia Parodi, sin las censistas, sin las obreras que lucharon porque se las reconozca como sujetas políticas. Esto supuso la disputa de un lugar tradicionalmente reservado para los hombres. Esa lucha por el poder simbólico que fue clave en la retórica peronista en relación a la clase alta, Eva la extiende a la dimensión de género. Otra vez, y adelantándose a su época, entendía que la opresión de clase es doble cuando se es mujer. Tal como hace Rosemberg, queremos devolverle la voz: “Y si al hombre se le impidió el goce total de la vida ciudadana, a la mujer laboriosa como él, más negada que él y más escarnecida que los hombres, se le negó también y en mayor proporción el derecho a rebelarse, a asociarse y defenderse.” (discurso del 23 de febrero de 1951; citado del libro compilado en 2009 por Aníbal Fernández y Carlos Caramelo, Eva Perón, discursos completos.)

     Llama la atención pensar que para la oposición, el hecho de que la misión de Eva fuera encender pasiones era algo negativo. Su persona resume en gran medida la falta de tibieza y la polaridad histórica que signó el siglo XX. De nuevo, es fácil reconocer que para las ciencias sociales positivistas y obsesionadas con la objetividad, una figura pasional es como mínimo problemática. Para una Historia que acostumbra a hablar de los grandes Hombres, una figura que no se cierra en una sola categoría es incomprensible. Esto es lo que pasa cuando el pueblo irrumpe como sujeto y no como objeto. No podemos aprehender la amplitud y complejidad de “lo impuro” en estructuras analíticas construidas para “lo puro”. Lejos de ver estas complejidades como debilidad, Rosemberg las presenta como fortaleza. Son las “múltiples caras” de Eva las que le dan esa fuerza singular y es a través de ellas que el libro logra apelar a nuestras subjetividades. Eva es odiada o amada por las mismas razones: romper con los mandatos que les eran impuestos. Una mujer pobre que, además de cumplir sus sueños de ser actriz, se convierte en líder política. Despierta pasiones, lleva lo sentimental-“lo femenino”-, a la política-“lo masculino”-. Ensucia la imagen limpia e inmutable de la primera dama ¿Cómo puede la academia eludir las pasiones si son lo que convierte este proceso en algo tan disruptivo?

     Julia Rosemberg señala que es necesario abarcar 1955 en el relato propuesto en su libro porque este momento signa las representaciones que se hicieron de la figura de Eva. Necesitamos revisar este hecho muchas veces ignorado, que buscó truncar un proceso histórico implantando nuevos simbolismos y representaciones identitarias, para encontrar las respuestas a nuestra pregunta anterior. La importancia que se le da a este golpe de Estado, no sólo marca el quiebre en los imaginarios de la sociedad, sino que también reafirma la idea que se plantea desde el comienzo: Eva trasciende a su persona. Su impronta se proyecta en el movimiento de mujeres que supo organizarse a su alrededor.

     Nuevamente replicando una operación que la autora de este libro elige para recuperar voces silenciadas y marginadas de la historia, nos gustaría hacer mención a una cita que aparece en el último capítulo. Reyna Diez, un símbolo de la lucha por la igualdad, la inclusión en la política y la disputa de poder de las mujeres, decana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP entre 1973 y 1974, dijo que la proyección de Eva es indiscutible, que se incorpora como mito en las nuevas generaciones, en sectores con formaciones varias pero con un mismo enemigo. Esto nos hace pensar dos cosas, por un lado que Eva abre un proceso inagotable, que su figura se recupera en distintos presentes y no podemos evitar querer enmarcarnos en una línea histórica que empieza con ella y recorre infinidad de figuras y de luchas resignificadas. Por el otro, vemos que el mito construido alrededor de Eva no es solamente el negativo, el que busca callar lo rupturista de sus ideales y sus prácticas; sino que también existe una leyenda en positivo, una que ella misma construye, que se alimenta desde el lugar de santa, de guía espiritual después de su muerte y, sobretodo, con la resistencia a partir de 1955. 

     Rosemberg tiene la difícil tarea de revisar estas construcciones discursivas desde lo empírico, desde la disciplina histórica, sin romper la mística, la pasión y, hasta nos atrevemos a decir, el fanatismo que lleva a la lucha, a la organización, a la reivindicación. Entendemos que este es el rol de cualquier investigador consciente de sus responsabilidades, desarmar y rearmar mitos, convertirlos en herramientas para un presente y un futuro. ¿Nos sirve el mito de Santa Evita o nos es más útil resaltar a Eva líder política? Lejos de presentar estas caras como contrapuestas, la reconstrucción de esta autora nos posibilita elegir nuestra propia Evita. Recuperando voces y lectores el libro logra una tarea que quieren presentarnos como imposible: comulgar la “tan anhelada” cientificidad con la divulgación, sin dejar de lado la épica. Queda abierta la inquietud acerca de las características de la circulación social del conocimiento histórico, o de cualquier tipo de conocimiento.

     La sensación que deja este libro es la de pensar las contradicciones como algo positivo, recuperar lo incómodo como una posibilidad. Como aquello que motiva e impulsa el cambio porque inspira, cuestiona y no permite que nos quedemos quietas. No podemos seguir pretendiendo explicar todo acabadamente, sin dudar, sin arrepentirnos. Como práctica histórica, supone una visión crítica que a la vez construye sentidos válidos para pensar el presente. Como propuesta historiográfica, pretende no olvidar que el pasado sigue abierto y que es urgente seguir pensándolo y construyéndolo. Como lectura para salvarnos de la cuarentena o de lo que sea que nos espera, es un relato amoroso y cautivante de la vida extraordinaria de una mujer que transformó y se nutrió de muchas vidas más.

EVA DEMARCHI

Estudiante del profesorado en Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de UNLP.

PILAR MEDINA

Estudiante del profesorado en Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de UNLP.

La Rosa Roja, de Evans

HISTORIETA / POLÍTICA

SARA GUITELMAN


La Rosa Roja (2017)
de Kate Evans

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     “Mirar con el corazón en los ojos”. Esto que leí alguna vez en palabras de Ana García Orsi es lo primero que pienso cuando me propongo contar la mirada de Kate Evans sobre Rosa Luxemburgo en La Rosa Roja. También así, con el corazón en los ojos, nos invita a leerla. Leer, mirar y más, porque se trata de una biografía gráfica que excede el formato del cómic: La Rosa Roja, al menos en su edición en español, es un dispositivo sinestésico construido al margen de toda tecnología 4D; por el contrario, configurado con recursos si se quiere artesanales, predigitales y algunos hasta casuales. Un cuerpo poético por donde se lo mire, hasta desde antes de comprarlo, cuando preguntamos cuánto sale y nos dicen 500 . Ahí ya empezamos a querer esta obra. Luego sus hojas, la textura rústica y áspera que huele a manifiesto, a tinta fresca, nos sitúan junto a Rosa, en la barricada.

     La función de la historieta como género explicativo, tan transitado para fines políticos y pedagógicos, se amplifica en esta edición que conmueve desde esa materialidad tanto como por la belleza de sus ilustraciones y los textos amorosamente militantes de Evans. Mucho se ha ponderado la potencia femenina abrasadora de los trazos violentos y sensibles con los que Kate se encuentra con Rosa. También su lucidez para captar en los rasgos y vivencias cotidianas de la pequeña, su futuro: la continuidad entre la renguera, su condición de mujer, de judía, y su práctica rebelde y revolucionaria.

     En el comienzo, algo que no se acomoda se vislumbra en la bebita Rosa. Las bromas sobre su nariz cuando era bebé, su pelo de puercoespín, lo gracioso de sus patas torcidas, se combinan con amistosos guiños a los años por venir ¿su flequillo adolescente no es acaso un flequillo rolinga? Está también el amor de la familia, de sus hermanos que la llevan a la biblioteca. Llegada la adultez, la biografía se vuelve más profusa en datos históricos y textos de Rosa. Y para ese momento ya la seguimos. Somos sus fans.

      “Me siento en casa donde quiera que haya nubes, pájaros y lágrimas humanas” dice Rosa y Kate se une a ella dejando a los dibujos transitar la sensibilidad de la heroína: los pájaros, las flores, el espinillo, los gatos, las cartas y hasta las representaciones de representaciones, como el manto ruso devenido tira de historieta. Por ahí andan las zonas emocionalmente más poderosas de la biografía.

     El dinamismo con el que alterna distintos recursos visuales y registros discursivos múltiples es sorprendente. Además, estos intertextos son insólitos: el juego que jugábamos de niñas, ese de las siluetas femeninas y vestiditos pespunteados para vestirlas; o los fotogramas con los que narra la toma del Palacio de Invierno, convocando al cine de la revolución; o las composiciones con líneas oblicuas que remiten a la gráfica del constructivismo ruso y que acá son rejas proyectadas hacia el sol, que mutan en vuelos de pájaros y siluetas fantasmales. Y también convoca a otros libros, otros textos en otros formatos. Como cuando con gracia parodia las lecturas juveniles típicamente inglesas desplazando los preceptos victorianos a imperativos rebeldes “Cómo ser una revolucionaria socialista”. Estudiar. Viajar. Construir un pasado. Hablar en la Internacional Socialista. Ganar militantes. Escribir propaganda”. Tantos materiales mezcla Evans que hasta se anima a hacer irrumpir a la narradora para interpelar ese pasado y traer acá las lecciones de Rosa, en directo primero y reviviéndolas luego, al final, en formato hashtag #rebelión #ocupación #comunicación #revolución.

     Grandes ilustraciones al corte -algunas en doble página- son pausas poéticamente necesarias en la vertiginosa secuencia de hechos contados con múltiples registros, y tal vez el lugar donde más ampliamente despliega su maestría como ilustradora: la feminidad de la mantita rusa bordada que transforma un tedioso calendario en poesía; una masacre convertida en gigante ola; el pelo, su cabeza, devenida campo de batalla; el cielo judaico, nocturno final.

 

     ***

 

     Pero algo más llama mi atención. Hay unos cuantos errores de tipeo y defectos tipográficos y estilísticos devenidos de la traducción, que en cierto modo también se vuelven queribles porque nos recuerdan que el llamado a difundir el mensaje de la revolución es internacional, y una vez más el libro se fusiona con el espíritu libre de Rosa. 

     La deficiente imitación de la caligrafía de la edición inglesa, que pretende copiar el original pero se desvía del estilo y en este desvío sacrifica la integración a la imagen, como así también las imperfecciones en la diagramación, aún más notorias en los bloques de texto tipográficos, todo ello participa de la particularidad de la edición en español. Seguramente no es intencional que los textos de las viñetas luzcan unidos por pura solidaridad con el estilo de la ilustración, y que en ocasiones se vean desprolijos, por eso sorprende el efecto que generan sin querer. Tal vez la eficacia de este imprevisto procedimiento se explique en parte por el contraste con la excelencia gráfica de la obra con la que paradójicamente, “dialogan” los imperfectos globos. Una vez más, un encuentro desigual. La inequidad hecha escena gráfica.

     Todo esto converge en un propósito, porque así es la militancia. Una misión impregna el libro y se hace especialmente visible en la frondosidad con la que se despliega un aparato paratextual que funciona como artillería: introducción, 36 páginas de anotaciones, un epílogo de la edición en inglés, agradecimientos, bibliografía, nota a la edición en castellano y más. No quedan dudas: este libro es un arma que Kate Evans activista, pone en nuestras manos. No es un secreto, lo dicen las editoras en español Alejandra Crosta y Josefina Luzuriaga Martínez, La Rosa Roja quiere “aportar a que la vida militante de Rosa sea inspiradora para nuevas generaciones”.

     Parece que Andrea Robles, del Instituto de Pensamiento Socialista, se comunicó con Evans al ver una de las últimas viñetas de la biografía, una escena en la que están las Madres de Plaza de Mayo y la agrupación Pan y Rosas, entre otras. Y así se gestó esta preciosa edición en español. Andrea D´atri, fundadora de la Agrupación Internacional de Mujeres Pan y Rosas, coincide en el énfasis en el propósito militante que moviliza esta obra “Anhelamos que la vida de la Rosa Roja –signada por la profundidad teórica marxista, la agudeza política y una honda sensibilidad- sea ejemplo para las jóvenes generaciones que luchan por liberar a la humanidad de las cadenas de la explotación y de la opresión que hoy la aprisionan”.

     Muchas marcas, más allá de esta función militante explícita, participan de la construcción de una obra que homenajea a Rosa emblema de lucha, proyectándola hacia el presente. Por eso el libro no termina con el asesinato sino con una escena en la que su voz se convierte en hashtag #la próxima primavera. Porque Rosa nunca es víctima o mártir sino alguien que se construye a sí misma, y se lanza al futuro. Como si hiciese falta aún más ánimo proyectivo, también el editor inglés, Paul Buhle, hace un meticuloso epílogo en el que narra los avatares del legado de Rosa luego de su muerte, las lecturas que se han hecho de ella, su influencia en las generaciones que la sucedieron.

     Más allá de las tantas virtudes mencionadas, y de la preciosa identidad de la edición en español, el mejor acierto de Kate Evans es el apego a la voz directa de Rosa a través de sus textos, sobre todo sus cartas, muchas de ellas inéditas. Ahí Rosa suena, y vive.

SARA GUITELMAN

Diseñadora en comunicación visual, profesora e investigadora, Facultad de Artes – UNLP.

Berlin 1900, de Fritzsche

HISTORIA

JUAN CRUZ MARGUELICHE


Berlín 1900. Prensa, lectores y vida moderna (2008)
de Peter Fritzsche

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     Entender cómo se construye (lo material) y se representa (lo simbólico) una ciudad implica adentrarnos en lecturas que logren condensar ambas miradas. Y, sobre todo, si hablamos de una ciudad que está atravesando un proceso de transición y cambios como Berlín en el año 1900; las lecturas deben ayudarnos a captar su emergencia constitutiva.

     El interrogante no pasa sólo por ver la ciudad como un agente externo y desde afuera, sino también de poder sentir, vivir y habitar la ciudad desde sus protagonistas. Y es allí donde la obra de Fritzsche nos abre nuevos caminos y recorridos para conocer a la ciudad de Berlín. Hablamos de una Berlín que rompe con la idea de postal estática e inmutable para dar lugar a una ciudad moderna, dinámica y siempre en movimiento. El trabajo de Fritzsche nos invita y permite ingresar en esa efervescencia y turbulencia que transmite y transgrede la ciudad moderna. Esta gran máquina urbana viene a tambalear estructuras tradicionales, a fusionar elementos y a proponer nuevos escenarios. El autor logra de manera brillante adentrarnos al pasaje de una tranquila capital del imperio a una ciudad industrial dinámica y transformadora. Como sostiene Luis Romero, Peter Fritzsche ha escrito un fascinante estudio sobre los años anteriores a Weimar y el nazismo, que combina la dimensión urbana con la textual y explora, de manera original, las interrelaciones entre una sociedad popular en proceso de cambio y la construcción de su imaginario a través de la prensa.

     La reconstrucción constante de la ciudad de Berlín no se dio solamente en un sentido de carácter material y superficial. Una de las características que va a acompañar a la Berlín moderna de 1910 y a lo largo del siglo XX, es su carácter transitorio que queda reflejado en su paisaje urbano.  En el libro El color del río: historia cultural del paisaje del Riachuelo su autora Graciela Silvestri nos acerca una interesante reflexión sobre el concepto de paisaje. Para ella el paisaje se comporta de manera dialéctica entre fragmento de un territorio y representación visual. En donde en la primera, la sociedad se comporta como actor, transformando el ambiente vivido; y en la segunda, como espectador que observa y comprende el sentido de sus propias acciones. Ambas definiciones se complementan. La primera no puede desligarse de la apreciación perceptiva (en el sentido amplio); y la segunda (imagen y representación) no existe en ausencia de un referente real y de un trabajo simbólico realizado histórica y socialmente. Esta definición de Silvestri, que si bien está por fuera de la obra aquí presentada nos permite comprender lo que Peter Fritzsche intenta llevar adelante. Berlín 1900 apunta justamente a dotarnos de nuevas miradas para comprender cómo el nuevo sujeto urbano de la modernidad a través de la prensa escrita empieza a conocer todos los rincones de la ciudad, a moverse más allá de las centralidades y a reflexionar sobre su propia existencia en su habitar.

     La obra nos introduce en un análisis que cubre múltiples aristas y dimensiones sobre la ciudad de Berlín. Nos presenta una ciudad que se construye desde la representación de la prensa hasta la señalética urbana. Se empieza a presentar una ciudad extraña y desconocida que debe ser tamizada por otros para que se pueda vivenciar. Es aquí donde nos surgen preguntas: ¿Qué estuvo primero la ciudad construida o la ciudad representada? O ¿Son ambas ciudades indisociables?

 

“Para circular por la metrópoli sus habitantes tenían que leer horarios, avisos publicitarios, anuncios callejeros y artículos periodísticos que recapitulaban e intensificaban sus movimientos. La simetría entre la ciudad y los medios de comunicación que la representaba perfecta”.

 

     En la introducción el autor expresa la idea central de la obra:

 

“Este es un libro sobre la ciudad textual, la acumulación de textos breves y extensos que saturaron a sus habitantes, en gran medida, moldearon la naturaleza de la experiencia metropolitana. En una época y en un espacio urbano en los cuales la lectura es masiva, la ciudad como lugar y la ciudad como texto se definen y se constituyen mutuamente”.

 

     La multitud y la acumulación de objetos en la ciudad moderna actualizaron los modos de lectura y escritura, y esos actos de representación a la vez, construyeron una metrópoli de segunda mano que proporcionaba un relato para la ciudad de cemento y una coreografía para los encuentros que tenían lugar en ella. El autor se pone a construir un puente de análisis de la mediación entre la ciudad y los textos. Para él, existía un doble argumento en la ciudad. Por un lado, la lectura y la escritura que invitaban al movimiento y lo contenían. En este sentido, se da una triple relación entre lectores, textos y contextos. Y a su vez una contradicción entre el orden narrativo y el desorden interpretativo. En este sentido, no alcanzaba con identificar que había una ciudad textual que se iba reinscribiendo desde sus diferentes formatos narrativos en la ciudad. O que la ciudad estéticamente se iba transformando a una celeridad que no permitía reparar en su comprensión. La obra intenta ponernos en el medio de ambas ciudades y sería en ese interjuego textual y material que se lograría acercarnos a la comprensión de la ciudad moderna de Berlín.

     Si bien el autor realiza el análisis de Berlín extendiendo en algunos momentos la escala histórica, su objeto de análisis se asienta en los primeros años del siglo XX: 1900 – 1914, período durante el que Berlín atravesaba un rápido crecimiento en el cual los diarios se establecieron como verdaderas instituciones metropolitanas y que a partir de sus influencias producían nuevas prácticas periodísticas y a su vez sociales. Lo que deja claro el autor, es que Berlín es una ciudad de extraordinarios contrastes que revelan la historia de una ciudad de naturaleza fugaz de su pasado y con ello se convierte en un escenario del presente de suma fragilidad. Para Fritzsche, en Berlín se conjugaban una geografía particular con callejuelas medievales, zonas proletarias, o suburbios advenedizos y una sociología pintoresca con figuras como los deshollinadores o especuladores, desde una dinámica incesante de transformación. Pero Fritzsche nos aclara que el objetivo del libro no es centrarse en realizar un estudio de la prensa de aquel período, sino que la propuesta apunta a construir la ciudad “narrada” y de qué modo ésta impactó en la ciudad de cemento. Es decir, cómo los diferentes cuerpos y formatos discursivos (re) construyeron la ciudad y su representación. Es a partir de allí que se presentan tres aspectos a analizar: los nuevos aspectos emergentes de la ciudad, el surgimiento de nuevos lectores y la presencia de nuevas lecturas.

     ¿Pero cómo se daban estos textos? ¿En qué medida expresaban las nuevas espacialidades de la ciudad? ¿Aportaban herramientas para decodificar el paisaje urbano?

     Los textos que circulaban por la ciudad eran ordenados e imprecisos. Guiaban y a su vez confundían a los/as lectores/as. Trabajaban a favor o en contra de las diferentes consolidaciones de poder. Los textos tenían argumentos que se sostenían de discursos de poder que buscan (des) legitimar la ciudad. 

     Según el autor, la ciudad textual era una forma inestable y maleable que permitía a los diferentes lectores/as comprender el inventario cambiante de la ciudad y a su vez estandarizando el inventario urbano. Son los textos los que ingresan a la vida social regulando los modos de vivir, ver y moverse.

     También se destacan otras relaciones. La relación entre la ciudad, el espacio geográfico y el relato. El autor grafica esta relación a través de relaciones desencadenantes. Los documentos escritos dan lugar a la existencia urbana poniendo en los ojos formas de ver y comprender la fugacidad del paisaje de la ciudad. Pero esa “correspondencia” entre lo escrito y lo urbano crea un orden simbólico imaginario tan importante como la ciudad misma. Es a partir de allí que se mezcla en el cemento urbano: lo simbólico con lo material. 

 

“Una vez que la ciudad de cemento se vio recubierta por la ciudad de palabras, las funciones de la metrópoli fueron ganando en especialización y el poder de los gobernantes y los sacerdotes creció notablemente”.

 

     Ninguna ciudad europea soportó una transformación tan drástica como la que acaeció en Berlín. Berlín en el año 1911 era una ciudad con más de 4 millones de habitantes, y su reciente aglomeración industrial detentaba su propia versión desordenada de la realidad. Ese campo perceptivo inestable se reflejaba en la experimentación de escritores y artistas con la incorporación de nuevas técnicas de representación. El sorprendente crecimiento de la metrópoli durante el siglo XIX y el incesante flujo de personas, mercancías e información dieron lugar a una esfera pública cada vez más mediada. De ese modo la ciudad moderna se volvió inseparable de los registros comerciales, las carteleras publicitarias y los artículos periodísticos que la presentaban más bella de lo que era.

 

 “La extraordinaria correspondencia entre habitantes metropolitanos y lectores indica que la ciudad no podía recorrerse sin la guía del periódico”.

 

     También Fritzsche destaca el rol de los medios de transporte y su relación con el ámbito de la lectura. Los tranvías conjugaban una doble acción: la movilidad y el habitar en la lectura a través de los imaginarios urbanos. 

     En el marco de la obra además de la ciudad del cemento y la ciudad textual, Fritzsche nombra a otras ciudades, las cuales contienen características propias y que a su vez conviven y se superponen con otras. “La ciudad de la infancia” donde se asientan la nostalgia de algunos/as por la pérdida de ciertas estéticas y permanencias. También está “la ciudad fugaz”, la que lleva a la sensación de lo transitorio y lo efímero. Aparecen los recuerdos fugaces, sin tradiciones, sin sentido del deber para con el pasado. Para Fritzsche, esta visión encierra una visión crítica de la condición de la modernidad: “vivir de un día por vez” era vivir sin memoria y sin sentido de continuidad. La “ciudad del espectáculo” donde se generaba nuevas sensaciones y percepciones. Se invitaba a la exploración. Es decir, los diarios servían como guías ya preconcebidas para avanzar sobre la ciudad y a su vez abría un abanico de caminos a decidir. Lo que el autor afirma como la reconciliación con el mundo de los extraños. Este avance sobre lo extraño también ocultaba entre otras cuestiones el reconocimiento e incorporación de partes de una ciudad que antes o estaba vedada o no se consideraba. Se podría pensar que ambas iniciativas impulsadas por los periódicos también alimentaban el mundo urbano inmobiliario. Con estos mecanismos mediáticos de reconciliación se evitan las estigmatizaciones urbanas y se incorpora la periferia como parte del centro. Y un claro ejemplo en la política de planificación urbana es la incorporación de la periferia como espacio habitado. Los medios periodísticos, en la medida que crecía la ciudad y la gente ampliaban su espacio habitado, también empiezan a cultivar la mirada y comprensión sobre la diferenciación de los espacios y entornos urbanos. La ciudad no sólo crece en infraestructura y cemento, sino que crece producto de la desconexión localista de sus habitantes. Son los desplazamientos y el auge del transporte que también hacen crecer a la ciudad. Es allí donde aparecen los suburbios como pieza urbanística distinguible del centro. En la obra de Fritzsche, los suburbios aparecen bajo la denominación de “vorstadt”. Pero los suburbios, lejos de ser zonas de colores monótonos, se encontraban llenos de vida y energía propia.

 

“La forma de la vorstadt era cambiante, la expansión de la ciudad y la llegada de miles de nuevos residentes por año imprimían una dosis de turbulencia a los límites metropolitanos, unas líneas en constante movimiento. Esa fluctuación era lo que más atraía la atención de la prensa metropolitana”.

 

     Los diarios también legitimaban ideas nuevas además de imponer sus discursos. Fritzsche detecta cómo se empiezan a manifestar esas ideas y voces del público espacialmente. Los debates políticos se iniciaron en Berlín por el año 1848. Los primeros lugares donde se originaron estos debates fueron los cafés literarios y salas de lectura. Más tarde se extienden los debates a los espacios abiertos. Es allí donde el papel de los diarios, los folletos y caricaturas permitieron que las ciudades vayan ganando lectores. Pero los periódicos al comienzo se consumían de la mano de suscriptores cultos y de clase media, para más adelante masificarse en los habitantes de la metrópoli. Y es interesante saber cómo Fritzsche descubre no sólo el análisis de la ciudad de Berlín desde los diarios por un lado y desde el habitar por el otro, sino también cómo logra condensar ambos. Y ese ejemplo lo describe claramente cuando se detiene a analizar el “uso de la ciudad”. En la medida que los habitantes ampliaban el uso, recorrido y distancias de la ciudad; los periódicos se volvieron más útiles. Es también donde el aumento de las distancias y escalas de la ciudad, intervienen en la irrupción de nuevas movilidades: tranvía, tren, autobús y tren. En la lectura de este nuevo contexto de desplazamientos, zonas y espacialidades el autor descubre cambios y permanencias en el espacio urbano: el gran centro comercial, la capital imperial, la feminización del centro –en la circulación de mecanógrafas o administrativas, por ejemplo-, los recorridos más largos o la ciudad de fisonomía cosmopolita, entre otras.

     Por último, Fritzsche incorpora otro elemento de difusión y comunicación en la ciudad: los “feuilletons” cuya ventaja comunicativa y expresiva se sentaba en poseer la primacía de captar las fluctuaciones de la ciudad moderna en fragmentos precisos y muy estilizados. Estos pequeños documentos escritos poseían la capacidad abrumadora de registrar impresiones inmediatas. Los feuilletons eran artículos breves que enseñaban a los lectores a mirar y escuchar la diversidad discordante de la ciudad por medio de una precisión extrema mediante el uso de adjetivos y palabras técnicas. Este puntillismo híper descriptivo queda ejemplificado con la siguiente cita de la obra:

 

“Padre (…) chaqueta, pantalones arremangados, chaleco abierto, servilleta de papel sobre la cazadora (…)”.

 

     Para concluir, lo que logra esta obra es acercarnos a comprender a la ciudad moderna de Berlín en toda su complejidad urbana tratando de acercarnos una mirada intensa y extensa a través de múltiples dimensiones y aristas. Su propuesta nos invita a reflexionar en la actualidad sobre el rol e influencia de los discursos en la permanencia y discontinuidad de ciertos imaginarios y representaciones hegemónicas en las ciudades contemporáneas. Con esta lectura y reflexión, Fritzsche nos incita repensar cómo se (re) categorizan los espacios a través de los medios de comunicación y cómo éstos todavía nos siguen imponiendo maneras de pensar, sentir y habitar los lugares. La apuesta de esta obra es acercarnos a través de Berlín del 1900 a otras ciudades y de esta manera poder indagar cómo se construyen las ciudades textuales en las ciudades materiales. Seguramente los formatos textuales y visuales de la actualidad se hayan modificado, potenciado y diversificado, pero sus intencionalidades quizás convivan bajo los mismos objetivos.

 

     *** 

 

     Coda

     El Covid – 19 tuvo como epicentro una ciudad de China: Wuhan. Wuhan es la capital de la provincia de Hubei, tiene una superficie de más de 8.500 kilómetros cuadrados y una población total de más de 10 millones. Se trata de una ciudad milenaria, con una larga historia de más de 3500 años que en pocas décadas vio transformar su paisaje urbano y estilo de vida. A partir del brote de esta crisis sanitaria se generaron fuertes intervenciones en la ciudad y con ello también se alteró drásticamente la vida cotidiana de sus habitantes. El Covid – 19 irrumpió en esta ciudad cambiando por completo la vida urbana. Hoy si bien la ciudad aparentemente ha podido controlar el brote del Covid – 19 todavía está siendo interpelada por los medios de comunicación de occidente como la causante de esta pandemia a nivel mundial. Pero más allá de Wuhan, cuando el virus alcanzó carácter extraterritorial y obtuvo el estatus de pandemia, los espacios más afectados fueron las ciudades del mundo por sus características formativas y configurativas.

     ¿Qué relación podemos encontrar con el Covid – 19 y el libro Berlín 1900? A raíz de esta pregunta podemos identificar dos puntos de encuentro. En primer lugar, las ciudades son los centros y focos de atención de las grandes transformaciones de los últimos tiempos. Ya sea por el desarrollo industrial y los procesos de urbanización, como por las crisis ambientales y sanitarias, o por ser espacios de resistencias a las políticas neoliberales. Las grandes ciudades se han convertido en un laboratorio social capaz de catalizar las grandes transformaciones.

     El segundo encuentro se basa en cómo los discursos esgrimidos por los medios de comunicación generan acciones y comportamientos diferentes en los habitantes y en los modos de vivir en la ciudad. El Covid – 19 provocó discursos políticos y de comunicación que modelaron y moldearon no sólo nuestros entornos, sino también nuestras percepciones, representaciones y prácticas espaciales. En este sentido, los periódicos que circulaban en Berlín 1900 oficiaron de verdaderas guías para estimular la exploración, desplazamientos y encuentros en la ciudad, anexando las periferias y nutriendo al urbanita de herramientas para decodificar el mundo urbano. Por su parte, los medios de comunicación y el Covid – 19 nos llevaron a un aislamiento preventivo y a diluir todos los espacios de encuentro. Pero contrariamente a la anulación de encuentros en la ciudad de cemento, se abre una ciudad más grande a través de la ciudad (híper) textual que permite por medio de las redes sociales escaparnos del espacio doméstico para reencontramos en espacios multiterritorializados que se entretejen a través de redes y flujos (información, imágenes, signos y otros). Es decir, lo que en la ciudad del cemento se nos prohíbe, la ciudad textual nos abre caminos para recorrerla de otras maneras.

 

JUAN CRUZ MARGUELICHE

Geógrafo de la FaHCE – UNLP y Magister en Paisaje, Medio Ambiente y Ciudad de la FAU – UNLP. Trabaja en los últimos detalles de su TFI en la Especialización en Estudios chinos del IRI-UNLP. Doctorando en Geografía. Se interesa por los temas desde perspectivas culturales. Sus trabajos van desde el estudio de los territorios lejanos (Asia y África), el paisaje y la relación de las novelas con el territorio.

Anatomía del pánico, de Alejandro Rabinovich

HISTORIA

ALEJANDRO MOREA


Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui. La derrota de la Revolución (2017)
de Alejandro Rabinovich

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     I

 

     Después de tanto años de historiografía, de tantos libros escritos, ¿cómo hacemos para seguir hablando de la revolución? Aunque sea el mito de origen de nuestro estado nación, y aun si le diéramos la razón a Crocce, no parece sencillo volver una y otra vez sobre el tema para decir algo, no digamos interesante, sino relativamente novedoso. No lo aclaré, pero quizás sea necesario, cuando decimos la revolución, sin demasiadas precisiones, es porque para nosotros es claro que estamos hablando de lo ocurrido del 25 de mayo de 1810 en adelante. Dudo que para algún historiador del siglo XIX argentino la idea de revolución remita antes a algún otro proceso, seguramente también a la revolución francesa, pero no mucho más allá. No es para negar otras revoluciones, solo para marcar una identificación. Con todo, el mercado editorial logró en estos años mantener cierta dinámica, y junto con las publicaciones de historiadores extranjeros que traen las grandes editoriales, es posible encontrar un sinfìn de libros de autores locales, en muchos casos la transformación de las tesis de doctorado de esos historiadores, que demuestran la potencia y la vitalidad del campo. Pasados los años centrales del momento bicentenario (2010-2016), los libros dedicados a la revolución la tienen más difícil para hacerse un lugar en un mercado editorial donde el paso parecen marcarlo otras temáticas. Sin embargo, creemos que Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui o la derrota de la Revolución, de Alejandro Rabinovich, aunque ya tienen algunos años de editado, se merece un lugar importante, y que le prestemos atención. 

 

     II 

 

     Quizás, inicialmente, no resulte muy atractivo un libro que desde el título nos anuncia que nos va a contar acerca de una batalla. ¿Acaso no aprendimos, de la mano de Marc Bloch y Lucien Febvre, que una historia renovada tenía que discurrir por otros canales, lejos de los acontecimientos políticos, de los grandes hombres y sobre todo de la guerra o los campos de batalla? Pero creanme que este no es el típico libro de historia militar, y si bien se va hablar de la batalla de Huaqui que tuvo lugar el 20 de junio de 1811, la elección de este acontecimiento, es en realidad una excusa para hablar de muchas otras cosas más, básicamente de la revolución y la sociedad que le dio origen. En los últimos años hemos asistido a una renovación de los estudios sobre los ejércitos, los soldados, las milicias y las guerras dentro de la historiografía argentina. Y ninguno de los que participan de este sub campo, que se empezó a constituir a principios del siglo XXI, diría que lo que hace es historia militar, quizás unos cuantos sí que hacen historia de la guerra. Lo cierto es que no hay acuerdo sobre qué es lo que efectivamente se hace: ¿Historia social de la guerra? ¿Historia cultural de la guerra, siguiendo a Keegan? Pero dejando de lado la discusión más epistemológica, lo que Alejandro Rabinovich nos trae es un logrado ejemplo de cómo un viejo objeto de estudio puede ser revisitado desde una óptica diferente para, a su vez, traer nueva luz sobre un problema más grande que contiene al anterior, la revolución, y que ha sido profundamente estudiado. 

 

     III

 

     La pregunta principal que intenta responder Rabinovich es ¿qué pasó con el Ejército Auxiliar del Perú en la batalla de Huaqui? Para los que no tengan muy presente lo ocurrido, el autor hace una recapitulación inicial donde señala el meollo del problema: el ejército se vino abajo rápidamente, como un castillo de naipes, y no solo eso, sino que literalmente desapareció. De casi seis mil hombres, luego de la batalla no quedaron más que 2000 y con muy pocas bajas en combate. ¿Cómo se explica esto? Acá es donde podemos ver el diálogo interdisciplinario que propone el libro, la verdadera apuesta de la propuesta de Rabinovich. Porque para entender qué pasó con esa fuerza militar, el autor nos plantea que el pánico es el principal elemento a tener en cuenta: “Lo cierto es que, al hallarse cortado en medio de los cerros, él huyó (se refiere al capitán Bernardino Paz) con el resto de sus hombres hasta dar con la división de Bolaños, vociferando que habían sido destrozados, que habían perdido la artillería y que estaban cortados. Es probable que solo se refiriera tan solo a la suerte de sus cuatro compañías, pero los hombres de la división de la derecha, que no sabían lo que sucedía del otro lado de la quebrada más que por el rugir de la artillería, interpretaron naturalmente que era toda la división de Viamonte la que había sido derrotada. Y los que gritaban no eran sólo vulgares soldados, sino que lo escuchaban de la boca de un señor capitán, con nombre y apellido. El efecto fue instantáneo y desvastador como el de una descarga eléctrica.”

     La identificación del miedo no es lo novedoso, ya había sido señalado su presencia entre las tropas en los primeros relatos de los historiadores sobre Hauqui, sino el trabajo para comprender cómo se lo estudia en otras disciplinas, como funciona y sobre todo, de qué manera operó en la batalla sobre los combatientes y en los días siguientes. Porque como señala el autor: “Dados los tremendos gastos y sacrificios requeridos para formar un ejército, la posibilidad de perderlo de la noche a la mañana por un grito inoportuno conllevó siempre una inusitada gravedad institucional. Es posible afirmar, de hecho, que los enormes esfuerzos realizados por los Estados modernos para disciplinar a sus ejércitos, instruir a su tropa, educar a sus oficiales y regular cada segundo de la vida del regimiento, no constituye sino un intento de conjurar la posibilidad de que estalle un pánico a la hora de la batalla.”

     Para explicar entonces lo ocurrido en Huaqui y la actitud de Paz y de los hombres al mando de Bolaños, Rabinovich recurre a otras disciplinas para tratar de entender los comportamientos de los hombres en situaciones críticas. Porque convengamos, que esperar formado en una línea, sin moverse, ni cubrirse, la descarga de fusil o de artillería del enemigo, como era lo usual en la guerra en esos momentos, no es una situación cotidiana para campesinos, jornaleros, artesanos, peones, que integraban el grueso de la tropa de ese ejército de reciente formación. Y para entender esto, no nos alcanza con los relatos sobre la identificación con la causa, los comportamientos heroicos o la mirada más romántica del sacrificio por la patria. Partiendo de la historia social, para entender cómo se fue armado el Ejército Auxiliar del Perú, las dificultades que tuvieron que superar los que se encontraban al mando, y cómo efectivamente se entraba a una tropa para entrar en combate, Rabinovich da cuenta del intento de la revolución por tratar de conformar una fuerza militar que le permitiera ganar en el campo de batalla y cómo ese proceso quedó trunco, incompleto, poniendo en riesgo, con su fracaso, la misma supervivencia de la revolución. 

 

     IV

 

     Pero el libro de Rabinovich no solo es un aporte original en torno a lo que tiene que ver con la preparación previa a la batalla, las disposiciones tomadas para conformar un ejército, el desarrollo de Huaqui en sus diferentes planos y escenarios, en cómo se inició el miedo que devino en pánico y desbandada general, sino también en volver a situar la guerra en el centro del relato de la revolución. Parece una obviedad lo que decimos, porque todos tenemos presente que la revolución devino en guerra, pero no es así. No pocos de los trabajos sobre la revolución tienen a la guerra como algo que transcurre en el fondo, del que nos llega un eco lejano cuando se produce una enfrentamiento militar, en Tucumán, en Salta, en Montevideo, Vilcapugio, Sipe-Sipe o Maipú. Esto no quiere decir que se deba apostar por la simplificación y señalar que la actividad bélica se lo come todo. Es más bien situar a la guerra como estructurante del proceso revolucionario y, por lo tanto, también de la sociedad, sin negar a su vez, que las formas que tenía esa sociedad en la previa, también terminaron incidiendo en cómo se desarrolló la guerra: “En definitiva, como ya hemos dicho, cada pueblo hace la guerra de la forma que le corresponde, y no puede cambiar esta manera de combatir sin cambiarse a sí mismo en el proceso.” Lo que se propone es entender a la revolución desde la guerra y comprender hasta qué punto la guerra revolucionario adquiere un cierto aspecto en el Río de la Plata.

     Finalmente, el libro se asoma a ver cómo las mutaciones que trae el momento revolucionario en el orden de lo simbólico, de lo político, de los lenguajes, y que son importantes para pensar muchas de las futuras transformaciones del orden social colonial, se hicieron presentes en el el Ejército Auxiliar en esa primera campaña en el Alto Perú y por lo tanto fueron incorporados por los soldados y oficiales de la revolución. Y aunque Rabinovich no lo diga, quizás sea esta cuestión, la politización, la identificación con un nuevo imaginario político, la que salve a la revolución de la que él dice que es su peor derrota. Aunque esto último, que Huaqui haya sido la peor derrota de la revolución, se lo podríamos discutir.

ALEJANDRO MOREA

Es Profesor de Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP) y Doctor en Historia por la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN). Es investigador del CONICET. Su trabajo está enfocado en el proceso revolucionario, las guerras de la revolución y sus ejércitos, y la construcción de carreras políticas.

Miradas en torno al problema colonial, de Ochoa Muñoz

HISTORIA / POLÍTICA

YAMILA BALBUENA


Miradas en torno al problema colonial. Pensamiento anticolonial y feminismos descoloniales en los sures globales (2019)
de Karina Ochoa Muñoz (Coord.)

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     Mi Cuerpo Sur fue atravesado por la lectura. Las palabras lograron penetrar mi exterior Blanco, hasta llegar donde habitan el negro y todas las tonalidades del marrón. No es una esencia previa o biológica, es un antes en el tiempo de la historia donde fuimos otros seres… hay una memoria, o muchas, que nos traen ese recuerdo, como si fuera un viento de mar, para despertarnos del letargo. El Norte dominante e imperialista que hay en mí ha sido mi Cabeza. A veces me dejo conducir unánimemente por ella y me pierdo. Pensar con el corazón es una actitud antipatriarcal y anticolonial.

     Puede ser un fraude para quienes se aventuran a este libro a través de mis ojos; sin embargo, no dejo de encontrar en lo que leo mis propias preocupaciones: construir feminismos, recuperar prácticas feministas, reflexionar sobre los feminismos y sus prácticas. Tampoco puede ser de otro modo: sólo logro hacerme de la lectura entreviéndola con las preguntas que hoy levantan signos de interrogación debajo de mi piel. 

     Hacernos estas preguntas ahora es posible, en parte, porque en el camino fuimos respondiendo otros interrogantes. Sé que el tiempo detenido es un artilugio de la escritura; a medida que escribo los intereses cambian, y mis palabras envejecen. Todavía es preciso seguir diciéndolo: mi lectura es política y mi decisión de compartirla, aún más. 

     Karina Ochoa reúne voces diversas que dan cuenta de la pluralidad del feminismo decolonial. Voces que son prácticas, situadas desde el cuerpo. Que, a la vez, son experiencias de lucha, resistencia, acciones, y que juntas son un aporte teórico, un arma teórica para las prácticas y para leer nuestras experiencias situadas desde esta nueva concepción de teoría que es también cuerpo y corazón, como documenta el trabajo de Pérez Moreno. 

 

***

 

     Miradas está ordenado en siete capítulos. Algunos se componen de varios artículos, pero el primero y el último son unitarios. Tanto el abordaje de Mendoza como de Londoño Bustamante son únicos en su tipo. En el primero, Mendoza nos acerca un estado del arte de los estudios decoloniales y su andamiaje conceptual. En el último, Londoño Bustamante, por su parte, historiza el surgimiento de una historiografía feminista. Entre ambos, se presenta una agenda temática y política que proponen los distintos abordajes que componen este libro, la articulación entre el pensar, hacer y sentir sin disciplinar un aspecto al servicio del otro, sin tampoco otorgar a uno más valía que el otro. 

     Mientras que los capítulos dos y tres, a partir de los textos de Cumes, Marcos, Álvarez Díaz, Pérez Sián y Pérez Moreno, se recupera y se propone recomponer y visibilizar genealogías con las lenguas, cosmovisiones y legados ancestrales, los capítulos cuatro y cinco nos convidan de estrategias de descolonización entendidas como prácticas que buscan incomodar, canalizar acciones no regladas o cuya existencia excede los cánones, y/o subvertir el orden material y simbólico vigente. Martínez Sinisterra propone desmoronar el racismo, descolonizar la praxis política, a partir de producir un archivo, un conocimiento, una pedagogía propia. Gracias a la investigación de Cejas podemos conocer las movilizaciones estudiantiles sudafricanas que claman por la descolonización del saber y que fueron reprimidas como en los tiempos del Apartheid. Cabanillas nos acerca la experiencia de organización de mujeres musulmanas en Sudáfrica; la entrevista de Ilyas F. Garcés nos aproxima al pensamiento musulmán decolonial de Adlbi Sibai; y, por último, Filigrana García, desde los sures de Europa, suma su voz como feminista gitana andaluza.

     El capítulo seis, propone la descolonización del arte a partir de concebir otras manifestaciones artísticas a la vez que leer críticamente las existentes. Garzón Martínez repasa el canon literario racista a partir de tres novelas colombianas y Difarnecio, busca traducir en palabras lo que es poner el cuerpo a partir de una relatoría sobre teatro creado y actuado por mujeres mayas.

     La unicidad del libro la encuentro en la asunción de una posición anticolonial. En primer lugar, en el sistema clasificatorio que ordena cuerpos y realidades según la raza y que otorga privilegios tangibles y bien concretos tal como manifiestan las autoras. En segundo lugar, conocer, comprender y honrar las distintas resistencias que se levantaron en su contra y que expresan una genealogía para quienes hoy seguimos resistiendo desde las periferias. No en busca de un paraíso pre existente, sino como objetivo para pensar quiénes somos y cómo queremos vivir.

     En tercer lugar, evidenciar los mecanismos de opresión y las respuestas que impactan sobre la realidad y las posibilidades de teorizar sobre las mismas desde una episteme no blanca. Lo que supone poder conceptualizar al sistema mundo capitalista moderno colonial que habitamos como clasista, racista, misógino y heteronormativo que genera una asimetría en el plano existencial y mental.

 

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     Estos comentarios se enmarcan en un contexto particular de lectura y recepción del libro desde la Argentina. En la actualidad, gran parte del pueblo trabajador está sufriendo una crisis aguda como consecuencia de la aplicación mecanizada de los paquetes de medidas estandarizados que el capitalismo global y sus secuaces anónimos han diseñado para territorios como el nuestro.

     Durante la gestión macrista, las políticas neoliberales de ajuste, desempleo, especulación financiera y endeudamiento externo no se aplicaron sin una férrea resistencia. 

     En las movilizaciones masivas la presencia feminista es visible e invisible a la vez. Por un lado, la inmensa mayoría del activismo luce de manera permanente el pañuelo verde de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto legal, seguro y gratuito. Ese pañuelo -a veces combinado con el color violeta o de la bandera del Orgullo- se ha convertido en un símbolo de identificación no sólo en los espacios de lucha, las marchas o actos convocados, sino también en la vida cotidiana. Decoran bicicletas, se lleva en los puños, mochilas y representan la marea verde violeta que viene inundando las calles en diferentes concentraciones específicas, como fueron los paros internacionales (#8M), la presentación del proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) y su tratamiento en el congreso (#13J), contra la violencia y los feminicidios (#Niunamenos), entre otras (Alonso, 2018). La nueva ola del feminismo ha inundado no sólo las calles, también los medios de comunicación, las redes sociales, las universidades, hasta el mundo del espectáculo se ha visto conmovido y se expresa en nuevas colectivas inéditas en términos de activismo, como el Colectivo de Actrices Argentinas (AA). 

     A pesar del protagonismo que estoy describiendo, se sigue presentando de manera sectorizada (y masculina) la lucha contra la pobreza, el hambre y el saqueo. Y las feministas sólo son enunciadas en algunos casos como activistas de lo específico: de las mujeres y las disidencias sexuales. Y de sus “temas”: el acoso, el cumplimiento de leyes como la de Identidad de Género o Educación Sexual Integral (ESI), etc. 

     La violencia de la narrativa que nos borra de los relatos, de las estructuras económicas que viven de nosotras/res, que se alimentan de nuestro trabajo gratuito, no son otras que narrativas coloniales. ¡Son tan hegemónicas!, incluso dentro de la corriente decolonial o poscolonial en donde la colonialidad del género sigue siendo una variable y no es concebida como estructural (Bruschetti, 2017). 

     El pensamiento dominante desconecta nuestra existencia y resistencia para compartimentarla en lo específico, sectorial, de última, cosas de mujeres. Al mismo tiempo, y haciendo carne la interseccionalidad del sistema y de la respuesta que tenemos que darle, quienes nos aventuramos a develar su crueldad y deshumanización estamos llevando adelante un debate en torno al sujeto político del feminismo. No es una disputa nueva, pero adquiere una fuerza sin antecedentes en el marco de la organización de los denominados Encuentros Nacionales de Mujeres (ENM) que se vienen realizando de manera ininterrumpida desde el año 1986 (Alma y Lorenzo, 2009)

     Las discusiones profundas que se vienen llevando a cabo pueden verse contenidas en los aportes que este libro nos acerca en relación a pensar otras articulaciones por fuera del marco normativo occidental y eurocentrado, como los Estados Nacionales, como así también en otros debates que el libro tematiza respecto a un uso restrictivo o normativo del feminismo, al reconocimiento de las cosmovisiones ancestrales, a escuchar todas las voces y darles existencia y encarnadura, entre otros aspectos. Lo que estamos debatiendo es quiénes somos, cómo nos nombramos y porqué luchamos. 

     En este momento los feminismos de Argentina, al igual que las movilizaciones estudiantiles de Sudáfrica, se enfrentan a la necesidad de descolonizarse. Pluralizar su enunciación, como proponen Ochoa Muñoz y Garzón Martínez en la Introducción, no supone un uso políticamente correcto. Sino entender las contribuciones y debates como parte de un todo sin centro, sin acuerdos totales, sin síntesis sencillas de deglutir. Algo más fácil de decir que de asumir, al menos en un entorno tan reglado por las grandes epistemes universalizantes occidentales. 

     Tampoco significa que no haya ninguna posibilidad de unir voluntades de las expresiones de Abya Yala y los sures globales. Por el contrario, existe un hilo que teje las tramas de diversos dibujos y colores y permite pensar el colonialismo como fenómeno que nos ha interrumpido el tiempo, imponiendo un sistema, unas formas, rupturistas respecto a lo previo y que no está instalado como suceso en el pasado remoto sino al revés, vive en nuestros cuerpos, la forma en la que hablamos, el modo en el que entendemos nuestro presente. 

     Hay horizonte de articulación, posibilidad de acuerdos transitorios, de definiciones, porque hay esperanzas, algunas presentes en estos relatos que estoy comentando.

     Expresar que la superioridad occidental es una ficción es el primer paso para dejar de pensarla y sentirla como verdadera. Nos obliga a rastrear y reconocer otras genealogías otras, no las yanquis ni las parisinas; nos permite, en un acto liberador, dejar de querer encajar en una ropa que no es de nuestra talla y mirarnos en un espejo sin sentirnos farsantes: nunca vamos a estar a su altura, lisa y llanamente porque no somos ellas. Somos otras, que para poder existir como tales, tenemos que deconstruir la mirada ajena y mirarnos con nuestros propios ojos como lo expresaba Fanon (2009).

 

***

 

     Este libro, desde mi lectura, nos aporta los hilos para bordar con un diseño propio lo que podemos y somos. No es sólo lo que dice, sino el modo en que lo dice. Propone una nueva genealogía y a la vez, recupera genealogías que se nos fueron perdiendo, deshilvanando. No es que las perdimos jugando al distraído, como dice una canción de la infancia, sino como parte de las estrategias de poder, poder/saber, y que por lo tanto encontrarlas/re encontrarlas supone discutir el poder, desarmar el poder, empoderarnos. Pero también supone discutir con el patriarcado académico y disputarle la producción de sentidos, significados, saberes y conocimientos.  

     Los feminismos decoloniales contribuyen en este proceso sumando, además, un mecanismo de escucha que genera disrupción, porque antes de ser palabra fue silencio -la invisibilidad sigue siendo un hueso duro de roer-. Y porque esas palabras por fin dichas vienen a incomodarnos, ponen en crisis formas anteriores de concebir y pensar.

     El problema colonial no es otro. No viene a hablarnos de algo externo, ajeno, meramente intelectual. Nuestros problemas y el modo en que podemos enfrentarlos, en que nos permitimos leer lo que nos pasa y modificar lo que nos sucede, es parte del proceso que se inaugura en la colonia y que, como ciclo, no ha concluido.

 

***

 

Coda

 

     Algunas feministas creemos que uno de nuestros roles prioritarios es el de incomodar. No digo señalar con un dedo acusador o medir con el feministometro, ni nada de eso. Se trata más bien de mirar aquello que en general pasa inadvertido, que queda invisibilizado o es naturalizado por discursos, estructuras, dispositivos, que están o pueden vincularse con el orden establecido, con el Estado y sus instituciones, con el saber y sus academias, con las organizaciones sociales y políticas. Este libro del 2019 contiene claves para pensarnos, aún en el marco de esta pandemia a escala planetaria. Y les adelanto una razón: las políticas públicas gubernamentales para mitigar las consecuencias del COVID-19 son una expresión de la colonialidad del poder, de la racialización de los cuerpos, de la jerarquización entre pueblos, y fronteras adentro, entre ciudadanos de primera que pueden confinarse en sus casas y ciudadanes de segunda que incumplen la ley por definición: pobres, personas privadas de su libertad, prostitutas, desocupades, víctimas de violencia patriarcal y tantas otras.

 

YAMILA BALBUENA

Profesora, investigadora y extensionista de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Dicta clases de historia, historiografía y feminismo (FaHCE/UNQ).

Black Panther, de Ryan Coogler

CINE

DAVID MOUZO


Black Panther (2018)
de Ryan Coogler (Marvel)

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     Pantera Negra (Black Panther) es la décimo octava película dentro de la franquicia de superhéroes del Universo Cinematográfico de Marvel (MCU, por sus siglas en inglés), creada por Marvel Comics, hoy una subsidiaria de Disney. Aparentemente otra «historia de origen», otro engranaje en una narrativa más amplia e interconectada de forma transmediática, Pantera Negra fue la primera cinta de su tipo en ser nominada como Mejor Película para los Premios Oscar, una de las pocas del MCU en recaudar más de un billón de dólares en taquilla y tal vez la única en motorizar tales ríos de tinta (real o virtual) en los meses antes y después de su lanzamiento en febrero de 2018.

     En esta película se reintroduce el mundo ficcional del personaje homónimo, alter-ego de T’Challa, rey africano de la nación de Wakanda, escondida del resto del mundo y con un avance tecnológico inigualable basado en la explotación del vibranio. La cinta ha sido celebrada por su representación positiva de la negritud y por un reparto mayoritariamente africano y afrodescendiente, pero también ha sido criticada por los/as propios/as africanos/as al pretender miniaturizar al continente africano. Pantera Negra, como personaje, como historieta y ahora como película, transita entre estas dualidades, que remiten a la dinámica de los superhéroes. Aquí adelantamos algunas de las discusiones que se dieron y se siguen dando. 

     Poco más de 50 años pasaron desde la primera aparición del personaje en los cómics (Fantastic Four #52 y #53) en 1966 y su estreno en celuloide (Captain America: Civil War) en 2016. Si bien hay un consenso de que Pantera Negra es el primer superhéroe negro y africano publicado desde EE.UU, rompiendo ese mundo imaginado en las historietas como predominantemente blanco y de clase media, esto ignora el gran movimiento de historietas desde la propia África, particularmente por parte de Nigeria, Ghana y Sudáfrica, ya en esta época pero especialmente en las décadas de los setenta y ochenta.

     En este sentido, el personaje nace en el seno de la «Guerra Fría» y en el marco de la tirada de historietas de los Cuatro Fantásticos. Este grupo de superhéroes puede ser entendido como una encarnación de la ideología estadounidense de la época, cuyas aventuras, entendidas como lucha del bien contra el mal y que ven la peligrosidad en el exterior, les llevan a un intervencionismo internacional en defensa del «mundo libre» (free world). Esa primera aparición de Wakanda presenta un África imaginada en dos registros: primeramente, el África atrasada, estática y bárbara, incluso remitiendo varias veces a Kipling; luego de la revelación de un espacio tecnológicamente avanzado, un África complaciente y posible aliada, ya que apela al consumismo y educación occidentales, y donde conviven modernización y «tradición africana». Ambas entran dentro de la exotización de África, su conceptualización como el Otro abyecto del cual Occidente, también como espacio imaginado, se contrapone pero del cual no puede separarse.

     Distintos autores encabezaron las tiras de historietas de Pantera Negra, que pasó de tener un papel secundario que esporádicamente habilitaba narrativas enriquecedoras para otros protagonistas de Marvel Comics a protagonizar sus propios números y ser usado para criticar a los grupos de supremacía blanca domésticos, como el Ku Klux Klan, y a los regímenes de apartheid contemporáneos de Zimbabue (entonces Rhodesia) y Sudáfrica.

     No obstante, es recién en 1998 cuando escritores afrodescendientes encabezan la orientación del personaje, con Christopher Priest y luego Reginald Hudlin, quienes habilitarán una lectura afrocentrista. Así, 20 años después de ese rotundo cambio de dirección, se estrena la primera película que tiene a la Pantera Negra y Wakanda nuevamente como protagonistas, esta vez dirigida por Ryan Coogler.

     Coogler le da su propia impronta al personaje, al mundo ficcional y la trama. Bebiendo de los aportes más recientes, entre ellos los de Ta-Nehisi Paul Coates, el director se concentró en el funcionamiento de Wakanda, como una sociedad africana inafectada por la colonización, y en las implicancias que tendría ello para la diáspora africana.

     Ese esfuerzo por representar la «africanidad» de Wakanda puede verse especialmente en el diseño de las vestimentas, uno de los aspectos más celebrados y premiados de la película. Bajo la dirección de vestuario de Ruth Carter, la vestimenta implicó una apropiación polisémica de distintas culturas africanas, y en ello las referencias son múltiples e intrincadas. A grandes rasgos, sobre las cuatro tribus que integran Wakanda: la Tribu Mercante estaría basada en el pueblo tuareg (nómades a lo largo del Sahara, en territorios de Malí, Argelia, Níger, Burkina Fasso y Libia), la Tribu Minera basada en el pueblo himba (norte de Namibia y sur de Angola) y maasai (Kenia y norte de Tanzania), la Tribu Fronteriza en la cultura de los mantos de Lesoto y símbolos Adinkra provenientes del reino de Ashanti (sur de Ghana), y la Tribu del Río basada en los pueblos suri y ndebele (suroeste de Etiopía y Sudáfrica, respectivamente). Tomando de sus trabajos anteriores, Carter adoptó la idea de abordar el vestuario como una “reconstrucción histórica”. Pero al tratarse de una nación ficcional, el diseño para las escenas ceremoniales en Wakanda gira alrededor del «tradicionalismo» africano, recalcando sus orígenes remotos. No obstante, varios de los elementos que la directora rescata fueron producto de procesos de asimilación y adaptación africanos frente al colonialismo, como los mantos basotho, que tienen sus orígenes a finales del siglo XIX, a partir de la importación europea de mantas debido a su condición como protectorado británico; o las Dora Milaje, basadas en las Guerreras de Dahomey, una tropa constituida exclusivamente por mujeres, creada en el siglo XVIII por parte del rey Agadja de Dahomey, quien primero se había beneficiado de la trata esclavista y luego usó estas tropas femeninas para pelear contra los franceses.

     Así, se produce una disonancia entre este rescate de una tradición africana inmaculada, los procesos históricos que varias de estas marcas culturales atravesaron y la narrativa creada para la película. Si, como propone la trama, Wakanda mantuvo su aislacionismo con el resto del continente desde sus comienzos hace miles de años, no se explicaría esta presencia selectiva de caracteres culturales atravesados por la colonización. 

     Por otra parte, en sus comentarios a la película, Coogler afirma que el antagonista principal encapsula la experiencia afroestadounidense al tener tres nombres distintos: N’Jadaka (nombre wakandiano, bautizado por su padre), Erik Stevens (nombre dado al nacer en EE.UU) y Killmonger (pseudónimo adoptado durante su servicio militar). Es difícil no ver los paralelos entre ello y los bautizos de Malcolm Little/ El-Hajj Malik El-Shabazz/Malcolm X, y las referencias que hace la película al Black Panther Party, cuya ciudad de origen, Oakland, es donde comienza la historia. En la película, Killmonger encabeza un proyecto de liberación internacional de todos/as aquellos/as oprimidos/as por el racismo y la colonización a través de la violencia, utilizando las armas y agentes de Wakanda para acompañar rebeliones en todo el mundo.

     La formación del antagonista de la película no es sólo una respuesta a la diáspora como espacio de muerte y abyección; también se nutre de las comunidades afro como espacios de construcción de pensamiento(s) filosófico(s) interconectado(s) de forma transcontinental, con orígenes africanos atravesados por procesos de criollización e hibridación. Su postura revolucionaria remite a Marcus Garvey –por su proyecto de una contraofensiva negra violenta y la construcción de una «tierra prometida» en el continente africano– y Franz Fanon –que ve como agentes revolucionarios a las poblaciones racializadas y colonizadas, que debían de destruir todas las estructuras del colonizador para acabar con la alienación de ambos–; estos dos son referentes de la filosofía afro-caribeña, que a su vez influenciaron al ministro Malcolm X y el militante cofundador del Black Panther Party, Huey P. Newton, enmarcados en las filosofías afro-estadounidenses.

     En este sentido, Achille Mbembe define a la película como una «tecno-narrativa» propia del «afro-futurismo», en tanto corriente política, estética, cultural y literaria que nació con la comunidad afro-estadounidense a mediados del siglo XX, ya que “referencia el archivo” creado por la diáspora africana, que aquí se relaciona con las filosofías descriptas anteriormente y que aporta a la inversión del «signo africano», es decir, la identificación de lo africano con la animalidad, con la raza, la barbarie y el canibalismo.

     No obstante, los comentarios del director y la asignación de colores en la cinta –uso extensivo del azul y de sus filtros, que remitirían a la autoridad y el colonialismo– dan cuenta de la simplificación de la prédica de Killmonger como una violencia nihilista para la dominación mundial. De forma más o menos explícita, está presente la idea de que el colonizado –en este caso el villano– meramente repetirá el statu quo a través de la violencia revolucionaria, perdiéndose en ella o materializando una inversión y adoptando el rol del colonizador. Ello se sintetiza en la película cuando Killmonger se sienta en el trono y vocifera “el sol nunca se pondrá en el Imperio de Wakanda”, remitiendo explícitamente a la propaganda colonial británica.

     Por último, el desenlace de la trama de la película hace paralelos con el final de la primera tira que introdujo a Pantera Negra: mientras en la película T’Challa encabeza una reunión en las Naciones Unidas en la que ofrece sus conocimientos y recursos al resto del mundo, rompiendo el aislacionismo wakandiano de miles de años, en uno de los últimos paneles de los Cuatro Fantásticos #53 T’Challa promete al equipo de superhéroes utilizar su fortuna y poderes para el servicio de toda la humanidad. En ambos casos, el potencial afrofuturista se diluye en una complacencia con el discurso occidental. 

     Sin embargo, teniendo en cuenta (y no a pesar de) estas limitaciones, el potencial como relato afrofuturista (y revolucionario) está allí desde el principio. Se manifiesta de manera incipiente cuando un padre le cuenta a su hijo sobre Wakanda, en lo que inicialmente pensamos que es T’Chaka contándole al pequeño T’Challa la historia de su país. Pero a lo largo de la cinta descubrimos que es en realidad N’Jobu y su hijo N’Jadaka. Un africano narrándole a su hijo nacido en la diáspora acerca de una cultura donde la vida africana pudo desarrollarse sin la expoliación, el genocidio y el epistemicidio de la colonización occidental. Una Wakanda que ambos primero fantasean como una patria a la cual volver, y luego ven como un medio para concretar la praxis revolucionaria y acabar con la herida de la colonialidad.

 

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Coda

 

     En el contexto de la pandemia de COVID-19 y del aislamiento social, Pantera Negra puede ser simple pero esencialmente otro repertorio de nuestro ocio y esparcimiento. Se nos ha dicho que hay que “aprovechar” la cuarentena, ser figuras de la creatividad y productividad, y a esa postura hay que responder que está bien sentir ansiedad, miedo y/o depresión en una situación de imprevisibilidad y de enorme fatiga psicológica. Y si esta película nos ayuda a “escapar”, siendo algo pochoclero para acompañarnos, solos/as o junto a otros/as de forma virtual, desde ya ha cumplido uno de sus objetivos.

     Pero también, aprovechando esa introspección, Pantera Negra puede invitarnos a indagar más en la pregunta fundamental que plantea la corriente afrofuturista: ¿por qué no hay más creadores/as africanos/as y afrodescendientes, así como narrativas y personajes de estas raíces, en la ciencia ficción que consumimos? No son pocos los ejemplos de historias que rompen dicha invisibilización. Desde el cuento corto El Cometa (1920) de W. E. Du Bois a las sagas de novelas de la prolífica Octavia E. Butler que publicó desde 1970 hasta 2006, y las entradas más recientes como los dos volúmenes de Black Panther por Ta-Nehisi Coates (2016-2018), el álbum Dirty Computer (2018) de Jannelle Monáe o la serie de televisión Watchmen (2019) de HBO. Mientras médicos franceses racistas sugieren “probar” medicamentos contra el coronavirus en África y se multiplican los ataques xenófobos hacia los cuerpos de personas migrantes, estas producciones afrofuturistas pueden ayudarnos a no ver estas instancias como “casos aislados”, y en cambio reflexionar sobre los legados coloniales del pasado en nuestro presente, a través de la (re) imaginación de otros futuros posibles.

DAVID MOUZO

Estudiante avanzado de la Licenciatura en Historia (FaHCE-UNLP) y docente del bachillerato popular Vientos del Sur. Se desempeñó como adscripto a la Cátedra de Historia de Asia y África y continúa su colaboración y estudios al respecto.

Todos nosotros, de Kike Ferrari

LITERATURA / POLÍTICA / HISTORIA

FLORENCIA OSUNA


Todos nosotros (2019)
de Kike Ferrari

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     “En realidad, todos nosotros estamos al otro lado de la vida”. Con este epígrafe extraído de Los Lanzallamas de Roberto Arlt, Kike Ferrari comienza su última novela que tiene como personaje principal a un militante del Movimiento al Socialismo (MAS) de fines de los años ochenta, adicto a las anfetaminas y fanático del heavy metal, que crea una máquina del tiempo para matar a Ramón Mercader antes de que éste asesine a León Trotsky. En sintonía con Los siete locos, Ferrari propone un paisaje de gente que está al “otro lado de la vida” y que, por esto, como los marginales excéntricos de la novela de Arlt, conocen las  idénticas verdades que los unen y los definirán en todo tiempo y lugar. Sin embargo, como la historia es el motor central de la novela, Ferrari construye escenarios específicos para los personajes: la Ciudad de México en 1940 y 2014-2016, y Buenos Aires a fines de los ochenta. Estas tres dimensiones temporales se resisten a entrar en la Historia con mayúscula y son posibilidades abiertas y presentes gracias a la máquina construida por “el gordo” Felipe en su departamento de toxicómano situado en el barrio de Almagro.   

     Aun así, la verdadera máquina que posibilita los viajes en el tiempo y la construcción de Todos nosotros es la ficción. Ferrari se ocupa de ponerla en un primer plano. En este sentido, el único personaje que pareciera estar un poco “más acá” de la vida es José Daniel, un escritor mexicano de izquierda que está escribiendo la novela que contiene a todos los protagonistas de la obra, inclusive a él mismo.  Dentro de esa ficción dentro de la ficción, entonces, José Daniel escribe una novela, Felipe construye su máquina y Mario, su mejor amigo y también militante trotskista, realiza un largometraje sobre su viaje en el tiempo con la máquina de Felipe para matar a Mercader. No se sabe si el artefacto funcionará, pero es el motivo perfecto para realizar un gran documental.     

     La ficción, el artificio, la creación y la inventiva construyen y pulverizan a la vez los personajes, los motivos y las certezas que postulan. Así, la única máquina del tiempo es la novela de José Daniel, el verdadero artefacto que permitirá reescribir la historia de la izquierda en el siglo XX. 

     Este carácter central y radical que se le otorga a la ficción y al campo del arte, pareciera ser una apuesta del autor para decir algo sobre un tema poco transitado: las izquierdas argentinas en los años ochenta. Sobre todo de fines de los años ochenta cuando, junto con la caída del Muro de Berlín, se produjeron importantes crisis en las organizaciones. La novela aborda, entre otras cosas, las rupturas dentro del MAS en ese contexto, a través de los entrevistados del ficticio documental de Mario que existe dentro de esa otra novela, la de José Daniel. 

     En este sentido, se aproxima a las militancias desde un paradigma que escapa a los imaginarios y parámetros setentistas (pero también a los de la izquierda del siglo XXI). Por la forma de interrelación de los personajes, por las mediaciones estéticas para acercarse a la realidad, y por la manera de pensar la tradición trotskista y de entender el tiempo histórico. 

     Los militantes son caracterizados como locos, lúmpenes, pequeñoburgueses, extravagantes, diletantes, adictos: “…éramos dos naves a la deriva. Él cargado de pastillas; yo, de proyectos truncos…”.  De hecho, el autor inscribe el comportamiento de Felipe en “en los anales de las locuras del trotskismo argentino junto con los gritos de Quebracho a Roosevelt o los platos voladores de Posadas”, recuperando a dos dirigentes díscolos del trotskismo argentino, muy poco reivindicados y estudiados. Según los testimonios ficticios del documental de Mario, en el partido “había toda clase de marginales (…)  Era claro que si vos odiabas al sistema capitalista, el lugar para estar era el MAS”. El local central de la juventud es descripto como “una mezcla de conventillo, antro de rocanrol y guarida bolche”. Varios de los militantes de la juventud que aparecen en la novela, Mario y Felipe incluidos, integran un grupo llamado la Edgar Allan Trotsky Motherfucker Orchestra (“…pocas veces un nombre mejor puesto: revolución social, literatura gótica y mala leche..”) que ensaya en un local de la avenida Independencia y que la integran músicos pero también fotógrafos, dibujantes, poetas, bailarines y otros artistas. 

     Los rituales de la militancia -reuniones semanales, lectura de los clásicos del marxismo leninismo, participación en luchas de trabajadores- están presentes, pero atravesadas por una atmósfera de alucinaciones y erotismo musicalizada con The Clash.

     Felipe dice “…hay que obsesionarse con la revolución y con la clase obrera (…)  pero no con el fetiche del Partido, ni con el fetiche de la Historia, ni con el fetiche de la realidad”.  Y en un nuevo episodio de su locura lúcida en algún momento abandona la primera persona del singular y comienza a utilizar la primera persona del plural para referirse a sí mismo, condensando en su discurso una identidad colectiva.

     En la novela hay múltiples motivos, referencias, dimensiones y tópicos. Sin embargo, siguiendo la clave de lectura propuesta, es destacable cómo el relato nos permite adentrarnos en la sensibilidad de una época sobre la que existen sólo intuiciones y elementos dispersos. Kike Ferrari no construye una mirada condenatoria y distanciada sobre esta trama y estos personajes, ya que él mismo fue un militante de la juventud del MAS en los ochenta. Luego, fue delegado de base como trabajador de Metrovías y se mantuvo cercano ideológicamente al espectro de la izquierda, aunque no como militante orgánico.   

     Así, la novela nos permite, a partir de este registro ficcional, intuitivo y sensible en primera persona (también del plural), acercarnos a algunos aspectos claves de esa década: el rol relevante de la juventud para renovar repertorios estéticos y políticos, la importancia del espectro cultural (sobre todo del rock) a la hora de construir identidades,  y la crisis de las concepciones sobre el tiempo, la historia y la revolución propias de la coyuntura local (la transición a la democracia) y global (la caída del muro de Berlín). 

     El lugar de Ferrari dentro/fuera de esa tradición de militancia partidaria es tal vez la condición de posibilidad para poder pronunciar una voz generacional y colectiva con la que los historiadores aún tenemos un diálogo pendiente.

FLORENCIA OSUNA

Es doctora en Historia (FFyL-UBA). Actualmente es  docente de Historia de la Historiografía (Universidad Nacional de General Sarmiento) y de Teoría Política (UNLP). Es autora, entre otros libros, de De la “revolución socialista” a la “revolución democrática”: Las prácticas políticas del PST-MAS durante la última dictadura (1976-1983).

Cometierra, de Dolores Reyes

NOVELA

VALERIA PUJOL BUCH


Cometierra (2019)
de Dolores Reyes

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     Bolsas con tomates cherry, queso, fruta, aceitunas y algo dulce acompañaban nuestra llegada. “Si Liliana Heker viera esta comilona en su espacio de taller nos mata”, dice Juliana, quien nos coordina mientras observa la mesa. Otra vez no queda lugar para nuestros cuadernos de escritura. Era agosto y el sol se colaba por los ventanales del piso quince. 

     Como recién salido del horno, sobre el atril del rincón se destacaba un libro. Negro aunque colorido. En su tapa una mujer morena con lágrimas a mares; flores y botellas azuladas como encendidas por la luz de la noche. No soy la única que lo miro. Su bellísima portada que bien podría ser del territorio de Ripstein y Rulfo, nos capta. Después me enteraría de que esa ilustración es de la rosarina Jazmín Varela y que esta obra literaria, Cometierra, de Dolores Reyes, sería el boom editorial de 2019.

     No aguanto, necesito tocarlo. Al tacto acaricia. Despliego el libro y en la solapa, la foto de una mujer con mirada decidida me acompaña en la lectura. Lo hago en voz alta con la atención de mis seis compañeras: “Dolores Reyes nació en Buenos Aires en 1978. Es docente, feminista, activista de izquierda y madre de siete hijos. Estudió letras clásicas en la Universidad de Buenos Aires y vive en Caseros. Cometierra es su primera novela”. Luego de leer también la contratapa, recuerdo que rápidamente hicimos una vaquita para comprarlo. Íbamos a llamar a Sigilo para ver si pegábamos un descuento colectivo. Todavía no sabíamos que su autora era tallerista como nosotras. Pero sí teníamos claro que compartíamos con ella la condición de mujer en un país en el que entre el 1 de enero al 20 de noviembre de 2019 hubieron doscientos noventa femicidios. Compartíamos también la certeza de que la lucha por la legalización de la detención del embarazo no deseado nos había llevado a las calles y desde entonces nos sentíamos una. Ya no pararíamos hasta que sea ley. 

     Dolores Reyes con su lenguaje potente, poético y visceral nos trae un pedazo de conurbano y la historia de una hija de la violencia, una más para quienes estamos atravesadas por el “Ni una menos”. Y así la aborda. Desde sus primeras líneas nos lleva de la mano y al comenzar es imposible detenerse. Un cross en la mandíbula que rápidamente nos sumerge en un universo sombrío, aunque luminoso y fascinante a la vez. Pero lo que más no incomoda es la cercanía de su trama. 

     Ciento setenta y tres páginas; cincuenta y tres capítulos y tres partes que se inician con un epílogo, nos presentan a esta joven sin nombre. Cometierra. Ella tiene el “don” de, al embutir tierra, ver el destino de los cuerpos vulnerados por las violencias. Y la primera visión que le trae la tierra y que inaugura su capacidad vidente es el femicidio de su madre en los puños fuertes y voraces paternos. Así por la tierra se ve transportada a laberintos tenebrosos donde yacen mujeres y personas desaparecidas. Por ello podemos pensar a este libro como un desata nudos. Como un intento por desandar los caminos de nuestras y nuestros desaparecidos por violencias, de género y otras. Una pista para que la tierra las devuelva, sanas y vivas, aunque no siempre así sucede. 

     En su hechura encontramos, además de la tierra, vegetación silvestre, chapa, pobreza, música, alcohol y la búsqueda desesperada y reiterada por familiares, novies y amigues de un ser amado desaparecido. Pero también encontramos latente la búsqueda de una identidad y el derecho una vida “normal” cuando la violencia familiar y estatal se impone. 

     Así, un mar de botellas inunda el jardín de Cometierra. “Parecían tumbas brillantes una al lado de la otra” reza en primera persona nuestra protagonista. Lo inconmensurable y el horror puesto en botellas con tierra, fotos y números de teléfonos llegan a ella para que devele lo que la espanta, lo que le retuerce las tripas y le da terror de ver. Pero asume el costo que el Estado y muchos ciudadanos no asumen. Y con la videncia le llega también el estigma que la arrastra a situaciones de peligro. Y Cometierra carga con este mote: “Alguien tuvo miedo de decir mi nombre”.

     Pero aún en soledad Cometierra no está completamente sola. Con Walter, su hermano, se tienen, se respetan y aceptan inclusive en el silencio. Un vínculo entrañable y amoroso. Comparten además de la ranchada, la cumbia, los jueguitos en la play, el escabio y ser parte de ese colectivo que llaman “los negros”. Juntos y atravesados por distintos amores emprenden su cruzada por la identidad. Allí en ese conurbano, el nuestro, donde los policías también son yutas, donde las mujeres también son objetos cosificados de tapas de discos y de jueguitos electrónicos, y los pibes aunque muchas veces son garcas o cagones, muchas otras también pueden ser solidarios. Allí en ese territorio Cometierra asume su rol de pitonisa y de mujer como un cambio de piel que la desgarra.

     Donde otros ven espanto, Dolores Reyes construye poesía y colectivos. Como una araña delicada hace confluir a esas miles de adolescentes que tienen que trabajar o que quedan embarazadas y por eso deben abandonar sus estudios, en parte de una problemática de exclusión. Hilvana casos de femicidios en una realidad común y de la que todos tienen que hacerse cargo. Una a una, con sus historias y sus cuerpos como parte de esta trama. Así su autora logra levantar la voz contra una sociedad que excluye, que agrede y que mata como forma de poder. Por eso podemos ponerla en diálogo también con otras expresiones de la cultura como la canción que circuló por el mundo “Un violador en tu camino” del colectivo Lastesis: “La culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía. El violador eras tú. Son los pacos, los jueces, el Estado, el Presidente. El Estado opresor es un macho violador”. Esto lo vemos también en la dedicatoria del libro a Melina Romero y Araceli Ramos, y a todas las víctimas y sobrevivientes de femicidio. Mujeres en cuyos cuerpos la violencia asfixia todos sus deseos.

     Pero lo más destacado, el cros, es que el texto logra poner en carne viva aquello que todos los días busca naturalizarse.  Ese retazo de violencia y exclusión que viven las pibas y los pibes en los barrios y que no se ve en televisión, salvo cuando se maquilla como un espectáculo. 

     Aunque el destierro es destino que Dolores Reyes construyó para nuestra querida Cometierra como el Fierro de Hernández, todo nos hace pensar en una vuelta en la que nuestra querida pitonisa pueda construir un futuro con nombre propio. Vaya si este deseo es colectivo que este libro está rompiendo fronteras y en menos de un año de su publicación, ya va por su cuarta edición en la Argentina, por su pronta edición en España, y ya tiene pautadas traducciones a diferentes idiomas. 

     Cometierra, queremos conocer tu nombre, tu revancha.

 

***

 

     En tiempos en donde reina la pandemia por el coronavirus COVID-19 y las políticas públicas nos indican “quedate en casa”, podemos preguntarnos con Dolores Reyes cómo es esa casa. Es amable, segura y sin violencias. Pero los datos demuestran que no todas lo son. Desde el 20 de marzo, cuando el Gobierno impuso el aislamiento social preventivo y obligatorio, hasta el lunes 6 de abril, se habían registrado, al menos, trece femicidios y un transfemicidio y se incrementaron en casi un sesenta por ciento los llamados a la línea 144 en territorio bonaerense. Es decir, casi uno por día, como antes del inicio de la pandemia. “Robos, hurtos y homicidios bajaron en las últimas semanas, según observan en distintos departamentos judiciales bonaerenses, pero los femicidios, no” nos advierte Mariana Carabajal en Pagina 12. Estemos alertas y organizadas.

 

“Ahora que estamos juntas, ahora que si nos ven. Abajo el

patriarcado, se va a caer, se va a caer”. 

VALERIA PUJOL BUCH

Egresó como Comunicadora Social de la UBA. Se dedica a la difusión de la ciencia y es docente de la Universidad Nacional de Lanús. Pilotea sus días entre sus tres amores: las ciencias sociales, la literatura y la maternidad.

Al filo de la democracia, de Petra Costa

CINE / POLÍTICA

MARCELO SCOTTI


Al filo de la democracia (2019)
de Petra Costa

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     En su vejez, a la vuelta de una obra que lo había llevado a la cima de la historia del cine que ahora consideramos clásico, el gran director alemán / austrohúngaro / polaco Billy Wilder, de escasas simpatías por las ideologías revolucionarias, recordaba que lo que lo decidió a dedicarse al cine fue un fragmento de El acorazado Potemkim  que vio en su juventud en Berlín; la secuencia es famosa pero siempre merece recordarse: los marineros del film de Eisenstein se amotinan por el estado insalubre de los alimentos, el médico de a bordo acude a hacer la inspección y un plano detalle de sus lentes usados como lupa muestra la viva actividad de los gusanos sobre la carne; en el plano siguiente, el médico dictamina que la carne está en perfecto estado. Sesenta años después de aquella experiencia fundante como espectador y cineasta, Wilder narraba aún su impresión de esta manera: “todo el mundo al salir del cine, ya fuera conservador o liberal, salía convencido de la justicia del comunismo.”

     En Al filo de la democracia, de Petra Costa, documental de autora sobre el proceso político brasileño reciente, se pueden encontrar varias secuencias comparables a aquella que marcó a Wilder, la principal diferencia entre unas y otra es que ya no se trata de una construcción ficcional, y en algunos casos ni siquiera de operaciones de montaje. El ejemplo más elocuente de esto es la audiencia televisada a todo el país en la que en 2017 se decidió la culpabilidad y la condena de Luiz Ignacio Da Silva en el esquema de corrupción del Lava jato; en ella, en plano continuo, y ya sin lupas ni cortes de montaje, el procurador de la nación afirma: “No vamos a presentar pruebas concluyentes de que Lula es el propietario legal del apartamento porque, precisamente, el hecho de que no figure como propietario del triplex en Guarujá es una forma de ocultar su propiedad”.  Wilder, sus contemporáneos y el tiempo al que pertenecían las imágenes en común que les ofrecía el cine de ficción tenían aún productiva capacidad para el asombro; a nosotros, en cambio, la indignación ante la (puesta en) escena judicial real nos resulta tan obvia como inoperante e inconducente, en todo caso, ya no hay aquí asombro posible ante aquello del orden de lo obsceno que ha entrado en escena. Nuestra distancia con aquel tiempo parece inconmensurable.

     Pero veamos más de cerca y en extensión el asunto: en la cambalachera indistinción característica del sistema Netflix, se puede, con paciencia y fortuna, encontrar de tanto en tanto alguna película de interés. Hoy, y tal vez por un tiempo más, una de ellas es esta producción de la propia empresa, nominada al Oscar como mejor película documental de 2019, premio que finalmente no obtuvo.  Su título en portugués es Democracia na vertigem, la traducción que nos propone la productora, previo pasaje por el inglés internacional, The edge of democracy  sesga y empobrece el original y lo reduce a una expresión neutra que debilita su relación con la obra y su pertenencia a ella. Lo que se pierde en esta traducción es un doble efecto de vértigo que el film trabaja y despliega por fuera de la narración en off pero en relación con ella y que constituye,  tal vez, lo más incisivo y provocador de la película.  

     La reconstrucción histórica que se hace en el film destila, como es de esperar, una impresión amarga y oscura y abre unas cuantas preguntas cruciales sobre la forma de la nación y sus instituciones democráticas, no todas ellas cerradas o saldadas en el relato, por supuesto. Estamos ante un film complejo y reflexivo que, pese a que  se conduce a una visión decepcionada y decepcionante del presente político del país, no deja sin embargo de abrir varios caminos a la crítica histórica de la política y a las posibilidades de seguir ejerciéndola incluso a la vista de una catástrofe para todos los buenos sentidos de la vida democrática y de las expectativas de transformación real de una nación construida sobre una desigualdad mayúscula, estructurante y operativa en la mayor parte de la esfera pública y de las relaciones entre las clases sociales. Brasil tiembla y golpea en esta obra y ciertos imaginarios de la política contemporánea se exponen de forma abrumadora en la ruptura de ideales colectivos que se muestran estallados en el film y, ciertamente, muy difíciles de recomponer en la encerrona bolsonarista con la que concluye su relato.

     Costa no se limita, sin embargo, a la mera crónica histórico política sino que despliega también, como otro eje narrativo del film, una línea autobiográfica que ilumina algunos de esos bordes en los que se abisma su interpretación; este otro hilo conductor explora otras huellas como posibles respuestas a sus interrogantes sobre la tragedia nacional y elabora otros sentidos históricos  problemáticos sobre la escena general que construye: para decirlo más simple, esta línea biográfica articula coyuntura y estructura de un modo preciso y provocador e invita a considerar algunos aspectos tan obvios como generalmente omitidos en las lecturas cortoplacistas. En estas zonas el film trasciende el mero qué pasó para abrirse a una reflexión más amplia que permite pensar qué lo hizo posible

     El relato del ascenso y la caída del PT es claro y consistente, narrado en retrospectiva desde el día de la detención de Lula, momento en el que abre la obra. Se presenta aquí una lectura que narra con fervor la emergencia de esa fuerza de la izquierda nacional que, reunida en torno de la figura ascendente de su líder obrero, hacía por primera vez un lugar en la historia del país para las demandas y los derechos de la clase trabajadora y que proponía a la sociedad toda otro Brasil posible, con mayor igualdad, sin hambre y con posibilidades de articular en el tejido social las experiencias y las necesidades de esa amplísima mayoría de pobres que habían sido relegados de la dignidad social y el reconocimiento del estado. No hay mayor complejidad en esa reconstrucción que, al pasar, señala que, en parte, el acceso al gobierno de Lula y del PT debió pagar el precio de una cierta conciliación con los poderes establecidos, de la economía y de la política, para pasar de una vez de la reiterada derrota electoral a la conducción del estado. Esta línea de lectura será una de las claves de la interpretación del proceso que se desprende del film y llama la atención sobre las insuficiencias democráticas del régimen político, por un lado y sobre la debilidad del partido para hacer de sus bases sociales también una herramienta de transformación de la política en un sentido más amplio que el acceso al gobierno. Sin decirlo en palabras, el film afirma que el problema matriz radica en que, por diversas razones, el PT aceptó jugar un juego que nunca controló y que, en el curso de ese juego, sus propios dirigentes perdieron contacto con sus bases y con las razones legítimas de su hacer política en un sistema organizado para preservar los grandes negocios de la oligarquía. Luego, los tiempos dorados de Lula ocultarían parcialmente esta sombra que, en los años de Dilma ganaría definitivamente la escena y la imagen del Partido de los Trabajadores frente a una parte grande de la sociedad, incluidos algunos de sus votantes tradicionales. Aquí se exponen tres razones históricas: la caída de la economía en los años finales de la etapa de gobierno de Lula, el giro de Dilma hacia una cierta ortodoxia administrativa que redujo la intervención distributiva y, por tanto, parte de la legitimidad social de su gobierno y, la más confusa en el relato y, a la vez, la más determinante, el despliegue de una vasta operación anticorrupción que el gobierno de Dilma impulsó y respaldó y que terminó por erosionar su propia posición, abriendo la posibilidad de llevar adelante causas que se basaron, sobre todo, en el abuso de la figura del arrepentido y en una serie de maniobras ilegales avaladas y concretadas por el propio sistema judicial en connivencia con el bloque antipetista que se consolidó fuertemente en tiempos de Dilma en torno de su vicepresidente Michel Temer. Como se sabe, este proceso condujo a la destitución de Dilma y al encarcelamiento de Lula, en ambos casos sin pruebas de que hayan cometido los delitos que se les endilgaron. 

     El dispositivo de derribamiento del PT y sus dos líderes máximos se muestra atravesado de escandalosas escenas de corrupción e ilegalidad de sus acusadores políticos y judiciales. Costa, que comparte con su cámara algunas situaciones de zozobra e inquietud con Lula y con Dilma, repone en el relato el asedio de un conglomerado mafioso de intereses convergentes hacia la destitución, pero no soslaya que el partido perdió buena parte de sus apoyos sociales aun antes de la operación destituyente y más allá de la vigente popularidad de Lula.

     Recordemos, por fuera del film, que la trama del juicio y el proceso todo ya habían sido ensayados con éxito en Honduras y en Paraguay; en Brasil, sin embargo, alcanza límites grotescos y brutales que exhiben a un sistema político en profundo estado de descomposición pero con la suficiente capacidad para hacer lo que le demandan los poderes reales: llevar a cabo un golpe de estado que legalizan sus propios ejecutores. Entre la escena parlamentaria y la judicial se agota cualquier capacidad de asombro restante; nuevamente, lo que importa entonces no es lo que pasa, sino aquello menos evidente que, de repente, lo torna posible. 

     Así, el film toma nota, con dolido realismo, del creciente descontento popular sobre el gobierno de Dilma, del descrédito grande del PT y de las profundas tensiones sociales abiertas por un proceso político que apoyan aún millones y que otros millones también combaten en las movilizaciones públicas: las imágenes de multitudes contrarias en el predio junto al parlamento el día de la decisión del impeachment contra Dilma son elocuentes y los clivajes de color o de clase entre uno y otro grupo no resultan tan evidentes en ellas como esperarían nuestras buenas conciencias. Costa lo reafirma en su propio relato: la sociedad ha quedado partida en el curso de un proceso político que el film explica en off sin terminar de esclarecer cabalmente. Y aquí se presenta lo que entiendo como lo más singular y lúcido de la mirada de la autora: aquello que no se puede terminar de decir ni de explicar con discursos y palabras elocuentes, aquello que escapa incluso a la crónica minuciosa que presenta el film, se puede entrever en ciertas imágenes aparentemente secundarias de su relato. 

     Si bien la película cae por momentos en una cierta linealidad propia de aquello que se cuenta conociendo los resultados, introduce de todos modos algunas interrupciones / tensiones que enriquecen su mirada y que lo apartan de la mera crónica de las desgracias recientes; en esas interrupciones Costa alumbra zonas que quedan por fuera de su propia explicación oral y que hacen, por tanto, lugar a lo inexplicable, a lo que no puede saldarse o subsumirse en la mera cronología. Al incluirse ella misma en la trama histórica y social del film y sumar la historia familiar y sobre todo las historias de sus padres, la directora queda envuelta en una cierta ambigüedad que subtiende su propio punto de vista y el ánimo reflexivo con el que compone la obra. Sus padres, militantes revolucionarios en los años setenta, pasaron entonces a la clandestinidad y rompieron parte de sus vínculos con la familia Costa, una de las más acaudaladas del país, principalísima operadora y beneficiaria de las grandes obras públicas y participante fundamental de la construcción de Brasilia en los cincuenta. La opción de sus padres por la lucha armada anticipa la escisión entre ideales e intereses materiales y de clase que surca la historia familiar y sirve, de paso, como pregunta incisiva sobre las posibilidades del cambio histórico y sus límites. 

     En varias ocasiones en el curso del film y sobre todo en su tramo final, Costa introduce planos cenitales. Uno de ellos servirá como punto de llegada del relato: una vista del Planalto, la sede del gobierno federal en Brasilia. Costa desplaza la cámara lentamente para recoger con detalles la magnificencia de la obra, su exceso, su soberbia, su extraña monumentalidad futurista; se mete incluso en el edificio en momentos intrascendentes y deja que el objetivo de su cámara componga esa impresión de recinto de un poder que excede a quienes circunstancialmente lo habitan. No se trata sólo de la exposición del poderío económico de quienes lo construyeron, hay en esos planos algo más, algo que intenta retener lo que constituye y expresa simbólicamente la fuerza de esa clase obscenamente dominante a la que pertenece la familia de la propia autora. El plano cenital reiterado es entonces un recurso de doble filo: sirve al film para exponer desde arriba aquello que no puede ser explicado claramente desde abajo, sugiere por tanto que ese poder real ha permanecido básicamente inalterado incluso en los mejores tiempos de Lula y que sólo mirando desde arriba se pueden percibir ciertos sentidos informulables para las convenciones de la política democrática y sus vaivenes. Así, no es casual que en su reposición histórica su propia familia ocupe un lugar de enorme y sostenido privilegio hasta el presente, tampoco que la división social y política que se expone en el curso de la crisis de destitución del PT se nos muestre desde un plano vertical y hacia abajo en el que cabe toda la escena. Consciente de una posición de clase reñida con la ideología que subtiende y motiva su obra, Costa intenta ir más allá de las preguntas corrientes. Volvamos al título entonces, el vértigo de esta democracia, la insólita rapidez con la que se pasa de un extremo a otro del espectro ideológico, sólo puede comprenderse con claridad si se la observa desde arriba. 

     Tal vez, lo que se interrogaba en silencio en este film sobre el laberinto Brasil, cobra hoy, a la luz de esta pandemia que socava buena parte de las certezas sobre el orden del mundo, una actualidad aún más apremiante: ¿cómo haremos para recuperar nuestra capacidad de asombro frente a los monstruos que creamos y sostenemos? Y si fuéramos capaces de recrearla, ¿qué haríamos con ella? En su epílogo a La era del imperio, Eric Hobsbawm escribía: “Lo único seguro sobre el futuro es que sorprenderá incluso a aquellos que más lejos han mirado en él”. 

MARCELO SCOTTI

Es profesor en las carreras de Historia y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP y es docente de la FLACSO Argentina. Ha publicado recientemente el libro Transficcional, para abordar el malestar en las prácticas socioeducativas, a través del cine en diálogo con el psicoanálisis.

Stasis, de Giorgio Agamben

FILOSOFÍA / HISTORIA / POLÍTICA

ROBERTO PITTALUGA


Stasis. La guerra civil como paradigma político (2017)
de Giorgio Agamben

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     ¿Por qué motivos políticos Thomas Hobbes se inclinó por una figura que sabía asociada al Anticristo para nombrar una de sus principales obras de teoría política? ¿Qué significados y qué funciones tenía la stasis, que llevaron a Platón a sostener que en esas guerras los griegos luchaban como destinados a la reconciliación? ¿Qué excluye el concepto de lo político de Carl Schmitt tras la aparente simpleza del par amigo/enemigo? ¿Por qué la guerra civil puede ser pensada como paradigma político?

     Estas son algunas de las preguntas que jalonan el recorrido de Stasis. La guerra civil como paradigma político, de Giorgio Agamben, nuevo capítulo de la zaga Homo Sacer, en el que se reúnen dos seminarios dictados en 2001, pero publicados en Torino recién en 2015, y en los cuales Agamben se aproxima a la stasis, la guerra civil, ese fenómeno “tan antiguo como la democracia occidental”. Por supuesto, no hay ninguna ingenuidad ni sólo una vocación fáctica en este señalamiento de la común antigüedad de stasis y democracia. Un diagnóstico sintomático es el punto de partida: si bien hay una “polemología” y una “irenología”, se carece hasta hoy, dice el filósofo italiano, de una “stasiología”, una teoría o doctrina de la guerra civil;  precisamente en la época en que se extiende la “guerra civil mundial” (categoría introducida por Hannah Arendt y Carl Schmitt) y el sentido moderno tradicional de la guerra ha desaparecido.

 

Juegos de guerra

     Pero arranquemos por el final. En el segundo de los trabajos reunidos, “Notas sobre la guerra, el juego y el enemigo”, el filósofo italiano nos ofrece una sólida refutación de la concepción schmittiana de la política —y con ella, del lugar primordial que tienen las figuras del enemigo y de la guerra, categorías que Schmitt mantiene en una consciente indistinción. Lo que esta doctrina excluye, dice Agamben, es que antes que la supuesta común capacidad de los hombres de matarse entre sí, ha sido la producción de una vida humana a la que se puede matar —el homo sacer— el basamento del orden jurídico-político occidental, y es de allí que se deriva el contenido de cualquier figura de enemistad en la modernidad. 

     Frente a esa concepción, Agamben recupera el carácter agonal de las guerras en la Grecia arcaica, en las cuales lo lúdico era el paradigma básico. Guerras que no eran simulacros, cuyas razones no eran ni la enemistad ni el aniquilamiento de las condiciones de existencia del contrincante, sino que se libraban por juego (agon), como instancia de regulación de las relaciones entre comunidades (que podían incluso tener vínculos amistosos de antaño) o al interior de ellas; combates de los que emergían relaciones de alianza, y de allí la observación de Platón que apuntamos al comienzo. La guerra en su forma originaria, había dicho Johan Huizinga, era un aspecto esencial de la función agonística y por lo tanto lúdica de una sociedad dada, lo cual se expresaba en la ambigüedad de términos como el griego xenos o el latino hostis, que designaban tanto al extranjero como al huésped (con quien desde entonces se establecía una relación de amistad duradera transgeneracional, como se aprecia, por ejemplo, en La Ilíada). Su mutación posterior (capturada por la polis) no debiera significar el olvido de esa originaria función agonal-lúdica como aspecto consustancial de la convivencia entre grupos humanos, porque —pensamos— sobre esa base se puede concebir otra política y otra subjetividad, donde el juego sea el elemento primario.

 

Politizaciones 

     En el primero de los dos estudios reunidos, en una línea de reflexión que contribuye a un pensamiento no sustancialista de la política, Agamben interpreta a la stasis como una zona de umbral, una región situada entre la casa y la ciudad, entre lo impolítico y lo político, entre la domesticidad y la ciudadanía —porque oikos y polis, si bien distintas y separadas, están estrechamente vinculadas por el mismo tipo de relaciones de exclusión e implicación que zoé y bios—, un campo de tensiones surcado por corrientes de politización y despolitización, campo en el que “la casa se excede en la ciudad, y la ciudad se despolitiza en familia”. Se puede sostener, entonces, que hay una política que es la polis, una condición vital e identitaria de los ciudadanos asumida en una legaliformidad, el derecho ciudadano, y expresada en una institucionalidad y una subjetividad. Pero también existe otra política, o bien dicho, existen politizaciones (como también despolitizaciones), y es ese campo tensionado el que se revela —y también se rebela— en la stasis, la guerra civil. Se trata de un paradigma político —en el sentido en que Agamben entiende el concepto de paradigma— en tanto coesencial a la ciudad, algo que no puede ser eliminado, aunque al mismo tiempo debe ser elidido, borrado. 

     Etimológicamente, advierte el autor, stasis nombra el “acto de levantarse, de estar firmemente de pie”. Alguna vez Judith Butler sugirió que la figura de la rebelión, de la sublevación, es la de un cuerpo erguido, la de una persona elevada; alzamiento, se dice también de las revueltas; algo se eleva, se yergue (como en La libertad guiando el pueblo, imagen que se reitera en cuanta movilización popular presenciemos). En el caso de la stasis, anotemos también que se trata de un acto, de modo que podríamos pensar la política (la politización) como ese acto de levantarse, de erguirse, una acontecimentalidad gestual. La política como gestualidad.

     La stasis se ubica, entonces, en el núcleo de ese campo de politizaciones y despolitizaciones, revela su existencia, de modo que hay momentos de la historia que se caracterizan por “la tendencia a despolitizar la ciudad transformándola en una casa o en una familia, regida por relaciones de sangre y por operaciones meramente económicas” —momentos dominantes, agreguemos—  y existen otros “en los cuales todo lo impolítico debe ser movilizado y politizado” y que, podríamos decir, coinciden con la raíz etimológica de stasis. Pero en ambas situaciones, ¿qué o quiénes son los que se levantan y ponen de pie o, contrariamente, se refugian en ámbitos considerados no políticos, preservados de dicha dimensión? 

 

Aboliendo al Leviatán 

     Agamben retoma el carácter contradictorio del concepto de “pueblo” en el pensamiento político occidental, que Hobbes tenía muy presente: hay pueblo soberano a condición de dividirse a sí mismo en “multitud” y “pueblo”, es decir, desdoblándose en dos formas de existencia del pueblo, desdoblamiento que toca el núcleo de las relaciones entre política y representación. Pues, por un lado, hay Commonwealth, Estado o Leviatán, que no es más que una representación, una ilusión óptica, que cual dispositivo catóptrico hace ver un pueblo donde hay multiplicidad (multitud); para el filósofo inglés, sólo hay “pueblo” cuando coincide con el Monarca-Leviatán, es decir, el “pueblo hobbesiano” es visible en el Estado, cuya soberanía deriva de la multitud que lo invistió. Pero por otro lado, está ese otro pueblo, que Hobbes nombra como “multitud desunida” (cuando precede al Estado), o como “multitud disuelta” (en tanto objeto referencial de la representación que el Estado es); multitud que por ser el elemento impolítico —en esta racionalidad de la política— no puede ser representado, y por eso su ausencia en el frontis que ilustra la primera edición de Leviathan.

     La unidad del Estado-Leviatán, en tanto artificio ficcional, implica un dispositivo que instituye el lugar de la mirada, que coloca a los sujetos que supuestamente lo constituyeron en una perspectiva en la que, como “multitud disuelta”, no pueden simplemente renunciar a la representación que los designa como el “pueblo soberano”; la multitud queda capturada por esa representación unitaria. Pero eso comporta que el Estado hobbesiano es un Estado sin demos, sin pueblo —sin ese pueblo bajo, de menesterosos, de excluidos, de subalternos, pueblo con minúscula o multitud, así nombrado en infinidad de textos del pensamiento occidental. Y sucede que es ese demos, esa multitud la que habita realmente la ciudad, aunque como elemento designadamente impolítico. Desdoblamiento del pueblo, fractura en la política moderna: mientras el body politic, Common-wealth, sólo existe en un plano irreal, en la ilusión óptica que lo unifica y lo presenta representando —como dirían los teóricos de Port Royal— la invisible multitud real amenaza permanentemente con erguirse, con la guerra civil, inevitable derrotero para convertirse en multitud desunida derrotando al Leviatán. De modo que el Estado hobbesiano convive con la guerra civil, Leviatán con Behemoth. 

     La soberanía de la representación nunca es, entonces, completa; en la frase “nosotros, el pueblo”, como analizara Butler, siempre se retiene un plus soberano que puede ser demandado por los representados, por el pueblo (con minúsculas). Pero, hay que agregar, esa demanda es la que abre la situación de guerra civil. Por eso Agamben, a pesar de citar la taxativa diferenciación entre guerra civil y revolución que tempranamente formulara Hannah Arendt, se pregunta si no se trata meramente de una diferencia de nominación. Guerra civil, como también rebelión, como apuntó Reinhart Koselleck, si bien no coincidían exactamente con revolución tampoco se excluían mutuamente en torno al 1700, de modo que así se nombraban acontecimientos que con posterioridad a la Revolución Francesa serán vistos efectivamente como revoluciones (el caso más ejemplar sigue siendo la revolución en la Inglaterra del XVII, precisamente cuando escribe Hobbes).

     Es en este punto que Agamben retoma la tercera parte del libro, sección generalmente eludida por los comentaristas modernos. Allí, el filósofo de Malmesbury plantea que el Reino de Dios, un estado real y efectivo —ni utópico ni metafórico—tendrá lugar con la Segunda Venida, momento en el cual se superará la cesura entre body politic y multitud, el pueblo podrá reencontrar su cuerpo político, ya sin jerarquías entre la cabeza y el resto. Leviatán y Reino de Dios son “dos realidades políticas autónomas pero conectadas, en el sentido de que el advenimiento de la segunda implica el final de la primera”, un giro sorpresivo si se toma la tradicional figura de Hobbes como pensador conservador (tal, por ejemplo, la valoración de Norberto Bobbio), y de notable afinidad, agrega Agamben, con los fragmentos teológico-políticos de Walter Benjamin. Un Hobbes escatológico, seguro de que el estado del Leviatán debe ser abolido.

 

     Carácter agonístico y no sustancialista de la política, al menos de esa política que el filósofo italiano prefiere nombrar como politización, ese campo tensionado que la stasis revela; núcleo de la concepción hegemónica de la política moderna que resulta para ésta irrepresentable y con el que necesariamente debe convivir. ¿En qué consistirían esas corrientes politizantes, esos momentos en los que todo lo impolítico se moviliza y politiza? Para un autor tan preocupado, desde hace años, por ir más allá de un pensamiento de la política en términos de medios y fines, la politización como acción no podría limitarse a una praxis, ni tampoco a un acto poiético. Como en el juego, se trataría más bien de una acción performativa, un tipo de acción gestual —dado que gesto es el término que aun retiene, en las lenguas modernas, un verbo olvidado, gerere, que refería a un tercer tipo de acción, entre la praxis y la poiesis, como nos advierte Agamben en Karman. Breve tratado sobre la acción, la culpa y el gesto. El acto de levantarse que es la stasis sería el gesto político que la multitud disuelta, habitante real de la ciudad, despliega en su desafío al Leviatán, a la big politic de la representación. Un gesto que es una acción en la que han quedado interrumpidos sus fines normalizados, refigurando de ese modo la situación.

     Así fueron, pienso, las marchas nocturnas y espontáneas de 2001 y 2002 en Argentina, acciones que no tenían clara su finalidad, que ni siquiera seguían la pauta tradicional de las movilizaciones demostrativas, sino que más bien se realizaban como agon, actuaciones performativas cuyo alcance se iba revelando en la medida en que se actuaba, y que si eran “convocantes” era gracias a ese carácter lúdico, donde lo importante era estar ahí. Movimiento en y de la nocturnidad, gesto político que interrumpía la temporalidad cotidiana y la distribución hegemónica de la energía del colectivo. Hubo —hay— muchas de esas acciones, pequeños actos, que visibilizan a la multitud, dan cuenta de su presencia e inquietan a la representación. Acciones que son gestos que, por lo demás y en tanto figuraciones, articulan —potencialmente— a un pueblo múltiple sin remitir a la identidad de un sujeto previamente designado.

 

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Coda

     Domingo 12 de abril. Pero podría ser lunes, o jueves, o simplemente día (o noche), ni 12 ni domingo, en la cuarentena planetaria. Días extraños estos, en los que son mayoría quienes vislumbran cambios epocales, donde se habla de los tiempos de la pandemia y se especula sobre los tiempos de la postpandemia. Días de aislamiento o distanciamiento social, nos dicen, pero no se termina de calibrar cuán gravosa puede ser esa denominación, habida cuenta del poder de los nombres para crear sus referentes. Tampoco sabemos si el respeto de las medidas de distanciamiento expresan una solidaridad extendida, como apuntan algunos, o un pánico masivo que expresa sensibilidades recluidas de antemano en la (sobre) vida del capitalismo tardío.

     Las opiniones se dividen. Apelando a los términos que Agamben emplea en Stasis, ¿estamos en una época de despolitización, época que se inicia a principios de los años ’70 y que la actual pandemia sólo nos muestra más crudamente? ¿O, como se señala desde otros rincones del pensamiento, se abre hoy la oportunidad para un tiempo de politización, en el que todas nuestras relaciones sociales quedarían expuestas para ser transformadas bajo el prisma de la crítica? Tal vez la época de despolitización continúe de manera más aguda, pues está por verse cuánto sedimenta en subjetividades esta nueva normatividad de los cuerpos separados como paradigma de la sociedad saludable (viejo paradigma el de la separación de lo que está junto —por ejemplo, la cooperación que está a la base de la sociedad— el cual siempre está acompañado de una alguna forma de unión artificial). A la par, seguramente seguiremos insistiendo, como siempre, en esas politizaciones de la resistencia, retomando las diversas experiencias de las revoluciones, las insurrecciones o de las micro-experiencias resistentes a las diversas relaciones de explotación y opresión que nos brinda la historia. Pero la historia —la que nos interesa— no es solamente un archivo experiencial: es también una temporalidad pendiente que, invocada hoy, puede darnos ese plus, esa conmoción y desarticulación del presente como uno.

     Cuando la virtualidad de las redes informáticas promete superar nuestro encierro y mantener (a distancia) nuestras relaciones intersubjetivas y también nuestra capacidad productiva sin pérdida, disminuyendo el ritmo del contacto, perdón, del contagio, ¿cuál sería el gesto de erguir el cuerpo político revolucionario y/o resistente? ¿Acaso existen políticas de las emancipaciones que no requieran de la generación de un exceso, emergente de un colectivo de cuerpos en contacto? Y el espacio propio de esas políticas emancipadoras ¿cómo dislocaría el que surge del distanciamiento social, para hacerse visible en su disenso? Tal vez hoy, más que apurar las respuestas, se trata de formular las preguntas.

ROBERTO PITTALUGA

Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).