GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

Anatomía del pánico, de Alejandro Rabinovich

HISTORIA

ALEJANDRO MOREA


Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui. La derrota de la Revolución (2017)
de Alejandro Rabinovich

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     I

 

     Después de tanto años de historiografía, de tantos libros escritos, ¿cómo hacemos para seguir hablando de la revolución? Aunque sea el mito de origen de nuestro estado nación, y aun si le diéramos la razón a Crocce, no parece sencillo volver una y otra vez sobre el tema para decir algo, no digamos interesante, sino relativamente novedoso. No lo aclaré, pero quizás sea necesario, cuando decimos la revolución, sin demasiadas precisiones, es porque para nosotros es claro que estamos hablando de lo ocurrido del 25 de mayo de 1810 en adelante. Dudo que para algún historiador del siglo XIX argentino la idea de revolución remita antes a algún otro proceso, seguramente también a la revolución francesa, pero no mucho más allá. No es para negar otras revoluciones, solo para marcar una identificación. Con todo, el mercado editorial logró en estos años mantener cierta dinámica, y junto con las publicaciones de historiadores extranjeros que traen las grandes editoriales, es posible encontrar un sinfìn de libros de autores locales, en muchos casos la transformación de las tesis de doctorado de esos historiadores, que demuestran la potencia y la vitalidad del campo. Pasados los años centrales del momento bicentenario (2010-2016), los libros dedicados a la revolución la tienen más difícil para hacerse un lugar en un mercado editorial donde el paso parecen marcarlo otras temáticas. Sin embargo, creemos que Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui o la derrota de la Revolución, de Alejandro Rabinovich, aunque ya tienen algunos años de editado, se merece un lugar importante, y que le prestemos atención. 

 

     II 

 

     Quizás, inicialmente, no resulte muy atractivo un libro que desde el título nos anuncia que nos va a contar acerca de una batalla. ¿Acaso no aprendimos, de la mano de Marc Bloch y Lucien Febvre, que una historia renovada tenía que discurrir por otros canales, lejos de los acontecimientos políticos, de los grandes hombres y sobre todo de la guerra o los campos de batalla? Pero creanme que este no es el típico libro de historia militar, y si bien se va hablar de la batalla de Huaqui que tuvo lugar el 20 de junio de 1811, la elección de este acontecimiento, es en realidad una excusa para hablar de muchas otras cosas más, básicamente de la revolución y la sociedad que le dio origen. En los últimos años hemos asistido a una renovación de los estudios sobre los ejércitos, los soldados, las milicias y las guerras dentro de la historiografía argentina. Y ninguno de los que participan de este sub campo, que se empezó a constituir a principios del siglo XXI, diría que lo que hace es historia militar, quizás unos cuantos sí que hacen historia de la guerra. Lo cierto es que no hay acuerdo sobre qué es lo que efectivamente se hace: ¿Historia social de la guerra? ¿Historia cultural de la guerra, siguiendo a Keegan? Pero dejando de lado la discusión más epistemológica, lo que Alejandro Rabinovich nos trae es un logrado ejemplo de cómo un viejo objeto de estudio puede ser revisitado desde una óptica diferente para, a su vez, traer nueva luz sobre un problema más grande que contiene al anterior, la revolución, y que ha sido profundamente estudiado. 

 

     III

 

     La pregunta principal que intenta responder Rabinovich es ¿qué pasó con el Ejército Auxiliar del Perú en la batalla de Huaqui? Para los que no tengan muy presente lo ocurrido, el autor hace una recapitulación inicial donde señala el meollo del problema: el ejército se vino abajo rápidamente, como un castillo de naipes, y no solo eso, sino que literalmente desapareció. De casi seis mil hombres, luego de la batalla no quedaron más que 2000 y con muy pocas bajas en combate. ¿Cómo se explica esto? Acá es donde podemos ver el diálogo interdisciplinario que propone el libro, la verdadera apuesta de la propuesta de Rabinovich. Porque para entender qué pasó con esa fuerza militar, el autor nos plantea que el pánico es el principal elemento a tener en cuenta: “Lo cierto es que, al hallarse cortado en medio de los cerros, él huyó (se refiere al capitán Bernardino Paz) con el resto de sus hombres hasta dar con la división de Bolaños, vociferando que habían sido destrozados, que habían perdido la artillería y que estaban cortados. Es probable que solo se refiriera tan solo a la suerte de sus cuatro compañías, pero los hombres de la división de la derecha, que no sabían lo que sucedía del otro lado de la quebrada más que por el rugir de la artillería, interpretaron naturalmente que era toda la división de Viamonte la que había sido derrotada. Y los que gritaban no eran sólo vulgares soldados, sino que lo escuchaban de la boca de un señor capitán, con nombre y apellido. El efecto fue instantáneo y desvastador como el de una descarga eléctrica.”

     La identificación del miedo no es lo novedoso, ya había sido señalado su presencia entre las tropas en los primeros relatos de los historiadores sobre Hauqui, sino el trabajo para comprender cómo se lo estudia en otras disciplinas, como funciona y sobre todo, de qué manera operó en la batalla sobre los combatientes y en los días siguientes. Porque como señala el autor: “Dados los tremendos gastos y sacrificios requeridos para formar un ejército, la posibilidad de perderlo de la noche a la mañana por un grito inoportuno conllevó siempre una inusitada gravedad institucional. Es posible afirmar, de hecho, que los enormes esfuerzos realizados por los Estados modernos para disciplinar a sus ejércitos, instruir a su tropa, educar a sus oficiales y regular cada segundo de la vida del regimiento, no constituye sino un intento de conjurar la posibilidad de que estalle un pánico a la hora de la batalla.”

     Para explicar entonces lo ocurrido en Huaqui y la actitud de Paz y de los hombres al mando de Bolaños, Rabinovich recurre a otras disciplinas para tratar de entender los comportamientos de los hombres en situaciones críticas. Porque convengamos, que esperar formado en una línea, sin moverse, ni cubrirse, la descarga de fusil o de artillería del enemigo, como era lo usual en la guerra en esos momentos, no es una situación cotidiana para campesinos, jornaleros, artesanos, peones, que integraban el grueso de la tropa de ese ejército de reciente formación. Y para entender esto, no nos alcanza con los relatos sobre la identificación con la causa, los comportamientos heroicos o la mirada más romántica del sacrificio por la patria. Partiendo de la historia social, para entender cómo se fue armado el Ejército Auxiliar del Perú, las dificultades que tuvieron que superar los que se encontraban al mando, y cómo efectivamente se entraba a una tropa para entrar en combate, Rabinovich da cuenta del intento de la revolución por tratar de conformar una fuerza militar que le permitiera ganar en el campo de batalla y cómo ese proceso quedó trunco, incompleto, poniendo en riesgo, con su fracaso, la misma supervivencia de la revolución. 

 

     IV

 

     Pero el libro de Rabinovich no solo es un aporte original en torno a lo que tiene que ver con la preparación previa a la batalla, las disposiciones tomadas para conformar un ejército, el desarrollo de Huaqui en sus diferentes planos y escenarios, en cómo se inició el miedo que devino en pánico y desbandada general, sino también en volver a situar la guerra en el centro del relato de la revolución. Parece una obviedad lo que decimos, porque todos tenemos presente que la revolución devino en guerra, pero no es así. No pocos de los trabajos sobre la revolución tienen a la guerra como algo que transcurre en el fondo, del que nos llega un eco lejano cuando se produce una enfrentamiento militar, en Tucumán, en Salta, en Montevideo, Vilcapugio, Sipe-Sipe o Maipú. Esto no quiere decir que se deba apostar por la simplificación y señalar que la actividad bélica se lo come todo. Es más bien situar a la guerra como estructurante del proceso revolucionario y, por lo tanto, también de la sociedad, sin negar a su vez, que las formas que tenía esa sociedad en la previa, también terminaron incidiendo en cómo se desarrolló la guerra: “En definitiva, como ya hemos dicho, cada pueblo hace la guerra de la forma que le corresponde, y no puede cambiar esta manera de combatir sin cambiarse a sí mismo en el proceso.” Lo que se propone es entender a la revolución desde la guerra y comprender hasta qué punto la guerra revolucionario adquiere un cierto aspecto en el Río de la Plata.

     Finalmente, el libro se asoma a ver cómo las mutaciones que trae el momento revolucionario en el orden de lo simbólico, de lo político, de los lenguajes, y que son importantes para pensar muchas de las futuras transformaciones del orden social colonial, se hicieron presentes en el el Ejército Auxiliar en esa primera campaña en el Alto Perú y por lo tanto fueron incorporados por los soldados y oficiales de la revolución. Y aunque Rabinovich no lo diga, quizás sea esta cuestión, la politización, la identificación con un nuevo imaginario político, la que salve a la revolución de la que él dice que es su peor derrota. Aunque esto último, que Huaqui haya sido la peor derrota de la revolución, se lo podríamos discutir.

ALEJANDRO MOREA

Es Profesor de Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP) y Doctor en Historia por la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN). Es investigador del CONICET. Su trabajo está enfocado en el proceso revolucionario, las guerras de la revolución y sus ejércitos, y la construcción de carreras políticas.

Miradas en torno al problema colonial, de Ochoa Muñoz

HISTORIA / POLÍTICA

YAMILA BALBUENA


Miradas en torno al problema colonial. Pensamiento anticolonial y feminismos descoloniales en los sures globales (2019)
de Karina Ochoa Muñoz (Coord.)

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     Mi Cuerpo Sur fue atravesado por la lectura. Las palabras lograron penetrar mi exterior Blanco, hasta llegar donde habitan el negro y todas las tonalidades del marrón. No es una esencia previa o biológica, es un antes en el tiempo de la historia donde fuimos otros seres… hay una memoria, o muchas, que nos traen ese recuerdo, como si fuera un viento de mar, para despertarnos del letargo. El Norte dominante e imperialista que hay en mí ha sido mi Cabeza. A veces me dejo conducir unánimemente por ella y me pierdo. Pensar con el corazón es una actitud antipatriarcal y anticolonial.

     Puede ser un fraude para quienes se aventuran a este libro a través de mis ojos; sin embargo, no dejo de encontrar en lo que leo mis propias preocupaciones: construir feminismos, recuperar prácticas feministas, reflexionar sobre los feminismos y sus prácticas. Tampoco puede ser de otro modo: sólo logro hacerme de la lectura entreviéndola con las preguntas que hoy levantan signos de interrogación debajo de mi piel. 

     Hacernos estas preguntas ahora es posible, en parte, porque en el camino fuimos respondiendo otros interrogantes. Sé que el tiempo detenido es un artilugio de la escritura; a medida que escribo los intereses cambian, y mis palabras envejecen. Todavía es preciso seguir diciéndolo: mi lectura es política y mi decisión de compartirla, aún más. 

     Karina Ochoa reúne voces diversas que dan cuenta de la pluralidad del feminismo decolonial. Voces que son prácticas, situadas desde el cuerpo. Que, a la vez, son experiencias de lucha, resistencia, acciones, y que juntas son un aporte teórico, un arma teórica para las prácticas y para leer nuestras experiencias situadas desde esta nueva concepción de teoría que es también cuerpo y corazón, como documenta el trabajo de Pérez Moreno. 

 

***

 

     Miradas está ordenado en siete capítulos. Algunos se componen de varios artículos, pero el primero y el último son unitarios. Tanto el abordaje de Mendoza como de Londoño Bustamante son únicos en su tipo. En el primero, Mendoza nos acerca un estado del arte de los estudios decoloniales y su andamiaje conceptual. En el último, Londoño Bustamante, por su parte, historiza el surgimiento de una historiografía feminista. Entre ambos, se presenta una agenda temática y política que proponen los distintos abordajes que componen este libro, la articulación entre el pensar, hacer y sentir sin disciplinar un aspecto al servicio del otro, sin tampoco otorgar a uno más valía que el otro. 

     Mientras que los capítulos dos y tres, a partir de los textos de Cumes, Marcos, Álvarez Díaz, Pérez Sián y Pérez Moreno, se recupera y se propone recomponer y visibilizar genealogías con las lenguas, cosmovisiones y legados ancestrales, los capítulos cuatro y cinco nos convidan de estrategias de descolonización entendidas como prácticas que buscan incomodar, canalizar acciones no regladas o cuya existencia excede los cánones, y/o subvertir el orden material y simbólico vigente. Martínez Sinisterra propone desmoronar el racismo, descolonizar la praxis política, a partir de producir un archivo, un conocimiento, una pedagogía propia. Gracias a la investigación de Cejas podemos conocer las movilizaciones estudiantiles sudafricanas que claman por la descolonización del saber y que fueron reprimidas como en los tiempos del Apartheid. Cabanillas nos acerca la experiencia de organización de mujeres musulmanas en Sudáfrica; la entrevista de Ilyas F. Garcés nos aproxima al pensamiento musulmán decolonial de Adlbi Sibai; y, por último, Filigrana García, desde los sures de Europa, suma su voz como feminista gitana andaluza.

     El capítulo seis, propone la descolonización del arte a partir de concebir otras manifestaciones artísticas a la vez que leer críticamente las existentes. Garzón Martínez repasa el canon literario racista a partir de tres novelas colombianas y Difarnecio, busca traducir en palabras lo que es poner el cuerpo a partir de una relatoría sobre teatro creado y actuado por mujeres mayas.

     La unicidad del libro la encuentro en la asunción de una posición anticolonial. En primer lugar, en el sistema clasificatorio que ordena cuerpos y realidades según la raza y que otorga privilegios tangibles y bien concretos tal como manifiestan las autoras. En segundo lugar, conocer, comprender y honrar las distintas resistencias que se levantaron en su contra y que expresan una genealogía para quienes hoy seguimos resistiendo desde las periferias. No en busca de un paraíso pre existente, sino como objetivo para pensar quiénes somos y cómo queremos vivir.

     En tercer lugar, evidenciar los mecanismos de opresión y las respuestas que impactan sobre la realidad y las posibilidades de teorizar sobre las mismas desde una episteme no blanca. Lo que supone poder conceptualizar al sistema mundo capitalista moderno colonial que habitamos como clasista, racista, misógino y heteronormativo que genera una asimetría en el plano existencial y mental.

 

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     Estos comentarios se enmarcan en un contexto particular de lectura y recepción del libro desde la Argentina. En la actualidad, gran parte del pueblo trabajador está sufriendo una crisis aguda como consecuencia de la aplicación mecanizada de los paquetes de medidas estandarizados que el capitalismo global y sus secuaces anónimos han diseñado para territorios como el nuestro.

     Durante la gestión macrista, las políticas neoliberales de ajuste, desempleo, especulación financiera y endeudamiento externo no se aplicaron sin una férrea resistencia. 

     En las movilizaciones masivas la presencia feminista es visible e invisible a la vez. Por un lado, la inmensa mayoría del activismo luce de manera permanente el pañuelo verde de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto legal, seguro y gratuito. Ese pañuelo -a veces combinado con el color violeta o de la bandera del Orgullo- se ha convertido en un símbolo de identificación no sólo en los espacios de lucha, las marchas o actos convocados, sino también en la vida cotidiana. Decoran bicicletas, se lleva en los puños, mochilas y representan la marea verde violeta que viene inundando las calles en diferentes concentraciones específicas, como fueron los paros internacionales (#8M), la presentación del proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) y su tratamiento en el congreso (#13J), contra la violencia y los feminicidios (#Niunamenos), entre otras (Alonso, 2018). La nueva ola del feminismo ha inundado no sólo las calles, también los medios de comunicación, las redes sociales, las universidades, hasta el mundo del espectáculo se ha visto conmovido y se expresa en nuevas colectivas inéditas en términos de activismo, como el Colectivo de Actrices Argentinas (AA). 

     A pesar del protagonismo que estoy describiendo, se sigue presentando de manera sectorizada (y masculina) la lucha contra la pobreza, el hambre y el saqueo. Y las feministas sólo son enunciadas en algunos casos como activistas de lo específico: de las mujeres y las disidencias sexuales. Y de sus “temas”: el acoso, el cumplimiento de leyes como la de Identidad de Género o Educación Sexual Integral (ESI), etc. 

     La violencia de la narrativa que nos borra de los relatos, de las estructuras económicas que viven de nosotras/res, que se alimentan de nuestro trabajo gratuito, no son otras que narrativas coloniales. ¡Son tan hegemónicas!, incluso dentro de la corriente decolonial o poscolonial en donde la colonialidad del género sigue siendo una variable y no es concebida como estructural (Bruschetti, 2017). 

     El pensamiento dominante desconecta nuestra existencia y resistencia para compartimentarla en lo específico, sectorial, de última, cosas de mujeres. Al mismo tiempo, y haciendo carne la interseccionalidad del sistema y de la respuesta que tenemos que darle, quienes nos aventuramos a develar su crueldad y deshumanización estamos llevando adelante un debate en torno al sujeto político del feminismo. No es una disputa nueva, pero adquiere una fuerza sin antecedentes en el marco de la organización de los denominados Encuentros Nacionales de Mujeres (ENM) que se vienen realizando de manera ininterrumpida desde el año 1986 (Alma y Lorenzo, 2009)

     Las discusiones profundas que se vienen llevando a cabo pueden verse contenidas en los aportes que este libro nos acerca en relación a pensar otras articulaciones por fuera del marco normativo occidental y eurocentrado, como los Estados Nacionales, como así también en otros debates que el libro tematiza respecto a un uso restrictivo o normativo del feminismo, al reconocimiento de las cosmovisiones ancestrales, a escuchar todas las voces y darles existencia y encarnadura, entre otros aspectos. Lo que estamos debatiendo es quiénes somos, cómo nos nombramos y porqué luchamos. 

     En este momento los feminismos de Argentina, al igual que las movilizaciones estudiantiles de Sudáfrica, se enfrentan a la necesidad de descolonizarse. Pluralizar su enunciación, como proponen Ochoa Muñoz y Garzón Martínez en la Introducción, no supone un uso políticamente correcto. Sino entender las contribuciones y debates como parte de un todo sin centro, sin acuerdos totales, sin síntesis sencillas de deglutir. Algo más fácil de decir que de asumir, al menos en un entorno tan reglado por las grandes epistemes universalizantes occidentales. 

     Tampoco significa que no haya ninguna posibilidad de unir voluntades de las expresiones de Abya Yala y los sures globales. Por el contrario, existe un hilo que teje las tramas de diversos dibujos y colores y permite pensar el colonialismo como fenómeno que nos ha interrumpido el tiempo, imponiendo un sistema, unas formas, rupturistas respecto a lo previo y que no está instalado como suceso en el pasado remoto sino al revés, vive en nuestros cuerpos, la forma en la que hablamos, el modo en el que entendemos nuestro presente. 

     Hay horizonte de articulación, posibilidad de acuerdos transitorios, de definiciones, porque hay esperanzas, algunas presentes en estos relatos que estoy comentando.

     Expresar que la superioridad occidental es una ficción es el primer paso para dejar de pensarla y sentirla como verdadera. Nos obliga a rastrear y reconocer otras genealogías otras, no las yanquis ni las parisinas; nos permite, en un acto liberador, dejar de querer encajar en una ropa que no es de nuestra talla y mirarnos en un espejo sin sentirnos farsantes: nunca vamos a estar a su altura, lisa y llanamente porque no somos ellas. Somos otras, que para poder existir como tales, tenemos que deconstruir la mirada ajena y mirarnos con nuestros propios ojos como lo expresaba Fanon (2009).

 

***

 

     Este libro, desde mi lectura, nos aporta los hilos para bordar con un diseño propio lo que podemos y somos. No es sólo lo que dice, sino el modo en que lo dice. Propone una nueva genealogía y a la vez, recupera genealogías que se nos fueron perdiendo, deshilvanando. No es que las perdimos jugando al distraído, como dice una canción de la infancia, sino como parte de las estrategias de poder, poder/saber, y que por lo tanto encontrarlas/re encontrarlas supone discutir el poder, desarmar el poder, empoderarnos. Pero también supone discutir con el patriarcado académico y disputarle la producción de sentidos, significados, saberes y conocimientos.  

     Los feminismos decoloniales contribuyen en este proceso sumando, además, un mecanismo de escucha que genera disrupción, porque antes de ser palabra fue silencio -la invisibilidad sigue siendo un hueso duro de roer-. Y porque esas palabras por fin dichas vienen a incomodarnos, ponen en crisis formas anteriores de concebir y pensar.

     El problema colonial no es otro. No viene a hablarnos de algo externo, ajeno, meramente intelectual. Nuestros problemas y el modo en que podemos enfrentarlos, en que nos permitimos leer lo que nos pasa y modificar lo que nos sucede, es parte del proceso que se inaugura en la colonia y que, como ciclo, no ha concluido.

 

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Coda

 

     Algunas feministas creemos que uno de nuestros roles prioritarios es el de incomodar. No digo señalar con un dedo acusador o medir con el feministometro, ni nada de eso. Se trata más bien de mirar aquello que en general pasa inadvertido, que queda invisibilizado o es naturalizado por discursos, estructuras, dispositivos, que están o pueden vincularse con el orden establecido, con el Estado y sus instituciones, con el saber y sus academias, con las organizaciones sociales y políticas. Este libro del 2019 contiene claves para pensarnos, aún en el marco de esta pandemia a escala planetaria. Y les adelanto una razón: las políticas públicas gubernamentales para mitigar las consecuencias del COVID-19 son una expresión de la colonialidad del poder, de la racialización de los cuerpos, de la jerarquización entre pueblos, y fronteras adentro, entre ciudadanos de primera que pueden confinarse en sus casas y ciudadanes de segunda que incumplen la ley por definición: pobres, personas privadas de su libertad, prostitutas, desocupades, víctimas de violencia patriarcal y tantas otras.

 

YAMILA BALBUENA

Profesora, investigadora y extensionista de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Dicta clases de historia, historiografía y feminismo (FaHCE/UNQ).

Black Panther, de Ryan Coogler

CINE

DAVID MOUZO


Black Panther (2018)
de Ryan Coogler (Marvel)

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     Pantera Negra (Black Panther) es la décimo octava película dentro de la franquicia de superhéroes del Universo Cinematográfico de Marvel (MCU, por sus siglas en inglés), creada por Marvel Comics, hoy una subsidiaria de Disney. Aparentemente otra «historia de origen», otro engranaje en una narrativa más amplia e interconectada de forma transmediática, Pantera Negra fue la primera cinta de su tipo en ser nominada como Mejor Película para los Premios Oscar, una de las pocas del MCU en recaudar más de un billón de dólares en taquilla y tal vez la única en motorizar tales ríos de tinta (real o virtual) en los meses antes y después de su lanzamiento en febrero de 2018.

     En esta película se reintroduce el mundo ficcional del personaje homónimo, alter-ego de T’Challa, rey africano de la nación de Wakanda, escondida del resto del mundo y con un avance tecnológico inigualable basado en la explotación del vibranio. La cinta ha sido celebrada por su representación positiva de la negritud y por un reparto mayoritariamente africano y afrodescendiente, pero también ha sido criticada por los/as propios/as africanos/as al pretender miniaturizar al continente africano. Pantera Negra, como personaje, como historieta y ahora como película, transita entre estas dualidades, que remiten a la dinámica de los superhéroes. Aquí adelantamos algunas de las discusiones que se dieron y se siguen dando. 

     Poco más de 50 años pasaron desde la primera aparición del personaje en los cómics (Fantastic Four #52 y #53) en 1966 y su estreno en celuloide (Captain America: Civil War) en 2016. Si bien hay un consenso de que Pantera Negra es el primer superhéroe negro y africano publicado desde EE.UU, rompiendo ese mundo imaginado en las historietas como predominantemente blanco y de clase media, esto ignora el gran movimiento de historietas desde la propia África, particularmente por parte de Nigeria, Ghana y Sudáfrica, ya en esta época pero especialmente en las décadas de los setenta y ochenta.

     En este sentido, el personaje nace en el seno de la «Guerra Fría» y en el marco de la tirada de historietas de los Cuatro Fantásticos. Este grupo de superhéroes puede ser entendido como una encarnación de la ideología estadounidense de la época, cuyas aventuras, entendidas como lucha del bien contra el mal y que ven la peligrosidad en el exterior, les llevan a un intervencionismo internacional en defensa del «mundo libre» (free world). Esa primera aparición de Wakanda presenta un África imaginada en dos registros: primeramente, el África atrasada, estática y bárbara, incluso remitiendo varias veces a Kipling; luego de la revelación de un espacio tecnológicamente avanzado, un África complaciente y posible aliada, ya que apela al consumismo y educación occidentales, y donde conviven modernización y «tradición africana». Ambas entran dentro de la exotización de África, su conceptualización como el Otro abyecto del cual Occidente, también como espacio imaginado, se contrapone pero del cual no puede separarse.

     Distintos autores encabezaron las tiras de historietas de Pantera Negra, que pasó de tener un papel secundario que esporádicamente habilitaba narrativas enriquecedoras para otros protagonistas de Marvel Comics a protagonizar sus propios números y ser usado para criticar a los grupos de supremacía blanca domésticos, como el Ku Klux Klan, y a los regímenes de apartheid contemporáneos de Zimbabue (entonces Rhodesia) y Sudáfrica.

     No obstante, es recién en 1998 cuando escritores afrodescendientes encabezan la orientación del personaje, con Christopher Priest y luego Reginald Hudlin, quienes habilitarán una lectura afrocentrista. Así, 20 años después de ese rotundo cambio de dirección, se estrena la primera película que tiene a la Pantera Negra y Wakanda nuevamente como protagonistas, esta vez dirigida por Ryan Coogler.

     Coogler le da su propia impronta al personaje, al mundo ficcional y la trama. Bebiendo de los aportes más recientes, entre ellos los de Ta-Nehisi Paul Coates, el director se concentró en el funcionamiento de Wakanda, como una sociedad africana inafectada por la colonización, y en las implicancias que tendría ello para la diáspora africana.

     Ese esfuerzo por representar la «africanidad» de Wakanda puede verse especialmente en el diseño de las vestimentas, uno de los aspectos más celebrados y premiados de la película. Bajo la dirección de vestuario de Ruth Carter, la vestimenta implicó una apropiación polisémica de distintas culturas africanas, y en ello las referencias son múltiples e intrincadas. A grandes rasgos, sobre las cuatro tribus que integran Wakanda: la Tribu Mercante estaría basada en el pueblo tuareg (nómades a lo largo del Sahara, en territorios de Malí, Argelia, Níger, Burkina Fasso y Libia), la Tribu Minera basada en el pueblo himba (norte de Namibia y sur de Angola) y maasai (Kenia y norte de Tanzania), la Tribu Fronteriza en la cultura de los mantos de Lesoto y símbolos Adinkra provenientes del reino de Ashanti (sur de Ghana), y la Tribu del Río basada en los pueblos suri y ndebele (suroeste de Etiopía y Sudáfrica, respectivamente). Tomando de sus trabajos anteriores, Carter adoptó la idea de abordar el vestuario como una “reconstrucción histórica”. Pero al tratarse de una nación ficcional, el diseño para las escenas ceremoniales en Wakanda gira alrededor del «tradicionalismo» africano, recalcando sus orígenes remotos. No obstante, varios de los elementos que la directora rescata fueron producto de procesos de asimilación y adaptación africanos frente al colonialismo, como los mantos basotho, que tienen sus orígenes a finales del siglo XIX, a partir de la importación europea de mantas debido a su condición como protectorado británico; o las Dora Milaje, basadas en las Guerreras de Dahomey, una tropa constituida exclusivamente por mujeres, creada en el siglo XVIII por parte del rey Agadja de Dahomey, quien primero se había beneficiado de la trata esclavista y luego usó estas tropas femeninas para pelear contra los franceses.

     Así, se produce una disonancia entre este rescate de una tradición africana inmaculada, los procesos históricos que varias de estas marcas culturales atravesaron y la narrativa creada para la película. Si, como propone la trama, Wakanda mantuvo su aislacionismo con el resto del continente desde sus comienzos hace miles de años, no se explicaría esta presencia selectiva de caracteres culturales atravesados por la colonización. 

     Por otra parte, en sus comentarios a la película, Coogler afirma que el antagonista principal encapsula la experiencia afroestadounidense al tener tres nombres distintos: N’Jadaka (nombre wakandiano, bautizado por su padre), Erik Stevens (nombre dado al nacer en EE.UU) y Killmonger (pseudónimo adoptado durante su servicio militar). Es difícil no ver los paralelos entre ello y los bautizos de Malcolm Little/ El-Hajj Malik El-Shabazz/Malcolm X, y las referencias que hace la película al Black Panther Party, cuya ciudad de origen, Oakland, es donde comienza la historia. En la película, Killmonger encabeza un proyecto de liberación internacional de todos/as aquellos/as oprimidos/as por el racismo y la colonización a través de la violencia, utilizando las armas y agentes de Wakanda para acompañar rebeliones en todo el mundo.

     La formación del antagonista de la película no es sólo una respuesta a la diáspora como espacio de muerte y abyección; también se nutre de las comunidades afro como espacios de construcción de pensamiento(s) filosófico(s) interconectado(s) de forma transcontinental, con orígenes africanos atravesados por procesos de criollización e hibridación. Su postura revolucionaria remite a Marcus Garvey –por su proyecto de una contraofensiva negra violenta y la construcción de una «tierra prometida» en el continente africano– y Franz Fanon –que ve como agentes revolucionarios a las poblaciones racializadas y colonizadas, que debían de destruir todas las estructuras del colonizador para acabar con la alienación de ambos–; estos dos son referentes de la filosofía afro-caribeña, que a su vez influenciaron al ministro Malcolm X y el militante cofundador del Black Panther Party, Huey P. Newton, enmarcados en las filosofías afro-estadounidenses.

     En este sentido, Achille Mbembe define a la película como una «tecno-narrativa» propia del «afro-futurismo», en tanto corriente política, estética, cultural y literaria que nació con la comunidad afro-estadounidense a mediados del siglo XX, ya que “referencia el archivo” creado por la diáspora africana, que aquí se relaciona con las filosofías descriptas anteriormente y que aporta a la inversión del «signo africano», es decir, la identificación de lo africano con la animalidad, con la raza, la barbarie y el canibalismo.

     No obstante, los comentarios del director y la asignación de colores en la cinta –uso extensivo del azul y de sus filtros, que remitirían a la autoridad y el colonialismo– dan cuenta de la simplificación de la prédica de Killmonger como una violencia nihilista para la dominación mundial. De forma más o menos explícita, está presente la idea de que el colonizado –en este caso el villano– meramente repetirá el statu quo a través de la violencia revolucionaria, perdiéndose en ella o materializando una inversión y adoptando el rol del colonizador. Ello se sintetiza en la película cuando Killmonger se sienta en el trono y vocifera “el sol nunca se pondrá en el Imperio de Wakanda”, remitiendo explícitamente a la propaganda colonial británica.

     Por último, el desenlace de la trama de la película hace paralelos con el final de la primera tira que introdujo a Pantera Negra: mientras en la película T’Challa encabeza una reunión en las Naciones Unidas en la que ofrece sus conocimientos y recursos al resto del mundo, rompiendo el aislacionismo wakandiano de miles de años, en uno de los últimos paneles de los Cuatro Fantásticos #53 T’Challa promete al equipo de superhéroes utilizar su fortuna y poderes para el servicio de toda la humanidad. En ambos casos, el potencial afrofuturista se diluye en una complacencia con el discurso occidental. 

     Sin embargo, teniendo en cuenta (y no a pesar de) estas limitaciones, el potencial como relato afrofuturista (y revolucionario) está allí desde el principio. Se manifiesta de manera incipiente cuando un padre le cuenta a su hijo sobre Wakanda, en lo que inicialmente pensamos que es T’Chaka contándole al pequeño T’Challa la historia de su país. Pero a lo largo de la cinta descubrimos que es en realidad N’Jobu y su hijo N’Jadaka. Un africano narrándole a su hijo nacido en la diáspora acerca de una cultura donde la vida africana pudo desarrollarse sin la expoliación, el genocidio y el epistemicidio de la colonización occidental. Una Wakanda que ambos primero fantasean como una patria a la cual volver, y luego ven como un medio para concretar la praxis revolucionaria y acabar con la herida de la colonialidad.

 

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Coda

 

     En el contexto de la pandemia de COVID-19 y del aislamiento social, Pantera Negra puede ser simple pero esencialmente otro repertorio de nuestro ocio y esparcimiento. Se nos ha dicho que hay que “aprovechar” la cuarentena, ser figuras de la creatividad y productividad, y a esa postura hay que responder que está bien sentir ansiedad, miedo y/o depresión en una situación de imprevisibilidad y de enorme fatiga psicológica. Y si esta película nos ayuda a “escapar”, siendo algo pochoclero para acompañarnos, solos/as o junto a otros/as de forma virtual, desde ya ha cumplido uno de sus objetivos.

     Pero también, aprovechando esa introspección, Pantera Negra puede invitarnos a indagar más en la pregunta fundamental que plantea la corriente afrofuturista: ¿por qué no hay más creadores/as africanos/as y afrodescendientes, así como narrativas y personajes de estas raíces, en la ciencia ficción que consumimos? No son pocos los ejemplos de historias que rompen dicha invisibilización. Desde el cuento corto El Cometa (1920) de W. E. Du Bois a las sagas de novelas de la prolífica Octavia E. Butler que publicó desde 1970 hasta 2006, y las entradas más recientes como los dos volúmenes de Black Panther por Ta-Nehisi Coates (2016-2018), el álbum Dirty Computer (2018) de Jannelle Monáe o la serie de televisión Watchmen (2019) de HBO. Mientras médicos franceses racistas sugieren “probar” medicamentos contra el coronavirus en África y se multiplican los ataques xenófobos hacia los cuerpos de personas migrantes, estas producciones afrofuturistas pueden ayudarnos a no ver estas instancias como “casos aislados”, y en cambio reflexionar sobre los legados coloniales del pasado en nuestro presente, a través de la (re) imaginación de otros futuros posibles.

DAVID MOUZO

Estudiante avanzado de la Licenciatura en Historia (FaHCE-UNLP) y docente del bachillerato popular Vientos del Sur. Se desempeñó como adscripto a la Cátedra de Historia de Asia y África y continúa su colaboración y estudios al respecto.

Todos nosotros, de Kike Ferrari

LITERATURA / POLÍTICA / HISTORIA

FLORENCIA OSUNA


Todos nosotros (2019)
de Kike Ferrari

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     “En realidad, todos nosotros estamos al otro lado de la vida”. Con este epígrafe extraído de Los Lanzallamas de Roberto Arlt, Kike Ferrari comienza su última novela que tiene como personaje principal a un militante del Movimiento al Socialismo (MAS) de fines de los años ochenta, adicto a las anfetaminas y fanático del heavy metal, que crea una máquina del tiempo para matar a Ramón Mercader antes de que éste asesine a León Trotsky. En sintonía con Los siete locos, Ferrari propone un paisaje de gente que está al “otro lado de la vida” y que, por esto, como los marginales excéntricos de la novela de Arlt, conocen las  idénticas verdades que los unen y los definirán en todo tiempo y lugar. Sin embargo, como la historia es el motor central de la novela, Ferrari construye escenarios específicos para los personajes: la Ciudad de México en 1940 y 2014-2016, y Buenos Aires a fines de los ochenta. Estas tres dimensiones temporales se resisten a entrar en la Historia con mayúscula y son posibilidades abiertas y presentes gracias a la máquina construida por “el gordo” Felipe en su departamento de toxicómano situado en el barrio de Almagro.   

     Aun así, la verdadera máquina que posibilita los viajes en el tiempo y la construcción de Todos nosotros es la ficción. Ferrari se ocupa de ponerla en un primer plano. En este sentido, el único personaje que pareciera estar un poco “más acá” de la vida es José Daniel, un escritor mexicano de izquierda que está escribiendo la novela que contiene a todos los protagonistas de la obra, inclusive a él mismo.  Dentro de esa ficción dentro de la ficción, entonces, José Daniel escribe una novela, Felipe construye su máquina y Mario, su mejor amigo y también militante trotskista, realiza un largometraje sobre su viaje en el tiempo con la máquina de Felipe para matar a Mercader. No se sabe si el artefacto funcionará, pero es el motivo perfecto para realizar un gran documental.     

     La ficción, el artificio, la creación y la inventiva construyen y pulverizan a la vez los personajes, los motivos y las certezas que postulan. Así, la única máquina del tiempo es la novela de José Daniel, el verdadero artefacto que permitirá reescribir la historia de la izquierda en el siglo XX. 

     Este carácter central y radical que se le otorga a la ficción y al campo del arte, pareciera ser una apuesta del autor para decir algo sobre un tema poco transitado: las izquierdas argentinas en los años ochenta. Sobre todo de fines de los años ochenta cuando, junto con la caída del Muro de Berlín, se produjeron importantes crisis en las organizaciones. La novela aborda, entre otras cosas, las rupturas dentro del MAS en ese contexto, a través de los entrevistados del ficticio documental de Mario que existe dentro de esa otra novela, la de José Daniel. 

     En este sentido, se aproxima a las militancias desde un paradigma que escapa a los imaginarios y parámetros setentistas (pero también a los de la izquierda del siglo XXI). Por la forma de interrelación de los personajes, por las mediaciones estéticas para acercarse a la realidad, y por la manera de pensar la tradición trotskista y de entender el tiempo histórico. 

     Los militantes son caracterizados como locos, lúmpenes, pequeñoburgueses, extravagantes, diletantes, adictos: “…éramos dos naves a la deriva. Él cargado de pastillas; yo, de proyectos truncos…”.  De hecho, el autor inscribe el comportamiento de Felipe en “en los anales de las locuras del trotskismo argentino junto con los gritos de Quebracho a Roosevelt o los platos voladores de Posadas”, recuperando a dos dirigentes díscolos del trotskismo argentino, muy poco reivindicados y estudiados. Según los testimonios ficticios del documental de Mario, en el partido “había toda clase de marginales (…)  Era claro que si vos odiabas al sistema capitalista, el lugar para estar era el MAS”. El local central de la juventud es descripto como “una mezcla de conventillo, antro de rocanrol y guarida bolche”. Varios de los militantes de la juventud que aparecen en la novela, Mario y Felipe incluidos, integran un grupo llamado la Edgar Allan Trotsky Motherfucker Orchestra (“…pocas veces un nombre mejor puesto: revolución social, literatura gótica y mala leche..”) que ensaya en un local de la avenida Independencia y que la integran músicos pero también fotógrafos, dibujantes, poetas, bailarines y otros artistas. 

     Los rituales de la militancia -reuniones semanales, lectura de los clásicos del marxismo leninismo, participación en luchas de trabajadores- están presentes, pero atravesadas por una atmósfera de alucinaciones y erotismo musicalizada con The Clash.

     Felipe dice “…hay que obsesionarse con la revolución y con la clase obrera (…)  pero no con el fetiche del Partido, ni con el fetiche de la Historia, ni con el fetiche de la realidad”.  Y en un nuevo episodio de su locura lúcida en algún momento abandona la primera persona del singular y comienza a utilizar la primera persona del plural para referirse a sí mismo, condensando en su discurso una identidad colectiva.

     En la novela hay múltiples motivos, referencias, dimensiones y tópicos. Sin embargo, siguiendo la clave de lectura propuesta, es destacable cómo el relato nos permite adentrarnos en la sensibilidad de una época sobre la que existen sólo intuiciones y elementos dispersos. Kike Ferrari no construye una mirada condenatoria y distanciada sobre esta trama y estos personajes, ya que él mismo fue un militante de la juventud del MAS en los ochenta. Luego, fue delegado de base como trabajador de Metrovías y se mantuvo cercano ideológicamente al espectro de la izquierda, aunque no como militante orgánico.   

     Así, la novela nos permite, a partir de este registro ficcional, intuitivo y sensible en primera persona (también del plural), acercarnos a algunos aspectos claves de esa década: el rol relevante de la juventud para renovar repertorios estéticos y políticos, la importancia del espectro cultural (sobre todo del rock) a la hora de construir identidades,  y la crisis de las concepciones sobre el tiempo, la historia y la revolución propias de la coyuntura local (la transición a la democracia) y global (la caída del muro de Berlín). 

     El lugar de Ferrari dentro/fuera de esa tradición de militancia partidaria es tal vez la condición de posibilidad para poder pronunciar una voz generacional y colectiva con la que los historiadores aún tenemos un diálogo pendiente.

FLORENCIA OSUNA

Es doctora en Historia (FFyL-UBA). Actualmente es  docente de Historia de la Historiografía (Universidad Nacional de General Sarmiento) y de Teoría Política (UNLP). Es autora, entre otros libros, de De la “revolución socialista” a la “revolución democrática”: Las prácticas políticas del PST-MAS durante la última dictadura (1976-1983).

Cometierra, de Dolores Reyes

NOVELA

VALERIA PUJOL BUCH


Cometierra (2019)
de Dolores Reyes

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     Bolsas con tomates cherry, queso, fruta, aceitunas y algo dulce acompañaban nuestra llegada. “Si Liliana Heker viera esta comilona en su espacio de taller nos mata”, dice Juliana, quien nos coordina mientras observa la mesa. Otra vez no queda lugar para nuestros cuadernos de escritura. Era agosto y el sol se colaba por los ventanales del piso quince. 

     Como recién salido del horno, sobre el atril del rincón se destacaba un libro. Negro aunque colorido. En su tapa una mujer morena con lágrimas a mares; flores y botellas azuladas como encendidas por la luz de la noche. No soy la única que lo miro. Su bellísima portada que bien podría ser del territorio de Ripstein y Rulfo, nos capta. Después me enteraría de que esa ilustración es de la rosarina Jazmín Varela y que esta obra literaria, Cometierra, de Dolores Reyes, sería el boom editorial de 2019.

     No aguanto, necesito tocarlo. Al tacto acaricia. Despliego el libro y en la solapa, la foto de una mujer con mirada decidida me acompaña en la lectura. Lo hago en voz alta con la atención de mis seis compañeras: “Dolores Reyes nació en Buenos Aires en 1978. Es docente, feminista, activista de izquierda y madre de siete hijos. Estudió letras clásicas en la Universidad de Buenos Aires y vive en Caseros. Cometierra es su primera novela”. Luego de leer también la contratapa, recuerdo que rápidamente hicimos una vaquita para comprarlo. Íbamos a llamar a Sigilo para ver si pegábamos un descuento colectivo. Todavía no sabíamos que su autora era tallerista como nosotras. Pero sí teníamos claro que compartíamos con ella la condición de mujer en un país en el que entre el 1 de enero al 20 de noviembre de 2019 hubieron doscientos noventa femicidios. Compartíamos también la certeza de que la lucha por la legalización de la detención del embarazo no deseado nos había llevado a las calles y desde entonces nos sentíamos una. Ya no pararíamos hasta que sea ley. 

     Dolores Reyes con su lenguaje potente, poético y visceral nos trae un pedazo de conurbano y la historia de una hija de la violencia, una más para quienes estamos atravesadas por el “Ni una menos”. Y así la aborda. Desde sus primeras líneas nos lleva de la mano y al comenzar es imposible detenerse. Un cross en la mandíbula que rápidamente nos sumerge en un universo sombrío, aunque luminoso y fascinante a la vez. Pero lo que más no incomoda es la cercanía de su trama. 

     Ciento setenta y tres páginas; cincuenta y tres capítulos y tres partes que se inician con un epílogo, nos presentan a esta joven sin nombre. Cometierra. Ella tiene el “don” de, al embutir tierra, ver el destino de los cuerpos vulnerados por las violencias. Y la primera visión que le trae la tierra y que inaugura su capacidad vidente es el femicidio de su madre en los puños fuertes y voraces paternos. Así por la tierra se ve transportada a laberintos tenebrosos donde yacen mujeres y personas desaparecidas. Por ello podemos pensar a este libro como un desata nudos. Como un intento por desandar los caminos de nuestras y nuestros desaparecidos por violencias, de género y otras. Una pista para que la tierra las devuelva, sanas y vivas, aunque no siempre así sucede. 

     En su hechura encontramos, además de la tierra, vegetación silvestre, chapa, pobreza, música, alcohol y la búsqueda desesperada y reiterada por familiares, novies y amigues de un ser amado desaparecido. Pero también encontramos latente la búsqueda de una identidad y el derecho una vida “normal” cuando la violencia familiar y estatal se impone. 

     Así, un mar de botellas inunda el jardín de Cometierra. “Parecían tumbas brillantes una al lado de la otra” reza en primera persona nuestra protagonista. Lo inconmensurable y el horror puesto en botellas con tierra, fotos y números de teléfonos llegan a ella para que devele lo que la espanta, lo que le retuerce las tripas y le da terror de ver. Pero asume el costo que el Estado y muchos ciudadanos no asumen. Y con la videncia le llega también el estigma que la arrastra a situaciones de peligro. Y Cometierra carga con este mote: “Alguien tuvo miedo de decir mi nombre”.

     Pero aún en soledad Cometierra no está completamente sola. Con Walter, su hermano, se tienen, se respetan y aceptan inclusive en el silencio. Un vínculo entrañable y amoroso. Comparten además de la ranchada, la cumbia, los jueguitos en la play, el escabio y ser parte de ese colectivo que llaman “los negros”. Juntos y atravesados por distintos amores emprenden su cruzada por la identidad. Allí en ese conurbano, el nuestro, donde los policías también son yutas, donde las mujeres también son objetos cosificados de tapas de discos y de jueguitos electrónicos, y los pibes aunque muchas veces son garcas o cagones, muchas otras también pueden ser solidarios. Allí en ese territorio Cometierra asume su rol de pitonisa y de mujer como un cambio de piel que la desgarra.

     Donde otros ven espanto, Dolores Reyes construye poesía y colectivos. Como una araña delicada hace confluir a esas miles de adolescentes que tienen que trabajar o que quedan embarazadas y por eso deben abandonar sus estudios, en parte de una problemática de exclusión. Hilvana casos de femicidios en una realidad común y de la que todos tienen que hacerse cargo. Una a una, con sus historias y sus cuerpos como parte de esta trama. Así su autora logra levantar la voz contra una sociedad que excluye, que agrede y que mata como forma de poder. Por eso podemos ponerla en diálogo también con otras expresiones de la cultura como la canción que circuló por el mundo “Un violador en tu camino” del colectivo Lastesis: “La culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía. El violador eras tú. Son los pacos, los jueces, el Estado, el Presidente. El Estado opresor es un macho violador”. Esto lo vemos también en la dedicatoria del libro a Melina Romero y Araceli Ramos, y a todas las víctimas y sobrevivientes de femicidio. Mujeres en cuyos cuerpos la violencia asfixia todos sus deseos.

     Pero lo más destacado, el cros, es que el texto logra poner en carne viva aquello que todos los días busca naturalizarse.  Ese retazo de violencia y exclusión que viven las pibas y los pibes en los barrios y que no se ve en televisión, salvo cuando se maquilla como un espectáculo. 

     Aunque el destierro es destino que Dolores Reyes construyó para nuestra querida Cometierra como el Fierro de Hernández, todo nos hace pensar en una vuelta en la que nuestra querida pitonisa pueda construir un futuro con nombre propio. Vaya si este deseo es colectivo que este libro está rompiendo fronteras y en menos de un año de su publicación, ya va por su cuarta edición en la Argentina, por su pronta edición en España, y ya tiene pautadas traducciones a diferentes idiomas. 

     Cometierra, queremos conocer tu nombre, tu revancha.

 

***

 

     En tiempos en donde reina la pandemia por el coronavirus COVID-19 y las políticas públicas nos indican “quedate en casa”, podemos preguntarnos con Dolores Reyes cómo es esa casa. Es amable, segura y sin violencias. Pero los datos demuestran que no todas lo son. Desde el 20 de marzo, cuando el Gobierno impuso el aislamiento social preventivo y obligatorio, hasta el lunes 6 de abril, se habían registrado, al menos, trece femicidios y un transfemicidio y se incrementaron en casi un sesenta por ciento los llamados a la línea 144 en territorio bonaerense. Es decir, casi uno por día, como antes del inicio de la pandemia. “Robos, hurtos y homicidios bajaron en las últimas semanas, según observan en distintos departamentos judiciales bonaerenses, pero los femicidios, no” nos advierte Mariana Carabajal en Pagina 12. Estemos alertas y organizadas.

 

“Ahora que estamos juntas, ahora que si nos ven. Abajo el

patriarcado, se va a caer, se va a caer”. 

VALERIA PUJOL BUCH

Egresó como Comunicadora Social de la UBA. Se dedica a la difusión de la ciencia y es docente de la Universidad Nacional de Lanús. Pilotea sus días entre sus tres amores: las ciencias sociales, la literatura y la maternidad.

Al filo de la democracia, de Petra Costa

CINE / POLÍTICA

MARCELO SCOTTI


Al filo de la democracia (2019)
de Petra Costa

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     En su vejez, a la vuelta de una obra que lo había llevado a la cima de la historia del cine que ahora consideramos clásico, el gran director alemán / austrohúngaro / polaco Billy Wilder, de escasas simpatías por las ideologías revolucionarias, recordaba que lo que lo decidió a dedicarse al cine fue un fragmento de El acorazado Potemkim  que vio en su juventud en Berlín; la secuencia es famosa pero siempre merece recordarse: los marineros del film de Eisenstein se amotinan por el estado insalubre de los alimentos, el médico de a bordo acude a hacer la inspección y un plano detalle de sus lentes usados como lupa muestra la viva actividad de los gusanos sobre la carne; en el plano siguiente, el médico dictamina que la carne está en perfecto estado. Sesenta años después de aquella experiencia fundante como espectador y cineasta, Wilder narraba aún su impresión de esta manera: “todo el mundo al salir del cine, ya fuera conservador o liberal, salía convencido de la justicia del comunismo.”

     En Al filo de la democracia, de Petra Costa, documental de autora sobre el proceso político brasileño reciente, se pueden encontrar varias secuencias comparables a aquella que marcó a Wilder, la principal diferencia entre unas y otra es que ya no se trata de una construcción ficcional, y en algunos casos ni siquiera de operaciones de montaje. El ejemplo más elocuente de esto es la audiencia televisada a todo el país en la que en 2017 se decidió la culpabilidad y la condena de Luiz Ignacio Da Silva en el esquema de corrupción del Lava jato; en ella, en plano continuo, y ya sin lupas ni cortes de montaje, el procurador de la nación afirma: “No vamos a presentar pruebas concluyentes de que Lula es el propietario legal del apartamento porque, precisamente, el hecho de que no figure como propietario del triplex en Guarujá es una forma de ocultar su propiedad”.  Wilder, sus contemporáneos y el tiempo al que pertenecían las imágenes en común que les ofrecía el cine de ficción tenían aún productiva capacidad para el asombro; a nosotros, en cambio, la indignación ante la (puesta en) escena judicial real nos resulta tan obvia como inoperante e inconducente, en todo caso, ya no hay aquí asombro posible ante aquello del orden de lo obsceno que ha entrado en escena. Nuestra distancia con aquel tiempo parece inconmensurable.

     Pero veamos más de cerca y en extensión el asunto: en la cambalachera indistinción característica del sistema Netflix, se puede, con paciencia y fortuna, encontrar de tanto en tanto alguna película de interés. Hoy, y tal vez por un tiempo más, una de ellas es esta producción de la propia empresa, nominada al Oscar como mejor película documental de 2019, premio que finalmente no obtuvo.  Su título en portugués es Democracia na vertigem, la traducción que nos propone la productora, previo pasaje por el inglés internacional, The edge of democracy  sesga y empobrece el original y lo reduce a una expresión neutra que debilita su relación con la obra y su pertenencia a ella. Lo que se pierde en esta traducción es un doble efecto de vértigo que el film trabaja y despliega por fuera de la narración en off pero en relación con ella y que constituye,  tal vez, lo más incisivo y provocador de la película.  

     La reconstrucción histórica que se hace en el film destila, como es de esperar, una impresión amarga y oscura y abre unas cuantas preguntas cruciales sobre la forma de la nación y sus instituciones democráticas, no todas ellas cerradas o saldadas en el relato, por supuesto. Estamos ante un film complejo y reflexivo que, pese a que  se conduce a una visión decepcionada y decepcionante del presente político del país, no deja sin embargo de abrir varios caminos a la crítica histórica de la política y a las posibilidades de seguir ejerciéndola incluso a la vista de una catástrofe para todos los buenos sentidos de la vida democrática y de las expectativas de transformación real de una nación construida sobre una desigualdad mayúscula, estructurante y operativa en la mayor parte de la esfera pública y de las relaciones entre las clases sociales. Brasil tiembla y golpea en esta obra y ciertos imaginarios de la política contemporánea se exponen de forma abrumadora en la ruptura de ideales colectivos que se muestran estallados en el film y, ciertamente, muy difíciles de recomponer en la encerrona bolsonarista con la que concluye su relato.

     Costa no se limita, sin embargo, a la mera crónica histórico política sino que despliega también, como otro eje narrativo del film, una línea autobiográfica que ilumina algunos de esos bordes en los que se abisma su interpretación; este otro hilo conductor explora otras huellas como posibles respuestas a sus interrogantes sobre la tragedia nacional y elabora otros sentidos históricos  problemáticos sobre la escena general que construye: para decirlo más simple, esta línea biográfica articula coyuntura y estructura de un modo preciso y provocador e invita a considerar algunos aspectos tan obvios como generalmente omitidos en las lecturas cortoplacistas. En estas zonas el film trasciende el mero qué pasó para abrirse a una reflexión más amplia que permite pensar qué lo hizo posible

     El relato del ascenso y la caída del PT es claro y consistente, narrado en retrospectiva desde el día de la detención de Lula, momento en el que abre la obra. Se presenta aquí una lectura que narra con fervor la emergencia de esa fuerza de la izquierda nacional que, reunida en torno de la figura ascendente de su líder obrero, hacía por primera vez un lugar en la historia del país para las demandas y los derechos de la clase trabajadora y que proponía a la sociedad toda otro Brasil posible, con mayor igualdad, sin hambre y con posibilidades de articular en el tejido social las experiencias y las necesidades de esa amplísima mayoría de pobres que habían sido relegados de la dignidad social y el reconocimiento del estado. No hay mayor complejidad en esa reconstrucción que, al pasar, señala que, en parte, el acceso al gobierno de Lula y del PT debió pagar el precio de una cierta conciliación con los poderes establecidos, de la economía y de la política, para pasar de una vez de la reiterada derrota electoral a la conducción del estado. Esta línea de lectura será una de las claves de la interpretación del proceso que se desprende del film y llama la atención sobre las insuficiencias democráticas del régimen político, por un lado y sobre la debilidad del partido para hacer de sus bases sociales también una herramienta de transformación de la política en un sentido más amplio que el acceso al gobierno. Sin decirlo en palabras, el film afirma que el problema matriz radica en que, por diversas razones, el PT aceptó jugar un juego que nunca controló y que, en el curso de ese juego, sus propios dirigentes perdieron contacto con sus bases y con las razones legítimas de su hacer política en un sistema organizado para preservar los grandes negocios de la oligarquía. Luego, los tiempos dorados de Lula ocultarían parcialmente esta sombra que, en los años de Dilma ganaría definitivamente la escena y la imagen del Partido de los Trabajadores frente a una parte grande de la sociedad, incluidos algunos de sus votantes tradicionales. Aquí se exponen tres razones históricas: la caída de la economía en los años finales de la etapa de gobierno de Lula, el giro de Dilma hacia una cierta ortodoxia administrativa que redujo la intervención distributiva y, por tanto, parte de la legitimidad social de su gobierno y, la más confusa en el relato y, a la vez, la más determinante, el despliegue de una vasta operación anticorrupción que el gobierno de Dilma impulsó y respaldó y que terminó por erosionar su propia posición, abriendo la posibilidad de llevar adelante causas que se basaron, sobre todo, en el abuso de la figura del arrepentido y en una serie de maniobras ilegales avaladas y concretadas por el propio sistema judicial en connivencia con el bloque antipetista que se consolidó fuertemente en tiempos de Dilma en torno de su vicepresidente Michel Temer. Como se sabe, este proceso condujo a la destitución de Dilma y al encarcelamiento de Lula, en ambos casos sin pruebas de que hayan cometido los delitos que se les endilgaron. 

     El dispositivo de derribamiento del PT y sus dos líderes máximos se muestra atravesado de escandalosas escenas de corrupción e ilegalidad de sus acusadores políticos y judiciales. Costa, que comparte con su cámara algunas situaciones de zozobra e inquietud con Lula y con Dilma, repone en el relato el asedio de un conglomerado mafioso de intereses convergentes hacia la destitución, pero no soslaya que el partido perdió buena parte de sus apoyos sociales aun antes de la operación destituyente y más allá de la vigente popularidad de Lula.

     Recordemos, por fuera del film, que la trama del juicio y el proceso todo ya habían sido ensayados con éxito en Honduras y en Paraguay; en Brasil, sin embargo, alcanza límites grotescos y brutales que exhiben a un sistema político en profundo estado de descomposición pero con la suficiente capacidad para hacer lo que le demandan los poderes reales: llevar a cabo un golpe de estado que legalizan sus propios ejecutores. Entre la escena parlamentaria y la judicial se agota cualquier capacidad de asombro restante; nuevamente, lo que importa entonces no es lo que pasa, sino aquello menos evidente que, de repente, lo torna posible. 

     Así, el film toma nota, con dolido realismo, del creciente descontento popular sobre el gobierno de Dilma, del descrédito grande del PT y de las profundas tensiones sociales abiertas por un proceso político que apoyan aún millones y que otros millones también combaten en las movilizaciones públicas: las imágenes de multitudes contrarias en el predio junto al parlamento el día de la decisión del impeachment contra Dilma son elocuentes y los clivajes de color o de clase entre uno y otro grupo no resultan tan evidentes en ellas como esperarían nuestras buenas conciencias. Costa lo reafirma en su propio relato: la sociedad ha quedado partida en el curso de un proceso político que el film explica en off sin terminar de esclarecer cabalmente. Y aquí se presenta lo que entiendo como lo más singular y lúcido de la mirada de la autora: aquello que no se puede terminar de decir ni de explicar con discursos y palabras elocuentes, aquello que escapa incluso a la crónica minuciosa que presenta el film, se puede entrever en ciertas imágenes aparentemente secundarias de su relato. 

     Si bien la película cae por momentos en una cierta linealidad propia de aquello que se cuenta conociendo los resultados, introduce de todos modos algunas interrupciones / tensiones que enriquecen su mirada y que lo apartan de la mera crónica de las desgracias recientes; en esas interrupciones Costa alumbra zonas que quedan por fuera de su propia explicación oral y que hacen, por tanto, lugar a lo inexplicable, a lo que no puede saldarse o subsumirse en la mera cronología. Al incluirse ella misma en la trama histórica y social del film y sumar la historia familiar y sobre todo las historias de sus padres, la directora queda envuelta en una cierta ambigüedad que subtiende su propio punto de vista y el ánimo reflexivo con el que compone la obra. Sus padres, militantes revolucionarios en los años setenta, pasaron entonces a la clandestinidad y rompieron parte de sus vínculos con la familia Costa, una de las más acaudaladas del país, principalísima operadora y beneficiaria de las grandes obras públicas y participante fundamental de la construcción de Brasilia en los cincuenta. La opción de sus padres por la lucha armada anticipa la escisión entre ideales e intereses materiales y de clase que surca la historia familiar y sirve, de paso, como pregunta incisiva sobre las posibilidades del cambio histórico y sus límites. 

     En varias ocasiones en el curso del film y sobre todo en su tramo final, Costa introduce planos cenitales. Uno de ellos servirá como punto de llegada del relato: una vista del Planalto, la sede del gobierno federal en Brasilia. Costa desplaza la cámara lentamente para recoger con detalles la magnificencia de la obra, su exceso, su soberbia, su extraña monumentalidad futurista; se mete incluso en el edificio en momentos intrascendentes y deja que el objetivo de su cámara componga esa impresión de recinto de un poder que excede a quienes circunstancialmente lo habitan. No se trata sólo de la exposición del poderío económico de quienes lo construyeron, hay en esos planos algo más, algo que intenta retener lo que constituye y expresa simbólicamente la fuerza de esa clase obscenamente dominante a la que pertenece la familia de la propia autora. El plano cenital reiterado es entonces un recurso de doble filo: sirve al film para exponer desde arriba aquello que no puede ser explicado claramente desde abajo, sugiere por tanto que ese poder real ha permanecido básicamente inalterado incluso en los mejores tiempos de Lula y que sólo mirando desde arriba se pueden percibir ciertos sentidos informulables para las convenciones de la política democrática y sus vaivenes. Así, no es casual que en su reposición histórica su propia familia ocupe un lugar de enorme y sostenido privilegio hasta el presente, tampoco que la división social y política que se expone en el curso de la crisis de destitución del PT se nos muestre desde un plano vertical y hacia abajo en el que cabe toda la escena. Consciente de una posición de clase reñida con la ideología que subtiende y motiva su obra, Costa intenta ir más allá de las preguntas corrientes. Volvamos al título entonces, el vértigo de esta democracia, la insólita rapidez con la que se pasa de un extremo a otro del espectro ideológico, sólo puede comprenderse con claridad si se la observa desde arriba. 

     Tal vez, lo que se interrogaba en silencio en este film sobre el laberinto Brasil, cobra hoy, a la luz de esta pandemia que socava buena parte de las certezas sobre el orden del mundo, una actualidad aún más apremiante: ¿cómo haremos para recuperar nuestra capacidad de asombro frente a los monstruos que creamos y sostenemos? Y si fuéramos capaces de recrearla, ¿qué haríamos con ella? En su epílogo a La era del imperio, Eric Hobsbawm escribía: “Lo único seguro sobre el futuro es que sorprenderá incluso a aquellos que más lejos han mirado en él”. 

MARCELO SCOTTI

Es profesor en las carreras de Historia y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP y es docente de la FLACSO Argentina. Ha publicado recientemente el libro Transficcional, para abordar el malestar en las prácticas socioeducativas, a través del cine en diálogo con el psicoanálisis.

Stasis, de Giorgio Agamben

FILOSOFÍA / HISTORIA / POLÍTICA

ROBERTO PITTALUGA


Stasis. La guerra civil como paradigma político (2017)
de Giorgio Agamben

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     ¿Por qué motivos políticos Thomas Hobbes se inclinó por una figura que sabía asociada al Anticristo para nombrar una de sus principales obras de teoría política? ¿Qué significados y qué funciones tenía la stasis, que llevaron a Platón a sostener que en esas guerras los griegos luchaban como destinados a la reconciliación? ¿Qué excluye el concepto de lo político de Carl Schmitt tras la aparente simpleza del par amigo/enemigo? ¿Por qué la guerra civil puede ser pensada como paradigma político?

     Estas son algunas de las preguntas que jalonan el recorrido de Stasis. La guerra civil como paradigma político, de Giorgio Agamben, nuevo capítulo de la zaga Homo Sacer, en el que se reúnen dos seminarios dictados en 2001, pero publicados en Torino recién en 2015, y en los cuales Agamben se aproxima a la stasis, la guerra civil, ese fenómeno “tan antiguo como la democracia occidental”. Por supuesto, no hay ninguna ingenuidad ni sólo una vocación fáctica en este señalamiento de la común antigüedad de stasis y democracia. Un diagnóstico sintomático es el punto de partida: si bien hay una “polemología” y una “irenología”, se carece hasta hoy, dice el filósofo italiano, de una “stasiología”, una teoría o doctrina de la guerra civil;  precisamente en la época en que se extiende la “guerra civil mundial” (categoría introducida por Hannah Arendt y Carl Schmitt) y el sentido moderno tradicional de la guerra ha desaparecido.

 

Juegos de guerra

     Pero arranquemos por el final. En el segundo de los trabajos reunidos, “Notas sobre la guerra, el juego y el enemigo”, el filósofo italiano nos ofrece una sólida refutación de la concepción schmittiana de la política —y con ella, del lugar primordial que tienen las figuras del enemigo y de la guerra, categorías que Schmitt mantiene en una consciente indistinción. Lo que esta doctrina excluye, dice Agamben, es que antes que la supuesta común capacidad de los hombres de matarse entre sí, ha sido la producción de una vida humana a la que se puede matar —el homo sacer— el basamento del orden jurídico-político occidental, y es de allí que se deriva el contenido de cualquier figura de enemistad en la modernidad. 

     Frente a esa concepción, Agamben recupera el carácter agonal de las guerras en la Grecia arcaica, en las cuales lo lúdico era el paradigma básico. Guerras que no eran simulacros, cuyas razones no eran ni la enemistad ni el aniquilamiento de las condiciones de existencia del contrincante, sino que se libraban por juego (agon), como instancia de regulación de las relaciones entre comunidades (que podían incluso tener vínculos amistosos de antaño) o al interior de ellas; combates de los que emergían relaciones de alianza, y de allí la observación de Platón que apuntamos al comienzo. La guerra en su forma originaria, había dicho Johan Huizinga, era un aspecto esencial de la función agonística y por lo tanto lúdica de una sociedad dada, lo cual se expresaba en la ambigüedad de términos como el griego xenos o el latino hostis, que designaban tanto al extranjero como al huésped (con quien desde entonces se establecía una relación de amistad duradera transgeneracional, como se aprecia, por ejemplo, en La Ilíada). Su mutación posterior (capturada por la polis) no debiera significar el olvido de esa originaria función agonal-lúdica como aspecto consustancial de la convivencia entre grupos humanos, porque —pensamos— sobre esa base se puede concebir otra política y otra subjetividad, donde el juego sea el elemento primario.

 

Politizaciones 

     En el primero de los dos estudios reunidos, en una línea de reflexión que contribuye a un pensamiento no sustancialista de la política, Agamben interpreta a la stasis como una zona de umbral, una región situada entre la casa y la ciudad, entre lo impolítico y lo político, entre la domesticidad y la ciudadanía —porque oikos y polis, si bien distintas y separadas, están estrechamente vinculadas por el mismo tipo de relaciones de exclusión e implicación que zoé y bios—, un campo de tensiones surcado por corrientes de politización y despolitización, campo en el que “la casa se excede en la ciudad, y la ciudad se despolitiza en familia”. Se puede sostener, entonces, que hay una política que es la polis, una condición vital e identitaria de los ciudadanos asumida en una legaliformidad, el derecho ciudadano, y expresada en una institucionalidad y una subjetividad. Pero también existe otra política, o bien dicho, existen politizaciones (como también despolitizaciones), y es ese campo tensionado el que se revela —y también se rebela— en la stasis, la guerra civil. Se trata de un paradigma político —en el sentido en que Agamben entiende el concepto de paradigma— en tanto coesencial a la ciudad, algo que no puede ser eliminado, aunque al mismo tiempo debe ser elidido, borrado. 

     Etimológicamente, advierte el autor, stasis nombra el “acto de levantarse, de estar firmemente de pie”. Alguna vez Judith Butler sugirió que la figura de la rebelión, de la sublevación, es la de un cuerpo erguido, la de una persona elevada; alzamiento, se dice también de las revueltas; algo se eleva, se yergue (como en La libertad guiando el pueblo, imagen que se reitera en cuanta movilización popular presenciemos). En el caso de la stasis, anotemos también que se trata de un acto, de modo que podríamos pensar la política (la politización) como ese acto de levantarse, de erguirse, una acontecimentalidad gestual. La política como gestualidad.

     La stasis se ubica, entonces, en el núcleo de ese campo de politizaciones y despolitizaciones, revela su existencia, de modo que hay momentos de la historia que se caracterizan por “la tendencia a despolitizar la ciudad transformándola en una casa o en una familia, regida por relaciones de sangre y por operaciones meramente económicas” —momentos dominantes, agreguemos—  y existen otros “en los cuales todo lo impolítico debe ser movilizado y politizado” y que, podríamos decir, coinciden con la raíz etimológica de stasis. Pero en ambas situaciones, ¿qué o quiénes son los que se levantan y ponen de pie o, contrariamente, se refugian en ámbitos considerados no políticos, preservados de dicha dimensión? 

 

Aboliendo al Leviatán 

     Agamben retoma el carácter contradictorio del concepto de “pueblo” en el pensamiento político occidental, que Hobbes tenía muy presente: hay pueblo soberano a condición de dividirse a sí mismo en “multitud” y “pueblo”, es decir, desdoblándose en dos formas de existencia del pueblo, desdoblamiento que toca el núcleo de las relaciones entre política y representación. Pues, por un lado, hay Commonwealth, Estado o Leviatán, que no es más que una representación, una ilusión óptica, que cual dispositivo catóptrico hace ver un pueblo donde hay multiplicidad (multitud); para el filósofo inglés, sólo hay “pueblo” cuando coincide con el Monarca-Leviatán, es decir, el “pueblo hobbesiano” es visible en el Estado, cuya soberanía deriva de la multitud que lo invistió. Pero por otro lado, está ese otro pueblo, que Hobbes nombra como “multitud desunida” (cuando precede al Estado), o como “multitud disuelta” (en tanto objeto referencial de la representación que el Estado es); multitud que por ser el elemento impolítico —en esta racionalidad de la política— no puede ser representado, y por eso su ausencia en el frontis que ilustra la primera edición de Leviathan.

     La unidad del Estado-Leviatán, en tanto artificio ficcional, implica un dispositivo que instituye el lugar de la mirada, que coloca a los sujetos que supuestamente lo constituyeron en una perspectiva en la que, como “multitud disuelta”, no pueden simplemente renunciar a la representación que los designa como el “pueblo soberano”; la multitud queda capturada por esa representación unitaria. Pero eso comporta que el Estado hobbesiano es un Estado sin demos, sin pueblo —sin ese pueblo bajo, de menesterosos, de excluidos, de subalternos, pueblo con minúscula o multitud, así nombrado en infinidad de textos del pensamiento occidental. Y sucede que es ese demos, esa multitud la que habita realmente la ciudad, aunque como elemento designadamente impolítico. Desdoblamiento del pueblo, fractura en la política moderna: mientras el body politic, Common-wealth, sólo existe en un plano irreal, en la ilusión óptica que lo unifica y lo presenta representando —como dirían los teóricos de Port Royal— la invisible multitud real amenaza permanentemente con erguirse, con la guerra civil, inevitable derrotero para convertirse en multitud desunida derrotando al Leviatán. De modo que el Estado hobbesiano convive con la guerra civil, Leviatán con Behemoth. 

     La soberanía de la representación nunca es, entonces, completa; en la frase “nosotros, el pueblo”, como analizara Butler, siempre se retiene un plus soberano que puede ser demandado por los representados, por el pueblo (con minúsculas). Pero, hay que agregar, esa demanda es la que abre la situación de guerra civil. Por eso Agamben, a pesar de citar la taxativa diferenciación entre guerra civil y revolución que tempranamente formulara Hannah Arendt, se pregunta si no se trata meramente de una diferencia de nominación. Guerra civil, como también rebelión, como apuntó Reinhart Koselleck, si bien no coincidían exactamente con revolución tampoco se excluían mutuamente en torno al 1700, de modo que así se nombraban acontecimientos que con posterioridad a la Revolución Francesa serán vistos efectivamente como revoluciones (el caso más ejemplar sigue siendo la revolución en la Inglaterra del XVII, precisamente cuando escribe Hobbes).

     Es en este punto que Agamben retoma la tercera parte del libro, sección generalmente eludida por los comentaristas modernos. Allí, el filósofo de Malmesbury plantea que el Reino de Dios, un estado real y efectivo —ni utópico ni metafórico—tendrá lugar con la Segunda Venida, momento en el cual se superará la cesura entre body politic y multitud, el pueblo podrá reencontrar su cuerpo político, ya sin jerarquías entre la cabeza y el resto. Leviatán y Reino de Dios son “dos realidades políticas autónomas pero conectadas, en el sentido de que el advenimiento de la segunda implica el final de la primera”, un giro sorpresivo si se toma la tradicional figura de Hobbes como pensador conservador (tal, por ejemplo, la valoración de Norberto Bobbio), y de notable afinidad, agrega Agamben, con los fragmentos teológico-políticos de Walter Benjamin. Un Hobbes escatológico, seguro de que el estado del Leviatán debe ser abolido.

 

     Carácter agonístico y no sustancialista de la política, al menos de esa política que el filósofo italiano prefiere nombrar como politización, ese campo tensionado que la stasis revela; núcleo de la concepción hegemónica de la política moderna que resulta para ésta irrepresentable y con el que necesariamente debe convivir. ¿En qué consistirían esas corrientes politizantes, esos momentos en los que todo lo impolítico se moviliza y politiza? Para un autor tan preocupado, desde hace años, por ir más allá de un pensamiento de la política en términos de medios y fines, la politización como acción no podría limitarse a una praxis, ni tampoco a un acto poiético. Como en el juego, se trataría más bien de una acción performativa, un tipo de acción gestual —dado que gesto es el término que aun retiene, en las lenguas modernas, un verbo olvidado, gerere, que refería a un tercer tipo de acción, entre la praxis y la poiesis, como nos advierte Agamben en Karman. Breve tratado sobre la acción, la culpa y el gesto. El acto de levantarse que es la stasis sería el gesto político que la multitud disuelta, habitante real de la ciudad, despliega en su desafío al Leviatán, a la big politic de la representación. Un gesto que es una acción en la que han quedado interrumpidos sus fines normalizados, refigurando de ese modo la situación.

     Así fueron, pienso, las marchas nocturnas y espontáneas de 2001 y 2002 en Argentina, acciones que no tenían clara su finalidad, que ni siquiera seguían la pauta tradicional de las movilizaciones demostrativas, sino que más bien se realizaban como agon, actuaciones performativas cuyo alcance se iba revelando en la medida en que se actuaba, y que si eran “convocantes” era gracias a ese carácter lúdico, donde lo importante era estar ahí. Movimiento en y de la nocturnidad, gesto político que interrumpía la temporalidad cotidiana y la distribución hegemónica de la energía del colectivo. Hubo —hay— muchas de esas acciones, pequeños actos, que visibilizan a la multitud, dan cuenta de su presencia e inquietan a la representación. Acciones que son gestos que, por lo demás y en tanto figuraciones, articulan —potencialmente— a un pueblo múltiple sin remitir a la identidad de un sujeto previamente designado.

 

***

 

Coda

     Domingo 12 de abril. Pero podría ser lunes, o jueves, o simplemente día (o noche), ni 12 ni domingo, en la cuarentena planetaria. Días extraños estos, en los que son mayoría quienes vislumbran cambios epocales, donde se habla de los tiempos de la pandemia y se especula sobre los tiempos de la postpandemia. Días de aislamiento o distanciamiento social, nos dicen, pero no se termina de calibrar cuán gravosa puede ser esa denominación, habida cuenta del poder de los nombres para crear sus referentes. Tampoco sabemos si el respeto de las medidas de distanciamiento expresan una solidaridad extendida, como apuntan algunos, o un pánico masivo que expresa sensibilidades recluidas de antemano en la (sobre) vida del capitalismo tardío.

     Las opiniones se dividen. Apelando a los términos que Agamben emplea en Stasis, ¿estamos en una época de despolitización, época que se inicia a principios de los años ’70 y que la actual pandemia sólo nos muestra más crudamente? ¿O, como se señala desde otros rincones del pensamiento, se abre hoy la oportunidad para un tiempo de politización, en el que todas nuestras relaciones sociales quedarían expuestas para ser transformadas bajo el prisma de la crítica? Tal vez la época de despolitización continúe de manera más aguda, pues está por verse cuánto sedimenta en subjetividades esta nueva normatividad de los cuerpos separados como paradigma de la sociedad saludable (viejo paradigma el de la separación de lo que está junto —por ejemplo, la cooperación que está a la base de la sociedad— el cual siempre está acompañado de una alguna forma de unión artificial). A la par, seguramente seguiremos insistiendo, como siempre, en esas politizaciones de la resistencia, retomando las diversas experiencias de las revoluciones, las insurrecciones o de las micro-experiencias resistentes a las diversas relaciones de explotación y opresión que nos brinda la historia. Pero la historia —la que nos interesa— no es solamente un archivo experiencial: es también una temporalidad pendiente que, invocada hoy, puede darnos ese plus, esa conmoción y desarticulación del presente como uno.

     Cuando la virtualidad de las redes informáticas promete superar nuestro encierro y mantener (a distancia) nuestras relaciones intersubjetivas y también nuestra capacidad productiva sin pérdida, disminuyendo el ritmo del contacto, perdón, del contagio, ¿cuál sería el gesto de erguir el cuerpo político revolucionario y/o resistente? ¿Acaso existen políticas de las emancipaciones que no requieran de la generación de un exceso, emergente de un colectivo de cuerpos en contacto? Y el espacio propio de esas políticas emancipadoras ¿cómo dislocaría el que surge del distanciamiento social, para hacerse visible en su disenso? Tal vez hoy, más que apurar las respuestas, se trata de formular las preguntas.

ROBERTO PITTALUGA

Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).

En tiempos de catástrofes, de Isabelle Stengers

FILOSOFÍA / POLÍTICA

AGUSTÍN SUÁREZ


En tiempos de catástrofes (2009)
de Isabelle Stengers

isabelle-stengers

     Gaia -no la Tierra ni tampoco Gea, como es usual nombrarla acudiendo con más distancia a la mitología griega- está haciendo intrusión en nuestras vidas, se hace sentir punzante. Ya no es posible hablar sostenidamente sobre la Humanidad -o sobre el Hombre- y su épico combate para poner de rodillas a lo que lo limita, a todo lo que impide su expansión, porque Gaia por fin lo impide. Obliga al tartamudeo. De ella proceden las impugnaciones que a Isabelle Stengers le interesan. Nombrar a Gaia -nombrarla de este modo que, nos enteramos, enerva a los científicos-, significa para esta filósofa de la ciencia aceptar, nada más y nada menos, que una forma de trascendencia, “inédita u olvidada”, se ha hecho presente entre nosotros, justo cuando se suponía que no había lugar para tales extravagancias. Porque el combate del Hombre había sido también contra las ilusiones y los mitos, por edificar un reino en el que sólo hubiera lugar para él, expulsando cualquier injerencia incuestionabemente externa. La crítica fue su aliada principal y a ella cuestiona Stengers, pues de remedio se convirtió en veneno que “celebra como progreso de la razón la destrucción de lo que liga, sin aceptar que lo que liga puede ser lo que hace pensar”. Hoy la crítica es el “pasatiempo favorito de los universitarios”, que se entretienen revelando que sólo hay construcciones sociales, marcadas por el pecado de la falsedad contra el que se arremete. Esta es la idea más importante, el corazón del argumento que se desenvuelve en En tiempos de catástrofes. Cómo resistir a la barbarie que viene.

     Pero lo que más puede incomodar no es esto, de hecho por otros caminos veníamos rastreando la cuestión de la trascendencia, preguntando qué hacer para que la vida no siga privada de ella, con la duda de cuál es o será su consistencia si clausuramos hasta el interrogante. Las catástrofes, que desde hace mucho nos acompañan y llevan en andas a la barbarie, son hijas legítimas del mandato explícito y altisonante de las sociedades modernas. El mismo reza que sólo es válido el crecimiento económico. Es imposible anhelar otra cosa para la vida en común que, apresada por esta exigencia, se vuelve sofocante. El libro está escrito al calor de la crisis de 2008, por tal motivo arriesga: “No creo equivocarme si pienso que, si ha vuelto la calma cuando este libro llegue a sus lectores, el desafío principal será ‘reactivar el crecimiento!'”. La menor duda al respecto es acribillada por la policía de la época, que tiene en su línea de avanzada a la ciencia atada desde las tripas con el mundo empresario y sus leyes del mercado. Pues nadie mejor que el capitalismo logró interpretar la partitura del crecimiento y no hay capitalismo sin ciencia a su servicio. Le sirve para advertir la potencia del mandato una de las pocas alusiones que hace a una población no europea: “piénsese en aquellos que se ahogan en el Mediterráneo, que prefirieron una muerte probable a la vida que tendrán en su país, ‘rezagado en la carrera por el crecimiento'”.  Hablar del capitalismo -y de la Ciencia con mayúscula porque puede haber otra- no sólo es hablar de la explotación del hombre, sino de la destrucción del mundo. Pero no de Gaia, porque para ella todo esto que la ha llevado a hacer intrusión es menos que un rasguño. Otra forma en que se manifiesta su presencia: no queda más que alertar contra el calentamiento global, se convoca a un combate en “unión sagrada” contra él -nunca contra el crecimiento económico que está a su base- y la sugerencia que se desparrama, con cuidados modales propagandísticos, indica cómo combinar la práctica del consumo que no tiene descanso con la conciencia de la huella ecológica que éste produce. Ronda la sospecha de que nos estrellaremos pero detener el crecimiento sería peor, porque conduciría a traicionar la épica humana jalonada por sus innumerables logros. Un “pánico frío” recorre los cuerpos; proviene de que se aceptan, sin prestar verdadera atención, “mensajes abiertamente contradictorios”.

     ¿O debería ser este otro el punto del argumento que más nos complica? El estado, “nuestros responsables” los llama, está muy lejos de propiciar una solución, más bien es parte sustancial del problema. Es quien gestiona el “pánico frío”. Sólo con una pizca de perspectiva histórica, es la que contiene este libro, golpea a los ojos que la existencia misma del estado se autoimplica con la del capitalismo. ¿El huevo o la gallina? Autoriza unas palabras, se enlaza a ellas -las de la Ciencia y la racionalidad-, y sólo se siente saludable si es capaz de dar muestras de que su colaboración es imprescindible, fundamental para el crecimiento. Administra la necedad que nos aproxima a un nuevo desastre. Lo hace atizando los horrores que sobrevendrían si exploráramos otras formas de vida, cierra con candado las puertas que a duras penas permitían entreverlas. Cumple con su responsabilidad. A las puertas las habían abierto, sólo una hendija, ráfagas insumisas que proceden de andariveles laterales y minoritarios de la misma sociedad. Son aún débiles, no soplan al unísono; en nada se parecen a los vientos o los huracanes de la Historia, cosa que, por su modestia, a Isabelle Stengers la satisface. No hay temperamento prometeico a la vista, la modestia se lleva mucho mejor con la acción de “honrar a Gaia”.

     Tenemos otra idea del crecimiento y del estado en Argentina, también en América Latina. Crecer económicamente, durante los gobiernos denostados por populistas, fue un mandato pero no en sí mismo, sino para incluir a poblaciones muy vastas que desde hace más de un siglo era consideradas “extrasociales” o que habían sido expulsadas con estudiada crueldad a partir de las dictaduras y en los años noventa. Poblaciones con las que no había ningún compromiso. El estado, que por fortuna nunca fue aquí el de Luis XIV, se erigió como fuerza capaz de impulsar la inclusión. Combatir la pobreza -la otra palabra que nos obsesiona-, creando trabajo, produciendo economía. Cuando el neoliberalismo retoma las riendas, lo primero que ataca es esta construcción. Nuestras ideas permanecen muy por fuera de la órbita de Isabelle Stengers que usa como ejemplo principal la lucha social y civil que en Europa se desató contra los “organismos genéticamente modificados”, por lo tanto contra Monsanto y su política de arrasamiento de los pequeños agricultores, de industrialización absoluta del campo. Un pequeño dolor de cabeza para “nuestros responsables”, para la Ciencia y los Empresarios, que se defendieron agitando que el proyecto sólo buscaba erradicar el flagelo del hambre. No le interesa, o no puede, mencionar que lo que al menos alteró las noticias usuales que al viejo continente llegan desde América Latina tuvo que ver con la decisión de que los ingresos extraordinarios que provinieron de ese sector de la economía fueran administrados por el estado con políticas de signo redistributivo. Hasta en las orejas tenemos soja transgénica, pero durante un rato se la supo articular con expansión de derechos y libertades, con el retroceso de la pobreza y la indigencia, “con una vida que valga ser vivida” como ella lo expresa. Si en el 2009 no era fácil de ver, en el 2017, cuando se publica el libro en castellano, una nueva introducción habría sido de ayuda.

     De otro de los nudos de su argumento hubiera podido surgir el vínculo para acercarse a nuestra encrucijada, que seguro Stengers no ha renunciado a pensar que también es la suya. Es el que plantea que la destrucción a la que conduce el crecimiento económico no sólo atañe a la naturaleza, sino a los saberes que en otro tiempo la humanidad cultivó para relacionarse con el mundo de forma más justa, más atenta a Gaia. Incluso con el capitalismo como modo de producción dominante. La Ciencia protagonizó una tarea que fue de tierra arrasada, que con el lema “nosotros sabemos, ellos creen”, sustrajo de nuestras vidas toneladas de prácticas y palabras. “Un día, tal vez, experimentaremos cierta vergüenza y una gran tristeza de haber despachado a la superstición prácticas milenarias, desde aquélla de los augures de antiguos a las de las videntes, lectores de tarot o echadores de conchillas.” La dimensión de la catástrofe que nos aprieta el cuello sólo se dimensiona correctamente si se presta atención a esta faceta de la destrucción. Pisamos sobre cementerios de saberes. Por ende, después de diciembre de 2001 no nos encontramos con un repertorio amplio de recursos para poner a prueba y salir del atolladero al que habíamos llegado. Muy por el contrario. De este modo, no fue capricho que la crisis que afectó a América Latina haya encontrado sus resoluciones más interesantes de la mano del Estado y del crecimiento económico. Tampoco fue gestión de la catástrofe.

     Pierde en complejidad su libro al ahorrarse estos problemas nuestros, como el pensamiento que hace falta ensayar correría el riesgo de empezar a ahuecarse si no tomara en cuenta su argumento. Hay riesgos y riesgos, éste sería de los malos. Sólo hace unos meses con un grupo de compañerxs leímos En tiempos de catástrofes. A fines de 2019 en Mendoza se produjo una muy importante movilización, se dice que pudo ser de las más numerosas de su historia, que enfrentó la decisión del poder político de favorecer la megaminería, el uso de cianuro que contaminaría el agua. Y el agua, como se sabe, es un recurso escaso en nuestra provincia. Veníamos de lo que evaluábamos como una derrota política, cuando no habíamos logrado plegarnos al impulso nacional que había impedido la reelección de Macri. El esfuerzo militante fue insuficiente para hacer retroceder la hegemonía conservadora que en Mendoza hace pie firme en la alianza entre el radicalismo y el Partido Demócrata. Varixs que ya participábamos de asambleas vimos en lo que abría la movilización del 23 de diciembre una oportunidad que, en el mismo movimiento, nos llevó a pensar con más seriedad esta problemática que, no sólo en Mendoza, mientras fuimos gobierno habíamos desoído. Y luego nos preguntamos, habiendo atendido el argumento de Stengers, cómo el peronismo nuevamente a cargo  del gobierno nacional afrontaría estas cuestiones.

     Es parte del asunto indicar que también leímos y discutimos este libro después del golpe cívico militar en Bolivia que, de este modo lo dijimos, derrumbó la “hipótesis García Linera”. La misma aducía que mientras la economía siguiera creciendo no había peligro cierto de que la experiencia nacional popular, e indígena en su caso, fuera derrocada. Nos preguntamos, por lo tanto, si no era hora de reverla o, más en general, de revisar el sesgo desarrollista de nuestros gobiernos. Pero, digámoslo todo, en la discusión se había metido el antropólogo brasilero Eduardo Viveiros de Castro, quien también se pregunta por Gaia y sostiene en una entrevista de agosto de 2013, epílogo del libro La mirada del jaguar: “cada vez que tomamos el aparato del estado, es el estado quien toma nuestro aparato, llamémoslo así, mental.” No nos dio ganas siquiera de googlear qué anda pensando hoy este antropólogo al que, por lo demás, yo admiro, después de que Bolsonaro, que es mucho más que un nombre propio, dejó en claro que al menos en estas orillas el Estado no siempre es el mismo. Es en este momento de la encrucijada que leímos En tiempos de catástrofes.

     Es muy endeble, si se lo pone ante lo que significa la irrupción de una trascendencia, de Gaia, lo que perfila Stengers como respuesta. Que no sean salvajes es lo que le interesa. Movimiento slow, jurados populares, el activismo norteamericano de acción directa no violenta, programadores y usuarios de software libre. Viveiros de Castro recoge la pregunta que formula Bruno Latour, lector principal que tuvo el libro de Stengers: “¿Quién va a ser el pueblo de Gaia?” Sopesa de un lado y del otro al sujeto que estará a la altura de esa trascendencia; se pregunta  por los indios y los descarta porque “su tecnología no sirve para los desafíos que tenemos.” Agrega el brasilero lo que podríamos decir de Stengers: “Creo que Latour se deja cautivar demasiado por el modelo de la democracia representativa. Usa el vocabulario del parlamento, de la asamblea, del acuerdo, de mundo común. (…) No es suficientemente pesimista, cada vez más está difícil decir que vamos a salir bien de esto.”

     Quizás no alcance para salvarnos, como el Dios que reclamaba Heidegger, pero si se activan los malones e incluso los quilombos que surcaron nuestra historia, por lo menos no moriremos de miedo.

aGUSTÍN SUÁREZ

Es profesor de Filosofía en escuelas secundarias de Las Heras y Guaymallén, en la ciudad de Mendoza.

Banzai, de Gata Cattana

MÚSICA / POESÍA

SUSANA PINILLA ALBA


Banzai (2017)
de Gata Cattana

banzai

     Ana Isabel García Llorente (1991-2017), conocida como Ana Sforza en la poesía y Gata Cattana en el rap murió el 2 de marzo de 2017 dejando tres EPs, algunas canciones inéditas, un poemario varias veces reeditado y un disco póstumo, que sus familiares y amigos publicaron a finales de 2017. El fallecimiento de la artista, a causa de un shock anafiláctico severo, no fue impedimento para que Banzai viera la luz en Spotify el 6 de octubre de 2017 y el 7 lo hiciera en formato físico y otras plataformas digitales. 

     El halo de misterio que envuelve este disco radica en la cantidad de mensajes premonitorios de una muerte próxima, que han reforzado la mitificación de la figura de Gata Cattana, impulsándola como máxima representante del rap cultural andaluz. Por ello, la fama con la que contaba la artista incluso antes de haber publicado un LP se pone de manifiesto en algunas canciones del disco, en las que el “mensaje encriptado” que varias veces menciona parece hacer coincidir sus propios detalles biográficos con los tópicos de vanidad humana y memento mori presentes en la tradición literaria española.

     Por otra parte, su obra musical es un continuo, en el que la poesía, el rap-conciencia-hardcore y la política, difícilmente se distinguen. Podríamos estar hablando de un rap poético y social o de política hecha arte. Ella se definía apelando a sus tres facetas: “poetisa de día, rapera de noche y politóloga a ratos” (Entrevista con Ignacio Pato, para PlayGround, el 9.02.2016), pero en su obra es difícil definir a qué terreno pertenece cada una de sus composiciones. Su retórica es elocuente como la de un orador romano, a la vez que la composición de sus textos y los recursos literarios empleados nos recuerdan al bagaje cultural  propio de los clásicos de las Letras españolas. A veces no sabemos si estamos en un evento activista o en una clase universitaria de Ciencias políticas. Asistimos a un eterno retorno en el que los mismos temas reparecen, reinterpretándose y resignificándose continuamente. Dichos temas, presentes ya en sus primeros trabajos, ahondan en las preocupaciones trascendentales del ser humano, que llevadas al rap literario, purifican las pasiones del oyente en un éxtasis catártico. Abundan las referencias mitológicas, culturales e históricas con un espíritu filosófico de cuestionárselo todo desde la reflexión estética evasiva, efecto posibilitado por el influjo musical del trap, la lucha política del rap conciencia y la catarsis que permite el arte. 

     La artista empezó en la música en 2015 y culminó con una publicación que podríamos considerar su primer y único álbum conceptual. El LP Banzai (2017) se compone de 13 tracks de entre 2 y 4 minutos de duración cada uno. El beat y la producción de la mayoría de las canciones corre a cargo de D. Unison, excepto la canción 7 y 12, de Nico Miseria, que anteriormente había producido con ella en el sencillo “Samsara”. 

     Es complejo argumentar el carácter conceptual de un disco que la misma autora no pudo completar. Sin embargo, encontramos un orden en todo este entramado de temáticas y sensaciones eclécticas, muchas veces contradictorias, que hacen precisamente que Banzai sea un discurso firme al permitir su lectura como obra total. Este conjunto no solo retoma los temas y estilos previos de la artista, sino que los contextualiza en el plano musical del momento y en su esfera vital. Así pues, los motivos mitológicos, culturales y políticos de antaño se retomarán con una estética más trabajada, con melodías procedentes del jazz o de la música electrónica y con colaboraciones de la escena más underground del sur, los canarios Scarface Johanson y Bejo. Pero esas innovaciones formales van acompañadas de un leitmotiv conceptual que encontramos en el significado de la expresión japonesa “banzai”, título del disco y de una de sus canciones, además de vértebra discursiva del mismo.

     En palabras de la autora, la expresión se refiere a  “ir a la batalla y soltarlo todo, quedarse tranquila”. Por una parte, quiere decir “Larga vida” o “¡Viva!”, grito de alegría, cuya dimensión estética conecta con un sentimiento de honra, admiración y respeto. Esta idea de eternidad, retomada por gran parte de su recepción, ha dirigido los múltiples homenajes en forma de murales con graffitis en su nombre, documentales, festivales o certámenes de poesía que se hicieron y están produciendose actualmente tanto en España como en Latinoamérica. En Banzai observamos esta noción en la base instrumental y el contenido retórico de los siguientes tracks. Las canciones “Nada funcionando” y “Hermano inventor” actúan como una bienvenida a la evasión, a la necesidad de reflexión personal introspectiva para descifrar un mensaje que aparece como hilo conductor del disco. Dicho mensaje, que ha de ser decodificado para que la Humanidad pueda seguir funcionando no es otro que la cooperación por un mismo fin: la libertad. El mensaje aparecerá resuelto en el último track, “Desértico”, canción de cierre del disco, en la que dice: “Contenido de Revoluçao […]/ diez mil oyentes bien usao’s son un ejército”.

     Por el contrario, el tono lírico y festivo de la canción “Limonero”, rica en referencias identitarias del sur español, conecta con la evasión desenfadada de “Hasta el final” y “Estoy bien”, que sirven como contrapunto para suavizar temas de más hondura existencial, que se recuperan someramente en cada una de las canciones. Todas ellas responden con un carpe diem a la solemnidad de canciones como “Papeles” y “Cartas que no repartí” en las que se tematiza el ubi sunt, concepto predilecto en la obra de Gata Cattana. En “Papeles” asistimos a una verdadera preocupación por el devenir de su producción y la necesidad de frenar la mercantilización de su arte. Será esta canción la que conecte la cuestión estética de su obra, enunciada mediante la vida en la fama y la honra a sus orígenes: “Gloria y honor a mi estirpe es todo lo que dejo antes de morirme” (“Papeles”, Banzai) con el cauce profesional de su música. En mi opinión, precisamente estas dos dimensiones: una estética y una política, son las que estructuran la relación entre las canciones y la finalidad de este disco: la de trascender con su arte, quedar en la vida de la fama, retomando este tópico medieval que ya veíamos en la famosa elegía Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique.

     Asimismo, el plano político de esta expresión lo observamos en la férrea defensa de su arte, novedad temática del disco. Dicha idea de protección identitaria entronca con el otro significado de la expresión. En un contexto bélico los samuráis gritarían “banzai” antes de ir a batalla, aludiendo al azar de su destino: a la victoria o la inmolación que conllevaría la derrota. Quizá podría interpretarse como la expresión similar en nuestra cultura: alea iacta est

     En el disco distingo dos lecturas en este sentido. Las canciones que tematizan este enfoque, a modo personal, son “Mi burra” o “Fuego”. En ellas se trata el desprecio hacia la mercantilización del arte o el uso de su imagen con fines publicitarios, es decir, todos los asuntos referentes a su oposición a las multinacionales que buscaban enriquecerse con su trabajo. Pero hay otra interpretación de este significado a modo colectivo, expresada mediante recursos del rap-protesta, que Gata utliza contra la llamada “ley mordaza”, nombre popular con el que conocía a la “Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana” (2015), que restringía la libertad de expresión. Esta crítica se articula en las canciones “Fuego”, “Banzai” y “Desértico”. El grito de batalla que implica “banzai” tiene un correlato con la lucha conjunta como único método para lograr avances. Así, los tracks “Mi negra” y “El plan” son un llamamiento a la organización de ese colectivo que no disfruta de los privilegios del sistema y a costa de la explotación de los cuales se sustenta el capitalismo: las mujeres, las personas con diversidad funcional, los inmigrantes, la clase social con menos posibilidades económicas y educativas. En definitiva, los subalternos. Así pues, cuando se dirige a la recepción de su obra, lo hará desde el feminismo interseccional diciendo: “Para mis gatas, para mis putas, pa mi mulata en las esquinas paseando la minuta, todo el rato, para vosotras, nunca me sentí sola porque estábamos juntas” o bien,  “Tengo a mi trupe chingona deseando atacar, cuando yo abra la boca, y diga ‘mata’”.

     Por último, frente a la interrelación semántica que ofrece la expresión “banzai” en un plano reflexivo y político, la dimensión estética se presenta en la imagen del fuego como metáfora del flow, es decir, del potencial del rapero en su producción con fines creativos, como proyección para resignificar la escena, pero también para cambiar el mundo, en un plano político. Así pues, habrá alusiones frecuentes con esta ecuación: fuego= flow= catarsis, mediante el empleo del campo semántico de la destrucción, con variadas apariciones a lo largo del disco: “yo me destruyo en cada una de estas, cuando lo escribo, cuando lo grabo”, “descubriré el fuego”, “alimentando mi fuego”, “no te acerques mucho, que todavía quemo”, “tú quieres candela, yo tengo mechero”, etc. 

     Tras escuchar Banzai nos surge la duda de cómo habría evolucionado la trayectoria de Gata Cattana: ¿habría desarrollado su carrera musical o habría dejado de comercializar su rap, hastíada de la fama? En mi opinón, buscaba una fama en las ideas, en la mente, no un éxito material. Cansada de la mediocridad laboral como tantos otros jóvenes con formación universitaria, el rap suponía un salto a una mejor calidad de vida, atacando al sistema desde el sistema. Aun así, siempre se corre el peligro de convertirse en aquello que se repudia y que todo acabe “desértico”. Pero su “fuego” ha trascendido su obra y el icono que es actualmente la revive en cada manifestación contra la violencia de género, cada festival feminista y cada reproducción de alguno de sus tracks. 

     Es innegable que la proyección de Gata Cattana vivirá en la fama, en la memoria, en las infinitas posibilidades de su música para evocar, repensarse e interpretar el mundo de la manera que mejor encaje con nosotros. Hagamos manifiesto y homenaje poniendo en circulación el conocimiento de su música, de su figura y en definitiva, de su lucha, que no es otra que la nuestra. 

 

Link del disco completo en YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=JanSZolnch4&t=432s

SUSANA PINILLA ALBA

Es Graduada en Filología Hispánica, Máster de Educación por la Universidad de Málaga (España). Doctoranda y docente en el Departamento de Ciencias de la Literatura y Estudios culturales de la Universidad de Wuppertal (Alemania).

El camino de Ida, de Piglia

NOVELA / HISTORIA

FEDERICO FRIDMAN


El camino de Ida (2013)
de Ricardo Piglia

Maquetaci—n 1

     Piglia escribió El camino de Ida (2013) haciendo equilibrio sobre un alambre de púas suspendido en un vacío. La novela sigue el devenir revolucionario de Thomas Munk, una máscara del Unabomber, Theodor J. Kaczynski, e ilumina singularidades de la relación entre la escritura de Piglia y la cuestión de la lucha armada. La tensión entre escribir y pelear, entre la literatura y la revolución, recorre su obra pero tiende a desplazarse hacia los márgenes, a desarrollarse en pliegues casi ocultos, en estructuras clandestinas que configuran subtextos. En la novela, la decisión de Munk de utilizar la violencia como un instrumento para visibilizar su programa ideológico-político, a través del envío por correo de dispositivos explosivos a miembros de la academia y del mundo científico, conduce a Emilio Renzi a rememorar la lucha armada en Argentina. 

     En la superficie del texto surge una historia liviana: los avatares de Renzi como profesor visitante en una universidad de elite norteamericana y sus pesquisas para determinar si la muerte de su colega y amante, Ida Brown, estaba relacionada con los ataques que habían sufrido otros académicos. El F.B.I. también investigaba su muerte como dudosa y, según Renzi, su paranoia por sentirse vigilado solamente encontraba reparo en sus diálogos con su vecina rusa, Nina Andropov, quien era la única que podía sacarlo de las “tinieblas dostoievskianas.” Pero la historia de vida de la profesora jubilada de letras eslavas también lo hacía revivir viejos tiempos: “las reuniones donde se hablaba de política en cuartos llenos de humo, las muchachas ardientes que militaban en barrios obreros y planeaban revoluciones que iban a purificar el mundo”. Renzi no podía dejar de pensar en las conexiones entre la muerte de Ida y los atentados que sufrieron otros académicos a través de los esquemas de su país. 

     Las referencias a los años de la lucha armada proliferan en la novela y alimentan un río subterráneo con múltiples bifurcaciones. Renzi recuerda cómo en Argentina durante los 60 y 70 uno podía llegar a encontrarse en la periferia de una organización y desde la superficie prestar colaboración logística. Relata, por ejemplo, un episodio en 1963 ó 1964 cuando un compañero de la universidad, quien luego sería uno de los miembros fundadores de las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL), buscó refugio en su dormitorio en una pensión tras un enfrentamiento con un policía en La Plata. También menciona específicamente haber conocido mujeres que entraban y salían de la clandestinidad para transportar armas a través de la ciudad y que luego regresaban a su casa y a su rutina. Además, hace referencia a hechos claves en la historia de la violencia política en Argentina, como el asesinato de Emilio Jáuregui en 1969 y la fallida operación del ERP en Monte Chingolo en 1975 infiltrada por los servicios secretos. 

     En uno de sus diálogos con Nina acerca de los atentados, ella sostiene la hipótesis del terrorista solitario. Menciona que en Rusia, antes de los bolcheviques, los revolucionarios actuaban solos y recuerda el caso de Vera Zasulich, quien había disparado contra el zar y había puesto una bomba en la oficina de la policía secreta. Renzi hace referencia a una carta de Marx escrita en 1881 “a esa mujer extraordinaria.” En ésta, según dice, Marx justificaba la violencia, afirmaba que era un modus operandi específicamente ruso e históricamente inevitable y que, por lo tanto, no había razón para juzgarlo o moralizarlo. Sin embargo, la conversación deriva en una amarga conclusión: “La creencia corrosiva de que la historia se rige según sus propias leyes había legalizado los crímenes políticos”. Es difícil discernir si estas palabras reflejan el terror que persiguió a Nina hasta el exilio o si también proyectan las ideas del narrador.

     En Los diarios de Emilio Renzi (tomo III) (2017), el jueves 19 de enero de 1978, Piglia alega haber escrito que la decisión de muchos amigos de optar por la lucha armada le parecía equivocada y que obedecía a “una dirección política imbécil o provocadora”. Esta audacia absurda, la de dejar por escrito en plena dictadura que muchos amigos habían devenido en combatientes revolucionarios, debería ser suficiente para demostrar que estas palabras no pudieron haber sido escritas durante “los años de la peste.” Los diarios forman un andamiaje, tal vez terminado a contratiempo, que sostiene y retroalimenta la maquina literaria diseñada por Piglia. Al sistematizarlos con sus textos se reactualiza la ficción que los envuelve. Por eso, aquí se trata de pensar en sus entradas como engranajes dentro de esta maquinaria y para entender cómo funciona con otras maquinas de pensar, de amar, de crear y de morir, necesitamos volver a ensamblarlo.

     En este sentido es interesante señalar cómo en la novela se manipulan los eventos en los cuales participó Zasulich y se tergiversan las cartas de Marx. Zasulich participó en una acción violenta: un solitario intento de asesinato del Gobernador General de San Petersburgo en 1876 por su brutal maltrato a un preso político. Pero no formó parte de la operación para asesinar al zar Alejando II organizada por el grupo Narodnaya Volya y tampoco, como se sugiere en la novela, en un atentado con bombas en contra de la policía secreta. El 16 de febrero de 1881, luego de haber modificado su posición y de haber adoptado una postura crítica frente al uso de la violencia, Zasulich le escribió una carta a Marx pidiéndole que explicara su postura acerca de las comunas rurales en Rusia. Zasulich afirmaba que esta forma de producción pre-capitalista contenía el germen de la revolución y le pedía a Marx que claramente se expidiera al respecto para dirimir las discusiones en las que se enfrascaban las distintas facciones marxistas.

     Marx redactó varios borradores (uno de ellos de casi tres mil palabras) antes de decidirse por una escueta respuesta fechada el 8 de marzo de 1881. En ésta, Marx le explicaba a Zasulich que la teoría del socialismo científico acerca de las “inevitables” etapas históricas que debían desarrollarse para alcanzar un estadio revolucionario se aplicaba solamente a los países capitalistas de Europa occidental. Si bien afirmaba que las comunas rurales tendrían que convertirse en propiedad privada para dar curso al despliegue de estas etapas, Marx reconocía que la propiedad comunal de la tierra era una piedra angular que llevaría a Rusia a una regeneración social. La carta mencionada en El camino de Ida, en la cual Marx justificaba el terrorismo, fue ciertamente escrita, el 11 de abril de 1881 en Londres, pero enviada a su hija Jenny Longuet. 

     Este mecanismo de cartas cruzadas sitúa a una mujer en el centro del proceso de radicalización que luego convergió en la Revolución de Octubre y la inviste como legítima heredera de una misión histórica que justificaba el uso de la violencia. Por un lado, entre los eventos históricos, los nombres de los protagonistas y los remitentes trastocados queda solapada la posición que Zasulich finalmente asumió en contra del zarismo: una postura social-demócrata opuesta al elitismo y al militarismo de Lenin y los Bolcheviques. Por otro lado, este dispositivo literario nos revela claves desde donde se podría (re)leer El camino de Ida. Al mundo hipermasculino y falocéntrico de la violencia política, se le contrapone el valor, la iniciativa y el protagonismo de una mujer. 

     Piglia ensaya esta maniobra en “Diario de un loco,” la segunda parte de la nouvelle “Un encuentro en Saint-Nazaire” (1988), publicada en Prisión perpetua (2007), y en “Notas en un diario (1987),” incluidas en Antología personal (2014). En estos textos laboratorio, se introduce con variaciones el personaje de Erika/ Érica Turner, quien había aceptado una propuesta para enseñar en Princeton, y el personaje de una guerrillera. En la primera serie, escribe que cuando Erika vivía en Londres un día recibió un llamado de una amiga lejana que era la responsable de la seguridad del IRA y que le pedía que cobijara a la jefa militar de la columna norte. En las notas, señala que años atrás una amiga le avisó a Érica que debía “guardar” a una militante del ERP, la jefa militar de la columna norte de Santa Fe que estaba siendo intensamente búsqueda. En ambos casos, la guerrillera llevaba una marca de nacimiento en el rostro y en ambas secuencias, después de estar guardada por dos semanas en casa de Érica/Erika, termina siendo asesinada. 

     El dispositivo literario ensamblado en El camino de Ida muestra cómo la novela pide ser leída. La historia ilumina desde distintos ángulos y con diferentes filtros al personaje de Ida. Esta estructura provoca un juego de sombras y de oscilaciones en la profundidad del personaje que alimentan la obsesión de Renzi y sus elucubraciones. Primero, piensa que Ida pudo haber dado el salto, haber pasado a formar parte de una célula terrorista y que su muerte se debió a la detonación de un explosivo antes de ser enviado a un objetivo. Luego de encontrar azarosamente la novela de Conrad que Ida estaba enseñando en su curso, The Secret Agent (1886), Renzi se da cuenta que mientras la agencia de inteligencia y seguridad interior más sofisticada del mundo no podía dar con Munk, ella pudo haber descifrado el enigma de su identidad a través de la literatura. 

     Munk finalmente rompe el silencio, tras más de dos décadas operando en solitario y clandestino en un bosque de Montana, y logra publicar en los periódicos más importantes del país su Manifiesto sobre el capitalismo tecnológico. Renzi analiza el particular uso de un lenguaje académico en el texto y la clara concepción del autor de cómo hacer circular un mensaje en los tiempos actuales. Comprende que la decisión de matar estaba ligada a la voluntad de hacerse oír y reconstruye el proceso de radicalización que llevó a un no poco brillante intelectual, matemático y ex-profesor de Berkeley a utilizar un recurso violento para tener acceso a la palabra pública. También entiende la coherencia del programa. Frente a un acelerado proceso de tecnologización de todas las esferas de la vida, su decisión era lógica: atentar contra los individuos que forman parte de la intelligentzia que sostiene el desarrollo tecnológico-militar que destruye todo lo que queda de humano en el mundo. Pero, entonces, la misma pregunta insiste: ¿Podría un desarrollo histórico justificar la decisión de matar o, como dice Renzi, “el derecho a matar”?

     Renzi, el equilibrista, camina sobre una delgada línea mientras recuerda cómo se paseaba entre la gente que organizaba manifestaciones, protestas, recitales y happenings en Sacramento, la ciudad donde se encontraba el penal al que fue traslado Munk y que lo hacía recordar a la ciudad de La Plata. Renzi había dejado de ser un extranjero en los Estados Unidos, ya no necesitaba de un mapa para desplazarse a través de distintos espacios, autopistas y ciudades. Sin embargo, sí demuestra ser un extraño frente a formas actuales de organización colectiva. Así como no podía comprender cómo la chica de pelo azul surfeaba en la deep web para obtener pasajes de avión, tampoco parece terminar de entender las nuevas dinámicas que impulsan a la multitud a formarse, a desplegarse en los intersticios de un férreo sistema de control y a replegarse. 

     Es Ida quien guía a Renzi hasta Munk y son sus notas en la novela de Conrad, una hermenéutica cifrada a los márgenes del texto, las que lo llevan a concertar una entrevista con éste para comprobar sus sospechas. Así como muchos de sus viejos amigos leían los ensayos del Che y enfilaban hacia el monte, ¿Qué hacer? de Lenin y fundaban el partido del proletariado, o las Obras de Mao y anunciaban el comienzo de la guerra popular, Renzi piensa que Munk había encontrado en la lectura de novelas el camino y el sentido para sus acciones clandestinas. Cuando corrobora que Munk era un asiduo lector de Conrad, cree haber dado con la clave del misterio de la muerte de Ida. 

     El encuentro finalmente se produce y es Munk el que lleva adelante la conversación, mientras le explica a Renzi que las dinámicas actuales impedían la formación de un movimiento de liberación, como las organizaciones armadas en Argentina, y que la única alternativa era la de actuar como lobos solitarios unidos en la dispersión con otros miembros de la manada que no se conocen entre sí. Pero cuando le pregunta a Renzi por qué él estaba allí, la respuesta es unívoca: Ida Brown. Munk admite haberla conocido y rechaza de plano haberla asesinado. Sin embargo, evita afirmar o negar si ella había formado parte de la organización. Esta indefinición amplifica la imaginación de Renzi acerca del posible devenir revolucionario de Ida y el epílogo de la novela concluye con un luminoso recuerdo de su cuerpo desnudo, de las manchas blancas en la piel que le cruzaban todo el cuerpo, “marcas de nacimiento, rastros del pasado.”

     El camino de Ida proyecta múltiples devenires posibles y, paradójicamente, marca un regreso o una clausura. Las palabras de Renzi en la novela remiten a sus diarios y su experiencia frente a la muerte de Ida a la tragedia de haber perdido a muchos amigos durante los años de la lucha armada y del terrorismo de Estado en Argentina. La circularidad de este orden no establece jerarquías, o una progresión entre una y otra experiencia, y comunica la aspiración a un cierre. Poco importa que esta no sea la novela mejor lograda de Piglia si la consideramos como una postdata lanzada desde los esquemas del siglo pasado hacia un porvenir ya inasible. 

FEDERICO FRIDMAN

Es Licenciado en Ciencia Política (UBA) y Doctor en Literatura Latinoamérica por Cornell University. Docente e investigador en la Universidad de Michigan, Ann Arbor, en donde enseña cursos sobre literatura, arte, cultura y política latinoamericana.