GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

La masacre de Kruguer, de Luciano Lamberti

NOVELA

JUAN MANUEL BELLINI


La masacre de Kruguer (2019)
de Luciano Lamberti

la masacre

Helter Skelter  

 

     A Lamberti se lo había conocido como cuentista con libros que podían pasar del realismo de El asesino de chanchos  (2010) a las fantasías de El loro que podía adivinar el futuro (2012). En 2016 publica su primera novela: La maestra rural. Una historia que mezclaba esoterismos, abducciones, mutantes, experimentos científicos y que dejaba personajes memorables, empezando por la poeta Angélica, su hijo Jeremías, el estudiante de Letras Santiago, el poeta y editor Rulo Bóveda, la vecina Esther. El terreno era Córdoba pero se extendía al universo, con una escritura llena de suspenso que se permitía momentos de humor y locura.

     Este año la propuesta pasa por una masacre en un pueblito perdido en la Patagonia. Allí Lamberti se toma las libertades de contarnos una historia que comienza con la caída de un meteorito y que se entrevera hasta con un teleteatro apócrifo. Como en su novela anterior, hay una sumatoria de voces que van hilando la narración. Pone a prueba el morbo de quien lee, las preguntas tienen respuesta pero no alcanzan. Hay algo de Stephen King y David Lynch dando vueltas en Kruguer, el pueblo de postal que esconde el horror. 

     Las nuevas generaciones de escritores se permiten ese registro, Samanta Schweblin con sus incursiones en la novela, desde Distancia de rescate (2014) que fue una forma original de mostrar los peligros de la contaminación hasta Kentukis (2018) donde metaforiza la relación con las nuevas tecnologías y también Celso Lunghi con la novela ganadora del premio Página/12 en 2012, Me verás volver, que contaba un suicidio masivo en el interior bonaerense. Podemos sumar a Hernán Ronsino con su nouvelle Cameron (2018) donde el escenario es la nieve y un lugar impreciso que podría hacernos pensar (pese a que las acciones transcurren en el otro hemisferio) en hechos perpetrados durante la última dictadura argentina.

     El género fantástico que tuvo sus referentes en nuestro país en cuentistas como Horacio Quiroga, Borges, Cortázar, pareció sucumbir en los ’60 según cuenta Abelardo Castillo en el recomendable libro de conversaciones con María Fasce El oficio de mentir: “La verdad es que yo empecé escribiendo cuentos fantásticos. Mi idea del cuento era el cuento fantástico de Poe, de Maupassant, de Borges, de Buzzati. Pero como parecía que lo fantástico no iba con nuestra generación –no olvides que empecé a publicar en los años 60-, escribí cuentos realistas. Escribía cuentos realistas para impresionar a Humberto Constantini mientras iba acumulando cuentos fantásticos, para uso personal, en los cajones. Un día descubrí que hay una manera realista de contar un cuento fantástico”.

     Si Lamberti descubrió lo mismo para contar su novela no lo sabemos, pero de repente la sangre baña la nieve y no se detiene. Se sobrevive en la locura, algunos con pastillas otros no paran hasta el suicidio. Y en la cronología de Kruguer el “27 de junio de 1987 la población se reduce a un habitante”. Por allí anda el comisario Dut, del pueblo vecino, el que tiene que resolver el enigma y al que todo se le convierte en pesadilla, no le saldrán las cosas como al comisario Croce de Ricardo Piglia, porque se enfrente a lo inexplicable. ¿Qué explicación le encuentra al niño de 9 años que sobrevive de los intentos de ser asesinado por sus padres hippies cuando él quería asesinarlos a ellos? ¿Del misterio del doctor Keselman que un día se tira al vacío después de haber contemplado los momentos más crueles de su vida? ¿Y de Azucena Helm a la que su madre lisiada le arrancó un dedo y que había registrado los comportamientos extraños de sus vecinos? ¿Y el atildado Rodolfo Wairon, el presentador de la fiesta de la nieve, que de repente se empieza a sacar dientes?

     Si el género terror consiste en atrapar al lector hasta finalizar el libro, Lamberti nuevamente cumple, pero en La maestra rural los momentos de humor daban respiro, mientras que La masacre de Kruguer ahoga, pide a los gritos que termine. Para quienes aún no se han acercado a su obra, se recomienda empezar con su primera novela para después quedar atrapado en la nieve, intentando escapar.  

JUAN MANUEL BELLINI

Juan Manuel Bellini es Periodista, docente de la cátedra Análisis y Crítica de Medios de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP). Trabaja además en el Programa de Justicia por Delitos de Lesa Humanidad en la Comisión Provincial por la Memoria.

Historia de una investigación, de Enriqueta Muñiz

PERIODISMO / TESTIMONIOS

DANIEL BADENES SCHAPOSNIK


Historia de una investigación. "Operación Masacre" de Rodolfo Walsh: una revolución de periodismo (y de amor) (2019)
de Enriqueta Muñiz

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     Un 20 de diciembre, hace 63 años, Rodolfo Walsh estaba sentado frente a una máquina de escribir, tipeando una denuncia de mi abuelo.

     Habían pasado menos de dos días del momento en que Enrique Dillon le mencionó la historia de los diez fusilados inocentes. Walsh logró conseguir dos documentos: la denuncia de Juan Carlos Livraga y una presentación de Eduardo Schaposnik en la Junta Consultiva de la Provincia de Buenos Aires sobre casos de torturas. Y fue a las oficinas de la editorial Hachette -para la que trabajaba hacía más de una década- a pedir ayuda. La joven Enriqueta Muñiz, de 22 años, transcribió el testimonio del fusilado viviente; Walsh, el documento del dirigente socialista.

 

     *

 

     La primera vez que leí Operación Masacre hacía un par de años que había fallecido mi abuelo. En mi casa había una edición realizada por De la flor en 1972. Además de incluir la infaltable dedicatoria que tuvo desde su primera versión en 1956, arrancaba con el prólogo a la tercera edición (1964), donde Walsh escribe: “Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero decir que si en algún lugar de este libro escribo ´hice´, ´fui´, ´descubrí´, debe entenderse ´hicimos´, ´fuimos´, ´descubrimos´”. Siempre me pregunté por Enriqueta Muñiz, cuyo nombre encontré algunas veces después pero sin ninguna vinculación con Walsh.

     Claro, más atención me llamó encontrar mi apellido materno en el capítulo 32 –Los fantasmas-: “…Doglia ha hablado con Eduardo Schaposnik, representante socialista ante la Junta Consultiva, y a comienzos de diciembre, en sesión secreta, los cargos reaparecen, esta vez en boca de Schaposnik”. ¿El abuelo Eduardo y Operación Masacre? ¿Walsh y él? ¿Cómo? ¿Cuándo?

     Recuerdo haber regresado a la casa donde mi abuelo vivió con su segunda esposa en busca de algún archivo. Volví con algunos libros de su biblioteca pero ninguna respuesta: había poco anterior a sus años de exilio y nada de los años 50.

 

     *

 

     Enriqueta Muñiz acompañó a Walsh durante toda la investigación de Operación Masacre. Protegió documentos, siguió pistas, entrevistó testigos; mientras Walsh hablaba con sobrevivientes, ella conversaba con sus madres y esposas. Además de jugarse entera, escribió en dos cuadernos un diario de aquella investigación, desde aquel 20 de diciembre en que Walsh se presentó en la editorial diciendo haber encontrado “al perro mordido por un hombre” hasta la publicación del libro, casi un año más tarde. La vida los llevó por caminos distintos, pero Enriqueta guardó esos cuadernos -y otros papeles de Walsh- como un tesoro. El tesón de Diego Igal por recuperar la historia de la periodista dio con ellos en el momento justo y ahora salieron a la luz en este libro.

     Esta pieza necesaria de la historia es apasionante de todo punto de vista. Lo es saber, por ejemplo, que la joven que sostuvo la investigación con Walsh lo hizo ocultándolo a su propia familia, que la controlaba celosamente. Sobre el final del primer cuaderno, al mencionar un encuentro del periodista con uno de los sobrevivientes, Enriqueta escribe: “Desgraciadamente, la escasísima libertad de movimientos que tengo en mi casa me impidió asistir a esta interesante entrevista. Y ya que estamos, dejaré constancia ante mí misma de los prodigios de imaginación, memoria y serenidad que he debido hacer para efectuar todos los movimientos aquí consignados, dentro de un horario ridículo, al que se han debido plegar toda clase de personalidades, y sin levantar la sospecha de mis padres”. Un texto que nos insta a pensar una historia feminista del periodismo, a preguntarnos cuántas mujeres faltan en la bibliografía que hemos consagrado.

 

     *

 

     A mi los cuadernos me aportaron también piezas faltantes en otra historia. Muñiz relata el derrotero periodístico de la investigación, mucho antes de ser libro (un libro que amagó a publicar Frondizi, pero arrugó, y que terminaron financiando los nacionalistas. Escribe Enriqueta: “No me agrada que el seudocapitalista del libro sea Marcelo Sánchez Sorondo. Pareciera que los únicos decididos en este bendito país son los nacionalistas”). Antes de la navidad del 56, el semanario de Leónidas Barletta, Propósitos, publicó los documentos obtenidos por Walsh, tipeados por él y por Muñiz la tarde del jueves 20 de diciembre. Más tarde -a fines de mayo- llegarían los artículos en Mayoría, la revista de los hermanos Jacovella, base del futuro libro. Fue después de una pelea entre Walsh y Barletta, en una reunión que los apuntes de Muñiz fechan el 12 de enero: “No asistí a la reunión pero sé que fue tormentosa, pues Walsh estaba furioso a raíz de la publicación en ´Propósitos´ de una nota en la sección ´Lo que no ayuda´, donde se atacaba a nuestro mejor aliado, Eduardo Schaposnik, por una mezquina cuestión de partido. Lo grave es que se había tomado como base el texto de la sesión secreta, desperdiciando el precioso material del modo más desconsiderado y estúpido, Walsh tenía mil veces razón, pero imagino que se excedió en los reproches. Desde ese día, mi querido semanario ´Propósitos´ no volvió a publicar nada sobre el caso ´Livraga´.”

 

     *

 

     No hay mucho más sobre ese “mejor aliado”. En un tramo del segundo cuaderno vuelve a mencionar “los escalofriantes casos de torturas denunciados por Schaposnik según consta en la versión taquigráfica de la sesión secreta de la Junta Consultiva de la Provincia”. Nada más. No sé cuándo se habrán cruzado, cuántas veces. Si habrá sido el abogado platense de los fusilados, Máximo Von Kotsch, el contacto entre ellos.

     Pienso en el antiperonismo del abuelo Eduardo, que era también el de Doglia y el de Walsh. Imagino que mi abuelo habrá tenido -¿cuándo, con quién, con qué palabras?- un momento como el de Walsh frente a la casa de Garibotti, que ahora conocemos relatado por Enriqueta:

     “Es una casa mejor construida, con muchas flores en el jardín. Mientras esperamos que nos abran, Walsh me dice:

     -¡Y luego quieren que dejen de ser peronistas! ¡Si Perón les dio una casita con flores, y estos vienen a sacarlos de ella para llevarlos a un baldío y matarlos como a perros, por la espalda!

     Y Walsh es anti–peronista. ¡Pero la evidencia es tan triste y abrumadora!”.

 

     *

 

     La historia es un rompecabezas, pero no sabemos cuántas piezas tiene, cuántas faltan, ni cuándo las encontraremos.

DANIEL BADENES SCHAPOSNIK

Profesor, investigador y extensionista en la Universidad Nacional de Quilmes. Es editor de la revista La Pulseada e integrante de radio Futura. Le cuesta poner el punto final a su tesis para el doctorado que cursó en la Facultad de Guay.

 

Desde abajo y a la izquierda, de Mariano Pacheco

POLÍTICA

MARIANA BELLUSCIO


Desde abajo y a la izquierda. Movimientos sociales, autonomía y militancias populares (2019)
de Mariano Pacheco

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Marx guiando al pueblo. ¿Qué pueblo? ¿Qué izquierdas?

    

     El reciente libro de Mariano Pacheco es un convite a pensar, indagar y establecer diálogos desde el campo popular y los espacios políticos que se entienden interlocutores y sujetos de ese campo. Desde que salió de imprenta, su autor no ha parado de presentarlo en diversos espacios de “militancia”, pero también en variados escenarios académicos; desde cátedras de pensamiento filosófico o político en universidades de distintos puntos del país, pasando por sedes de gremios, partidos políticos y organizaciones sociales, librerías y centros culturales de pueblos y ciudades. A pesar de esa intensa gira a lo largo y ancho del país, su autor me comenta que no ha sido un libro “muy reseñado”.  Estas líneas no tienen el propósito de saldar esa vacancia, porque en el debate y el encuentro es donde el texto de Mariano ha sabido encender contrapuntos.

     Estuve en una de esas presentaciones, en el marco de un ciclo de charlas sobre filosofía y política en la ciudad serrana de Cosquín. Lo más enriquecedor de esa ocasión fue la oportunidad de pensarnos, detenernos -e incluso en el disenso- conversar. Quizás allí radica el potencial mayor de este librito: nos anima a pensar con otrxs, a necesariamente entablar un diálogo que nos saca de la rosca de lo contingente y nos propone historizarnos. En ese sentido, se configura como parte de la apuesta que la editorial Cuarenta Ríos hizo desde que lanzó, allá por el 2015, su primer título. Y es que resulta tentador y hasta ineludible leer este texto en conjunto con las otras publicaciones, que la editorial supo poner en circulación a partir de lo que todxs intuíamos, sería un tiempo más que difícil. La lectura cruzada y las conversaciones entre Mariano Pacheco, Diego Sztulwark, María Pía López, Javier Trímboli, Damián Selci, Silvia Schwarzböck entre otrxs, nos asistieron durante estos últimos cuatro años de asedio y shock macrista, en el urgente ejercicio de reponernos de la mera idea de la derrota y comprender -o intentar al menos- las razones que nos dejaron otra vez en el ojo de tormenta neoliberal del que, parecía, estábamos curadxs de espanto.

     La nueva publicación de Pacheco se hilvana con algunas discusiones y miradas que el autor sostiene en sus libros anteriores, estableciendo un recorrido reflexivo sobre las expresiones políticas de la Argentina de posdictadura. Hay en el texto una intención de dar cuenta de los cruces y desencuentros entre lo que él denomina “nueva izquierda autónoma” y formas más tradicionales de expresiones políticas, que se abrigaron bajo una matriz estadista y de “tibia redistribución del ingreso”; idea en donde va a ubicar la experiencia kirchnerista y que desandará en conversaciones y contrapuntos con Diego Sztulwark.

     Relata con detalle de cronología, una a una las movilizaciones, marchas y expresiones de la organización popular de base que se dieron en estos últimos cuatro años (y sus respectivas respuestas represivas) en donde cierta incapacidad de reacción y también de análisis nos hizo creer que en el campo popular “no pasaba nada”.

     El relato se expresa en primera persona, no es un ensayo sobre, si no desde: Mariano habla desde la militancia, la toma de las calles, las barriadas, el “territorio”; pero no resigna ni medio tranco a concebir esas experiencias desde una profunda y necesaria inscripción intelectual e histórica. Pacheco indaga y sistematiza su propio archivo, dialoga con las tradiciones que lo componen y tensa esa relación. Se propone un manifiesto, no renuncia a la intelectualidad, si no que la ubica en el centro de los procesos militantes (al menos del suyo) y emprende la búsqueda de construir -casi en un ejercicio de cartógrafo- teoría revolucionaria a partir de la experiencia.

     En Desde abajo y a la izquierda Mariano Pacheco reconstruye los itinerarios de la nueva politicidad de los sectores populares -que se cocinó en los ochentas y primeros noventas- para confluir en lo que él denomina la apertura del ciclo revolucionario de la mano de los movimientos piqueteros, y que se extiende hasta el 2002 con la masacre de Avellaneda. En clave autobiográfica también, aparecen las vertientes culturales y los sonidos de época, que de la mano del punk rock acompañaron las impugnaciones y resistencias al ciclo neoliberal de las dos últimas décadas del siglo XX.

     ¿Qué nos devuelve la reconstrucción de esos itinerarios? La oportunidad de encontrar allí la génesis de una experiencia política popular nueva, despegada -o al menos abriendo otros linajes- de lo que nos ató /nos ata (muchas veces, incluso ahora) a las herencias políticas de los setenta. No necesariamente se desentiende de esa historia, pero nos permite pensar fenómenos nuevos. Dice su autor “La triada ‘Cortes de ruta- asambleas- planes trabajar’ inició un camino que sería recorrido a lo largo y ancho del país por vastas franjas de la militancia y sectores populares de la Argentina. Sobre todo, por aquellos que venían realizando una reflexión acerca de los límites que la lógica de los años anteriores tenía en la construcción política”. Allí encontramos una de las críticas más interesantes que Mariano Pacheco realiza sobre el kirchnerismo: su ¿inexplicable? negación hacia las expresiones políticas piqueteras y de movimientos de base de los años noventa y principios de los dos mil, su desestimación de la experiencia política acumulada en esos años y su pertinaz gesto de colocarse como heredero directo de los setenta; reificando así una forma vieja de hacer política en donde las nuevas generaciones se incorporaron sin encanto propio. Allí el autor encuentra una de las limitaciones de la militancia k, “jóvenes viejos”, los nombra. Y algo más: Pacheco también entiende que no es sólo una cuestión generacional, si no de clase. Los sectores sociales mayormente interpelados por el kirchnerismo no son los movimientos de base, los piqueteros o los sectores de la economía popular; si no los sectores medios, los intelectualizados, los movilizados políticamente por una intensa cuota de nostalgia.   

     Como contraparte de esa lectura analiza también las capacidades y limitaciones en la construcción de estrategias políticas propias por parte de las militancias populares y los sectores de base. La coyuntura post 2001 encuentra su ciclo de reflujo e impone la incerteza. A diferencia del planteo que propone el kirchnerismo en su horizonte conceptual, en la lectura de Pacheco los movimientos autónomos logran despegarse en algún punto de ese pasado, pero no encuentran tampoco el modo de expresar con claridad las incertidumbres de la época. El dilema parece ubicarse en dejarse o no cooptar por el Estado, y en ese movimiento, asumir o renunciar a los costos de construir una verdadera opción autónoma, desde abajo y a la izquierda. 

     Y aquí podemos adentrarnos en otro de los puntos jugosos para debatir e intentar leernos, aún desde el disenso. Hay en la mirada de Mariano un cierto grado de esencialismo, o para ser menos categórica y no caer en errores conceptuales, hay también en su mirada un dejo de nostalgia sobre una izquierda y un “desde abajo” que no sé si existe en la Argentina. O al menos no en los términos que se enuncian. Aun coincidiendo en señalar los desaciertos estratégicos y políticos del kirchnerismo en cuanto a no saber leer a amplios sectores sociales y políticos -que llegado el momento decisivo se expresaron en el revés electoral del 2015- no resulta claro poder encontrar lógicas posibles y reales de construcción política que florezcan con contundencia por fuera de la matriz del estado. Y aún más, por fuera del peronismo. 

     Podemos discutir largo y tendido si el kirchnenrismo es una expresión más del peronismo, si intentó sobrepasarlo, o si lo potenció y reactualizó. Es una discusión que este librito ronda de cerca, pero que se merece su lugar y su espacio. Volviendo a la idea de las autonomías,  podemos reparar en las nuevas estrategias desplegadas por los movimientos sociales y los sectores -que cada vez con más fuerza se inscriben en el marco de esta nueva constitución identitaria- de “la economía popular”; a partir de la vuelta del peronismo al poder (con Alberto Fernández, pero de la mano de Cristina) las reconfiguraciones que estos sectores están empezando a expresar, nos obligan a repreguntarnos por la naturaleza, posibilidad y alcances de esos autonomismos en el marco de un proyecto de país; más aún cuando un 40% del electorado nos recuerda que es posible llevar a las derechas al gobierno de la mano del voto popular.

     Sería interesante poder analizar qué chances reales de consecución tienen en la coyuntura actual las diez hipótesis del manifiesto para la nueva izquierda autónoma que cierran el libro. A condición claro de asumir que se está preguntando esto “con el diario del lunes”, sería un ejercicio obligado retomar punto por punto y desandarlo, sacudirnos dogmatismos y nostalgias y comenzar a leer este tiempo que nos toca no sólo en clave de reconstrucción de lo arrasado, si no en perspectiva de futuros posibles. 

MARIANA BELLUSCIO

Mariana Belluscio es profesora de Historia por la Universidad Nacional de Córdoba. Está a cargo de las cátedras de Introducción a la Historia e Historia Argentina I, en el IFD Roque Sáenz Peña de Cosquín, Córdoba.

Los simuladores, de Damián Szifron

TELEVISIÓN

DIEGO LABRA


Los simuladores (2002-2004)
de Damián Szifron

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     En mi casa nunca hubo plata para viajar a Orlando, Florida. Sin embargo, aunque faltó visitar la meca de los noventa, se podría decir que vivimos en el espíritu de la década. En la tele siempre hubo cable. En la cómoda del living se acumulaban los alquileres del videoclub y las torres de discos compactos, casi exclusivamente en inglés. Los domingos se almorzaba en Pumper, y a la vuelta, me dejaban elegir algún muñeco por diez o quince pesos/dólares en la juguetería. La política, como el veintinueve de febrero, solo existía cada cuatro años, cuando acompañaba a papá en su discreto paso por el cuarto oscuro. Disney, anime, sitcoms, rock sinfónico, el Family, Indiana Jones, Metallica y la colección de ciencia ficción de Hyspamérica, la de los libros azul y plateado: esa fue mi dieta de consumos culturales, toda importada. Activamente mi madre nos prohibía mirar TV local. Más que nada para que no tuviéramos acceso a la precocidad de las tiras juveniles de Cris Morena, o a la misoginia del prime time, donde Francella ojeaba asiduamente culos a través de un boquete que daba al vestuario de las mujeres. Había en casa un palpable desprecio por la producción cultural argentina contemporánea, que convivía con una velada nostalgia por el pasado mejor de los Narciso Ibáñez Menta y los Robin Wood.

     Habiendo crecido en ese contexto, Los Simuladores fueron poco menos que una revelación. Las poco inspiradas promociones que podían verse durante las tandas de Telefé fueron suficientes para persuadirme de apagar la Playstation y sintonizar la televisión de aire. Se parecía, pensé, a las series yankis que miraba en Canal Sony o Fox. Pero como El Eternauta, que mi viejo me regaló unos años más tarde cuando salió editado dentro de la Biblioteca Clarín de la Historieta, la serie satisfacía una necesidad que no sabía que tenía. Expresaba la aventura desde un lugar más cercano, en un lenguaje, una idiosincrasia en las que me veía inmerso todos los días. Esas cosas que veía en la tele podían pasar también acá.

     Lejos estuve de ser el único que se encontró en Los Simuladores. La serie, un escape de ficción en tiempos de reality shows y crisis, se convirtió en una sensación desde su lanzamiento el 21 de marzo 2002. A pesar de transmitirse durante los pegajosos primeros días de enero, y enfrentar la munición pesada del canal contrario (que programó el estreno de Nueve Reinas a la misma hora), su capítulo doble final alcanzó un rating de casi treinta y tres puntos en 2004, impensados para la televisión moribunda de hoy. La producción ganó siete premios Martin Fierro, incluyendo el de oro. El formato fue exportado y rehecho en Chile, España, México y Rusia.

     Mas la verdadera medida de la vigencia de Los Simuladores ha sido su pervivencia en el imaginario colectivo: las comunidades en redes sociales, los memes, los videos en Youtube, los permanentes rumores de una secuela y su consagrado lugar en el debate virtual como la mejor serie argentina jamás hecha. Siendo producto de un medio que en nuestro país es particularmente efímero y amnésico, la serie ha logrado de manera encomiable seguir renovando su público. Primero, a través de la subida ilegal por parte de fans a canales de streaming o plataformas de file sharing, y en los últimos años, gracias a formar parte del catálogo de servicios de gran penetración en el mercado como Youtube y Netflix. Cuando la empresa norteamericana de la N anunció que discontinuaría la serie en 2018, la  autonombrada “Asociación de fanáticos de Los Simuladores” se organizó y desplegó un operativo en redes digno de la ficción que forzó la decisión por renovar los derechos de transmisión. Sólo Los Simpsons podrían arrogarse mayor poder de convocatoria.

     ¿Por qué Los Simuladores resonaron de tal manera en el público argentino? Para empezar, la premisa fue original en el contexto de la televisión local (aunque críticos han señalado la similitud del concepto con la obra de teatro Los Árboles Mueren de Pie de Alejandro Casona). Episódica con muy leves elementos de serialización, la serie cuenta sobre un equipo que opera en secreto y es capaz de “resolver cualquier clase de problema” mediante “simulacros”. Un servicio que sus clientes pagan con una buena suma de dinero y voluntariados en futuras misiones. Santos (Federico D’Elía), mente maestra y líder del grupo, lleva adelante la “logística y planificación” de los intrincados planes. Medina (Martín Seefeld) realiza la “investigación” necesaria para que ningún cabo quede suelto. Lamponne (Alejandro Fiore) se ocupa de “técnica y movilidad” que involucra el gran despliegue de los operativos, y es lo más cercano a un hombre de acción en el grupo. Por último, Ravenna (Diego Peretti), se ocupa de la “caracterización” de los diferentes personajes que requieren las ficciones.

     Pero aún más atractivo fue que, como “los primeros superhéroes de nuestra televisión”, la producción apeló a la “afinidad electiva” de cierto sector entre los consumidores argentinos nacidos de los sesenta para acá, cuyo paladar había sido formado a través de tres décadas de progresiva apertura y flexibilización del mercado frente a bienes culturales importados, desde el “deme dos” hasta el “uno a uno”. En contraste al repertorio cultural de, por ejemplo, mis docentes universitarios, muchos de segunda o tercera generación, fogoneados durante su juventud al calor de los setenta, mis padres y sus coetáneos, entre los que se cuenta Damián Szifron (creador, productor, escritor, director de la serie), fueron socializados en la secundaria del Proceso o directamente en democracia, cuando el fervor político se convirtió en atributo de uno u otro de los “dos demonios” y el consumo se abrió paso como un marcador de pertenencia cada vez más importante. Mientras la brújula empezó a girar desde París a Miami (porque es USA, pero no hace falta el esfuerzo de aprender inglés), el rechazo ideológicamente fundamentado a los productos culturales masivos hechos en Estados Unidos comenzó a tener menor asidero en la “clase media”. VHS, “cidis” y cartuchos de Sega empujaron al fondo de las bibliotecas a las novelas del “boom” y los sencillos de Silvio Rodríguez o Arco Iris. Mis compañeres de cursada, hijes de les mismes profesores, criades en la tradición política de izquierda afrancesada y/o latinoamericanista, compartían conmigo las referencias culturales de Los Simpsons, Volver al Futuro o Cartoon Network, y ahorraban peso a peso para comprar entradas a un recital de Radiohead.

     Los Simuladores hablan en un lenguaje desarrollado a base de una dieta de blockbusters importados y superproducciones para TV. La gramática visual de la serie delata que Szifron mamó mucho de Spielberg, en particular los Cuentos Fantásticos que éste produjo en los ochenta. Cada toma está encuadrada con ojo cinematográfico, despegándose de la fórmula de la tira e incluso del más prestigioso formato del “unitario”, y se anima a los exteriores y los FX. Se apuesta sin vergüenza a una narrativa de género, donde los elementos fantásticos son el atractivo principal pero, tomando nota del genio de Oesterheld, Szifron también inyecta una buena dosis de costumbrismo. Así como el gran público argentino, históricamente tibio ante la ciencia ficción (como delata la taquilla de los multiplex), aceptó como propios a Manos y Cascarudos porque se los sirvieron entre una partida de truco y un viaje a la cancha de River, acá lo extraordinario se viste de un género con mayor tradición local como el policial, y se recurre con abandono a los tropos del culebrón. En este punto, la serie se permite actualizar el repertorio de conflictos televisables, complementando a una saludable cuota de maridos infieles y esposas desengañadas con problemáticas por entonces novedosas como el bullying o el feminismo de una crítica de la objetificación de la mujer en el marketing, momento inmortalizado en incontables memes. Un detalle: en la escena en cuestión, la representación del juicio, con jurado y todo, se parece más a lo visto en un capítulo de La Ley y el Orden que al sistema judicial argentino.

     Una década antes de su película record Relatos Salvajes, Szifron probó tener una línea directa al imaginario clasemediero, sus deseos, sus temores, sus prejuicios. Solo que esta vez, en lugar de ponerlos en escena como una violenta sátira admonitoria, gratificó desde la pantalla chica cada una de las fantasías. Cada operativo ofrecía una oportunidad para escenificar la resolución extraordinaria a una dificultad mundana común a todos los argentinos (que sabemos en la televisión significa una familia cis hetero de pretendida descendencia europea y clase media que vive ahí donde termina Almagro y empieza Caballito). Los simuladores son agentes del id televidente, justicieros deus ex machina que vienen a cagarse en la narrativa de autosuperación de biopic hollywoodense para cumplir los ensueños que se te ocurren cuando abrís el aviso de corte del gas ¿Quién no quisiera poder recuperar al conyugue que te dejó, saldar la acuciante deuda de la tarjeta, aprobar todas las materias en diciembre o hasta tener un affair con Paul McCartney? Indicativo de los tiempos que corrían, uno de los objetivos más recurrentes de los simulacros es lidiar con los problemas económicos de los clientes: un hombre mayor es despedido sin reparo alguna de la empresa donde trabajó toda la vida; un pequeño comerciante ve su negocio puesto en riesgo por la construcción de un inmenso hipermercado en el barrio; un grupo de ancianos se quedan sin hogar cuando los dueños decidieron poner el rédito por encima de las personas. 

     Si a lo largo de los capítulos el televidente comienza a identificar una bajada propia a la producción, no está leyendo demasiado entre líneas. “El programa es anarquista de derecha”, tituló Clarín una entrevista realizada al director durante la fiesta pos Martin Fierro de oro. “Es anarquista porque se rebela contra los grupos de poder, los grupos económicos, las compañías de medicina prepaga, contra las compañías de seguro, contra cierta parte de la iglesia. Incluso contra la TV, como se verá más adelante en algún capítulo”, desarrolló el realizador. Los simuladores combaten al “capitalismo salvaje” que “propone un sistema que deja afuera a mucha gente y que capta lo peor de las personas que están adentro del sistema”. Si bien el mayor villano al que enfrentaron Santos y compañía fue Franco Milazzo (César Vianco), un estafador de poca monta que se gana la vida a través de una agencia de talentos trucha, el “enemigo mayor” y tácito era “Menem”.

     En el contexto de la aguda crisis económica pos 2001, Los Simuladores se presentan como Robin Hoods aporteñados que estafan a estafadores, prestamistas, corruptos y otros predadores alfa de la selva neoliberal. Mientras ese mismo año Sebastián Ortega y Adrián Caetano produjeron con gran repercusión el unitario Tumberos, que enfrentaba al televidente con las miserias de la sociedad, Szifron ofreció una fantasía escapista para la vapuleada clase media en la forma de un grupo de vengadores anónimos e infalibles capaces de solucionar sus problemas y satisfacer sus deseos. Escribo clase media porque si bien el programa da lugar a personajes de otro extracto social (una de las víctimas de Milazzo es un albañil que apenas llega a fin de mes), la vasta mayoría de la clientela está compuesta por abogados, dentistas, comerciantes, artistas, modelos, chicas que tienen la plata para ponerse las lolas, compradores de departamentos, etc.

     Que Szifron definiera ideológicamente a sus simuladores como anarquistas “de derecha, no de izquierda” resulta un hecho a destacar. Cuando cada remera del Che y meme de KiciLove refuerzan que la rebeldía, y también a menudo la altura moral, son patrimonio de la izquierda, héroes que obran en pos “de un mundo bueno, pero no desordenado” resultan la excepción que colma una demanda insatisfecha. Como afirma Santos en una escena ya consagrada en el panteón de Internet, “hoy por hoy, si te querés rebelar tenés que usar traje y corbata”. Entre los simuladores no hay ningún Juan Salvo. En un relevo a la representación de heroísmo pop argentino, la serie de TV reemplaza el tan mentado “héroe colectivo”, afecto a la utopía transformadora y al sacrificio grandilocuente, por un equipo que contribuye a lograr “un mundo con más justicia” donde “donde cada uno pueda hacer con libertad aquello para lo que está”. Profesionales que no se avergüenzan de disfrutar en privado los frutos de su heroísmo, desde el estilo bon vivant ilustrado de barrio privado de Santos al adelantado poliamor de Ravenna, quien convive con tres chicas que no aparentan un día más de veinticinco.

     En el nacionalismo liberal soft y hasta un poco progre de Los Simuladores podríamos incluso encontrar una de las razones de la amplitud de su éxito. Una parada ideológica que funciona como un atrapa-todo entre el público consumidor de cultura masiva argentino. Justicia social, pero a medida de cada individuo. Encontramos en las diferentes emisiones apelaciones a varios hitos de una moral vernácula de lugares comunes, como el “todos los argentinos son coimeros” menos yo. La corrupción de quienes rompen las reglas habilita a seguir rompiéndolas en busca de la proverbial ecuanimidad del “ladrón que roba a ladrón”. Todo tejido con suficiente sofisticación dentro de una narrativa entretenida capaz de seducir por igual a los peronistas de Perón de la productora de memes Los Labios de Altamira y a los púberes libertarios con inclinaciones incel de Taringa! Szifron nunca olvida que lo fantástico no está al servicio del comentario social, sino que el segundo está ahí para condimentar el espectáculo principal de lo primero. Si la serie aparenta ser una ventana a la realidad, es solo porque está puesta ahí para que la abramos y nos escapemos a través de ella.

     La muerte de la televisión como fue concebida durante el siglo XX, un desenlace no solo anunciado sino prácticamente consumado, invita a pensar el desarrollo del medio como un proceso completo. Quienes acepten este desafío encontrarán en Los Simuladores uno de sus últimos hitos, el cual expresó tanto las posibilidades como las contradicciones de la industria local. Por un lado, evidenció su capacidad de generar producciones capaces de seducir a los “paladares negros” formados con productos de industrias más potentes que se importaba mediante el cable. Por otro, fue la excepción que confirmaba que el telespectador deseaba ver algo diferente a lo que se ofrecía el resto de las veintitrés horas de programación. Primeros héroes vernáculos del siglo XXI, Los Simuladores podrían leerse como expresión el ánimo de un público televidente que salió del trance de la crisis con hambre de justicia social, bancaria, et. al., pero que no estaba por ello dispuesto a dejar de lado los hábitos de consumo que había adquirido. Como si de un gran simulacro se tratase, la sociedad argentina había emergido de la ficción de la convertibilidad siendo otra. El consumo de bienes (importados) quedó instalado en el centro de la discusión pública, y ya no hubo vuelta atrás ¿Tiene fuego?

DIEGO LABRA

Profesor en Historia y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito mayormente sobre industria editorial, tanto publicaciones periódicas como historieta. Posee un interés omnívoro sobre todos los aspectos de la cultura masiva.

Acerca del fin, de Badiou y Tusa

FILOSOFÍA / POLÍTICA

MARIANO PACHECO


Acerca del fin .
Conversaciones (2019)
de Alain Badiou
y Giovanbattista Tusa

acerca del fin

Una organización política para la revolución en el siglo XX

 

     Desde que Raúl Cerdeiras comenzó a traducirlo y publicarlo en la revista que dirigía –Acontecimiento- allá por los años noventa del siglo XX, la obra de Alain Badiou ha tenido un enorme crecimiento respecto de su recepción en el país.

     Acerca del fin, las conversaciones que Badiou sostiene con Giovanbattista Tusa, publicadas este año por la editorial Tinta limón, vienen a poner en conversación, también, dos “tradiciones” del pensamiento crítico contemporáneo: la que sostiene el propio filósofo enrolado en los setenta en el maoísmo, con quienes rescatan –rescatamos- el espacio de reflexión abierto por Gilles Deleuze y Félix Guattari –como la editorial que lo publica-, que a su vez expresan genealogías filosóficas diferentes (el platonismo de Badiou resulta intolerable para el spinozismo/nietzscheanismo de los autores de Antiedipo). 

     La conversación en el centro de la escena es una escena, precisamente, que Badiou viene sosteniendo no sólo a través de las diversas charlas y seminarios que brinda en distintos lugares, sino también en este tipo de intervenciones, que ya había realizado junto a Peter Engelmann, y que fueron publicadas bajo el título de La filosofía frente al comunismo. De Sartre a hoy.  Conversación, diálogo, debate, polémica, discusión –entonces- como modos de abordar el que-hacer filosófico que ligan la tradición con las ansias por intervenir en el hoy.

 

Desautomatizar la mirada

 

     Giovanbattista Tusa destaca la extrañeza que el compromiso filosófico produce en los sujetos, y pone de relieve la nueva manera de ser que nos convida el acontecimiento si le somos fieles, es decir, si somos capaces de sostener la fidelidad hacia aquella situación que el acontecimiento abrió. En este sentido, rescata el elemento de conmoción que implica el acto de filosofar, alejado de la vulgar noción de contemplación. También rescata la importancia “estratégica” -diríamos- del análisis de la relación entre sujeto y verdad.

     El libro deja entrever, en este sentido, una hipótesis de triple dimensión. Por un lado, el individuo es pre-sujeto. Por otro lado, el sujeto sólo adviene de una ruptura/acontecimiento. Finalmente, sujeto y verdad son excepciones al estado de situación.

     La ruptura, obviamente, debe ser interpretada en tanto “escisión” con el mundo tal como se nos presenta (“El mundo contemporáneo propone a los individuos todo salvo devenir sujetos”). Por supuesto, la verdad y el sujeto, como excepción del individuo y del saber, se producen en una excepción que no deja de ser inmanente. Y de allí la paradoja. “Entonces –dice Badiou– se me podrá decir que toda mi filosofía apunta a explicar esta expresión y la paradoja que ella representa, ya que una excepción no puede ser inmanente, justamente porque ella es excepción a las leyes de la inmanencia, y a la inversa, lo que es inmanente no puede puede ser aprehendido en una relación inmediata con lo excepcional”. 

 

Sustraerse a la norma

 

     “Se puede continuar”. Con esta frase Badiou logra sintetizar una apuesta que, a su vez, funciona como hipótesis disruptiva del mundo actual. Se puede continuar quiere decir, de alguna manera, es posible “sustraerse de la dictadura de la catástrofe” (capitalismo liberal + democracia parlamentaria).

     ¿Es posible seguir pensando en estos términos? Al parecer, para Alain Badiou –que viene insistiendo en rescatar el concepto de comunismo- sí y, al afirmarlo, vuelve a traer ante nosotros el concepto de revolución. Obviamente, sostiene que hay que pensarlo en otros términos a cómo se lo hizo durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, más allá de que rescate la visión de Trotsky al hablar de revolución permanente y de Mao Tse Tung al referirse a la revolución cultural. “Se ve muy bien que lo que se busca es una reactivación de la palabra revolución en condiciones que ya no son simplemente las del derrocamiento violento de un poder hostil, y que apuntan a la construcción efectiva de una sociedad que va a superar al socialismo hacia el comunismo, o que se va a orientar hacia la soberanía del bien común, según la definición más original del comunismo”.

     Y aquí, precisamente aquí, es donde aparece la cuestión de la política, y de la organización, anunciada por la editorial en la presentación del libro, y trabajada de distintos modos por Badiou a lo largo de los últimos años, pero que aquí se presenta con una gran claridad. A saber: la necesidad de salirse de la lógica, de la “figura del dos”, para adentrarse en un tríptico que no es el de la “caricatura de la dialéctica (tesis, antítesis y síntesis), sino tres términos en interrelación dialéctica”.

     Para Badiou, el problema del dos no sólo se mantuvo en la tradición del partido bolchevique (“el partido se fusiona con el Estado contra todos sus enemigos”) sino también en el “movimientismo” al que caracteriza de anarquizante (“las masas rebeldes se levantan contra cualquier forma de poder y de organización”). Por eso va a rescatar la trinidad cristiana para pensar lo que considera la fundamental distinción de la cuestión trinitaria actual entre estado del capital, movimiento comunista y organización política. La organización política (de tipo partido), entonces, será la encargada de instituir los efectos normativos de la excepción comunista a distancia del Estado y más allá de la duración de los movimientos. 

     Insumo fundamental esta discusión –entonces- para seguir pensando las potencialidades del movimiento, pero también sus limitaciones, así como los límites históricos que ya mostraron los modos más canónicos del leninismo. Badiou no lo dice, pero resulta fundamental leerlo entre líneas: este libro es también un convite (no a descartar sino) a releer a Lenin al compás de las luchas y los procesos del siglo XXI.

MARIANO PACHECO

Conductor radial, editor del sitio La luna con gatillo, redactor en revista Zoom y en Resumen Latinoamericano. Coordinador de cursos de formación política para militancias de los movimientos populares. Su último libro es Desde abajo y a la izquierda.

La escena contemporánea, número 2: “1989”

REVISTA

JUAN LAXAGUEBORDE


La escena contemporánea, número 2 (1999)
"1989"

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Qué hacían    

 

     Tengo la sospecha de que un año no tiene forma de parecerse a una cosa sino con el sostén del “empezar por algún lado”. Por eso me cuesta empezar a escribir sobre un año que viví y no recuerdo: 1989. Voy a tratar de enlazar momentos que me llevan a él y hacia algunas de sus repercusiones. Estas pueden ser infinitas, de hecho lo son sin que sepamos cuáles son, pero el recuerdo o el montaje de escribir hace lo suyo para que encontremos un sistema, un orden que debía estar. Esa es una tarea lícita del que recuerda ¿Pero dónde está la madera que estructura la memoria? ¿En la manera en que leemos? ¿En los amagues que hacemos entre lo anterior y lo que anhelamos? ¿En la “clasificación” del tiempo según gustos y pesadillas? Quizá en plantear un centro, un eje, el vector principal de un análisis. Pero también esto puede ser discutible. Es que los centros, como son muchos, demuestran que sumados y vistos desde lejos son una constelación arrancada al orden. La constelación de lejos, a su vez, solo puede ser un centro incomparable, una particularidad entre otras. Como el punto de una luna de Figari o Enrique Gandolfo o Diana Aisenberg. No termina de ser el centro pero es lo más importante. No termina de equilibrar nada, pero sostiene y hace respirar al plano donde aparece la totalidad por primera vez, ese conjunto de pequeñas luchas diseminadas tras la explosión de la memoria en el tapizado del tiempo.

     Por ejemplo: para el año 1989 Liliana Maresca ya estaba en el centro del arte argentino de las afueras. Esa no centralidad significaba una mezcla de reconocimiento entre pares, precariedad presupuestaria, punk en retirada, armonía de la vida buena y lenta, desdén del show, politicidad y apego a una época que se escurría. Lo que se le iba de las manos a la década no era solo la economía, sino también la línea media de joda y expresión. Ya había pasado el momento justo del esplendor colocante del subsuelo. Entre el SIDA y la doctrina posmodernista se iban desmigajando cualquier cantidad de imaginarios asociados a la oscuridad, las ratas y el cuidado del estado de ánimo. Para 1989 la pasión deja lugar a una retórica más de superficie, buena y mala, según los casos, pero misteriosa en las antípodas y juguetona, colorinche, cero magnífica: del psicodrama al detalle hermoso de lo que se puede hacer en casa, para los amigos y para sentirse bien, sin más.

     En 1987 se había enterado que tenía HIV y esta sensación no solo la había enviado al cerro Uritorco a pensar sus más allá, sino que la había conectado con una energía telúrica. Lo divino se imponía al enchastre, la madera al plástico y el metal noble al barroco. La vida y la obra de Maresca se enfrascaron por entonces en una alquimia literal, que viene de lecturas pertinentes: Jung, Paracelso y el Paracelso de Jung. Ella cambia, el brillo pasa a la obra y el lamento se envuelve en formas políticas de queja sobre el mundo “nuevo”, tan aburrido y espectacular.

     En 1989 inauguró dos muestras individuales. La primera, en abril: No todo lo que brilla es oro. Fue ahí donde sistematizó por primera vez sus obras de madera y metal, que tenían su impulso náutico en la naturaleza del delta. Eran pequeñas imágenes devocionales de ramas, cajitas, geometrías y partes a construir con engarces que volvían cada objeto un criptograma de su corazón abierto al sin tiempo que viene con la conciencia de la muerte. Ella se definía “objetista”, nombre que me hace acordar a una persona capaz de entender lo que hay a fondo, como drogada de mirarlo. Pero lo que hay es la eternidad. Maresca discutía con el fin de las ideologías con un materialismo extremo, diciendo sin decirlo que lo infinito era una cosa.

     Unos meses después se aprestaba a inaugurar la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas (dirigida por Jorge Gumier Maier hasta 1997), con una muestra que tituló La cochambre. Lo que el viento se llevó. La cuestión era simple: una serie de muebles de jardín, de hierro, oxidados, podridos, inútiles, que había encontrado también en el delta, como las ramas de abril. Eran lo que quedaba de un recreo burgués arrasado por el abandono. La muestra cerraba la década y abría la siguiente. El Rojas sería, después de esta muestra, pero no necesariamente gracias a esta muestra, el prototipo de un cambio en las condiciones materiales, políticas, formales y sociales del arte porteño. Esta muestra no pertenece a un estilo y es a la vez la bisagra hacia otro lugar. Maresca no fue una artista “de los noventa”, pero los noventa no pueden pensarse sin su impronta doméstica, sus sálvese quien pueda y su política de la amistad cínica a como de lugar, su condición afectuosa y su esencia hospitalaria.

     A su vez, ese mismo año sucedían dos cosas entre tantas que sucedían. Se caía el muro y… La Tablada. Pasaron los años, con todo lo que ello implica –perdón por la tautología. En 1999 varios jóvenes ensayistas con una mirada cosmopolita a la altura de la mejor tradición heterodoxa del marxismo mariateguista regional, editaban la revista La escena contemporánea. El número 2, aparecido en mayo, estuvo dedicado en la mayoría de su extensión a pensar, darle vueltas, recordar, renegar y reinventar sobre un año: 1989. El editorial que abre el número se para para decir que un año, 1989, puede ser también una contrarrevolución al interior de las relaciones sociales. Para tratar de decir, también, que para entender las de su tiempo había que entender el momento tonal donde una sociabilidad moderna, la que tenía la revolución como futuro, entraba en crisis. Estaban viendo qué había entonces en el problema de la revolución como pasado. Si no eso, la pregunta por qué pasaba con la revolución como problema y mito. María Pía López se pregunta por la ausencia, para entonces, de relación (de dialéctica negativa) entre pueblo y nombre político. Se pregunta cómo salir de la desorientación tras la aparición del menemismo como un peronismo, cómo orientar de nuevo la filiación entre mito y plebeyismo, para esto volvía a John William Cooke. El texto terminaba ahí, pero a la vez dejaba abierta una discusión que un lustro después se reemprendería, y continuaría hasta hoy. Diego Sztulwark le habla al año en lo que tiene de aparición, de fenómeno, de tótem y de obstáculo. Guillermo Levy se pregunta por “la izquierda” y la perduración de ese concepto. Guillermo Korn recuerda tres “vidas de muertos”: Jorge Manuel Baños, militante caído en La Tablada, el jefe de la policía en tiempos de Alfonsín, Juan Manuel Pirker y Miguel Roig, primer ministro de Economía de Menem. Son estos algunos de los grandes textos que pueblan un número de la revista que no ha perdido vigencia y que aquí me limito a glosar.

     Pero de entre todo lo escrito, que es una cantera indispensable para pensar los años que van desde aquel aniversario hasta, pongamos, el 25 de mayo de 2003, con 2001 y sus debates también expuestos en la revista, me interesa detenerme en lo que escribió Javier Trímboli. Su ensayo lleva por título “No tan distintos”, como la canción de Sumo que esperaba 1989; y no es otra cosa que una explosión de memoria más tiempo, una consideración intempestiva sobre su propia vida joven.

     La revolución con tono PC cruje y deja lugar a cierta fascinación oscura, ricotera de primera época, es decir paranoica, opaca, alejada de la multitud y sectaria. Pero una secta selecta, lúcida e ilustrada, hacia alguna otra revolución de tipo anímica sin autoayuda, más cerca de Henry Miller y Robert Crumb que de Cortázar, Soriano, Gelman o Galeano. Que cree en Menem por su lado irredento y anacrónico, por su aspecto históricamente oblicuo. Entonces no es que después lamente tanto haberse equivocado. Lo que parece no tener lugar no es el peronismo sino otro orden de las cosas, cada vez más el cuerpo joven se formatea con la vida y la vida de un joven tiende a una normalidad de la que sospecha, una unilateralidad cultural que obliga a rascar la cáscara de todo, ponerse a leerlo todo (incluso al enemigo) y ponerse serio. No como impostura o especulación, sino como estilo: como ética.

     Se cae la épica, reina Villa Gesell en las almas juveniles de vidas más o menos aventureras y se mueren los últimos mártires (La Tablada). Una derrota de los que no habían aceptado la derrota. Trímboli pensaba, en 1999 o en 1989, lo mismo da, que el problema eran los lazos sociales, la razón perdida, la vuelta al movimiento, a la contradicción verdadera, a la política: formaba parte, arriesgo, del sector hegeliano de la revista, de su pata populista, distinta al sector más “de base”, autonomista, por qué no zapatista o spinozista. La voluntad no alcanzaba si estaba tan pegada al deseo no condicionado por la política. Eso se deduce.

     Pero hay una frase que se impone a la reflexión ciudadana: “Necesitábamos fiestas”, dice literalmente Trímboli, armando un nosotros chico, de entre sus amigos de Puan y la fotocopiadora que regenteaban, pero a la vez proyectado a pensar “la generación” con sospecha, pero en ella. Exactamente lo contrario decía Juan José Sebreli, en el primer texto del primer número de la revista Contorno, en 1954. En el ensayo, titulado “Los martinfierristas: su tiempo y el nuestro”, no solo traza una línea divisoria entre algo anterior, supuestamente desenfadado, frívolo, juvenil, caótico, metafísico, sino que piensa el momento afirmativo de la revolución. La negatividad de la revolución, su momento abierto y paradójico, es “la aventura”. La construcción, el espacio del orden y la disciplina. En el primer momento estaría el “ellos” del texto, los martinfierristas, que incluye a Borges, obviamente. De este lado, del lado del tiempo nuevo, estaba el “nosotros” de Sebreli, que parece ser, dado el privilegio de abrir con tono de manifiesto el proyecto, es también el de la revista. Citemos el párrafo:

 

“Una revolución así puramente negativa, destructora, anárquica, suicida, se asemeja más que a una revolución a una fiesta. La fiesta es un movimiento puramente gratuito, asocial, no productivo es decir consumidor. Se come, se juega, se baila, se violan las leyes de la moral, se derrocha tiempo y riqueza y se los derrocha para nada, por esplendidez, por generosidad, lujo y placer no son sino disociación, desintegración, destrozo”.

 

     ¿No es hermoso pese a la fuente? ¿No es una definición tentadora de vida libre? El problema es que se estaba quejando. De igual manera todo este texto se puede leer distinto si nos acordamos de Carlos Correas y de Masotta, de esas amistades paseanderas, anfetamínicas y animosas, eróticas, que rozaron con sus brazos un costado pecaminoso y bajo, casi un genetismo, que no prosperó en la forma argentina de vivir, salvo en un puñado de escritores por décadas, desde entonces: de Osvaldo Lamborghini a Ioshua, de María Moreno a Leonor Silvestri, pasando por Perlongher, Enrique Symns, José Sbarra y Fernanda Laguna.

     En 1989, en ese año, Juana Bignozzi escribió un libro de título literal: Regreso a la patria. Era su memoria corrosiva volviendo al país después de más de quince años. Ella, que defendía lo que llamaba a secas “la ideología”, y triangulaba entre el sovietismo, el anarquismo, cierta misantropía salvo con amigos a los que amaba y un obrerismo refinado, dejó en estos poemas su elegía personal sobre lo que había pasado con la ideología y la revolución. Y de nuevo aparece la fiesta como redención, como único futuro, un poco privado y otro poco utópico. Transcribo el poema:

 

En realidad lo que yo quisiera en la vida
es ofrecer fiestas
vivir alguna sustitución de la libertad
extender la mesa recibir a ciertos superficiales
emborracharme con los entrañables
o tal vez con ese hermano único inhallado
la hermana imaginaria el fantasma de las madrugadas
revivir cuadros perfectos sobre los que ha crecido el yugo
y saber que de esta tierra en invierno quedará
un disco que seguirá cantando en la casa vacía
el teléfono que seguirá llamando a oscuras

 

     En 2015, Martín Gambarotta escribió en otra revista, en Mancilla, un texto sobre el asalto a La Tablada, o sobre la violencia política como concepto que, agotado, puede resignificarse. Por que no estaría perimido, sino conceptualmente dormido. En este texto Gambarotta piensa básicamente que Gorriaran Merlo no pudo darse cuenta de la incapacidad conceptual de ejercer la violencia, y que entonces el hecho tiene algo de escénico, de estético, pero fue realmente estética: murieron jóvenes militantes. Para ser performática hubiese tenido que ser solamente wokitokis y ordenes retóricas sin acción corporal, dice Gambarotta. También dice que para demostrar un concepto perimido no hay más que ponerlo en juego y se desnuda. Por lo demás, rescata otro concepto perimido hoy, el de disco, el de álbum, para pensar que había algo en los álbumes del momento, de sus conceptos, de su lírica y por qué no de su paranoia poética, que Gorriaran y los jerarcas no habían escuchado porque no habían logrado empatizar con los soldados de La Tablada. Es casi seguro que ese disco era Oktubre. Lo que está pensando Gambarotta, en definitiva, es que la energía divina del concepto que puede superar lo ordinario de un tiempo, el mito que trascienda lo pedestre de una época, no estaba en 1989 en el ejercicio del asalto revolucionario a un cuartel sino en el cuartel del disco, en Cemento o en Obras. Esa era la lucha por otros medios, la lucha conceptual. Esa era la fiesta del momento, de los ochenta. La misma o similar o la que se toca con la que quería Trímboli, contemporáneo de Gambarotta.

     Las formas culturales argentinas que se entrometieron en el drama político y social siempre tuvieron el enigma de “la fiesta” ante sí. Cuando no para reivindicarla como la prendida de fuego de la moral y las buenas costumbres, para difamarla como cháchara. De un momento álgido, donde la política se tocaba con el sueño de la patria de la felicidad, luego venía otro de sobriedad y análisis frio. Luego de nuevo el “pathos”, el demás de la acción, los sueños. Luego lo gris, el encerrarse, los muertos. Después de nuevo el destape, el neobarroso, la algarabía de los yoes en cualquier lugar, la expresión. Luego el objetivismo, el orden, la tranquilidad después de la paliza y así siguiendo, podemos llegar hasta hoy. De este recuento mal hecho del que trato de salir airoso, me queda al menos la sensación de que revisar lo anterior afirma, acerca, inventa tiempos, mitos, imágenes, siempre, para que la afirmación de la vida se pueda impulsar desde otros espacios, otras maneras de hacer, que se suman a la historia de lo que somos y de lo que nos contaron. Me olvidaba: queda lo que descubrimos sin querer o lo que curioseamos. Eso es lo que se puede pensar, porque está vivo. Todas estas personas y momentos que puse acá, viven en mí. Entonces en cualquiera de nosotros, por simple traslado de lectura. Se puede volver a empezar, no se puede dejar de empezar desde lo que ya está empezado.

JUAN LAXAGUEBORDE

Es sociólogo y ensayista. Su último libro es Tres personas (editorial Ivan Rosado).

Joker, de Todd Phillips

CINE

ADRIANA A. BOCCHINO


Joker (2019)
de Todd Phillips

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Lo obvio

     Hace poco más de un mes se estrenó Joker entre nosotros, la película de Todd Phillips protagonizada por Joaquín Phoenix, y lo digo, no más, por si algún distraído todavía no lo sabe. Desde entonces no paran de aparecer notas, entrevistas, pareceres de directores y de público y crítica periodística que rastrilla todas las disciplinas. Fui a ver la película ni bien se estrenó porque había leído una crítica que anunciaba el estreno, pero también que sería una película que haría historia. ¿Por qué le creí? No siempre le creo a la crítica. Vivo de ella. Es más claro que fui por ver el trabajo de Phoenix, elogiado a más no poder, y no tanto como seguidora de la historia de Batman, aunque también un poco por esto y el recuerdo de las tardes, vuelta del colegio, frente a la pantalla blanco y negro del televisor. Sin ninguna duda fui porque me atrapó el nombre: Joker, mientras escuchaba o leía, sorprendida, las relaciones que se hacían con un cierto personaje de comic, la serie y las películas que se hicieran alrededor de Batman y los enemigos de Ciudad Gótica, es decir, los archienemigos de Batman. Yo nunca había escuchado que hubiera un Joker. De hecho, en cartelera aparece con otro nombre, Guasón.

     Después de ir a ver la película quedé fascinada, impactada, pensando mil cosas a la vez y al borde de las lágrimas por el destino que se va forjando el desgraciado Arthur Fleck o, con empatía infinita, por sentir que la sociedad toda se va pareciendo cada vez más a la de esa ciudad que allí aparece y que cada vez produce más y más Joker. La verdad sea dicha, no me importa mucho si la película es reflejo, representación ad hoc estilo Hollywood o delirio absoluto del personaje de cabo a rabo. Más bien me inclino por la última opción dados muchísimos indicios que llevan a que ni bien instalada la cuña de la duda (y son varias las dudas que van apareciendo) todo el edificio de lo verosímil se desmorone como un castillo de naipes. No importa, el punto es que el personaje, y entonces los espectadores, creemos que es verdad o que puede ser verdad. A partir de entonces también sentí la compulsión a poner por escrito lo que me había pasado con esta película, hasta que un amigo que todavía no la había visto, cinéfilo profesional programador de un prestigioso ciclo de cine desde hace años, posteó algo así como una pregunta en torno a qué pasaba con Joker, que todo el mundo parecía obligado a escribir, pronunciarse o sentar posición y se abría un largo hilo en el que los amigos, a su vez, algo agregábamos. En mi caso simplemente advertí el fenómeno teorizado por Roland Barthes en el siglo pasado acerca de lo que ocurre con los buenos libros, las buenas obras, que empujan al lector, exigen, solicitan ser reescritas, volverse texto como parte de su operación productiva. Podríamos pensar que esto también ocurre con las buenas películas, llevándonos según la disponibilidad, desde la escritura a la producción de nuevas películas. De hecho son varias, películas y escrituras, las que se cuelan en la de Phillips. Pero no es de esto de lo que hoy quiero hablar.

     Interesada especialmente por aquello que se decía de Joker, posponiendo entonces mi escritura, los dispositivos móviles lo detectaron y empezaron a llover notificaciones y alertas, tráiler y video ensayos, interpretaciones de todos los colores (sociológicas, psicológicas, criminalísticas, extra criminalísticas, psicoanalíticas, textualistas, inter y extra textualistas, cinéfilas, inter y extra cinéfilas, etc. etc., de todo), anuncios de precuelas, secuelas y lo que cada uno quiera, desee, proyecte y necesite. 

     Fue allí, entonces, cuando sentí fuertemente que había visto otra película. Más allá de comprender los ángulos interpretativos y a la carta que se me ofrecían, ninguno aludía a lo que yo había visto. Seguramente el ojo crítico entrenado a ver la quinta pata al gato hizo lo suyo. Pero esta vez había algo más que crítica en lo que pensaba y sigo pensando y es, más bien, algo que pasa por el cuerpo y no por las operaciones razonables de la crítica. Esto hace que intente volver sobre los pasos para reconstruir ese momento en el que miré la película sin poder tomar notas, sin escribir, y salí del cine cegada por lo que se estaba escribiendo en mi cabeza acerca de la historia de ese pobre hombre-síntesis de una sociedad que, sin pausa y no tan lentamente como habría de pensarse, camina hacia un destino similar. El punto de disidencias será cuál es ese destino. 

     Para la mayoría de las interpretaciones es la conversión de Arthur Fleck en el villano de Batman. Para otra parte importante, la revuelta social, individual o colectiva. En lo que a mí concierne, sospecho algo peor, la locura. No solo del pobre Arthur sino del planeta en el que el capitalismo global no puede más y nos arrastra, al parecer, sin alternativas. También podemos disentir en cuanto a la verdad del futuro que nos espera mientras lo hacemos, esperándolo, pero no me cabe duda sobre la desesperanza como “mensaje” bastante explícito de la película. Para Arthur/Joker y para los espectadores. Por esta razón, creo, el cimbronazo pasa por el cuerpo. De Arthur/Joker y de los espectadores. Y esto es, precisamente, el acto y el efecto de la desolación. La película contiene una crítica feroz al sistema, con posible efecto Werther me gusta decir (recuérdese la ola de suicidios, con chaleco amarillo, comentada por la prensa de la época a causa de la empatía con la novela de Goethe). Todo el mundo sabe las maldades de que es capaz el villano en el que, dicen, se convertirá Arthur en la serie de Batman. Pero yo no sé si este Arthur será aquel personaje o está delirando a lo largo de toda la película. Y eso es la locura aquí, la falta de límites, la intemperie. El punto donde ya no importa si la salida es individual o colectiva, si viene del cine independiente o desde el mismísimo centro del capitalismo: lo que vi (o quise ver) es que no hay salida sino la entrega al delirio psicótico (llámeselo con el nombre que se prefiera).

     Ahora bien, por qué, pregunto y me pregunto, nos afectó tanto. ¿Hace falta que Hollywood venga a decirnos algunas cosas que hace tiempo ya pensamos por nuestra cuenta? ¿Por qué nos afecta tanto viniendo justamente de Hollywood? Me pregunto también por qué fascina, sabiendo que la fascinación no tiene respuesta. ¿Será el poder de lo encantatorio de la fascinación que ni siquiera deja lugar a la pregunta crítica? Es un quedarse “boquiabierta” porque allí está todo dicho, todas las imágenes, los gestos, las miradas, la desubicada risa incontenible, los detalles,  los esforzados movimientos de un cuerpo enloqueciendo. No queda mucho por decir, analizar o diseccionar, salvo poder mirar otra vez y detener a cada paso la película y pensar.

     Es más, la mayoría de los análisis terminaron molestándome, me parecieron superficiales, análisis sobre la literalidad de lo expuesto desde un ángulo disciplinar específico. Y todo esto es ya muy triste porque el punto es que Joker, creo, pide otra cosa desde su nombre. Joker es Joker, no un “guasón” como fue traducido horriblemente aquí, ni un bromista ni un payaso. Joker, el joker, para los que tenemos unos años y tardes de infancia jugando a las cartas con la abuela o las tías o las amigas, sabemos que, a lo sumo, podría traducirse como “comodín” aunque siempre lo seguiremos llamando Joker: la carta que diabólicamente “sirve” para reacomodar cualquier juego medio rengo, medio ciego, medio sordo o medio loco. De chica, mirando esas preciosas cartas me había preguntado (seguro que con otras palabras) cómo era posible que, en definitiva sin valor específico, esa carta fuera la más valiosa, la más esperada en el juego y al mismo tiempo la más temida, así como su figura fuera siniestra en todos los mazos. ¿La ambivalencia del Joker? Mejor dicho, la multivalencia que puede completar cualquier otra combinación a riesgo de no poder hacerlo y, entonces, perder absolutamente a su poseedor, convertirlo en el peor perdedor, porque su sin valor se multiplica casi sin sentido por encima de todos los valores llevándolo al final de la lista de los jugadores o directamente expulsándolo.

     Me asusta darme cuenta recién ahora de aquello que la mayoría empezamos a disfrutar desde chicos: la locura del Joker, la nuestra. Disfrutar/padecer un juego para pasar el rato, una tarde de lluvia, una noche de póker, un entrevero en el truco (donde no hay Joker porque todo el juego es Joker), carta comodín, un paréntesis que, cada vez, vamos ampliando más y más dado que no sabemos muy bien qué hacer con los hechos de lo real histórico que nos arrollan como un tsunami. El desastre social, ecológico, económico y todos los etcéteras que se quieran es mundial y no sé si exista un lugar a resguardo de la debacle que no sea a fuerza de la explotación de otros. El Joker parece ser nuestro disimulo, carta comodín actúa un paréntesis para poder seguir adelante. Y seguir. Qué más da, qué más puede dar, qué de bueno puede haber si a lo largo de la historia, a nivel internacional digo, triunfan en definitiva los que suelen no ser los mejores. De mal en peor, los finales felices solo habían quedado para las melosas películas de Hollywood. Parece que hoy ni eso.

ADRIANA A. BOCCHINO

Docente-investigadora que no puede dejar de leer.

La nación clandestina, de Sanjinés

CINE / POLÍTICA

JAVIER TRÍMBOLI


La nación clandestina (1989)
de Jorge Sanjinés

clandestina

     Un hombre que viste atuendos inconfundiblemente indígenas vuelve por última vez a la comunidad a la que perteneció. Porque de ella fue arrancado de niño por hombres elegantes y mujeres blancas; porque ya había vuelto un par de veces, una, sobre todo, reconciliado al punto de que se lo nombra su autoridad; pero defrauda a los suyos y una asamblea tumultuosa decide su expulsión definitiva. En el presente de esta película, si es que hay algo así, la vuelta es para morir. Parte desde el Alto y atraviesa el altiplano. Mientras camina con paso seguro y cargando con una enorme máscara que mandó a hacer para la ocasión, ve y vemos segmentos de su vida. Porque este hombre quiso ser otro, dejar de ser indio para integrarse en cuerpo y alma a la vida moderna de su país que aquí es, sobre todo, la de una ciudad, La Paz. Tal desplazamiento -una conversión- no funcionó, mejor dicho, fue un desastre; por eso vuelve a la comunidad de la que escapó y que lo repudió, para morir. 

     La cuestión del pasaje entre culturas, o también de la transculturación, es quizás una de los temas más persistentes en la reflexión sobre nuestro continente. Una invariable se podría decir, una obsesión en pos de la construcción de cada una de nuestras naciones y culturas. Sobre ella ha escrito Ángel Rama, antes el cubano Fernando Ortiz y José María Arguedas, más atrás Sarmiento. Incluso a Borges, se sabe, le interesó pensar la atracción demoledora que ejerce una ciudad sobre un bárbaro, también la del desierto sobre una inglesa. Esta película de Jorge Sanjinés se agita por ese viento pesado. Pero, claro, el resultado es singular, no estaba anunciado en la obra de los escritores mencionados. Viene a subrayar que la transformación no sólo no se produce de manera feliz, sino que tampoco hay lugar para la síntesis, que incluso parece indeseable. Como si todo estuviera fijo, sin chances de ser otra cosa. Por eso ese hombre flaco y algo desgarbado, de piel oscura y nariz aguileña, vuelve a donde nació. Entiende, luego de intentar adaptarse de una y de otra manera a La Paz, que no le queda más que aceptar ser indio, que hacer definitivamente las paces con esa condición. De haber tenido éxito se habría convertido lisa y llanamente en una pieza al servicio de la dominación de los blancos y de los gringos, como también se los llama, de los militares y los políticos. Una vida pura pérdida.

     ¿Qué le ofrece la vida moderna a un indio que hace méritos para ser uno de los suyos? Un lugar oscuro en el ejército, muchas botellas de cerveza en la mesa más o menos enclenque de una chichería, patear puertas de opositores políticos como miembro de las fuerzas parapoliciales, entrar en chanchullos con políticos y abogados -esto si alcanza la intermediación con la comunidad, burlándola-, consumir ‘blanquita’, crear una penosa empresa de ataúdes, vivir solo. Eso: la soledad. En La nación clandestina no hay dudas de que no es más que esto. Podría ser también el lugar de “doméstica” en una casa de familia acomodada, como en Roma, la película de Cuarón y de Netflix, que se estrenó hace un año pero parece de otro siglo, uno que nunca existió, de higiénica resolución de tensiones centenarias. Para que haga servicios de pongo, mano de obra no remunerada, de muy niño lo prende una familia blanca a Sebastián, ése es su nombre. Aunque las promesas de la vida moderna no deslumbran en la película, tienen la suficiente fuerza para hacer que Sebastian Mamani, tal su nombre completo, decida cambiar su apellido por Maisman. Está seguro de que así, camino a la individuación, dejarán de verlo como a un indio.

     Sólo hay un blanco que atraviesa el altiplano en esta película. Agitadísimo, corre más que camina porque lo persigue el ejército, pero también porque desconoce ese paisaje. Y viceversa. Es un estudiante, un dirigente universitario. Se cruza con Sebastián Mamani que vuelve; le explica su situación y le pide que le venda su poncho y su gorro en busca de disfraz. Para dar fe de que lo recompensará cuando termine la pesadilla, le cuenta que tiene departamento en La Paz, le ofrece el número de teléfono. “Yo también lucho por tus intereses” exclama el muchacho sacando del mazo una de las últimas cartas, la de la complicidad política e ideológica. “¿Por mis intereses?” replica incrédulo Sebastián Mamani cada vez más cerca de la muerte y la distancia entre dos hombres pocas veces pareció ser más ardua de zanjar. No lo ayuda pero tampoco lo delata cuando llega el ejército. Sigue la huida sin norte del estudiante y cuando los soldados están encima de él se topa con una india y un indio, grandes de edad, que sencillamente no lo entienden pues no comprenden su lengua. Es un diálogo imposible y la cámara participa de esa imposibilidad. Se preguntan en aymara la india y el indio -casi toda la película está hablada en esa lengua- qué le estará ocurriendo a ese muchacho. No se lamentan por no entenderlo, se retiran casi indiferentes. El estudiante -en una escena que ha resaltado Matías Farías en su escrito sobre José Martí en el libro Desierto y Nación del que es coautor con Guillermo Korn- desespera e insulta a los indios, poco después es asesinado por sus perseguidores. También él que quiso ser otro, sortear los límites de su color de piel y de su clase, fracasa para morir como uno de los suyos, aborreciendo a los indios. “No me entienden. ¡Indios de mierda!”

     La madre llora al saber que Sebastián ha cambiado su apellido; su hermano y también su padre lo repudian cuando lo ven vestido de militar; la comunidad amenaza con molerlo a piedrazos luego de que acepta a sus espaldas, usufructuando su condición de autoridad, los planes de ayuda de los gringos, enemistándola con los ayllus vecinos que están en pie de guerra por sus derechos. Ante esta circunstancia, la madre lo desconoce, no será más su hijo. Basilia, su mujer, desoye sus reclamos para que lo acompañe en su  último exilio, es que mucho más que a ese vínculo se debe a la comunidad. Muy lejos de la mansedumbre idílica del buen salvaje, los indios y las indias en La nación clandestina son ásperos, taxativos. Si se permite: más próximos a Milagro Sala en el 2013 que de la simple condición de víctimas. O, claro, cerca también de Evo Morales a quien en desgraciada declaración, pero necesaria por lo reveladora, Rita Segato nombra, casi en plan de denuncia, sindicalista y no verdadero indio, para después arremeter contra el “caciquismo” que también fue lo suyo. Las bestias negras del liberalismo, las de siempre. (Otra manera de la incomodidad, ya fuera de esta película de Sanjinés pero no de Insurgentes, la última película que filmó, la pone en palabras Álvaro García Linera, en conversación a punto de explotar con Svampa y Stefanoni en 2007: “Hay una lectura romántica y esencialista de ciertos indigenistas. Estas visiones de un mundo indígena con su propia cosmovisión, radicalmente opuesta a occidente, son típicas de indigenistas de último momento o fuertemente vinculados a ONGs (…) En el fondo, todos quieren ser modernos. Los sublevados de Felipe Quispe, en 2000, pedían tractores e Internet. Esto no implica el abandono de sus lógicas organizativas, y se ve en las prácticas económicas indígenas.”) Sebastián Maisman o Mamani está tensado entre dos fuerzas, entre una nación y otra. Sí, ambas son potentes, porque de otra manera no se entendería la atracción que ejerce la ciudad y la vida moderna. Pero sólo una es justa. 

     El mestizo fue la síntesis anhelada y tal condición, más que una cuestión de sangre, es una posición cultural y política. En la película de Sanjinés ese lugar se desploma, queda vacío por inconsistente. Todo está dispuesto para la lucha y hay dos frente a frente. Salvo que estemos interpretando algo mal, el presente esquivo en el que ocurre La nación clandestina es el del año 1979, momento de grandes luchas populares en las que se manifiesta como pocas veces la alianza obrera -minera- y campesina, es decir, indígena. Señal de que no quedan ni cenizas del pacto militar-campesino del general Barrientos que, entre otras cosas, había sofocado la intentona del Che. En noviembre de 1979 las masas llegan al punto más alto de la lucha, se hacen cargo de la lucha democrática e impiden un nuevo golpe de Estado. René Zavaleta Mercado ha escrito al respecto uno de sus textos más brillantes. Se movilizan masivamente las comunidades, llevan whipalas, banderas rojas, también se detecta una boliviana. Gritan por Tupac Katari y por Bartolina Sisa. Es en ese “instante de peligro” que Maisman vuelve a ser Mamani y pide permiso para morir en su comunidad. Tan contundente es en esta película el fracaso de las alternativas reformistas, que el Movimiento Nacionalista Revolucionario, que estuvo a la cabeza de la revolución de 1952 y que colocó al mestizo en el centro de su proyecto de nación, sólo es revindicado por el soldado Sebastián Maisman cuando quiere convencer a los suyos que entreguen las armas que guardan en defensa de su poder. Infructuosamente por cierto. No sabemos qué pensara Silvia Rivera Cusicanqui sobre esta película de Sanjinés -la última, Insurgentes, seguro le disgustó y mucho-, pero en la dedicatoria para un trabajo suyo se lee algo parecido: “A mi padre, Carlos Alfredo Rivera (†), cochabambino de ñeq’e que no se dejó tentar por el MNR.” En Insurgentes, que es de 2012, tampoco hay lugar para el MNR ni para los mineros en armas de la COB. Solo la presencia de Gualberto Villaroel, “el presidente colgado” en 1946 por una multitud de clase media y mestiza, interrumpe muy brevemente la narración de la historia de Bolivia desde la exclusiva posición de los indios. De la larguísima presencia de la nación clandestina, que es sobre todo resistencia y sólo pasa a ser hegemónica luego de las guerras del agua y del  gas, de esto da cuenta Insurgentes, con didactismo imprescindible. El teleférico que acerca al Alto con La Paz permite que se crucen Bartolina Sisa, Tupak Katari, Pablo Zarate Willka y Evo Morales. 

     La nación clandestina fue filmada en los últimos años de la década de 1980, para estrenarse en 1989. En Bolivia y en algunos festivales que la reconocieron; en la Argentina no se vio. A este punto teníamos que llegar: mientras todo indica la derrota de lo que se había opuesto al capitalismo y al burgués, esta película disuena. Como dijo Hugo Chávez que disonaba en esa hora el Caracazo. Ya que el cine de uno y de otro viene de los sesenta, digamos que mientras Solanas en Sur (1988) derrama melancolía y en El exilio de Gardel (1986) hace que sus personajes reclamen por un país “en que pueda ser yo” o “en que valga tu opinión”, a Sanjinés se le ocurre esto otro. No es que Bolivia desconociera la derrota de esa coyuntura: la llamada “marcha por la vida” de los mineros de agosto de 1986 señala la situación exánime de esa clase; cierra un ciclo, es “la muerte de la condición obrera del siglo XX” (García Linera). El tiempo profundo del altiplano, digámoslo así, permite que Sanjinés vea un relevo en el protagonismo popular, que no le haga caso ni por un segundo al “fin de la historia”. Mientras el neoliberalismo tira la casa por la ventana de la alegría por los triunfos que no para de cosechar, La nación clandestina es una película sobre el poder popular. De ayer, de hoy y de mañana.

     Llega Sebastián Mamani a la comunidad en la que nació. Pide permiso para ejecutar un ritual que conoció de muy chico. Es el Tata Danzante, un baile que se prolonga hasta terminar con la muerte de quien lo ejecuta. Casi nadie lo recuerda porque ha caído en desuso. Para ese trance era la máscara. Mientras comienza a bailar llegan los indios y las indias que la comunidad había enviado a luchar junto con los mineros. Traen consigo varios muertos y entienden que es una falta de respeto que, ante tal desgracia, se dance y que el bailarín sea nada más y nada menos que Sebastián, un repudiado. Interviene un anciano para explicar el significado de lo que están viendo y para convencer que hay que dejarlo morir de este modo, para que expíe sus culpas. Finalmente, la vida de Sebastián se ofrece en sacrificio, es útil para la comunidad. Sólo una vez muerto vive en paz con ella. Ha torcido el camino de la nuda vida. En la coyuntura en que la vida individual se alza como el bien supremo, esta película lanza esto otro. 

     Los límites que son de la época -¿o a esta altura deberíamos decir de toda época?- impidieron que esta nación salga definitivamente de la clandestinidad. Límites materializados en fuerzas sociales e históricas que no hubo cómo desarticular de una vez y para siempre, cosa que hasta nuevo aviso -¿habrá tal cosa?-, afectó y seguirá afectando aquí y allá. Vuelta a ver desde el tembladeral de nuestro presente continental, La nación clandestina nos recuerda la potencia de la fuerza indígena y popular; advierte  y anticipa que, aun desalojada del gobierno de un Estado que no logró transformar por completo, no se desfibrará jamás. Sería como desteñir a la noche, como doblegarla hasta dejarla sin resto. Cita Sergio Almaraz Paz, en su libro Réquiem para una república, a Camus: “Para sacar de la decadencia de las revoluciones lecciones necesarias, es preciso sufrir con ellas, no alegrarse por su decadencia.” Escribía Almaraz Paz sobre la del ’52, a la que aún con prevenciones y advirtiendo sus costillas flacas, en nada parecidas a las de la que hoy nos desvela, se sumó enterito, porque “la historia no es un escaparate” del que uno puede elegir la revolución que más le gusta.

JAVIER TRÍMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017). 

Las malas, de Sosa Villada

NOVELA

PAULA PROVENZANO


Las malas (2019)
de Camila Sosa Villada

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     ¿Puede un libro ser una celebración y una guerra al mismo tiempo? Camila Sosa Villada en Las malas nos convida la historia de cómo es ir convirtiéndose en una misma, y te arden las manos. Rompe el silencio con un universo doble en el cual aparece La Tía Encarna y su pensión de travestis, su Hombre sin Cabeza y El Brillo de los Ojos, y donde se incorporan relatos con tono más biográfico del varón que metamorfoseó para gestar su nombre propio, estudiar en la universidad y habitar la noche donde la vida tiene lugar y la belleza encuentra la muerte.

     Esa duplicidad empapa toda la escritura de Sosa Villada: cuando hay dolor hay también orgullo, cuando quieren impregnar tu experiencia de la vergüenza más absoluta, no parece haber nada más justo que insistir en la necesidad de nombrarse y narrarse los deseos; cuando el sentirse extranjera llega a límites difíciles de sostener por quien lee, la furia y la determinación quiebran la escena. Hay algo en lo escrito que te transmite la ambivalencia de temperatura, de horarios, hasta te podés reír de lo que creías más perverso. La escritora logra hablar del desprecio de los otros sin victimizarse, señalar la incomprensión del mundo sin cristalizarse en la figura pasiva de la víctima, y lo hace porque, al mismo tiempo, sabiéndose en los márgenes de esa normalidad de vidriera y en el centro del ejercicio de un poder a la vez represivo y configurador, logra dibujar el mundo anhelado y en esa operación, de alguna manera construirlo. Esa es la mágica explosión de Las Malas.

     El Parque Sarmiento aloja a las travas, allí se dan calor, se defienden, se ponen un precio y se venden. La tía Encarna tiene ciento setenta y ocho años, las cuida en su casona de rosa travesti y vegetación frondosa, adopta un hijo y recibe una herencia. También están María la Muda que se convierte en Pájara, la Machi con sus hechizos paraguayos, Laura con su embarazo múltiple y los pastos en el pelo, la bella Angie y su joven novio albañil. También está Natalí, séptima hija varón, lobizona, ahijada de Alfonsín. Transcurren la muerte de Cris Miró -la Evita de las travestis-, los patacones de De la Rúa, las compañeras que se enferman o envejecen aceleradamente.

     Las Malas es un fuego que lo incendia todo: “no soy menos tu madre por no tener entre las piernas una herida abierta”. La Tía encarna amamanta al niño con tetas inyectadas con aceite de avión, como dice ella: es un gesto nada más, en definitiva era un poco hijo de todas. Laura tiene a los mellizos asistida por el enfermero Nadina, luego se enamoran y forman una familia. La experiencia de la maternidad atraviesa la obra, tal vez porque son recurrentes las ganas de cuidar, de nacer, de desear.

     En contraposición también está la experiencia de la orfandad. Pero nuevamente, en este juego de dobleces que propone Sosa Villada, la muerte simbólica de padres y madres no aparece tanto para enunciar el dolor del abandono personal, aunque lo exponga: la complicidad de huérfanas consigue expresar en un grito aquí estamos nosotras, y no seremos más que lo que queramos ser aunque tu ficción rígida y binaria de manual nos aceche.

     En esta historia se asume la certeza del cuerpo como responsabilidad, se pierde la virginidad en un patrullero, se sufre la violencia del cliente que abandona momentáneamente a su Dios y a su familia para buscar con desesperación ser penetrado por una mujer. En un momento al cuerpo se le pone un precio, pero de lo que parece hablarnos la autora es de su valor. Si Camila está hecha de pequeños delitos, es ella también quien le escapa a la repetición de la mentira programada. “Irse de todos los lugares. Eso es ser travesti”. ¿Puede un cuerpo ser un mapa?

     A las travestis no las nombra nadie, a las putas tampoco, tienen la misma fuerza que los árboles que crecieron solos. Hay un espejo que proyecta la violencia del padre alcohólico que se vuelve una y otra vez contra ese cuerpo. La autodestrucción paterna, la ignorancia y la tristeza de la madre, se recuperan en cada humillación de un cliente. En el relato emerge con tanta crueldad la hipocresía de la sociedad en la que vivimos, que es difícil no sentir el ahogo. Irrumpe sin pretensiones morales sino por la misma fuerza de la narración, de ahí surge el ardor que produce su lectura. Frente a tanta violencia, Camila, el niño maricón, con su deseo, ya había roto el espejo.

     En Las malas las travestis pueden existir sin tener que pedir perdón, sin tener que explicar su existencia; pueden ser visibles. Se percibe con la misma intensidad la vivencia individual de la soledad del cuarto de pensión como la dimensión colectiva de la manada del Parque. Se siente la tribu, la fe en ese grupo, la hermandad dialéctica que deriva de saber que están solas. Resulta imposible no sentir la necesidad de mirarlas a los ojos, de que dejemos de desparramar olor a miedo por el aire, de abandonar los lentes de policía. En sus páginas, el amor crece como el experimento que permite quitar las capas de resistencia al mundo. ¿Puede la ternura ser algo tan brutal?

     Las malas parece ser una herida, la herida de los cuerpos que no tienen lugar en este mundo, la de las vidas invivibles. Las que nacen bajo una amenaza de muerte, las que cumpliendo con su destino cumplen su propia condena. Es la maldición del padre “nadie te va a querer, vas a terminar tirada en una zanja”, es la prostitución augurada. Pero es, sobre todo, el descubrimiento de que la escritura puede ser así de sensible, que ese ejercicio de memoria e invención estalla hasta la revolución en esas letras. Las malas es la fiebre del amor. Como dice en el prólogo Juan Forn, son esos libros que queremos que los lea el mundo entero.

PAULA PROVENZANO

Licenciada en Sociología. Se desempeña en la atención de situaciones de violencia de género y estudia temas de género y masculinidades.

Escritos sobre literatura argentina, de Sarlo

CRÍTICA LITERARIA

MARTÍN BAIGORRIA


Escritos sobre literatura argentina (2019 [2007])
de Beatriz Sarlo

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     En esta compilación de ensayos de Beatriz Sarlo ahora reeditados se hallan resumidas las líneas principales de la crítica literaria tal como se la practica en  Argentina: historia de la literatura, sociología de la cultura, análisis narrativo, el estudio de la prensa y los géneros populares. Ampliados, segmentados y convertidos en lugares comunes, esos ejes conforman el núcleo de una agenda intelectual casi inalterable. Dada esa centralidad, el valor de este libro reside en el alcance de sus apuestas; particularmente qué concepción de la crítica y la literatura pueden ofrecer al lector actual. Una parte importante de esas intervenciones se concentra en la historia literaria; como Ricardo Rojas, como Adolfo Prieto, también para Sarlo la crítica es comprensión del presente a partir del pasado, reflexión sobre la tradición antes que ruptura. Y como en David Viñas la historia de la literatura se concentrará en la prosa local, sin preocuparse mucho por el rol de la poesía, género siempre sospechado de a histórico, siempre demasiado experimental o subjetivista. Si la expresión tutelar de esa desconfianza fue la obra de Borges, no sorprende su rol protagónico en este libro, presentado según los temas clásicos de la modernidad: la cita y el gusto por lo menor, la nostalgia, la cultura de masas, la ciudad, a la manera de un Walter Benjamin criollo. De un artículo a otro Sarlo va cayendo bajo el influjo de la lectura estilizada que Borges hizo de las vanguardias durante los años treinta. Así entendida, la vanguardia viene a depurar todo aspecto disonante o de mal gusto proveniente del mundo popular; estos son elementos en bruto acrisolados por la escritura borgeana, materias primas que pueden ser explotadas. Ahí radica la particularidad de este análisis, atrincherado en un esquema valorativo bien conocido: cultura alta y cultura baja, elites y masas; las transgresiones sofisticadas pertenecen a los grupos privilegiados, para los sectores masivos quedan los “saberes del pobre”, ingeniosos e ingenuos, piezas exóticas sin valor cultural de relieve. Se supone que las páginas dedicadas a Arlt deberían contrarrestar esa concepción jerárquica, pero eso no pasa. El extremismo arltiano es un fenómeno marginal; a Sarlo nunca le interesó leer ahí una discusión estética capaz de instalar una cuña en la hegemonía de Borges. A fin de cuentas será el escritor de Sur y no Arlt quien podrá pensar mejor la cultura argentina “desde los márgenes”. Pero en ese balance hay tanto de juicio literario objetivo como de identificación ideológica: desde Sarmiento a Borges pasando por Victoria Ocampo, los autores que se manejan con más lucidez en la periferia latinoamericana son los que mejor procesan la influencia europea. 

     Sarlo se ató así a un paradigma cuyo punto culminante llega en la década del ´50 y que desde entonces no ha dejado de ser discutido por la literatura argentina. Esa fijación costó algunas omisiones: los hermanos Lamborghini, Zelarayán, Copi, la poesía contemporánea (desde el neobarroco y el objetivismo hasta los autores de los noventa). La gran apuesta fue Saer, aquel que vendría a ocupar el lugar de Borges; aunque cabe preguntarse si Aira no le sacó ventaja con un tono y una reflexión menos solemnes, ajenos a ese ideal de alto modernismo europeo vislumbrado por Sarlo en el santafesino. El sesgo narrativo con el que son leídos los textos de Saer deja además en un plano menor otras cuestiones como la construcción de la frase y sus vínculos con la poesía local, ahí donde surge lo más rupturista de su estilo. Publicados a lo largo de más de dos décadas, estos comentarios han perdido actualidad porque, más allá de la apariencia de pluralismo sugerida por la cantidad de autores tratados, no hay en este volumen líneas interpretativas o posicionamientos que sirvan para comprender cuáles son las transformaciones últimas de las letras locales. Más bien por el contrario, el diagnóstico que postula la falta de diagnóstico de la literatura contemporánea es banal, se vuelve inmediatamente inútil una vez que el lector recuerda algunos títulos de los noventa ‒Punctum de Gambarotta, Música mala de Rubio, Poesía civil de Raimondi‒. 

     Tras el cambio de siglo Sarlo empieza a rumiar un clima de estertor; algunas novelitas con chats consumarían una separación irreversible entre la cultura literaria más establecida y una nueva escritura ajena a esas convenciones. Según este planteo un joven escritor familiarizado con internet nada encontrará de interesante en Saer o Joyce, como si la dialéctica entre tecnología y literatura no admitiera otras posibilidades. Esa sospecha es aún más llamativa si se vuelve a sus estudios sobre la “imaginación técnica”, ¿qué pasó en el medio, qué la llevó desde la apología al pesimismo? La inquietud no es sin embargo tan novedosa; ya en su Sociología… de 1956 Prieto alertaba igualmente preocupado por la llegada de la “gran división”. Sólo que a esta altura ese juicio parece un tic nervioso de la crítica tendiente a sobreactuar la distancia entre escritor y lector ‒otra vez artista y público, elites y masas‒ a la manera de experiencias inconexas: minorías cultas en peligro de extinción frente a la barbarie encarnada por la técnica, el mercado o el populismo ‒todos ellos miméticos y retardatarios, siempre más o menos solidarios entre sí‒. Esas antinomias reflejan una concepción de la historia y un orden cultural; por eso si después del 2000 se intuye un quiebre en el viejo status quo, Sarlo reconocerá ahí una pérdida antes que una señal de progreso. El resto lo harán la nostalgia por el gran modernismo y el foco en la narrativa: creerá ver un retorno de la novela larga en Pauls y Caparrós sin prestarle atención a un precedente más interesante (El traductor de Salvador Benesdra), estudiará los relatos de Cucurto sin ver en su poesía lo más valioso de su obra; acudirá a la etnografía para referirse al sexo, la cumbia o la oralidad. Todo esto descoloca a la autora porque ella siempre tuvo otro interés: salvaguardar la misión cultural de la elite, su ineludible rol en la definición de los valores democráticos. Esa es la toma de partido más consecuente de sus escritos. 

MARTÍN BAIGORRIA

Es crítico literario, docente e investigador.