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El pasajero, de Boschwitz

NOVELA / HISTORIA

GUSTAVO ROBLES


El pasajero (2018)
de Ulrich A. Boschwitz

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     Tras su aparición en 2018 El Pasajero de Ulrich Boschwitz (1915-1942) se convirtió rápidamente en una sensación literaria en Alemania. Las peripecias de su publicación y la vida de su autor no causan menos asombros que los hechos que allí se narran. Escrita en 1938 la novela nos relata los avatares de la huida de Otto Silbermann durante los pogroms de la Noche de los Cristales Rotos. Casi inmediatamente después de esos acontecimientos esta obra fue redactada de modo febril en el lapso de un mes y constituye hoy un testimonio inigualable de lo trágico de aquellas jornadas. Silbermann es un próspero empresario berlinés, miembro respetado de la sociedad, excombatiente en la primera guerra mundial y judío asimilado cuyo sentido de pertenencia alemán es más fuerte que una identidad judía que nunca sintió como vinculante. Hasta la llegada de los nazis al poder, Silbermann había disfrutado de lo que podríamos considerar una vida feliz y apacible: enamorado de su esposa Elfriede, padre de un hijo radicado en el extranjero y exitoso hombre de negocios que sabe valorar lo previsible y el ritmo cómodo de los días. Pero ya en las primeras páginas de El Pasajero asistimos al desmoronamiento de toda esta cotidianidad guiados por la voz de un narrador distante, parco y hasta algunas veces ingenuo.

     La acción comienza durante lo que suponemos es La Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht), una serie de linchamientos, pogroms y saqueos ocurridos entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938 en Alemania y Austria contra ciudadanos judíos llevados a cabo por las tropas de asalto de las SS y buena parte de la población civil. Esa noche en su departamento Silbermann intenta vender desesperadamente su vivienda con el fin de poder huir del país en una cómoda situación financiera, pero un inescrupuloso comprador, el señor Findler, se vale de la precariedad de su situación con el fin de negociar un precio abusivo. El teléfono no para de sonar desde la otra habitación, los llantos de Elfriede se mezclan con las noticias cada vez más alarmantes de lo que sucede en la calle. Silbermann intenta vanamente disimular su preocupación, pero con esto sólo logra acrecentar la codicia de Findler. Finalmente, miembros de las SS irrumpen salvajemente en el departamento para detener a Silbermann, quien logra huir por la puerta trasera sin rumbo fijo y abandonando sin otra opción todo lo que consideraba importante en su vida. Así comienza la cadena desbocada de situaciones que Boschwitz nos narrará con un ritmo furioso.

     Hay demasiados motivos para sostener que El Pasajero es casi una novela biográfica. Su autor, Ulrich A. Boschwitz, fue hijo de padre judío pero educado en la cultura protestante de su madre en la próspera ciudad de Lübeck. Soldado de la primera guerra mundial emigrará a Suecia con su familia en 1935 tras las leyes de Nüremberg y vivirá en diferentes países hasta ser detenido en 1939 en Luxemburgo. De allí será enviado a Inglaterra y permanecerá internado junto con su madre en un campo de concentración en la Isla de Man catalogados como “extranjeros enemigos”, para posteriormente ser trasladado a un campo de internamiento en Australia. En esa travesía de 57 días por ultramar a bordo del tristemente célebre Dunera convivirá en un ambiente imposible de privaciones y maltratos con judíos emigrados, presos políticos y prisioneros de guerra alemanes e italianos. En 1942 consigue regresar a Inglaterra a bordo de la embarcación Abosso, pero en el trayecto el barco es hundido por un submarino alemán. Ulrich Alexander Boschwitz fallece en ese naufragio a la edad de apenas 27 años, perdiéndose con él también su preciado manuscrito para una tercera novela. 

     Tras una primera obra llamada Gente al lado de la vida (Menschen neben dem Leben) publicada en una traducción al sueco y con la que obtiene una beca para realizar una estancia en París, Boschwitz publica El Pasajero en Inglaterra en 1940 con el nombre de The man who took trains. Ninguna de estas dos novelas apareció en el idioma en el que fueron escritas, el alemán, pero Boschwitz siempre guardará la intención de la publicación de El Pasajero en su lengua original, para lo cual había realizado correcciones y agregados que confiaba mejorarían sustancialmente la obra. Estas correcciones se las confió a un amigo para ser entregada a su madre, pero nunca llegaron a destino. La copia mecanografiada del original alemán permaneció durante décadas olvidada en el Archivo del Exilio de la Biblioteca Nacional en Frankfurt. Si bien en la inmediata posguerra la obra contó con la promoción decidida para su publicación de nada más y nada menos que Heinrich Böll, el proyecto se topó con la negativa de varias editoriales, temerosas seguramente de remover una conciencia pública todavía atormentada por la barbarie del pasado reciente. No fue sino hasta el año 2015 cuando una sobrina de Boschwitz se puso en contacto con el editor Peter Graf para comentarle sobre el manuscrito y ver la posibilidad de su publicación; quien, tal y como comenta en el posfacio que acompaña a esta edición, quedó inmediatamente fascinado por la maestría y lo balanceado del relato. Luego de un trabajo de edición, siguiendo lo que podría haber sido la intención de Boschwitz, Der Reisende -tal es su nombre original- fue publicada por primera vez en alemán en el año 2018 por la editorial Klett-Cotta y se convirtió rápidamente en una sensación literaria tanto a nivel de crítica como de número de ventas. Este año apareció su versión en castellano por la editorial española Sexto Piso en una muy atenta traducción de José Aníbal Campos. 

     De escasas descripciones y con una prosa frenética que combina diálogos desesperados con monólogos interiores que se enredan en una confusión sin término, la novela nos envuelve en una aceleración arrolladora. La huida hacia ningún lugar de Silbermann nos embarca de tren en tren, nos lleva de estación en estación, nos hace arribar y despedirnos casi sin pausa de diferentes ciudades. Los peligros no hacen sino multiplicarse en cada descuido, en cada adormecimiento, en cada palabra de más, en cada mirada cruzada en la calle, ante cada desconocido. Vagones de tren, rostros sospechosos o presuntamente afables, traiciones inesperadas de viejas amistades, gestos de solidaridad temerosa, saludos nazis sobreactuados, restaurantes de estación y taxis en constante movimiento pueblan la huida de Silbermann. Su única compañía es un incómodo maletín donde guarda el dinero que ha conseguido rescatar y que, de un modo entre trágico e irónico, sólo parece valer como recuerdo de una vida que perdió de la noche a la mañana. 

     Pero Boschwitz no desea provocar nuestra admiración presentándonos la estampa de un héroe, ni tampoco apelar a nuestra compasión humanista retratando una víctima angelical. El mismo Silbermann muchas veces resulta el actor de reacciones que no son muy diferentes de aquellas que constantemente lo humillan. Tampoco los personajes que habitan la novela están construidos en un blanco sobre negro: nazis inescrupulosos habitan una “zona gris” poblada también por oportunistas que fingen convicción, por antisemitas con un inesperado sentido de nobleza o por personajes que viven los acontecimientos con una destructiva ingenuidad. Algunos intercambios, siempre ocasionales y temerosos, combinan un humanismo moral con un cinismo lúcido que los vuelven piezas asombrosas de una sabiduría desesperada. Ejemplo de esto es el delicioso diálogo en un vagón de tren entre Silbermann y una mujer que acaba de separarse de su marido, conversación que rápidamente se torna en un juego galante y adorable de mutua seducción. Ella, despreocupada, ingenua y con un sentido temerario de la vida, logra sorprender alguna fibra de un Silbermann cansado y ya casi sin fuerzas. Sus “ojitos que brillan como fuegos fatuos”, tal y como la describe el narrador en un pasaje inusualmente expresivo, logran devolverle la mirada de reconocimiento y activan energías en Silbermann como si se tratara de una fuente de agua en un desierto. 

     El Pasajero no es sólo una novela de peripecias o una crónica de la barbarie, es también un ensayo sobre la relación precaria entre la locura y lo que podemos llamar normalidad, o mejor dicho es un aviso de que una acción sólo es racional en el marco de una definición previa de los fines y de las coordenadas en las que tiene lugar. Esto implica que, si esos fines y esas coordenadas han sido subvertidos, entonces todo intento de emprender una acción racional bajo los antiguos términos no hará sino acrecentar la dinámica desquiciada del contexto en el que sucede. La suerte del moderado, metódico y racional Silbermann es un ejemplo dramático de esto, un testimonio de la relación funesta entre locura y razón durante aquellos días. “Me han declarado la guerra, a mí personalmente. Es eso. Acaban de declararme la guerra de forma definitiva y real. Y ahora estoy sólo”, piensa Silbermann en uno de sus monólogos.

GUSTAVO ROBLES

Doctor en Filosofía y docente del Departamento de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Sus temas de interés son la teoría crítica, la filosofía política contemporánea y los nuevos autoritarismos sociales. 

Arrecife, de Villoro

NOVELA

FABRICIO BRECCIA


Arrecife (2012)
de Juan Villoro

      La aparición de un trabajador arponeado en el acuario de un hotel es el primer disparador de esta novela. Las líneas iniciales de investigación intentan explicar, intencionalmente, que se trata de un crimen pasional. Por supuesto que no lo es.

     Presentada así, se podría decir que Arrecife es un thriller policial y sería acertado, pero insuficiente. La historia transcurre en las playas de Kukulcán, México, un escenario que escapa a la noción de lo paradisíaco y se exhibe como una zona arrasada por el cambio climático y la guerrilla narco. Los hoteles, antes lujosos y ahora vacíos y en ruinas, funcionan como pantalla para la evasión impositiva. Pero hay uno que aún funciona ofreciendo un novedoso servicio: La Pirámide es un resort de turismo de riesgo. Ser uno de sus huéspedes garantiza un peligro “controlado”, que varía entre excursiones a la selva, contacto directo con supuestos narcos, hasta la posibilidad de experimentar un secuestro simulado. Ya no es la aventura lo que atrae visitantes, sino experimentar el miedo, lo más cercano posible al verdadero miedo, el que pone en riesgo el cuerpo y la vida. Esta novedad en el mundo de los negocios turísticos fue idea de Mario Müller, ex líder de la banda de rock Los Extraditables, que al abandonar su carrera musical, se dedicó al turismo y convenció a un “gringo” para que financiara el proyecto.

     Villoro elige como narrador a Tony Góngora, hombre de confianza de Müller en La Pirámide, con el que mantiene una amistad desde la época de Los Extraditables. Tony era bajista y fiel exponente del reviente de los años sesenta y setenta. Además de la amistad que los une, en esta relación sobrevuela la sensación de “deuda” que siente Tony hacia Mario, porque éste lo rescató de las drogas. Esa emoción recorre la novela e influye en todas las decisiones que tomará, sobre todo cuando Mario, con una enfermedad terminal, confiesa una paternidad que mantuvo en secreto y le pide a su amigo que se encargue de la hija. La idea de thriller policial ya se queda corta.

     Se dice que el argumento literario decide sobre la forma y la trama. Por supuesto que puede haber varias maneras de contar la misma historia, pero siempre habrá una que será la más indicada. Y la elección de Tony como narrador pareciera ser esa “mejor opción”. Los hechos son narrados por un personaje que no es protagonista de los conflictos que va presentando la trama (los crímenes, los negocios narcos, el turismo de riesgo, una paternidad oculta), sino que se involucra como una especie de “testigo” (la coincidencia con el título de otra excelente novela de Villoro no fue adrede). Es alguien que va transitando la novela de la mano con el lector, y claro, desplegando todo su drama existencial.

     Por otra parte, Tony Góngora sufre lagunas en su memoria, sobre todo en los recuerdos de la época de Los Extraditables. Se encuentra impedido de recordar fehacientemente quién ha dejado de ser, y esto opera en la narración de un presente que transcurre en parrafadas, sin un hilo que brinde una continuidad expresa. 

     Así, con la trama presentada en pequeños fragmentos, el lector avanza saltando de uno a otro,  sin tener en claro por dónde va la historia, pero atrapado por la intriga, la prosa y la exquisita presentación de cada personaje, elementos que van evolucionando en la novela hasta convertirse en esa cosa inasible a la que llamamos unidad literaria.

     La novela presenta dos elementos que, si bien son secundarios en relación con el argumento principal, invitan a reflexionar sobre aspectos de la sociedad actual y de la condición humana. Uno de ellos es la atracción que produce el miedo, el otro es la posibilidad que brinda un pasado hecho añicos para desligarse de quien fuimos y ser definitivamente otro (literalmente otro).

     En relación al primer elemento, Villoro lo plantea con claridad: la clase media y alta de Europa y Estados Unidos, quizás también de otras partes ricas del mundo, aburridas de acceder con facilidad al confort y al lujo (pensemos en la excéntrica pero nefasta imagen de políticos y personas de la farándula sacándose selfies luego de cazar animales), deciden hacer turismo de riesgo. Estas clases sociales, “exentas” de la violencia cotidiana de los países del subdesarrollo, optan por experimentar el miedo real  que les sugiere la política del consumo. Arrecife, de costado, lanza una mirada sobre un mundo partido en dos: en el lado rico, donde el arte y la cultura son industrias que snobizan y constituyen valores que lo empatan todo, encuentran la llama del deseo en experimentar artificialmente (pero por favor, que en la selfie luzca real) lo que se vive en la otra mitad pobre e incendiada del mundo.

     Por último, en un nivel más existencial, la idea de un pasado que cargamos y que nos define en el presente aparece con una variante sustancial. En Arrecife, el pasado de Tony Góngora es difuso e incompleto. El ya no ser, y ni siquiera recordarlo, funciona como una oportunidad. Sin embargo, Villoro, como Saramago en El hombre duplicado, plantea la posibilidad de virar el propio destino pero no asumiendo una nueva vida, sino siendo el reemplazo de un otro, pero ¿es posible que nuestro pasado, aún borrado, se desprenda y nos libere?

FABRICIO BRECCIA

Escritor y Licenciado en Comunicación Social de la Facultad de Periodismo (UNLP). Autor de “El fantasma Bilanski” (Malisia, 2018) y “Los días después de abril” (inédita). Integrante del grupo literario Mulas en la Niebla.

Ensenada. Una memoria, de Brizuela

NOVELA / HISTORIA

MARTÍN OBREGÓN


Ensenada. Una memoria (2018)
de Leopoldo Brizuela

     Desde hace muchos años, cada vez que pensaba en Ensenada, se me venían a la cabeza los barcos de la Marina de Guerra apuntando sus cañones a la destilería de YPF durante los últimos días del invierno de 1955, amenazando con volar por los aires la ciudad si Perón no renunciaba. ¿Cómo era posible que no se hubiera escrito una novela a partir de una imagen tan potente? ¿Nadie había sentido la necesidad de hacerlo? En todo caso, si alguien la había escrito, yo no la conocía. Tal vez por eso me impactó tanto el último libro de Leopoldo Brizuela.

     Si Inglaterra fue una fábula y Lisboa un melodrama, Ensenada no podía ser otra cosa que una memoria. Memoria en la que se articulan, a partir de anécdotas y recuerdos familiares, aquellas dos dimensiones: la espacial – anclada en una geografía muy nuestra (la de Ensenada, lógicamente, pero también la de Berisso y los alrededores de La Plata) y la temporal, fijada en las dramáticas jornadas que desembocaron en la caída de Perón. 

     Sobre el telón de fondo del éxodo de Ensenada, Brizuela reconstruye la historia de los Grimau, vinculando las experiencias personales con las grandes transformaciones políticas y sociales. Y lo hace buceando en esa zona de sombras entre la historia y la memoria de la que hablaba Hobsbawm en su recordada introducción a La era del Imperio, la que se extiende desde el momento en que comienzan los recuerdos o tradiciones familiares vivos hasta el final de la infancia. Tal vez por eso la narración se despliega de manera fragmentaria, a medida que emergen del olvido los diferentes retazos de la historia familiar, que se van entrelazando e iluminando a medida que la novela avanza, ya que el relato también se sostiene en lo que no se dice, o en lo que se dice a medias.

     Novela fragmentaria, pero también polifónica, donde el autor trabaja – y se divierte – con una enorme cantidad de giros y expresiones idiomáticas que ponen de manifiesto toda la riqueza de una lengua que era producto de la mezcla inmigratoria. Este manejo de la oralidad es lo que hace que esta novela de Brizuela sea tan diferente a las anteriores, porque lo que se impone en Ensenada es el lenguaje de la calle y el del interior de las casas. El habla popular se transforma en la materia prima de su literatura y logra conmovernos profundamente, porque en esas jergas y modismos que utilizan los personajes (“qué esperanza”, “qué picardía”, “hacer escombro” “salir con un domingo siete” o “tomarse un matecito bebido”) cualquiera podría reconocer las voces lejanas y ausentes de sus propios abuelos. En esa polifonía que por momentos se torna caótica se destaca la voz de Poliya, una niña de apenas nueve años que lleva las riendas de la narración.

     En Ensenada, entonces, prevalece la oralidad. Y la lluvia, por supuesto, ya que ciertos acontecimientos adquieren tanta hondura en la memoria de los pueblos que las personas que los vivieron son capaces de recordar perfectamente en qué lugar se encontraban y qué estaban haciendo, o de vincular esos sucesos con ciertos fenómenos climáticos. Por eso la lluvia se enseñorea del texto y llueve sin parar a lo largo de toda la novela. En todas las ocasiones en que le pregunté a quienes habían vivido el golpe del ´55 qué era lo que más recordaban de aquellos días la respuesta, invariablemente, fue la misma: la lluvia, me decían, llovía sin parar, nunca en la vida llovió tanto y durante tantos días. En el intento de recrear la atmósfera de aquellas jornadas, la lluvia juega un papel fundamental. Sin la lluvia – que se hace presente en todas sus formas, matices e intensidades – Ensenada no tendría la misma potencia.

     Si bien transcurre durante la coyuntura golpista de septiembre del ’55 – entre el viernes 16 y el lunes 19 – Ensenada nos propone una mirada mucho más abarcadora de la experiencia del peronismo clásico, ya que los diferentes relatos familiares van y vienen en el tiempo, enlazando cuestiones tan diversas como la educación religiosa, la ley de alquileres, la toma de facultades del año ’45, la huelga de los portuarios, las elecciones del ’51 y por supuesto el 17 de octubre.

     El punto de vista que articula la narración es el de una familia antiperonista que ha logrado cierta posición (un establecimiento expropiado, una quinta en las afueras de La Plata, una hija que da clases de solfeo y otra que ha obtenido un título de Asistente Social son algunas de sus marcas distintivas) pero que sigue preocupada por diferenciarse socialmente. Por eso la abuela Hortensia le dice a sus nietos, cuando los lleva a pasear a La Plata, que no digan que son de Ensenada sino de Cambaceres, y la tía Beba se escandaliza de que la vean, durante el éxodo, trepada a la caja de un Rastrojero, yendo así, “en camión, como negros, a Punta Lara”.

     Pero lo que hace más interesante el antiperonismo de los Grimau es que está influenciado ideológicamente por las izquierdas. Curiosamente, o no tanto, en la novela de Brizuela aparecen las tres grandes vertientes de la izquierda pre peronista: el anarquismo, a través del abuelo Antonio, que le cuenta a la tía Beba la historia de Sacco y Vanzetti; el comunismo, al que se vinculan otros personajes (como Mancino, “el del escarabajo amarillo”) y el socialismo, considerado por otros como el verdadero artífice de toda la legislación obrera que Perón puso en práctica desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. Se trata de las mismas tradiciones que entraron en crisis después del golpe del ’55 y que durante mucho tiempo se aferraron a una lectura en clave europea de la política argentina que les imposibilitó comprender del todo qué era lo que estaba ocurriendo.

     En Ensenada el peronismo aparece en su aspecto más punzante, el que nos lleva a interrogarnos acerca del “efecto de choque” que generó en términos sociales y que posiblemente haya ido mucho más allá de las transformaciones efectivamente operadas en el plano político y económico a lo largo de una década larga. Tal vez sea este uno de los grandes aciertos de la última novela de Leopoldo Brizuela. ¿Será verdad que en ocasiones la literatura es capaz de iluminar zonas del conocimiento y de la percepción a las que muchas veces acceden con dificultad disciplinas como la historia o la sociología? Ensenada, una memoria parece confirmarlo. Por eso, entre tantas otras cosas, se lee con avidez, con emoción y con placer.

MARTÍN OBREGÓN

Es Profesor en Historia y docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.

Un millón de bandas malas, de Lucía Brutta

CÓMIC

JAMES SCORER


Un millón de bandas malas (2017)
de Lucía Brutta

     A pasos de la avenida Warnes, con el trasfondo de una banda sonora de metal y los perfumes embriagadores del petróleo y la gasolina, se encuentra la librería de cómics y fanzines Punc. De algún modo, todas las librerías son ensamblajes; redes de textos que van y vienen, y que circulan entre los estantes y las manos. Pero no hay nada más punk que una tienda de cómics y fanzines en un rincón de la ciudad conocido por sus negocios de mecánica. Punc(tura?) es ensamblaje, y es estética DIY (Do it Yourself), es decir, la estética del fanzine.

     Entre las decenas de zines que vende la librería, encuentro Realiti de Lucía Brutta (2014), un cómic de bolsillo engrapado y fotocopiado, publicado por Burlesquitas Ediciones. En este fanzine, Brutta (que nació en Barranqueras, Chaco, en 1986 y luego se mudó a Buenos Aires) reflexiona sobre temas de percepción, visualidades cambiantes y realidades paralelas. Poblado por cabezas rapadas, piernas peludas, mierda, cadáveres en descomposición y saliva, Realiti es una opción apropiada para una librería cuyo nombre no responde tanto, o por lo menos no sólo, al punk como género musical, sino como forma de vida y como estética, precisamente, de los márgenes.

     El punk, cuenta la leyenda, fue inventado en Lima, no en Londres, como comúnmente se supone. La banda peruana Los Saicos ya estaba, en efecto, demoliendo cosas en 1964. No llama la atención entonces que Un millón de bandas malas, la colección de historietas que Brutta publica originalmente online entre 2015 y 2016, incluya una historia titulada “Lima dura”, en la que el protagonista masculino visita amigos en la capital peruana. De toda la colección, esta historia es quizás la que más se asocia al punk corrientemente entendido. Se trata de un relato poblado de gente vomitando, cortes de pelo mohicano y canciones antifascistas sobre corrupción política y revuelta antigubernamental.

     Así y todo, una lectura detenida revela más de lo que a primera vista suponemos es el punk aquí. Cuando los amigos protagonistas del relato escuchan una serie de canciones del ex cantante de Tontonzoides (presumiblemente una referencia a la banda Los Manganzoides), la historia no solo evoca los rasgos radicales del punk peruano sino que además los subvierte: el cantante, conocido por golpear a las personas con micrófonos y que ahora orquesta una multitud de cuerpos semidesnudos infundidos de drogas, sujetos que escupen y pelean sin cesar, se enfurece cuando el turista argentino arroja su cerveza desde la parte trasera de la sala y aterriza en su cabeza. “Lima dura” no es solo una versión irónica de lo que sucede cuando la performatividad violenta se vuelve hacia el artista; es también la historia de cómo un argentino encuentra su costado punk en la capital peruana.

     En Punk and Revolution: Seven More Interpretations of Peruvian Reality (2016), un libro publicado recientemente sobre el punk durante el período del conflicto armado interno en Perú, Shane Greene advierte que el punk queda siempre atrapado entre discursos de inclusión y prácticas de exclusión, ya sea en términos de raza, de clase, o de género. El punk, sostiene, vive negociando límites (políticos, sociales, incluso creativos). Debido a su intención de celebrar la crudeza estética y de resistir materialmente la cooptación de formas autónomas de creatividad, concluye, el punk es un medio de sub-producción. 

     Es aquí, creo, que Greene capta muy bien el espíritu punk de Un millón de bandas malas, porque las historias que componen la colección no son punk en su sentido más convencional. No todas las historias contienen la indignación, el asco y la violencia de “Lima dura”. De hecho, a menudo Brutta frustra las expectativas del lector o lectora sobre qué significa ser o verse punk. En “Las fisu”, por ejemplo, Blanca es erróneamente percibida como una mujer gay por su aspecto. Del mismo modo, la historia que abre el volumen, “Ya fue”, frustra las expectativas de violencia que supuestamente tienen los punk. Cuando estalla una pelea en el lugar donde han ido en busca de una prometedora banda, los dos protagonistas punks deciden escapar de los actos violentos del lugar y de las camisas manchadas de sangre. Identificados por error como los responsables de la pelea, contestan al unísono que “ya fue” todo.

     Un millón de bandas malas comienza con esta historia de hastío y de rechazo de las falsas promesas de aquellos que están drogados, borrachos y son violentos pero que, sin embargo, no son punk. Es una historia apta para incluir en una colección que está toda ella atrapada entre los tropos del exceso y la limitación. 

     Los cuerpos de Brutta son sitios de exuberancia y ruptura, sitios que producen vómito y semen, donde circula la droga, el alcohol y el deseo. Y, sin embargo, todo aquello está contenido en un territorio hecho también de límites, fronteras y códigos, ya sea socio-espaciales (como sucede en el viaje a “Zona Norte” en “Antifanzín”) o lingüísticos (en “Lima dura” un peruano advierte a su amigo argentino que “Jaja, Pato, cuando vayamos al concierto no le digas hijo de puta a nadie ni cariñosamente”).

     En su introducción al cómic, Fernando Wirtz llama la atención sobre la atmósfera festiva del universo pospolítico de Brutta, donde el Estado brilla por su ausencia, pero también cualquier tipo de acción partidaria asociada al macrismo o al kirchnerismo. No obstante, en los intersticios entre esos dos polos del presente argentino, Brutta construye un espacio reservado para un tipo de política que concibe al mundo desde una óptica menos nihilista de la que sugiere Wirtz.

     Un millón de bandas malas propone, por ejemplo, una lectura política de la ciudad. Los barrios periféricos del cómic son intersticios de la gran metrópoli capitalista moderna, espacios “exteriores” inherentemente incluidos en la gran ciudad a través de su propia exclusión. En “Antifanzín”, la protagonista viaja a una estación llamada “Zona Norte”, unas coordenadas que bien condensan la dinámica espacial del episodio. Lo hace para vender allí su publicación DIY (Do-It-Yourself). La historia critica el intento de los habitantes urbanos adinerados de la zona por apropiarse de la estética under. Y en “Las fisu”, los protagonistas viajan por la ciudad en bicicleta y visitan un bar donde son tratadas como sapos de otro pozo. Sin embargo, a pesar de no poder cumplir su objetivo de seducir a los hombres del lugar, las “fisu” terminan haciendo suyo ese lugar que las desprecia, como cuando abren a la fuerza una caja de electricidad de la calle para ocultar allí el vino a medio terminar que no pueden llevar adentro del local.

     En gran parte, la apuesta política de Un millón de bandas malas tiene que ver con la idea de supervivencia, y con cierta resistencia positiva expresada en frases como “a pesar de todo” o “ellos siguen ahí” (Wirtz). “Rock estar” es un buen ejemplo de esta perspectiva. Aquí Brutta parodia al rockero de mediana edad que aún vive con su madre y ve Mi gato endemoniado en Animal Planet. Pero la crítica al hombre de cuarenta que quiere volver a tener veinte no es, sin embargo, del todo cínica. Hay una suerte de afecto velado hacia la forma en que este personaje hace, por ejemplo, malabares con su paternidad y con su (más o menos) estilo de vida rockero. La historia termina con un final algo humorístico, cuando su hijo pequeño lo despierta para mostrarle la torta de cumpleaños que sus padres le habían organizado para celebrar sus 40, y ve que al lado está una mujer mucho más joven que había conocido en un concierto la noche anterior. 

     En cuanto a la política de género de Brutta, hay que decir que es marcadamente diferente a la establecida por aquellos que producen el fanzine con el lema “muerte al macho” en el relato “Antifanzín”. Veamos por ejemplo qué sucede en la historia “La grupi” que demuestra la transformación de la protagonista, Jessica, de ser una joven rockera a una groupie punk. Jessica se corta el pelo y se toma una selfie mientras de fondo flamea la bandera de la Union Jack estampada con la leyenda “Anarchy in the UK”. Hacia el final de la historia termina peleándose con otras groupies, practicando sexo oral al cantante Mauro Putos en unas escaleras, besando de “prepo” a un chico en el concierto, y acostándose con un hombre de mediana edad que ya tiene una hija adolescente.

     Brutta está aquí, creo yo, jugando con su personaje para ver hasta dónde llegará su conversión al punk. Y también hay una advertencia para los hombres: las groupies, señala el narrador, “son peligrosamente jóvenes”. Pero el momento más importante de la historia está en otra parte. En la página final, dos punks y una ama de casa discuten sobre la figura de la groupie y de cuánta conciencia tiene sobre su cuerpo. Como para contrarrestar sus puntos de vista, en la viñeta final Brutta nos muestra a Jessica caminando por la calle mientras escucha “Descocada” de Las Ultrasónicas, una canción de la banda mexicana de mujeres de la década de 1990 que celebra la libertad (sexual) femenina y se burla de las expectativas sociales sobre las mujeres. Su último gesto de rebeldía, en sintonía con su homónimo Jessy Bulbo, la bajista y cantante de Las Ultrasónicas, es consumir una píldora del día después. La suya no es tanto una política de la identidad, aun cuando esté en sintonía con ciertos rasgos de las campañas feministas de los movimientos de mujeres de los últimos años, sino una política de tirar todo a la mierda y de coger con quien sea. Al rechazar las expectativas y prejuicios sociales, la sexualidad de Jessica encarna una fuerza disruptiva que socava el valor atribuido a ciertos tipos de comportamiento punk.

     Por eso quizás se entienda mejor Un millón de bandas malas como una reflexión sobre el valor y, más específicamente, sobre la mierda. Los cómics de Brutta están, efectivamente, poblados de excremento. La introducción a Un millón de bandas malas está enmarcada por dos tuberías de alcantarillado que corren a lo largo de la página. Uno está anudado. La mierda, entonces, se filtra por las costuras y estalla en la otra tubería. Uno de los personajes de “Rock estar” lleva una camiseta estampada con la palabra “Caca” (palabra que también aparece en un póster en Realiti). Y el fanzine titulado Caca que aparece en “Antifanzín” es una cita del fanzine Caca: Historietas en proceso, escrito por la misma Brutta. 

     La mierda no solo se cita, sino que a menudo se deposita o incluso a veces se valoriza en el punk. Así y todo, la mierda no aparece referida directamente en Un millón de bandas malas (como sí lo hace en diferentes formas y texturas en las portadas de Caca) sino que opera como un tropo aludido, y nos invita a reflexionar sobre cuestiones de valor en relación a la industria cultural.

     El punto, para Brutta, no es tanto que haya una gran cantidad de música de mierda por ahí, sino más bien que tiene sentido seguir escuchándola. En ese gesto de ir a ver una banda de mierda se encuentra una despiadada crítica al mercado cultural. La página del medio del libro, ocupada toda ella con una imagen de un público multitudinario en un recital, celebra de este modo la experiencia colectiva de la música y también la de los cómics. Están allí los personajes de las historias reunidos en una muchedumbre cuyo lenguaje hablado no tiene sentido (“bla”, “bla bla”, “bla bla”, “bla”), es decir no dicen una mierda, pero cuyo baile, tatuajes, cuerpos perforados, sonrientes y humeantes están en sintonía, como lo está el color con el que están todos dibujados, un color verdáseo parecido, precisamente, al del excremento. Se trata en última instancia de una celebración por la unión y la comadrería que resulta, paradójicamente, de una comunidad vinculada por emblemas y premisas sobre la falta de valor. 

     De allí que “Antifanzín” sea una historia clave de esta colección. Escrita como una guía para conocer la cultura under, Brutta comparte con sus lectores bromas internas sobre el mundo de los fanzines, como cuando nos muestra a los aficionados leyendo las revistas en el puesto en lugar de comprarlas, o a sus amigas que ofrecen cuidar su puesto pero aprovechan lo que ganan con las ventas para tomar cerveza. La última página, que muestra lo que pasa cuando termina un encuentro de fanzineros y como una joven artista “apoya y asiste a todas las ferias de zines, sin importar el nivel de ventas”, es una celebración de compromiso con esa cultura.

     El hecho de que Brutta nos comparta su visión sobre el punk en un cómic es sin duda revelador. Los cómics señalan también las tensiones entre el punk y sus límites. Construido alrededor de bordes y de imágenes que se extienden hasta los límites de la página, y de un lenguaje que se alimenta de símbolos sobre las fronteras y cómo atravesarlas, el cómic se ocupa obsesivamente de su estructura y de la idea de disidencia. El uso de la página por parte de Brutta es bastante estructurado: está dividida en cuatro cuartos y las imágenes casi nunca van más allá del marco. Pero los cuadros dibujados a mano agregan un toque de estética bricolaje. También el uso del color en Brutta es a la vez limitado (usa un conjunto fijo de tonos en cada historia) y expansivo (de colores brillantes y dramáticos que cubren la página). Esas elecciones crean una dinámica que garantiza cierta homogeneidad icónica y la continuidad entre viñetas.

     Un millón de bandas malas juega además con el punk y sus límites porque el cómic se publicó originalmente en un sitio de web. La idea era hacerlo más accesible, y también quitarle algo de control al mercado, aunque es cierto que también deberíamos preguntarnos quién controla esta interfaz. En todo caso, Brutta, cuyos fanzines demuestran que la fotocopiadora todavía tiene valor para este tipo de publicaciones, nos invita al mismo tiempo a preguntarnos si sitios como Tumblr pueden acaso ser una forma de asumir la estética y la política DIY del punk en la nueva ecología digital y como desafío del fanzine en este nuevo milenio.

JAMES SCORER

Es profesor de Estudios Culturales Latinoamericanos en la Universidad de Manchester (UK). Es autor de City in Common: Culture and Community in Buenos Aires (2016) y coeditor de de Cómics y memoria en América Latina (2019). Investiga cuestiones de cultura e imaginación urbana, fotografía e historieta latinoamericana. 

Mad Men, de Weiner

SERIE

GUADALUPE REBOREDO


Mad Men (2007-2015)
de Matthew Weiner

     Me recomendaron Mad Men. No me resultaba particularmente atractiva la historia de un grupo de publicistas de la Avenida Madison de Nueva York, pero la calidad cada vez más cuestionable de las nuevas producciones de Netflix, el monstruo que ha invadido nuestras pantallas, me llevó a volcarme, como apuesta, a una serie que, si bien nos la ofrece el gigante del streaming, originalmente se emitió entre 2007  y 2015 por el canal estadounidense AMC. En buena hora. No tardé en enamorarme de sus múltiples, exquisitos y complejos personajes y en entender que Mad Men abarca mucho más que la frivolidad del ámbito publicitario: cuestiona el vacío del éxito, las relaciones amorosas, los vínculos familiares, el deber ser y, en más de una ocasión, nos obliga a repreguntarnos por qué le tememos tanto a la muerte. A lo largo de siete temporadas, la serie avanza con un ritmo sostenido en modo avión, a veces dando la sensación, incluso, de que no pasa nada, para terminar entendiendo todo al final del capítulo. Tiene golpes de efecto, como cualquier guión clásico, pero son suaves, como si a los creadores no les hubiera interesado la reacción del público sino que, por el contrario, fuera el hilo conductor de las vivencias cotidianas de los personajes lo que naturalmente decanta en momentos inolvidables. 

     Mad Men está ambientada en los años 60 y principios de los 70, en un Estados Unidos convulsionado por los cambios sociales, políticos, la guerra de Vietnam y el revuelo cultural que todo esto conlleva. Mientras seguimos los pasos del genio de la publicidad Don Draper, encarnado por John Hamm, y todo lo que ocurre en las oficinas Sterling Cooper, vemos también (y me recuerda a Forrest Gump) cómo va cambiando la sociedad de la pos guerra: los conflictos raciales, la re-definición del concepto de familia, el hiperconsumismo como sinónimo de bienestar y estatus social y su contracara, el auge hippie. 

     Merece un párrafo aparte la dirección artística de la serie: la escenografía, el vestuario (¡cómo ha vuelto esta moda!), la fotografía, todo funciona a la perfección; nos transporta 60 años atrás y avanzamos a paso lento, mientras suena de fondo el jazz del compositor David Carbonara o los clásicos de Los Beatles, Frank Sinatra, Joni Mitchell y David Bowie, en la Nueva York cosmopolita (y violenta) o en la California alegre, colorida y bohemia.

     Si no se le presta demasiado atención, el asesinato de Martin Luther King o la muerte de Marilyn Monroe pueden parecer meros guiños de época cuando, en realidad y de manera solapada, actúan como espejo de las situaciones que atraviesan los personajes e incluso producen efectos en los modos en comunicar: Don y su protegida, la redactora creativa Peggy Olson, saben que la sociedad norteamericana no verá las cosas de la misma manera después del homicidio de Kennedy. Lo saben al punto de quedarse a trasnochar en la oficina porque el anuncio televisivo que tenían planeado ya no debería salir al aire. 

     Don es un personaje atractivo (ni hablar John Hamm). Es enigmático, mujeriego, ingenioso, un ganador que siempre se sale con la suya, o casi siempre, y aunque estamos de su lado a veces celebramos sus caídas porque, si quiere o sin ni siquiera pensarlo, puede ser muy desagradable. Don Draper es el antihéroe, el desertor de la guerra, una identidad construida a base de mentiras, pero es cuando se quiebra y muestra su sensibilidad cuando nos conquista como espectadores. Quizás porque, en última instancia, lo que nos conmueve es justamente su humanidad: después de todo, ¿no tenemos más de una faceta en la vida? Fuera del ámbito profesional, Draper no se destaca en nada, o mejor dicho sobresale para mal. Es un marido infiel (casi adicto a las mujeres) y un padre ausente. La responsabilidad de los personajes masculinos para con su vida doméstica es otro ítem que está presente en la totalidad de la serie: los hombres de Sterling Cooper son poderosos y soberbios, pero sus actos tienen consecuencias, y cuando llega la reacción se sienten desencajados. “Lo único que hacías era mandarme regalos elegidos por tus secretarias” le reprocha su hija al multimillonario Roger Sterling, quien se queda sin palabras. 

     Más allá del gran protagónico de John Hamm, son los personajes que lo rodean los que realmente le dan vida a esta producción y son, sin lugar a dudas, las mujeres las que se llevan todos los créditos. Si el mundo fuera justo, Mad Men se debería llamar Tough Women. Betty Draper encarnando el agobio que significa ser ama de casa, mezcla de trabajo constante y aburrimiento infinito; Joan Harris, la bomba sexual, la mujer que aprende a usar la cosificación a su favor y le da batalla desde adentro; Megan Draper, que no sabe cómo ser esposa y actriz a la vez, y que cree que no debería ser forzada a elegir; Sally Draper, la hija, una nueva generación que rompe con lo establecido; y mi preferida, Peggy Olson, co-protagonista de esta historia, la chica de Brooklyn que llega como secretaria a Sterling Cooper y termina desarrollando su carrera profesional contra viento y marea, enfrentándose con su familia y sus propias creencias. 

     Peggy (magistral actuación de Elisabeth Moss) soporta todo tipo de destrato para agrietar el techo de cristal que la asfixia en el mundo laboral. No es una líder feminista, no se enrola en ningún partido ni asiste a una manifestación, pero su deseo personal la lleva a reconocer los desafíos del colectivo. “Yo tampoco puedo hacer muchas de esas cosas”, le dice a un joven periodista cuando discuten sobre los derechos de las personas negras, y es quizás la aseveración con mayor contenido ideológico que lanza a lo largo de la serie. Sin embargo, en los hechos es consciente y profundamente empática con las mujeres que la rodean, aún con las que persiguen un modelo tradicional que no le es indiferente, pero que no logra encajar con sus aspiraciones. Los hombres en la vida de Peggy también enfrentan un dilema: ¿qué lugar ocupan siendo que su pareja se ha corrido de los límites establecidos del rol de ama de casa, madre o incluso del trabajo “esperable” de una mujer (secretaria)? 

     Las mujeres de Mad Men no la tienen fácil, no terminan de acomodarse en los lugares que ellas mismas eligieron, pero saben que los eligieron. Son los grandes ítems matrimonio/hijos/carrera/pareja los que las aquejan, y el por qué a las mujeres no se les permite combinarlos. Con sus muy distintos perfiles, encarnan lo que, aún 60 años después (¡terrible!) todas en algún punto sentimos. Son las heroínas de esta historia. Por eso Mad Men es una serie obligada para los tiempos que corren, un disparador de debates y reflexiones. No es un registro de época, es un manifiesto tan actual que asusta.

GUADALUPE REBOREDO

Licenciada en Comunicación Social por la UNLP y diplomada en Guión de TV. Se desempeña en el periodismo político, principalmente como analista internacional, y en el cultural.

Suicidio, de Edouard Levé

LITERATURA

ESTEBAN BARROSO


Suicidio (2008)
de Édouard Levé

suicidio

     El último ejemplar disponible estaba en algún lugar del sótano, en el depósito. Me pidieron que esperara un momento y fueron a buscarlo. En esa librería hay una pequeña mesa de poesía, justo al lado de la sección de novedades. Intenté detenerme en ella, en sus libros, pero me resultó imposible: está ubicada de tal forma que molesta a cualquier persona que quiera moverse por allí. Finalmente el vendedor me alcanzó el libro. La tapa había perdido parte del negro original, en la parte de abajo se podía notar la marca de una uña clavada, estaba golpeado y rayado. Lo puso debajo del lector de códigos de barra y me dijo el precio. Quise pensar, al menos por un momento, en la poesía, y en aquellas páginas condenadas a la desintegración. Fui a la caja y lo compré. 

     Levé escribe este libro a propósito del suicidio de un amigo de su adolescencia. Se lo envía a su editor, que empieza a leerlo sin ser consciente de que el trabajo, las letras, rápidamente pasarán a un segundo plano. Como si se tratara de una repetición premonitoria, o de una imitación inconsciente, se suceden las dudas, la inquietud, el miedo. Llama a Levé para preguntarle si, en realidad, el amigo no es más que una excusa para hablar sobre sí mismo. Levé responde con evasivas. Pocos días después, decide ahorcarse en el departamento en el que vivía con su mujer. 

     En aquel punto se acaba cualquier posibilidad de certeza. Levé apela a la segunda persona para hablarle directamente a su amigo, sin seguir ningún tipo de orden. Entrecruza la infancia, los planes, las relaciones, la personalidad, el después. Pero no hay solamente acciones: cada encuentro casual, cada calle transitada en una ciudad lejana, cada cena, todo aparece atravesado por los pensamientos y los sentimientos del instante, de lo inmediato, de lo que usualmente se desvanece con facilidad. A medida que avanza el relato, las palabras comienzan a cargarse de un sentido diferente al que presumíamos desde un principio. Levé nunca abandona la posición original: le sigue hablando a su amigo muerto. Pero la figura de su amigo –ya real, ya imaginario- así como la frontera que los separa, de manera paulatina se tornan confusas. 

     No podemos saber con precisión, entonces, de qué está hablando Levé, ni cuál fue su propósito al escribir este libro. Su amigo le puede haber contado todo, incluso sus sensaciones en aquella cena de reencuentros, en aquel último momento de felicidad, antes de suicidarse. Puede haberlo dejado por escrito. Quizás sea una invención; quizás no hable de nada; hable de Levé; o del suicidio como hecho en sí. Lo único que podemos saber con precisión, lo único que realmente importa, es que Levé se suicidó al poco tiempo de entregar este libro a su editor. Estamos en la antesala, en el momento previo, de espera. Es un libro escrito por alguien decidido a matarse. Levé contempla –calmado, apesadumbrado, en crisis, tampoco podemos saberlo- el borde final, el extremo de su vida. 

     Tu suicidio fue de una belleza escandalosa, nos dice. Si en Argentina se googlea la palabra “suicidio” lo primero que aparece es una página oficial del Estado Nacional. Escuetamente se limita a brindar información, dar consejos, sin ofrecer canal de ayuda alguno. Si se busca por otro lado aparece la página desactualizada de una ONG, con un número de teléfono gratuito. El sitio admite que existe la posibilidad real de que no te atiendan, ante la escasez de voluntarios. Entonces te pide que leas un breve texto en el que se detiene–entre otras cosas- en las fantasías posibles acerca de la muerte. No solo el final de todo sufrimiento, sino también la posibilidad de contemplación relajada, desprovista de todo, completamente irresponsable. Levé va más allá de la fantasía: Levé está fascinado. Le dice a su amigo que el presente es solo de él, que la coherencia es solo de él, que la verdad es solo de él. También le dice a su amigo que luego de su suicidio se transformó en parámetro, refugio provisorio ante la tristeza, luz en los momentos de oscuridad. Y no lo está idealizando. Tampoco idealiza su suicidio. Idealiza el después, el falso sin él, su presencia permanente. Reconoce que nunca lo había sentido tan próximo. Tu muerte ha escrito tu vida. 

     Levé nos presenta a un hombre –su amigo, él mismo, una mezcla, una hipótesis- silencioso, introvertido, tímido, poco sociable. Pasa largas horas encerrado en su habitación pensando, imaginando viajes, interrogándose, generándose dudas. Sobrevuela en todo momento la pregunta sobre el por qué del suicidio, aunque nunca se hace explícita ni se la intenta afrontar de manera directa. La pregunta incluso puede generalizarse, volverse contra nosotros y hacernos parte: ya no el por qué puntual y específico de una historia ajena, indudablemente triste, pero lo suficientemente lejana como para mantenernos en el terreno de la comodidad. El por qué de los miles de gestos, miradas, palabras y sensaciones, capaz de conformar alguna vaga y quizás también múltiple generalización. El por qué descarnado, violento, impiadoso, que nos obliga a mirar hacia nuestros costados. El por qué apoyado en una cifra: aproximadamente tres mil quinientas personas se suicidan todos los años en la Argentina. Un pueblo pequeño, cada año. El libro de Levé nos invita a plantearnos la pregunta: ¿Quiénes son? ¿Cómo llegan a suicidarse? 

     Porque más allá de la atracción que siente este hombre por la noche, por los días nublados, por la oscuridad, no es una persona solitaria. Levé nos dice: tu vida fue menos triste de lo que tu suicidio podría hacer creer. En las decenas de anécdotas desparramadas durante el relato aparecen novias, fiestas, ciudades exóticas, encuentros, reencuentros, descubrimientos, amistades resilientes. No habla o habla poco. Le cuestan los grupos grandes, escucha y prefiere hacer preguntas. Pero, y en la contracara de la moneda, se siente a gusto conociendo personas cuando los grupos se desarman, cuando desaparece la mirada externa hecha carne. Puede ser feliz, tiene esa capacidad, y quizás eso sea lo peor.  

     En la cena que tuvo lugar poco antes de morir, de matarse, en ese reencuentro con personas a las que no veía desde hacía mucho tiempo, este hombre se sintió parte de algo que lo trascendía y que podía expandirse hacia todas las direcciones temporales posibles: era presente, recuerdo, imaginación. Indudablemente fue feliz durante aquellas horas. Su mujer estaba sorprendida. Nadie se dio cuenta de que, mientras formaba parte de ese ritual colectivo de entrelazamiento, reconstrucción e invención creativa de historias comunes, pensaba en suicidarse. Ser feliz aparece aquí como compatible o como parte de los pensamientos suicidas. Y esto puede tener una explicación sencilla: la felicidad de la despedida, de lo que se sabe cómo punto final. Pero no era la primera vez que este hombre descubría que sus sentimientos resultaban imperceptibles para los demás: pasaban meses y las personas descubrían que, aquel abrazo, aquella frase, aquella sonrisa, estaban operando como diminutas herramientas que hacían digerible, para los que lo rodeaban, la tristeza propia. No parece ser el simple proceso de tornar invisible lo evidente. De manera inconsciente, este hombre entretejía la duda por medio de lo cotidiano, habilitando en propios y extraños la posibilidad de una distancia prudencial. Y desde esa distancia, a lo sumo preguntarse si la tristeza era solo tristeza, si la tristeza podía tener espacio para la felicidad, si la tristeza escondía en lo más recóndito la potencialidad de la vida, o actuaba como prolegómeno de una certera muerte. 

     Este hombre dejó una historieta abierta. Cuando su mujer, alertada por el disparo, entró corriendo al sótano, la cerró sin darse cuenta. El único mensaje final se perdió definitivamente. Su padre vuelve de manera reiterada a aquellas páginas. En un cuaderno anota frases, diálogos. Son sus hipótesis del suicidio. Levé acota lo siguiente ante el sentimiento de culpa: no te podían ordenar que quisieras vivir. Pero al mismo tiempo nos aclara a qué se refiere con ese vivir, siempre hablándole directamente a su amigo: vivir en un mundo que habitaba como un extranjero, vivir en una familia que sentía lejana, vivir con un padre violento, vivir con un deber de felicidad que le resultaba una carga intolerable. Pero, por sobre todo, vivir con la certeza de que había una imagen de hijo que caminaba a su lado, que lo acompañaba a cualquier lugar al que se dirigiera, empequeñeciéndolo. En primer lugar, entonces, los padres: nunca fuiste como ellos soñaban que fueras. El ácido de ese descubrimiento fue consumiéndolo todo a su paso, hasta que no pareció quedar nada más, aparte de la muerte. 

     Levé nos ofrece infinidad de pequeños recuerdos vencidos, derrotados. No hay un detonante claro, las historias se desenvuelven, se superponen, se anudan. Levé pregunta poco y apenas responde. Hace el esfuerzo de alejarse de los reduccionismos y de las recetas que colocan a la culpa como algo ya sea externo, ya sea profundamente íntimo y por lo tanto imposible de rastrear. Para hablar de la muerte, nos pone en primer plano a la vida. La vida en su infinidad de situaciones, de caracterizaciones y de pensamientos. Quizás sea esta la única forma de hablar sinceramente acerca del suicidio.

eSTEBAN BARROSO

Es profesor en Historia (UNLP) y becario doctoral del CONICET. Su trabajo se enfoca en el estudio de las  masculinidades en la Argentina durante el siglo XX.

Una excursión a los mapunkies, de Agustina Frontera Paz

CRÓNICA / VIAJE

MARGARITA MERBILHAÁ


Una excursión a los mapunkies (2013)
de Agustina Paz Frontera

     ¿Qué define a lo comunitario cuando éste rebasa el Estado Nación, en tiempos en que las fuerzas económicas lo ponen en crisis sin desecharlo por completo? ¿Cuál es el territorio de una comunidad, su centro, sus límites dentro de la sociedad presente, qué comunican sus formas culturales y cómo se relacionan con lo contemporáneo? El libro de Agustina Frontera, ante las preguntas acerca de la relación entre determinadas formaciones sociales y el Estado, señala hacia los márgenes, las zonas de intemperie y de violencias en que se desarrolla la vida social. Invita a poner los ojos en lo molecular, allí donde la fuerza del Estado es horadada porque hay energías microscópicas que se resisten a ser incorporadas por completo. La excursión parte de esas premisas, que se anuncian casi al comienzo: “…pienso el lodo cultural como la puesta en práctica de los Teoremas de incompletud de Godel: ‘Ningún sistema consistente se puede usar para demostrarse a sí mismo’, nadie puede explicarse más que en el Otro” (p. 33). Si es cierto que las motivaciones que operan secretamente sobre nuestros temas de interés pueden ser apenas vislumbradas, se adivina sin embargo un sentimiento de malestar compartido, de identificación con un tipo de experiencia disidente. Por eso los mapuche (sin s, explica entre paréntesis) que la cronista va conociendo son para ella sus “compañeros de angustia social”. Más allá de las diferencias culturales, de origen y de vida (aunque hacia el final nos enteramos de que Agustina tuvo una vida punk unos años antes de su viaje), algo en el “fenómeno mapuche” produce en la autora un misterioso “chispazo mental” –así lo llama–que moviliza su deseo de entender, de interpretar, en fin, de saber. 

     Es diciembre en Buenos Aires, un tiempo propicio para fantasías crepusculares, de final de mundo, y algunas resoluciones. La narradora, una estudiante de Comunicación de la UBA, neuquina, está cerca del final de su carrera y se quedó sin su trabajo de runner en un restaurante de Retiro. Casi por descarte resuelve hacer un viaje que iniciará después de pasar las fiestas en su ciudad natal. Pero no quiere viajar por viajar. Será una ocasión para preparar el trabajo de tesis. El tema de la tesis ampliará un trabajo entregado para una materia, sobre mapuches punks en la Patagonia. Ahora quiere investigar sobre la “apropiación de herramientas winkas para luchar contra el colonialismo winka”. El libro es ante todo la historia de esa investigación, realizada en el verano de 2007 y narrada en clave autoficcional; habla de la historia de Agustina con la investigación del final de sus estudios. Es además la crónica de un viaje hecho en soledad, una crónica de los mundos que fue conociendo a medida que se acercó a los distintos colectivos mapuche de militantes, comunicadores y músicos en Argentina y en Chile. 

     La primera etapa comienza en San Martín de los Andes donde la autora visita dos iniciativas radiales: Radio Aucapán (de la comunidad mapuche de Linares) y AM Wajzugún (que está asociada a la radio opositora Pocahullo). En cada lugar, el viaje se relanza como en un juego de postas: Matías, el colaborador de la Wajzugín brinda a la investigadora algunos contactos en Temuco y así sucederá a lo largo del recorrido. Ya del otro lado de la Cordillera la cronista llega a Villarrica para conocer, en Likan Ray, la radio Wallon. Hay una escena que se vuelve emblemática respecto de la relación de conocimiento en que se funda la escritura, y también de la relación con lo político: el afuera del Estado, la fuga, la mezcla, la impureza. Mientras espera a Pancho, el responsable de la radio, un dirigente muy respetado de la corporación Xeg Xeg, en el estudio conoce a Cristian. Lo escucha pasar a The Police y explicarle que la música mapuche no se pone a cualquier hora del día debido, entre otras razones, a las energías positivas que hay que reservar solo para la mañana, cuando sale el sol. Entonces sucede la revelación: comienza a sonar una banda de hip hop en lengua mapuche, en mapudungún. Son los We Newen, que Agustina va a conocer unos días más tarde. En cambio, de la entrevista con Pancho, “nada es destacable”, y a esta altura, ya sabemos que lo estabilizado y el panfleto la dejan indiferente: “Una vez más, lo interesante no está en el centro sino en la periferia, en Cristian y no en Pancho”. Después de la radio Wallon, viene el festival de Los Sauces, del otro lado de la frontera. El viaje se relanza con un nuevo contacto que como una posta la impulsa a seguir hacia el otro lado de la frontera, en Temuco, donde tiene que ubicar a otro militante mapuche, Ronny, que es redactor del sitio informativo Mapuexpress. 

     Los gestos de investigación aprendidos durante la formación universitaria ocupan un plano muy visible en la crónica: la autora planifica las principales etapas de su viaje a partir de la información previa que reúne, se anticipa a contactar a los informantes clave, estructura ejes de preguntas, construye problemas teórico-políticos en torno al tema, se declara en sospecha respecto de su posición de saber. Durante las entrevistas, no sublima la palabra de los entrevistados sino que sitúa sus dichos en perspectiva y se atreve a pensar teóricamente lo que surge de las entrevistas. Sin complacencia, no oculta su enojo frente a quienes la tratan como winka, o descreen de su empatía, identificación o solidaridad con el “fenómeno mapuche”.   

     Pero además, en una fuga de su discurso hacia la literatura, la narradora “cala” mínimas señales comunicadas por los cuerpos y no prescinde de los detalles insignificantes (ropa, corte de pelo, consumos, estilos, ondas). Así es como sus creencias e ideas acerca de los modos en que las personas resisten al sistema capitalista en esta prolongada era neoliberal y deben enfrentarse al Estado adquieren cuerpo en cada persona y cada acción cultural que la cronista conoce y se propone describir. Como en las ficciones, hay protagonistas junto a personajes secundarios y voces de otros: están los mapuche como múltiples sujetos, con sus voces, historias, experiencias imposibles de comprender como una totalidad. Representan formas y prácticas siempre plurales, dadas por infinitos modos de ser mapuche y de relacionarse con los no mapuche. Están también los viajeros solitarios que podemos ubicar de acuerdo a su relación con el mundo mapuche: hay un biólogo que la cronista conoce en un ómnibus, al comienzo del viaje; poco después, un militante “antiglob” tunecino y neoyorkino. Este personaje –tan extranjero para los mapuche como para los no mapuche–ha viajado para entrevistar a los músicos mapuche porque le interesan las músicas locales que disputan los sentidos hegemónicos y para buscar rastros de cultura africana, como sucede en el rap. El biólogo argentino y el periodista tunecino son figuras de perfectos ignorantes que descubren una cultura desconocida, respecto de los cuales Agustina funge de instructora o de mediadora entre dos mundos. Ellos le permiten a la vez calibrar su propio conocimiento.  

     Finalmente, aun los tramos ensayísticos de la crónica, cuando se introducen cuestiones más teóricas (de teoría política) o meditaciones existenciales y éticas tienen su anticipo o su réplica en el cuerpo. En eso consiste la búsqueda de un lenguaje en los pliegues de la intimidad, que asuma lo ilegible y pueda abrirse a la duda, las inseguridades, antipatías y deseos apenas sospechados. Adivinamos una escritura afectada por el contacto con los otros y por la experiencia del “hueco” entre lo que cree ver y lo que se puede decir. Agustina lo describe como un estado físico, la “náusea eterna del trabajo con la pregunta” (p. 31), amplificada por la conciencia de ser winka y acechada por el fracaso en comunicar. Pero no deja de expresar su enojo ante las prevenciones y prejuicios de los propios mapuche. Tampoco renuncia a conocer ni a comprender. Y cuando ya no espera nada, se produce una suerte de bautismo: “estás mapuche”, le dicen. La “mapuchización” se adhiere a su visión de las cosas. Este término aparece al final del viaje. Es que, a pesar de todo, de la imposibilidad de totalizar lo que va percibiendo, algo se afirma, el libro se escribe, la riquísima trama hecha de “resistencias y libertades” se piensa y se comunica. 

     Al final del recorrido, en Santiago de Chile, aprendemos sobre formas de comunidad que plantean preguntas acerca de su afuera y de cómo protegerse, aunque encontramos algo más que acciones de resistencia y defensa de la tierra y la cultura. Se trata de formas de subjetividad que se definen por oposición al Estado opresor y excluyente pero que sitúan sus prácticas en zonas impuras y de mezcla: hip-hop en lengua mapundungún; recursos web mapuango; anticapitalismo y filosofía ancestral mapuche, lo mapurbe (mapuche en la cultura urbana). Encontramos modos de construir para sí identidades que no sean excluyentes de otras. Conocemos el mundo mapuche como multiplicidad de acciones, ideas, propuestas, que son capaces de resistir a cualquier forma de incorporación. Estos descubrimientos nos esperan al final del camino. En primer plano, solo asistimos a las entrevistas y observaciones que pautan la relación del viaje. 

     La cronista escribe su excursión a los mapunkies en el fin de la etapa estudiantil de la vida, que está asociada a las ilusiones adolescentes en torno a las múltiples formas de vida posibles, por hacer. Una de ellas aparece en perspectiva: es la experiencia de vida punk, que la cronista anuda con la “mapuchidad” en ese pensarse fuera y contra el Estado. Cuando la viajera está lejos de la capital –de la rutina que muy a su pesar pauta sus días–su angustia desaparece, como si el alejamiento le permitiera acceder a un puro vivir con los otros y otras del sistema. Sugestivamente, esta experiencia disidente se nombra en términos de angustia social. Lo incierto del futuro se presenta como un malestar compartido que la cronista se resiste a abandonar. Por eso, ya de regreso en Buenos Aires, usa su “gorra de Nación Mapuche en cualquier contexto” (p. 126).

     Entre sutiles indagaciones en clave postmarxista, inspiraciones teóricas a partir de Foucault, Espósito y Toni Negri y aproximaciones a una escritura que aloja lo íntimo, el amor y otras formas de relaciones, Agustina Frontera consigue una verdadera hazaña: omite alusiones a la pregnante coyuntura local: su viaje transcurre entre enero y febrero de 2007 pero no contiene una sola alusión a los años kirchneristas. Si en Chile, hacia el final del viaje, uno de los entrevistados menciona en su charla los términos de “peronista de derecha”, “peronista de izquierda”, la narradora elige, con sugestiva ambigüedad, poner esas palabras en boca de otro. Quizás porque aquellos años de reconstrucción institucional y social posteriores a la crisis del 2001 le permiten aventurarse a explorar las formas de organización colectiva que persistían en los límites. Abiertas e inacabadas, provisorias, disímiles, estas formas moleculares, cada una como comunidades-micro, proponen vías de liberación política, en un mientras-tanto tan prolongado como indefinido.

MARGARITA MERBILHAÁ

Es docente de la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP) e investigadora del Conicet. Ha escrito trabajos sobre temas de historia literaria e intelectual y de la edición, y sobre las relaciones entre literatura, política y memoria en Argentina.

Políticamente incorrecto, de Alberto Fernandez

POLÍTICA

LISANDRO SAGUE


Políticamente incorrecto. Razones y pasiones
de Néstor Kirchner (2011)
de Alberto Fernández

“Este libro no es para mí tan solo un libro.

Encierra un enorme significado en tanto que supone el cierre de una etapa de mi vida”

 

 

“–Néstor: fui su Jefe de Gabinete. ¿Cómo no voy a hablarle a Cristina de los motivos de mi renuncia?

–Yo necesito que hables con Cristina, pero no de eso –insistió.

–Entonces no tiene sentido que hable con ella. Lo haré cuando pueda darle mi opinión sincera y hablar de las cosas que pasan –dije, tratando de poner fin al tema.

De entonces, cada vez que hablé con Kirchner me reclamó ese encuentro con Cristina. Nunca me negué a tenerlo, sólo que no acepté los límites que me imponía.

Tal vez, por eso, ese momento nunca llegó.

Bs As, octubre de 2011.

 

 

     El libro de Alberto Fernández, Políticamente Incorrecto, Razones y pasiones de Néstor Kirchner, sin dudas se constituyó en la obra más interesante respecto a la recreación de lo que fueron los primeros años del Kirchnerismo.

     Alberto es uno de los personajes centrales, fundamental en la construcción política desde el momento en que desde Santa Cruz, se define avanzar hacia un anclaje nacional, incursión que duró en su participación más íntima hasta su salida de la Jefatura de Gabinete, posterior al conflicto con las patronales agrarias en el año 2008.

     No obstante, el libro adquiere un renovado interés a partir de la inesperada candidatura presidencial de su autor, anunciada por Cristina, aquella mañana del 18 de mayo. 

     Leer en el presente aquel libro del año 2011 sin dudas toma también otra dimensión en el marco de la aparición de uno de los fenómenos más importantes de los últimos años: otro libro, el de una ex-presidenta, que acompañó casi todas sus presentaciones públicas en la campaña política: Sinceramente, que según la autora, fue concebido a partir de la idea y la insistencia de Alberto Fernández. 

“El pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda lo que parece muerto o en el olvido. Hay que buscar esas botellas  y refrescar la memoria”.
Leopoldo Marechal.

     ¿Por qué decimos esto? En Políticamente Incorrecto…, sobre el final, se publica una carta personal del balance político que construye Alberto argumentando su renuncia. Se trata de una carta que nunca podrá entregarle en manos a Cristina. Para que ello no ocurra es fundamental la mediación de Néstor.

“Kirchner tomó la carta, la leyó de mala gana y finalmente la rompió con envidiable cuidado”.

Fragmento de la carta:

Sinceramente pienso que tenés una muy buena oportunidad para darle un giro a tu gobierno de tal modo que se vuelva identificablemente tuyo y conduzca a la Argentina a una mejor situación….sólo con ánimo de ayudarte, me he permitido acompañarte esta nota llena de reflexiones y adjuntarte mi renuncia. No hace falta que te diga que podés contar conmigo para todo lo que necesites.

Con mi incondicional afecto de siempre, sinceramente…”

     No era cualquier contexto, están en marcha las consecuencias de la caída de Leman Brothers, y el Kirchnerismo realiza una fuga hacia adelante con políticas expansivas y una apertura de escenarios de disputa como nunca antes, desde Juan Domingo Perón. 

     El texto político, sugiere la presencia de fragilidades, y esa escena se apoya en ello, a pesar de describir una tarea titánica con el objetivo de la construcción de poder a partir de voluntades que en una coyuntura inesperada se encuentran con el bastón de la presidencia.

     Para el momento de la redacción de la carta, ya ha pasado mucha agua sobre el río, y el movimiento nacional ha sufrido deserciones, bajas, desgastes, algunas evitables, otras no, porque constituyen el costo del avance de la conflictividad para la ampliación de nuevos derechos fundamentales.

     Alberto habla de una epopeya, sugiere a través de una cita de Cortázar, la idea de quien no sólo ha formado una orquesta, sino un público. Es que el Kirchnerismo, es sin dudas el lanzamiento del Peronismo al siglo XXI, aun con la estela de un eterno retorno a sus mitos y raíces. Pero no es como se ha dicho siempre: “el relato”. No se trata de una consistencia delimitada en un supuesto laboratorio del pensamiento. El kirchnerismo desborda de fragmentos, sustracciones a un lenguaje proscripto, perimido, torturado, que retorna  performativamente sobre quienes tratan de sostener un escenario, y a la vez sostenerse, junto a un público que abreva también en diversos espectros del pasado para tratar de ubicarse respecto a lo que se va desarrollando. Los hechos evolucionan como fragmentos, y luego otros los narran. No es que no pueda existir la planificación, es que el Kirchnerismo toca algo y sobre eso, los poderes fácticos instalan la arena del conflicto. No sólo se pone en juego el “hasta donde” en la Argentina, sino en toda Latinoamérica.

     El libro expresa que todo el tiempo hay que responder a una escena que se desata al tomar partido, de lo contrario simplemente las noticias llegan solas, transforman las caras de los colaboradores, y sobre un fondo de lo cotidiano, una lectura de diario, un café en el avión, se toman decisiones claves para la historia de nuestro país.

     Después de cada decisión ninguna trama continúa como estaba, no sin que habite un fondo de incertidumbre que además no se oculta, y se hace explícito cuando se subraya que ante ciertas determinaciones, está en juego el poder político en la Argentina 

     En un cruce con Sinceramente se puede reconstruir esa boca de Néstor que dice más de lo que quiere decir porque el cuerpo lo envuelve y lo sacude, en momentos en donde las horas no son horas, porque lo que va a venir cobija otro tipo de tiempo, donde la palabra se corta como con un cuchillo al momento del acto.

     Es el exceso en el discurso de la ex ESMA, una identificación extraña al Estado, habla en nombre de él, soportando proyectar ese pasaje de horror, como si el cuerpo del Flaco se convirtiera en una pantalla que puede partirse a las escenas más temidas de nuestra historia. 

     Cristina dice haberle sugerido escribir antes ese discurso. Néstor habla en caliente, y como en cada vez que se toma la palabra, hay omisiones, que luego el enemigo cristaliza en los zócalos de la moral política argentina.

     El Kirchnerismo juega una simbología que disfruta mucho. Y no sólo es la escena de la bajada del cuadro, que en el libro es relatado como un momento no exento de dificultades.

     Repone la idea del hecho maldito, un lavarropas que es para 6 kilos, pero este peronismo pone 20, prendas de todos colores, y todo se convierte en otra cosa. 

     El consumo de los sectores populares nunca se pone en discusión. El peronismo disfruta que aparezcan los aires acondicionados, el acceso a las nuevas tecnologías, el derecho a tener sueños, y el derecho a tener una historia. 

     Se hace lo que se puede en una vida, pero el Estado tiene que construir una escena que viabilice la igualdad de oportunidades, o al menos un camino que construya el “en vías de…”. Un horizonte para los únicos que deberían ser privilegiados, les niñes.

     Para el Alberto Fernández del 2011, “lo verdaderamente fundacional de Kirchner consistió en evitar la prolongación de un estado de excepción”.

“El mismo día de la asunción, en un momento en que quedamos solos en su despacho, Kirchner me hizo notar lo débiles que éramos.

–Qué daño ha hecho Menem—me dijo–. En la calle tenemos miles de argentinos reclamando planes sociales. La política nos mira de reojo. El poder económico desconfía de nosotros. Sólo tenemos esta banda y este bastón. Vamos a tener que trabajar mucho.”

     Sobre la fragilidad, en un reportaje al diario La Nación, Alberto responde que su primera función era construir poder para que el proyecto pudiera sustentarse en un escenario donde “uno de cada cuatro habitantes activos no tenía trabajo, el ingreso per cápita había caído de 7000 a 2200 dólares, el índice de pobreza era cercano al 57% y el de indigencia oscilaba los 30 puntos”.

     Alberto deja en el libro un balance muy interesante para vislumbrar lo que viene:

“Kirchner, Cristina y  los que estábamos detrás de esa propuesta, advertimos desde un primer momento que la política suponía una contradicción de intereses. Nunca creímos en los que los americanos llamaron “democracia consensual”, básicamente porque en toda sociedad existen intereses en pugna que pueden administrarse pero que difícilmente puedan consensuarse. En democracia, las elecciones sirven, precisamente para determinar cuáles son los intereses predominantes.”

“La argumentación ideológica siempre estuvo presente en el accionar kirchnerista. Todos cargábamos de años de militancia partidaria y muchos de nosotros, además disfrutábamos con el análisis y la intelectualización de la política….”

“Aunque Kirchner gobernó con una alta dosis de pragmatismo, sus decisiones fueron siempre el correlato de sus convicciones. Reconocía reglas de pensamiento de las que jamás se apartaba y su pragmatismo le permitía interactuar con quienes pensaban distinto y sacar provecho de esa relación. En esos casos, privilegiaba la conveniencia que el dogmatismo, en la medida que con ello no vulnerara sus valores”.

“Cristina siempre exhibió un discurso político de mayor densidad. Solía decir, y repetirse a sí misma, que en política nunca deben olvidarse los intereses representados. Creía con firmeza en la contradicción de intereses. Ese pensamiento era genuino, espontaneo. No era el resultado de haberse adoctrinado en la lógica de conflicto de Carl Schmitt… simplemente pensaba que debíamos estar preparados para afrontar en la gestión, ese choque de intereses”.

     Néstor decía que nos llamaban Kirchneristas, para bajarnos el precio, y que en rigor se trataba de Peronismo. Habrá que estar atentos a esta nueva estructuración del Movimiento Nacional, con figuras fuertes, cuadros con doce años de experiencia de gestión en la nación y en las provincias, ante una coyuntura con dificultades extremas, pero con el legado de un Peronismo haciéndose cuerpo para afrontar nuevamente una  crisis “excepcional” 

“–Algún día tenemos que dejar de ser un apéndice de los otros. Siempre somos el “ala progresista” dentro de un peronismo que se torna menemista o dhualdista. ¿Y ahora de quién vamos a ser el ala? ¿Porqué no dejamos de ser el ala y nos hacemos el cuerpo?”

En Tanti 1999. Néstor Carlos Kichner, políticamente incorrecto.

     El sometimiento al ideal, o la construcción de la herramienta.

     Donde Alberto Fernández refiere sobre Néstor, “que reconocía reglas de pensamiento de las que jamás se apartaba”, yo leo doctrina. Y me parece que la discusión entre doctrina e ideología, es clave en esta etapa para que toda la acumulación del kichnerismo, que mayormente fue sumada a instancias de una seducción ideológica, pase a fortalecerse   con aportes doctrinarios, que en el peronismo constituyen herramientas que permiten la invención y el recorte de las situaciones singulares. 

     Como refiere el compañero Pedro Romero, el PRO te llama a tomar posición una vez y ya está. Nuestro movimiento, porque es políticamente incorrecto, porque no permite que los balances políticos los haga la oligarquía dueña de los diccionarios, llama a tomar posición todos los días, y a veces, varias veces al día. Y si nos proponemos politizar nuestras acciones, se tratará menos de parlotear sobre citas descontextualizadas y analizadas desde un formato ideológico rígido, previsible e inútil y más bien, empezar a leer qué hacen nuestros compañerxs cuando dicen

     La frase de Cristina en Velez: “hay un rumbo” (no importa cuando leas esto).

     El libro de Alberto es buenísimo, merece ser leído, discutido, y está lleno de anécdotas para amenizar la espera de Todos los asados que vendrán. 

     Imposible amar menos al proyecto después de leerlo, y sí, hay algunos palazos, ajustes de cuentas, que tal vez eran inconvenientes para esta coyuntura electoral tan particular. Pero esos palazos también merecen ser leídos, ya que vamos a volver.

     Para cerrar, vale esta cita de John W.Cooke en “Peronismo y Revolución” en el capítulo “El significado de la despolitización”.

“El peronismo es peligroso, y eso hace que el rechazo a la conciliación sea general en la clase gobernante aun sin contar el extremo rencor cultivado sistemáticamente por el gorilismo. No es por el temor a que se restaure el sistema de 1945, como creen nuestros dirigentes burgueses; eso sería hoy tan anacrónico como el gobierno radical, pues en esta época tanto da estar atrasado 3 años como 200. Lo que cuenta es la sensación de temor que inspira la fuerza revolucionaria, la autodefensa ante la posibilidad de que estos obreros que no se adaptan a las pretensiones de sus patrones y de los gobiernos cuenten con el poder y rompan el ordenamiento clasista.”

     Si tanto da está estar atrasado 3 años como 200, el balance del Peronismo tiene que indagar la consigna “vamos a volver”, donde volver no sea sólo desde lo electoral (la forma más sutil y contundente de la despolitización que denunciaba Cooke) sino fundamentalmente volver construyendo y fortaleciendo sindicatos, centros de estudiantes, vecinales, ligas agrarias etc. 

     Como dice con claridad Mario Bianchi, abandonar de una vez por todas los planes mezquinos que se desentienden de los aportes del pueblo, y con lógicas burocráticas, solidarias con la totalidad de las ideologías importadas de Europa, solo piensan al pueblo como objeto de sus prácticas.

LISANDRO SAGUE

Es psicólogo recibido en la Universidad Nacional de Rosario. Integrante del Instituto de Cooperación Latinoamericana (Icla Unr) y del Ateneo John William Cooke.

Invasión, de Hugo Santiago

CINE / ARTE / POLÍTICA

ROBERTO PITTALUGA


Invasión (1969)
de Hugo Santiago

    En 1969 se estrena Invasión, un film dirigido por Hugo Santiago (1939-2018) y con guión del mismo director junto a Jorge Luis Borges, en base a una idea general de Borges y Adolfo Bioy Casares. El film es el primero de una trilogía que Hugo Santiago completará tardíamente; el segundo film, Las veredas de Saturno (1986) contó con la participación como co-guionista de Juan José Saer, y el último, El cielo de Centauro (2015), con la de Mariano Llinás. En los avisos y afiches anunciando su estreno se replican los términos y la fraseología de la política revolucionaria o de las vanguardias (política y estética); pero no se trata de un discurso ironista que busca por ese medio contraponer arte y política, sino que el propio aviso o afiche se incluye como parte del artefacto que es la película, cuya modalidad constructiva exige desplazamientos respecto de los sentidos establecidos de ver y leer, para ir más allá.

     En la sinopsis, Borges avisa: “Invasión es la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Luchan hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita”. Imaginaria o real, dice. Pero sería incorrecto leer esos términos como una oposición; el propio enunciado trasmite el sentido de una indiferencia ante tal carácter. Podría ser una u otra, una y la otra. ¿Es realmente escindible la ciudad real de la imaginación sobre ella? Toda la discusión sobre las remodelaciones urbanas en la Europa del siglo XIX muestra el anudamiento de la ciudad imaginaria y la real. Precisamente el film se instala en una región a medio camino entre realidad e imaginación, se desplaza entre los registros “realistas” y su construcción “ficcional”. Y lo hace provocando perturbaciones en la percepción de la referencialidad.

     La dificultad para ese enfoque reside en que el cine hereda de la fotografía la retención del referente. Entonces, ¿cómo representar la ambigüedad de lo real, del referente, si se supone que “todo está a la vista”? ¿Cómo mostrar ostensiblemente Buenos Aires pero a la vez poder afirmar que no es Buenos Aires?  En el proceso constructivo de la ficción deberá haber un proceso destructivo, el de la inmediatez del referente: esa Buenos Aires no es Buenos Aires pese a los múltiples reconocimientos y nominaciones explícitas, como la oficina en la que puede leerse “Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires”, o el cartel del comercio de “Artículos regionales – Argentine souvenirs”, o aun el afiche que anuncia la realización de un festival internacional en Buenos Aires. Esas calles no son el centro porteño ni alguno de sus reconocibles barrios; ese año no es el 1969 de la filmación pero tampoco el 1957 de la ficción, desmentido por un plano en el que puede verse el lomo de “El hacedor” de Borges, editado en 1960; ese mapa —que casi no es un mapa, que casi es una maqueta— es de Aquilea, ciudad ficcional, pese a un contorno que retiene la figura de la urbe porteña. Pero para que esa dialéctica destrucción-construcción no derive en un pacto de suspensión completa del verosímil, el referente debe aparecer como tal; de allí que Buenos Aires o Argentina, como indicativos de lugar, o el libro de Borges, en términos temporales, deban ser expuestos. Como señaló David Oubiña, no hay elisión, borramiento del referente, sino construcción de la extrañeza de lo cotidianamente percibido y ya significado. Lo que queda elidido, difuminado, es la supuesta claridad de “lo visto”, lo que se opaca en el cruce entre lo conocido y su extrañamiento por inclusión en una trama ficcional es “lo visible”. Ese visible no es directamente reemplazado por una visibilidad completamente ajena, sino que es resituado: se lo arranca de un régimen de visibilidad para el cual cada elemento ya porta una significación, se lo desmonta de una vista de sentido ya configurado, generando las condiciones para una nueva intelección de la situación, posibilitando —casi forzando— la emergencia de una visualidad diferente. La inmediatez del sentido de lo visible también es interrumpida por una “apertura” del plano visual por medio de un “espacio sonoro” inconsistente con la naturaleza sensorial de lo mostrado; es el caso, entre muchos otros, de la escena inicial, en la cual el personaje de Lautaro Murúa avanza por una calle dominada por la oscuridad, en los bordes fronterizos de la ciudad, e interrumpe su paso por sonidos de tacos y otros ruidos que claramente corresponden a un espacio interior; banda sonora que se repite, con más intensidad, en la escena campestre que comparten Julián (Lautaro Murúa) e Irene (Olga Zubarry). Intervención sobre lo sensible que también atañe a las actuaciones, alternadas entre construcciones realistas y recitados que, en su choque, desrealizan las escenas. De este modo, la indeterminación entre registro de la realidad y ficción se constituye en un procedimiento con la capacidad de renovar nuestra comprensión del mundo —político, social, intersubjetivo— pues al desnaturalizar lo visto y lo oído para abrir la significaciones, al provocar una interrupción de la sensibilidad, se forja como instancia (potencial) de acceso a un nuevo conocimiento.

 

     Leyenda de unos héroes defensores que acaso no lo fueran. Conflicto entre defensores e invasores, aunque no se hacen más precisiones sobre unos y otros; los bandos contendientes se van presentando a medida que avanza una trama —que nunca llega a ser propiamente tal— que los configura a partir de una serie de contrastes, de oposiciones que expresan, cada una, un tipo de orden. Antagonismo entre dos órdenes, como señalara Gonzalo Aguilar, expuesto por medio de una serie de atributos estético-políticos: vestimentas con tonos oscuros para los defensores frente a indumentarias claras de sus enemigos; interiores cálidos y abarrotados de objetos artesanales de estilo mostrados en insistentes primeros planos, contra ambientes claros y despojados, con escasos objetos funcionalistas y artefactos tecnológicos modernos; modos de agrupamiento que se apoyan en la sociabilidad de la pequeña comunidad de los amigos del café —en donde la pertenencia se conjuga con la individualización— contra grupos de invasores como exponentes de la “masa compacta” de la que hablara Walter Benjamin, todos idénticos, dispuestos en línea, apenas diferenciables funcionalmente, sin nombres. Las “razones” del conflicto están representadas, en primer término, estéticamente: apuntan a la cognición sensible del espectador, y surgen del tratamiento visual y sonoro del film.

     Lo que puede inferirse del contraste estético entre órdenes rivales de pertenencia y agrupamiento, entre bandos en guerra, es que la resistencia se opone a una modernización invasora de tono consumista. Cuando finalmente la invasión tiene lugar, hacia el final de la película, la mayoría de los resistentes del primer grupo ya han caído en la lucha; en ese momento, distintos medios de transporte —aviones, camiones, automóviles, lanchas, e incluso, paisanos a caballo— es decir, “medios de comunicación”, penetran el territorio desde todos los puntos cardinales. Del mismo modo, “la batalla” final se desarrolla en el estadio, lugar del espectáculo y la comunicación de masas, precisamente en torno a la intención invasora de montar allí una “antena” de transmisión, elemento estratégico de la tal invasión y del nuevo orden que propicia. Asimismo, la mayor parte de las escenas del conflicto se viven en la calle o las fronteras, la lucha se va desplazando de calle en calle, de frontera en frontera, de punto cardinal a punto cardinal.  Manejar, manipular, controlar y, sobre todo, trazar las fronteras es un trabajo sobre identidades y pertenencias, es una construcción de contornos identitarios, de producción de subjetividad. El film ya nos ha advertido sobre cómo interpretar esas fronteras, porque desde el inicio hay un tratamiento del espacio como materia visual, sonora y táctil que debe ser aprehendida racional y sensiblemente a la vez. De forma que en torno a esas referencias geográficas que son los puntos cardinales y las fronteras, y la misma invasión como pasaje a través de estos límites, la obra invita a descifrarlos como índices para pensar la subjetividad. Por eso Santiago, en un reportaje en 1971, sostenía que la invasión podía ser la de una potencia imperialista, pero también de un hombre por un grupo o por otro hombre.

     Crítica de la modernización y de la modernidad que no se hace en nombre de ningún pasado premoderno. El punto de vista del film es también consistentemente moderno, de una modernidad distinta: podría decirse que este conflicto, el que se trama en Invasión, es una contienda entre modernidad y modernidad. Y por eso puede tener múltiples interpretaciones y ser visto en términos propios tanto por jóvenes alterglobalizadores en los primeros años del siglo XXI como por trabajadores árabes de las plantas petrolíferas en Argelia en los años 70. La resistencia de Julián Herrera (Lautaro Murúa) y su grupo es, entonces, a un sentido de la modernidad, el que se desplegó como imperialista porque se articuló con las relaciones capitalistas de producción; resistencia, entonces, a la modernidad capitalista, a su fetichismo de la mercancía y a sus relaciones sociales; resistencia a las figuras de subjetividad que produce esa modernidad tardocapitalista del espectáculo de masas y la individuación serializada.

 

     Ambigüedad productiva del film: para pensar la Argentina hay que verla como Aquilea, porque no es transparente, su verdad no es visible (el régimen de lo visible oculta la invasión, es decir, el carácter performativo de la subjetividad del dispositivo capitalista moderno). Lo que vemos debe ser “desnaturalizado”; la mirada misma debe ser desmontada de su punto de vista, para que pueda desplazarse por otros, corriendo cada vez el ángulo, estableciendo una visualidad nueva que haga surgir lo invisibilizado. 

     Como dice Oubiña parafraseando a Marx, no es posible mostrar sin interpretar, y no es posible interpretar sin transformar: la ficción de Santiago no es lo opuesto a lo verdadero sino lo que permite producir la verdad. El camino estético es emprendido allí donde los sistemas de conocimiento de la modernidad han querido abolir la dimensión sensorial-perceptiva del saber, reduciendo la estética al gusto o la apariencia, y disolviendo su poder cognitivo. Frente a la an-estética, a la alienación antisensorial de la modernidad capitalista, Invasión es un artefacto artepolítico que interrumpe por vía sensitiva dicha enajenación. Este aspecto es ya una dimensión política del film de Hugo Santiago, una politización del arte que no lo disuelve, sino que se sirve del mismo —de sus capacidades, de sus lenguajes propios y distintivos— para aportar a la inteligibilidad de la situación. Y que a la vez expande hacia el interior del arte cinematográfico las preocupaciones por hacer del mismo un elemento que contribuya a la elaboración de un saber, una nueva comprensión, por parte de los realizadores y de los espectadores. Por eso Hugo Santiago podía decir que su cine era un sistema de conocimiento que deriva de la poética: ni representación, ni discurso, ni registro. Pero que a la vez precisaba un lector más que un espectador, es decir, de un productor activo de significaciones a partir del material visual y sonoro que este cine ofrecía. 

     La cuestión del saber es un elemento clave de la narrativa del film; en la resistencia se trata de un saber por experiencia; la invasión ofrece otro, el de los medios de comunicación, el saber mediatizado de la sociedad del espectáculo. El dispositivo del saber se ubica así en el centro de la lucha en el film. A la vez, el film como obra es una problematización de la misma producción cinematográfica en tanto artefacto de saber de la modernidad. O, para decirlo en el modo de la temática de Invasión, ¿cómo se hace para transmitir un saber que no sea al modo de la “antena” de la modernización del capital? O aun, retomando a Hugo Santiago: ¿qué tipo de “sistema de conocimiento” es este largometraje? La respuesta, evidentemente, no está sólo en el plano interno de la película sino en la obra-artefacto como expresión del conflicto y del modo de intervenir en el mismo. Es que en este artefacto fílmico se articula la temática del film con la problemática del arte-político: frente a la uniformización de la subjetividad consumista, el film le opone, en el plano interno, figuras de subjetivación y temporalidad alternativas, y en el modo de intervención como film, un dispositivo de inteligibilidad de la “verdad prohibida” (como se la nombra en los avisos del pre-estreno), es decir, un saber sobre la construcción del saber.

     Cobra entonces entidad el nombre elegido para la ciudad, Aquilea, nombre mítico e histórico, como para apuntar que ambas escrituras deben dejar sus consabidas reyertas y aunarse en la producción de una ficcionalidad de lo verdadero, para elaborar un “modo de mostrar” que permita construir “un modo de ver”, como diría John Berger. El carácter reflexivo de cada toma, el montaje y el encuadre, la banda sonora y la fotografía, todos los elementos del cine están puestos a fin de construir una máquina de producir saber. Movimiento hacia el referente que no es encontrado sino construido y a la vez sospechado, y de ese modo se nos dice: si pretendemos ver la realidad argentina, hay que construir un sistema de pensamiento acorde a la complejidad de esa realidad. Porque mostrar esa realidad no es “reflejarla”, sino desconfiar de lo visible para ver algo más, aquello que no puede ser visto, lo latente, lo ocultado por las relaciones sociales hegemónicas. Para ver Buenos Aires, Argentina y su situación, hay que mirarla como si fuera Aquilea, entre cercana y extraña, y no resolver taxativamente esa tensión, mantenerse en ella, como diría Bertold Brecht: ver lo real exige su ficcionalización. 

 

     La politización del arte cinematográfico que ofrece Invasión está lejos de cualquier disolución del cine —o del arte en general— en la política (como si ésta, además, ya estuviera dada). Entre sus gestos políticos, está el acto de intervenir en la producción cinematográfica brindado un artefacto de artepolítico que intenta reinstalarse en aquella encrucijada del cine tal como la veía Benjamin en los años 30: configurarse como herramienta de comprensión y producción de nuevos saberes y por lo tanto articularse con los movimientos de masa que devienen en clase, o rendirse a la industria cultural y a sus formaciones de masas compactas.

ROBERTO PITTALUGA

Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).

asesinaciones / matria mia azul / comparancias, de Julio Huasi

POESÍA

GUILLERMO KORN


asesinaciones / matria mia azul / comparancias (1985)
de Julio Huasi

     Las consecuencias de la dictadura militar fueron tantas y tan graves en el cuerpo social que las de otro tenor quedaron invisibles. El corte entre generaciones, por ejemplo, se dio en el campo de lo político, pero también en el cultural. De allí el desconocimiento sobre experiencias estéticas previas. El trabajo de cientos de escritores, pintores, músicos fue ignorado. Como si nada de lo hecho hubiera quedado en pie. Tierra arrasada. Junto a las personas desaparecieron tramas enteras de la riqueza cultural e intelectual.

     A comienzos de 1985 aparecía un pequeño libro. A primera vista sobresale un título que abarca tres, las líneas de una carta destinadas a la contratapa porque el autor de las mismas –Julio Cortázar– murió antes de llegar a prologarlo, varios dibujos de Carpani y un sello editor que encubre a uno de los libreros más comprometidos y legendarios de la calle Corrientes (“páter de libros que le dieron de comer y a otros / salva a sus criaturitas de tanto holocausto”). Ese año quedó marcado por dos hechos políticos: la implementación del Plan Austral y el juicio a las juntas. En lo cultural otras son las marcas: el primer disco de Sumo, el estreno de La historia oficial, las primeras emisiones de la Rock & Pop, una retrospectiva de Gorriarena en el Sívori, el Vengo a ofrecer mi corazón, de Mercedes y la publicación de Los conjurados, el libro último de Borges. La lista podría extenderse apenas. Una síntesis de los vaivenes del tiempo del alfonsinismo. ¿Un paraíso a la luz del presente? Tampoco tanto.

     Tres libros en uno: asesinaciones /matria mia azul / comparancias. Julio Huasi había publicado el primero, en Madrid, en 1981. matria mia azul fue escrito en tres ciudades, entre 1972 y 1981: Santiago de Chile, Buenos Aires y Madrid. Estas dos ciudades y dos años –1982-1984– comprenden las comparancias. Tríada por dónde asoma un universo de nombres mencionados en sus versos, títulos o dedicatorias. Amigos, poetas, familiares, músicos, compañeros de militancias se confunden en convivencias, periplos, homenajes, complicidades, recuerdos, ciudades, exilios, regresos, sueños, apuestas y pérdidas. Los poemas remiten a un tiempo que no es: el de la revolución. Tampoco lo era al momento de la publicación, aunque se cuele algún poema sobre la Nicaragua sandinista o sobre Fidel. El tiempo de su escritura –lo que le marca un tono singular– es el de la derrota.

pérdidas

pérdida y más pérdida, lo más bello y más amado,
tengo el alma llena de huecos terribles, tantas
soledades me devoran como el león su propia cría y
ya sólo me falta perder el pucho de mí mismo.
Ahogados en perdeduras por dios pordioseros
de fuego para perdernos de una vez o ganarnos
el pez de la libertad mojados hasta el ánima,
no perdurará la perdición ni habrá perdón
ni por un solo cabello de todo lo perdido,
quien pierda último perderá peor, verdugos,
mejor así, dios y adiós a tus adioses y pordioses,
ya nos pagarán los del buitral todas muy juntas,
cuando soltemos el pumaje nos reiremos perdidamente,
el amor con el amor y el desdén con el desdén,
nuestro undécimo mandamiento es no mendigar,
por ahora, venga otro vino para los amigos

     A Huasi lo llamaban “el juglar de la Revolución”. Se cuenta también que en los sesenta iba por los pueblos con la poesía a cuestas, para desempolvarla en los tablados, en cualquier huelga, en las cárceles. Sobre él escribió Nicolás Guillén: “el único juglar de verdad que he encontrado en mi camino”. Los funcionarios de frontera no entendían por qué ese periodista apellidado Ciesler llevaba en un baúl, con su exiguo equipaje, varios ejemplares de Sonata popular en Buenos Aires, de un tal Huasi. La palabra elegida como nombre significa, en quechua, residencia, hogar. El poeta es un prestidigitador –“truco mágico, ilusión”– que en vez de pañuelos y conejos arrojaba versos. Raúl González Tuñón ponderaba su poesía y le tenía aprecio a Huasi. Julio también reincidió en blindar la rosa.

     Los pocos que lo recuerdan olvidan mencionar dos libros primerizos: Las bodas universales y ¡El terror fascista no pasará! No es extraño. El mismo González Tuñón menciona la Sonata popular… como el primer libro. Huasi eligió dejarlos arrumbados en algún sitio, sin listarlos como antecesores de Yanquería, Los increíbles o Bandolor. Quizá la decisión se deba a que en ese tránsito poético también dejó, a la vera del camino, ciertas resonancias castizas, más no castas (“pasad y ved/ dos lo hacen y una mira / cuando él se cansa /ellas prosiguen encantadoramente /dios patria y hogar todos en la cama / yo iré con una navaja y se ha de armar la baraúnda”). Esas tensiones supo cruzarlas con lo popular: como letra de un tango (“San Pedro y San Pablo”) que versionó el Polaco Goyeneche con la orquesta de Aníbal Troilo, o como canción (“La gaviota”) del primer disco de los Quilapayún post Víctor Jara. O hacerlas confluir con las vanguardias: algunos versos del poema que dedicó a un militante del MIR, muerto accidentalmente, fueron incluidos en una composición de Luigi Nono –relevante compositor de música contemporánea– compuesta para orquesta sinfónica, cinta magnetofónica, piano y soprano.

      asesinaciones /matria mia azul / comparancias es el libro de un poeta de los sesenta. Su métrica irregular, su cercanía a la lengua hablada, la puntuación remisa, el verso libre y hasta el imperio de las minúsculas ayudan a ubicarlo en ese casillero. Pero esa es una tarea ingrata y vana. Mejor asumir que este libro desestructura, interpela y cobija otra lengua para hablar de la derrota. En primer término desde una ruptura: el reemplazo del concepto de patria por el de matria (“matria mía crucificada en treinta mil agonías”). El femenino desplaza la condición viril del poder encarnado en ese tiempo por los militares. Huasi elige el neologismo como “un homenaje a todas las madres que insistentemente han clamado por la libertad en la plaza de mayo. Yo, a partir de este hecho maravilloso decidí que en lugar de patria, tengo matria”. Un contrapunto que revierte en resistencia y una dedicatoria primera, a las Madres y las Abuelas de la plaza. Otros usaron antes la idea de matria –Miguel de Unamuno, por ejemplo–; pero en esta elección se enfatiza el sesgo poético-político. La matria cobra, como el libro todo, una dimensión continental. En una canción que ya no se escucha se dice que “La patria no es un solo lugar”. Tampoco la matria lo es. Interpelación trágica donde se escribe pampa y se lee Latinoamérica. Los otros títulos: asesinaciones y comparancias dejan asomar referencias más explícitas. En todos, el territorio resistente es el de la creación. Huasi modela la palabra, con las heredadas construye neologismos. Voces como lunaire, sangreducto, hembría, penambres, hermanaje, muertura, humanería y tantas más resuenan en el trabajo de un orfebre que talla la materia en bruto hasta perfilar su singularidad. El libro exuda aromas girondianos, aunque Oliverio no esté mencionado. Ambos coinciden –más allá de las aliteraciones, la invención de vocablos, la contaminación y mezcla– en trazar la frontera lejos del gesto transgresor, la curiosidad y la extrañeza sonora.

     En una carta, Cortázar refiere al “ataque que le llevás a la lengua, la forma en que transgredís sin miedo cualquier ‘tabú’ del castellano para crear formas expresivas de una enorme fuerza. ¿Quiénes entenderán esto, a partir de un título que ya es un salto en lo nuevo? ¿Quiénes tendrán el coraje de sacarse los pantalones del cerebro y los calzoncillos de la tradición para ver como los estás metiendo en una dimensión diferente?” Poco después, el autor de Octaedro reafirmará su creencia en que asesinaciones era “el más importante libro de poesía argentina de todos estos últimos años, ya que el avance que hacías en él, en el terreno de la escritura y la desescritura”. ¿Cómo desacralizar la lengua para hablar del horror colectivo y la pérdida? Pregunta retórica que expone una búsqueda por fuera del énfasis en lo lacrimógeno.

     Huasi no se inhibe de intercambiar resonancias con el lector en su construcción poética. En matria mia azul se engarzan reminiscencias de canciones infantiles –“dame una mano, dame la otra y ahora / la pata, amor, fuerza y desenterrémonos” (otruras)– con otras provenientes de la gauchesca –“los hermanos sean reunidos y armados de tus lloros / en la recámara de tu azul, guitarra mía y bajen / por tus caderas las caballadas de tu amor”–. Ensambles entre la gauchesca y la cita bíblica: “si los hermanos no sean unidos en gracia y desgracia/ mientras el curvaje relame su munición y nos aplaude,/ hijos de mi madre, amáos los unos a los otros” (evangelio según san fierro); estilos criollos: “guitarra, guitarra mía, calla si ella te besa”; reescrituras de versos yupanquianos: “porque no engrasan tus ejes los forman con retreta de hoces / y arrean de espaldas a paso vivo al camposanto” y retomes provenientes de la música ciudadana: “…sólo que/ tengo miedo de las noches pobladas de agonías,/ remonten a toda luz los focos de tu sonrisa, gardel” (gardelaire), o “si supieras, amor, que aún dentro mío” (cumparsita). Los géneros nacionales se distorsionan en la recreación y reescribe, sin convenciones, poemas de sus libros anteriores. En asesinaciones /matria mia azul / comparancias lo íntimo se enlaza con lo social y lo colectivo se refleja en ese pliegue que no omite el canto lúdico. En somos una gran familia, se lee

armémonos de valor y vayan a la guerra
exhortan los señores a los súbditos
y es el muerterío de pobres contra pobres
que los sobremurientes sepulten a los bajomurientes
y aquí sea la paz, la pax, la paece,
eh, dragones, dice el mariscal que luchéis
hasta la muerte y luego iremos todos a almorzar

     Fina Warschaver percibía, en 1961, que Huasi que era “una voz auténtica. Tiene su propia respiración y la exhala con vigor, con una especie de verborrea desesperada”. Esa caracterización alcanza los distintos libros de Huasi. Un misticismo laico los recorre. Un rezo ecuménico en la que el poeta es un coreuta que resiste. Su lengua insurreccional y dolida, angustiosa y resistente, perfila a quien encarna la figura del sobremuriente: … si da vergüenza quedar vivos/ sobremorir así con el osario en la garganta” (ave argentina). Es aquel que puede hablar de y por los que ya no están. El primer poema comienza así: “me ahogan, matria, tus olas de sangre”. Y el último dice: “trenes de la angustia me pasan por encima”. Las tres décadas que han transcurrido entre su publicación y estas líneas que borroneamos permiten suponernos sagaces. Poco dijimos de su doble oficio, donde el rol de periodista completaba al poeta. En 1970, Huasi escribía: “Cuando puso en su boca el cañón del revólver imitación Smith & Wesson calibre 44 quizá pensara que el gatillo y su repercusión atroz lo liberara de sus tenaces vampiros y los concretos fantasmas de su vida. O quizá que ese gesto final ajusticiara y vengara más de una crucificación ocurrida en su cuero azaroso y su poesía marginada del mercado cultural”. Esa nota, publicada en Nuevos Aires, hablaba de la muerte del poeta chileno Pablo de Rokha. Tres años después, un artículo de su autoría abría el primer número de la revista Crisis. Esas páginas trasuntaban el clima de los días de la revolución. En 1987, en el cierre de la segunda etapa de la revista, salen publicados unos poemas pertenecientes al libro que comentamos. En el breve copete se alude a una fecha y a una noticia: “la madrugada del martes 10 de marzo sonó como un balazo: se suicidaba el poeta Julio Huasi”. Sus poemas seguían hablando del tiempo de la derrota.

GUILLERMO KORN

Sociólogo y ensayista, sus trabajos últimos están dedicados a cuestiones culturales en tiempos del primer peronismo. Es autor de Hijos del pueblo. Intelectuales peronistas: de la Internacional a la Marcha.