GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

Zona Sur (2022), Pinedo

SOCIOLOGÍA/HISTORIA
ROBERTO PITTALUGA


Zona Sur. Urdimbres de la acción colectiva popular en el Gran Buenos Aires (1974-1989) (2022)
de Jerónimo Pinedo

pinedo

Texto de la presentación del libro en la FaHCE, 28 de noviembre de 2022

Buenas tardes, 

 

      Ya me he referido a este libro, a su contenido, como jurado de la tesis de Jerónimo y también en la placentera tarea que significó la invitación que nos hiciera, junto a Laura Lenci, para escribir ese prólogo a dos manos; doble placer, el de escribir para este libro un pequeño aporte que incite a su lectura, el de escribir con mi amiga Laura.

     De modo que acá me voy a detener, más que en el contenido del libro, en su forma, en su continente —siguiendo con este asunto de la cartografía, el espacio, el lugar, pero también a lo que permite contener y ligar. Referirme entonces al libro como un lugar, receptáculo de voces y acciones pasadas que retumban hoy, en forma coral. Quiero hacer algunas breves menciones al modo de hacer el trabajo que puso en práctica Jerónimo, al cuidado arqueológico, al moldeado de alfarero, a su asunción de relator de cuentos populares, esos modos que —decía Benjamin— son los propios de la transmisión experiencial.

     Decía Reinhart Koselleck que “sin acciones lingüísticas no son posibles los acontecimientos históricos; las experiencias que se adquieren desde ellos no se podrían interpretar sin lenguaje. Pero ni los acontecimientos ni las experiencias se agotan en su articulación lingüística”.

     De todos modos, sabemos de la importancia de los nombres; importancia decisiva. Dardo Scavino, en su trabajo sobre Juan José Saer, sostiene que sin nombre, sin inscripción en el registro simbólico de la lengua, cualquier ente se disolvería en una multiplicidad inconexa de cualidades, como le pasaba a Ireneo Funes, el memorioso, que reclamaba distinguir el perro de las tres y catorce visto de perfil, del de las tres y cuarto visto de frente.

     Zona Sur viene a ser ese nombre. A exponer ese ser de una multiplicidad que de otro modo quedaría inconexa. Trabajadores de Rigolleau, vecinos del barrio, obreros de Peugeot o Saiar o Alpargatas, Madres de Plaza de Mayo, curas obreros, Novak y la diócesis de Quilmes, ocupantes de tierras en los ochenta, dispositivo represivo antes y luego de 1976; si cada experiencia quedara en su parcela, administrada por algún especialista del área tendría probablemente su buena investigación, su correcta tesis y su adecuado lugar en el anaquel correspondiente de la biblioteca. Pero le faltaría ese nombre que la constituye como algo más, que le da una sustancia que sin el nombre, le faltaría. No porque el nombre agregue algo a esas experiencias: se podría de decir, también con Saer y Scavino, que no agrega nada, pero que es justamente esa nada la que performativamente nos advierte de ese sentido, de esa significación, casi que llama a esa significación: la que Jerónimo urde en este libro, la de la acción colectiva popular.

     Pero a esas reflexiones de Saer habría que agregarle el problema de la elección ¿cómo se elige un nombre? Y acá hay que decir que la factura de ese nombre tiene un origen en la huella, en las voces de los y las protagonistas que Jerónimo escucha, como se advierte desde las primeras páginas del libro, cuando su autor atrapa al vuelo esa frase tan conmovedora de Nelson Collazo, ese operario de Rigolleau que quiere vivir apretujándose con sus amigos obreros en “esa zona maravillosa”. Agreguemos que se trata de un origen bien benjaminiano, como un remolino que interrumpe la corriente del río progresivo de la historia, y a eso atiende Jerónimo, a esos remolinos, y a sus conexiones larvadas, secretas, ocultas o borradas, que constituyen esa urdimbre de la acción colectiva popular que nos da a conocer el libro. 

     Aun cuando Zona Sur sea un nombre que Jerónimo rastrea y afirma en las voces y acciones de los distintos protagonistas —incluyendo las represivas, zonas y subzonas de la militarización del espacio— es también un nombre de ficción, una ficcionalidad en su sentido también originario: como forja, como hechura, como obra. Y Jerónimo es el fictor que se orienta en la nebulosa de registros documentales, de gestos y palabras, y lo hace de un modo particularmente interesante. Pues el modo ya está impuesto por el nombre, nombre parcial, incluso empíricamente impreciso, nombre relacional si se quiere. Porque, ¿dónde empieza y termina una zona —franja, cinturón? Incluso más, ¿dónde una “zona maravillosa”? ¿Y dónde queda el sur, ese término heredado, aparentemente, de alguna antigua lengua germánica que designaba “del lado del sol”?  Nombre parcial, nombre de una parte, de la parte de los sin parte podría decir alguien citando a Marx y Rancière. Nombre relacional, decía, que por eso deja establecido el reclamo de un todo, o al menos el reclamo de su intención. Un todo, u otras partes, que son reclamados por el trabajo de escritura propuesto: aun cuando la construcción histórica de cada experiencia es detallada, minuciosa, el autor no busca allí una clave, una llave interpretativa, un signo, ícono o concepto que, digámoslo así, resuelva el enigma de la entera pintura de época. Por el contrario, sin perder los significados de cada experiencia indagada, sería más apropiado filiar el trabajo de Jerónimo con esa modalidad metodológica que Georges Didi-Huberman —siguiendo las elaboraciones freudianas— piensa con la idea de trozo y de su inscripción en una cadena significante, pues el trozo, como en la metáfora del ánfora rota, reclama, llama, provoca la continuidad de una indagación que se sabe fragmentada, incompleta, plena de vacíos. Son trozos esos “momentos críticos” o “acontecimientos singulares” que Jerónimo enlaza, trozos que reclaman su vínculo con otros, pero se trata de un vínculo que no puede tener un ajuste perfecto como en un rompecabezas, un cierto hiato los separa, los discontinúa. (Digamos de pasada que hay allí un sustrato político-epistemológico de enorme criticidad). Ese reclamo de vinculación discontinua que en cada trozo-experiencia se expone gracias a la indagación del autor, hace aflorar un hilo rojo de la acción colectiva: aquello que podría designarse como la presencia de los pueblos.

 

     “El problema estaba en lo que podía reunirse, asociarse, juntarse o coaligarse para darle al espacio una cualidad indeseable desde el punto de vista del orden”, dice Jerónimo leyendo a contrapelo el archivo policial, en las partes finales del libro. Y agrega que autoridades y fuerzas represivas “habían comprendido una característica fundamental de las redes militantes: su capacidad de asociar y poner en movimiento, en un mismo espacio, actores sociales de devenir heterogéneo”.

     El libro nos da a ver que, precisamente es la heterogeneidad una característica de la activación popular, que la emergencia de ese pueblo irrepresentable —el de la toma de Rigolleau, el de las coordinadoras del ‘75, el de los curas obreros y las Madres de Plaza de Mayo, el de la tomas de tierras— no es un pueblo identitario sino lo que, apropiándonos de las formulaciones de Jean-Luc Nancy, podríamos denominar un singular plural, una singularidad pluralizada. 

     Acontecimientos singulares, los nombra Jerónimo, y precisamente esa singularización es la de un devenir político, es decir, una politización que transforma, que subjetiva, que es esa misma subjetivación. También lo comprende esto el archivo policial, en el que se anotaba —advierte Jerónimo— que había que “tener registrados a los buenos, para saber quiénes son cuando dejan de serlo”. Ninguna identidad está a resguardo de una politización.

     Subjetivaciones que también requieren de nombres, algunos vienen de antiguo y pueden recuperarse, otros son completamente novedosos y dejarán un sello indeleble en la historia de nuestro país y también mucho más allá, como el de Madres de Plaza de Mayo. En esos “momentos críticos”, esas singularizaciones, esas politizaciones se desprendieron, pienso, de sus identidades socio-jurídicas para asomarse a otras significaciones de sus propias nominaciones, aun cuando esa nominación permanezca, como es el caso de “los trabajadores” o, más claramente, en el término “madres”. 

     Zona Sur es el nombre que descubre, saca de la oscuridad, pone “del lado del sol”, esos lazos entre experiencias de politización. Sin el libro de Jerónimo, estas politizaciones quizás no nos serían desconocidas, pero se alojarían en esa memoria imposible de Funes, una memoria que impide el pensamiento, y dejarían de constituirse —y por ello devenir distintas en sus sentidos— en esa trama que da cuenta de la potencia de las subalternalidades, de las múltiples formas de la presencia del pueblo. Ese nombre de este libro establece un vínculo entre experiencias de activación que incluso muchos de sus protagonistas probablemente nunca hayan pensado conectadas.

     El problema es lo que pueda reunirse y darle al espacio una cualidad indeseable, advierte la ley, nos relata Jerónimo. Me detengo en ese reunirse. En la reunión. 

     La reconfiguración drástica, violenta, de largo aliento emergente de la combinación del dispositivo represivo del terror estatal y del cambio en las formas de explotación y opresión sociales del capitalismo posfordista, como se expone en el libro, tiene entre sus propósitos evitar la reunión: el poder separa, es su práctica, corta, a lo sumo deja los enlaces seriales, lo homogéneo, las identidades fijas, fijadas a tono con la reproducción de relaciones y jerarquías sociales. 

     La reunión es su contracara que se teje trabajosamente contra esas condiciones. En el seguimiento de esas singulares experiencias de reunión creo que el libro de Jerónimo hace un aporte consistente y considerable para pensar las experiencias democráticas y la política misma más allá de los sentidos que se convirtieron en hegemónicos desde los primeros años de la posdictadura, sentidos en las que ambas —democracia y política— quedaron reducidas ya a los aspectos procedimentales e institucionales, ya a la lógica del consenso —desde el cual, sabemos, no se pueden debatir las premisas indeliberadas de la misma situación de interlocución consensualista. Ese sentido de lo democrático constituyó a buena parte de la renovación historiográfica y gravitó sensiblemente en las significaciones de la política en los estudios históricos, al postular axiomáticamente una dicotomía entre la nueva política de base consensual y la anterior o contemporánea política confrontacionista o no representativa, calificada in toto como de corte autoritario. Este énfasis dejó en un cono de sombras aspectos cruciales de la historia de la dictadura como también de las diferentes y aun divergentes formas de la radicalización política de los años previos al golpe de 1976 y la emergencia de nuevas prácticas políticas de base democrática como las que pusieron en escena los movimientos de derechos humanos durante la dictadura y en las décadas siguientes.

     Ya el arco cronológico que constituye Zona Sur se erige como contrapunto a esas interpretaciones ochentistas, que aún son las dominantes. Pero mucho más es el trabajo de rescate de multiplicidad de experiencias democráticas que no pasan por el sistema de partidos, la conformación de masas electorales o la escena de la representación, sino por esas muy básicas (de base) formas de la reunión que se erigen por medio de la toma de la palabra, de una palabra antagonista, o por medio de las acciones y gestos que reconfiguran la escena interlocutiva, que toman y refiguran el espacio para que sea el lugar maravilloso en el que puedan abrazarse todos los oprimidos y las oprimidas, en la fábrica o el barrio, en la parroquia, el asentamiento, o la movilización callejera, en la Zona Sur, nombre de la multiplicidad de esa potencia del actuar rebelde. Y Jerónimo puede actuar de rescatista de esas experiencias porque no elude la dimensión litigiosa que es propia de la política, leyéndola en los mismos rastros que aquellas singularidades dejaron, no sólo en el archivo policial peinado a contrapelo, sino atendiendo también a las propias consideraciones litigiosas al interior de las acciones colectivas populares que también proponían futuros divergentes.

     Finalmente, ese nombre, Zona Sur, volviendo a Saer, es también un nombre que se juega en el deseo, que está unido a un deseo, a que efectivamente esa multiplicidad de la experiencia popular tenga este otro lugar escriturario, la acción rememorativa que haga algo de justicia a ese lugar forjado en las luchas, en las persecuciones, en las ausencias. Ese deseo es el ímpetu indagador de Jerónimo Pinedo, que también hace trama con esa urdimbre de deseos pretéritos de los y las protagonistas, actualizándolos. Y lo hace sin estridencias pero conmovedoramente, sin épica de grandes héroes o heroínas pero exponiendo el coraje y la tenacidad de los y las agentes de esas acciones colectivas, de esos pueblos, de esos acontecimientos singulares que reescriben la historia y por lo tanto nos reescriben a quienes leemos este “libro maravilloso”. Y

 

ROBERTO PITTALUGA

Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).

Una excursión a los mapunkies (2017), Paz Frontera

CRÓNICA / VIAJE

MARGARITA MERBILHAÁ


Una excursión a los mapunkies (2013)
de Agustina Paz Frontera

Mapunkies-portada

     ¿Qué define a lo comunitario cuando éste rebasa el Estado Nación, en tiempos en que las fuerzas económicas lo ponen en crisis sin desecharlo por completo? ¿Cuál es el territorio de una comunidad, su centro, sus límites dentro de la sociedad presente, qué comunican sus formas culturales y cómo se relacionan con lo contemporáneo? El libro de Agustina Frontera, ante las preguntas acerca de la relación entre determinadas formaciones sociales y el Estado, señala hacia los márgenes, las zonas de intemperie y de violencias en que se desarrolla la vida social. Invita a poner los ojos en lo molecular, allí donde la fuerza del Estado es horadada porque hay energías microscópicas que se resisten a ser incorporadas por completo. La excursión parte de esas premisas, que se anuncian casi al comienzo: “…pienso el lodo cultural como la puesta en práctica de los Teoremas de incompletud de Godel: ‘Ningún sistema consistente se puede usar para demostrarse a sí mismo’, nadie puede explicarse más que en el Otro” (p. 33). Si es cierto que las motivaciones que operan secretamente sobre nuestros temas de interés pueden ser apenas vislumbradas, se adivina sin embargo un sentimiento de malestar compartido, de identificación con un tipo de experiencia disidente. Por eso los mapuche (sin s, explica entre paréntesis) que la cronista va conociendo son para ella sus “compañeros de angustia social”. Más allá de las diferencias culturales, de origen y de vida (aunque hacia el final nos enteramos de que Agustina tuvo una vida punk unos años antes de su viaje), algo en el “fenómeno mapuche” produce en la autora un misterioso “chispazo mental” –así lo llama–que moviliza su deseo de entender, de interpretar, en fin, de saber. 

     Es diciembre en Buenos Aires, un tiempo propicio para fantasías crepusculares, de final de mundo, y algunas resoluciones. La narradora, una estudiante de Comunicación de la UBA, neuquina, está cerca del final de su carrera y se quedó sin su trabajo de runner en un restaurante de Retiro. Casi por descarte resuelve hacer un viaje que iniciará después de pasar las fiestas en su ciudad natal. Pero no quiere viajar por viajar. Será una ocasión para preparar el trabajo de tesis. El tema de la tesis ampliará un trabajo entregado para una materia, sobre mapuches punks en la Patagonia. Ahora quiere investigar sobre la “apropiación de herramientas winkas para luchar contra el colonialismo winka”. El libro es ante todo la historia de esa investigación, realizada en el verano de 2007 y narrada en clave autoficcional; habla de la historia de Agustina con la investigación del final de sus estudios. Es además la crónica de un viaje hecho en soledad, una crónica de los mundos que fue conociendo a medida que se acercó a los distintos colectivos mapuche de militantes, comunicadores y músicos en Argentina y en Chile. 

     La primera etapa comienza en San Martín de los Andes donde la autora visita dos iniciativas radiales: Radio Aucapán (de la comunidad mapuche de Linares) y AM Wajzugún (que está asociada a la radio opositora Pocahullo). En cada lugar, el viaje se relanza como en un juego de postas: Matías, el colaborador de la Wajzugín brinda a la investigadora algunos contactos en Temuco y así sucederá a lo largo del recorrido. Ya del otro lado de la Cordillera la cronista llega a Villarrica para conocer, en Likan Ray, la radio Wallon. Hay una escena que se vuelve emblemática respecto de la relación de conocimiento en que se funda la escritura, y también de la relación con lo político: el afuera del Estado, la fuga, la mezcla, la impureza. Mientras espera a Pancho, el responsable de la radio, un dirigente muy respetado de la corporación Xeg Xeg, en el estudio conoce a Cristian. Lo escucha pasar a The Police y explicarle que la música mapuche no se pone a cualquier hora del día debido, entre otras razones, a las energías positivas que hay que reservar solo para la mañana, cuando sale el sol. Entonces sucede la revelación: comienza a sonar una banda de hip hop en lengua mapuche, en mapudungún. Son los We Newen, que Agustina va a conocer unos días más tarde. En cambio, de la entrevista con Pancho, “nada es destacable”, y a esta altura, ya sabemos que lo estabilizado y el panfleto la dejan indiferente: “Una vez más, lo interesante no está en el centro sino en la periferia, en Cristian y no en Pancho”. Después de la radio Wallon, viene el festival de Los Sauces, del otro lado de la frontera. El viaje se relanza con un nuevo contacto que como una posta la impulsa a seguir hacia el otro lado de la frontera, en Temuco, donde tiene que ubicar a otro militante mapuche, Ronny, que es redactor del sitio informativo Mapuexpress. 

     Los gestos de investigación aprendidos durante la formación universitaria ocupan un plano muy visible en la crónica: la autora planifica las principales etapas de su viaje a partir de la información previa que reúne, se anticipa a contactar a los informantes clave, estructura ejes de preguntas, construye problemas teórico-políticos en torno al tema, se declara en sospecha respecto de su posición de saber. Durante las entrevistas, no sublima la palabra de los entrevistados sino que sitúa sus dichos en perspectiva y se atreve a pensar teóricamente lo que surge de las entrevistas. Sin complacencia, no oculta su enojo frente a quienes la tratan como winka, o descreen de su empatía, identificación o solidaridad con el “fenómeno mapuche”.   

     Pero además, en una fuga de su discurso hacia la literatura, la narradora “cala” mínimas señales comunicadas por los cuerpos y no prescinde de los detalles insignificantes (ropa, corte de pelo, consumos, estilos, ondas). Así es como sus creencias e ideas acerca de los modos en que las personas resisten al sistema capitalista en esta prolongada era neoliberal y deben enfrentarse al Estado adquieren cuerpo en cada persona y cada acción cultural que la cronista conoce y se propone describir. Como en las ficciones, hay protagonistas junto a personajes secundarios y voces de otros: están los mapuche como múltiples sujetos, con sus voces, historias, experiencias imposibles de comprender como una totalidad. Representan formas y prácticas siempre plurales, dadas por infinitos modos de ser mapuche y de relacionarse con los no mapuche. Están también los viajeros solitarios que podemos ubicar de acuerdo a su relación con el mundo mapuche: hay un biólogo que la cronista conoce en un ómnibus, al comienzo del viaje; poco después, un militante “antiglob” tunecino y neoyorkino. Este personaje –tan extranjero para los mapuche como para los no mapuche–ha viajado para entrevistar a los músicos mapuche porque le interesan las músicas locales que disputan los sentidos hegemónicos y para buscar rastros de cultura africana, como sucede en el rap. El biólogo argentino y el periodista tunecino son figuras de perfectos ignorantes que descubren una cultura desconocida, respecto de los cuales Agustina funge de instructora o de mediadora entre dos mundos. Ellos le permiten a la vez calibrar su propio conocimiento.  

     Finalmente, aun los tramos ensayísticos de la crónica, cuando se introducen cuestiones más teóricas (de teoría política) o meditaciones existenciales y éticas tienen su anticipo o su réplica en el cuerpo. En eso consiste la búsqueda de un lenguaje en los pliegues de la intimidad, que asuma lo ilegible y pueda abrirse a la duda, las inseguridades, antipatías y deseos apenas sospechados. Adivinamos una escritura afectada por el contacto con los otros y por la experiencia del “hueco” entre lo que cree ver y lo que se puede decir. Agustina lo describe como un estado físico, la “náusea eterna del trabajo con la pregunta” (p. 31), amplificada por la conciencia de ser winka y acechada por el fracaso en comunicar. Pero no deja de expresar su enojo ante las prevenciones y prejuicios de los propios mapuche. Tampoco renuncia a conocer ni a comprender. Y cuando ya no espera nada, se produce una suerte de bautismo: “estás mapuche”, le dicen. La “mapuchización” se adhiere a su visión de las cosas. Este término aparece al final del viaje. Es que, a pesar de todo, de la imposibilidad de totalizar lo que va percibiendo, algo se afirma, el libro se escribe, la riquísima trama hecha de “resistencias y libertades” se piensa y se comunica. 

     Al final del recorrido, en Santiago de Chile, aprendemos sobre formas de comunidad que plantean preguntas acerca de su afuera y de cómo protegerse, aunque encontramos algo más que acciones de resistencia y defensa de la tierra y la cultura. Se trata de formas de subjetividad que se definen por oposición al Estado opresor y excluyente pero que sitúan sus prácticas en zonas impuras y de mezcla: hip-hop en lengua mapundungún; recursos web mapuango; anticapitalismo y filosofía ancestral mapuche, lo mapurbe (mapuche en la cultura urbana). Encontramos modos de construir para sí identidades que no sean excluyentes de otras. Conocemos el mundo mapuche como multiplicidad de acciones, ideas, propuestas, que son capaces de resistir a cualquier forma de incorporación. Estos descubrimientos nos esperan al final del camino. En primer plano, solo asistimos a las entrevistas y observaciones que pautan la relación del viaje. 

     La cronista escribe su excursión a los mapunkies en el fin de la etapa estudiantil de la vida, que está asociada a las ilusiones adolescentes en torno a las múltiples formas de vida posibles, por hacer. Una de ellas aparece en perspectiva: es la experiencia de vida punk, que la cronista anuda con la “mapuchidad” en ese pensarse fuera y contra el Estado. Cuando la viajera está lejos de la capital –de la rutina que muy a su pesar pauta sus días–su angustia desaparece, como si el alejamiento le permitiera acceder a un puro vivir con los otros y otras del sistema. Sugestivamente, esta experiencia disidente se nombra en términos de angustia social. Lo incierto del futuro se presenta como un malestar compartido que la cronista se resiste a abandonar. Por eso, ya de regreso en Buenos Aires, usa su “gorra de Nación Mapuche en cualquier contexto” (p. 126).

     Entre sutiles indagaciones en clave postmarxista, inspiraciones teóricas a partir de Foucault, Espósito y Toni Negri y aproximaciones a una escritura que aloja lo íntimo, el amor y otras formas de relaciones, Agustina Frontera consigue una verdadera hazaña: omite alusiones a la pregnante coyuntura local: su viaje transcurre entre enero y febrero de 2007 pero no contiene una sola alusión a los años kirchneristas. Si en Chile, hacia el final del viaje, uno de los entrevistados menciona en su charla los términos de “peronista de derecha”, “peronista de izquierda”, la narradora elige, con sugestiva ambigüedad, poner esas palabras en boca de otro. Quizás porque aquellos años de reconstrucción institucional y social posteriores a la crisis del 2001 le permiten aventurarse a explorar las formas de organización colectiva que persistían en los límites. Abiertas e inacabadas, provisorias, disímiles, estas formas moleculares, cada una como comunidades-micro, proponen vías de liberación política, en un mientras-tanto tan prolongado como indefinido.

MARGARITA MERBILHAÁ

Es docente de la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP) e investigadora del Conicet. Ha escrito trabajos sobre temas de historia literaria e intelectual y de la edición, y sobre las relaciones entre literatura, política y memoria en Argentina.

La producción del espacio (1974), Lefebvre

GEOGRAFÍA/SOCIOLOGÍA
BELÉN MIRALLAS/LUDMILA CORTIZAS/SANTIAGO BAEZ/DAMIÁN GIAMMARINO/ARIEL ARAMAYO

La producción del espacio (1974)
de Henri Lefebvre

Reflexiones y aportes teórico-metodológicos para pensar el espacio urbano a partir de la obra de Lefebvre

Introducción. Objetivo y fundamentación

 

     En el transcurso del año 2021, se desarrolló en el Centro de Investigaciones Geográficas de la Universidad Nacional de La Plata, un taller de lectura y debate conformado por estudiantes de posgrado de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP), con la finalidad de fortalecer nuevas instancias de aprendizaje y espacios de reflexión. Por un lado se buscó generar ámbitos y mecanismos de discusión y debate provenientes del campo disciplinar geográfico, y por otro lado intercambiar conocimientos, perspectivas innovadoras y opiniones para enriquecer la etapa formativa de los/as graduados/as investigadores y docentes.

     En este contexto se abordó la lectura y análisis de un clásico de Henry Lefebvre La producción del espacio (1974), traducido al castellano en el año 2013, con el objetivo de reflexionar sobre los tópicos teóricos y metodológicos propuestos por el autor para pensar problemáticas espaciales y urbanas de la realidad actual. De esta manera la instancia de taller permitió debatir estados y avances de las investigaciones en particular, considerando relevante la diversidad de trayectorias formativas con el desafío de generar espacios de construcción colectiva.

     Con respecto a la organización de los encuentros, a partir del interés detectado en la relectura del clásico lefebvriano, el grupo se construyó de manera abierta y esencialmente horizontal. Existió la figura del coordinador, quien a partir de su trayectoria docente y la capacidad de despertar debates, supo guiar el espacio de intercambio. En encuentros regulares a lo largo del año, nos organizamos para tener un encuentro posterior a la lectura de cada capítulo. Para enriquecer el debate, en el último encuentro, además de discutir las conclusiones del libro, se debatieron también dos textos de autores que reinterpretaron la obra.

     La dinámica de cada encuentro se acordó inicialmente y luego mutó. Como el grupo de lectura comenzó en contexto de pandemia, los primeros encuentros fueron experiencias compartidas en la virtualidad. Los dos iniciales, se organizaron a partir de una exposición síntesis del capítulo por parte de una pareja de participantes, con apoyo conceptual y gráfico en presentaciones de diapositivas. Dicha presentación inicial fue disparadora de debates entre todo el grupo. Los capítulos siguientes fueron guionados mediante una serie de preguntas elaboradas por algún miembro del grupo. Hacia la mitad del cronograma de encuentros, el grupo tuvo la posibilidad de continuar con el taller de manera presencial, en la universidad, lo que promovió encuentros con mayor nivel de debate, diálogo fluido e intercambio, el uso de la pizarra para realizar esquemas y lluvias de ideas, y posibilitó un mayor vínculo entre los participantes. Los últimos capítulos y las reflexiones finales tuvieron un carácter orgánico, facilitado, en primer término, por los encuentros presenciales, y en segundo lugar, por el grado de avance teórico alcanzado por los participantes. 

     La metodología de trabajo implementada no es algo novedoso, pero la compartimos porque este espacio en definitiva permitió no solo la lectura y relectura de un texto complejo y extenso, escrito por un autor clásico, sino también que cada participante logre un nivel de análisis crítico que sirvió para comprender los capítulos finales donde se retoman conceptos clave, y a su vez, para abordar futuros textos de similar complejidad.  

 

Breve contextualización del autor 

 

     Henri Lefebvre (1901-1991) fue un filósofo y sociólogo francés, que desde la perspectiva marxista, realizó un gran aporte en torno a la reflexión y análisis de  la espacialidad de la sociedad moderna. Su hipótesis consistió en que el espacio (social) es un producto social de cada tiempo y a su vez generador de las nuevas condiciones sociales de la sociedad futura.

     Podemos dividir sus obras en dos grandes grupos, el primero vinculado a discusiones filosóficas y el segundo, en torno al espacio (social) en el contexto de la crisis del modelo fordista-keynesiano y el mayo francés, durante el cual se producen una serie de protestas espontáneas iniciadas por grupos estudiantiles contrarios a la sociedad de consumo, el capitalismo, el imperialismo, el autoritarismo, y que en general desautorizaban las organizaciones políticas y sociales de la época -como los partidos políticos, el gobierno, los sindicatos o la propia universidad-. Al movimiento estudiantil inicial pronto se le unieron grupos de obreros industriales, sindicatos y el Partido Comunista Francés, llevando adelante huelgas en los grandes centros industriales franceses,  y con objetivos principalmente laborales. 

     Si bien Lefebvre no participó activamente del movimiento que encabezaba las protestas, fue profesor y persona de consulta para los estudiantes que llamaron a movilizarse. Es precisamente durante este acontecimiento cuando centra sus esfuerzos en reflexionar sobre la problemática del espacio como eje a través del cual analizar la complejidad del mundo moderno, de la vida cotidiana y las prácticas sociales. Para ello, su primera tarea fue combatir los reduccionismos y las simplificaciones a las que se había sometido este concepto, rescatándolo así de abstracciones y devolviéndolo al estudio de la realidad social, de los modos de producción en el marco de la sociedad capitalista y eminentemente urbana. Esta etapa de conflictividad y reflexión en torno al espacio (social) trajo como resultado la escritura del libro objeto de este trabajo.

 

Estructura del libro y metodología de lectura

 

     La obra de Lefebvre está compuesta por un prólogo titulado “Henri Lefebvre y los espacios de lo posible”, escrito por Ion Martínez Lorea; y una introducción “Ciudad, espacio y cotidianidad en el pensamiento de Henri Lefebvre”, por Emilio Martínez Gutiérrez. Luego, cuenta con un prefacio y siete capítulos (incluidas las conclusiones). 

     ¿Cómo leer a Lefebvre en clave metodológica? A medida que avanzamos en la lectura, identificamos que el autor llevó adelante una escritura de forma dialéctica e histórica. A lo largo de la obra, realiza un ida y vuelta del pasado al presente,  de lo abstracto a lo concreto, y retoma conceptos, definiciones e ideas de otras disciplinas para fundamentar el estudio del espacio, validándolo como categoría. 

     A su vez, parte de distintos interrogantes y construye una serie de hipótesis a las que trata de dar respuesta a medida que avanza en la escritura. Algo que llamó mucho la atención y que sin dudas significó un desafío para la lectura, fue la utilización de la “contradicción” para estudiar y analizar el espacio. El autor entiende que la contradicción no es únicamente oposición, sino que implica conflicto y permite el pensamiento dialéctico; a su vez, cuando hay contracción hay movimiento. Con ello, supera el estudio descriptivo, lineal y evolutivo, lo que significó un gran aporte no solo en términos conceptuales sino también metodológicos.

     ¿Qué contradicciones encuentra a lo largo del escrito? Obra/producto; cantidad/calidad; producción/consumo; homogeneización/fragmentación; valor de uso/valor de cambio; consumo productivo (plusvalía)/consumo improductivo (placer y encanto); apropiación/dominación. A partir de dichas contradicciones, Lefebvre encuentra la manera de realizar distintos aportes. Del pensamiento dialéctico surgen distintas tríadas: 1) forma, función y estructura; 2) la teoría unitaria del espacio: físico, mental y social; 3) la trialéctica del espacio, entendiéndolo como espacio percibido (prácticas espaciales), espacio concebido (representaciones del espacio), y espacio vivido (espacios de representación); 4) espacio absoluto, abstracto y diferencial. 5) global, privado e itinerarios.

     También, realiza un abordaje del rol del Estado, quien a través de la fragmentación, ejerce el control. El poder político no es per se productor del espacio, pero lo reproduce en tanto que lugar y medio de la reproducción de las relaciones sociales, es decir que organiza el espacio. En otras palabras, el uso político del espacio deviene en instrumento de control por parte del Estado y del capital. Proliferan imágenes, símbolos, normas, jerarquías, roles y valores; en definitiva, representaciones que imponen un orden y prescriben ideas y acciones. Es un espacio de dominación estatal donde se despliegan estrategias tendientes a favorecer la acumulación del capital, y que tiende a la homogeneización. 

     Ante el rol adoptado por el Estado, surge la resistencia. La única posibilidad de incomodar al Estado centralizado y de (re)introducir cierto pluralismo ligado al cambio, donde la capacidad de acción de las fuerzas locales o regionales inmediatamente vinculadas al territorio en cuestión toman fuerza. Esta acción a la contra sostiene o hace surgir entidades territoriales particulares dotadas de una autogestión y autonomía. La revolución crea espacio. Una transformación revolucionaria se verifica por su capacidad creativa, generadora de efectos en la vida cotidiana, en el lenguaje y en el espacio, aunque su impacto no tenga por qué suceder necesariamente al mismo ritmo y con similar intensidad. La lucha y la resistencia es una de las principales líneas de acción en la búsqueda por el espacio diferencial, el contraespacio. Así, toda propuesta de contraespacio cuestiona el espacio existente, cuyas estrategias y objetivos apuntan a imponer la homogeneidad, un orden preestablecido y la ilusión de la transparencia.

 

Interpretaciones y reflexiones

 

     Sin dudas leer, interpretar y analizar la obra de Lefebvre fue un gran desafío, y del intercambio surgieron diversas reflexiones que vale la pena compartir. El autor a partir de la trialéctica del espacio plantea tres conceptos que la componen y que se interrelacionan. El primero es que existe una representación del espacio, un espacio concebido, planificado, proyectado desde el Estado y actores que promueven la lógica de acumulación del capital, que tienden a querer ordenar el espacio a través de la dominación, y en vinculación con la práctica espacial, impuesta a partir de la producción y la reproducción de la vida. Este espacio se encuentra en tensión con el espacio de representación, espacio vivido y apropiado por los sujetos (espacio simbólico y resistido a la dominación ejercida por los actores de poder). De esa tensión surge el espacio producido, resultado de una práctica social y entendido no sólo como producto (condición de inicio o punto de partida de un nuevo proceso), sino también como productor o medio de producción, dominación y poder. 

     Entonces el espacio (social) va a tener una serie de implicancias:

  • El espacio-naturaleza desaparece.
  • Cada sociedad produce su espacio.
  • El espacio social incorpora los actos sociales.
  • El espacio es producto y proceso histórico.

     Es decir, el espacio es producto en tanto se consume en el mercado (valor de cambio) e implica un proceso productivo, pero a su vez es obra y producción (tiene un valor de uso). Su mercantilización contiene y oculta las relaciones sociales que lo producen. 

      Si bien a lo largo de toda la obra el autor juega con la trialéctica representación del espacio, espacio de representación y práctica espacial como si fueran aspectos separados, lo hace únicamente de forma expositiva, siempre remarcando que son dimensiones que debieran analizarse por separado, pero que necesariamente se encuentran imbricadas. En esta línea, un estudio sobre el espacio necesariamente debe ser holístico y contemplar estas tres dimensiones y sus interrelaciones, para no caer en reduccionismos. Lo mismo ocurre con su propuesta de Teoría Unitaria del Espacio: critica la fragmentación del estudio del espacio en los planos mental, social y físico por parte de diversas disciplinas, para proponer una teoría que lo haga desde un enfoque integrador. 

     A su vez, lo realmente interesante para la lectura, interpretación y posterior debate, resultó el planteo del autor sobre el “espacio abstracto”, concepto que resultó inquietante por la dificultad y complejidad que significó definirlo en sí mismo. Las reflexiones al respecto, resultaron en un cuadro síntesis (figura 1) donde pudimos visualizar cómo la tensión entre la representación del espacio -expresada en la dominación por parte del Estado y el capital- y el espacio de representación, es decir los sujetos, quienes viven el espacio y se lo apropian, caracterizan el espacio abstracto que es homogéneo, fragmentado y jerarquizado a la vez. ¿Cómo lo homogéneo implica fragmentación? Lo homogéneo tiene dos caras (contradicciones) y es la condición previa a la fragmentación. A partir de la intercambiabilidad, el espacio se vende en partes, y termina convirtiéndose en un medio de segregación, de la dispersión de los elementos de la sociedad, y así es como el espacio logra expandirse. Lefebvre al respecto escribía 

     El espacio así definido posee un carácter abstracto y concreto. Abstracto en la medida en que no tiene existencia sino por la intercambiabilidad de todas las partes que lo componen; concreto en tanto que es socialmente real y está localizado como tal. Se trata, pues, de un espacio homogéneo y sin embargo fragmentado (Lefebvre, 2013:375).

      De allí surge el espacio (social) producido, en tanto producto y productor, implica proceso (lo abstracto) y resultado (concreto). Este espacio termina siendo resultado de una o varias prácticas sociales, y constituye la condición de inicio de un nuevo proceso.

 

Figura 1: Cuadro síntesis de los conceptos trabajados por el autor y reinterpretados por los participantes del taller.

Fuente: Elaboración propia en base a la lectura de La Producción del Espacio de Lefebvre.

 

Lo que La producción del espacio de Lefebvre nos dejó

 

      El grupo coincidió en que la obra nos dejó tanto aprendizajes como herramientas teórico metodológicas que vale la pena mencionar. Comenzamos la lectura con la idea de que se trataría de un libro eminentemente teórico, sin embargo, desde el punto de vista metodológico la obra hace un gran y valioso aporte no solo para el abordaje de este libro, sino para la lectura de otras obras. Nos referimos a que no solo pudimos comprender su análisis sobre el espacio en términos teóricos, sino que también nos brindó una manera de leer e interpretar un libro en clave dialéctica, promoviendo un “escape” de la lectura lineal. Un ejemplo de ello fue la comprensión de las contradicciones en el espacio, entendiéndolas no únicamente como la existencia de una oposición, sino que implican movimiento y fluidez. Esto permitió que la interpretación de dichas contradicciones supere el análisis evolutivo y lineal del espacio.

      A su vez, nos dejó un concepto, al principio confuso pero, que al comprenderlo como método de pensamiento promovió la salida de la generalidad y la búsqueda de la particularidad en cada una de las partes. Estamos haciendo referencia a la abstracción como método que permitió identificar lo que tienen o no en común aquellos componentes del espacio, y que dan lugar a contradicciones, otro concepto que el autor utiliza mucho para su análisis.

     Y no menos importante, creemos y sostenemos que la obra de Lefebvre implica una continua revalorización que nos permite analizar problemáticas actuales. De hecho, Baringo Ezquerra (2013) y De Mattos (2015), entre otros autores que lo reinterpretaron, remarcan la vigencia que tienen los postulados lefebvrianos en el estudio de la sociedad actual, marcando que lo que el autor preveía allá por la década de los 60 y 70, hoy es una realidad. Para ejemplificar esto último, queremos destacar dos trabajos que actualmente realizan dos participantes del grupo de lectura, y que a su vez son autoras de este escrito, en el marco de sus tesis doctorales. En primer lugar, una de las investigaciones trata sobre la vivienda obrera alrededor del Puerto de La Plata, ubicado en el Gran La Plata, Buenos Aires. Para su estudio, toma la trialéctica del espacio propuesta por Lefebvre y la incorpora como categorías, y como instancia de aproximación inicial a los barrios que selecciona como estudios de caso para su investigación. El trabajo de campo le permitió identificar tres categorías que propone el autor en torno al espacio: el espacio percibido, concebido y vivido. Las prácticas espaciales representan un desafío como objeto de reflexión ya que al observar las trayectorias cotidianas de las personas, la compañera se encontró con la dificultad de discernir el grado en el que se ven condicionadas por las representaciones del espacio, es decir, por el planeamiento que dictan las normativas. Sin embargo, encontró algunos rincones urbanos y particularidades en la atmósfera de las calles que no han sido sobredeterminadas por las reglas del espacio concebido. Allí identifica el espacio vivido, el cual florece en la trama rectificada de calles y canales portuarios que forman parte de su objeto de estudio, lo que permite generar de forma simultánea múltiples lecturas sobre las mismas trayectorias.

      A su vez, Lefebvre hace una exploración crítica de la cotidianeidad como la totalidad de las relaciones entre los individuos y los grupos. Según la introducción elaborada por Martínez Gutiérrez (en Lefebvre, 2013), el urbanismo se plantea como una herramienta eficaz para alienar a la población de los procesos, “bajo la apariencia de la racionalidad, la dominación se expresa en una cotidianidad programada donde se manipulan las necesidades y los deseos” (Martínez Gutiérrez, en Lefebvre, 2013:40). De esta concepción surge una de las dimensiones que la compañera comenzó a utilizar en su tesis doctoral: el “programa” como denominación de las actividades que se permiten y se realizan en el entorno urbano (tradicionalmente conocido como los “usos”). El carácter de este término implica imposiciones en el devenir cotidiano, bajo una racionalidad aparente. En el entorno urbano-portuario que abarca su estudio, esto supone la interpretación de un palimpsesto normativo que incluye al Estado municipal, provincial y nacional, como así también al ente público no estatal que se encarga de la gestión del Puerto.

      La otra investigación apunta a analizar la producción del espacio urbano, identificando los procesos de ocupación de áreas vacantes de la ciudad, en particular los frentes de agua urbanos de tres partidos del sur de la Región Metropolitana de Buenos Aires, los aspectos normativos y el rol del Estado en la construcción de este espacio urbano, y los conflictos que se producen en torno a las transformaciones que este proceso produce. ¿En qué sumó Lefebvre a este estudio? En primer lugar, entendió que en el espacio se materializan y se conjugan distintos procesos, vastas relaciones sociales y decisiones en un contexto determinado. Pero además, estas relaciones sociales y también de poder naturalizan un proceso de dominación que acompaña al modo de producción (Lefebvre, 2013). En los frentes de agua de la ciudad, en los últimos años se han venido materializando diversos procesos, a través de la conjugación de distintos intereses de vastos actores sociales. A través del proceso de urbanización sobre las áreas ribereñas, lo natural se hace artificial, el territorio se convierte en fuerza productiva, y en capital (Lefebvre, 2013). 

     Teniendo presente esta noción de espacio en tanto producto social, según Lefebvre va a tener antes que nada, un uso, es decir, un valor de uso. Distintos actores involucrados con este tipo de espacios y que se organizan en asambleas de vecinos y ambientalistas –entre otros-, se apropian del espacio desde el punto de vista simbólico, y lo habitan, se lo apropian. Asimismo, en este contexto donde el capital tiende a reproducirse en la ciudad, el espacio también va a adquirir un valor de cambio. Aquí las reglas y objetivos del modelo capitalista van a tener un rol central, a través de la búsqueda de mayores ganancias y la primacía de la propiedad privada. Esto se traduce en la presencia de actores de gran poder económico (empresas, desarrolladores inmobiliarios, inversionistas), quienes orientan sus necesidades a la acumulación de capital (espacio de consumo, mercancía, reservas de valor), promoviendo un espacio que tiende hacia el dominio del valor de cambio. De allí que el espacio como mercancía discrepa con la idea de apropiación simbólica, lo que permite evidenciar las contradicciones, discrepancias y conflictos entre actores que tienen diferentes lógicas y diversas maneras de apropiarse del mismo (Lefebvre, 2013) 

     Todo esto no sería posible, sin la intervención del Estado. En tanto actor social que tiene mayor participación en la manipulación del espacio como instrumento político, se alía con los actores de gran poder económico para que el capital se desarrolle (Lefebvre, 2013). El Estado es quien gestiona las políticas urbanas, y quien en las últimas décadas ha estado fuertemente sesgado hacia una tendencia de facilitación para la realización del capital en el espacio urbano, con una fuerte impronta privatista (De Mattos, 2007). De esta manera, y retomando a Lefebvre, la asociación Estado y capital implica dominación, que se puede percibir en dos instancias. Por un lado, sobre áreas de la ciudad que por sus características resultan marginales y periféricas, que estaban por fuera de la lógica de expansión, transformación y revitalización. Y por otro, sobre quienes ejercen una valorización simbólica de esos espacios, que a su vez, no solo resisten al avance del capital desde el punto de vista de la preservación de la naturaleza (lo ambiental y las funciones ecosistémicas que estas áreas proveen como la regulación hídrica), sino también frente a la exclusión que el sistema realiza sobre sectores que no logran acceder a la ciudad formal.

 

Bibliografía que permitió este escrito 

 

BARINGO EZQUERRA, David (2013). “La tesis de la producción del espacio en Henri Lefebvre y sus críticos: un enfoque a tomar en consideración”, en Revista Quid, vol. 16, N°3, Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA, 119-135. Recuperado de: https://publicaciones.sociales.uba.ar/index.php/quid16/article/view/1133 

DE MATTOS, Carlos A. (2015). “Lefebvre, producción del espacio, revolución urbana y urbanización planetaria”, en De Mattos, y Link (eds.) Lefebvre revisitado: capitalismo, vida cotidiana y el derecho a la ciudad (37-56). Santiago, Chile: RIL editores. Recuperado de:  https://www.researchgate.net/publication/292978596_Lefebvre_produccion_del_espacio_revolucion_urbana_y_urbanizacion_planetaria 

DE MATTOS, Carlos A. (2007) “Globalización, negocios inmobiliarios y transformación urbana”, en Revista Nueva Sociedad, N° 212, 82-96.

LEFEBVRE, Henry (2013). La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing. (Versión original, 1974).

 

BELÉN MIRALLAS

Es Becaria Doctoral CONICET – Centro de Investigaciones Geográficas, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales – CONICET/UNLP. Arquitecta egresada de la UNC.

LUDMILA CORTIZAS

Becaria Doctoral CIC/PBA – Centro de Investigaciones Geográficas, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales. Departamento de Geografía, FaHCE, UNLP. Magister en Políticas de Desarrollo, Licenciada y Profesora de Geografía, egresada de la UNLP.

SANTIAGO BAEZ

Es Becario Doctoral CONICET – Centro de Investigaciones Geográficas, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales – CONICET/UNLP. Licenciado en Geografía egresado de la UNLP.

DAMIAN GIAMMARINO

Becario Doctoral CONICET – Centro de Investigaciones Geográficas, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales – CONICET/UNLP. Departamento de Geografía, FaHCE, UNLP. Licenciado en Geografía egresado de la UNLP.

ARIEL ARAMAYO

Es Docente Adjunto del Departamento de Geografía, FaHCE, UNLP. Licenciado en Geografía egresado de la UNLP.

Medio siglo con Borges (2020), Vargas Llosa

ENSAYO
ANTONIO CAMOU

Medio siglo con Borges (202o)
de Mario Vargas Llosa

     El universo de escritos sobre la vida y la obra de Jorge Luis Borges (que otros llaman la Biblioteca)  se compone de “un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales”. La distribución de las galerías y de las estanterías que tapizan las paredes es invariable: “cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras…”. A una de esas innumerables repisas imaginadas por el autor de “La Biblioteca de Babel” (1941), a medio camino entre la fantasía lógica y la turbadora  pesadilla, cabe agregar el penúltimo libro del prolífico Premio Nobel peruano. 

     El volumen reúne un conjunto de materiales de diferente tenor que se hallaban dispersos en diarios, revistas o libros previos del autor de Conversación en La Catedral (buena parte de los textos, además, ya se encontraban disponibles en internet). Esas contribuciones van desde un temprano reportaje en París, realizado en noviembre 1963, hasta un análisis de la presencia de Borges en la obra de Juan Carlos Onetti, firmado en 2018, pasando por otra entrevista efectuada en 1981 y un poema –que me considero indigno de juzgar- que data del 2014. El núcleo del análisis de la producción borgeana está compuesto por un par de trabajos, “Las ficciones de Borges” (1987) y “Borges en París” (1999), a los que se suman tres reseñas: una sobre Borges en Sur (“Borges, político”, 1999); otra sobre Textos cautivos (“Borges entre señoras”, 2011); y la última sobre Atlas (“El viaje en globo”, 2014).

     Del conjunto destaco especialmente la temprana entrevista parisina, cuando Borges recién comenzaba a labrar su vasto porvenir de reconocimiento internacional, y el texto fechado en 1999, en ocasión del ingreso de la obra del autor argentino a la célebre colección de la Pléiade. El ensayo rescata los recuerdos de un joven Vargas Llosa, cuando escuchó las fascinantes conferencias que Borges impartió en la capital francesa a comienzos de los años sesenta, así como también reconstruye el modo en que los focos de atención de la crítica, la prensa y la intelectualidad “progre” de entonces (desde Roland Barthes a Michel Foucault pasando por Jean-Luc Godard) inmediatamente se apropiaron, a la vez que potenciaron la difusión, de algunos de los reconocidos juegos literarios borgeanos.

     También es interesante el cotejo entre la primera entrevista de 1963 y la que el autor de La ciudad y los perros le hace a Borges en Buenos Aires, en junio de 1981. A esa segunda entrevista la precede un texto de presentación que aborda un punto de interés: el cambio en los modos de enunciación que el autor de Ficciones articula en sus diferentes diálogos (p. 24). Esos modos podrían organizarse  -al menos- a partir de dos coordenadas diferentes. Desde un vector cronológico, tenemos los reportajes más antiguos, donde aparece un autor más franco y espontáneo, que va tanteando el marco de la plática, a la vez que va midiendo a sus interlocutores, hasta los últimos reportajes, donde ya ha construido un personaje que –como bien dice Vargas  Llosa- ya no tenía “interlocutores”, sino meros “oyentes”, y acaso tenía una especie de partenaire único y abstracto, frente al cual Borges “iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido… para huir de los demás y hasta de la realidad” (p. 71). 

     La otra línea de diferenciación viene dada por la posición del interlocutor o interlocutora de turno: hay diálogo en algunos contados casos, cuando media algún tipo de reconocimiento intelectual o de estatus social (esto se ve muy claro, por ejemplo, en los diálogos que mantiene con Victoria Ocampo), pero también cuando Borges se pone en guardia frente a una discusión política (como en las entrevistas que le hacen algunos escritores jóvenes en la década del setenta); en la mayoría de los casos, en cambio, el entrevistador se coloca (o es colocado) en el lugar de la admiración y el homenaje, y entonces el intercambio pierde toda tensión dialógica para convertirse en un largo monólogo auto-celebratorio. “La primera vez que hablé con él –recuerda el autor peruano-, en aquella entrevista de 1963, estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos aires, Nueva York, Lima…, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos” (p. 71).

     Si las contribuciones anteriores cabe anotarlas como las fortalezas del volumen, no puedo dejar de mencionar algunas de sus corregibles debilidades. En una época de proliferación de fake news, el libro hubiera merecido una revisión editorial acorde con la estatura de los involucrados, que habría permitido subsanar algunos flagrantes derrapes. Así, por ejemplo, Vargas Llosa enfatiza que el autor de El Aleph mantuvo “su hostilidad a la dictadura de Perón, consistente y sin fallas los doce años que duró” (p. 80); ciertamente, se puede emitir cualquier juicio de valor sobre los dos primeros gobiernos democráticos peronistas, pero es asunto algo menos opinable que el régimen -“de oprobio y soberbia”- duró nueve años y no doce. A esta falla historiográfica, o aritmética, se le puede agregar otra vinculada con la política migratoria: Vargas Llosa reproduce en este libro algunas páginas del volumen que le dedicó a la obra de Juan Carlos Onetti, El viaje a la ficción (2008); tanto en el texto original como en el fragmento reproducido ahora, le ha quedado fijado al Premio Nobel (y a sus distraídos revisores) que el autor de La vida breve residió en Buenos Aires “de 1941 a 1959” (p. 89), cuando en realidad habitó en la capital argentina –en una primera estadía- desde 1930 a 1934, y en una segunda estancia, de 1941 a 1955. 

     De las fallas que pueden señalarse subrayo una última porque incurre en un sesgado malentendido, que a su vez retroalimenta una típica estrategia borgeana de negación frente a cierto sector de la crítica argentina; esa inexactitud, diseminada en varias entrevistas, es repetida aquí por Vargas Llosa sin chistar ni cotejar sus fuentes. En el reportaje de 1981 Borges reitera que no tiene libros suyos en su casa, y que tampoco tiene “libros sobre él porque –nos dice- el tema no le interesa”. Y a renglón seguido acota el peruano: “sólo ha leído el primero que le dedicaron, en 1955, Marcial Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz: Borges, enigma y clave”; lo leyó porque “el enigma ya lo conocía y tenía curiosidad por averiguar la clave” (p. 24). La boutade no alcanza para ocultar el obvio desliz: como se sabe, el primer libro dedicado al autor de “La muerte y la brújula”, Borges y la nueva generación, del por entonces joven crítico rosarino Adolfo Prieto, es de 1954.

     Pero dejando de lado estas minucias vernáculas, tampoco al laureado arequipeño se le da el chusmerío de trastienda literaria a escala global. Así, por ejemplo, dice Vargas Llosa que “en 1981 Borges fue jurado del Premio Cervantes, en España, y en la votación final, entre Octavio Paz y Onetti, votó por el mexicano” (p. 91). No discuto la verosimilitud del chisme, en el sentido de que Borges habría votado contra el autor de El astillero en certámenes de esta naturaleza, aunque me veo obligado a enmendar el anacronismo: Paz ganó efectivamente el Cervantes en el año señalado, pero Onetti lo había ganado  en 1980 (!), por lo cual, difícilmente el uruguayo pudo volver a competir con el creador de El laberinto de la soledad un año después.  

     Como se sugirió al principio, Medio siglo con Borges -con sus luces y sus sombras- hace su aporte a una paradójica situación que no soy el primero, ni seré el último, en observar. Según es fama, la obra borgeana -la que salió de su obsesiva pluma o del autorizado dictado de su voz-, no alcanza a cubrir un anaquel de una estantería; en el mejor de los casos, si le agregamos los reportajes que concedió o la transcripción de las conferencias que impartió, cubre trabajosamente dos. Mientras tanto, la otra Biblioteca, la que segregan casi diariamente -en distintos puntos del orbe- una industriosa masa de críticos, docentes, becaries, entrevistadores, tesistas, biógrafos, comentaristas, ex alumnos, amigos, familiares, vecinos, intérpretes, ex novias, periodistas, fotógrafos, blogueros, reseñistas (como el que elabora esta clasificación), cinéfilos, musicólogos, dibujantes, charlistas, admiradores, epígonos de toda laya, y académicos de cualquier disciplina universitaria (desde la trigonometría a la física cuántica, sin desestimar la odontología o la obstetricia), crece de manera incesante, incontenible, implacable. 

     Es tan enorme esa babélica producción “que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal”; y si bien cada ejemplar es único, como la Biblioteca es total “hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma”. Salvo por un par de contribuciones dignas de crédito, me temo que el libro de Vargas Llosa es uno más de esos iterativos ejemplares. 

ANTONIO CAMOU

Es profesor-investigador del Departamento de Sociología (FaHCE-IdIHCS- UNLP) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés.

El libro expandido (2020), Borsuk

ENSAYO
VERÓNICA STEDILE LUNA

El libro expandido (2020)
de Amaranth Borsuk

Expansiones

     Como sabemos, los anuncios apocalípticos acerca del fin del libro impreso solo han tenido un efecto de diferimiento respecto de eso que nombran como causa de la ruina (la radio, el cine, las nuevas tecnologías, internet, Amazon). En El libro expandido. Variaciones, materialidad y experimentos, Amaranth Borsuk –quien había publicado originalmente este trabajo como The book– parte de esa misma idea e intenta desarrollar, en un recorrido extenso que va desde la invención de las tablas de arcilla al libro digital, una serie de hipótesis que tienen en el centro de su interés al libro de artista como inflexión y condensación de los problemas históricos de lo que conocemos como libro. Según la autora, es en este tipo de producciones donde encontramos líneas y preguntas acerca del futuro de los libros. 

     La autora nos propone una serie de saltos, a través de la historia de la lectura y la escritura, como así también entre perspectivas disciplinares abocadas a la materialidad del texto y la tradición del libro de artista. En ese recorrido, donde busca mostrar que “los libros surgen en el momento de su recepción: en las manos, los ojos, los oídos y la mente del lector”, y por lo tanto, “lo que está más allá del libro sigue siendo el libro” (Jabès en Borsuk), no encontramos una definición de este término, sino que esta resulta expandida y reformulada por distintxs investigadores cuyas voces leemos en páginas negras que condensan y cortan nuestra lectura lineal del texto. Así, Borsuk va dando vueltas en torno a una serie de palabras clave que son también interrogadas, y que serán puestas en perspectiva histórica: “libro” como dispositivo portátil de almacenamiento, recuperación, distribución y diseminación del texto; soporte material de la lengua inscripta; interfaz a través de la cual nos encontramos con las ideas; medio interactivo. Una de las insistencias del recorrido propuesto es desnaturalizar lo que este término designa, mostrando que el libro ha tenido innumerables transformaciones siempre articuladas con las necesidades de cada sociedad donde surgieron. Por ese motivo, estas definiciones son modeladas por cuatro miradas: el libro como objeto, como contenido, como idea y como interfaz.

     Si bien estas cuatro aristas no tendrían un sentido cronológico lineal, podemos advertir que cada época privilegió una de esas dimensiones por sobre las otras. De esto último se desprende una de las observaciones más interesantes que articula la historia de la propiedad intelectual con la del diseño y al del libro de artista como un momento de expansión: lo que hoy llamamos copyright tuvo que ver originalmente con el derecho a la reproducción de las copias, es decir, un problema que estaba inicialmente vinculado al libro como “objeto” y en torno al cual los contendientes eran impresores, libreros o editores –muchas veces la misma persona era todo eso; la gran novedad se sucedió hacia fines del siglo XIX cuando ese derecho fue transferido del objeto al texto, y entonces pasaron a ser lxs autorxs quienes tenían la posesión de la obra. Anota Borsuk al respecto: “el estatuto actual del derecho de autor puede explicar hasta qué punto este privilegia la idea de una obra a la que me he referido como ‘contenido’”. Casi simultáneamente, en el área del diseño, fue ganando terreno una mirada que se propuso inventar lo invisible, es decir, que la tipografía y la impresión fueran tan invisibles como una copa de cristal. Así, afirma Borsuk, el siglo XX urdió una concepción popular del libro donde este es una trasmisión de ideas, imágenes y pensamientos de una mente a otras, y el objeto o las interfaces mediadoras tienden a hacerse imperceptibles al punto de que las habríamos naturalizado. Este señalamiento es importante porque monta el marco donde el libro de artista sería un punto de inflexión. El surgimiento de propuestas como Fluxus, Oulipo o El arte nuevo de hacer libros de Ulises Carrión tendría su origen en una crisis del sistema editorial antes que en la literatura como forma, poética, relato o institución. 

     Para mostrar cómo es que el libro de artista opera desde lo que llama “remediaciones” –actos de edición que evocan formas del libro anteriores y a la vez cambian fundamentalmente la lectura y la escritura por medio de soportes materiales modificados– describe algunas de las intervenciones más significativas en el desarrollo del libro de artista. Este último es definido, a partir de Druker, como “zona de actividad” donde artistas y escritores crean libros como obras de arte originales; mientras que no sería ni un catálogo de obras ni un texto con ilustraciones lujosas. Williams Blake y Catherine Blake con las “impresiones iluminadas” o aguafuertes que permitieron imprimir a la vez poemas e imágenes en 1788, y Stephan Mallarmé con la “crisis del verso” a finales del siglo XIX son considerados antecedentes del libro de artista. Luego analiza las propuestas de Ed Ruscha y “los múltiples democráticos”, Ulises Carrión y los wordbooks, Alison Knowles y The big book – una instalación que consistía en un libro de dos metros de altura donde se podía habitar, recorrer, subir escaleras, ir al baño, cocinar -, Raymond Queneau, Cai Guo-Quiang, Emmet Williams, Bob Brown y Cecilia Vicuña, la artista chilena que a partir del quipu quechuasistema de escritura “por fuera de la línea del códice”, que asentaba los registros a través de nudos – produjo treinta ejemplares del Chanccani Quipu

     Este tipo de trabajos, al igual que muchos de los libros digitales, desnaturalizan nuestra concepción del libro como “códice” y ponen en el centro, según Borsuk, lo mismo que habría preocupado a los antiguos y nos preocuparía aún hoy: las mediaciones. Por eso a la autora le interesa pensar los momentos en los cuales la interfaz se visibiliza, se integra a la narrativa, y empezamos a ver “hasta qué punto todo libro es una negociación, una performance, un evento dinámico que ocurre en el momento y nunca dos veces”. Así, el libro expandido no es el resultado de “un mejoramiento teleológico de la legibilidad, la distribución y el vínculo con la lectura”, sino momentos que se han dado a lo largo de la historia donde nuestro vínculo con el registro y la lectura muta. 

VERÓNICA STEDILE LUNA

Es Dra. en Letras por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP, becaria de CONICET y docente en la misma Universidad. Integra proyectos de investigación vinculados con problemas de teoría literaria y la historia de las publicaciones periódicas y la edición. También se desempeña como editora en EME Editorial.

Aloners (2021), Hong Seong-eun

CINE
ESTEBAN BARROSO

Aloners (2021)
de Hong Seong-eun

     Mira su celular mientras recibe una llamada. Brinda la información que le piden, de manera diligente y efectiva. Sigue mirando el celular. No parece tener ningún problema en hacer lo que hace. No parece tener ningún problema en tomarse el colectivo cada día, en volver desde su trabajo en el call center hasta su casa, con la mirada fija en su celular, con los auriculares puestos. Ocupa solamente una de las habitaciones de su departamento. Podemos ver una cama de dos plazas, un perchero, una heladera, un microondas. La ventana tapada con una cortina. Cada día se sienta frente al televisor, un televisor que está siempre prendido. Come. Duerme. Se despierta. Agarra la campera, los auriculares, el celular. El colectivo, el call center. Y volver a empezar. 

     Una película que parece, por momentos y especialmente al principio, circular. Una película sobre la soledad cotidiana, sobre una soledad que parece elegida. Jina atiende las llamadas, una detrás de la otra. Su jefa irrumpe en una escena y nos cuenta que Jina fue nuevamente la empleada del mes. Empleada del mes a pesar de haber tenido que faltar dos días por la muerte de su madre. Jina no dice nada, sigue atendiendo las llamadas. Una lista de consumos cotidianos. Un señor que dice haber inventado la máquina del tiempo. Gastos que figuran con nombres que no deberían. Pequeños enojos de los clientes. Pequeños pedidos de disculpas. Y así, las horas y los días transcurren, como una historia sin principio ni final. 

     El televisor prendido. Mientras duerme, mientras trabaja. Un televisor que instaura la presencia del ruido, de un falso contexto, allí donde no hay demasiado. Pero algo de lo externo irrumpe en esa vida monótona que no sabemos si Jina desea, disfruta, padece. ¿Es una forma de vida? ¿Podemos pensar la soledad como posibilidad, incluso en sus contornos más extremos? Jina parece obstinada en seguir así. Parece no querer responder los pequeños diálogos que intenta abrir su vecino, su vecino también solitario. Pequeñas afirmaciones, por aquí y por allá, pequeñas historias sobre soledad, sobre jóvenes que parecen no encontrar su lugar en el mundo. Pequeñas historias que se van entrecruzando sutilmente, conformando un panorama que parece ser más social que individual. Jina como extremo, tal vez. Jina como muestra de un sistema que nos tienden una trampa.

     ¿Es Jina un éxito de ese sistema? Su vecino muere. Ella solo se entera por el olor que empieza a desprender su cuerpo en descomposición. Solamente el olor como huella. El padre le recrimina a Jina por el vínculo, por su no vínculo con su madre ¿Cómo te enterarías de su muerte? El olor de la carne, de la carne hecha carne como último vestigio de lo que somos, o de lo que alguna vez fuimos. Jina tiene una cámara escondida en la casa de sus padres, desde allí puede espiar con el celular, como si fuera un pequeño Gran Hermano, pequeño pero real. Su vecino muere, su vecino intentó hablar con ella apenas un par de días antes, su vecino muerto intentó hablarle, su vecino como fantasma. ¿Pudo hablar con su vecino? ¿No estaba muerto ya? ¿Se está volviendo loca? Jina no desespera, intenta mantener la rutina cotidiana. Sin embargo, empiezan a aparecer algunos síntomas que revelan que la fortaleza de la soledad, las incontables comidas en solitario, en su pieza o en un restaurante, los auriculares permanentes y las conversaciones entrecortadas, todo aquello comienza a mostrar sus primeras grietas. 

     Un nuevo vecino, una charla sobre fantasmas, una señal de televisión que empieza a fallar. Lo externo que sigue irrumpiendo. Jina se ve obligada a enseñarle a una nueva compañera el oficio de atender llamadas, de pedir disculpas, de repetir todos los consumos diarios a personas, posiblemente, igual de solitarias. ¿Eligió ser así, eligió la soledad extrema? Es eso, o son sus despojos. Es eso, o es lo que hicieron con ella. Es el éxito de una estructura que nos maneja como si fuéramos marionetas, o es la soledad respetable, fruto de la libertad. ¿Era libre su vecino? ¿Libre de morir así, sin que nadie se diera cuenta, aplastado por una montaña de pornografía? ¿Era libre de transformarse en un fantasma de la sociedad moderna? Jina parece estar bien. Pero habla con fantasmas. Está bien pero espía, espía de una forma casi obsesiva. Observa a su padre fingiendo una enfermedad. Haciendo como que baila. Organizando una reunión. Recibiendo gente. Entre las grietas que se van formando, algo del vestigio de vidas ajenas empieza a penetrar.

     Aloners es una película sobre la soledad, sí, pero no de la soledad como algo abstracto. Es una película sobre la soledad hecha sistema, hecha artefacto para la repetición, para el consumismo sin sentido, para la nada misma que tiende a la reproducción pacífica. Una soledad quizás falsamente elegida, quizás falsamente disfrutada. Un lugar de comodidad fingida. Jina dice: comer sola es más fácil. Puede ser que haya algo de verdad en aquella sentencia, puede ser que la soledad sea más fácil. Para quién, es una pregunta. Por cuánto tiempo, es otra. Por último, cuánto de vida, sin calificativos, existe en esa soledad para el trabajo, en esa soledad con auriculares eternos. Cuánto de vida puede haber en la metáfora, en la realidad de un televisor permanentemente prendido como ruido de fondo. Cuánto de vida hay en todo aquello, mientras un desconocido hecho fantasma, fantasma que nos habla, muere aplastado y sin nadie que lo recuerde, a apenas unos metros de donde vivimos.

ESTEBAN BARROSO

Es Profesor en Historia (UNLP) y becario doctoral del CONICET.

El amor después del amor (1992), Fito Páez

MÚSICA
HERNÁN CÁNEVA

El amor después del amor (1992)
de Fito Páez

“Yo era un pibe triste y encantado”: Fito Páez y su música

     Un hombre sentado al piano contempla activamente el paso del tiempo; el sonido y el silencio le permiten externalizar su entreverado mundo interno. Su actitud no envejece, aunque sus prematuras primeras composiciones anticipan una madurez inaudita. A lo largo de toda su obra, el “amor” (palabra tan dicha y olvidada en nuestra cultura) será un tópico recurrente. 

     Desde su arribo a la ciudad de Buenos Aires, a comienzos de los años 1980, junto con La Trova Rosarina, Fito Páez ha logrado convertirse en un referente ineludible de la canción popular Argentina, y quizás, latinoamericana. Se trata de un artista “popular” no porque haya elaborado un cancionero para las grandes masas, sino porque modeló un concepto tan simple como necesario para la humanidad, poniendo de testigos su voz, sus gestos y sus palabras: la libertad de expresión. Una idea que se volvió sello identitario, junto con todas sus contradicciones. 

     Creo que, en el caso de Fito, el mensaje cifrado de su obra es que no importa tanto cuál sea el “contenido” de la expresión (aunque siempre sea de relieve considerar lo que se dice), sino la transmisión de una experiencia liberadora de emociones y pensamientos. “Liberadora”, al menos, en dos sentidos: como habilitación y como desprendimiento. Así, las palabras -amándose y odiándose- con las melodías nos interpelan habilitando canales de transmisión casi terapéuticos. De modo que, aunque uno se resiste al comienzo, a la larga se regodea en su dolor, y más temprano que tarde descubre que recordar es también una forma de olvidar. Desprenderse de las mochilas, habitar la negatividad para convertirla en imaginación y creatividad. Esas doctrinas rigen autoritariamente su cancionero. 

     Y es que el mundo de la imaginación y la creación están tatuados en el repertorio de Fito, curiosamente montado sobre los escombros del dolor. Escuchar sus discos es una excusa para citarse con fantasmas que vienen y van, o que el autor atrae y aleja a su antojo. Imágenes de amores que se espolvorearon en el aire, escenas de madres y tías que ya no están, filmografías de épocas doradas que no regresarán; también, vivencias del dolor en crudo y la sensación de rehabilitarse el músculo cardíaco cuando ya no quedan restos. Los acordes menores se mezclan con los jazzeros, la música de Brasil y el tango, conformando una música que “funciona”. El viaje es hacia el dolor, pero con respiros de aire fresco por la ventana. Muchas veces, he sentido que la música de Fito nos hunde en el malestar para volvernos más resistentes a él. 

 

“El amor después del amor”: a 30 años 

 

     Su disco más reconocido, comercializado y, probablemente, el más recordado, celebra sus primeros 30 años. “El amor después del amor” fue presentado en junio de 1992. Si vale la evocación autobiográfica, por aquel entonces yo cursaba sala azul del jardín de infantes. Era un niño de barrio. Mi padre trabajaba en su taller de tornería y mi madre se desdoblaba para atendernos a mi hermano y a mí. Mis recuerdos de infancia de clase media-baja me saben felices, entre otras cosas, por la música maravillosa que sonaba. 

     Mientras habitaba un mundo de películas, patios y meriendas, el país ensayaba su ingreso en el modelo de la convertibilidad, y la cultura televisada se sumergía decididamente en el proceso de globalización, que el neoliberalismo traía como promesa de un mundo más y mejor interconectado. En ese marco histórico convulsionado (aunque en mi recuerdo infante, maravilloso), un disco como el que lanzó Fito, después de haber creado el ciertamente contestatario “Tercer Mundo”, tenía muchas posibilidades de pasar desapercibido. Pero llamativamente (o no tanto) un disco que no pretendía meterse (al menos no manifiestamente) con el estado de la sociedad, se incrustó en el corazón del inconsciente colectivo, activando pasiones, afectos y memorias que aún nos identifican, frente a un sistema que nunca ha cesado de intentar la fragua del lazo social. 

 

“Aromas que no voy a olvidar”: algunas frases en el recuerdo

 

     En un escrito sobre “Clics modernos” de Charly García, me pregunté si era posible describir o analizar con palabras un disco de música. Esa pregunta no me detuvo, porque entendí que la idea no es que las palabras le hagan justicia a un disco ni a sus canciones, sino que narren la relación que une a las personas con la música. Esa relación, si bien intransferible de persona a persona, tiene su episodio en nuestra memoria. Una memoria que es racional y a la vez emotiva; que busca ordenar el disparate de las imágenes y dejar un registro de sentido sobre un pasado que se desluce y escamotea. 

     El disco “El amor después del amor”, a lo largo de los años, me obsequió una orquestación para mis corrientes y probablemente absurdas experiencias amorosas. Algunas frases estuvieron en mi memoria durante muchos años; mientras la vida me vivía (o yo la vivía) las fui conservando y resignificando. Mientras vivía, y me equivocaba, las canciones del disco seguían allí, esperando revelarme su verdadero espesor. Por ello, conforme el paso del tiempo hizo su trabajo, algunas de ellas se volvieron para mí contundentes revelaciones. 

     Mientras estoy escribiendo este artículo, suena la canción “Tumbas de la gloria”, que comienza con aire melanco-tanguero, con la frase “Tu amor abrió una herida porque todo lo que te hace bien siempre te hace mal; tu amor cambió mi vida como un rayo, para siempre, para lo que fue y será”. La rumeo una y otra vez,  cayendo en la cuenta de que el amor es una gran herida abierta, pues por alguna extraña y curiosa razón, somos las víctimas y los victimarios de quienes amamos más profundamente; todavía no puedo entender por qué el amor y la muerte se aman tan apasionadamente, y por qué lo que nos hace bien nos hace mal. Algo de ese disparate queda en nosotros, como una reminiscencia del ser del otro/a, cuando el amor se hace finalmente ausencia. 

     La ciudad, enloquecida y frenética, que narra la canción “Pétalo de sal”, me hace sentir que a nadie le importa quién soy, y que nadie me espera. Todo se mueve tan pero tan rápido que no hay tiempo para quienes caminan lento. Cuando Luis Alberto Spinetta le agrega la frase “algo tienen estos años, que me hacen poner así, y decirte que te extraño, y voy a verte feliz”, me da la sensación que el río del tiempo arrastra con todo casi sin dejar sedimento. La canción me recuerda que los grandes amores nunca se olvidan, y que su ausencia puede significar la consagración de un noble deseo de libertad. 

     Otras canciones, como “Detrás del muro de los lamentos”, me han provocado similar sensación.  El tiempo, que suelta toda amarra, y solo deja una leve brisa esperanzadora de que lo vivido siga existiendo en otro sitio, o en alguien más. La frase “Todo lo que hicimos, la mentira y la verdad; todo lo que hicimos, sigue vivo en un lugar” me ha puesto a pensar cuál podría ser el sitio, más allá de la memoria, en el que viven los secretos, las pasiones tristes, las miserias y las virtudes humanas. Si hubo mapa alguno, su cartografía la tuvo la gran Mercedes Sosa, cuya voz que le dio a esa frase su inmenso océano. 

     Me senté innumerables veces en el piano, creyéndome Fito, a tocar los acordes de “Un vestido y un amor”. Nunca pude entender cómo se producía la alquimia entre una historia romántica, la cadencia y suavidad de la narración y el estallido controlado del estribillo, cuando Fito canta “Todo lo que diga está demás, las luces siempre encienden en el alma”. Creo que en esa canción, hay una gran mentira, cuando se afirma “yo no buscaba a nadie y te vi”. Por el contrario, creo que no hay en el enamoramiento una completa imprevisión; ya que alguien está buscando ser buscado/a, y alguien está queriendo encontrarlo/la.

  

 “¿Dónde va la gente y su corazón?”: Fito, mi adolescencia y la fantasía de amar

 

     Recuerdo escuchar la canción “Brillante sobre el mic” al finalizar los años escolares. La sensación infanto-juvenil de finalizar una etapa, incomprendiendo por qué se terminaba y por qué me querían convencer de que debía empezar una etapa nueva. Mi experiencia subjetiva acerca del inicio y del fin de las cosas, probablemente, haya estado acompañada por esta canción. Algunas etapas se terminan, pero nadie les viene a poner fin y es allí donde nuestra vida se pone en piloto automático.

     Por alguna o varias razones, la música de Fito quedó marcada en mi adolescencia y luego en mi etapa de estudiante de sociología. Particularmente la de aquel disco, asumió en mi experiencia biográfica, un estatuto superior al de la realidad material, puesto que se convirtió en una compañera espiritual en momentos de desasosiego y soledades. 

     Presiento que esta compañía, algo desmesurada y omnipresente, que elegí pero que me eligió sorpresivamente, ocupó prematuramente el lugar de oídos que no me escucharon, de ojos que no me miraron, de abrazos que quise recibir. 

     Cuando adolescente, me perdía en amores que creía imposibles; o mejor dicho, yo los volvía imposibles por mis precarias actuaciones, por una falla en la comunicación, o quizás, por relacionarme con ideas más que con personas reales. El carácter fantasioso de mi subjetividad así como la fantasía del amor (o los amores de fantasía), fueron claramente regados por “El amor después del amor”. Sus destinatarios cambiaron de rostros, de miradas, de edades, pero nunca cambiaron en su esencia, tan prístina como inalcanzable. 

     Mientras me despido, tranquilo y despacio, de esta nota, me pregunto ¿dónde va la gente y su corazón?. Mastico desde hace largo tiempo el interrogante, transitando estos tiempos difíciles. Propongo que escuchemos el disco, cristalino y posible, como pocas cosas de hoy. Porque en definitiva, el amor está en todas partes, y en ningún lugar; ayer, hoy o mañana. Pero sobre todo, está dentro de uno mismo.

HERNÁN CÁNEVA

Es Licenciado en Sociología de la Universidad Nacional de La Plata. En 2019 defendió su tesis de Doctorado en Ciencias Sociales, titulada “Disputas por el aborto en Argentina. Análisis de discursos en dos organizaciones (2014-2016)”.

Suave es el relincho (2021), Pujol Buch

RELATOS
CAMILA SPOTURNO GHEMANDI

Suave es el relincho (2021)
de Valeria Pujol Buch

     El primer libro de Valeria Pujol Buch, Suave es el relincho, adelanta en su imagen de tapa el ritmo suave y constante de la Singer que se mueve a paso firme y laborioso como los doce relatos breves y el poema-manifiesto que componen la obra. La ilustración deja ver un conjunto hecho de retazos: una máquina de coser, un cigarrillo recién prendido en su cenicero y un portarretratos que exhibe a una niña sonriente con su bicicleta detrás. Esta escena misteriosa que conjuga infancia, ocio y trabajo está atravesada por lo rasgado y envuelta en diversos tonos de naranja como una promesa festiva que se completa con la sonrisa rodeada de flores en la foto de la solapa.  

     Así, con la certeza de que será un viaje ameno, de disfrute y con algo de curiosidad entramos al libro Suave es el relincho, una apuesta por abarcar gran variedad de tonos y voces que narran breves episodios de la vida de los personajes recortados con precisión. En el medio de estos relatos acerca de la muerte, el deseo, la maternidad, la escritura, la infancia y la amorosidad (entre otros) se incluye un manifiesto, en forma de poema, que quiebra la estructura tradicional y que con voz provocadora relincha y lo hace con pisada de carnaval:

 

“Así chueca

Ladeada

Me paro aquí 

Y relincho,”

 

     Este relincho que puede leerse como un pronunciarse y un poder decir desde una postura singular reverbera hacia todo el libro dejando una estela de pequeños ecos, voces, risas, aplausos, gritos, palmas, trinos, patadas y otros sonidos que a veces acarician el oído y lo envuelven en algún hechizo del que cuesta salir y otras resultan cortantes y hasta dañinos. Sin embargo, este vaivén nos deja una certeza: el entretejido sonoro se hace oír.

     Así, en el primer cuento que abre el libro: “Samurái frente al espejo” la niña que se disfraza y quiere ser otra haciendo uso de su reflejo, arma un espectáculo donde suenan risas y aplausos. Hace falta solo la palabra de la madre para acabar con el entusiasmo: “Adela, ¿estás?”. En “Brillarás hasta que acabe” es el ruido del viento entre las pocas hojas que quedan en los árboles de otoño el que marca el principio del fin que ya se prefiguraba cuando ese ojo testigo sigue a la ventisca de verano que se pasea por la esquina de Florida, Mitre y Diagonal Norte. “Corrientes y Acuña de Figueroa”, otro de los relatos, comienza con un baile entre amigas que se improvisa en un bar: la patada de burlería y el zapateo “hasta exorcizar el aliento del público”, abren las historias que se cuentan allí. 

     Pero a veces se deja atrás la calle, la esquina, el bar y los lugares públicos bulliciosos y transitados para aquietarse y contar, esta vez, para adentro.  Son momentos donde los personajes se apaciguan, encuentran en lugares íntimos como un cuarto propio o un diario poder decirse en silencio y refugiarse en la escritura y la lectura. 

      Así, en “Retales” el viernes 7 de septiembre del 2018 se abre el diario contando los kilómetros que una mujer hizo en tren a lo largo de toda su vida. En el medio de la maternidad, el trabajo y las cargas diarias se sigue contando: los kilómetros que faltan y la propia historia. Cuando descubre la suma se libera de la estocada que le hace la cama por las mañanas y vuela. En otro de los relatos, “Bienvenida”, una mujer desempolva escritos viejos, reseñas veinteañeras, libros queridos, cartas y notas íntimas que traen recuerdos construyendo así un espacio de tregua con su compañero que la ayuda en su quehacer. Ya no hay lugar para el grito; sí para la palabra amorosa y el brindis. En “Para vestir santos” la apuesta por contar está vinculada al goce: el orgasmo se puede contar con los dedos de la mano, escribir y sentir placer se entremezclan. 

     Si contabilizar resulta liberador y repasar el trayecto recorrido da seguridad para continuar con más fuerza; para otros personajes, más vulnerables, contar es agobiante, nunca es suficiente. Así, en el anteúltimo relato, “Antes que se propague el fuego”, se cuentan las monedas para pagar la comida del día y la que escribe es la doña con letra clara y prolija, las tareas que Marga debe cumplir. “Me clavó el visto”, relato que cierra el libro, hace justicia a las infancias y a sus modos de explorar y ser creativos. Hay una voz que cuenta en letras mayúsculas: “HAY UN NIÑO QUE ESTÁ DESCUBRIENDO EL MUNDO. ESTA ES SOLO UNA ADVERTENCIA” y la voz obturadora es la que se quiebra cuando le sacan la lengua. ¿Burla o venganza? Por qué no las dos.

     Si Suave es el relincho cierra con una advertencia a modo de juego, una que se cumple y que se lleva a cabo en este último relato, nos abre un modo de leer lúdico que pone el acento en salvaguardar lo creativo en palabras mayúsculas. Quizá haya que tomar como premisa el juego de palabras que le propone el aparato electrónico a Erica en el último cuento: “Armardesarmar como el mar” y jugar para encontrar qué otras sorpresas encierra el libro.

CAMILA SPOTURNO GHEMANDI

Nació en San Carlos de Bariloche en 1985, pero vive en La Plata desde el 2003. Actualmente reside en Villa Elisa con su marido y sus dos hijos. Se recibió de Lic. en Letras (UNLP) en 2011 y ha publicado artículos sobre literatura en revistas académicas. Cursa actualmente su Doctorado en Letras (UNLP) (acerca de Stevie Smith, una escritora británica cuya producción está atravesada por la guerra y las cuestiones de género.) Ha publicado dos cuentos de su autoría en la antología Una admiradora burra y otros relatos (2020, Servicop) y un libro de cuentos No quiero volver a mi casa (Malisia Editorial, 2021). 

Indios, ejército y frontera, Viñas (1982)

HISTORIA
MACARENA BOCCIA

Indios, ejército y frontera (1982)
de David Viñas

     David Viñas escribió un libro que se editó por primera vez en México en el año 1982 donde se preguntó si los indios fueron los desaparecidos de 1879. David Viñas se encontró en el exilio al que lo forzó la última dictadura militar argentina y revisó los archivos de la Biblioteca Iberoamericana de Berlín. Así creó este libro que publica en ese año tan nuestro en el otro extremo de la América nuestra. Polémico collage lo llama el propio autor. El adjetivo casi no falta agregarlo, en la firma reconocemos el tono de aquel personaje de robustos bigotes, que probablemente much@s descubrimos en aquel gran video que circula en internet donde Viñas (que entre otras cosas dice una frase maravillosa “la locura no es una enfermedad de los pies”) hace que Beatriz Sarlo se levante y se vaya al decirle funcionaria (1997). Signo de los tiempos, ineludible quizás, Beatriz Sarlo (a la que much@s vimos por primera vez al decir “conmigo no, Barone”) efectivamente era funcionaria. Pasaron 40 años de la primera edición del libro en cuestión y lo que llamamos polémico ha cambiado sus efectos. 

     Pero volvamos a ese primer planteo que según Julio Vezub fue cuestionado por la simpleza de la comparación indios-desaparecidos. Es un movimiento que no tiene su fundamento sólo en una comparación de, perdón por la palabra otra vez, efectos. Es decir, no se cimenta solamente en la luz que echa la palabra desaparecidos sobre la palabra indios (y cómo no pensar al revés). Sino que se estructura en un pensamiento mayor y a la vez más complejo. La historia de las clases dominantes argentinas y su revés dialéctico, claro, la historia de los dominados, bien valdría decirlo al revés. Si bien el libro es un examen lúcido sobre la ideología de lo que comúnmente llamamos generación del 80 decir eso es decir poca cosa. Viñas no delinea solo los caracteres principales de los  planteos que podemos ver en la literatura de esos gentlemen. Sino que durante los tres núcleos que componen la obra, incrusta esa ideología en la red del capitalismo mundial, del pensamiento que se produce en Latinoamérica (pero que no precisamente es latinoamericano), del entramado autóctono de jerarquías que definen a la generación, de la historia colonial y neocolonial de estas tierras. No pensamos en esta trama tan a menudo como deberíamos. 

     Lleno de citas y citas y citas – célula primera del collage- el libro se monta sobre tres bloques con sus ritmos diferentes. El primero se ocupa de las diferentes líneas que debemos ensamblar para comprender el hecho histórico al que llamamos Conquista del Desierto o roquismo, y que en realidad se configura como sometimiento final del indio. No solo nos lleva por el laberinto de sus concepciones militares, de su ideología condensada de nacimiento del Estado liberal,  de  su concepción positivista que no puede con la “opacidad esencial” de los indios. Aquí Viñas introduce también -por ejemplo- la secuencia colonial que nota en la literatura de los gentleman, también en la literatura de frontera. Para estos muchachos, entiende el autor, ese pasado colonial conquistador es el que se enhebra en su serie histórica y los habilita. Escribe Viñas: “Si la colonia es Grecia y el roquismo Roma, ellos son Plutarco”. Así la Campaña del Desierto como continuación de la Guerra del Paraguay y también de la eliminación de los caudillos aparece como el momento final de conformación de una clase dominante pero también de la estructuración del capitalismo dependiente argentino.  En este punto algo llama nuestra atención: Roca se hace personaje en la medida que esta historia avanza porque ese itinerario de la nación también es el de Julio Argentino. 

     El segundo momento, titulado “Anexos”, analiza por un lado la redefinición (¿momentánea?) del conflicto territorial con Chile, subyacente al conflicto con el indio que se delineó en el primer bloque y  por otro lado la reconfiguración de la región del Chaco y de la relación del Estado con los pueblos que allí habitaban. Estos dos problemas estatales aparecen como los necesarios a resolver para esas élites en su maduración, pero una vez definidos se ligan íntimamente al surgimiento de la primera gran crisis de la república conservadora: lo que Viñas llama “inversión de la dicotomía de Sarmiento”. Esta primera gran crisis es en realidad producida por las falsas expectativas en la civilización que podría traer a estas barbáricas tierras la inmigración europea, también por una falsa lectura de lo que Europa era /es. Entonces la inversión de la dicotomía de Sarmiento es el deslizamiento de la figura del dominado de un sujeto a otro: del indio al inmigrante, del toldo al conventillo. Y un tiempo después, claro, a los militantes revolucionarios. 

     El último bloque “Presentaciones y testimonios” es un análisis más fino de algunos productores de ideología de la república conservadora en cuestión. Algunos “Anteriores” al hecho que contribuyen a su legitimidad, como por ejemplo José Hernández en una lectura sobre su obra paradigmática que trae luz sobre el autor más que su propia historia. Donde entre otras frases brillantes aparece ésta: “La palabra clave de Martín Fierro radica en el “pero”; la del indio es “no” y comprendemos algo sobre esa extraña idea argentina que ve en el gaucho un folklore y en el indio suciedad. Algunos protagonistas del momento de la “Culminación” como Sarmiento y su obsesión fundamental. Otros “Tardíos” entre los que encuentra a Roberto Payró y confiesa que es de los escritores con los que se puede sentir más cerca de todos los analizados por la denuncia que hace de las atrocidades y porque en parte se pretende de izquierdas. Y por último algunos más “Tangenciales” como el empresario Castro Boedo con un falso indigenismo que repite a conveniencia la mentira que se ha dicho también sobre la esclavitud en América, aquella sobre que es más conveniente un asalariado que un esclavo en términos económicos, por lo que “matar a un toba o a un mataco – desde una perspectiva empresarial- siempre es un mal negocio”. 

     Hasta aquí el repaso por el argumento del libro. Ahora algunas cosas que llaman la atención. En esta obra aparecen, callan y reaparecen algunas ideas como una luz artificial que titila en un cielo estrellado y por eso llama más la atención. Entre esas ideas, la concepción sobre una élite adjetivada en tempos: madura, reactualizada, en crisis, decadente, renovada. Y siempre hablada en singular. Arriesgamos sobre esto una hipótesis aunque el libro no vaya objetivamente más allá de 1910. Para Viñas la élite se transforma pero esencialmente es siempre la misma, de genocidio a genocidio no olvidemos la famosa celebración de la dictadura sobre los 100 años de la Campaña del Desierto que casualmente cayó en sus  manos. Los procedimientos de ambos momentos de la élite,  pero también el lugar donde ésta ubica a sus futuros dominados, que no enemigos porque la categoría de personas les es tantas veces vedada desde una óptica positivista nunca del todo desarraigada como lo comprueba el hecho de que el conflicto del Estado con el indio persiste y se actualiza en el tiempo. Amargamente lo sabemos. 

     Un problema aquí. El de la circularidad fatal, no por ley de la historia, sino casi por desgracia frente a la fuerza oscura del tiempo. Incompatible parece si lo colocamos al lado de las formas que tienen las ciencias sociales de pensar hoy. Ellas están buscando siempre el matiz, la diferencia, adecuarse a la prohibición académica no dicha de no marcar las repitencias de la historia sin antes enumerar una cantidad de matices que borre de hecho la idea misma de reiteración. No sé si eso está mal o bien. Pero Indios, ejército y frontera ayuda a pensar casi 150 años de historia. También queremos decir que esto lo hace un libro molesto, que a medida que más lo pensamos más nos indigestamos quienes queremos creer de una forma u otra que el Estado es un buen lugar desde donde –al menos- disputar sentidos.

     Un comentario casi al margen y por eso breve, pero también como una luz que titila, quizás con menos frecuencia en la obra pero igualmente destacable, la reflexión sobre las indias. No es que lo preocupe a Viñas un pensamiento feminista o una mirada de género, sino más bien nace ese pensar sobre las mujeres indígenas de la perspectiva de un intelectual algo más honesto que muchos de los de su época al pensar los problemas que atraviesan a l@s dominad@s. 

     Otra luz que titila: las ideas aquí, las ideas en este libro, las ideas dichas cómo las ideas venidas de dónde, las ideas que se van transformando en, las ideas que se juntan y hacen a. Es decir, una poética de la ideología asoma en esta obra. Cómo se construye una ideología y qué pasa con lo que le coexiste, cómo se arma un imaginario capaz de producir genocidio.  Y asoma de la mejor manera que es la implícita, la que sabe que la mejor manera de decir algo es no decirlo del todo, la manera que nos hace buscar entre líneas, subrayar y, de merecerlo, doblar la punta de la página. La que hace que volvamos a este libro 40 años después de su primera edición.  

     Dice Carlos Magnone, en un espacio muy pequeño que le dedica la revista “Punto de Vista” a este libro (y que realmente no aporta mucho), que aquí se deconstruye ese discurso de la generación del 80. A mí me gustaría decir que más bien se reconstruye. Porque para el momento en que la dictadura sucede ya habíamos olvidado tantas cosas, y otras tantas para el año de Malvinas, y otras tantísimas hemos olvidado hoy. Entonces la necesidad es de reconstruir una trama que posibilitó qué. Para eso este libro. 

     Y ese es el poder de los libros que se van transformando en clásicos. No dejan de hablar, se ponen preguntones, un día nos parece que dicen una cosa y al tiempo otras. Y pasa algo más, y al tiempo vuelvo a pensarlo distinto. 

     Quiero decir que a este libro ya debemos ponerle el mote de clásico. No sabemos a ciencia cierta en qué carreras se lee, si efectivamente forma parte de esa serie de libros que el pensamiento nacional categoriza, no sé si Viñas suele entrar en esos anaqueles. Pero lo merece. Ítalo Calvino escribió que “es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo” y que  “es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”. Así este libro en Argentina donde el conflicto mapuche (pero también más ampliamente indígena) se reactualiza una y otra vez, eleva su voz, se silencia y al cabo de un tiempo resurge. Este libro nos habla de ese estribillo de la historia argentina con el que ni los gobiernos de mejores intenciones parecen poder lidiar. Punto límite o punto cero de la dominación occidental que hoy se reconfigura tantas veces como un punto ciego de quienes creemos –buscamos – la justicia social.  

MACARENA BOCCIA

Es profesora de Historia por la UNLP

1982: Mercedes Sosa y Charly García, a dos puntas

MUSICA
JAVIER TRÍMBOLI

1982: Mercedes Sosa y Charly García, a dos puntas

     Se sabe: 1982 fue un año que se partió al medio; más que imposible, inaudito hubiera sido que la guerra de Malvinas no lo desgarrara. Pero no se trató de un desgarro cualquiera, mucho menos del que hubiera cabido suponer. Tan cierta es esta partición como que ni una punta ni la otra de ese año se terminan de revelar con nitidez, y en su opacidad le agregan bruma a la llamada recuperación democrática que hoy con renacido y tenue fervor muchos festejan. La epopeya estilizada que complace.

     Entre el 18 y el 28 de febrero, Mercedes Sosa ofrece en el Teatro Ópera, a cuadra y media del Obelisco, un mismo recital que cada noche, con músicos invitados que varían, escuchan dos mil doscientas personas. Finalmente serán trece funciones. Para lo que nos interesa en este comentario, este acontecimiento artístico ineludiblemente político abre el año que tiene broche, aunque uno que a todas luces tuvo otra gestación y procede de otra fábrica, con Charly García en la cancha de Ferro colmada por una multitud que se estimó cercana a las treinta mil personas. Policía uniformada y de civil no sólo se apostaba en los alrededores del Ópera, sino adentro mismo del teatro. El 26 de diciembre, en la cancha del barrio de Caballito, no se vio ni un agente de seguridad. Se dijo que fue la clave de que no hubiera habido  desbordes, de que se sortearan los hechos de violencia. 1982: despertar con Canción con todos e ir a dormir con No bombardeen Buenos Aires.

     Poco más de un mes antes de la movilización de la CGT que no llegaría a la Plaza de Mayo por la represión, Mercedes Sosa invita a creer que no sólo sus pies habían vuelto a pisar suelo argentino sino que con su cuerpo retornaba algo sustancial de un pasado que la dictadura había hecho mucho por erradicar. Incluso, y sobre todo, de los setenta. “Siempre ha sido mi objetivo volver a cantar en la patria. La patria significa algo muy importante para mí, es donde inicié mi carrera, donde me he casado, donde tuve mi hijo, donde fundamos el movimiento Nuevo Cancionero en 1962, por el cual recibimos burlas –decían que era cosa de locos-, donde encontramos a esa juventud fuerte y pujante.” Patria dicha por esta tucumana, por la Negra como se la vuelve a llamar en diarios y revistas, rezuma sentidos que se creían olvidados. Patria y vida, patria y juventud maravillosa. Sobrevuela este asunto en las crónicas, la que más explícitamente lo plantea es la de Jorge Aulicino en Clarín: “Fácil era ver que gran parte de la concurrencia era la misma que había asistido a los primeros pasos de Mercedes Sosa a fines de la década del sesenta. Bien pasados los treinta, muchos de ellos ostentando bigotes poblados, aunque sin esa caída a lo Emiliano Zapata que fue característica. El clima ‘revival’ –si se excusa esta palabra- era perceptible incluso en algunas conversaciones: ‘Te acordás cuando la escuchamos cantar en aquella peña? Fue la vez que…’” El dedo que aprieta pausa pero esta vez para desactivarla. Si se nos permite, digamos que mucho antes de 2019 lo desplazado había vuelto y mejor, depurado, sin ferocidad, limpio de rabia. ¿Todo eso encierra el cambio sutil en los bigotes? En el prólogo de 1982, cantar ‘tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando’, tiene un significado prácticamente unívoco. Una señal, de las primeras, que indicaba que, en línea con lo que propone Pilar Calveiro, la sociedad había sobrevivido a la dictadura y a los campos. Incólumes, se está del mismo lado, en la misma posición.

     Charly García en Ferro, entre la Navidad y el brindis de fin de año, expresa lo nuevo, lo inesperado si en la mano se tiene la brújula que aporta el pasado, incluso incomprensible para algunos. Por supuesto, el rock ya había dado señales muy claras de renovación, Virus era una de las bandas que la encarnaban, pero las voces de quienes resistían ese giro –el mismo Serú Girán petulante de ‘mientras miro las nuevas olas yo ya soy parte del mar’- eran lo suficientemente poderosas para apenas permitirle que levantara cabeza. En diciembre de ese año bélico y veleidoso, García es la apoteosis de lo nuevo. Que se entienda: de lo nuevo que comunica con un público también inimaginado, que ya no precisa butacas para escuchar música. O sea, sintonizan el rockero que presenta su primer disco solista, Yendo de la cama al living, y esa multitud, se aceptan. De la despedida de Serú Girán en el estadio cerrado de Obras en los primeros días de marzo de ese mismo año –o de la de Sui Generis 1975 en el Luna Park-, a esta otra dimensión que se tornará común para el rock. (Ya que  estamos, recordemos, y el contraste sirve tanto para los trece Óperas como para Ferro, que Alfonsín por el momento sólo había llenado la Federación de Box un mes después del final desastroso de la guerra; y que el 17 de octubre, en Atlanta, el acto se partió y por muy poco los enfrentamientos no fueron  severos.) Quizás, con la música en los oídos, valdría atenuar estas afirmaciones, porque no son más que cuatro los temas que decididamente se alejan de su propuesta musical previa, de Sui Generis, de La máquina de hacer pájaros y de Serú Girán. En “Yendo de la cama al living”, en “No bombardeen Buenos Aires”, en “Peluca telefónica” y, hasta ahí no más, en “Yo no quiero volverme tan loco” no queda huella folk o de pretenciosidad sinfónica. Los demás, a no ser por algunas líneas de las letras, no desentonarían en esos viejos caminos. O sea, es lo que sigue de su obra, esos discos que vienen como ametralladora, lo que marca claramente la ruptura. Entonces, si no es enteramente la música, ¿la impresión de novedad se impone por Fiorucci, por el inusual contrato con una marca de ropa que esponsorea el “show”? ¿Es por el halo de superestrella que llega en un Cadillac rosa hasta el escenario y es presentado en francés por Jean Francois Casanovas? ¿Es por el despilfarro escénico que recrea con fuegos artificiales el ataque que no fue sobre Buenos Aires? ¿O es el poderosísimo juego que propone la iluminación en esa hermosa noche de verano? Cada una de estas cosas, si se quiere extramusicales, desafía a la autenticidad, un viejo valor con el que parece que se saca chispas este Charly de ocaso de dictadura. El efecto es por los cuatro temas y todo lo demás, pero si la balanza se mueve e al fin se inclina mucho es por un estado de ánimo que impregna todo y se impone como una consigna: a pesar de la seguidilla de desmadres que a punto estuvieron de dejarnos sin quicio, hay que pasarla bien, la alegría no puede ser sólo brasileña. “Vamo’ a bailar”. Charly anuncia que no salió de la dictadura como el que había sido, advierte que “es muy duro sobrevivir”, que de esa experiencia nació la desconfianza. Por lo tanto, que no se está donde se está sin costos. De otra manera hubiera sido inhumano.

     Por más que suene feo, que incluso nos moleste, desconfiemos de la vuelta de la cigarra, del sobreviviente que canta al sol. Que Daniel Grinbank haya sido el productor de este capítulo de la carrera de Mercedes Sosa empieza a decir algo sobre lo flamante que, sotto voce, arrastra lo viejo. También, claro, es lo que termina de sellar la enorme afinidad y simpatía entre la Negra y García, lo que une a un recital con otro. No menos significativo en este sentido es que sea el diario de Ernestina Noble, aún bajo influencia decisiva del frigerismo, el que amplifica su regreso a los teatros argentinos y funcione, en palabras de Mariano del Mazo, como ‘el gran escudo mediático’ que la proteja de cualquier represalia trasnochada. Reportajes y notas exclusivas son de Clarín que le hace sombra desde que aparece por la escotilla del avión. Pero tal vez más que en estas cosas sea necesario reparar en cierta dureza del gesto, en el mármol que pesa y satura, en cierta exageración. Demasiada bondad hay en cada tema que interpreta la Negra, demasiados buenos sentimientos. Canta, a través de Violeta Parra, que “perfecto” distingue “lo negro del blanco”, o que mira “al bueno tan lejos del malo”; la gente se pone de pie y aplaude con ganas, como si haber sobrevivido no haya precisado de maestría para manejarse con eficacia en la confusión de grises. Entre el 18 y el 28 de febrero, por la noche tarde, se llegó a creer que no hubo contaminación. Tanto énfasis huele a derrota, permite ver el agitarse de una bandera blanca que discretamente pide tregua. Después de todo, sólo queremos ser libres, es decir, que nos dejen expresar.

     Una nota de Félix Luna, obviamente en Clarín y se confunde con una editorial, es fundamental para captar lo que hay de nueva hora en la vuelta de la Negra. Estuvo entre el público, como Augusto Bonardo, Carlos Alonso, Cipe Linkovsky, Martha Lynch, Silvina Bullrich entre otros nombres propios de la “cultura”; la reverencia, orgulloso de que interprete canciones cuya letra le pertenecen. Comienza así:  “Mercedes Sosa hizo su esperada reaparición en el Opera. ¿Se conmovió el país en sus cimientos? ¿Hordas enfurecidas salieron de la sala recorriendo las calles con su torva faz? En suma, ¿pasó algo en el país después del recital de la Negra? No, desde luego.” Que nada haya ocurrido produce el mejor resultado, nos libramos como sociedad –seguimos su razonamiento- de la “estupidez” que suponía que esta artista y sus canciones podían ser peligrosas, que su aliento iba a implicar algo serio para la realidad tozuda, se lee también que encaminada, del país. En paralelo, no deja de resaltar que fue un “misterio”, y Clarín pone en negritas la palabra, de dónde provino la decisión de prohibir sus actuaciones. Reconoce, no obstante, que la cantora incluye temas en su repertorio que a él no le gustan y que “suscitan el entusiasmo fácil de ciertos sectores del público, que quisieran ver a la Negra agitando una bandera roja y poniéndose al servicios de cualquier extremismo.” Pero está en su derecho de interpretarlos. Este historiador de larga trayectoria en nuestra vida pública –funcionario de la revolución libertadora, militante del frondizismo, en uno años será Secretario de Cultura del alfonsinismo en la ciudad de Buenos Aires-, se complace en recordarles a los gobernantes, y también a los “extremistas”, que una canción es sólo una canción, y que no cambia el mundo, no colabora en tal tarea. Por el piso queda la apuesta del cancionero de protesta, celebrar estos recitales, defenderlos incluso, obedece a una cuestión estrictamente artística y de libertad de opinión.

     En Ferro, 26 de diciembre de 1982, más que un exorcismo, hay una pelea cuerpo a cuerpo con el pasado. Incluso León Gieco y Mercedes Sosa que se hacen presentes en el impresionante escenario que es obra de Renata Schussheim están midiéndose y lidiando con él. Charly es quien acelera. A Nito Mestre lo presenta como a un amigo de la infancia, uno de esos con los que “ya no quiere vivir así/repitiendo las agonías del pasado”, como había cantado en “Canción de dos por tres”. Según cuenta él mismo, a principios de año fue la Negra quien quiso interpretar “Cuando ya me empiece a quedar solo” y lo vuelven a hacer en diciembre. Y si el tema de 1973, de Confesiones de invierno, es casi existencialista, el viento que sopla en Yendo de la cama al living es de respuesta impiadosa a ese ánimo solemne y triste: solo y pronunciando hasta el hartazgo la primera persona, viendo el mundo desde ahí, se puede hacer muy buena música, otra música. Y, además, desembarazada de melancolía. La soledad, incluso el encierro, no es el fin. El egoísmo de Charly se exacerba y la multitud delira con él que nada habría peor que un bombardeo ya no sobre Buenos Aires, sino sobre el barrio más tradicional y selecto. Se prodiga como nunca antes en marcas de clase que sólo de lejos le pertenecen y, al mismo tiempo, incluye sin veladuras la política muy a tono con la hora a través de “Inconsciente colectivo” y “Los dinosaurios”. Las consignas contra la dictadura estallan. Martín Zariello recoge en su libro No bombardeen Barrio Norte el desconcierto con algo de enojo de las juventudes políticas que renacen ante estas combinaciones de Charly. La desfachatez, cierta promiscuidad, empieza a distribuir señales de la baja intensidad de la democracia que vendrá. Para un proyecto futuro: narrar la democracia argentina al ritmo de la locura ascendente de Charly, al ritmo de que dejan de funcionar las barreras para no volverse tan loco.

     Concluyamos provisoriamente que la llamada primavera democrática se compuso tanto de sentidos viejos que parecían volver, suponiendo que su aggiornamiento no les restaba nada sustancial, como de anuncios más o menos impiadosos de que éramos otros en una sociedad que, tan cómplice como sobreviviente de la dictadura, no había dejado de ser tal, sino que era otra también. En ella, el rock se erigió como sensibilidad y como espectáculo de masas, produciendo adhesiones y convocatorias que lo que quedaba de la política aún abierta a la chance emancipatoria no tendrá cómo empardar. ¿Fue el rock la lengua de estos años postdictatoriales y democráticos? Más para el proyecto futuro… Así hasta el 2001 y luego vino otra historia en la que por lo menos se amontonan Cromagnon, Peter Capussotto y sus videos, Charly García tironeado entre el Colón y el CCK y los revivals en el Movistar Arena. Sin lengua.

 

     Pd: En primera persona, si es que interesa, no estuve en ninguno de estos recitales. En los días de arranque de enero de 1982 me llené de tierra en el Festival de Pan Caliente en la cancha de Excursionistas. Entre las fiestas de ese diciembre no podía parar de pensar en la movilización del 16, lo que se abría en el horizonte, y, me parece, sobre todo tenía ganas de escuchar a los cubanos.

JAVIER TRÍMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017).