GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

El agujero en la pared (1982), Kohon

CINE/HISTORIA
MARCELO SCOTTI

El agujero en la pared (1982)
de David José Kohon

Presente continuo

     “Pasás al otro lado y chau”, invita el canchero Mefi al gris Bruno Sánchez, después de abrir de golpe y con sólo sus poderes mentales un boquete en la pared del cuarto que comparten y en el que acaban de realizar juntos una estafa de poca monta que ofició, como el mismo personaje lo anticipaba, de “examen de ingreso” para ver si Bruno estaba apto para el viaje. Y sí que estaba… 

     Una breve leyenda en la secuencia de títulos anuncia que lo que veremos se inspira vagamente en el mito de Fausto y en sus múltiples versiones; la otra clara referencia, no explicitada, es la Alicia de Lewis Carroll, recreada un par de años antes por Serú Girán en uno de sus clásicos. De hecho, el film de Kohon podría llamarse Bruno en el país, porque las referencias políticas, en clave alegórica o alucinada, son parte inescindible de los sentidos de la historia caleidoscópica que despliega su relato. La referencia al espejo y al a través del espejo conecta además directamente con el desenlace de la película anterior del director ¿Qué es el otoño?, estrenada en 1977 y protagonizada también por Alfredo Alcón. Hay continuidad entonces entre el film del comienzo de la dictadura y el del ocaso, un dato que se deja integrar a la historia y al tratamiento narrativo que le dedica el director. Pero no nos detengamos aún en situaciones recurrentes…. 

     El pacto fáustico se encuadra aquí en una Buenos Aires tan setentosa como aún reconocible. Kohon, que filmó la ciudad a lo largo de toda su obra y que le confirió siempre el estatuto narrativo de un personaje, la recorre de arriba abajo y de norte a sur y la expone desde múltiples ángulos. Más allá de que todo tratamiento de un espacio real por la cámara tiene un valor documental, lo singular del cine de Kohon es su apuesta radical, presente ya en su notable cortometraje “Buenos Aires” de 1958, contra toda pretensión objetiva; no hay aquí ningún documento exterior a la puesta en escena y el espacio urbano en su cine es siempre parte del drama, proyección de las sensibilidades puestas en relato, nudo entre subjetividades, lugar y tiempo realizado ante la cámara, connotado por el ángulo y la distancia, soportado y sostenido por el montaje. Una rareza para un cineasta argentino de su generación, Kohon fue, tal vez, el más profundamente convencido de que en el cine lo real procede de una invención. En nuestro film, el primer viaje urbano es el de Bruno –Alcón hizo algunos de sus mejores papeles en cine trabajando con Kohon, este es uno de ellos-, a pie, del cumple infantil al que fue contratado a sacar fotos hasta la propia casa en el sur de la ciudad, donde lo espera una madre postrada y quejosa o, menos aún, la voz de una madre postrada y quejosa que lo fastidia y le reclama que se case pronto. Treintañero frustrado, el protagonista apenas vacila cuando su insólito nuevo amigo le propone “un trato” que lo llevará de una existencia mediocre a la fortuna de un magnate. Pero no nos enredemos en el argumento, al menos no todavía…

     El tal Mefi, un jovencísimo y carismático Mario Alarcón, aparece a lo largo de la película desempeñando varios oficios: canillita, empleado de limpieza, agente inmobiliario, carcelero, sepulturero, una vez más vendedor de diarios y ¡fotógrafo!…. el orden no importa mucho, sino más bien la ubicuidad del personaje, una especie de diablito saltarín como el conejo de Alicia, que se presenta repentinamente y le da vueltas al destino de un Bruno cada vez más envuelto en el paquete. El motivo inicial es la foto de un suicida que se arroja desde las alturas, que nuestro fotógrafo de cumpleaños capta en el momento justo de la caída y que Mefi le ofrece vender con un contacto importante. De ahí en más, Bruno empieza su viaje al otro lado, ese en el que viven “los que no trabajan, los que flotan sobre el esfuerzo ajeno, los que tienen la información que importa”, que se concretará a través del agujero. Pero no nos adelantemos a los hechos…

     Insólitamente, el viaje de Bruno empieza en una estrafalaria orgía organizada por unos enanos en la que, entre tantas sorpresas, se encuentra con la modelo del momento, que se le ofrece al natural ante el clamor fervoroso de la fauna presente; Bruno acomete pero en el lance el cuerpo de su tentación se desinfla entre sus manos mientras la multitud alrededor estalla en carcajadas. “Vos siempre haciendo el gil”, le canta la justa Mefi café de por medio, antes de lanzarlo al viaje que sí importa al otro lado del agujero: pasaje hacia un acético cuarto blanco en el que al presionar un timbre, una voz de locutora de FM anuncia la cotización de las acciones al día siguiente…. De pronto, convertido en un cerebro del mundo financiero, el nuevo Bruno Sánchez, de porte enderezado y peinado a la gomina, deviene en gran empresario, compra un yate, un diario, un canal de televisión y se asocia con promesas de la política. Ahora la tiene clara, no se trata de la guita si no de manejar la “bocineta”, el control de la información e incluso la invención de la realidad por medio de los grandes medios. No sorprende, claro, que pregunte “¿Cómo, ya son las once?”, cuando uno de sus nuevos empleados corre a avisarle que acaba de caer el presidente. Pero no nos atropellemos que el trance es más complicado…

     Al otro lado, Bruno se casa nomás con la chica perfecta, la de los posters y la telenovela de su propio canal, una María Noel que encarna la suma del ideal femenino de la publicidad y, a la vez, exhibe la temperatura de una muñeca inflable. Con gran pompa, la boda se pone en escena para la tele, pero de pronto su mujer lo invita a celebrar con ella el aniversario de su separación. Al pasar, en la calle, Bruno tropieza con Lucía, la vecina del barrio del otro lado, el amor idílico de su juventud que le cuenta que trabaja con un titiritero y le pregunta si consiguió lo que deseaba, Bruno se paraliza y se queda haciendo la mueca de los títeres. Los negocios van bien pero se enredan y, bueno… llegado el caso habrá que mandar a matar a alguno y sacrificar a otros; la alianza con la política lo pone al borde del gobierno, pero nuestro módico héroe se siente cada vez menos convencido del trato que ya no puede deshacer. En un intento por volver al otro lado del agujero las cosas ya no son como eran y tampoco lo son a su regreso ¿su madre murió o está a punto de volver a caminar? Mefi le bate otra vez la justa, no se trata del tiempo, lo que cambia es el “aquí”, vas pasando de un aquí a otro y las cosas se parecen pero no son exactamente iguales, se diferencian pero no son del todo distintas. Pero no nos dejemos llevar por las vueltas de la trama…

     Kohon persevera en su apuesta al enrarecimiento y la inestabilidad del relato, y el montaje es el recurso central de esta apuesta. Entre escenas y secuencias, el tipo de corte y apertura procede contra toda linealidad, el ritmo se acelera o la narración se superpone o se repliega, y no hay certeza de que una situación suceda cronológicamente a la precedente. La lógica, si se puede clasificar, es más cercana a la de los sueños que a la de la experiencia social cotidiana y el repliegue del relato sobre sí mismo resulta coherente con este tratamiento imprevisible de la narración. Uno nunca sabe qué va a venir después e incluso si se trata efectivamente de un después. El conjunto se puede leer en la clave de la transformación histórica de un sujeto y, por extensión, de una sociedad, en tránsito desde una cierta forma tradicional a otra en la que priman el oportunismo, la especulación y la codicia; pero el asunto no se agota en esta posible lectura socio histórica y la recurrente aparición de los enanos y su papel de mediadores polivalentes que organizan festicholas y desfilan con lanzallamas en el centro de la ciudad, como salidos de un film de David Lynch, desajusta cualquier intelección cerrada y descompone toda interpretación lineal; Kohon imagina un espejismo dantesco, pero no se propone delimitar sus posibles reflejos. La secuencia final deja varios cabos sueltos en el juego dialéctico y las sonrisas entre Lucía –el ángel que no ha caído- y Mefi y, al cabo, hay quienes no aceptan las propuestas que el fausto porteño va soltando aquí y allá para pasar al otro lado. De pronto, a los ojos del mismísimo, la ciudad del lujo y las tentaciones se vuelve un inmenso basural en el que se pierde la vista. Pero no es cuestión de adelantarnos en el tiempo…

     Recargada de información alegórica, subrayada quizá en demasía en unos u otros pasajes, puesta a salvo de la gravosa solemnidad que sería tan frecuente en el cine argentino posdictadura por un inusitado y preciso sentido del humor, El agujero en la pared es una película imprescindible para quienes se interesen en esto que hemos dado en llamar la historia argentina reciente, en las marcas de la dictadura y en las formas en las que ciertos artistas maniobraron para representar y narrar una sociedad puesta en abismo en unos pocos años. Sorprendente incluso por la lucidez con la que anticipaba buena parte de la realpolitik de los años venideros, la película de Kohon guarda cuatro décadas después y entre sus muchos pliegues conexiones no tan cifradas con nuestro presente. Lo que en ella se atisbaba, incluso más allá de la conciencia de su protagonista, es que ese paso al otro lado suponía el comienzo de una nueva época en la que ya no cabría siquiera la ilusión del regreso. Con todo, el director se guarda en la manga un truco que suelta al final y que retuerce la historia hasta volverla arena escurridiza entre las manos, fotografía sin película o, más insidiosamente, la anécdota de un cuerpo desaparecido o tapado por los diarios. Pero no revelemos el desenlace ni sus posibles correlatos… Retengamos de momento una idea que Bruno Sánchez apenas alcanza a entrever: una pesadilla siniestra se termina o, tal vez, sólo acaba de comenzar.  

“El agujero en la pared” se puede ver aquí: 19820603 – El Agujero En La Pared (Película Completa HD720p) – YouTube

MARCELO SCOTTI

Es profesor del Departamento de Historia (FaHCE-IdIHCS- UNLP) y docente de posgrado en FLACSO, Argentina.

Los autonautas de la cosmopista final (1983), Cortázar y Dunlop

CRÓNICA/NOVELA/LIBRO DE VIAJES
ANTONIO CAMOU

Los autonautas de la cosmopista (1983)
de Julio Cortázar y Carol Dunlop

El penúltimo viaje de los autonautas

     Hace cuarenta años, entre el domingo 23 de mayo y el miércoles 22 de junio de 1982, Julio Cortázar y Carol Dunlop emprendieron un “viaje atemporal” por la autopista que conecta París con Marsella. Si Google no miente ni se equivoca por mucho, los 775,2 kilómetros se pueden recorrer en 7 horas y  26 minutos, pero los expedicionarios se tardaron treinta y tres largos, delirantes y felices días, en virtud de las estrictas reglas que se fijaron para la inusual travesía: cumplir el trayecto “sin salir ni una sola vez de la autopista”; explorar “cada uno de los paraderos, a razón de dos por día, pasando siempre la noche en el segundo”; efectuar “relevamientos científicos de cada paradero, tomando nota de todas las observaciones pertinentes”; e inspirándose en los relatos de viajes de los grandes exploradores del pasado, “escribir el libro de la expedición” (p. 29). 

     Mezcla de crónica, parodia de las narraciones de viaje, novela por entregas y lúdico collage de fotos, dibujos, mapas, planos, reflexiones al paso y otras yerbas, Los autonautas de la cosmopista –publicado originalmente en 1983- es un libro escrito por cronopios para ser leído especialmente por otros locos y locas lindas. “Dedicamos esta expedición y su crónica –nos dicen de entrada les autores- a todos los piantados del mundo y en especial al caballero inglés cuyo nombre no recordamos y que en el siglo dieciocho recorrió la distancia que va de Londres a Edimburgo caminando hacia atrás y entonando himnos anabaptistas”.

     A diferencia del caso de Cristóbal Colón y de otros temerarios navegantes con menor fortuna, uno de los principales objetivos de la expedición -verificar la eventual existencia de Marsella- se cumplió ampliamente, según lo demuestran unas profusas fotografías tomadas por los viajeros en el puerto de llegada. Y aunque no contemos con documentación fidedigna a mano, entendemos que el rotundo éxito de la epopeya ha suscitado múltiples réplicas de otros expedicionarios –desde entonces hasta hoy-, que han acometido excursiones con análoga finalidad civilizatoria, tal como corroborar la discutible realidad de San Clemente del Tuyú, de Venado Tuerto o de Salsipuedes. 

     Claro que Los autonautas es también, a su manera, un libro militante. Por supuesto, en un registro muy distinto a Libro de Manuel (1973) o a las colecciones de ensayos y artículos de opinión escritos a lo largo de varios años, y que de manera simultánea con la expedición, Cortázar había comenzado a reunir en volúmenes integrales: desde Nicaragua tan violentamente dulce (1983) hasta Argentina: años de alambradas culturales (1984), que aparecería de manera póstuma. Así, de entrada se nos advierte desde la primera página: “Los derechos de autor de este libro, en su doble versión española y francesa, están destinados al pueblo sandinista de Nicaragua”. Y ese posicionamiento se traslada a un hecho -cargado de inquietud y de dolor- que acompañará a los viajeros a lo largo de todo el itinerario, en particular por las noches, cuando sintonicen las noticias de la BBC de Londres para rescatar alguna información medianamente creíble sobre la Guerra de Malvinas. Se trata de una confrontación que el libro no trepida en calificar de “imbécil”, “siniestra” o “estúpida”, y con filosa lucidez nos entrega un análisis que nos sigue interpelando hoy:

     ¿Cómo no llenarse de angustia ante la siniestra pantomima de una junta militar que, sabiéndose rechazada por la población civil, opta por una fuga hacia adelante y se lanza a la reconquista de las Malvinas, sabiendo perfectamente que eso manda a la muerte a millares de conscriptos mal entrenados y equipados? ¿Cómo no sentir náuseas frente a la estúpida adhesión de una mayoría de argentinos que en estos últimos años han vivido día tras día la opresión, los asesinatos, la tortura y la desaparición de millares de compatriotas? (pp. 87-88).

     Pero tal vez el sentido político más sugerente que entrega el libro haya que buscarlo por otro lado. Mirada en perspectiva, la obra es en buena medida la contracara, y hasta cierto punto también la lejana prolongación, del cuento “La autopista del sur”,  publicado por Cortázar en 1966, en el volumen Todos los fuegos el fuego. Ambientados en la misma ruta, y más o menos en la misma época del año, sería demasiado largo constatar la ristra de parecidos y diferencias entre ambos textos, aunque algunas pocas observaciones nos ofrecen tela para cortar en la dirección que insinuamos. 

     De entrada, una pequeña discrepancia  espacial y una coincidencia temporal: en un caso, el viaje parte de la capital francesa a Marsella, mientras que en el relato del embotellamiento los viajeros marchan de regreso a París –también un domingo- luego de un fin de semana. Claro que el mayor contraste se da entre el aire kafkiano de pesadilla urbana que respira el cuento –automovilistas atascados varios días en el camino por causas que nunca se develan, expuestos a las inclemencias del tiempo, sin agua ni provisiones, etc.-, y el destino elegido de vacación feliz que anima a Los autonautas

     No obstante, en los dos textos se ponen de manifiesto los trazos de un orden social emergente y paralelo al de la realidad cotidiana de la ciudad, con sus problemas y desafíos. En “La autopista del sur” el orden social precario y vacilante surge de la propia interacción de los protagonistas, forzados por las circunstancias adversas e imprevistas que deben enfrentar, y de las que tratan de escapar. Sólo la resignación ante el hecho consumado de que el problema de tráfico no se resolverá de un momento a otro, mueve a los afectados a aceptar el “acuerdo tácito” de descansar y recargar fuerzas para estar mejor pertrechados en la lucha del día siguiente. Podríamos decir que se trata de un tipo de orden inter-accional, especialmente analizado en diversas obras por el sociólogo canadiense Erving Goffman, fallecido prematuramente en el mismo año que se produjo el viaje. Así, como señala en “El orden de la interacción” (1991), su obra póstuma, la co-presencia corporal –constituida en un espacio y un tiempo determinados– “lleva implícitos riesgos y posibilidades”, por lo cual da lugar a una amplia gama de “técnicas de control social” a través de las cuales los participantes tratan de manejar los posibles resultados de sus acciones. Un punto por demás interesante es que en ese orden circunstancial, contingente, fruto de la misma emergencia, se cuelan las marcas discriminadoras del otro orden más profundo y estructural en el que han sido socializados los viajeros y viajeras que sufren el inusitado percance. Por ejemplo, cuando hay que organizar las distintas tareas destinadas a garantizar la supervivencia, las mujeres serán las encargadas de atender a los niños y de cuidar a los enfermos, mientras los hombres son los exploradores que van en busca de agua y de comida. 

     En la obra de Cortázar y Dunlop, en cambio, el orden surge por la construcción deliberada de un juego de reglas consensuadas que organiza la vida de los protagonistas; no importa que esas normas puedan parecer estrambóticas a simple vista para el común de los mortales, lo significativo es que son voluntariamente aceptadas por los jugadores; e incluso son acatadas por sus amigos y amigas que los visitan y les traen alimentos frescos, o les hacen compañía en algunos paradores estrictamente prefijados para recibir huéspedes provenientes del mundo normal, al que, más temprano que tarde ambos tienen la certeza de regresar. Se trata, además, de un orden equitativo, donde los protagonistas se reparten las tareas domésticas que involucra el viaje: los dos alternativamente hacen la comida, lavan la ropa o mantienen limpio el vehículo, que por derecho propio es el tercer personaje de la historia, el dragón Fafner.   

     En El cemento de la sociedad (1997), desde un enfoque de elección racional, Jon Elster analiza dos tipos de orden social: por un lado, el de “configuraciones de conducta estables, regulares, predecibles”; por otro, el de “conducta cooperativa”. En paralelo, habría entonces dos tipos de desorden: el primero es la visión del mundo que nos entrega Shakespeare en Macbeth, esto es, la vida concebida como “ruido y furia”, un cuento “contado por un idiota”; el segundo tipo de desorden queda bien expresado por la visión que Thomas Hobbes ofrece del estado de naturaleza en el Leviathan: un espacio de relaciones donde la vida humana es “solitaria, pobre, sucia, brutal y breve” (pp. 13-14). Una curiosidad no menor del texto de Cortázar y Dunlop es la de construir –desde una racionalidad con “arreglo a valores”, diríamos en los clásicos términos weberianos- un nuevo orden cooperativo, si bien acotado en el tiempo y el espacio, que pone en cuestión la estabilidad, la regularidad y la predictibilidad del orden dominante. 

     En el marco de la discordancia entre las dos historias llama la atención el uso de una misma figura -para caracterizar un aspecto común de ambas situaciones- pero con una valencia diametralmente opuesta. En un caso, los autonautas hacen un explícito elogio de la lentitud y se congratulan de todo lo que pueden llegar a “descubrir al entrar en un ritmo de camellos después de tantos viajes en avión, metro, tren” (p. 42); en el otro, los indignados viajeros varados en el camino se quejan a viva voz por el atropello de “someter a millares de personas a un régimen de caravana de camellos” (p. 12). Pero justamente es ese ritmo lento, planeado por unos y padecido por otros, el núcleo de la incongruencia con respecto a la conducta habitual y esperable en una autopista: ir a gran velocidad. Por eso, al concluir el cuento publicado en 1966 –cuando los automovilistas pueden retomar su marcha habitual-, el relato deja en suspenso una clave de interpretación que abre una fisura entre lo corriente y lo extraño, entre lo aceptado y lo posible, entre lo normal y lo diferente; y a partir de ese desplazamiento en la mirada es posible empalmar esa historia con la aventura que van a emprender una década y media después. Dice Cortázar: “…y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia delante”.

     Finalmente, Los autonautas nos cuenta una historia de amor -bella y breve, intensa y triste-, porque para quienes conocemos el final de la película el texto respira un perfume de paraíso perdido y de ilusiones truncas: “Volvimos a París llenos de planes: terminar juntos el libro, dar sus derechos de autor al pueblo nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente”. Y aunque ellos todavía no lo saben en su eterno presente de papel, de mapas y de dibujos, nosotros sabemos que a los dos trotamundos los persigue la sombra terca de una inminente despedida. 

     Apenas terminada la expedición, los infatigables viajeros emprenden una nueva visita a Nicaragua “donde había y hay tanto que hacer”. Allí Carol –cuenta el Enormísimo Cronopio en la última página- reanudó “su trabajo de fotógrafa mientras yo escribía artículos para mostrar en todos los horizontes posibles la verdad y la grandeza de la lucha de ese pequeño pueblo que infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad”. Pero el destino había marcado las cartas: la salud de la joven mujer –tenía apenas 36 años- “empezó a declinar, víctima de un mal que creímos pasajero porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más hermoso”.

     Los autonautas de la cosmopista se publicó poco tiempo después del fallecimiento de Carol Dunlop y apenas cuatro meses antes de la muerte de Cortázar. Ambos están enterrados en la misma tumba del Cementerio de Montparnasse, por donde desfilan peregrines venides de los cuatro puntos cardinales que dejan flores, libros, cigarrillos, botellitas de whisky, lápices de fieltro, boletos de metro, tickets de peaje, mensajes garabateados en cualquier idioma, y piedritas de todas las formas y colores para seguir jugando a la rayuela.   

 

ANTONIO CAMOU

Es profesor-investigador del Departamento de Sociología (FaHCE-IdIHCS- UNLP) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés. 

Carta de Sara Ahmed a Lauren Berlant

EPISTOLAR
LUCAS SAPOROSI

Carta a Lauren Berlant (2020)
de Sarah Ahmed

Escribimos para estar en la reverberación del mundo. Sara Ahmed y su carta a Lauren Berlant

“We write to be in the reverb of world and world”

Lauren Berlant y Kathleen Stewart (2019, p. 131)

I.

 

      El 28 de junio de 2021, hace ya más de un año, Lauren Berlant falleció luego de pelear contra una terrible enfermedad. Un tiempo después, Sara Ahmed publicó una carta en su blog feministkilljoys en conmemoración de Lauren. No fue (solo) una carta de despedida, ni un homenaje a su trayectoria, sino una reflexión sobre el vínculo que las unió durante más de veinte años. Una reflexión que tomó la forma de un ejercicio de memoria y puso de relieve lo que implicaba la pérdida de una compañera y de una referente político-intelectual: una marca, una herida abierta, un quiebre en la brújula de la tarea de la crítica. “¿Qué ocurre cuando la persona que perdés es aquella que mejor puede describir esa pérdida para vos?”, señala Ahmed al inicio de su carta, restaurando esa inconmensurable habilidad de Lauren para construir el haz de las palabras adecuadas sobre las superficies que deja una herida.

     Lauren Berlant y Sara Ahmed son (y han sido) reconocidas investigadoras, docentes y activistas feministas que han desarrollado su tarea en el campo de la crítica cultural y de la teoría de los afectos. Ahmed fue profesora de Estudios Culturales en Goldsmiths, en la Universidad de Londres, y directora del Centro de Investigaciones Feministas. Berlant, fue docente en las áreas de Género y Literatura en la Universidad de Chicago, desde 1984. Asimismo, sus intervenciones públicas han ido mucho más allá de la academia y se han convertido en referentes político-intelectuales del movimiento feminista y queer en Estados Unidos y Gran Bretaña.  

     En este texto, no nos ocuparemos de hacer un análisis de los enormes aportes de Ahmed y Berlant al campo de la crítica cultural y política. Para ello, se pueden consultar los diferentes trabajos de Cecilia Macón (2014; 2020), de Helena López (2014, 2015) y de Mariela Solana y Cecilia Macón (2015), entre otros. También, la entrevista que Magalí Haber le hiciera a Berlant (2020) resulta una contribución importante para comprender el trabajo de la autora. Aquí, se trata de hacer una breve reflexión acerca de la carta que Ahmed escribió con motivo de la muerte de Berlant y contribuir con una lectura sobre la memoria, el duelo, los afectos y las formas de comprender el vínculo feminista y los distintos trazos en común de la vida de colegas y compañeras dentro (y fuera) del campo de la academia. 

     Desde allí, Sara propone una reconstrucción íntima y, por tanto, pública y profundamente política de su biografía y de sus encuentros con Lauren. Justamente, (lo) íntimo y (lo) público ha sido una de las articulaciones conceptuales más relevantes en la teoría de Berlant. Así, referir al o a lo “público íntimo” (o “intimate pubilc”), en tanto “espacio de mediación en lo que lo personal es refractado a través de lo general”, como lo definió en The Female Complaint (Berlant, 2008, citado en Macón, 2020, p. 11), le permite a Sara colaborar en la construcción de una escena de contacto útil para esta meditación sobre el duelo. Ahmed, entonces, encuadra una trama que evidencia los cruces, los diálogos, las tensiones y, ante todo, la potencia de la práctica político-intelectual cuando se la propone como una tarea feminista sobre todos los órdenes de la vida. 

     Sara no tiene palabras para nombrar la pérdida de Lauren, pero las encuentra en la memoria de su experiencia con ella. “No tener palabras es también poner palabras, apuntando hacia algo, conectándonos con alguien”. En esa memoria, o reverberación para usar las palabras de Berlant y Stewart (2019), es donde se funde el despliegue de la carta. En efecto, un “trabajo de memoria” (recuperando el clásico aporte de Elizabeth Jelin, tan pertinente para este vínculo) puede ser una forma de la reverberación; o bien, un “trabajo de traducción”, como señaló Ahmed (2015), en la medida en que nos permite comprender que la ausencia de palabras también puede ser una forma de escucharlas desmontadas, tardías, como si estuvieran desincronizadas o viniesen desde lo lejos; precisamente eso, una reverberación. 

     En este punto, la carta alude al recuerdo de la primera vez que Sara Ahmed leyó el nombre de Lauren Berlant, allá por mediados de los años noventa, cuando una colega, Sarah Franklin, le acercó una copia de una convocatoria a un dossier (un CFP o un “call for papers”) impulsado por Lauren. El encuentro entre Sarah, Sara y Lauren efectivamente constituye una escena de contacto en la carta: Sara Franklin, investigadora y docente feminista, se convirtió luego en la compañera de vida de Sara Ahmed. El nombre de Lauren allí inscripto es entonces un gesto en esa complicidad amorosa. Y lo hace explícito: “vos [Lauren] estuviste merodeando durante ese devenir”, en referencia a ese encuentro afectivo. ¿Cuánto de esa potencia de la segunda persona del singular (ese vos, ese tú) nos interpela y nos incluye en esa escena? Pareciera revelarse allí un intencionado reconocimiento múltiple: Ahmed le habla a Lauren pero, en el pacto de lectura, quienes leemos también nos vemos aludidos por esa voz (y ese vos); al mismo tiempo que suscita esa referencia amorosa a su compañera, Sarah Franklin.     

     Ahmed, por entonces una joven investigadora feminista, recientemente graduada del programa de doctorado del Centro de Teoría Crítica y Cultural de la Universidad de Cardiff y buscando abrirse paso en el mundo académico de Gran Bretaña, le escribió un mail para participar del dossier y le propuso un artículo sobre el cruce entre intimidad y autobiografía, muy vinculado a su libro Strange Encounters (2000). Pero la respuesta de Lauren no cumplió con las expectativas de Sara: “no puedo recordar exactamente las palabras que usaste, pero fue algo así: -resulta bastante obvio un acercamiento a la intimidad a través de la autobiografía”, con un sutil énfasis en ese adjetivo, obvio, que le asignaba un tono crítico e impugnatorio. Siguieron, tal como lo recuerda, una serie de intercambios un tanto tensos entre las colegas que, en algún punto, permitieron confluir en preocupaciones teóricas y epistemológicas comunes sobre cómo abordar problemas en el campo de la crítica cultural. 

 

II.

 

     A partir de entonces, la voz temblorosa de Sara recuerda los intercambios posteriores con Lauren, los cálidos encuentros y conversaciones, así como también las diversas tensiones que enredaron la atmósfera de sus diálogos. La obra de ambas tiene la particularidad de poder leerse como un testimonio de esos cruces, como un archivo afectivo que pone en evidencia cómo esa intimidad fue vivida y asumida. Sara subraya permanentemente estas referencias cruzadas donde las palabras de una se vislumbran en la obra de la otra, no sólo como un registro de la intimidad sino también como un posicionamiento respecto a la política de citación. En este punto, la cita deja de ser comprendida como una mera exigencia académica para asumirse como una tarea que visibiliza un reconocimiento, una marca de la escucha atenta. En otras palabras, citar es una práctica de ubicación, de delimitación de coordenadas que orienta el modo en que nos vinculamos con la tarea y con lxs colegas en un determinado territorio de saber. Por tanto, estas mutuas referencias, también ampliadas a otras autoras, recomponen el mapa de un vínculo y de una trama de voces con preocupaciones comunes. 

     Aquí resuenan las palabras de Arlette Farge respecto al uso y a los peligros de la cita. “La cita jamás puede ser una prueba”, sugiere la historiadora francesa; es decir, no puede ser (únicamente) una prueba de lectura, una prueba de conocimiento ni una prueba ante un/x otrx que, en tanto tal, asume el lugar de evaluador/x. Señala Farge que “la cita debería responder a un trabajo de incrustación” (1989, p. 59), o de montaje podríamos decir, precisamente porque toma sentido en la medida en que forma parte de un encadenamiento. Para estas autoras, relocalizar las palabras ajenas es una forma de aludir a esa escena compartida de enunciación y de pronunciar los nombres que la componen, Sara, Lauren, Sarah. Nuevamente, las reverberaciones de la práctica intelectual. 

     Ahmed al rastrear sus diálogos y tensiones teóricas con Lauren las vuelve parte de su duelo. En la carta, recuerda que Berlant refirió críticamente a su trabajo en El Optimismo Cruel (2011) [2020] y la posicionó entre las teóricas más interesadas en la cuestión de las “emociones” que en la de los “afectos”. Una inscripción de la que la misma Ahmed ha intentado desplazarse frecuentemente, tal como lo explicitó en la introducción de La política cultural de las emociones (2004) [2015], sobre todo, con el concepto de “economías afectivas”. En ese sentido, la segunda edición del libro incorporó una réplica al argumento de Berlant, puntualizando no sólo en esa crítica, sino también redoblando la apuesta y marcando su profundo interés en objetos de estudio que, en la jerga de esta teoría, podrían enmarcarse en esas indagaciones sobre “lo afectivo” o en lo que resulta difícil de codificar en una superficie discursiva

     Entre esos objetos, Ahmed propuso más tarde la idea de “promesa” (de felicidad) entrecruzada, a nuestro entender, con la de “optimismo” (cruel), ambos conceptos fundamentales para comprender las nuevas formas de vulnerabilidad y precariedad en el marco del neoliberalismo y, específicamente, las condiciones del ascenso de Trump en Estados Unidos. En este punto y parafraseando a las autoras, podríamos preguntarnos: ¿cuáles han sido esas “formas de apego” que han mantenido a ciertos individuos vinculados con determinados discursos, representaciones, fantasías y expectativas de vida, que no han hecho más que ocasionarles una profundización en sus experiencias de opresión y vulnerabilidad? Según Berlant: “una relación de optimismo cruel (…) que se establece cuando eso mismo que deseamos obstaculiza nuestra prosperidad. Puede ser la comida, una forma de amor, una fantasía de la buena vida o un proyecto político” (2020, p. 19). O, según Ahmed, “una promesa de felicidad” pensada desde su condición directiva, como un mandato a seguir, cuando “la felicidad se convierte en un punto final (…), de modo similar al de la expresión porque sí” (2019, p. 415).    

     En este mismo diálogo cruzado, se puede trazar también la reciente conceptualización de Ahmed sobre la queja (o “complaint”) y de Berlant, sobre la molestia o la inconveniencia (“inconvenience”). Justamente, durante el proceso de escritura de Complaint! (2021), Sara recuerda el último encuentro en persona con Lauren. Fue en Chicago en el año 2015. Se reunieron en la peluquería y luego pasaron un buen rato juntas. Allí le contó sobre los pormenores de aquella escritura y del modo que había surgido como parte de su experiencia con un grupo de estudiantes que habían iniciado una queja colectiva para denunciar el abuso sexual en la universidad. También le comentó que el compromiso asumido ante las activistas la llevó a renunciar a su cargo en la institución. Por tal motivo, Sara ha intentado no sólo poner en evidencia la violencia de género inherente a las instituciones sino también dar una respuesta pública frente a ella. 

     Berlant también ha tomado a la queja como un motivo de teorización en su libro The Female Complaint, el último trabajo de su trilogía sobre la sentimentalidad nacional norteamericana, compuesto además por The Anatomy of National Fantasy: Howthorne, Utopia and Everyday Life (1991) y The Quieen of America Goes to Washington (1997). Ahmed lo ha tenido como una referencia pero, en su caso, se ha orientado por un abordaje desde un lugar diferente: para Sara, Complaint!, más que un “género” o una “teorización”, ha sido un objeto de trabajo concreto y material, una respuesta colectiva a una situación de violencia de género contra estudiantes. “Ellas [las víctimas] fueron mis teóricas”, le dice a Berlant, marcando cierta distancia con su trabajo. “En mi caso, se trata menos de una queja femenina que de una queja feminista”, le señala Ahmed. Así se lo comentó en un mail un tiempo después y la respuesta de Berlant fue contundente e interpelatoria: “Entiendo que lo que me decís es que apenas pensás con la idea de queja femenina. Es una pena para mí porque hemos sido interlocutoras por tanto tiempo. Deberíamos entrevistarnos una a la otra, como en los viejos tiempos. ¿Te gustaría?” Ahmed admite que fue triste escuchar ese “una pena para mí” pero lo comprendió como tal, como una invitación a continuar sus diálogos. Un diálogo es precisamente eso, “una forma de estar en una intimidad”, señala

     Se trata precisamente de estar en diálogo, “in dialogue”, tal como reza el título de la carta. Al reconstruir estas escenas, Ahmed rescata esa forma de configurar marcos de escucha para comprender y hacerse cargo de las circunstancias que rodean a los vínculos, circunstancias de las que justamente son (y somos) parte. En este punto, Sara propone construir una escucha feminista (“a feminist ear”) para evitar el juicio y atender tanto al contenido como a la constelación alrededor de las interpelaciones: ¿qué dicen? ¿qué nos dicen sobre nosotrxs? ¿sobre lo que ocurre y ha ocurrido? ¿qué puedo hacer con ello? Una escucha atenta y genuina, sin por ello, condescendiente y autocomplaciente; una escucha que reconoce en su agencia a quien la pronuncia y responde. 

     Así lo recuerda: “Mirando hacia atrás, gracias a tu presencia cercana, pude ver cuánto de mi propio trabajo sobre las emociones y los afectos fue contribuido por el hecho de haber estado en diálogo con vos”

     Ahmed escribe con un profundo dolor pero sin romper en llantos. Necesita así hacerlo para construir su duelo y reflexionar sobre su vínculo con Lauren, en tanto colegas y, sin decirlo, en tanto amigas, o al menos asumiendo alguna forma de la amistad. Y, en ese sentido, tanto las escenas de reconocimiento y complicidad como las incomodidades y las tensiones constituyen formas de habitar esa relación amistosa; en palabras de Ahmed, “estar en una relación, como me enseñaste, es la alegría (también la incomodidad) de estar con alguien que no es una”.  

           

III.

 

     En esta forma de elaborar el duelo, Sara Ahmed también señala que “la gratitud puede estar cerca del dolor” y puede traducirse “en una sensación de cuánto alguien nos da” pero también en “una sensación de cuánto podrías perder; podrías perder y efectivamente perdés”. Según la autora, esa gratitud, cuando se toca con el dolor, configura una medida de la pérdida pero también una forma de reactualizar esa marca. En otras palabras, es el signo de una relación que nos ha conmovido y nos ha permitido crecer en un sentido integral, adoptar nuevas habilidades, aguzar la mirada, perfeccionar nuestras preguntas; puede ser tal vez una referencia de que hemos cambiado nuestra posición o fortalecido el terreno de nuestro sendero intelectual, personal y político. 

     El duelo, siguiendo a Ahmed, implica una política del dolor que no debiera intentar “dejar ir” al objeto perdido, como afirmara Freud en sus tesis sobre el duelo y la melancolía, sino que impulse el deseo de mantener vivo el vínculo con aquello que se pierde. No hay vocación de distanciamiento, hay un acto afectivo de aproximación. Y en ese acto, la pérdida vislumbra “el reconocimiento de la deseabilidad de lo que se tuvo alguna vez: quizás tenemos que amar para perder” (Ahmed, 2015, p. 240). 

     Gratitud, reconocimiento y pérdida. Una tríada que Ahmed inscribe en su recuerdo de Berlant. También rememora una vieja pregunta de su colega sobre la cuestión del amor: “Soy una teórica del amor, ¿cómo ocurrió eso?”, a lo que Sara responde de manera encriptada, como si fuese parte de un código que sólo Lauren pudiera comprender: “una teórica del amor, o una teórica amorosa, una teórica sobre el amor, la pérdida y las relaciones que culminan en lugares inesperados”. Una respuesta actual a un viejo interrogante pero también una réplica que modifica aquella pregunta, la reinterpreta, la vuelve presente. Y lo hace intentando reinstaurar una concepción del amor alejada de las ideas románticas e idílicas. En todo caso, se acerca bastante a la concepción de Eve Sedgwick (1998) y de Judith Butler (2007) sobre el amor: el amor nos permite dudar, más que construir certezas; el amor nos vuelve impropios en nuestra experiencia. Abre preguntas, incomodidades, interpelaciones. Pero, sobre todo, Ahmed se hace eco de la perspectiva de Berlant respecto al amor.  En “A properly political concept of love” (2011), Lauren revisa críticamente la “teoría del amor” de Michael Hardt y sugiere que lo “políticamente apropiado” del concepto de amor es, precisamente, su “impropiedad”: una experiencia, una forma de apego, que se presenta “sin garantías” y sin definiciones apriorísticas.

 

IV. 

 

     La rememoración sobre su vínculo con Lauren Berlant, además de un “trabajo de memoria”, es una suerte de apunte pedagógico sobre la tarea de la crítica que va mucho más allá de la desarrollada en la academia. Como señalamos al principio, si la obra de ambas podía recorrerse siguiendo un conjunto de pistas entrecruzadas del acervo de sus discusiones, las lecciones que Sara reconoce de Lauren en la carta también forman parte de ese archivo común. En ese sentido, para quienes la leemos en esta clave, se nos revelan elementos de un proyecto pedagógico útil para la tarea intelectual y para la vida en ese territorio. Es habitual encontrar estas referencias y recursos en la obra de Ahmed: sus trabajos suelen estar poblados de lecciones y aprendizajes, expresados a partir de citas y reconocimientos explícitos o de “kits” para desenvolverse en la esfera personal, política e intelectual; o, en sus palabras, para “vivir una vida feminista”. 

     Efectivamente la cuestión pedagógica atraviesa toda la carta. Entre los numerosos pasajes que refieren al tema podemos destacar aquella enseñanza orientada a valorar las estrategias que se ponen en práctica para “salir del paso” cuando nos encontramos confundidxs; o la lección acerca de cómo posicionarse para desarrollar una descripción sobre lo que ocurre: “Sí, me enseñaste cómo describir lo que está ocurriendo, la actividad habitual de la vida; cómo advertir lo que, tal vez, importe a medida que se desarrolla, un desdoblamiento como una forma sostener algo de manera ligera”. Una lección, como señala Ahmed, que abarca a todas las formas de producción, “a todo aquello que creamos” y que por tanto “es frágil porque lo necesitamos para sobrevivir”

     La confusión, la fragilidad, la supervivencia; todas estas experiencias se vuelven objetos de la reflexión, sobre los que se debe hacer y decir algo, pero abjurando de los manuales, de la clase magistral y de los modos canónicos (o patriarcales) de pensar. Son, por el contrario, lecciones que no pueden separarse de quienes las compartió y, por eso mismo, se vuelven parte de una pedagogía feminista de la memoria. Son las enseñanzas aprendidas en una escena de contacto, con alguien que nos conmovió y que nos reveló que la fragilidad es una condición inseparable de cómo nos asumimos sujetos. Y, por tanto, una enseñanza que devela esa marca y la convierte en un blanco para la interpelación.  

     Sara Ahmed finaliza con la promesa de mantener y transmitir esa actitud pedagógica para así “quedar en contacto” en una suerte de diálogo permanente: Lauren, lo prometo. Prometo seguir aprendiendo de vos. Pensar con vos, estar en contacto, estar en diálogo”

1 La carta se puede leer en: https://feministkilljoys.com/2021/08/31/in-dialogue-a-letter-to-lauren/ 2 La carta no se encuentra traducida al castellano, de modo que las citas utilizadas han sido traducidas por el autor. En cada caso, se adjuntan los pasajes en el idioma original. En este caso: “What if the person you lose is the one who could best describe that loss for you?” 3 En nuestro trabajo (2018a) elaboramos el concepto de escena de contacto, inspirado en la obra de Sara Ahmed, para analizar la dimensión afectiva en una serie de producciones culturales de hijos/as de militantes detenidos desaparecidos. En su caso, la autora desarrolló la categoría de “escritura de contacto” (Ahmed, 2015, p. 42). 4 “I have no words, but then I do, no words are words, edging for something, connecting us to someone” 5 “(…) you were around during that becoming!” 6 “I can’t remember the words you used, but it was something like, it is a bit obvious to approach intimacy through autobiography.” 7 La distinción entre “afectos” y “emociones” ha sido un punto de debate recurrente en el marco de la teoría de los afectos. Al respecto se puede consultar, el prólogo de Cecilia Macón y Mariela Solana en Pretérito Imperfecto (2015), o el trabajo de Helena López (2015). 8 Berlant sugiere pensar la relación entre actores, discursos sociales y representaciones como “formas de apego”, atravesadas por las condiciones normativas y los diferentes modos de “sentimentalidad”. Al respecto, se puede consultar Berlant (2011). 9 Tanto el último trabajo de Sara Ahmed, Complaint! (2021), como el de Lauren Berlant, On the inconvenience of other people (2022) no han sido traducidos al castellano. A nuestro entender, el concepto de “complaint” puede ser traducido como queja, asociada a la idea de una respuesta feminista y de una denuncia frente a determinadas violencias de género en distintos espacios institucionales. La idea de “inconvenience” podría ser traducido como molestia o inconveniencia. Agradezco la colaboración y la sugerencia de Nayla Vacarezza en esta tarea. 10 “(…) My discussion is more about feminist than female complaint”. (…) “They became my theorists” 11 “You wrote, “I’m gathering you’re telling me that you barely think with the female complaint. It’s a shame for me because we have for so long been interlocutors. We should interview each other like old times when it comes out. Would you like to?” 12 “A dialogue can be what we are in, a space, a zone, an intimacy” 13 “Thinking back, to the good hap of that, you being around there, then, I can see how much my own work on emotion and affect was enabled by being in dialogue with you” 14 “To be in relation, as you taught, is the joy (also inconvenience) of being with someone you are not.” 15 “Gratitude can be near grief, a sense of how much someone gives as a sense of how much you could lose; could lose, will lose.” 16 “You asked, “I am a love theorist, how did that happen?” I think I know how it happened. A love theorist, a loving theorist, a theorist of love and loss and relationships that end up, as we do, in unexpected places.” 17 Al respecto, se puede consultar el artículo de Natalia Tacetta (2015). También, en mi ya mencionado trabajo (2018a), hago un desarrollo sobre esta cuestión. 18 “We muddle through. You taught me to attend to what we do to muddle through”. 19 “Yes, you teach me how to describe what is happening, the usual activity of life, how to notice what will perhaps matter as it unfolds, to notice an unfolding as a way of holding something, lightly”. 20 What we create is fragile because we need it to survive.

LUCAS SAPOROSI

Es sociólogo y doctor en Ciencias Sociales por la UBA y magíster en Historia y Memoria por la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente se desempeña como becario posdoctoral por el CONICET con sede en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA). Sus temas de investigación están vinculados al campo de estudios de la memoria y, específicamente, al proceso de memoria, verdad y justicia en Argentina y en el Cono Sur. Es docente universitario de estudios de memoria, género y teoría feminista en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

Diez palabras (2020…), Marcela Basch

NEWSLETTER
LUCÍA FAYOLLE/SARA GUITELMAN

Diez Palabras (2020...)
de Marcela Basch

Imagen de Bárbara Adinolfi

Acaso te convoco sin saber a donde

“Las palabras están ahí desde siempre, 

como la carta robada de Poe en el tarjetero; 

la cuestión es verlas nomás” 10P

     ¿Qué es Diezpalabras? Una obra o, más precisamente, una performance. Marcela Basch, cual DJ, pone a sonar un cruce de palabras que arman un artefacto siempre en movimiento. Es también un laboratorio en el que sucede lo inesperado, porque en la mezcla silvestre que propone, explotan todo el tiempo los sentidos y se movilizan los afectos. Es un gesto destinado. Su formato, una carta que nos llega cada domingo a la mañana, desborda de marcas de un nosotrxs. Una invitación a la curiosidad y a un deseo que recuerda la espera infantil de la Billiken cada fin de semana. Diezpalabras es una contraficción, que  se mete benjaminianamente en las hendijas de la técnica de su época para inventar ahí -con ella, en ella- una forma de comunidad que escapa a lo que estas tecnologías proponen en el mundo de lo común. Y que “abre una brecha entre las formas de vida mediatizadas por el consumo”, porque está lleno de porque sí nomás, de arbitrariedades y sinuosidades. Palabras que disfrutan tanto recorridos por saberes tecnocientíficos o eruditos como por zonas de lo más barriales y caseras; y en esa convivencia nos proyectan a lo impensado jamás. Pero sobre todo porque al pescar palabras les hace tiempo, inventa desde ellas una forma de hablarnos y relacionarnos que se corre de la linealidad acelerada propia de estos medios en los que todo circula a la velocidad de lo invisible. Palabras que generan una convivencia de temporalidades, que desacomodan del tiempo de línea recta: las tecnologías que anticipan el futuro se yuxtaponen a los pasados más remotos y sus resonancias en el presente. Hay tensiones entre temporalidades posibles, más o menos justas. Hay huellas de otros tiempos, anteriores o posteriores, en las circunstancias puntuales de la semana que pasó y se recuerda cada domingo. Hay resonancias de esos otros tiempos en las palabras presentificadas y hay actualizaciones de conceptos que existen desde antes, desde casi siempre. Astucias y contraficciones que van y vuelven, están y se ausentan. Y hay también abuelas que viven hoy en otro siglo, para recordar lo que fue. Entre las catástrofes y las esperanzas. Entre los diagnósticos y las propuestas, los deseos, las alternativas. De una semana a la otra, en ese juego de los tiempos, se agrandan y se achican los tonos esperanzados y esperanzadores. 

 

 

Consteladas, hilvanadas

 

 

     En esta galaxia que tiene ya casi mil palabras, descubrimos -también como en la primaria- constelaciones con fulgores propios pero cruzados. Podríamos ponerles nombre, y hasta robar irrespetuosamente algunos títulos de entre los 94 que Marcela puso a sus envíos: así por ejemplo inventar la constelación Imaginarnos ese cielo alienígena” (cli-fi, ifixit, metaverso, hiperstición, fictosexuales, NFTDP, robotaxi, cryptokicks, sextear, airbnbización y muchas más) que en su brillante tecnoexpansividad, intersecta a la constelación “Un mundo para quién” (bailecito, simpapeles, rajá, changüí, wallmapu, warrah, igualada, nanai, indios, seré, nadies, normalistas, maradoniano, onas, piquetero, aguinaldon´t), para acercarse a la constelación Equis(Higui, Tehuel, cabras, indispensables), y desde ahí hablar con ikigai, la constelación de las sabidurías. Que ahora se cruza con “A donde vamos no necesitamos olfato” la isotopía que dice, en la voz de Marcela ¡qué biológico se ha vuelto el mundo! (intensivista, semivacunado, twindemia, covidiota, invacunades, plasma, barbijo, gripalización, tercera dosis), para encontrarse con “Quien soy yo si no me explotan” o “Por una vida vivible”  (algoactivismo, permacomputación, striketober) desplazándose hacia “Uno necesita el mar para esto”, la constelación donde el lenguaje habla de sí (palabra-valija, retrónimo, autoantónimo, texticidio). Es en esta última donde asoma la punta del hilo de amor con el que las palabras están hilvanadas. Tanto amor que hasta nos encontramos con Montserrat ¡una tipografía! O con el silencio, el 28 de noviembre: muerto.

     En medio del remolino, atrapamos brevemente glitch y veredear. Porque nos gustan y porque cada una y las dos juntas cual binomio fantástico, tensionan el ojo del huracán que moviliza esta galaxia. Glitch es “Un accidente que desata algún tipo de caos”. Vinculada a la tecnocultura, parece que fue usada por primera vez por los astronautas: “un error, una equivocación, una falla en el funcionamiento”, dice Marcela que dice Librenauta que dice Legacy Russell. Es la potencia de lo que se descontrola como punto de inflexión hacia otra cosa. Reiniciando: cuerpos, género, raza, pandemia. Nosotras también queremos hilvanar: glitch con veredear, un verbo aparentemente acuñado en Formosa. “Dícese de la acción de una o más personas que se sientan en la vereda de una casa, transitando el tiempo sin ningún fin productivo, o de consumo. En ocasiones la acción -o inacción- puede ir acompañada de la ingesta de tereré o mate”, define. Y agrega: “El tiempo por estos lados es muy barato, así que la gente se junta a compartirlo, o a perderlo en compañía.” Basch veredea con sus palabras que buscan salir, quieren compañía, y también verdean (sí, de verde, porque florecen) cuando se hacen poesía en esa destinación.

 

 

62, lo inesperado también acontece

 

 

     Entramos así en una de las 94 entregas de cada domingo, con las diez palabras de la semana que pasó. La séptima palabra de la entrega número 62 (allá por el 20 de noviembre de 2021) fue niño. Podrían haberse desplegado montones de significados a partir de esta palabra pero el jueves 18 de noviembre la policía de la Ciudad de Buenos Aires había matado a Lucas González cuando volvía de probarse para jugar al fútbol en Barracas. Es por eso que la palabra “niño” estuvo cargada solo de los sentidos más tristes: injusticia, reclamo, conmoción, hartazgo. Marcela Basch recuerda la noticia a la vez que hace presentes la voz de la madre de Lucas y la poesía de Cristina Peri Rossi, “Proyectos”, que expone al  asesinato (a este: callejero, fácil y en manos de la policía) como un obstáculo posible para los proyectos de maternidad. Su poema enumera los planes para hacer con unx niñx pero esa enumeración se corta rápida y abruptamente, porque aparece el miedo de que “al llegar a la pubertad/un fascista de mierda le pegara un tiro”. El asesinato de Lucas irrumpió de igual manera, deteniendo sus proyectos e ideas, pero también reavivando nuestro terror de que suceda y siga sucediendo: el miedo no es solo poesía, aunque también. 

     Niño convive con desconexión y mientras la primera escribe hechos que “parecen de otra época”, que deberían haberse extinguido; la otra trae proyectos de avanzada en países que tienen otros problemas diferentes a los nuestros: “Portugal prohíbe a las empresas ponerse en contacto con los empleados fuera de horario y exige otras protecciones para el trabajo a distancia”. Y también la palabra reparabilidad, porque algunos objetos se están volviendo -parece- más reparables. Pero esa convivencia, ese trío niño-desconexión-reparabilidad pone en evidencia que hay cosas que siempre serán irreparables. No se puede, no hay manera de volver el tiempo atrás. No se pueden revivir los Proyectos (de Peri Rossi), las niñeces (de tantxs). Solo queda hacer presencia en las palabras que tenemos.

     Más allá de la palabra en la que posemos la mirada, más allá de toda constelación posible, hay siempre algo desencadenado en diezpalabras. Por las asociaciones libres, el fluir, la deriva de un anarchivo signado por la sorpresa que deviene de no temerle a la improvisación, y por los desplazamientos irreverentes entre registros que surfean lo académico, lo periodístico, lo cientificista, lo poético, las expresiones coloquiales, rebalsando de tensiones y contradicciones. De ahí sale el salvajismo de esta exquisita textura que lentamente, a su tiempo, semana a semana, la artesana hilvana con las palabras de un mundo injusto, impiadoso, hostil. Una textura hecha con el amor y detallismo del gesto manual. Ahí está la potente rebeldía de este discurso amoroso que hace brillar como lentejuela, alguna confianza en que otro mundo es posible, porque “lo inesperado también acontece”. Empezar por las palabras, puede ser. 

 

SARA GUITELMAN

Diseñadora en comunicación visual, profesora e investigadora, Facultad de Artes – UNLP.

LUCÍA FAYOLLE

Es profesora en Letras en Educación primaria, secundaria y superior. Está realizando su Doctorado en Letras sobre archivos y literaturas del Noroeste de la provincia de Buenos Aires.

Caperuxita (2021), Pérez

NOVELA
KATHERINA FRANGI

Caperuxita (2021)
de Agustina Pérez

La sagrada ofrenda

     No hay reglas en la literatura. Eso lo sabemos hace rato, por Borges, quizás, por Macedonio, también, por Huidobro. Lo que permanece, podría decirse, es el enigma. No sólo en torno a lo que suele llamarse la trama o la historia, sino en torno a los hilos, al modo en que se lleva adelante un proceso de escritura, de creación literaria.

     Caperuxita (2021) se abre paso en los márgenes de lo legible para transformar la experiencia lectora en otra cosa. Porque es otra cosa. Una novela breve pero que requiere una lectura activa, entregada y atenta. En menos de cien páginas, la autora nos traza un mapa con pocas pistas que van conformando una región fantástica y una cadencia casi sin respiro. No por falta de pausas, entiéndase, sino por el avance de la frase, las idas y venidas, los relatos paralelos que van abriendo constantemente, renovándolo (y pausándolo también) página a página.

     La trama podría ser cualquiera, porque más que trama es una excusa para poner en funcionamiento una maquinaria lingüística nueva y misteriosa que irrumpe en la escena literaria contemporánea. Desde el título, que nos es familiar y a la vez extraño, Agustina Pérez crea un tejido fuerte e intrincado que, dividido en breves secciones, va siguiendo las ¿aventuras? de distintos personajes y de la misma voz narradora, por momentos indignada, informativa, cómica, e incluso, por otros, negándose a narrar: “De allí que— etcétera. Hoy ya no queda nada por explicar. Entonces basta con explicar la nada”. Un misterio más de los tantos misterios a los que nos enfrenta esa escritura como en estado de gracia, como poseída, que narra sólo para sí misma. Y el resto, que se las arregle.

     Podría ser cualquiera la trama, dije, pero no es cualquiera. La fábula está. Una niña -Caperuxita- debe llevar víveres a lo de su abuela Beatrix. Esta historia va conduciendo los hilos desde la primera frase: “Caperuxita cruza el linde que separa la Tierra Reseca de las Últimas Poblaciones. Felipe II El Atrevido colocó allí un baobab traído expresamente de Crimea. De la región tártara de Crimea”. Pero, además de esa historia, las creaciones; además, las muertes, los hobbies, los misterios, el mito de origen de los personajes y de los elementos. Las otras historias: la de Mirto Dermi, por ejemplo, una aficionada a un libro de fotografías japonesas que viaja en la cima del baobab. Otra, la de Felipe II, el rey que encarga el puente y que traslada el baobab. Las demás, la de Ariel Ladino, la de la oveja, la del lobo, etcétera

     Alrededor de la fábula está el mundo actual, el mundo pasado y el fantástico. La fábula delirante, delirada: “Hubo una vez, hubo un envés, hubo un revés. Uno, o dos. O tres. Hubo. Una adorable niña que todo el mundo pasmábase de horrísono terror al ver”. Todo es un no-algo en Caperuxita: ¿cuándo? en un no-tiempo, en el Medio Ovo (que es Medioevo, medio huevo y medio óvalo), en el tiempo de la fábula y en una era en la que hay autopistas y descapotables. ¿Dónde? En Argentina, en las Últimas Poblaciones, en la Tierra Reseca, en el baobab. Claro, un no-lugar. La novela del no, Caperuxita, un no que se dice cuando se deja lugar a la confusión, al advenimiento de la palabra por la palabra.

     Los elementos son múltiples: un rey con epítetos circunstanciales, dos tierras unidas por un -muy débil- puente, un personaje de un cuento infantil, un árbol africano descolocado, las espinas de Jesucristo, una abuela, un lobo, una liebre. Están, porque están todos. Pero no es eso lo que hace de Caperuxita un objeto novedoso. Es el lenguaje secreto, son las palabras que se entrecruzan tan oníricamente como sus personajes, que avanzan y retroceden, que se mueven por el espacio más por inercia que por sentido común.

     En efecto, Agustina Pérez crea una lógica que algo tiene del mundo, del mundo otro. Un no-tiempo y un no-lugar se narran con una lengua única. Si había que elegir un registro, un tipo de personajes, una historia, una temporalidad, en Caperuxita se optó por todas las posibilidades. Agustina Pérez retoma el mito, los mitos, los dichos. Los retoma, sí, pero los tensa y entrecruza como una madeja. “Hay que ser francés, hay que ser de Pringles para llamar «puente» a esa soga. Esa soga fue labrada por una laboriosa hacendera. Ella fue la encargada de tergiversar la corona tejida de espinos de Jesucristo”. Y esa madeja está hecha de historias y de sintaxis. Una sintaxis interrumpida, exagerada, confusa y conformada por elementos extraños.

     Si Pierre Menard enriquece los capítulos del Quijote porque, con su anacronismo, los hace menos previsibles, ¿qué decir, entonces, del lenguaje secreto de Caperuxita? Ese gesto barroco y novedoso que es un manifiesto en torno a lo que es posible en la literatura. Barroco, por las elecciones, la formas verbales y las palabras en desuso, arcaicas. Novedoso, por lo atípico de la disposición. Se abre el diccionario y la gramática española, se la utiliza lo más que se puede, se la rompe, también. La entrega a esa apertura desregulada de los registros dan a la voz una fuerza poco frecuente.

     Hay, como ya dije, algo secreto en Caperuxita, algo sacro. Se trata de un objeto mutante como el baobab que cambia de color en las espaldas de Felipe II El Atrevido-El Indiscreto-El Certero-El No Enterado. Lo que cambia es la lengua, el devenir narrativo al que estamos acostumbrados -ay de la costumbre-: “Fue un día. ¡Aquel fue un día! Aquel fue un día de fundir. No como hoy, que es día de hundir a Caperuxita para siempre. Por ladina. Si es por eso Mirto Dermi también debiera ser hund, hasta lo más hond. Se lo merec”. Así, que para citar habría que usar un sic, así es como Caperuxita quiebra la lengua, la quiebra, para usarla toda.

     Barthes dice que la literatura es un lenguaje que hay que aceptar descifrar. Por supuesto, Agustina Pérez crea un laberinto de palabras, de lengua latente y poderosa. El lector se encuentra, adentro, arrojado al fluir sintáctico demente y nervioso. El efecto de lectura es confuso, como la estructura de la novela, que avanza y retrocede y nos hace olvidarnos, hasta el final, de la fábula original. Es, asimismo, hechizante. De un modo en que el lector dispuesto a desentrañar los misterios que se esconden entre las palabras, entre los triángulos que dividen las secciones, debe entregarse completamente a la labor. En el Epílogo, Luis Chitarroni afirma que “Agustina Pérez se pone de un lado de la narrativa argentina que resulta altísono y réprobo por inusual. Allí está con sus enseres robados a la Madre Hogarth, haciéndonos temblar a todos”. Todos, nosotros, los lectores dispuestos.

     Como la soga de espinas que une la Tierra Reseca y las Últimas Poblaciones, Caperuxita une la lectura con la experiencia de desciframiento de la que hablaba Barthes. La une pero la pincha, la incomoda valientemente, hace lo que pocos escritores se animan a hacer hoy en día. El extrañamiento es total. Notable es la audacia de Agustina Pérez que baila en los márgenes, que se sirve un banquete de palabras (¿por qué no usar todas las palabras, acaso?) y las da en sagrada ofrenda al lector.

KATHERINA FRANGI

Es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. En 2019 obtuvo la beca del MAECI para cursar en la Università per Stranieri di Perugia, Italia. En 2021 fue seleccionada para la Bienal Arte Joven de Buenos Aires. En 2022 publicó Memoria de las especies (Club Hem).

Brilla, sombra (2021), María Ragonese

POESÍA
LUZ SALAZAR LANDEA


Brilla, sombra (2021)
de María Ragonese

brilla sombra



Una perla silenciosa entre las cosas de este mundo

     Brilla, sombra es un pequeño libro, casi cuadrado, publicado por Índigo Editoras el invierno pasado. Pertenece a la colección hilos, que indaga ese tejido que empezamos a llamar escrituras de mujeres: escrituras femeninas, siempre en plural, siempre en cursiva. ¿Qué materias conforman ese telar? ¿Qué patrones permiten vislumbrar esas genealogías, a la vez reinventadas y las mismas de siempre? 

     María Ragonese busca escribir habitando el silencio y escribir también como escribe una niña. Brilla, sombra va al corazón de las heridas y encuentra un aroma dulce cuyo origen está en las plantas y la infancia: sólo en la inocencia del juego está el verdadero dolor. Este viaje hacia el pasado es además la búsqueda de una genealogía, de un linaje. Así como la infancia es un espacio salvaje, de oler el suelo y llevarse la tierra a la boca (“La pureza se enredó con el llanto/ y después hubo otra vida, salvaje/ olía el suelo, me lo llevaba a la boca”), la presencia de la madre está unida a una existencia animal y vegetal. La madre es una loba que se aferra a la tierra y la mastica, pero también guarda secretos de la abuela, seguramente en un cuaderno gastado: “a mi madre le pido / parte de mi abuela […] le digo necesito compartir / esta familia de mujeres”.

     Brilla, sombra es un conjuro para hacer llegar las horas mágicas de la tarde, aquellas que transforman, con su brillo particular, las pelusas en amuleto. Aquellas horas en que las abuelas contaban historias en silencio, entre tazas de té y botones de nácar. El título del poemario aloja una dualidad: el origen de la genealogía es brillante y sombrío, alberga a la vez la creación y el dolor. 

     Brilla, sombra es un poemario del devenir y de la transformación. La materia desordenada, ante el tacto, deviene súbitamente otra cosa. Lo terrestre deviene lo marino y lo marino deviene una casa: una cama, unas sábanas, una yegua en el campo. Las nubes, liberando esporas, devienen hongos. Una agita ”las cortinas y aparece dios”.

 

     L.S: El poema donde se menciona el título Brilla, sombra habla de estas palabras como conjuro, como forma de invocar ciertas horas de la tarde. Quería preguntarte sobre la  noción de conjuro, y si lo relacionas de algún modo con tus vivencias con la poesía y con tu rol de poeta. 

 

     M.R: Me gusta mucho Derrida cuando piensa la conjuración y me interesa el psicoanálisis, por lo que mi sensibilidad respecto del acto de “conjurar” seguramente tiene un diálogo tácito con esto, aunque no lo había pensado ni mientras escribía el libro. Creo que usar palabras siempre juega con la idea de conjurar: de traer con la voz o evocar algo que no está. La poesía juega especialmente con esos bordes, con esos límites. Sobre los usos directos o indirectos que podrían leerse en este libro, condensados en la idea “brilla, sombra”, creo que hay cierto recorrido sobre diferentes aspectos del término: hacer magia o rituales con la palabra y con las manos, con el cuerpo; convocar o pactar con lo que no está; traer presencias que construyen alianzas; exorcizar, etc. Coexistimos con la ausencia y con millones de cosas que carecen de palabras, entonces escribir también podría ser pensado como un acto de conjuro constante en donde se crean espacios y pactos posibles y momentáneos para vivir y pensar la experiencia.

 

     L.S: El libro forma parte de la colección hilos, que aúna un tejido de escritoras mujeres. Quería preguntarte si te sentís identificada con la idea de una escritura femenina, y cómo vivencias tu rol de poeta en este sentido. 

 

     M.R: Me parece interesante que la editorial, tanto en esta colección como a nivel general, se posicione políticamente respecto de lo que publica o a quiénes publica. Está la decisión explícita de publicar a mujeres, pero utilizan el concepto de mujeres cursiva, que implica poder abrazar una diversidad o fluidez identitaria y no una cerrazón en ese sentido. No pienso en mi escritura como “escritura femenina”, históricamente encasillada en “cosas escritas por mujeres”, me parece muy general, no me identifico con eso básicamente porque no me resulta productivo para pensar en lo que hago o intento hacer, cosa que tampoco es fácil sobre la propia escritura, ni me sirve para pensar en otras escrituras. En todo caso me identifico con la idea de una escritura feminista y esto no tiene que ver solo con los “temas” sobre los que se escribe (que igual es sumamente importante, por ejemplo en el cruce entre lo íntimo y lo político), sino también con el tratamiento formal, estético y político, y cómo todo eso forma parte de una historia de la escritura (y de la lectura) que tradicionalmente fue codificada (entonces también cristalizada) y acaparada por las condiciones de producción patriarcal y sus productos hegemónicos. La suerte de la poesía, de modo amplio, de leerla y escribirla, en un punto tiene que ver con la posibilidad de dañar y reparar la realidad, el mundo, de dañar sus códigos, historias, pactos y horizontes, y de construir otras respiraciones, otras articulaciones posibles, y por ende otros sentidos. Como persona que escribe no dejo de sentirme fascinada por la posibilidad de jugar con las palabras, con el potencial que cargan para desgenerar.

 

     L.S: ¿Cómo fue tu experiencia de publicación con Índigo editoras?

 

     M.R: En todos los aspectos fue una experiencia bonita. Brilla, Sombra es mi primer poemario publicado y se editó al mismo tiempo en España y Argentina, cosa que hizo que las lecturas del libro se ampliaran tal como el territorio. Antes de eso, me sentí muy agradecida por la invitación a publicar; luego, por cómo se desarrolló el proceso de trabajo con la editorial, con tiempos súper amigables y respeto por las voces que hacen que un poemario llegue a ser un libro, es decir, un objeto que en esa instancia ya trasciende mis decisiones ligadas a la escritura. Al mismo tiempo, si bien la editorial tiene su base en España, lo cierto es que traza unos mapas de trabajo y escrituras con mucha presencia en América Latina, y esto hace que los diálogos y lecturas no solo se extiendan por la impresión, distribución, etc. (el acceso al libro físico), sino también por la familia de libros que se arma.

 

     De una escritura innovadora, densa y perfumada, María Ragonese apuesta a una poesía que trabaja con el vacío, con dañar la realidad y reescribirla desde un grado cero: “Lo que está lleno/ revela su vacuidad/ con la primera luz del día. Nuestro acto de fe/ es vernos/ como un pedazo de campo verde”. Ese vacío opera entre los versos y contribuye al salto juguetón entre lo íntimo y lo político, entre lo singular y lo multiforme, entre lo subjetivo y lo colectivo. Desde allí comienzan a sonar las respiraciones-otras de una escritura feminista que hechiza y subvierte lo real para mostrar su reverso dulce y callado: “Años cincuenta,/ las mujeres se reunían a contar/ botones de nácar./ A veces/ deslizaban otras palabras/ un ojo morado/ cubierto de polvo,/ un budín que lo endulzaba.”

LUZ SALAZAR LANDEA

Es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente trabaja en la misma Universidad como becaria de investigación del CONICET en el área de literatura argentina contemporánea, y como docente de literatura en el nivel secundario.

Crimea. La primera guerra (2012), Orlando Figes

HISTORIA
ALEJANDRO SIMONOFF


Crimea. La primera gran guerra (2012)
de Orlando Figes

crimea

     La Guerra de Crimea (1854-1856) enfrentó al Imperio de los Zares contra una alianza encabezada por otros imperios: el británico, el francés y el otomano. Tuvo características que anunciaron lo que iba a venir: las guerras mundiales, de hecho, inicialmente fue denominada la Gran Guerra, nombre que cedió a los sucesos iniciados en Sarajevo en 1914. Pero también tuvo rasgos que la asociaban a las que se habían desarrollado durante la revolución francesa y el expansionismo napoleónico.

     Orlando Figes cuenta la historia de esta guerra, pero no es un libro de polemología -como la mayoría que ha tratado el tema-, sino que, este conflicto es una puesta en escena que le permite describir el punto en el que se encontraban las tensiones entre la permanencia del antiguo régimen y los impulsos de la sociedad de masas que pretendían abrirse paso sobre sus restos. Pero además no es una historia con héroes aristocráticos, como en los conflictos del pasado, sino del “Tommy del folclore (“Tommy Atkins”), que combatía valerosamente por el Reino Unido y ganaba las guerras pese a los catastróficos errores de sus generales”. 

     A diferencia de otros textos que tratan el tema, más orientados a la historia militar, diplomática, o la geopolítica, donde predominan fuentes británicas, francesas y en menor medida otomanas, Crimea presenta una gama de reservorios rusos que le otorgan una amplitud panorámica al libro que no tiene precedente.

     Esta conflagración fue un evento de la era industrial y de la naciente sociedad de masas con todas las letras, en la cual además de las nuevas armas, se sumaron los ferrocarriles para el transporte de tropas y enseres militares, los telégrafos para comunicar y la fotografía para registrar, pero no fueron los únicos rasgos distintivos, ya que la masividad se proyectó sobre sus consecuencias, murieron unos 800.000 hombres producto de los proyectiles y las epidemias.

     Si bien estuvo lejos de ser un conflicto generalizado como los que lo habían precedido en el ciclo revolucionario cerrado con la caída de Napoleón y los que vinieron después de 1914, el espanto que provocó nos lleva a dudar de calificar a toda esa fase como “Paz Armada”. Incluso el hecho que su nombre la reduzca a una península del norte del Mar Negro -donde si bien es cierto fue donde se realizaron los mayores combates, sobre todo el sitio de Sebastopol-, ese nombre no nos permite ver la amplitud geográfica que tuvo este conflicto que se extendió desde el Danubio, hasta el Báltico y el Cáucaso. 

     Fue la preocupación británica y francesa por la debilidad otomana, “el hombre enfermo de Europa”, y la expansión de San Petersburgo a costa de él, lo que impulsó este conflicto. Evitar y señalar al expansionismo ruso, para permitir y disimular el propio, es el núcleo de la lógica que guió el conflicto y contribuyó a forjar imaginarios nacionales tan necesarios para legitimar las políticas imperialistas. Los contrastes entre esas construcciones estaban al orden del día: el zarismo era la expresión del atraso y la autocracia, asimilable a cierto despotismo asiático, frente a naciones como Gran Bretaña, que se asumía como campeona de la libertad, a tono de los nuevos tiempos donde los europeos reinaban en el mundo.

     Pero también fue una guerra religiosa connotada por el subtítulo de la obra en inglés “The Last Crusade” (la última cruzada) que sugiere las claves de lectura aportadas por el autor y que en la edición en español se transforma (“La primera gran guerra”) y que apunta hacia otro aspecto inmerso en el texto, el preludio de la “era de la catástrofe”.

     La Gran Guerra está determinada por la debilidad del Imperio Otomano -asediado por dentro y por fuera-, cuestión que le permitió a Moscú, finalmente legitimar su pretensión de ser la tercera Roma, liberadora de Tierra Santa y protectora de los pueblos cristianos ortodoxos -como enseñaban los patriarcas desde los púlpitos-, frente al Sultán musulmán que los subyugaba y controlaba. 

     Sin embargo, el cariz religioso de esta guerra, como lo señaló Figes, fue un contraste entre estos deseos del Zar Nicolás I y los de las potencias occidentales que no lo vieron de ese modo, ya que protegieron al Sultán Abdülmecid I y garantizaron sus propios intereses, además aportaron al fomento de la rusofobia en occidente y, como el rechazo y contraparte ineludible de esa percepción, el fortalecimiento del pensamiento eslavófilo en Rusia.

     El rechazo a los rusos como producto de la Guerra de Crimea dejó una marca profunda en la identidad nacional inglesa: “… Para los escolares, fue un ejemplo de la actitud del Reino Unido, que decidió luchar contra el Oso ruso para defender la libertad… La idea del hombre común corriendo a prestar ayuda a los débiles contra los tiranos y los matones se convirtió en parte del relato esencial del Reino Unido…”

     Pero esa imagen tuvo su contraste en Rusia, ya que la idea de la traición Occidental por el apoyo a un reino musulmán en contra de otro cristiano, reforzó al pensamiento eslavófilo frente a los sectores liberales con los que se disputaban la construcción del futuro. Aquella corriente fuertemente antioccidental, pero cuya base era el romanticismo alemán, convivió con las necesidades de modernización que este conflicto dejó como lección al zarismo y sobrevivió, no sólo al siglo XIX, sino también al XX y XXI, como lo señaló el propio Figes: “El recuerdo de la guerra de Crimea sigue suscitando profundos sentimientos de orgullo ruso y de resentimiento contra Occidente… [/] … La reputación de Nicolás I, el hombre que condujo a los rusos a la guerra de Crimea en contra del mundo, ha sido redimida en la Rusia de Putin. Hoy, por orden de Putin, el retrato de Nicolás I está colgado en la antecámara del despacho presidencial en el Kremlin.”

     Muchos de los conceptos, que registramos en esta obra regresan a nuestra mente para tratar de entender la guerra en Ucrania. Pero esa vuelta no es a una copia exacta de lo que aconteció, se ha reformulado; por ejemplo, los sectores eslavófilos de ayer, hoy se ven reducidos a la defensa del “mundo ruso”, y, la alianza decimonónica anglo-francesa que buscaba garantizar la hegemonía inglesa en el pasado, ahora se metamorfosea en la OTAN y su expansión para ser el aval de la norteamericana.

     Si bien la historia no se repite, la lectura de Crimea de Figes alimenta un atractivo deja vú a la luz del conflicto bélico más promocionado de la actualidad, que nos proporciona ciertas claves que hemos esbozado aquí y que son ineludibles para comprender qué es lo que acontece y cuáles son las señales para abordarlo.

ALEJANDRO SIMONOFF

Es profesor y licenciado en Historia, doctor en Relaciones Internacionales (UNLP). Su investigación se concentra en el estudio y análisis de Política Exterior Argentina y de Historia Contemporánea. Es Profesor Titular Ordinario de Historia General VI y del Seminario de Historia Comparada del Siglo XX de la Maestría en Historia y Memoria (FaHCE-UNLP). Ha publicado libros y artículos en revistas especializadas.

El archivo como gesto (2022), Mario Cámara

ENSAYO
VICTORIA COCCARO


El archivo como gesto. Tres recorridos en torno a la modernidad brasileña (2022)
de Mario Cámara

camara

       En El archivo como gesto. Tres recorridos en torno a la modernidad brasileña, Mario Cámara pone en práctica una sutil sensibilidad crítica de la que ya han dado cuenta sus libros anteriores, Cuerpos paganos, usos y efectos en la cultura brasileña y Restos épicos. Relatos e Imágenes en el cambio de época. Este tercer ensayo confirma la consistencia de un trabajo investigativo que se anima a atravesar diversas disciplinas artísticas (literatura, artes visuales, arquitectura, performance) porque sabe que desde ese cruce y esa heterogeneidad se ponen en marcha las formas de pensamiento que necesitamos para habitar nuestro complejo presente. En este sentido, Cámara apunta a nociones sustanciales a las preocupaciones teóricas y críticas contemporáneas –cuerpos, temporalidad, archivos, restos– para volver a tramar la reflexión estética sin nunca perder de vista las múltiples relaciones y activaciones entre el arte y la política. 

 

     En Cuerpos paganos el autor se focalizó entre los 60 y los 80 brasileños para reflexionar sobre las potencias transgresoras de las nuevas figuraciones corporales que las prácticas artísticas activaron en aquellos años. Luego, en Restos épicos, indagó en una constelación de obras literarias y visuales que en la coyuntura latinoamericana del cambio del siglo XX al XXI reelaboraron emblemas emancipatorios (lucha, revolución, militancia) problematizando herencias y lecturas del pasado. En El archivo como gesto parte de la premisa de que trabajar con el archivo es modular temporalidades: las prácticas artísticas devienen, en su lectura, máquinas del tiempo, o mejor, de los tiempos, de la multiplicidad de historias que vibran en lo que nos antecede. Las máquinas del tiempo se vuelven, allí, alquímicas, en tanto relacionarse de un modo diferente con lo acaecido es transformar lo por venir. El movimiento es doble. A la vez que se ponen en duda sentidos y relatos que han permanecido demasiado –sospechosamente– sólidos, señalando, entonces, su complicidad con violencias sobre cuerpos, materias y espacios, se crean otros presentes y otros futuros. Operar sobre el archivo, en la línea propuesta por Cámara, responde a una redistribución en clave ranciereana, sus efectos son trastocamientos y variaciones permanentes del sentido. 

 

     En el trabajo de tres artistas brasileñas contemporáneas, las instalaciones de Rosângela Rennó, las pinturas y esculturas de Adriana Varejão y la escritura de Verónica Stigger, el autor analiza diferentes operaciones que responden al deseo de no dejar de trazar caminos entre los estragos del siglo XX, un hacer con los destrozos que, como el gesto del ángel de la novena tesis de Walter Benjamin, puede, tal vez, construir una historia distinta. Un hacer con restos, espectros y vestigios que no implica, sin embargo, una sutura tranquilizadora sino exhibir, como advierte Cámara, a la modernidad brasileña como ruina y, entonces, en cortocircuito con un relato hegemónico articulado por el progreso y la integración.

 

     Siempre se lee, nos enseña el crítico, desde una coyuntura. Así, el ensayo parte del asesinato de la concejala Marielle Franco por un grupo parapolicial en marzo del 2018 para poner de manifiesto que la arena del tiempo es siempre, más bien, una polvareda que se levanta entre fuerzas reactivas y activas, de violencia y sojuzgamiento y de reivindicación e intervención. Allí, decíamos, se construye un presente, imagina un futuro y disputa un pasado. 

 

     En esa disputa intervienen los objetos del arte y la literatura que se analizan en El archivo como gesto. Una de sus singularidades, advierte el autor, es que leen la historia en cómo ha sido olvidada; abordan, entonces, al olvido como tecnología de la historia. De este modo, si bien archivo y olvido están articulados, continúa el crítico, también es a partir de ahí, de esas faltas, que el archivo siempre podrá modificarse y reordenarse para hacerlo emanar nuevos sentidos y destellar otras presencias. Allí, junto con Mario Cámara podemos afirmar que el arte inventa maneras de dar una nueva actualidad a eso que tal vez nunca fue escrito. Leer lo no escrito es disputar el sistema de enunciados de lo que puede ser dicho. 

 

     La artista como archivista, o bien, como profanadora del poder arcóntico del archivo –para referir a la perspectiva que Derrida desarrolla en su libro Mal de archivo y en la que abreva el ensayo de Cámara– es la que hace cortes, saltos, montajes, ensamblajes, “reenmarques”, al decir del crítico, que dan lugar a otras voces y otros relatos. Así, el autor expone cómo los trabajos de estas tres artistas brasileñas contemporáneas reabren el siglo XX mediante la creación de contraarchivos que reescriben relatos hegemónicos, anarchivos que destruyen el orden del archivo y alterarchivos que trazan otro recorrido, o bien, dan luz a otros materiales que no necesariamente se vinculan con un relato hegemónico. En este último caso, precisa Cámara, se trata de la construcción de un archivo y un patrimonio alternativo, un pasado otro y, por ende, nuevas –e inesperadas– herencias. 

 

     La puesta en crisis del modelo desarrollista de la modernidad no ocurre solamente porque estas prácticas artísticas la exhiban como ruina y delaten, muchas veces, su faz siniestra. Ocurre también en acto, en cómo trabajan con una lógica muy diferente a la del tiempo lineal, homogéneo y vacío con que tradicionalmente se construye todo relato histórico. En ellas, revisar, reordenar, destruir o fundar nuevos archivos produce un temblor y estallido del cronos. No es que deja de existir el tiempo sino que este se vuelve a tejer pero con otras agujas a las del reloj. Se usan, más bien, las de la anacronía y las supervivencias y el resultado es una textura porosa a la emergencia de orígenes alternativos. Contra cualquier modelo desarrollista y evolutivo, en los trabajos de estas tres artistas, nos enseña Cámara, el origen es tomado en su contemporaneidad y coagencialidad con el presente, “el tiempo siempre es un tiempo-con”, precisa el autor. Así, se anima a pararse en y leer desde la impureza temporal que las obras convocan o, más bien, componen. 

 

     El archivo, agrega, “nunca es un espacio neutro, sino un sitio que oculta y hace ver, clasifica y construye el espacio público de lo decible y lo visible”. Para introducirse en ese juego de luces y sombras construye un ajustado andamiaje conceptual que no por riguroso deja de ser aprehensible. Cada capítulo propone indagar un modo de trabajar con y sobre el archivo: omisiones, incisiones y aperturas. 

 

     En el primer capítulo, parte de las instalaciones de Rosângela Renno para pensar la construcción de la cárcel de Carandirú en intersección con la Semana de Arte Moderno durante los años veinte del siglo pasado. Como se advierte, en la práctica crítica de Mario Cámara los objetos de análisis funcionan no solo como trampolines para el salto en el tiempo sino también como tenazas con las que hundirse en la bifrontalidad de sus eventos. Así, el trabajo sobre un vasto archivo de imágenes fotográficas provenientes de lo público (estatales, mediáticas) que Rennó viene llevando adelante desde comienzos de 1990 es el punto de partida para reflexionar sobre una serie de omisiones en (y por) la euforia modernista que recorre el siglo XX brasileño. Pero la sagacidad crítica de Cámara hace que la omisión no sea un mero modo de nombrar las insistentes exclusiones tramadas por los relatos hegemónicos, sino que advierte cómo, en las instalaciones de Rennó, se convierte en procedimiento. Se trata, sostiene el autor, de borramientos y sustracciones que, paradójicamente, hacen ver cuerpos y rostros mientras indagan en las formas de producción y circulación social de las imágenes fotográficas. Al opacar las identidades constituidas por diversos documentos (carnets, libretas de trabajo, registros penitenciarios, etc.), la artista da vuelta como una media al retrato fotográfico en tanto dispositivo de captura, control y clasificación, analiza el crítico. Lo que aparece es, más bien, “el rostro como un mapa de singularidad”; lo que fulgura allí es “la presencia anónima de una vida cualquiera”. El trabajo de Rennó, reflexiona Cámara, avanza sobre la parte invisible de lo visible, es decir, sobre aquello que del dispositivo de documentación escapa a su voluntad clasificatoria. Como decíamos, el autor advierte en estas instalaciones una doble operación: si bien rescatan del olvido voces inaudibles, evidencian, a la vez, el mecanismo que posibilitó o, aún más, produjo ese olvido.

 

     La urgencia de pasarle a la historia el cepillo a contrapelo que declara Walter Benjamin al final de su séptima tesis –y que los trabajos que se analizan en El archivo como gesto parecen oír– no es la de escribir otra historia inversa a la hegemónica que la reemplace y sirva como modelo, sustituyendo un héroe por otro, sino desmantelar su modo de funcionamiento para practicar, a partir de allí, otras maneras de la narración histórica y, por ende, otras temporalidades a la del desarrollo. No se trata, simplemente, de contar otra historia, sino de reinventar la tarea del historiador. Lo que en El archivo como gesto queda sugerido es que la práctica histórica tal vez pueda reinventarse si se deja imantar por prácticas artísticas como las que analiza Mario Cámara. 

 

     En esta línea, el autor advierte que la recuperación que Rennó realizó del archivo de carnets de los trabajadores y las trabajadoras que participaron en la construcción de Brasilia no tiene como objetivo “hacer memoria” para crear otro relato que haga de los olvidados nuevas figuras monumentales, reemplazando, como decíamos, un héroe por otro, sino construir un contramonumento mucho más incómodo, abierto y difícil de neutralizar, que si bien erosiona estereotipos, jerarquías y clasificaciones, no sutura un nuevo sentido y relato. Más bien deja a esas imágenes fulgurando, acechando. 

 

     Este primer capítulo va de los rostros fantasmales de las instalaciones de Rennó a los trances carnavalescos fotografiados por Arthur Omar como dos vertientes de un mismo movimiento que problematiza a la identidad como algo fijo, cerrado, unívoco, estable, “universal”. En los retratos de Omar, sostiene Cámara, gestos, bocas, ojos y lenguas “desrostrifican”, despliegan la paradoja de retratos que –como los de Rennó– no coagulan una identidad. Así, tras la enseñanza de Aby Warburg, el crítico percibe en las fotografías de Omar intensidades afectivas ancestrales y advierte, en el gesto, el trazo de esas potencias arcaicas. Rostros en fuga y estallido del cronos, afirma Cámara, anidan en la serie de Arthur Omar, otro de los contraarchivos que se revelan en este libro.

      El capítulo dos, Incisiones, se focaliza en la problematización del barroco que activa la obra de Adriana Varejão. Una de las mayores virtudes de la sensibilidad crítica de Cámara es ese saber escuchar las múltiples capas temporales y de sentidos que convocan los objetos analizados. Así, las constelaciones que anidan en cada capítulo de El archivo como gesto emanan de cada una de las obras estudiadas. 

 

        La propuesta de acercarse al barroco como archivo en disputa se nutre de la invitación de Haroldo de Campos a considerarlo “un proyecto de modernidad alternativa” que, como las “desrostrificaciones” de Arthur Omar analizadas previamente, experimenta una lógica que no responde al desarrollo y una idea no esencialista de lo nacional: un “siendo no nacional”, al decir de Cámara. Las incisiones a las que refiere el título no solo describen los cortes supurantes que ocupan, por ejemplo, las pinturas al óleo de Varejão que se analizan con exhaustividad en este apartado, sino que conceptualizan, principalmente, las intervenciones sobre un dispositivo visual y un discurso colonial, patriarcal y esclavista. Agujeros, desfondamientos, supuraciones, tajos, desbordes, reelaboraciones, reapropiaciones son variados procedimientos a través de los que Varejão construye el “detrás de escena” del relato hegemónico de la historia brasileña, desmantelando la contracara violenta de una historia nacional que el barroco como estilo pretendió apaciguar, sostiene el autor. En las obras que se analizan el barroco emerge más bien como una potencia de lo informe que asedia la mirada y desestabiliza cualquier sutura y figuración estática, “un fondo magmático que el trabajo de la forma parece incapaz de domesticar”, precisa Cámara. 

 

      A medida que avanzamos en el capítulo vemos que las incisiones de Varejão, como los “reenmarques” sustractivos de Rennó, no tranquilizan. Tanto pinturas como esculturas –esas “ruinas modernistas” que, en palabras del crítico, Varejão construye– exhiben conflictos sin resolución y conforman un archivo anárquico (un anarachivo, al decir de Cámara) de “crueldad y descontrol”. 

 

     El capítulo tres, Aperturas, traza un nuevo vector del poliedro que el crítico construye para exhibir la (otra) modernidad brasileña, en este caso, uno que va de la literatura de Verónica Stigger a escrituras de viajeros por el Amazonas y poemas de Raúl Bopp para indagar sobre cierta configuración de la región amazónica como “otro” absoluto e inestable que erosiona cualquier fijeza de identidad pero, a su vez, como materialidad de la que se puede extraer de forma ilimitada e indiscriminada. Sin embargo, allí, gracias a la potencia alquímica de la literatura de Stigger, la selva amazónica se convierte en modelo para pensar la historia: el “Amazonas como paradigma de historización”, precisa el autor. Región inacabada, en perpetua formación, voluble, oscilante, resonante y con un suelo magmático en el que se hunden y del que brotan presencias imprevistas, desde donde es posible construir “una historia plural, sin origen, y hecha de invenciones” o lo que Cámara denomina un alterarchivo. Leída a la luz del siempre lúcido Raúl Antelo, la escritura de Stigger convoca una historia que desacata la idea de un origen único y unificado, así como las nociones de centro y periferia u original y copia. 

 

     El gesto que se analiza en Stigger es el de la reficcionalización del relato histórico, lo que no debe entenderse como la desidia del decir “todo es ficción” sino como la plena potencia de la ficción para abrir otro origen, inventar otro pasado y relacionar lo sido con el ahora. En palabras del crítico, no se trata aquí de una “historia novelada del modernismo” sino de que “a través de la ficción se ilumine otra forma de leerlo”. En este sentido, los objetos que se investigan en este libro son, además de máquinas del tiempo, máquinas de lecturas. 


      Néstor Perlongher visita todos los capítulos de El archivo como gesto, sin embargo, es en las últimas páginas que adquiere su lugar protagónico. Cual Virgilio carnavalesco y ochentoso, guía a Cámara por lo que –inspirados en este ensayo– podríamos llamar un altertrayecto, un recorrido otro de la ciudad que descubre una “San Pablo pulsional, antigua y arcaica, tribal y nómade”. El lente Perlongher la revela habitada por movimiento, nomadismo, flujos, fugas, sexo, marginalidad, nocturnidad,  en definitiva, como un territorio de deseo desbordante que desmiente el orden y el progreso, la organicidad y la integración, el desarrollo económico y la ascépcia que tradicionalmente han constriudo a San Pablo como emblema de la modernidad (de una modernidad). La ciudad, en definitiva, como un archivo a cielo abierto que Perlongher, nos dice el autor, ha intervenido con escrituras y recorridos que hacen ver y oír esas otras lógicas y otros cuerpos que también forman parte del presente y, entonces, de cómo leemos y desleemos al pasado. Allí, El archivo como gesto no es solo una fuente de inspiración sino una precisa y preciada arma de lucha para construir las historias deseadas y defender las vidas inventadas: las que queremos vivir e imaginar. Este ensayo nos recuerda, una vez más, que nunca debemos dejar de  tramar y retramar los tiempos para proyectar futuros habitables y queribles después de los fines de mundo que venimos atravesando.

VICTORIA COCCARO

Es poeta, investigadora, traductora y Doctora en Letras (Universidad de Buenos Aires). Ha publicado los libros de poesía: El plan (Colección Chapita, 2009), Hotel (Colección Chapita, 2011; Gigante, 2013); Eléctricos de sombra (Fadel&Fadel, 2016), El mar (Lomo, 2018) y Decir (Slimbooks, 2020).



Modo linterna, Sergio Chejfec

NARRACIONES

IGNACIO BARBEITO



Modo linterna (2013)
de Sergio Chejfec

Modo linterna

 

El merodeador

     La del merodeador es una figura sometida a sospecha. Para quienes observan su andar vacilante, su indefinición es causa de inquietud y alerta. La época que otorgó cartas de ciudadanía académica a las filosofías de la sospecha no se las avino del todo bien con aquellos que se resisten a ser identificados, moviéndose de un lugar a otro. Las filosofías de la sospecha definen a sus enemigos, los asedian sin cesar, de todas las maneras posibles, y con ello ganan su derecho de residencia, siempre y cuando sepan mantener en pie al enemigo. Pero con los merodeadores no se sabe: ¿cuáles son sus propósitos? 

 

     Las narraciones de Sergio Chejfec incluidas en Modo linterna (2013), así como otras que les anteceden, portan todos los atributos de un paciente merodeo en torno a lo que podemos llamar, con él, la experiencia. En este estrato de la existencia humana convergen realidad y literatura. Es probable que solo un argumento comercial pueda persuadirnos de que las narraciones incluidas en Modo linterna son cuentos, tal como se anuncia en la tapa del libro, editado por Entropía. Su lectura, en cambio, nos exige desprendernos de afanes taxonómicos para entregarnos a un repertorio de derivas descriptivas más atentas a la escansión del espacio que a la sucesión temporal. Lo que parece presentarse como un cuento desemboca en una digresión ensayística o en el esbozo de un proyecto de escritura, como si, recordando a Saer, la narración se desarrollase a la manera de una praxis que segrega su propia teoría. Igualmente, lo que se asemeja a un ensayo se ve de pronto interrumpido por el relato de una anécdota o de un encuentro entre dos viejos conocidos. En la confusión de géneros, justamente, Benoît Coquil ha identificado una de las estrategias formales de las que se sirve Chejfec para hacer de la lectura de sus textos una prueba de paciencia y errancia.

      Por otra parte, las narraciones de Chejfec se asemejan más a ejercicios de documentación y exploración antropológica que a relatos ficcionales. Su método, si cabe llamar así a lo que les otorga una forma, emula una caminata sin destino prefijado. Caminata, y no paseo; en este último Chejfec advierte una inclinación a la complacencia, contraria a la experiencia de la simultaneidad multifacética de la que procura dar cuenta. Por supuesto, estas narraciones no dejan de ser ficciones, en el sentido de ser algo construido y artificialmente dispuesto, pero la clave de su lectura no pasa tanto por la identificación de personajes o por el seguimiento de una trama que se desenvuelve progresivamente hacia una conclusión. Se trata, antes bien, de acompañar el barrido de una mirada a través de su expresión lingüística, abordando la escritura como el registro de lo percibido durante un desplazamiento a pie y algo caprichoso por el espacio circundante del narrador.  A los narradores no debería exigírseles mucho más, según reflexiona uno de los difusos personajes del relato “Una visita al cementerio”; no más que “una irradiación discontinua, por otra parte sin resultados garantizados”. 

     Las ficciones de Chejfec no ratifican la decisión de no verdad a partir de la que se despliega el territorio de la literatura moderna. No se inscriben ni deliberada ni inevitablemente en el campo de lo imaginario. Por el contrario, el régimen de verdad que impide a la literatura el ejercicio de la atribución de decir lo real resulta suspendido por un registro de escritura que va hacia las cosas tal como estas se manifiestan, no precisamente en una presunta objetividad sino en una construcción o escena cuyo montaje es de factura humana. De aquí que cuanto más riguroso se torna ese registro más vacilante e intangible se presiente la realidad de lo que se ofrece a la percepción. En este punto, la densidad de la experiencia y la espesa selva virgen de lo real se confunden sobre un mismo plano. Un plano, de nuevo, incierto. Ni primacía del objeto ni soberanía del sujeto; antes bien, el incesante restablecimiento y disolución de ambos en el entre dos del lenguaje.

     De aquí la importancia del paisaje, recurrente protagonista de los relatos de Chejfec, pero también objeto de una persistente reflexión. Por una parte, el protagonismo del paisaje, como experiencia atiborrada de enlazamientos temporales y espaciales, a menudo antojadizos; su retraducción a signos escritos, su alojamiento precario en el horizonte mental de los eventuales narradores y la certeza de su transfiguración en el curso del tiempo bloquean el riesgo siempre latente de su naturalización. En los relatos de Chejfec, por el contrario, la inmediatez artística del paisaje es sometida a un conjunto de operaciones de desacople y problematización, que fuerzan a interrogarse por la historicidad y por el carácter artificioso de lo que se ofrece a la mirada, impidiendo su idealización. Así, en “Donaldson Park” la disposición armónica del paisaje encubre una despiadada lógica de transformación económica. Por otra parte, el observador no es un mero contemplador: la asimilación artística del paisaje resulta evidenciada en su simbiosis ideológica o, como en “El testigo”, en una arbitrariedad subjetiva que no se sustrae a la confrontación entre memoria y presente, tornando al observador un ser fronterizo, sometido a una inquietante inestabilidad.  

     A un procedimiento de algunos parecidos respecto del empleado por Chejfec, Annie Ernaux lo denominó “escritura fotográfica” y Rudy Kousbroek “fotosíntesis”. Sobre el umbral del fin de la Historia, donde los hombres merodean desocupados, sin rol histórico que cumplir más allá de las mil premuras que embargan su cotidianeidad, en la fotografía se presiente una nueva infancia para la literatura. De alguna manera, este es el tema de otro de los relatos incluidos en Modo linterna, “Novelista documental”: el valor documental de la fotografía y las circunstancias de producción del documento fotográfico se convierten en la condición de posibilidad del relato. Ya no la historia como literatura ni el escritor buscando un entierro decoroso ante la intimidante sucesión escalonada de marmóreos prodigios; pero tampoco la verdad. Lo que cuenta ahora en relación con la literatura es su relevancia. Se trata de dilucidar en qué medida la literatura puede decir algo significativo acerca de un mundo cuyo mobiliario parece ya completamente inventariado. 

     Es claro que desde una perspectiva como la de Chejfec la posibilidad de la literatura de decir algo significativo sobre el mundo no se resuelve ni se resolverá por el lado de lo dicho o por el de los contenidos de la representación, como si uno y otro pudieran disociarse. Si hay una politicidad de las prácticas artísticas y, en particular, de las prácticas vinculadas al trabajo sobre el elemento del lenguaje, esta radica fundamentalmente en su capacidad para volver manifiestas, acentuar u obstruir las formas instituidas de representación y, a veces, el proceso mismo y los efectos de su institucionalización. Desde este punto de vista, es perfectamente comprensible la situación de exterioridad desde la que Chejfec procura elaborar su mirada o, aún más, proponer o, incluso, legitimar un modo de mirar, documentar y testimoniar ajeno a la economía de las emociones que dinamiza la existencia histórica de una comunidad política: “lo mío es esta afuera -se lee en Teoría del ascensor (2017)-; cuando algo no me apela en términos prácticos me siento mucho más comprometido con eso y, sobre todo, curioso”. La tentativa de alcanzar este posicionamiento perimetral no puede equipararse, por cierto, con la ambición de encarnar el punto de vista del ojo de Dios, porque el lugar del sujeto y la identidad del observador también resultan sometidos a idénticas operaciones. De ahí que los narradores de los relatos de Chejfec resulten resbaladizos al examen psicológico, moral o político, como si padecieran incesantemente un escamoteo identitario, a la manera del nouveau roman. 

     Para Chejfec, al igual que para Saer, la experiencia estética ha de preservarse como un modo radical de libertad. Entre otras cosas, esto implica ponerse en guardia contra la tentación de claudicar frente a los requerimientos  de una parcialidad política o social o a sus demandas de acumulación de fuerzas en un escenario de confrontación. Caminar, sí, pero sin atender a los que gritan o formulan interpelaciones directas o indirectas; desplazarse, también, pero no tanto entre la gente, que podría interrumpir con sus requerimientos la cadena libre de asociaciones que provoca una simultaneidad multifacética, como por zonas urbanas escasamente transitadas o sin mayores probabilidades de contacto humano. “Hacia la ciudad eléctrica”, el último de los relatos que integran Modo linterna, propone esta reflexión: 

“por más que los escritores busquemos abrirnos, inspirar y ser inspirados por la realidad, nuestra actividad no es penetrable por los no escritores, y por lo tanto la natural apertura hacia el mundo es percibida como cerrazón, cuando en realidad los cerrados son los demás, y no nosotros”.

     Para el narrador, frente a la curiosidad ávida del escritor, los demás se encuentran como aquellas garrapatas estudiadas por Von Uexküll, es decir, adormecidos en un mundo circundante que les resulta menesteroso, sin experimentar mayores variaciones por largos periodos de tiempo. ¿Podría la literatura contribuir a estimular una nueva forma de sensibilidad? Es posible, parece decir Chejfec, pero solo para pocos, solo para un puñado de exiliados estéticamente intransigentes. Aunque no lo parezca, la posibilidad de una verdadera experiencia estética debe satisfacer para Chejfec una suerte de requisito ético, al que los antiguos denominaron ataraxia. La experiencia estética no es universalizable y el escritor no ha de pretender hacer de su escritura la voz de otros. Solo la paciente sedimentación de una cierta “imperturbabilidad del ánimo” se presenta como el terreno adecuado para el cultivo de una nueva era de la curiosidad literaria, siempre en riesgo de ser ocluida por el fárrago de la simultaneidad de la experiencia social contemporánea. En el domingo de la Historia, la sofisticación parece ser el último recurso de los hombres honestos.

IGNACIO BARBEITO

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Su investigación se enfoca en la historia intelectual latinoamericana, la historia de los conceptos y la literatura documental.

Sancamaleón (2001), Sancamaleón

MÚSICA/HISTORIA
EMILIANO TAVERNINI

Sancamaleón (2001)
de Sancamaleón

Todo se compra si todo se vende

emoción en el jingle de un detergente

educa al hombre, hacelo decente

la tele y el fútbol no son suficientes (…)

abran bien los ojos que la fiesta terminó

abran corazones 

que no hay tiempo que perder aquí”

Sancamaleón, “Abrí tu boca” (2004)



     A fines de 2021, con motivo de los veinte años de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, advertí que ciertas memorias sonoras de ese acontecimiento pasaban desapercibidas. El ruido de las cacerolas, de las balas de goma, de las vidrieras estalladas y las sirenas de ambulancias y patrulleros suele ser recuperado en los documentales que abordan el período, no así la música que sostenía el subsuelo de la patria sublevada. Para muchxs, las memorias de la rebelión de 2001 están ligadas a la fusión de hardcore, samba, hip-hop, candombe, funk y ska; a letras que llenaban la boca de palabras que perdían su forma porque eran dichas con bronca y se arrojaban como escupitajos en la cara de un enemigo claramente definido. Estos sonidos irreductibles accedían al habla pública como vibración irrefrenable, pogos nerviosos e intempestivos. A diferencia de amplias zonas de la poesía de los Noventa que confundía transgresión con statu quo, la poesía crítica se aglutinaba promediando el fin de siglo en las letras de rock.

     Resulta un lugar común referir que en 2001 la Argentina caía en el abismo bajo los efectos de una resaca que no la dejaba vislumbrar el futuro a corto plazo, mientras el pueblo pagaba la fiesta de los años menemistas y la triste austeridad de los años delaruistas. En agosto de ese año, una banda formada por Federico Cabral (voz) y Diego Fares (guitarra) se juntaba en su sala de ensayo y grababa en una computadora personal su primer demo, bautizado con el nombre del grupo, Sancamaleón. Completaban la formación Román Montanaro en percusión, Patricio Pérez en piano y teclados y Nicolás Moauro en batería. El disco fue producido por Hernán Bruckner, guitarrista de Árbol, banda que todavía no había llegado a los niveles de popularidad posteriores a Chapusongs (2002). 

     En Sancamaleón el malestar de la cultura emerge a lo largo de seis tracks: 1- “El camino”, 2- “Un día de estos”, 3-“Carne” (intro), 4- “Carne”, 5- “Arriba!” y 6- “Sambódromo”. El arte de tapa del CD juega con el absurdo y el humor que va a ser característico en el diseño del primer disco de estudio oficial Cancionero para niños sin fe (2004), pero también en las intervenciones realizadas desde la página web sancamaleon.com.ar (que lxs curiosxs pueden recuperar a través de archive.org). Desde nuestro presente observamos esa fotografía como un cuadro de época. A simple vista parece jugar con la idea de un adolescente que quiere seguir durmiendo hasta tarde, que está dado vuelta y confunde la cama con un placard. Sin embargo, una vez que le damos play al disco advertimos que las letras y las melodías complejizan ese minimalismo y el mueble comienza a tornarse cajón mortuorio, tal vez autoconciencia de la acechanza de un nuevo filicidio de las juventudes argentinas.

     El proyecto era completamente autogestivo y contó desde el comienzo con ingeniosos videos realizados a muy bajo costo por Juan Cabral, hermano del cantante, que contribuyeron a posicionar a la banda en un marco federal mediante las emisiones que en la madrugada realizaba la señal de cable Muchmusic. El video del primer corte, “El camino”, continuaba la línea estética de Pizza, birra, faso (1997) de Adrián Caetano y Bruno Staganro y se leía en espejo con el pasaje de los niñxs de “11 y 6” (1985) a los adolescentes de “El chico de la tapa” (1990) en la obra de Fito Páez. Son los tiempos del Frente Vital retratado por Cristian Alarcón en Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (2003) y la liberación violenta es una salida deseada, mítica, momentánea, anárquica y contraépica que se condensa en el videoclip de Cabral. La imagen de dos niños expropiando al capital financiero y a una juguetería es una secuencia sincrónica a la organización de los primeros saqueos a supermercados en el conurbano bonaerense.  

     En el proyecto de Sancamaleón pervivía una ética del trabajo independiente que se remontaba a la tradición de los progresivos de los sesenta-setenta y que unos años después cristalizó en la emergencia del “indie” del siglo XXI. Si bien Zeta Bosio seleccionó un tema del grupo (“Flotar”) para su cuádruple panorama Gen 00 (2001), tomaron la sabia decisión de no subirse a ese caballo. Oportunidades no les faltaron. En aquel 2001 Daniel Hadad era uno de los formadores de opinión mediática más importantes en la defensa de las políticas económicas de Domingo Cavallo y dedicó un programa a perseguir el videoclip de “El camino”, que posteriormente fue censurado por el COMFER. Cuenta la historia que hasta el productor de Jorge Rial quiso tentarlos con dólares y visibilidad para llevarlos a su programa de chimentos.

     Los muchachos de “Sanca” nos invitaban a oír el tic tac de la bomba que estaba a punto de estallar, hacían perceptible un cúmulo de tensiones sociales que sí o sí debían canalizar en la acción directa por vacancia de representación política y que incluso anticipan la momentánea confluencia de piquetes y cacerolas: “Veo que llegó la hora / de que las cabezas empiecen a rodar, tictactictac / en tu trabajo, estás cavando / la tumba que vas a usar (…) Un paso al frente / hijo de perra vas a ver lo que es sufrir / estás condenado / a lamerle el culo a una AFJP / Arréglense bien, sirvan el cocktail, / la cosa se está poniendo fea / la mascota se cansó / de que la traten mal y ahora está mirando para acá”, amenazaba “Un día de estos”. En este tema también hallamos en estado embrionario una recurrencia de la literatura argentina post 2001, la de los futuros distópicos que quizá tenga en el 2492 imaginado por Tato Bores en “El misterio de la Argentina” (1992) un inspirador: “y había una vez un país en el sur / ¿por qué no está? / nunca sabremos bien”.

     Las letras funcionan como exorcismo de la cultura del consumo “no quiero agrandar mi combo, / y un día de estos voy a explotar” y contribuyen a darle al cuerpo un lugar preponderante. En “Carne” se confía más en las verdades de ese lenguaje que en los discursos articulados que se revisten de falsedades e hipocresías: “me dan asco las palabras / arreglemos nuestros / problemas en la cama”. El cuerpo también se convierte en sinónimo de una alegría popular, plebeya y murguera que puja por un poco de oxígeno mediante un baile liberador y carnavalesco que pone el mundo patas arriba: “Quiero dejar de pensar / y que mi cuerpo / se mueva por sí solo / quiero arrancarme la cabeza / quiero que crezca la maleza / no quiero más el bajón / quiero aprender a sambar”, dice “Sambódromo”. En los shows en vivo este tema permitía aliviar el agite de los pogos y funcionaba como ritual de celebración de las esperanzas compartidas.

     El demo sintetiza la bronca que se vivía en la calle antes de que el adjetivo definiera el resultado de las elecciones legislativas de octubre. Las puertas que permitían sortear el nudo gordiano de la coyuntura son representadas como pasajes a cierto misticismo indoamericano que lleva a la banda a una búsqueda de los orígenes que se entrelaza con el descubrimiento de la riqueza cultural andina.

     La imagen del relámpago, trabajada como concepto por uno de los poetas más interesantes del período, Martín Gambarotta en Seudo (2000), acontece en “El camino”: “lanzas de fuego que cruzan la noche, somos miedo en tu cara embalsamada”. Hay una experiencia social condensada en esos versos, una equivalencia entre juventud y violencia “no nos jodan porque somos violentos” que realiza un montaje de distintos momentos históricos y permite ofrecer como programa de resistencia la recuperación de memorias hasta entonces negadas, así como una mirada federal de la crisis política contemporánea: “Quiero un país / que mire hacia adentro / del tiempo del viento / un ojo inmenso / y no te olvides de lo que pasó” escuchamos en “La venganza de la pachamama”, tema que le da nombre al segundo demo grabado en vivo en 2002.

     Sancamaleón fue parte de ese enunciador colectivo que surgió al calor de la crisis de 2001 y que conectaba en una amplia red a la escena del under de la que participaban entre tantos otros grupos Dios, Nuca, Resistencia suburbana, Las manos de Filippi o Actitud María Marta. Eran propuestas híbridas que configuraban nuevas subjetividades y acogían al oyente en territorios precarios, marginales, de cruces dinámicos, creativos, solidarios y resistentes. En estos espacios lxs músicxs con más ruedo oficiaban como productorxs, compañerxs de fecha, guías o promotorxs de quienes recién se incorporaban al circuito. 

     La noche del 30 de diciembre de 2004, mientras llegaban las primeras noticias de la masacre de Cromañón, Sancamaleón compartía una fecha en Cemento con Nuca, fueron las últimas bandas en tocar en ese mítico escenario. La bomba estalló en Cromañón, no en Cemento. Obviamente, el dueño era la misma persona y podemos pensar que la tragedia le habría podido pasar a cualquiera, de hecho los mismos músicos fueron los primeros en advertir los riesgos innecesarios que se corrían asiduamente por la negligencia de los organizadores y la naturalización de la misma. Sin embargo, la mecha explotó con una banda que enarbolaba una estética que pujaba por posicionarse en el paraíso del éxito y la masividad, que veía en los colegas rivalidad y competencia y que le daba un lugar demasiado trascendente al show del público congregado. Sancamaleón nunca tuvo el berretín noventista de “pegarla”, al contrario, sus integrantes contribuyeron a develar las virtudes y las libertades que ofrecía el under para la creación artística, posicionamiento político estético que se expresó en su tercer LP de estudio Afuera (2010) que salió con un arte de tapa que asemejaba la lista de temas de un show y se parecía más bien a un CD grabable.

     Hace un tiempo entre las crónicas y los artículos compilados por Mariana Enríquez en El otro lado (2020) encontré varios homenajes a los que denomina “dioses de la adolescencia”: actorxs, músicxs, escritorxs significativos en ese período de la vida de redefiniciones identitarias. La narradora manifestaba en un texto escrito con motivo de la muerte de Luis Alberto Spinetta que le daban miedo las personas que no eran fans de algo: “el estado del fan (…) es muy grato. El fan ha encontrado una manera de aliviar las desdichas de este mundo. Está menos solo que los demás, vive más intensamente”. Lo que no desarrolla allí Enríquez es lo que ocurre cuando nos distanciamos de esos faros, a lo mejor porque se demora demasiado el siguiente disco, a lo mejor porque cambiamos de frecuencia, los motivos son múltiples y complejos.

     Cuando salió el segundo álbum de Sancamaleón, Polenta (2007), sentí que algo se había perdido, menos hardcore, más pop, menos indagación latinoamericana, más sintetizadores. Para que se entienda, algo así como un pasaje de Todos tus muertos a Estelares. Cuando Babasónicos sacó Jessico (2001) continuaba por otros rumbos la búsqueda de Miami (1999), un destino natural en el derrotero de la banda. A lxs fieles de la primera etapa Sancamaleón nos exilió a un país donde se hablaba un idioma desconocido. En Polenta se propusieron combatir la etiqueta de banda contestataria que de alguna manera había cristalizado con las imágenes de archivo del videoclip “La venganza de la Pachamama” (2002). Fueron dignos y fieles en su búsqueda, no se conformaron con hacer de actores de lo que fueron (Mollo dixit). Ya entrados los 2000 “Sanca” leía nuevamente el presente de manera atenta. Un nuevo concepto de Estado, más inclusivo, se abría paso con la asunción de Néstor Kirchner, a muchxs la ficha nos cayó recién con el primer mandato de Cristina. Con esto no pretendo delimitar y clasificar la ideología política de los integrantes de la banda, que francamente desconozco, sí advertir que el cambio respondía a la percepción de otro momento histórico. Recuerdo que el público de Sancamaleón se iba modificando con la salida de cada nuevo disco, algunxs íbamos todavía a verlos por esos momentos de eternidad que eran los primeros simples, los eternos pogos, las presentaciones en El viejo varieté de La Plata; otrxs conectaban con Polenta, otrxs ya casi al final con Afuera, que fue una especie de reencuentro. Sancamaleón se separó en 2011, a modo de balance, quizá podamos decir que lo más valioso del proyecto haya sido juntar a esas tribus tan distintas en un mismo ritual. Hoy les agradecemos por habernos hecho comprender a la identidad como cofradía de diferencias: “y me niego a creerme / que tengo que tener miedo / a la gente diferente, / y es que pienso que tu / idea de seguridad / es la cosa más absurda / y egoísta que escuché”.

EMILIANO TAVERNINI

Es profesor en Letras (UNLP) y magister en Historia y Memoria (IdIHCS-CONICET). Estudia la relación entre literatura y memoria en la Argentina reciente, en particular la poesía de los hijos de militantes políticos.