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Suave es el relincho (2021), Pujol Buch

RELATOS
CAMILA SPOTURNO GHEMANDI

Suave es el relincho (2021)
de Valeria Pujol Buch

     El primer libro de Valeria Pujol Buch, Suave es el relincho, adelanta en su imagen de tapa el ritmo suave y constante de la Singer que se mueve a paso firme y laborioso como los doce relatos breves y el poema-manifiesto que componen la obra. La ilustración deja ver un conjunto hecho de retazos: una máquina de coser, un cigarrillo recién prendido en su cenicero y un portarretratos que exhibe a una niña sonriente con su bicicleta detrás. Esta escena misteriosa que conjuga infancia, ocio y trabajo está atravesada por lo rasgado y envuelta en diversos tonos de naranja como una promesa festiva que se completa con la sonrisa rodeada de flores en la foto de la solapa.  

     Así, con la certeza de que será un viaje ameno, de disfrute y con algo de curiosidad entramos al libro Suave es el relincho, una apuesta por abarcar gran variedad de tonos y voces que narran breves episodios de la vida de los personajes recortados con precisión. En el medio de estos relatos acerca de la muerte, el deseo, la maternidad, la escritura, la infancia y la amorosidad (entre otros) se incluye un manifiesto, en forma de poema, que quiebra la estructura tradicional y que con voz provocadora relincha y lo hace con pisada de carnaval:

 

“Así chueca

Ladeada

Me paro aquí 

Y relincho,”

 

     Este relincho que puede leerse como un pronunciarse y un poder decir desde una postura singular reverbera hacia todo el libro dejando una estela de pequeños ecos, voces, risas, aplausos, gritos, palmas, trinos, patadas y otros sonidos que a veces acarician el oído y lo envuelven en algún hechizo del que cuesta salir y otras resultan cortantes y hasta dañinos. Sin embargo, este vaivén nos deja una certeza: el entretejido sonoro se hace oír.

     Así, en el primer cuento que abre el libro: “Samurái frente al espejo” la niña que se disfraza y quiere ser otra haciendo uso de su reflejo, arma un espectáculo donde suenan risas y aplausos. Hace falta solo la palabra de la madre para acabar con el entusiasmo: “Adela, ¿estás?”. En “Brillarás hasta que acabe” es el ruido del viento entre las pocas hojas que quedan en los árboles de otoño el que marca el principio del fin que ya se prefiguraba cuando ese ojo testigo sigue a la ventisca de verano que se pasea por la esquina de Florida, Mitre y Diagonal Norte. “Corrientes y Acuña de Figueroa”, otro de los relatos, comienza con un baile entre amigas que se improvisa en un bar: la patada de burlería y el zapateo “hasta exorcizar el aliento del público”, abren las historias que se cuentan allí. 

     Pero a veces se deja atrás la calle, la esquina, el bar y los lugares públicos bulliciosos y transitados para aquietarse y contar, esta vez, para adentro.  Son momentos donde los personajes se apaciguan, encuentran en lugares íntimos como un cuarto propio o un diario poder decirse en silencio y refugiarse en la escritura y la lectura. 

      Así, en “Retales” el viernes 7 de septiembre del 2018 se abre el diario contando los kilómetros que una mujer hizo en tren a lo largo de toda su vida. En el medio de la maternidad, el trabajo y las cargas diarias se sigue contando: los kilómetros que faltan y la propia historia. Cuando descubre la suma se libera de la estocada que le hace la cama por las mañanas y vuela. En otro de los relatos, “Bienvenida”, una mujer desempolva escritos viejos, reseñas veinteañeras, libros queridos, cartas y notas íntimas que traen recuerdos construyendo así un espacio de tregua con su compañero que la ayuda en su quehacer. Ya no hay lugar para el grito; sí para la palabra amorosa y el brindis. En “Para vestir santos” la apuesta por contar está vinculada al goce: el orgasmo se puede contar con los dedos de la mano, escribir y sentir placer se entremezclan. 

     Si contabilizar resulta liberador y repasar el trayecto recorrido da seguridad para continuar con más fuerza; para otros personajes, más vulnerables, contar es agobiante, nunca es suficiente. Así, en el anteúltimo relato, “Antes que se propague el fuego”, se cuentan las monedas para pagar la comida del día y la que escribe es la doña con letra clara y prolija, las tareas que Marga debe cumplir. “Me clavó el visto”, relato que cierra el libro, hace justicia a las infancias y a sus modos de explorar y ser creativos. Hay una voz que cuenta en letras mayúsculas: “HAY UN NIÑO QUE ESTÁ DESCUBRIENDO EL MUNDO. ESTA ES SOLO UNA ADVERTENCIA” y la voz obturadora es la que se quiebra cuando le sacan la lengua. ¿Burla o venganza? Por qué no las dos.

     Si Suave es el relincho cierra con una advertencia a modo de juego, una que se cumple y que se lleva a cabo en este último relato, nos abre un modo de leer lúdico que pone el acento en salvaguardar lo creativo en palabras mayúsculas. Quizá haya que tomar como premisa el juego de palabras que le propone el aparato electrónico a Erica en el último cuento: “Armardesarmar como el mar” y jugar para encontrar qué otras sorpresas encierra el libro.

CAMILA SPOTURNO GHEMANDI

Nació en San Carlos de Bariloche en 1985, pero vive en La Plata desde el 2003. Actualmente reside en Villa Elisa con su marido y sus dos hijos. Se recibió de Lic. en Letras (UNLP) en 2011 y ha publicado artículos sobre literatura en revistas académicas. Cursa actualmente su Doctorado en Letras (UNLP) (acerca de Stevie Smith, una escritora británica cuya producción está atravesada por la guerra y las cuestiones de género.) Ha publicado dos cuentos de su autoría en la antología Una admiradora burra y otros relatos (2020, Servicop) y un libro de cuentos No quiero volver a mi casa (Malisia Editorial, 2021). 

Indios, ejército y frontera, Viñas (1982)

HISTORIA
MACARENA BOCCIA

Indios, ejército y frontera (1982)
de David Viñas

     David Viñas escribió un libro que se editó por primera vez en México en el año 1982 donde se preguntó si los indios fueron los desaparecidos de 1879. David Viñas se encontró en el exilio al que lo forzó la última dictadura militar argentina y revisó los archivos de la Biblioteca Iberoamericana de Berlín. Así creó este libro que publica en ese año tan nuestro en el otro extremo de la América nuestra. Polémico collage lo llama el propio autor. El adjetivo casi no falta agregarlo, en la firma reconocemos el tono de aquel personaje de robustos bigotes, que probablemente much@s descubrimos en aquel gran video que circula en internet donde Viñas (que entre otras cosas dice una frase maravillosa “la locura no es una enfermedad de los pies”) hace que Beatriz Sarlo se levante y se vaya al decirle funcionaria (1997). Signo de los tiempos, ineludible quizás, Beatriz Sarlo (a la que much@s vimos por primera vez al decir “conmigo no, Barone”) efectivamente era funcionaria. Pasaron 40 años de la primera edición del libro en cuestión y lo que llamamos polémico ha cambiado sus efectos. 

     Pero volvamos a ese primer planteo que según Julio Vezub fue cuestionado por la simpleza de la comparación indios-desaparecidos. Es un movimiento que no tiene su fundamento sólo en una comparación de, perdón por la palabra otra vez, efectos. Es decir, no se cimenta solamente en la luz que echa la palabra desaparecidos sobre la palabra indios (y cómo no pensar al revés). Sino que se estructura en un pensamiento mayor y a la vez más complejo. La historia de las clases dominantes argentinas y su revés dialéctico, claro, la historia de los dominados, bien valdría decirlo al revés. Si bien el libro es un examen lúcido sobre la ideología de lo que comúnmente llamamos generación del 80 decir eso es decir poca cosa. Viñas no delinea solo los caracteres principales de los  planteos que podemos ver en la literatura de esos gentlemen. Sino que durante los tres núcleos que componen la obra, incrusta esa ideología en la red del capitalismo mundial, del pensamiento que se produce en Latinoamérica (pero que no precisamente es latinoamericano), del entramado autóctono de jerarquías que definen a la generación, de la historia colonial y neocolonial de estas tierras. No pensamos en esta trama tan a menudo como deberíamos. 

     Lleno de citas y citas y citas – célula primera del collage- el libro se monta sobre tres bloques con sus ritmos diferentes. El primero se ocupa de las diferentes líneas que debemos ensamblar para comprender el hecho histórico al que llamamos Conquista del Desierto o roquismo, y que en realidad se configura como sometimiento final del indio. No solo nos lleva por el laberinto de sus concepciones militares, de su ideología condensada de nacimiento del Estado liberal,  de  su concepción positivista que no puede con la “opacidad esencial” de los indios. Aquí Viñas introduce también -por ejemplo- la secuencia colonial que nota en la literatura de los gentleman, también en la literatura de frontera. Para estos muchachos, entiende el autor, ese pasado colonial conquistador es el que se enhebra en su serie histórica y los habilita. Escribe Viñas: “Si la colonia es Grecia y el roquismo Roma, ellos son Plutarco”. Así la Campaña del Desierto como continuación de la Guerra del Paraguay y también de la eliminación de los caudillos aparece como el momento final de conformación de una clase dominante pero también de la estructuración del capitalismo dependiente argentino.  En este punto algo llama nuestra atención: Roca se hace personaje en la medida que esta historia avanza porque ese itinerario de la nación también es el de Julio Argentino. 

     El segundo momento, titulado “Anexos”, analiza por un lado la redefinición (¿momentánea?) del conflicto territorial con Chile, subyacente al conflicto con el indio que se delineó en el primer bloque y  por otro lado la reconfiguración de la región del Chaco y de la relación del Estado con los pueblos que allí habitaban. Estos dos problemas estatales aparecen como los necesarios a resolver para esas élites en su maduración, pero una vez definidos se ligan íntimamente al surgimiento de la primera gran crisis de la república conservadora: lo que Viñas llama “inversión de la dicotomía de Sarmiento”. Esta primera gran crisis es en realidad producida por las falsas expectativas en la civilización que podría traer a estas barbáricas tierras la inmigración europea, también por una falsa lectura de lo que Europa era /es. Entonces la inversión de la dicotomía de Sarmiento es el deslizamiento de la figura del dominado de un sujeto a otro: del indio al inmigrante, del toldo al conventillo. Y un tiempo después, claro, a los militantes revolucionarios. 

     El último bloque “Presentaciones y testimonios” es un análisis más fino de algunos productores de ideología de la república conservadora en cuestión. Algunos “Anteriores” al hecho que contribuyen a su legitimidad, como por ejemplo José Hernández en una lectura sobre su obra paradigmática que trae luz sobre el autor más que su propia historia. Donde entre otras frases brillantes aparece ésta: “La palabra clave de Martín Fierro radica en el “pero”; la del indio es “no” y comprendemos algo sobre esa extraña idea argentina que ve en el gaucho un folklore y en el indio suciedad. Algunos protagonistas del momento de la “Culminación” como Sarmiento y su obsesión fundamental. Otros “Tardíos” entre los que encuentra a Roberto Payró y confiesa que es de los escritores con los que se puede sentir más cerca de todos los analizados por la denuncia que hace de las atrocidades y porque en parte se pretende de izquierdas. Y por último algunos más “Tangenciales” como el empresario Castro Boedo con un falso indigenismo que repite a conveniencia la mentira que se ha dicho también sobre la esclavitud en América, aquella sobre que es más conveniente un asalariado que un esclavo en términos económicos, por lo que “matar a un toba o a un mataco – desde una perspectiva empresarial- siempre es un mal negocio”. 

     Hasta aquí el repaso por el argumento del libro. Ahora algunas cosas que llaman la atención. En esta obra aparecen, callan y reaparecen algunas ideas como una luz artificial que titila en un cielo estrellado y por eso llama más la atención. Entre esas ideas, la concepción sobre una élite adjetivada en tempos: madura, reactualizada, en crisis, decadente, renovada. Y siempre hablada en singular. Arriesgamos sobre esto una hipótesis aunque el libro no vaya objetivamente más allá de 1910. Para Viñas la élite se transforma pero esencialmente es siempre la misma, de genocidio a genocidio no olvidemos la famosa celebración de la dictadura sobre los 100 años de la Campaña del Desierto que casualmente cayó en sus  manos. Los procedimientos de ambos momentos de la élite,  pero también el lugar donde ésta ubica a sus futuros dominados, que no enemigos porque la categoría de personas les es tantas veces vedada desde una óptica positivista nunca del todo desarraigada como lo comprueba el hecho de que el conflicto del Estado con el indio persiste y se actualiza en el tiempo. Amargamente lo sabemos. 

     Un problema aquí. El de la circularidad fatal, no por ley de la historia, sino casi por desgracia frente a la fuerza oscura del tiempo. Incompatible parece si lo colocamos al lado de las formas que tienen las ciencias sociales de pensar hoy. Ellas están buscando siempre el matiz, la diferencia, adecuarse a la prohibición académica no dicha de no marcar las repitencias de la historia sin antes enumerar una cantidad de matices que borre de hecho la idea misma de reiteración. No sé si eso está mal o bien. Pero Indios, ejército y frontera ayuda a pensar casi 150 años de historia. También queremos decir que esto lo hace un libro molesto, que a medida que más lo pensamos más nos indigestamos quienes queremos creer de una forma u otra que el Estado es un buen lugar desde donde –al menos- disputar sentidos.

     Un comentario casi al margen y por eso breve, pero también como una luz que titila, quizás con menos frecuencia en la obra pero igualmente destacable, la reflexión sobre las indias. No es que lo preocupe a Viñas un pensamiento feminista o una mirada de género, sino más bien nace ese pensar sobre las mujeres indígenas de la perspectiva de un intelectual algo más honesto que muchos de los de su época al pensar los problemas que atraviesan a l@s dominad@s. 

     Otra luz que titila: las ideas aquí, las ideas en este libro, las ideas dichas cómo las ideas venidas de dónde, las ideas que se van transformando en, las ideas que se juntan y hacen a. Es decir, una poética de la ideología asoma en esta obra. Cómo se construye una ideología y qué pasa con lo que le coexiste, cómo se arma un imaginario capaz de producir genocidio.  Y asoma de la mejor manera que es la implícita, la que sabe que la mejor manera de decir algo es no decirlo del todo, la manera que nos hace buscar entre líneas, subrayar y, de merecerlo, doblar la punta de la página. La que hace que volvamos a este libro 40 años después de su primera edición.  

     Dice Carlos Magnone, en un espacio muy pequeño que le dedica la revista “Punto de Vista” a este libro (y que realmente no aporta mucho), que aquí se deconstruye ese discurso de la generación del 80. A mí me gustaría decir que más bien se reconstruye. Porque para el momento en que la dictadura sucede ya habíamos olvidado tantas cosas, y otras tantas para el año de Malvinas, y otras tantísimas hemos olvidado hoy. Entonces la necesidad es de reconstruir una trama que posibilitó qué. Para eso este libro. 

     Y ese es el poder de los libros que se van transformando en clásicos. No dejan de hablar, se ponen preguntones, un día nos parece que dicen una cosa y al tiempo otras. Y pasa algo más, y al tiempo vuelvo a pensarlo distinto. 

     Quiero decir que a este libro ya debemos ponerle el mote de clásico. No sabemos a ciencia cierta en qué carreras se lee, si efectivamente forma parte de esa serie de libros que el pensamiento nacional categoriza, no sé si Viñas suele entrar en esos anaqueles. Pero lo merece. Ítalo Calvino escribió que “es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo” y que  “es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”. Así este libro en Argentina donde el conflicto mapuche (pero también más ampliamente indígena) se reactualiza una y otra vez, eleva su voz, se silencia y al cabo de un tiempo resurge. Este libro nos habla de ese estribillo de la historia argentina con el que ni los gobiernos de mejores intenciones parecen poder lidiar. Punto límite o punto cero de la dominación occidental que hoy se reconfigura tantas veces como un punto ciego de quienes creemos –buscamos – la justicia social.  

MACARENA BOCCIA

Es profesora de Historia por la UNLP

1982: Mercedes Sosa y Charly García, a dos puntas

MUSICA
JAVIER TRÍMBOLI

1982: Mercedes Sosa y Charly García, a dos puntas

     Se sabe: 1982 fue un año que se partió al medio; más que imposible, inaudito hubiera sido que la guerra de Malvinas no lo desgarrara. Pero no se trató de un desgarro cualquiera, mucho menos del que hubiera cabido suponer. Tan cierta es esta partición como que ni una punta ni la otra de ese año se terminan de revelar con nitidez, y en su opacidad le agregan bruma a la llamada recuperación democrática que hoy con renacido y tenue fervor muchos festejan. La epopeya estilizada que complace.

     Entre el 18 y el 28 de febrero, Mercedes Sosa ofrece en el Teatro Ópera, a cuadra y media del Obelisco, un mismo recital que cada noche, con músicos invitados que varían, escuchan dos mil doscientas personas. Finalmente serán trece funciones. Para lo que nos interesa en este comentario, este acontecimiento artístico ineludiblemente político abre el año que tiene broche, aunque uno que a todas luces tuvo otra gestación y procede de otra fábrica, con Charly García en la cancha de Ferro colmada por una multitud que se estimó cercana a las treinta mil personas. Policía uniformada y de civil no sólo se apostaba en los alrededores del Ópera, sino adentro mismo del teatro. El 26 de diciembre, en la cancha del barrio de Caballito, no se vio ni un agente de seguridad. Se dijo que fue la clave de que no hubiera habido  desbordes, de que se sortearan los hechos de violencia. 1982: despertar con Canción con todos e ir a dormir con No bombardeen Buenos Aires.

     Poco más de un mes antes de la movilización de la CGT que no llegaría a la Plaza de Mayo por la represión, Mercedes Sosa invita a creer que no sólo sus pies habían vuelto a pisar suelo argentino sino que con su cuerpo retornaba algo sustancial de un pasado que la dictadura había hecho mucho por erradicar. Incluso, y sobre todo, de los setenta. “Siempre ha sido mi objetivo volver a cantar en la patria. La patria significa algo muy importante para mí, es donde inicié mi carrera, donde me he casado, donde tuve mi hijo, donde fundamos el movimiento Nuevo Cancionero en 1962, por el cual recibimos burlas –decían que era cosa de locos-, donde encontramos a esa juventud fuerte y pujante.” Patria dicha por esta tucumana, por la Negra como se la vuelve a llamar en diarios y revistas, rezuma sentidos que se creían olvidados. Patria y vida, patria y juventud maravillosa. Sobrevuela este asunto en las crónicas, la que más explícitamente lo plantea es la de Jorge Aulicino en Clarín: “Fácil era ver que gran parte de la concurrencia era la misma que había asistido a los primeros pasos de Mercedes Sosa a fines de la década del sesenta. Bien pasados los treinta, muchos de ellos ostentando bigotes poblados, aunque sin esa caída a lo Emiliano Zapata que fue característica. El clima ‘revival’ –si se excusa esta palabra- era perceptible incluso en algunas conversaciones: ‘Te acordás cuando la escuchamos cantar en aquella peña? Fue la vez que…’” El dedo que aprieta pausa pero esta vez para desactivarla. Si se nos permite, digamos que mucho antes de 2019 lo desplazado había vuelto y mejor, depurado, sin ferocidad, limpio de rabia. ¿Todo eso encierra el cambio sutil en los bigotes? En el prólogo de 1982, cantar ‘tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando’, tiene un significado prácticamente unívoco. Una señal, de las primeras, que indicaba que, en línea con lo que propone Pilar Calveiro, la sociedad había sobrevivido a la dictadura y a los campos. Incólumes, se está del mismo lado, en la misma posición.

     Charly García en Ferro, entre la Navidad y el brindis de fin de año, expresa lo nuevo, lo inesperado si en la mano se tiene la brújula que aporta el pasado, incluso incomprensible para algunos. Por supuesto, el rock ya había dado señales muy claras de renovación, Virus era una de las bandas que la encarnaban, pero las voces de quienes resistían ese giro –el mismo Serú Girán petulante de ‘mientras miro las nuevas olas yo ya soy parte del mar’- eran lo suficientemente poderosas para apenas permitirle que levantara cabeza. En diciembre de ese año bélico y veleidoso, García es la apoteosis de lo nuevo. Que se entienda: de lo nuevo que comunica con un público también inimaginado, que ya no precisa butacas para escuchar música. O sea, sintonizan el rockero que presenta su primer disco solista, Yendo de la cama al living, y esa multitud, se aceptan. De la despedida de Serú Girán en el estadio cerrado de Obras en los primeros días de marzo de ese mismo año –o de la de Sui Generis 1975 en el Luna Park-, a esta otra dimensión que se tornará común para el rock. (Ya que  estamos, recordemos, y el contraste sirve tanto para los trece Óperas como para Ferro, que Alfonsín por el momento sólo había llenado la Federación de Box un mes después del final desastroso de la guerra; y que el 17 de octubre, en Atlanta, el acto se partió y por muy poco los enfrentamientos no fueron  severos.) Quizás, con la música en los oídos, valdría atenuar estas afirmaciones, porque no son más que cuatro los temas que decididamente se alejan de su propuesta musical previa, de Sui Generis, de La máquina de hacer pájaros y de Serú Girán. En “Yendo de la cama al living”, en “No bombardeen Buenos Aires”, en “Peluca telefónica” y, hasta ahí no más, en “Yo no quiero volverme tan loco” no queda huella folk o de pretenciosidad sinfónica. Los demás, a no ser por algunas líneas de las letras, no desentonarían en esos viejos caminos. O sea, es lo que sigue de su obra, esos discos que vienen como ametralladora, lo que marca claramente la ruptura. Entonces, si no es enteramente la música, ¿la impresión de novedad se impone por Fiorucci, por el inusual contrato con una marca de ropa que esponsorea el “show”? ¿Es por el halo de superestrella que llega en un Cadillac rosa hasta el escenario y es presentado en francés por Jean Francois Casanovas? ¿Es por el despilfarro escénico que recrea con fuegos artificiales el ataque que no fue sobre Buenos Aires? ¿O es el poderosísimo juego que propone la iluminación en esa hermosa noche de verano? Cada una de estas cosas, si se quiere extramusicales, desafía a la autenticidad, un viejo valor con el que parece que se saca chispas este Charly de ocaso de dictadura. El efecto es por los cuatro temas y todo lo demás, pero si la balanza se mueve e al fin se inclina mucho es por un estado de ánimo que impregna todo y se impone como una consigna: a pesar de la seguidilla de desmadres que a punto estuvieron de dejarnos sin quicio, hay que pasarla bien, la alegría no puede ser sólo brasileña. “Vamo’ a bailar”. Charly anuncia que no salió de la dictadura como el que había sido, advierte que “es muy duro sobrevivir”, que de esa experiencia nació la desconfianza. Por lo tanto, que no se está donde se está sin costos. De otra manera hubiera sido inhumano.

     Por más que suene feo, que incluso nos moleste, desconfiemos de la vuelta de la cigarra, del sobreviviente que canta al sol. Que Daniel Grinbank haya sido el productor de este capítulo de la carrera de Mercedes Sosa empieza a decir algo sobre lo flamante que, sotto voce, arrastra lo viejo. También, claro, es lo que termina de sellar la enorme afinidad y simpatía entre la Negra y García, lo que une a un recital con otro. No menos significativo en este sentido es que sea el diario de Ernestina Noble, aún bajo influencia decisiva del frigerismo, el que amplifica su regreso a los teatros argentinos y funcione, en palabras de Mariano del Mazo, como ‘el gran escudo mediático’ que la proteja de cualquier represalia trasnochada. Reportajes y notas exclusivas son de Clarín que le hace sombra desde que aparece por la escotilla del avión. Pero tal vez más que en estas cosas sea necesario reparar en cierta dureza del gesto, en el mármol que pesa y satura, en cierta exageración. Demasiada bondad hay en cada tema que interpreta la Negra, demasiados buenos sentimientos. Canta, a través de Violeta Parra, que “perfecto” distingue “lo negro del blanco”, o que mira “al bueno tan lejos del malo”; la gente se pone de pie y aplaude con ganas, como si haber sobrevivido no haya precisado de maestría para manejarse con eficacia en la confusión de grises. Entre el 18 y el 28 de febrero, por la noche tarde, se llegó a creer que no hubo contaminación. Tanto énfasis huele a derrota, permite ver el agitarse de una bandera blanca que discretamente pide tregua. Después de todo, sólo queremos ser libres, es decir, que nos dejen expresar.

     Una nota de Félix Luna, obviamente en Clarín y se confunde con una editorial, es fundamental para captar lo que hay de nueva hora en la vuelta de la Negra. Estuvo entre el público, como Augusto Bonardo, Carlos Alonso, Cipe Linkovsky, Martha Lynch, Silvina Bullrich entre otros nombres propios de la “cultura”; la reverencia, orgulloso de que interprete canciones cuya letra le pertenecen. Comienza así:  “Mercedes Sosa hizo su esperada reaparición en el Opera. ¿Se conmovió el país en sus cimientos? ¿Hordas enfurecidas salieron de la sala recorriendo las calles con su torva faz? En suma, ¿pasó algo en el país después del recital de la Negra? No, desde luego.” Que nada haya ocurrido produce el mejor resultado, nos libramos como sociedad –seguimos su razonamiento- de la “estupidez” que suponía que esta artista y sus canciones podían ser peligrosas, que su aliento iba a implicar algo serio para la realidad tozuda, se lee también que encaminada, del país. En paralelo, no deja de resaltar que fue un “misterio”, y Clarín pone en negritas la palabra, de dónde provino la decisión de prohibir sus actuaciones. Reconoce, no obstante, que la cantora incluye temas en su repertorio que a él no le gustan y que “suscitan el entusiasmo fácil de ciertos sectores del público, que quisieran ver a la Negra agitando una bandera roja y poniéndose al servicios de cualquier extremismo.” Pero está en su derecho de interpretarlos. Este historiador de larga trayectoria en nuestra vida pública –funcionario de la revolución libertadora, militante del frondizismo, en uno años será Secretario de Cultura del alfonsinismo en la ciudad de Buenos Aires-, se complace en recordarles a los gobernantes, y también a los “extremistas”, que una canción es sólo una canción, y que no cambia el mundo, no colabora en tal tarea. Por el piso queda la apuesta del cancionero de protesta, celebrar estos recitales, defenderlos incluso, obedece a una cuestión estrictamente artística y de libertad de opinión.

     En Ferro, 26 de diciembre de 1982, más que un exorcismo, hay una pelea cuerpo a cuerpo con el pasado. Incluso León Gieco y Mercedes Sosa que se hacen presentes en el impresionante escenario que es obra de Renata Schussheim están midiéndose y lidiando con él. Charly es quien acelera. A Nito Mestre lo presenta como a un amigo de la infancia, uno de esos con los que “ya no quiere vivir así/repitiendo las agonías del pasado”, como había cantado en “Canción de dos por tres”. Según cuenta él mismo, a principios de año fue la Negra quien quiso interpretar “Cuando ya me empiece a quedar solo” y lo vuelven a hacer en diciembre. Y si el tema de 1973, de Confesiones de invierno, es casi existencialista, el viento que sopla en Yendo de la cama al living es de respuesta impiadosa a ese ánimo solemne y triste: solo y pronunciando hasta el hartazgo la primera persona, viendo el mundo desde ahí, se puede hacer muy buena música, otra música. Y, además, desembarazada de melancolía. La soledad, incluso el encierro, no es el fin. El egoísmo de Charly se exacerba y la multitud delira con él que nada habría peor que un bombardeo ya no sobre Buenos Aires, sino sobre el barrio más tradicional y selecto. Se prodiga como nunca antes en marcas de clase que sólo de lejos le pertenecen y, al mismo tiempo, incluye sin veladuras la política muy a tono con la hora a través de “Inconsciente colectivo” y “Los dinosaurios”. Las consignas contra la dictadura estallan. Martín Zariello recoge en su libro No bombardeen Barrio Norte el desconcierto con algo de enojo de las juventudes políticas que renacen ante estas combinaciones de Charly. La desfachatez, cierta promiscuidad, empieza a distribuir señales de la baja intensidad de la democracia que vendrá. Para un proyecto futuro: narrar la democracia argentina al ritmo de la locura ascendente de Charly, al ritmo de que dejan de funcionar las barreras para no volverse tan loco.

     Concluyamos provisoriamente que la llamada primavera democrática se compuso tanto de sentidos viejos que parecían volver, suponiendo que su aggiornamiento no les restaba nada sustancial, como de anuncios más o menos impiadosos de que éramos otros en una sociedad que, tan cómplice como sobreviviente de la dictadura, no había dejado de ser tal, sino que era otra también. En ella, el rock se erigió como sensibilidad y como espectáculo de masas, produciendo adhesiones y convocatorias que lo que quedaba de la política aún abierta a la chance emancipatoria no tendrá cómo empardar. ¿Fue el rock la lengua de estos años postdictatoriales y democráticos? Más para el proyecto futuro… Así hasta el 2001 y luego vino otra historia en la que por lo menos se amontonan Cromagnon, Peter Capussotto y sus videos, Charly García tironeado entre el Colón y el CCK y los revivals en el Movistar Arena. Sin lengua.

 

     Pd: En primera persona, si es que interesa, no estuve en ninguno de estos recitales. En los días de arranque de enero de 1982 me llené de tierra en el Festival de Pan Caliente en la cancha de Excursionistas. Entre las fiestas de ese diciembre no podía parar de pensar en la movilización del 16, lo que se abría en el horizonte, y, me parece, sobre todo tenía ganas de escuchar a los cubanos.

JAVIER TRÍMBOLI

Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017). 

El agujero en la pared (1982), Kohon

CINE/HISTORIA
MARCELO SCOTTI

El agujero en la pared (1982)
de David José Kohon

Presente continuo

     “Pasás al otro lado y chau”, invita el canchero Mefi al gris Bruno Sánchez, después de abrir de golpe y con sólo sus poderes mentales un boquete en la pared del cuarto que comparten y en el que acaban de realizar juntos una estafa de poca monta que ofició, como el mismo personaje lo anticipaba, de “examen de ingreso” para ver si Bruno estaba apto para el viaje. Y sí que estaba… 

     Una breve leyenda en la secuencia de títulos anuncia que lo que veremos se inspira vagamente en el mito de Fausto y en sus múltiples versiones; la otra clara referencia, no explicitada, es la Alicia de Lewis Carroll, recreada un par de años antes por Serú Girán en uno de sus clásicos. De hecho, el film de Kohon podría llamarse Bruno en el país, porque las referencias políticas, en clave alegórica o alucinada, son parte inescindible de los sentidos de la historia caleidoscópica que despliega su relato. La referencia al espejo y al a través del espejo conecta además directamente con el desenlace de la película anterior del director ¿Qué es el otoño?, estrenada en 1977 y protagonizada también por Alfredo Alcón. Hay continuidad entonces entre el film del comienzo de la dictadura y el del ocaso, un dato que se deja integrar a la historia y al tratamiento narrativo que le dedica el director. Pero no nos detengamos aún en situaciones recurrentes…. 

     El pacto fáustico se encuadra aquí en una Buenos Aires tan setentosa como aún reconocible. Kohon, que filmó la ciudad a lo largo de toda su obra y que le confirió siempre el estatuto narrativo de un personaje, la recorre de arriba abajo y de norte a sur y la expone desde múltiples ángulos. Más allá de que todo tratamiento de un espacio real por la cámara tiene un valor documental, lo singular del cine de Kohon es su apuesta radical, presente ya en su notable cortometraje “Buenos Aires” de 1958, contra toda pretensión objetiva; no hay aquí ningún documento exterior a la puesta en escena y el espacio urbano en su cine es siempre parte del drama, proyección de las sensibilidades puestas en relato, nudo entre subjetividades, lugar y tiempo realizado ante la cámara, connotado por el ángulo y la distancia, soportado y sostenido por el montaje. Una rareza para un cineasta argentino de su generación, Kohon fue, tal vez, el más profundamente convencido de que en el cine lo real procede de una invención. En nuestro film, el primer viaje urbano es el de Bruno –Alcón hizo algunos de sus mejores papeles en cine trabajando con Kohon, este es uno de ellos-, a pie, del cumple infantil al que fue contratado a sacar fotos hasta la propia casa en el sur de la ciudad, donde lo espera una madre postrada y quejosa o, menos aún, la voz de una madre postrada y quejosa que lo fastidia y le reclama que se case pronto. Treintañero frustrado, el protagonista apenas vacila cuando su insólito nuevo amigo le propone “un trato” que lo llevará de una existencia mediocre a la fortuna de un magnate. Pero no nos enredemos en el argumento, al menos no todavía…

     El tal Mefi, un jovencísimo y carismático Mario Alarcón, aparece a lo largo de la película desempeñando varios oficios: canillita, empleado de limpieza, agente inmobiliario, carcelero, sepulturero, una vez más vendedor de diarios y ¡fotógrafo!…. el orden no importa mucho, sino más bien la ubicuidad del personaje, una especie de diablito saltarín como el conejo de Alicia, que se presenta repentinamente y le da vueltas al destino de un Bruno cada vez más envuelto en el paquete. El motivo inicial es la foto de un suicida que se arroja desde las alturas, que nuestro fotógrafo de cumpleaños capta en el momento justo de la caída y que Mefi le ofrece vender con un contacto importante. De ahí en más, Bruno empieza su viaje al otro lado, ese en el que viven “los que no trabajan, los que flotan sobre el esfuerzo ajeno, los que tienen la información que importa”, que se concretará a través del agujero. Pero no nos adelantemos a los hechos…

     Insólitamente, el viaje de Bruno empieza en una estrafalaria orgía organizada por unos enanos en la que, entre tantas sorpresas, se encuentra con la modelo del momento, que se le ofrece al natural ante el clamor fervoroso de la fauna presente; Bruno acomete pero en el lance el cuerpo de su tentación se desinfla entre sus manos mientras la multitud alrededor estalla en carcajadas. “Vos siempre haciendo el gil”, le canta la justa Mefi café de por medio, antes de lanzarlo al viaje que sí importa al otro lado del agujero: pasaje hacia un acético cuarto blanco en el que al presionar un timbre, una voz de locutora de FM anuncia la cotización de las acciones al día siguiente…. De pronto, convertido en un cerebro del mundo financiero, el nuevo Bruno Sánchez, de porte enderezado y peinado a la gomina, deviene en gran empresario, compra un yate, un diario, un canal de televisión y se asocia con promesas de la política. Ahora la tiene clara, no se trata de la guita si no de manejar la “bocineta”, el control de la información e incluso la invención de la realidad por medio de los grandes medios. No sorprende, claro, que pregunte “¿Cómo, ya son las once?”, cuando uno de sus nuevos empleados corre a avisarle que acaba de caer el presidente. Pero no nos atropellemos que el trance es más complicado…

     Al otro lado, Bruno se casa nomás con la chica perfecta, la de los posters y la telenovela de su propio canal, una María Noel que encarna la suma del ideal femenino de la publicidad y, a la vez, exhibe la temperatura de una muñeca inflable. Con gran pompa, la boda se pone en escena para la tele, pero de pronto su mujer lo invita a celebrar con ella el aniversario de su separación. Al pasar, en la calle, Bruno tropieza con Lucía, la vecina del barrio del otro lado, el amor idílico de su juventud que le cuenta que trabaja con un titiritero y le pregunta si consiguió lo que deseaba, Bruno se paraliza y se queda haciendo la mueca de los títeres. Los negocios van bien pero se enredan y, bueno… llegado el caso habrá que mandar a matar a alguno y sacrificar a otros; la alianza con la política lo pone al borde del gobierno, pero nuestro módico héroe se siente cada vez menos convencido del trato que ya no puede deshacer. En un intento por volver al otro lado del agujero las cosas ya no son como eran y tampoco lo son a su regreso ¿su madre murió o está a punto de volver a caminar? Mefi le bate otra vez la justa, no se trata del tiempo, lo que cambia es el “aquí”, vas pasando de un aquí a otro y las cosas se parecen pero no son exactamente iguales, se diferencian pero no son del todo distintas. Pero no nos dejemos llevar por las vueltas de la trama…

     Kohon persevera en su apuesta al enrarecimiento y la inestabilidad del relato, y el montaje es el recurso central de esta apuesta. Entre escenas y secuencias, el tipo de corte y apertura procede contra toda linealidad, el ritmo se acelera o la narración se superpone o se repliega, y no hay certeza de que una situación suceda cronológicamente a la precedente. La lógica, si se puede clasificar, es más cercana a la de los sueños que a la de la experiencia social cotidiana y el repliegue del relato sobre sí mismo resulta coherente con este tratamiento imprevisible de la narración. Uno nunca sabe qué va a venir después e incluso si se trata efectivamente de un después. El conjunto se puede leer en la clave de la transformación histórica de un sujeto y, por extensión, de una sociedad, en tránsito desde una cierta forma tradicional a otra en la que priman el oportunismo, la especulación y la codicia; pero el asunto no se agota en esta posible lectura socio histórica y la recurrente aparición de los enanos y su papel de mediadores polivalentes que organizan festicholas y desfilan con lanzallamas en el centro de la ciudad, como salidos de un film de David Lynch, desajusta cualquier intelección cerrada y descompone toda interpretación lineal; Kohon imagina un espejismo dantesco, pero no se propone delimitar sus posibles reflejos. La secuencia final deja varios cabos sueltos en el juego dialéctico y las sonrisas entre Lucía –el ángel que no ha caído- y Mefi y, al cabo, hay quienes no aceptan las propuestas que el fausto porteño va soltando aquí y allá para pasar al otro lado. De pronto, a los ojos del mismísimo, la ciudad del lujo y las tentaciones se vuelve un inmenso basural en el que se pierde la vista. Pero no es cuestión de adelantarnos en el tiempo…

     Recargada de información alegórica, subrayada quizá en demasía en unos u otros pasajes, puesta a salvo de la gravosa solemnidad que sería tan frecuente en el cine argentino posdictadura por un inusitado y preciso sentido del humor, El agujero en la pared es una película imprescindible para quienes se interesen en esto que hemos dado en llamar la historia argentina reciente, en las marcas de la dictadura y en las formas en las que ciertos artistas maniobraron para representar y narrar una sociedad puesta en abismo en unos pocos años. Sorprendente incluso por la lucidez con la que anticipaba buena parte de la realpolitik de los años venideros, la película de Kohon guarda cuatro décadas después y entre sus muchos pliegues conexiones no tan cifradas con nuestro presente. Lo que en ella se atisbaba, incluso más allá de la conciencia de su protagonista, es que ese paso al otro lado suponía el comienzo de una nueva época en la que ya no cabría siquiera la ilusión del regreso. Con todo, el director se guarda en la manga un truco que suelta al final y que retuerce la historia hasta volverla arena escurridiza entre las manos, fotografía sin película o, más insidiosamente, la anécdota de un cuerpo desaparecido o tapado por los diarios. Pero no revelemos el desenlace ni sus posibles correlatos… Retengamos de momento una idea que Bruno Sánchez apenas alcanza a entrever: una pesadilla siniestra se termina o, tal vez, sólo acaba de comenzar.  

“El agujero en la pared” se puede ver aquí: 19820603 – El Agujero En La Pared (Película Completa HD720p) – YouTube

MARCELO SCOTTI

Es profesor del Departamento de Historia (FaHCE-IdIHCS- UNLP) y docente de posgrado en FLACSO, Argentina.

Los autonautas de la cosmopista final (1983), Cortázar y Dunlop

CRÓNICA/NOVELA/LIBRO DE VIAJES
ANTONIO CAMOU

Los autonautas de la cosmopista (1983)
de Julio Cortázar y Carol Dunlop

El penúltimo viaje de los autonautas

     Hace cuarenta años, entre el domingo 23 de mayo y el miércoles 22 de junio de 1982, Julio Cortázar y Carol Dunlop emprendieron un “viaje atemporal” por la autopista que conecta París con Marsella. Si Google no miente ni se equivoca por mucho, los 775,2 kilómetros se pueden recorrer en 7 horas y  26 minutos, pero los expedicionarios se tardaron treinta y tres largos, delirantes y felices días, en virtud de las estrictas reglas que se fijaron para la inusual travesía: cumplir el trayecto “sin salir ni una sola vez de la autopista”; explorar “cada uno de los paraderos, a razón de dos por día, pasando siempre la noche en el segundo”; efectuar “relevamientos científicos de cada paradero, tomando nota de todas las observaciones pertinentes”; e inspirándose en los relatos de viajes de los grandes exploradores del pasado, “escribir el libro de la expedición” (p. 29). 

     Mezcla de crónica, parodia de las narraciones de viaje, novela por entregas y lúdico collage de fotos, dibujos, mapas, planos, reflexiones al paso y otras yerbas, Los autonautas de la cosmopista –publicado originalmente en 1983- es un libro escrito por cronopios para ser leído especialmente por otros locos y locas lindas. “Dedicamos esta expedición y su crónica –nos dicen de entrada les autores- a todos los piantados del mundo y en especial al caballero inglés cuyo nombre no recordamos y que en el siglo dieciocho recorrió la distancia que va de Londres a Edimburgo caminando hacia atrás y entonando himnos anabaptistas”.

     A diferencia del caso de Cristóbal Colón y de otros temerarios navegantes con menor fortuna, uno de los principales objetivos de la expedición -verificar la eventual existencia de Marsella- se cumplió ampliamente, según lo demuestran unas profusas fotografías tomadas por los viajeros en el puerto de llegada. Y aunque no contemos con documentación fidedigna a mano, entendemos que el rotundo éxito de la epopeya ha suscitado múltiples réplicas de otros expedicionarios –desde entonces hasta hoy-, que han acometido excursiones con análoga finalidad civilizatoria, tal como corroborar la discutible realidad de San Clemente del Tuyú, de Venado Tuerto o de Salsipuedes. 

     Claro que Los autonautas es también, a su manera, un libro militante. Por supuesto, en un registro muy distinto a Libro de Manuel (1973) o a las colecciones de ensayos y artículos de opinión escritos a lo largo de varios años, y que de manera simultánea con la expedición, Cortázar había comenzado a reunir en volúmenes integrales: desde Nicaragua tan violentamente dulce (1983) hasta Argentina: años de alambradas culturales (1984), que aparecería de manera póstuma. Así, de entrada se nos advierte desde la primera página: “Los derechos de autor de este libro, en su doble versión española y francesa, están destinados al pueblo sandinista de Nicaragua”. Y ese posicionamiento se traslada a un hecho -cargado de inquietud y de dolor- que acompañará a los viajeros a lo largo de todo el itinerario, en particular por las noches, cuando sintonicen las noticias de la BBC de Londres para rescatar alguna información medianamente creíble sobre la Guerra de Malvinas. Se trata de una confrontación que el libro no trepida en calificar de “imbécil”, “siniestra” o “estúpida”, y con filosa lucidez nos entrega un análisis que nos sigue interpelando hoy:

     ¿Cómo no llenarse de angustia ante la siniestra pantomima de una junta militar que, sabiéndose rechazada por la población civil, opta por una fuga hacia adelante y se lanza a la reconquista de las Malvinas, sabiendo perfectamente que eso manda a la muerte a millares de conscriptos mal entrenados y equipados? ¿Cómo no sentir náuseas frente a la estúpida adhesión de una mayoría de argentinos que en estos últimos años han vivido día tras día la opresión, los asesinatos, la tortura y la desaparición de millares de compatriotas? (pp. 87-88).

     Pero tal vez el sentido político más sugerente que entrega el libro haya que buscarlo por otro lado. Mirada en perspectiva, la obra es en buena medida la contracara, y hasta cierto punto también la lejana prolongación, del cuento “La autopista del sur”,  publicado por Cortázar en 1966, en el volumen Todos los fuegos el fuego. Ambientados en la misma ruta, y más o menos en la misma época del año, sería demasiado largo constatar la ristra de parecidos y diferencias entre ambos textos, aunque algunas pocas observaciones nos ofrecen tela para cortar en la dirección que insinuamos. 

     De entrada, una pequeña discrepancia  espacial y una coincidencia temporal: en un caso, el viaje parte de la capital francesa a Marsella, mientras que en el relato del embotellamiento los viajeros marchan de regreso a París –también un domingo- luego de un fin de semana. Claro que el mayor contraste se da entre el aire kafkiano de pesadilla urbana que respira el cuento –automovilistas atascados varios días en el camino por causas que nunca se develan, expuestos a las inclemencias del tiempo, sin agua ni provisiones, etc.-, y el destino elegido de vacación feliz que anima a Los autonautas

     No obstante, en los dos textos se ponen de manifiesto los trazos de un orden social emergente y paralelo al de la realidad cotidiana de la ciudad, con sus problemas y desafíos. En “La autopista del sur” el orden social precario y vacilante surge de la propia interacción de los protagonistas, forzados por las circunstancias adversas e imprevistas que deben enfrentar, y de las que tratan de escapar. Sólo la resignación ante el hecho consumado de que el problema de tráfico no se resolverá de un momento a otro, mueve a los afectados a aceptar el “acuerdo tácito” de descansar y recargar fuerzas para estar mejor pertrechados en la lucha del día siguiente. Podríamos decir que se trata de un tipo de orden inter-accional, especialmente analizado en diversas obras por el sociólogo canadiense Erving Goffman, fallecido prematuramente en el mismo año que se produjo el viaje. Así, como señala en “El orden de la interacción” (1991), su obra póstuma, la co-presencia corporal –constituida en un espacio y un tiempo determinados– “lleva implícitos riesgos y posibilidades”, por lo cual da lugar a una amplia gama de “técnicas de control social” a través de las cuales los participantes tratan de manejar los posibles resultados de sus acciones. Un punto por demás interesante es que en ese orden circunstancial, contingente, fruto de la misma emergencia, se cuelan las marcas discriminadoras del otro orden más profundo y estructural en el que han sido socializados los viajeros y viajeras que sufren el inusitado percance. Por ejemplo, cuando hay que organizar las distintas tareas destinadas a garantizar la supervivencia, las mujeres serán las encargadas de atender a los niños y de cuidar a los enfermos, mientras los hombres son los exploradores que van en busca de agua y de comida. 

     En la obra de Cortázar y Dunlop, en cambio, el orden surge por la construcción deliberada de un juego de reglas consensuadas que organiza la vida de los protagonistas; no importa que esas normas puedan parecer estrambóticas a simple vista para el común de los mortales, lo significativo es que son voluntariamente aceptadas por los jugadores; e incluso son acatadas por sus amigos y amigas que los visitan y les traen alimentos frescos, o les hacen compañía en algunos paradores estrictamente prefijados para recibir huéspedes provenientes del mundo normal, al que, más temprano que tarde ambos tienen la certeza de regresar. Se trata, además, de un orden equitativo, donde los protagonistas se reparten las tareas domésticas que involucra el viaje: los dos alternativamente hacen la comida, lavan la ropa o mantienen limpio el vehículo, que por derecho propio es el tercer personaje de la historia, el dragón Fafner.   

     En El cemento de la sociedad (1997), desde un enfoque de elección racional, Jon Elster analiza dos tipos de orden social: por un lado, el de “configuraciones de conducta estables, regulares, predecibles”; por otro, el de “conducta cooperativa”. En paralelo, habría entonces dos tipos de desorden: el primero es la visión del mundo que nos entrega Shakespeare en Macbeth, esto es, la vida concebida como “ruido y furia”, un cuento “contado por un idiota”; el segundo tipo de desorden queda bien expresado por la visión que Thomas Hobbes ofrece del estado de naturaleza en el Leviathan: un espacio de relaciones donde la vida humana es “solitaria, pobre, sucia, brutal y breve” (pp. 13-14). Una curiosidad no menor del texto de Cortázar y Dunlop es la de construir –desde una racionalidad con “arreglo a valores”, diríamos en los clásicos términos weberianos- un nuevo orden cooperativo, si bien acotado en el tiempo y el espacio, que pone en cuestión la estabilidad, la regularidad y la predictibilidad del orden dominante. 

     En el marco de la discordancia entre las dos historias llama la atención el uso de una misma figura -para caracterizar un aspecto común de ambas situaciones- pero con una valencia diametralmente opuesta. En un caso, los autonautas hacen un explícito elogio de la lentitud y se congratulan de todo lo que pueden llegar a “descubrir al entrar en un ritmo de camellos después de tantos viajes en avión, metro, tren” (p. 42); en el otro, los indignados viajeros varados en el camino se quejan a viva voz por el atropello de “someter a millares de personas a un régimen de caravana de camellos” (p. 12). Pero justamente es ese ritmo lento, planeado por unos y padecido por otros, el núcleo de la incongruencia con respecto a la conducta habitual y esperable en una autopista: ir a gran velocidad. Por eso, al concluir el cuento publicado en 1966 –cuando los automovilistas pueden retomar su marcha habitual-, el relato deja en suspenso una clave de interpretación que abre una fisura entre lo corriente y lo extraño, entre lo aceptado y lo posible, entre lo normal y lo diferente; y a partir de ese desplazamiento en la mirada es posible empalmar esa historia con la aventura que van a emprender una década y media después. Dice Cortázar: “…y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia delante”.

     Finalmente, Los autonautas nos cuenta una historia de amor -bella y breve, intensa y triste-, porque para quienes conocemos el final de la película el texto respira un perfume de paraíso perdido y de ilusiones truncas: “Volvimos a París llenos de planes: terminar juntos el libro, dar sus derechos de autor al pueblo nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente”. Y aunque ellos todavía no lo saben en su eterno presente de papel, de mapas y de dibujos, nosotros sabemos que a los dos trotamundos los persigue la sombra terca de una inminente despedida. 

     Apenas terminada la expedición, los infatigables viajeros emprenden una nueva visita a Nicaragua “donde había y hay tanto que hacer”. Allí Carol –cuenta el Enormísimo Cronopio en la última página- reanudó “su trabajo de fotógrafa mientras yo escribía artículos para mostrar en todos los horizontes posibles la verdad y la grandeza de la lucha de ese pequeño pueblo que infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad”. Pero el destino había marcado las cartas: la salud de la joven mujer –tenía apenas 36 años- “empezó a declinar, víctima de un mal que creímos pasajero porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más hermoso”.

     Los autonautas de la cosmopista se publicó poco tiempo después del fallecimiento de Carol Dunlop y apenas cuatro meses antes de la muerte de Cortázar. Ambos están enterrados en la misma tumba del Cementerio de Montparnasse, por donde desfilan peregrines venides de los cuatro puntos cardinales que dejan flores, libros, cigarrillos, botellitas de whisky, lápices de fieltro, boletos de metro, tickets de peaje, mensajes garabateados en cualquier idioma, y piedritas de todas las formas y colores para seguir jugando a la rayuela.   

 

ANTONIO CAMOU

Es profesor-investigador del Departamento de Sociología (FaHCE-IdIHCS- UNLP) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés. 

Carta de Sara Ahmed a Lauren Berlant

EPISTOLAR
LUCAS SAPOROSI

Carta a Lauren Berlant (2020)
de Sarah Ahmed

Escribimos para estar en la reverberación del mundo. Sara Ahmed y su carta a Lauren Berlant

“We write to be in the reverb of world and world”

Lauren Berlant y Kathleen Stewart (2019, p. 131)

I.

 

      El 28 de junio de 2021, hace ya más de un año, Lauren Berlant falleció luego de pelear contra una terrible enfermedad. Un tiempo después, Sara Ahmed publicó una carta en su blog feministkilljoys en conmemoración de Lauren. No fue (solo) una carta de despedida, ni un homenaje a su trayectoria, sino una reflexión sobre el vínculo que las unió durante más de veinte años. Una reflexión que tomó la forma de un ejercicio de memoria y puso de relieve lo que implicaba la pérdida de una compañera y de una referente político-intelectual: una marca, una herida abierta, un quiebre en la brújula de la tarea de la crítica. “¿Qué ocurre cuando la persona que perdés es aquella que mejor puede describir esa pérdida para vos?”, señala Ahmed al inicio de su carta, restaurando esa inconmensurable habilidad de Lauren para construir el haz de las palabras adecuadas sobre las superficies que deja una herida.

     Lauren Berlant y Sara Ahmed son (y han sido) reconocidas investigadoras, docentes y activistas feministas que han desarrollado su tarea en el campo de la crítica cultural y de la teoría de los afectos. Ahmed fue profesora de Estudios Culturales en Goldsmiths, en la Universidad de Londres, y directora del Centro de Investigaciones Feministas. Berlant, fue docente en las áreas de Género y Literatura en la Universidad de Chicago, desde 1984. Asimismo, sus intervenciones públicas han ido mucho más allá de la academia y se han convertido en referentes político-intelectuales del movimiento feminista y queer en Estados Unidos y Gran Bretaña.  

     En este texto, no nos ocuparemos de hacer un análisis de los enormes aportes de Ahmed y Berlant al campo de la crítica cultural y política. Para ello, se pueden consultar los diferentes trabajos de Cecilia Macón (2014; 2020), de Helena López (2014, 2015) y de Mariela Solana y Cecilia Macón (2015), entre otros. También, la entrevista que Magalí Haber le hiciera a Berlant (2020) resulta una contribución importante para comprender el trabajo de la autora. Aquí, se trata de hacer una breve reflexión acerca de la carta que Ahmed escribió con motivo de la muerte de Berlant y contribuir con una lectura sobre la memoria, el duelo, los afectos y las formas de comprender el vínculo feminista y los distintos trazos en común de la vida de colegas y compañeras dentro (y fuera) del campo de la academia. 

     Desde allí, Sara propone una reconstrucción íntima y, por tanto, pública y profundamente política de su biografía y de sus encuentros con Lauren. Justamente, (lo) íntimo y (lo) público ha sido una de las articulaciones conceptuales más relevantes en la teoría de Berlant. Así, referir al o a lo “público íntimo” (o “intimate pubilc”), en tanto “espacio de mediación en lo que lo personal es refractado a través de lo general”, como lo definió en The Female Complaint (Berlant, 2008, citado en Macón, 2020, p. 11), le permite a Sara colaborar en la construcción de una escena de contacto útil para esta meditación sobre el duelo. Ahmed, entonces, encuadra una trama que evidencia los cruces, los diálogos, las tensiones y, ante todo, la potencia de la práctica político-intelectual cuando se la propone como una tarea feminista sobre todos los órdenes de la vida. 

     Sara no tiene palabras para nombrar la pérdida de Lauren, pero las encuentra en la memoria de su experiencia con ella. “No tener palabras es también poner palabras, apuntando hacia algo, conectándonos con alguien”. En esa memoria, o reverberación para usar las palabras de Berlant y Stewart (2019), es donde se funde el despliegue de la carta. En efecto, un “trabajo de memoria” (recuperando el clásico aporte de Elizabeth Jelin, tan pertinente para este vínculo) puede ser una forma de la reverberación; o bien, un “trabajo de traducción”, como señaló Ahmed (2015), en la medida en que nos permite comprender que la ausencia de palabras también puede ser una forma de escucharlas desmontadas, tardías, como si estuvieran desincronizadas o viniesen desde lo lejos; precisamente eso, una reverberación. 

     En este punto, la carta alude al recuerdo de la primera vez que Sara Ahmed leyó el nombre de Lauren Berlant, allá por mediados de los años noventa, cuando una colega, Sarah Franklin, le acercó una copia de una convocatoria a un dossier (un CFP o un “call for papers”) impulsado por Lauren. El encuentro entre Sarah, Sara y Lauren efectivamente constituye una escena de contacto en la carta: Sara Franklin, investigadora y docente feminista, se convirtió luego en la compañera de vida de Sara Ahmed. El nombre de Lauren allí inscripto es entonces un gesto en esa complicidad amorosa. Y lo hace explícito: “vos [Lauren] estuviste merodeando durante ese devenir”, en referencia a ese encuentro afectivo. ¿Cuánto de esa potencia de la segunda persona del singular (ese vos, ese tú) nos interpela y nos incluye en esa escena? Pareciera revelarse allí un intencionado reconocimiento múltiple: Ahmed le habla a Lauren pero, en el pacto de lectura, quienes leemos también nos vemos aludidos por esa voz (y ese vos); al mismo tiempo que suscita esa referencia amorosa a su compañera, Sarah Franklin.     

     Ahmed, por entonces una joven investigadora feminista, recientemente graduada del programa de doctorado del Centro de Teoría Crítica y Cultural de la Universidad de Cardiff y buscando abrirse paso en el mundo académico de Gran Bretaña, le escribió un mail para participar del dossier y le propuso un artículo sobre el cruce entre intimidad y autobiografía, muy vinculado a su libro Strange Encounters (2000). Pero la respuesta de Lauren no cumplió con las expectativas de Sara: “no puedo recordar exactamente las palabras que usaste, pero fue algo así: -resulta bastante obvio un acercamiento a la intimidad a través de la autobiografía”, con un sutil énfasis en ese adjetivo, obvio, que le asignaba un tono crítico e impugnatorio. Siguieron, tal como lo recuerda, una serie de intercambios un tanto tensos entre las colegas que, en algún punto, permitieron confluir en preocupaciones teóricas y epistemológicas comunes sobre cómo abordar problemas en el campo de la crítica cultural. 

 

II.

 

     A partir de entonces, la voz temblorosa de Sara recuerda los intercambios posteriores con Lauren, los cálidos encuentros y conversaciones, así como también las diversas tensiones que enredaron la atmósfera de sus diálogos. La obra de ambas tiene la particularidad de poder leerse como un testimonio de esos cruces, como un archivo afectivo que pone en evidencia cómo esa intimidad fue vivida y asumida. Sara subraya permanentemente estas referencias cruzadas donde las palabras de una se vislumbran en la obra de la otra, no sólo como un registro de la intimidad sino también como un posicionamiento respecto a la política de citación. En este punto, la cita deja de ser comprendida como una mera exigencia académica para asumirse como una tarea que visibiliza un reconocimiento, una marca de la escucha atenta. En otras palabras, citar es una práctica de ubicación, de delimitación de coordenadas que orienta el modo en que nos vinculamos con la tarea y con lxs colegas en un determinado territorio de saber. Por tanto, estas mutuas referencias, también ampliadas a otras autoras, recomponen el mapa de un vínculo y de una trama de voces con preocupaciones comunes. 

     Aquí resuenan las palabras de Arlette Farge respecto al uso y a los peligros de la cita. “La cita jamás puede ser una prueba”, sugiere la historiadora francesa; es decir, no puede ser (únicamente) una prueba de lectura, una prueba de conocimiento ni una prueba ante un/x otrx que, en tanto tal, asume el lugar de evaluador/x. Señala Farge que “la cita debería responder a un trabajo de incrustación” (1989, p. 59), o de montaje podríamos decir, precisamente porque toma sentido en la medida en que forma parte de un encadenamiento. Para estas autoras, relocalizar las palabras ajenas es una forma de aludir a esa escena compartida de enunciación y de pronunciar los nombres que la componen, Sara, Lauren, Sarah. Nuevamente, las reverberaciones de la práctica intelectual. 

     Ahmed al rastrear sus diálogos y tensiones teóricas con Lauren las vuelve parte de su duelo. En la carta, recuerda que Berlant refirió críticamente a su trabajo en El Optimismo Cruel (2011) [2020] y la posicionó entre las teóricas más interesadas en la cuestión de las “emociones” que en la de los “afectos”. Una inscripción de la que la misma Ahmed ha intentado desplazarse frecuentemente, tal como lo explicitó en la introducción de La política cultural de las emociones (2004) [2015], sobre todo, con el concepto de “economías afectivas”. En ese sentido, la segunda edición del libro incorporó una réplica al argumento de Berlant, puntualizando no sólo en esa crítica, sino también redoblando la apuesta y marcando su profundo interés en objetos de estudio que, en la jerga de esta teoría, podrían enmarcarse en esas indagaciones sobre “lo afectivo” o en lo que resulta difícil de codificar en una superficie discursiva

     Entre esos objetos, Ahmed propuso más tarde la idea de “promesa” (de felicidad) entrecruzada, a nuestro entender, con la de “optimismo” (cruel), ambos conceptos fundamentales para comprender las nuevas formas de vulnerabilidad y precariedad en el marco del neoliberalismo y, específicamente, las condiciones del ascenso de Trump en Estados Unidos. En este punto y parafraseando a las autoras, podríamos preguntarnos: ¿cuáles han sido esas “formas de apego” que han mantenido a ciertos individuos vinculados con determinados discursos, representaciones, fantasías y expectativas de vida, que no han hecho más que ocasionarles una profundización en sus experiencias de opresión y vulnerabilidad? Según Berlant: “una relación de optimismo cruel (…) que se establece cuando eso mismo que deseamos obstaculiza nuestra prosperidad. Puede ser la comida, una forma de amor, una fantasía de la buena vida o un proyecto político” (2020, p. 19). O, según Ahmed, “una promesa de felicidad” pensada desde su condición directiva, como un mandato a seguir, cuando “la felicidad se convierte en un punto final (…), de modo similar al de la expresión porque sí” (2019, p. 415).    

     En este mismo diálogo cruzado, se puede trazar también la reciente conceptualización de Ahmed sobre la queja (o “complaint”) y de Berlant, sobre la molestia o la inconveniencia (“inconvenience”). Justamente, durante el proceso de escritura de Complaint! (2021), Sara recuerda el último encuentro en persona con Lauren. Fue en Chicago en el año 2015. Se reunieron en la peluquería y luego pasaron un buen rato juntas. Allí le contó sobre los pormenores de aquella escritura y del modo que había surgido como parte de su experiencia con un grupo de estudiantes que habían iniciado una queja colectiva para denunciar el abuso sexual en la universidad. También le comentó que el compromiso asumido ante las activistas la llevó a renunciar a su cargo en la institución. Por tal motivo, Sara ha intentado no sólo poner en evidencia la violencia de género inherente a las instituciones sino también dar una respuesta pública frente a ella. 

     Berlant también ha tomado a la queja como un motivo de teorización en su libro The Female Complaint, el último trabajo de su trilogía sobre la sentimentalidad nacional norteamericana, compuesto además por The Anatomy of National Fantasy: Howthorne, Utopia and Everyday Life (1991) y The Quieen of America Goes to Washington (1997). Ahmed lo ha tenido como una referencia pero, en su caso, se ha orientado por un abordaje desde un lugar diferente: para Sara, Complaint!, más que un “género” o una “teorización”, ha sido un objeto de trabajo concreto y material, una respuesta colectiva a una situación de violencia de género contra estudiantes. “Ellas [las víctimas] fueron mis teóricas”, le dice a Berlant, marcando cierta distancia con su trabajo. “En mi caso, se trata menos de una queja femenina que de una queja feminista”, le señala Ahmed. Así se lo comentó en un mail un tiempo después y la respuesta de Berlant fue contundente e interpelatoria: “Entiendo que lo que me decís es que apenas pensás con la idea de queja femenina. Es una pena para mí porque hemos sido interlocutoras por tanto tiempo. Deberíamos entrevistarnos una a la otra, como en los viejos tiempos. ¿Te gustaría?” Ahmed admite que fue triste escuchar ese “una pena para mí” pero lo comprendió como tal, como una invitación a continuar sus diálogos. Un diálogo es precisamente eso, “una forma de estar en una intimidad”, señala

     Se trata precisamente de estar en diálogo, “in dialogue”, tal como reza el título de la carta. Al reconstruir estas escenas, Ahmed rescata esa forma de configurar marcos de escucha para comprender y hacerse cargo de las circunstancias que rodean a los vínculos, circunstancias de las que justamente son (y somos) parte. En este punto, Sara propone construir una escucha feminista (“a feminist ear”) para evitar el juicio y atender tanto al contenido como a la constelación alrededor de las interpelaciones: ¿qué dicen? ¿qué nos dicen sobre nosotrxs? ¿sobre lo que ocurre y ha ocurrido? ¿qué puedo hacer con ello? Una escucha atenta y genuina, sin por ello, condescendiente y autocomplaciente; una escucha que reconoce en su agencia a quien la pronuncia y responde. 

     Así lo recuerda: “Mirando hacia atrás, gracias a tu presencia cercana, pude ver cuánto de mi propio trabajo sobre las emociones y los afectos fue contribuido por el hecho de haber estado en diálogo con vos”

     Ahmed escribe con un profundo dolor pero sin romper en llantos. Necesita así hacerlo para construir su duelo y reflexionar sobre su vínculo con Lauren, en tanto colegas y, sin decirlo, en tanto amigas, o al menos asumiendo alguna forma de la amistad. Y, en ese sentido, tanto las escenas de reconocimiento y complicidad como las incomodidades y las tensiones constituyen formas de habitar esa relación amistosa; en palabras de Ahmed, “estar en una relación, como me enseñaste, es la alegría (también la incomodidad) de estar con alguien que no es una”.  

           

III.

 

     En esta forma de elaborar el duelo, Sara Ahmed también señala que “la gratitud puede estar cerca del dolor” y puede traducirse “en una sensación de cuánto alguien nos da” pero también en “una sensación de cuánto podrías perder; podrías perder y efectivamente perdés”. Según la autora, esa gratitud, cuando se toca con el dolor, configura una medida de la pérdida pero también una forma de reactualizar esa marca. En otras palabras, es el signo de una relación que nos ha conmovido y nos ha permitido crecer en un sentido integral, adoptar nuevas habilidades, aguzar la mirada, perfeccionar nuestras preguntas; puede ser tal vez una referencia de que hemos cambiado nuestra posición o fortalecido el terreno de nuestro sendero intelectual, personal y político. 

     El duelo, siguiendo a Ahmed, implica una política del dolor que no debiera intentar “dejar ir” al objeto perdido, como afirmara Freud en sus tesis sobre el duelo y la melancolía, sino que impulse el deseo de mantener vivo el vínculo con aquello que se pierde. No hay vocación de distanciamiento, hay un acto afectivo de aproximación. Y en ese acto, la pérdida vislumbra “el reconocimiento de la deseabilidad de lo que se tuvo alguna vez: quizás tenemos que amar para perder” (Ahmed, 2015, p. 240). 

     Gratitud, reconocimiento y pérdida. Una tríada que Ahmed inscribe en su recuerdo de Berlant. También rememora una vieja pregunta de su colega sobre la cuestión del amor: “Soy una teórica del amor, ¿cómo ocurrió eso?”, a lo que Sara responde de manera encriptada, como si fuese parte de un código que sólo Lauren pudiera comprender: “una teórica del amor, o una teórica amorosa, una teórica sobre el amor, la pérdida y las relaciones que culminan en lugares inesperados”. Una respuesta actual a un viejo interrogante pero también una réplica que modifica aquella pregunta, la reinterpreta, la vuelve presente. Y lo hace intentando reinstaurar una concepción del amor alejada de las ideas románticas e idílicas. En todo caso, se acerca bastante a la concepción de Eve Sedgwick (1998) y de Judith Butler (2007) sobre el amor: el amor nos permite dudar, más que construir certezas; el amor nos vuelve impropios en nuestra experiencia. Abre preguntas, incomodidades, interpelaciones. Pero, sobre todo, Ahmed se hace eco de la perspectiva de Berlant respecto al amor.  En “A properly political concept of love” (2011), Lauren revisa críticamente la “teoría del amor” de Michael Hardt y sugiere que lo “políticamente apropiado” del concepto de amor es, precisamente, su “impropiedad”: una experiencia, una forma de apego, que se presenta “sin garantías” y sin definiciones apriorísticas.

 

IV. 

 

     La rememoración sobre su vínculo con Lauren Berlant, además de un “trabajo de memoria”, es una suerte de apunte pedagógico sobre la tarea de la crítica que va mucho más allá de la desarrollada en la academia. Como señalamos al principio, si la obra de ambas podía recorrerse siguiendo un conjunto de pistas entrecruzadas del acervo de sus discusiones, las lecciones que Sara reconoce de Lauren en la carta también forman parte de ese archivo común. En ese sentido, para quienes la leemos en esta clave, se nos revelan elementos de un proyecto pedagógico útil para la tarea intelectual y para la vida en ese territorio. Es habitual encontrar estas referencias y recursos en la obra de Ahmed: sus trabajos suelen estar poblados de lecciones y aprendizajes, expresados a partir de citas y reconocimientos explícitos o de “kits” para desenvolverse en la esfera personal, política e intelectual; o, en sus palabras, para “vivir una vida feminista”. 

     Efectivamente la cuestión pedagógica atraviesa toda la carta. Entre los numerosos pasajes que refieren al tema podemos destacar aquella enseñanza orientada a valorar las estrategias que se ponen en práctica para “salir del paso” cuando nos encontramos confundidxs; o la lección acerca de cómo posicionarse para desarrollar una descripción sobre lo que ocurre: “Sí, me enseñaste cómo describir lo que está ocurriendo, la actividad habitual de la vida; cómo advertir lo que, tal vez, importe a medida que se desarrolla, un desdoblamiento como una forma sostener algo de manera ligera”. Una lección, como señala Ahmed, que abarca a todas las formas de producción, “a todo aquello que creamos” y que por tanto “es frágil porque lo necesitamos para sobrevivir”

     La confusión, la fragilidad, la supervivencia; todas estas experiencias se vuelven objetos de la reflexión, sobre los que se debe hacer y decir algo, pero abjurando de los manuales, de la clase magistral y de los modos canónicos (o patriarcales) de pensar. Son, por el contrario, lecciones que no pueden separarse de quienes las compartió y, por eso mismo, se vuelven parte de una pedagogía feminista de la memoria. Son las enseñanzas aprendidas en una escena de contacto, con alguien que nos conmovió y que nos reveló que la fragilidad es una condición inseparable de cómo nos asumimos sujetos. Y, por tanto, una enseñanza que devela esa marca y la convierte en un blanco para la interpelación.  

     Sara Ahmed finaliza con la promesa de mantener y transmitir esa actitud pedagógica para así “quedar en contacto” en una suerte de diálogo permanente: Lauren, lo prometo. Prometo seguir aprendiendo de vos. Pensar con vos, estar en contacto, estar en diálogo”

1 La carta se puede leer en: https://feministkilljoys.com/2021/08/31/in-dialogue-a-letter-to-lauren/ 2 La carta no se encuentra traducida al castellano, de modo que las citas utilizadas han sido traducidas por el autor. En cada caso, se adjuntan los pasajes en el idioma original. En este caso: “What if the person you lose is the one who could best describe that loss for you?” 3 En nuestro trabajo (2018a) elaboramos el concepto de escena de contacto, inspirado en la obra de Sara Ahmed, para analizar la dimensión afectiva en una serie de producciones culturales de hijos/as de militantes detenidos desaparecidos. En su caso, la autora desarrolló la categoría de “escritura de contacto” (Ahmed, 2015, p. 42). 4 “I have no words, but then I do, no words are words, edging for something, connecting us to someone” 5 “(…) you were around during that becoming!” 6 “I can’t remember the words you used, but it was something like, it is a bit obvious to approach intimacy through autobiography.” 7 La distinción entre “afectos” y “emociones” ha sido un punto de debate recurrente en el marco de la teoría de los afectos. Al respecto se puede consultar, el prólogo de Cecilia Macón y Mariela Solana en Pretérito Imperfecto (2015), o el trabajo de Helena López (2015). 8 Berlant sugiere pensar la relación entre actores, discursos sociales y representaciones como “formas de apego”, atravesadas por las condiciones normativas y los diferentes modos de “sentimentalidad”. Al respecto, se puede consultar Berlant (2011). 9 Tanto el último trabajo de Sara Ahmed, Complaint! (2021), como el de Lauren Berlant, On the inconvenience of other people (2022) no han sido traducidos al castellano. A nuestro entender, el concepto de “complaint” puede ser traducido como queja, asociada a la idea de una respuesta feminista y de una denuncia frente a determinadas violencias de género en distintos espacios institucionales. La idea de “inconvenience” podría ser traducido como molestia o inconveniencia. Agradezco la colaboración y la sugerencia de Nayla Vacarezza en esta tarea. 10 “(…) My discussion is more about feminist than female complaint”. (…) “They became my theorists” 11 “You wrote, “I’m gathering you’re telling me that you barely think with the female complaint. It’s a shame for me because we have for so long been interlocutors. We should interview each other like old times when it comes out. Would you like to?” 12 “A dialogue can be what we are in, a space, a zone, an intimacy” 13 “Thinking back, to the good hap of that, you being around there, then, I can see how much my own work on emotion and affect was enabled by being in dialogue with you” 14 “To be in relation, as you taught, is the joy (also inconvenience) of being with someone you are not.” 15 “Gratitude can be near grief, a sense of how much someone gives as a sense of how much you could lose; could lose, will lose.” 16 “You asked, “I am a love theorist, how did that happen?” I think I know how it happened. A love theorist, a loving theorist, a theorist of love and loss and relationships that end up, as we do, in unexpected places.” 17 Al respecto, se puede consultar el artículo de Natalia Tacetta (2015). También, en mi ya mencionado trabajo (2018a), hago un desarrollo sobre esta cuestión. 18 “We muddle through. You taught me to attend to what we do to muddle through”. 19 “Yes, you teach me how to describe what is happening, the usual activity of life, how to notice what will perhaps matter as it unfolds, to notice an unfolding as a way of holding something, lightly”. 20 What we create is fragile because we need it to survive.

LUCAS SAPOROSI

Es sociólogo y doctor en Ciencias Sociales por la UBA y magíster en Historia y Memoria por la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente se desempeña como becario posdoctoral por el CONICET con sede en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA). Sus temas de investigación están vinculados al campo de estudios de la memoria y, específicamente, al proceso de memoria, verdad y justicia en Argentina y en el Cono Sur. Es docente universitario de estudios de memoria, género y teoría feminista en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

Diez palabras (2020…), Marcela Basch

NEWSLETTER
LUCÍA FAYOLLE/SARA GUITELMAN

Diez Palabras (2020...)
de Marcela Basch

Imagen de Bárbara Adinolfi

Acaso te convoco sin saber a donde

“Las palabras están ahí desde siempre, 

como la carta robada de Poe en el tarjetero; 

la cuestión es verlas nomás” 10P

     ¿Qué es Diezpalabras? Una obra o, más precisamente, una performance. Marcela Basch, cual DJ, pone a sonar un cruce de palabras que arman un artefacto siempre en movimiento. Es también un laboratorio en el que sucede lo inesperado, porque en la mezcla silvestre que propone, explotan todo el tiempo los sentidos y se movilizan los afectos. Es un gesto destinado. Su formato, una carta que nos llega cada domingo a la mañana, desborda de marcas de un nosotrxs. Una invitación a la curiosidad y a un deseo que recuerda la espera infantil de la Billiken cada fin de semana. Diezpalabras es una contraficción, que  se mete benjaminianamente en las hendijas de la técnica de su época para inventar ahí -con ella, en ella- una forma de comunidad que escapa a lo que estas tecnologías proponen en el mundo de lo común. Y que “abre una brecha entre las formas de vida mediatizadas por el consumo”, porque está lleno de porque sí nomás, de arbitrariedades y sinuosidades. Palabras que disfrutan tanto recorridos por saberes tecnocientíficos o eruditos como por zonas de lo más barriales y caseras; y en esa convivencia nos proyectan a lo impensado jamás. Pero sobre todo porque al pescar palabras les hace tiempo, inventa desde ellas una forma de hablarnos y relacionarnos que se corre de la linealidad acelerada propia de estos medios en los que todo circula a la velocidad de lo invisible. Palabras que generan una convivencia de temporalidades, que desacomodan del tiempo de línea recta: las tecnologías que anticipan el futuro se yuxtaponen a los pasados más remotos y sus resonancias en el presente. Hay tensiones entre temporalidades posibles, más o menos justas. Hay huellas de otros tiempos, anteriores o posteriores, en las circunstancias puntuales de la semana que pasó y se recuerda cada domingo. Hay resonancias de esos otros tiempos en las palabras presentificadas y hay actualizaciones de conceptos que existen desde antes, desde casi siempre. Astucias y contraficciones que van y vuelven, están y se ausentan. Y hay también abuelas que viven hoy en otro siglo, para recordar lo que fue. Entre las catástrofes y las esperanzas. Entre los diagnósticos y las propuestas, los deseos, las alternativas. De una semana a la otra, en ese juego de los tiempos, se agrandan y se achican los tonos esperanzados y esperanzadores. 

 

 

Consteladas, hilvanadas

 

 

     En esta galaxia que tiene ya casi mil palabras, descubrimos -también como en la primaria- constelaciones con fulgores propios pero cruzados. Podríamos ponerles nombre, y hasta robar irrespetuosamente algunos títulos de entre los 94 que Marcela puso a sus envíos: así por ejemplo inventar la constelación Imaginarnos ese cielo alienígena” (cli-fi, ifixit, metaverso, hiperstición, fictosexuales, NFTDP, robotaxi, cryptokicks, sextear, airbnbización y muchas más) que en su brillante tecnoexpansividad, intersecta a la constelación “Un mundo para quién” (bailecito, simpapeles, rajá, changüí, wallmapu, warrah, igualada, nanai, indios, seré, nadies, normalistas, maradoniano, onas, piquetero, aguinaldon´t), para acercarse a la constelación Equis(Higui, Tehuel, cabras, indispensables), y desde ahí hablar con ikigai, la constelación de las sabidurías. Que ahora se cruza con “A donde vamos no necesitamos olfato” la isotopía que dice, en la voz de Marcela ¡qué biológico se ha vuelto el mundo! (intensivista, semivacunado, twindemia, covidiota, invacunades, plasma, barbijo, gripalización, tercera dosis), para encontrarse con “Quien soy yo si no me explotan” o “Por una vida vivible”  (algoactivismo, permacomputación, striketober) desplazándose hacia “Uno necesita el mar para esto”, la constelación donde el lenguaje habla de sí (palabra-valija, retrónimo, autoantónimo, texticidio). Es en esta última donde asoma la punta del hilo de amor con el que las palabras están hilvanadas. Tanto amor que hasta nos encontramos con Montserrat ¡una tipografía! O con el silencio, el 28 de noviembre: muerto.

     En medio del remolino, atrapamos brevemente glitch y veredear. Porque nos gustan y porque cada una y las dos juntas cual binomio fantástico, tensionan el ojo del huracán que moviliza esta galaxia. Glitch es “Un accidente que desata algún tipo de caos”. Vinculada a la tecnocultura, parece que fue usada por primera vez por los astronautas: “un error, una equivocación, una falla en el funcionamiento”, dice Marcela que dice Librenauta que dice Legacy Russell. Es la potencia de lo que se descontrola como punto de inflexión hacia otra cosa. Reiniciando: cuerpos, género, raza, pandemia. Nosotras también queremos hilvanar: glitch con veredear, un verbo aparentemente acuñado en Formosa. “Dícese de la acción de una o más personas que se sientan en la vereda de una casa, transitando el tiempo sin ningún fin productivo, o de consumo. En ocasiones la acción -o inacción- puede ir acompañada de la ingesta de tereré o mate”, define. Y agrega: “El tiempo por estos lados es muy barato, así que la gente se junta a compartirlo, o a perderlo en compañía.” Basch veredea con sus palabras que buscan salir, quieren compañía, y también verdean (sí, de verde, porque florecen) cuando se hacen poesía en esa destinación.

 

 

62, lo inesperado también acontece

 

 

     Entramos así en una de las 94 entregas de cada domingo, con las diez palabras de la semana que pasó. La séptima palabra de la entrega número 62 (allá por el 20 de noviembre de 2021) fue niño. Podrían haberse desplegado montones de significados a partir de esta palabra pero el jueves 18 de noviembre la policía de la Ciudad de Buenos Aires había matado a Lucas González cuando volvía de probarse para jugar al fútbol en Barracas. Es por eso que la palabra “niño” estuvo cargada solo de los sentidos más tristes: injusticia, reclamo, conmoción, hartazgo. Marcela Basch recuerda la noticia a la vez que hace presentes la voz de la madre de Lucas y la poesía de Cristina Peri Rossi, “Proyectos”, que expone al  asesinato (a este: callejero, fácil y en manos de la policía) como un obstáculo posible para los proyectos de maternidad. Su poema enumera los planes para hacer con unx niñx pero esa enumeración se corta rápida y abruptamente, porque aparece el miedo de que “al llegar a la pubertad/un fascista de mierda le pegara un tiro”. El asesinato de Lucas irrumpió de igual manera, deteniendo sus proyectos e ideas, pero también reavivando nuestro terror de que suceda y siga sucediendo: el miedo no es solo poesía, aunque también. 

     Niño convive con desconexión y mientras la primera escribe hechos que “parecen de otra época”, que deberían haberse extinguido; la otra trae proyectos de avanzada en países que tienen otros problemas diferentes a los nuestros: “Portugal prohíbe a las empresas ponerse en contacto con los empleados fuera de horario y exige otras protecciones para el trabajo a distancia”. Y también la palabra reparabilidad, porque algunos objetos se están volviendo -parece- más reparables. Pero esa convivencia, ese trío niño-desconexión-reparabilidad pone en evidencia que hay cosas que siempre serán irreparables. No se puede, no hay manera de volver el tiempo atrás. No se pueden revivir los Proyectos (de Peri Rossi), las niñeces (de tantxs). Solo queda hacer presencia en las palabras que tenemos.

     Más allá de la palabra en la que posemos la mirada, más allá de toda constelación posible, hay siempre algo desencadenado en diezpalabras. Por las asociaciones libres, el fluir, la deriva de un anarchivo signado por la sorpresa que deviene de no temerle a la improvisación, y por los desplazamientos irreverentes entre registros que surfean lo académico, lo periodístico, lo cientificista, lo poético, las expresiones coloquiales, rebalsando de tensiones y contradicciones. De ahí sale el salvajismo de esta exquisita textura que lentamente, a su tiempo, semana a semana, la artesana hilvana con las palabras de un mundo injusto, impiadoso, hostil. Una textura hecha con el amor y detallismo del gesto manual. Ahí está la potente rebeldía de este discurso amoroso que hace brillar como lentejuela, alguna confianza en que otro mundo es posible, porque “lo inesperado también acontece”. Empezar por las palabras, puede ser. 

 

SARA GUITELMAN

Diseñadora en comunicación visual, profesora e investigadora, Facultad de Artes – UNLP.

LUCÍA FAYOLLE

Es profesora en Letras en Educación primaria, secundaria y superior. Está realizando su Doctorado en Letras sobre archivos y literaturas del Noroeste de la provincia de Buenos Aires.

Caperuxita (2021), Pérez

NOVELA
KATHERINA FRANGI

Caperuxita (2021)
de Agustina Pérez

La sagrada ofrenda

     No hay reglas en la literatura. Eso lo sabemos hace rato, por Borges, quizás, por Macedonio, también, por Huidobro. Lo que permanece, podría decirse, es el enigma. No sólo en torno a lo que suele llamarse la trama o la historia, sino en torno a los hilos, al modo en que se lleva adelante un proceso de escritura, de creación literaria.

     Caperuxita (2021) se abre paso en los márgenes de lo legible para transformar la experiencia lectora en otra cosa. Porque es otra cosa. Una novela breve pero que requiere una lectura activa, entregada y atenta. En menos de cien páginas, la autora nos traza un mapa con pocas pistas que van conformando una región fantástica y una cadencia casi sin respiro. No por falta de pausas, entiéndase, sino por el avance de la frase, las idas y venidas, los relatos paralelos que van abriendo constantemente, renovándolo (y pausándolo también) página a página.

     La trama podría ser cualquiera, porque más que trama es una excusa para poner en funcionamiento una maquinaria lingüística nueva y misteriosa que irrumpe en la escena literaria contemporánea. Desde el título, que nos es familiar y a la vez extraño, Agustina Pérez crea un tejido fuerte e intrincado que, dividido en breves secciones, va siguiendo las ¿aventuras? de distintos personajes y de la misma voz narradora, por momentos indignada, informativa, cómica, e incluso, por otros, negándose a narrar: “De allí que— etcétera. Hoy ya no queda nada por explicar. Entonces basta con explicar la nada”. Un misterio más de los tantos misterios a los que nos enfrenta esa escritura como en estado de gracia, como poseída, que narra sólo para sí misma. Y el resto, que se las arregle.

     Podría ser cualquiera la trama, dije, pero no es cualquiera. La fábula está. Una niña -Caperuxita- debe llevar víveres a lo de su abuela Beatrix. Esta historia va conduciendo los hilos desde la primera frase: “Caperuxita cruza el linde que separa la Tierra Reseca de las Últimas Poblaciones. Felipe II El Atrevido colocó allí un baobab traído expresamente de Crimea. De la región tártara de Crimea”. Pero, además de esa historia, las creaciones; además, las muertes, los hobbies, los misterios, el mito de origen de los personajes y de los elementos. Las otras historias: la de Mirto Dermi, por ejemplo, una aficionada a un libro de fotografías japonesas que viaja en la cima del baobab. Otra, la de Felipe II, el rey que encarga el puente y que traslada el baobab. Las demás, la de Ariel Ladino, la de la oveja, la del lobo, etcétera

     Alrededor de la fábula está el mundo actual, el mundo pasado y el fantástico. La fábula delirante, delirada: “Hubo una vez, hubo un envés, hubo un revés. Uno, o dos. O tres. Hubo. Una adorable niña que todo el mundo pasmábase de horrísono terror al ver”. Todo es un no-algo en Caperuxita: ¿cuándo? en un no-tiempo, en el Medio Ovo (que es Medioevo, medio huevo y medio óvalo), en el tiempo de la fábula y en una era en la que hay autopistas y descapotables. ¿Dónde? En Argentina, en las Últimas Poblaciones, en la Tierra Reseca, en el baobab. Claro, un no-lugar. La novela del no, Caperuxita, un no que se dice cuando se deja lugar a la confusión, al advenimiento de la palabra por la palabra.

     Los elementos son múltiples: un rey con epítetos circunstanciales, dos tierras unidas por un -muy débil- puente, un personaje de un cuento infantil, un árbol africano descolocado, las espinas de Jesucristo, una abuela, un lobo, una liebre. Están, porque están todos. Pero no es eso lo que hace de Caperuxita un objeto novedoso. Es el lenguaje secreto, son las palabras que se entrecruzan tan oníricamente como sus personajes, que avanzan y retroceden, que se mueven por el espacio más por inercia que por sentido común.

     En efecto, Agustina Pérez crea una lógica que algo tiene del mundo, del mundo otro. Un no-tiempo y un no-lugar se narran con una lengua única. Si había que elegir un registro, un tipo de personajes, una historia, una temporalidad, en Caperuxita se optó por todas las posibilidades. Agustina Pérez retoma el mito, los mitos, los dichos. Los retoma, sí, pero los tensa y entrecruza como una madeja. “Hay que ser francés, hay que ser de Pringles para llamar «puente» a esa soga. Esa soga fue labrada por una laboriosa hacendera. Ella fue la encargada de tergiversar la corona tejida de espinos de Jesucristo”. Y esa madeja está hecha de historias y de sintaxis. Una sintaxis interrumpida, exagerada, confusa y conformada por elementos extraños.

     Si Pierre Menard enriquece los capítulos del Quijote porque, con su anacronismo, los hace menos previsibles, ¿qué decir, entonces, del lenguaje secreto de Caperuxita? Ese gesto barroco y novedoso que es un manifiesto en torno a lo que es posible en la literatura. Barroco, por las elecciones, la formas verbales y las palabras en desuso, arcaicas. Novedoso, por lo atípico de la disposición. Se abre el diccionario y la gramática española, se la utiliza lo más que se puede, se la rompe, también. La entrega a esa apertura desregulada de los registros dan a la voz una fuerza poco frecuente.

     Hay, como ya dije, algo secreto en Caperuxita, algo sacro. Se trata de un objeto mutante como el baobab que cambia de color en las espaldas de Felipe II El Atrevido-El Indiscreto-El Certero-El No Enterado. Lo que cambia es la lengua, el devenir narrativo al que estamos acostumbrados -ay de la costumbre-: “Fue un día. ¡Aquel fue un día! Aquel fue un día de fundir. No como hoy, que es día de hundir a Caperuxita para siempre. Por ladina. Si es por eso Mirto Dermi también debiera ser hund, hasta lo más hond. Se lo merec”. Así, que para citar habría que usar un sic, así es como Caperuxita quiebra la lengua, la quiebra, para usarla toda.

     Barthes dice que la literatura es un lenguaje que hay que aceptar descifrar. Por supuesto, Agustina Pérez crea un laberinto de palabras, de lengua latente y poderosa. El lector se encuentra, adentro, arrojado al fluir sintáctico demente y nervioso. El efecto de lectura es confuso, como la estructura de la novela, que avanza y retrocede y nos hace olvidarnos, hasta el final, de la fábula original. Es, asimismo, hechizante. De un modo en que el lector dispuesto a desentrañar los misterios que se esconden entre las palabras, entre los triángulos que dividen las secciones, debe entregarse completamente a la labor. En el Epílogo, Luis Chitarroni afirma que “Agustina Pérez se pone de un lado de la narrativa argentina que resulta altísono y réprobo por inusual. Allí está con sus enseres robados a la Madre Hogarth, haciéndonos temblar a todos”. Todos, nosotros, los lectores dispuestos.

     Como la soga de espinas que une la Tierra Reseca y las Últimas Poblaciones, Caperuxita une la lectura con la experiencia de desciframiento de la que hablaba Barthes. La une pero la pincha, la incomoda valientemente, hace lo que pocos escritores se animan a hacer hoy en día. El extrañamiento es total. Notable es la audacia de Agustina Pérez que baila en los márgenes, que se sirve un banquete de palabras (¿por qué no usar todas las palabras, acaso?) y las da en sagrada ofrenda al lector.

KATHERINA FRANGI

Es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. En 2019 obtuvo la beca del MAECI para cursar en la Università per Stranieri di Perugia, Italia. En 2021 fue seleccionada para la Bienal Arte Joven de Buenos Aires. En 2022 publicó Memoria de las especies (Club Hem).

Brilla, sombra (2021), María Ragonese

POESÍA
LUZ SALAZAR LANDEA


Brilla, sombra (2021)
de María Ragonese

brilla sombra



Una perla silenciosa entre las cosas de este mundo

     Brilla, sombra es un pequeño libro, casi cuadrado, publicado por Índigo Editoras el invierno pasado. Pertenece a la colección hilos, que indaga ese tejido que empezamos a llamar escrituras de mujeres: escrituras femeninas, siempre en plural, siempre en cursiva. ¿Qué materias conforman ese telar? ¿Qué patrones permiten vislumbrar esas genealogías, a la vez reinventadas y las mismas de siempre? 

     María Ragonese busca escribir habitando el silencio y escribir también como escribe una niña. Brilla, sombra va al corazón de las heridas y encuentra un aroma dulce cuyo origen está en las plantas y la infancia: sólo en la inocencia del juego está el verdadero dolor. Este viaje hacia el pasado es además la búsqueda de una genealogía, de un linaje. Así como la infancia es un espacio salvaje, de oler el suelo y llevarse la tierra a la boca (“La pureza se enredó con el llanto/ y después hubo otra vida, salvaje/ olía el suelo, me lo llevaba a la boca”), la presencia de la madre está unida a una existencia animal y vegetal. La madre es una loba que se aferra a la tierra y la mastica, pero también guarda secretos de la abuela, seguramente en un cuaderno gastado: “a mi madre le pido / parte de mi abuela […] le digo necesito compartir / esta familia de mujeres”.

     Brilla, sombra es un conjuro para hacer llegar las horas mágicas de la tarde, aquellas que transforman, con su brillo particular, las pelusas en amuleto. Aquellas horas en que las abuelas contaban historias en silencio, entre tazas de té y botones de nácar. El título del poemario aloja una dualidad: el origen de la genealogía es brillante y sombrío, alberga a la vez la creación y el dolor. 

     Brilla, sombra es un poemario del devenir y de la transformación. La materia desordenada, ante el tacto, deviene súbitamente otra cosa. Lo terrestre deviene lo marino y lo marino deviene una casa: una cama, unas sábanas, una yegua en el campo. Las nubes, liberando esporas, devienen hongos. Una agita ”las cortinas y aparece dios”.

 

     L.S: El poema donde se menciona el título Brilla, sombra habla de estas palabras como conjuro, como forma de invocar ciertas horas de la tarde. Quería preguntarte sobre la  noción de conjuro, y si lo relacionas de algún modo con tus vivencias con la poesía y con tu rol de poeta. 

 

     M.R: Me gusta mucho Derrida cuando piensa la conjuración y me interesa el psicoanálisis, por lo que mi sensibilidad respecto del acto de “conjurar” seguramente tiene un diálogo tácito con esto, aunque no lo había pensado ni mientras escribía el libro. Creo que usar palabras siempre juega con la idea de conjurar: de traer con la voz o evocar algo que no está. La poesía juega especialmente con esos bordes, con esos límites. Sobre los usos directos o indirectos que podrían leerse en este libro, condensados en la idea “brilla, sombra”, creo que hay cierto recorrido sobre diferentes aspectos del término: hacer magia o rituales con la palabra y con las manos, con el cuerpo; convocar o pactar con lo que no está; traer presencias que construyen alianzas; exorcizar, etc. Coexistimos con la ausencia y con millones de cosas que carecen de palabras, entonces escribir también podría ser pensado como un acto de conjuro constante en donde se crean espacios y pactos posibles y momentáneos para vivir y pensar la experiencia.

 

     L.S: El libro forma parte de la colección hilos, que aúna un tejido de escritoras mujeres. Quería preguntarte si te sentís identificada con la idea de una escritura femenina, y cómo vivencias tu rol de poeta en este sentido. 

 

     M.R: Me parece interesante que la editorial, tanto en esta colección como a nivel general, se posicione políticamente respecto de lo que publica o a quiénes publica. Está la decisión explícita de publicar a mujeres, pero utilizan el concepto de mujeres cursiva, que implica poder abrazar una diversidad o fluidez identitaria y no una cerrazón en ese sentido. No pienso en mi escritura como “escritura femenina”, históricamente encasillada en “cosas escritas por mujeres”, me parece muy general, no me identifico con eso básicamente porque no me resulta productivo para pensar en lo que hago o intento hacer, cosa que tampoco es fácil sobre la propia escritura, ni me sirve para pensar en otras escrituras. En todo caso me identifico con la idea de una escritura feminista y esto no tiene que ver solo con los “temas” sobre los que se escribe (que igual es sumamente importante, por ejemplo en el cruce entre lo íntimo y lo político), sino también con el tratamiento formal, estético y político, y cómo todo eso forma parte de una historia de la escritura (y de la lectura) que tradicionalmente fue codificada (entonces también cristalizada) y acaparada por las condiciones de producción patriarcal y sus productos hegemónicos. La suerte de la poesía, de modo amplio, de leerla y escribirla, en un punto tiene que ver con la posibilidad de dañar y reparar la realidad, el mundo, de dañar sus códigos, historias, pactos y horizontes, y de construir otras respiraciones, otras articulaciones posibles, y por ende otros sentidos. Como persona que escribe no dejo de sentirme fascinada por la posibilidad de jugar con las palabras, con el potencial que cargan para desgenerar.

 

     L.S: ¿Cómo fue tu experiencia de publicación con Índigo editoras?

 

     M.R: En todos los aspectos fue una experiencia bonita. Brilla, Sombra es mi primer poemario publicado y se editó al mismo tiempo en España y Argentina, cosa que hizo que las lecturas del libro se ampliaran tal como el territorio. Antes de eso, me sentí muy agradecida por la invitación a publicar; luego, por cómo se desarrolló el proceso de trabajo con la editorial, con tiempos súper amigables y respeto por las voces que hacen que un poemario llegue a ser un libro, es decir, un objeto que en esa instancia ya trasciende mis decisiones ligadas a la escritura. Al mismo tiempo, si bien la editorial tiene su base en España, lo cierto es que traza unos mapas de trabajo y escrituras con mucha presencia en América Latina, y esto hace que los diálogos y lecturas no solo se extiendan por la impresión, distribución, etc. (el acceso al libro físico), sino también por la familia de libros que se arma.

 

     De una escritura innovadora, densa y perfumada, María Ragonese apuesta a una poesía que trabaja con el vacío, con dañar la realidad y reescribirla desde un grado cero: “Lo que está lleno/ revela su vacuidad/ con la primera luz del día. Nuestro acto de fe/ es vernos/ como un pedazo de campo verde”. Ese vacío opera entre los versos y contribuye al salto juguetón entre lo íntimo y lo político, entre lo singular y lo multiforme, entre lo subjetivo y lo colectivo. Desde allí comienzan a sonar las respiraciones-otras de una escritura feminista que hechiza y subvierte lo real para mostrar su reverso dulce y callado: “Años cincuenta,/ las mujeres se reunían a contar/ botones de nácar./ A veces/ deslizaban otras palabras/ un ojo morado/ cubierto de polvo,/ un budín que lo endulzaba.”

LUZ SALAZAR LANDEA

Es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente trabaja en la misma Universidad como becaria de investigación del CONICET en el área de literatura argentina contemporánea, y como docente de literatura en el nivel secundario.

Crimea. La primera guerra (2012), Orlando Figes

HISTORIA
ALEJANDRO SIMONOFF


Crimea. La primera gran guerra (2012)
de Orlando Figes

crimea

     La Guerra de Crimea (1854-1856) enfrentó al Imperio de los Zares contra una alianza encabezada por otros imperios: el británico, el francés y el otomano. Tuvo características que anunciaron lo que iba a venir: las guerras mundiales, de hecho, inicialmente fue denominada la Gran Guerra, nombre que cedió a los sucesos iniciados en Sarajevo en 1914. Pero también tuvo rasgos que la asociaban a las que se habían desarrollado durante la revolución francesa y el expansionismo napoleónico.

     Orlando Figes cuenta la historia de esta guerra, pero no es un libro de polemología -como la mayoría que ha tratado el tema-, sino que, este conflicto es una puesta en escena que le permite describir el punto en el que se encontraban las tensiones entre la permanencia del antiguo régimen y los impulsos de la sociedad de masas que pretendían abrirse paso sobre sus restos. Pero además no es una historia con héroes aristocráticos, como en los conflictos del pasado, sino del “Tommy del folclore (“Tommy Atkins”), que combatía valerosamente por el Reino Unido y ganaba las guerras pese a los catastróficos errores de sus generales”. 

     A diferencia de otros textos que tratan el tema, más orientados a la historia militar, diplomática, o la geopolítica, donde predominan fuentes británicas, francesas y en menor medida otomanas, Crimea presenta una gama de reservorios rusos que le otorgan una amplitud panorámica al libro que no tiene precedente.

     Esta conflagración fue un evento de la era industrial y de la naciente sociedad de masas con todas las letras, en la cual además de las nuevas armas, se sumaron los ferrocarriles para el transporte de tropas y enseres militares, los telégrafos para comunicar y la fotografía para registrar, pero no fueron los únicos rasgos distintivos, ya que la masividad se proyectó sobre sus consecuencias, murieron unos 800.000 hombres producto de los proyectiles y las epidemias.

     Si bien estuvo lejos de ser un conflicto generalizado como los que lo habían precedido en el ciclo revolucionario cerrado con la caída de Napoleón y los que vinieron después de 1914, el espanto que provocó nos lleva a dudar de calificar a toda esa fase como “Paz Armada”. Incluso el hecho que su nombre la reduzca a una península del norte del Mar Negro -donde si bien es cierto fue donde se realizaron los mayores combates, sobre todo el sitio de Sebastopol-, ese nombre no nos permite ver la amplitud geográfica que tuvo este conflicto que se extendió desde el Danubio, hasta el Báltico y el Cáucaso. 

     Fue la preocupación británica y francesa por la debilidad otomana, “el hombre enfermo de Europa”, y la expansión de San Petersburgo a costa de él, lo que impulsó este conflicto. Evitar y señalar al expansionismo ruso, para permitir y disimular el propio, es el núcleo de la lógica que guió el conflicto y contribuyó a forjar imaginarios nacionales tan necesarios para legitimar las políticas imperialistas. Los contrastes entre esas construcciones estaban al orden del día: el zarismo era la expresión del atraso y la autocracia, asimilable a cierto despotismo asiático, frente a naciones como Gran Bretaña, que se asumía como campeona de la libertad, a tono de los nuevos tiempos donde los europeos reinaban en el mundo.

     Pero también fue una guerra religiosa connotada por el subtítulo de la obra en inglés “The Last Crusade” (la última cruzada) que sugiere las claves de lectura aportadas por el autor y que en la edición en español se transforma (“La primera gran guerra”) y que apunta hacia otro aspecto inmerso en el texto, el preludio de la “era de la catástrofe”.

     La Gran Guerra está determinada por la debilidad del Imperio Otomano -asediado por dentro y por fuera-, cuestión que le permitió a Moscú, finalmente legitimar su pretensión de ser la tercera Roma, liberadora de Tierra Santa y protectora de los pueblos cristianos ortodoxos -como enseñaban los patriarcas desde los púlpitos-, frente al Sultán musulmán que los subyugaba y controlaba. 

     Sin embargo, el cariz religioso de esta guerra, como lo señaló Figes, fue un contraste entre estos deseos del Zar Nicolás I y los de las potencias occidentales que no lo vieron de ese modo, ya que protegieron al Sultán Abdülmecid I y garantizaron sus propios intereses, además aportaron al fomento de la rusofobia en occidente y, como el rechazo y contraparte ineludible de esa percepción, el fortalecimiento del pensamiento eslavófilo en Rusia.

     El rechazo a los rusos como producto de la Guerra de Crimea dejó una marca profunda en la identidad nacional inglesa: “… Para los escolares, fue un ejemplo de la actitud del Reino Unido, que decidió luchar contra el Oso ruso para defender la libertad… La idea del hombre común corriendo a prestar ayuda a los débiles contra los tiranos y los matones se convirtió en parte del relato esencial del Reino Unido…”

     Pero esa imagen tuvo su contraste en Rusia, ya que la idea de la traición Occidental por el apoyo a un reino musulmán en contra de otro cristiano, reforzó al pensamiento eslavófilo frente a los sectores liberales con los que se disputaban la construcción del futuro. Aquella corriente fuertemente antioccidental, pero cuya base era el romanticismo alemán, convivió con las necesidades de modernización que este conflicto dejó como lección al zarismo y sobrevivió, no sólo al siglo XIX, sino también al XX y XXI, como lo señaló el propio Figes: “El recuerdo de la guerra de Crimea sigue suscitando profundos sentimientos de orgullo ruso y de resentimiento contra Occidente… [/] … La reputación de Nicolás I, el hombre que condujo a los rusos a la guerra de Crimea en contra del mundo, ha sido redimida en la Rusia de Putin. Hoy, por orden de Putin, el retrato de Nicolás I está colgado en la antecámara del despacho presidencial en el Kremlin.”

     Muchos de los conceptos, que registramos en esta obra regresan a nuestra mente para tratar de entender la guerra en Ucrania. Pero esa vuelta no es a una copia exacta de lo que aconteció, se ha reformulado; por ejemplo, los sectores eslavófilos de ayer, hoy se ven reducidos a la defensa del “mundo ruso”, y, la alianza decimonónica anglo-francesa que buscaba garantizar la hegemonía inglesa en el pasado, ahora se metamorfosea en la OTAN y su expansión para ser el aval de la norteamericana.

     Si bien la historia no se repite, la lectura de Crimea de Figes alimenta un atractivo deja vú a la luz del conflicto bélico más promocionado de la actualidad, que nos proporciona ciertas claves que hemos esbozado aquí y que son ineludibles para comprender qué es lo que acontece y cuáles son las señales para abordarlo.

ALEJANDRO SIMONOFF

Es profesor y licenciado en Historia, doctor en Relaciones Internacionales (UNLP). Su investigación se concentra en el estudio y análisis de Política Exterior Argentina y de Historia Contemporánea. Es Profesor Titular Ordinario de Historia General VI y del Seminario de Historia Comparada del Siglo XX de la Maestría en Historia y Memoria (FaHCE-UNLP). Ha publicado libros y artículos en revistas especializadas.