GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

Fuera de lugar, de Kohan

NOVELA

JUAN MANUEL BELLINI


Fuera de lugar (2016)
de Martín Kohan

Fuera de lugar

     En la contratapa del libro hay dos palabras que dicen bastante de lo que se va a leer: perversiones y aberración.  Son pertinentes. Una novela sobre un tema del que se suele hablar en los medios (y en la sociedad en general) con altas dosis de morbo. Kohan elige otra mirada, pareciera una mirada distante, pero no, se involucra.

     Cada libro nuevo de ficción de Martín Kohan genera expectativas y lo tiene bien ganado, sus libros no defraudan. Abundan las críticas, las entrevistas, no pasa lo mismo con Fuera de lugar. Se pueden buscar entrevistas por las redes, se encontrarán muy interesantes, pero son pocas en comparación a sus últimos libros. El lector se siente incómodo en su lectura. Él expresó en un reportaje televisivo: “Pensé narrar hechos ante los cuales es imposible no abrir juicio, sin abrir juicio”. 

     Le preguntaron cierta vez a Quentin Tarantino acerca de si le preocupaba que algunos espectadores no hayan podido soportar la amputación de una oreja en Perros de la calle o la violación en Pulp fiction. Contestó: “En lo más mínimo. No me parece motivo de preocupación que el espectador se impresione hasta la intolerancia: eso sólo significa que la escena funcionó. A mí me interesa hacer real la violencia”.  Una incomodidad parecida se la plantea Patricio Zunini a Kohan: “Hay un capítulo muy breve, en donde Correa, el personaje que se saca las fotos con los chicos, empieza a buscarse en internet y se enumeran las escenas de sadomasoquismo que encuentra buscando las suyas. Esa suma continua de escenas… yo no pude terminar ese fragmento”.

     La historia comienza en una pequeña ciudad cordillerana donde un grupo de adultos fotografían a chicos desnudos, para vender esas imágenes a Europa del Este, antes de la llegada de Internet. Son los años de la caída del comunismo en el mundo. Por las descripciones, parecen salidos de las pantallas de alguna proyección de Los olvidados de Luis Buñuel o de Crónica de un niño solo de Leonardo Favio. Y sí, son olvidados, están solos, se nota sin recurrir al panfleto la ausencia del Estado. Patricia Kolesnicov tituló una nota sobre el libro como “La novela que se atrevió a hablar de pornografía infantil en la Argentina”, pero Fuera de lugar es más que eso.

     Como en Dos veces junio o Ciencias Morales, Kohan cuenta la perversión cotidiana. En esas novelas, que transcurrían durante el genocidio, los protagonistas no eran Miguel Etchecolatz ni Alfredo Astiz, sino un colimba que se molestaba por una falta ortográfica y no por la posibilidad de torturar a un bebé, o una celadora que descubría placeres en un baño mientras vigilaba a los alumnos siendo en realidad ella la espiada, y lo pagaría muy caro. No tenía final feliz esa novela, sí la tenía en su versión fílmica (La mirada invisible, 2010 de Diego Lerman), film fallido que como bien señala Carlos Gamerro tiene: “un final claramente upbeat y ejemplar, pero que plantea problemas en varios frentes”. En Fuera de lugar el final es mucho peor de lo que parece, hay una amenaza latente terrible. Por eso, al terminar la lectura dan ganas de hablar con alguien que también lo haya leído, ver si es la misma interpretación. Se podría recurrir al lugar común de decir que uno queda como vacío a su término, pero en realidad es una incomodidad que atraviesa todo el libro.

     La novela se inscribe dentro de la sección “Anagrama Negra”, es decir, la editorial la considera del género policial. Podría pensarse así la segunda etapa, donde un sobrino quiere encontrar la respuesta al suicidio de su tío. La localización es en el conurbano y se aleja de los lugares típicos de cierta literatura y televisación sobre la región. Un casino, un Carrefour, el departamento donde se mató el tío, son lugares de investigación. La escena de tensión entre el sobrino (Marcelo) y la cajera (Emilia) es un gran momento, con la frase “era un monstruo”. Luego llega al Litoral (distinto al que Emilio Renzi fue a buscar a su tío en Respiración artificial de Ricardo Piglia) y allí entre mosquitos, jaurías, tours de jubilados, pesca, tormentas y mucho verde, se encuentra con la pareja de Elena y Santiago, dueños de una hostería. Recala con su hermanito Guido, discapacitado, y su madre. Es en esa zona donde la narración cambia de registro, se hace menos frenética, parece unirse con la falsa calma pueblerina. En la búsqueda, al final, le quedará la frontera. Si se lo considera un policial, se puede convenir que la figura del detective es original porque nunca sabe bien qué es lo que está buscando y cuando algo empieza a atisbar…

     Es saludable que Kohan se vuelque a otras geografías, más allá del omnipresente AMBA. Ya lo había hecho con Bahía Blanca. Novela localizada en el ámbito académico de esa ciudad, jugando con la locura de un profesor y con comentarios certeros acerca de que los locales no solían hablar bien de su ciudad y que allí había nacido el peor y el mejor escritor (¿Eduardo Mallea y Ezequiel Martínez Estrada?). Es interesante cuando se interna en el Litoral, y nos puede remitir a los libros de Selva Almada (Chicas muertas, El viento que arrasa, Ladrilleros), que es entrerriana y que también se ocupa de zonas de frontera interprovinciales, por ejemplo Santa Fe y Chaco. Como un juego de postas, nos puede llevar también a la literatura de Carlos Busqued (Bajo este sol tremendo) y notar lo importante de escribir “en la zona”, como proponía un escritor que es influencia de las últimas generaciones.

     Hay una muy buena construcción de los personajes. La perversión de Marisa, de Lalo, de Nitti, de Murano, de Santiago es más sutil e igual de horrorosa que la del cura Magallán. Elena mientras hace dulces y es amable con los turistas representa un ejemplo de decisión hacia la impiedad. Nelly, la madre de Marcelo, encuentra la forma de manipular a través de la lástima. Todo esto, es trabajado con una mirada que juega a la distancia. Lo mismo que las acciones de Alfredo, el tío.

     Una exacta definición sobre la novela, la da el propio autor, en un reportaje que le realizó Juan Rapacioli, para Telam, cuando salió el libro: “Lo que pasa es que narrar lo monstruoso en clave monstruosa no sería para mí una motivación. Me interesa el carácter normal que puede tener lo atroz. Que sea normal y atroz al mismo tiempo, porque lo monstruoso nos aterra pero a su vez nos tranquiliza: lo monstruoso nos queda lejos, no parece tocarnos en nada, nos interpela a distancia. Me interesa que algo perturbador pueda resultar perturbador en su absoluta normalidad”.

     Al leer a Kohan, se disfruta con la historia pero también con la forma de narrar, con lo que elige contar. Estos párrafos quizás ayuden a dar una idea acerca de ello: “Marisa parafraseaba a Freud, aunque no citaba la fuente. No citaba para no resultar soberbia a los ojos de Lalo y de Murano, aunque exponer esas ideas ajenas fingiendo que pudiesen ser propias era una forma de soberbia también (claro que así nadie se enteraba)”; “el fútbol es el esperanto de las conversaciones entre hombres: tema de comunicación universal”; “echaba de menos también la época en la que el olvido existía”; “no debía existir un sitio peor en el mundo que un casino para entrar a hacer preguntas”; “subieron dos policías y dieron las buenas noches. ¿Era ironía?”.

     Para quien aún no haya leído a Kohan se recomienda empezar por Dos veces junio. Por supuesto que es una recomendación arbitraria, puede servir como guía o desecharse. Otros casos: para empezar con Juan Carlos Onetti se recomienda El astillero y Cicatrices para Juan José Saer. Autores con los que esta novela podría dialogar.

     Algunas consideraciones finales: el mérito al cómo contar algo que sucede con frecuencia y que la sociedad elige tapar, o llenarse de morbo al informarlo, o condenar y a la vez aceptar. De esto último, un caso emblemático fue el del director técnico de fútbol Héctor Veira. Una nota en la revista Humor de septiembre de 1992 escrita por Luis Frontera analizaba la mezcla entre el poder judicial y la política menemista para su liberación; las reacciones de las hinchadas, con cánticos celebratorios y condenatorios, también los padecimientos de la víctima que “tuvo que cambiar de colegio, mudarse de casa y sobrellevar un estigma en la etapa de la vida en que los seres se encuentran más inermes” y en un recuadro contaba que “al presentar de manera académica sus ensayos de teoría sexual, y viendo la cara que ponían los médicos y científicos que componían su audiencia, Freud se vio obligado a decir: ‘Bueno, basta de horrores’. Entre otros temas había explicado qué cuernos es la paidofilia”. 

     Ese horror de Fuera de lugar también estaba en la genial novela de Vladimir Nabokov Lolita. En la edición que tengo, editada por Clarín en 2006, se encuentra dentro de la colección “Novelas para disfrutar en verano”.

 

JUAN MANUEL BELLINI

Periodista, docente de la cátedra Análisis y Crítica de Medios de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP). Trabaja además en el Programa de Justicia por Delitos de Lesa Humanidad en la Comisión Provincial por la Memoria.

Las buenas intenciones, de García Blaya

CINE

CLARA ESANDI Y CANDELARIA RIOS


Las buenas intenciones (2019)
de Ana García Blaya

Las-Buenas-Intenciones

     La Coca en botella de vidrio sobre una mesa plegable de fórmica, amplias remeras de bandas, pulseritas tejidas y colgantes superpuestos. Mangas cortadas, tiros altos o enteritos rayados y zapatillas Topper con medias. Buscar la figu difícil, atarse el pelo en una colita “sin globos”, flotar en la pileta abrazado a la cámara de un auto. Llenar las tapas de los TDK grabados, cantar viajando por la autopista sin cinturones de seguridad. De la mano de acciones cotidianas de infancias de los noventa empezamos a sumergirnos en un mundo de recuerdos tan ajenos como propios, que se sostiene con elementos concretos y vivencias puntuales. 

     Se abre así una rendija hacia la intimidad de la propia directora, para ilustrarnos una niñez en convivencia con otrxs adultxs y resaca de fiestas, que complementa la altura de la responsabilidad con guías telefónicas, que sabe identificar músicos, preservativos y faso, hacer camas o ser encargada de la protección solar familiar. Desde allí, nos adentramos en un vínculo construido apropiándose de canciones y de espacios que no estarían destinados a las niñeces, compartiendo la pasión por el fútbol, aprendiendo a colarse en el tren y a relativizar la puntualidad. 

     En manos de la directora, una caja llena de potentísimas cuentas, que engarza ordenadamente para generar un sentido en la trama del relato. Detalles como un colgante de River, el cassette de los Abuelos de la Nada, una remera de Corea del Sur o libros de Salinger son objetos recogidos literalmente que a la par funcionan como puentes, tablones de correspondencias que permiten entrecruzamientos entre realidad y ficción, pasado y presente, recuerdo y memoria. Provocando fluidez y continuidad, aún desde la ruptura que se presenta en el uso simultáneo de las cintas de VHS originales y recreadas. La directora propone que no haya una sincronía, similitud o relación exacta entre uno y otro y esto no afecta al espectador, porque desde el minuto uno se establece un pacto donde se determina que en la pantalla van a aparecer escenas que no siguen el hilo de la historia, pero que dan prueba de que algo de todo eso ocurrió efectivamente así. 

     La narración se puede leer como un juego de cajas chinas: su padre capta con una cámara doméstica parte de su infancia, produciendo un recorte inicial que deja un registro, una selección de momentos que llega hasta sus manos; ella toma esas cintas y diseña un nuevo recorte desde su propia mirada, para volver a contar ese pasado. Une así el relato con su propio recuerdo, completando con el formato digital del rodaje lo que la cámara no pudo inicialmente ver o registrar, formando un collage en donde la suma de esas imágenes crea una nueva versión del pasado.     

     Son pocas las escenas en las que no está presente la protagonista de esta historia, un par de conversaciones entre sus padres, la fiesta, algún ensayo de la banda o los hábitos futboleros. Sin embargo, en todas ellas vemos los rastros que le permitieron reconstruir algunas situaciones: botellas vacías, partidos de River grabados, un libro, una decisión tomada con buenas intenciones que lo cambia todo. Todo el tiempo parece mostrarnos este trabajo de arqueología personal, por el que nos acerca las pruebas de lo que ocurrió y las utiliza para darle vida a esos recuerdos.
En ese juego de completar y complementar aparecen, además, partes de la película también filmadas en formato VHS a modo de video familiar, generando un híbrido entre registro creado y recreado que borronea el límite ficción/realidad. La directora crea así nuevas cuentas, nuevos fragmentos, que se camuflan con los originales, haciéndole perder a estos últimos su exclusividad. Apoyada en este cambio en el sistema de grabación podemos pensar que hackea el registro primero y consigue desacralizarlo, modificando -voluntaria o involuntariamente- esa caja negra que cuenta “la verdad” sobre su pasado. 

     ¿Podrían esas cuentas contar otra historia? ¿Podrían enlazarse de manera diferente? De todos los momentos de la infancia que tiene atesorados de una u otra manera, elige narrar éstos y no otros, poniendo el foco en aquellos compartidos con el padre, como si tales hechos pudieran explicar el vínculo entre ellxs, o dieran sentido al final de la historia. No nos cuenta mucho acerca de los días en la casa de su madre, de la relación con sus amigxs o de su escuela. Tampoco aparecen conflictos o historias paralelas que puedan desviar esta intención narrativa. Aunque podría haber hecho otro recorte, completar los vacíos con otras escenas, nos queda la duda de si podría haber contado otra historia o si en definitiva cualquier recorte nos habría llevado al mismo lugar. 

     Al volverlo película, el pasado deja de ser personal, el acceso a la memoria deja de ser privado. En esa transposición artística se genera un extrañamiento respecto de sí misma, la directora puede verse en Amanda como lo haría cualquier espectador, y en ese ejercicio de distanciamiento, contrariamente a lo que se espera, conocerse.
Si fuera una búsqueda, podría representarse entonces como un andamio multidimensional del Donkey Kong, en el que los puentes entre recuerdo y memoria son tendidos como aquellas diagonales y escaleras -algunas rotas-, en el que la película se piense y se trabaje con la intencionalidad de acercarse al pasado a través de una búsqueda siempre ascendente, inacabada y en constante lucha contra el paso del tiempo y el olvido. Invitaría a pensar que se trata de una reconstrucción realizada a través de un ejercicio de recuperación consciente de la memoria, que expone poniendo frente a sí imágenes de archivo que condensan recuerdos, como garantía de acceso al detalle que se escapa a los años.  

      Además del recurso de filmar secciones en VHS y mantener una paleta de colores desaturados, la directora se apoya en lo sonoro para llevarnos de viaje a su pasado, que en definitiva también es el nuestro. La música en este sentido ocupa un lugar central que, como un aroma, nos transporta a un punto en el pasado y a la vez permite nuevamente esa mezcla de realidad con ficción. Aparece sembrada aquí y allá: en la disquería, el show de fin de año de la escuela, las guitarreadas en la quinta, las canciones compartidas en el auto, las remeras de rock, las fiestas. Los personajes escuchan, tocan, cantan y hablan de música y es desde esta decisión que produce nuevamente un juego de reapropiación, similar al trabajo de recorte realizado para las imágenes. Obtiene así una mixtura de las canciones de la banda de su padre con la de su hermano, cruzando tracks originales con versiones e interpretaciones adaptadas a la película, encontrando el pasado con el presente.

     Sabemos que disponer de esas representaciones no implica un acceso a una única verdad como pasado. Y es aquí donde, a partir de la superposición de capas de sentido, se continuaría la búsqueda arando (arañando quizás) en la materialidad para volver a mirarse. Las cuentas se podrían utilizar para contar diferente. La directora aquí elige hacer foco en la personalidad de su padre, la construcción del vínculo y su propio lugar en la historia. En una etapa de natural confrontación y cambios, Amanda no se muestra inquieta o disconforme con ese estilo de vida, tan diferente al de una madre que presenta más distante. De hecho lo elige en un principio, al plantear la fuerte decisión de quedarse. En esa suerte de entrada épica guitarra al hombro de su padre a la escuela, en cámara lenta y con un Charly glorioso sonando, deja en claro que, a pesar de las consideraciones de su madre (como representante también de cierta moral social) había algo que él conseguía ordenar y mantener, a su modo, en ese aparente caos.

     La foto de tapa condensa la idea sobre la que la directora trabaja cuidadosamente durante toda la película: una intimidad expuesta sin sobresaltos, sin golpes bajos ni emociones exageradas. Como una instantánea que captura la esencia natural de ese pasado y de ese vínculo tal como se cuenta.

     En esa escena, ya sobre el final, nos muestra a Amanda con sus hermanos y su papá, viendo desde la cama grande la filmación de sus últimas vacaciones juntos, antes de la mudanza. Su padre, casi como un cineasta, pudo realizar un montaje inusual para la época grabando una canción encima de los sonidos originales, y comparte cómo lo llevó a cabo. Podríamos pensar que esta es una primera acción de intervención sobre el pasado, iniciada por él, y que luego la retoma la autora muchos años más tarde, eligiendo además ese momento como una síntesis en la que conviven en ese video familiar las niñeces del pasado como una memoria y su representación en el presente, como un recuerdo. 

     Inevitablemente, la película dialoga con nuestros propios recuerdos. Con el despliegue de sus recursos invita a que nuestro pasado se entrecruce también con la historia, ya sea porque nos identificamos con esxs niñxs cantando a los gritos en la parte trasera del auto, o quizás porque vivimos efectivamente alguna etapa de nuestra vida en los 90. Los videos familiares filmados con la cámara casera podrían ser los nuestrxs. La película funciona así como un álbum de fotos viejas (que también aparece en una escena, siendo mirado) en donde unx busca tratando de encontrarse o de encontrar algún tesoro, algún recuerdo valioso que ya ha sido olvidado. 

     Porque nos deja ver los hilos de su construcción, los recortes, saltos de un registro a otro y el intento de construir nuevas huellas, Las buenas intenciones nos deja pensando en las múltiples maneras de contar, en que la memoria no queda atada solamente a una cinta con audios originales desde la que se recogen rastros. Que no se puede, finalmente, atrapar al pasado en una sola historia. 

CLARA ESANDI

Estudiante y docente, amante de dibujar en el borde de los apuntes.

CANDELARIA RÍOS

Diseñadora de textos y textiles.

La Vida Literaria, número 20

REVISTA

PABLO LUZURIAGA


La Vida Literaria (1930)
Número 20

MAriategui

La muerte de Mariátegui en La Vida Literaria de Buenos Aires

     I.

     Mariátegui agita las últimas décadas. Su muerte quedó grabada en el nº 20 de La Vida Literaria. La danza alrededor de la muerte abre caminos para pensar 2020. Falleció joven a los treinta y cinco años, el 16 de abril de 1930. Noventa años después, en abril de 2020, la revista Amauta fue subida completa en el sitio del archivo José Carlos Mariátegui. En 2019 fue el turno de La Vida Literaria en el sitio Américalee. En 2001, Horacio Tarcus editó Mariátegui en la Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg. En 2020, Martín Bergel preparó una nueva Antología del peruano. El interés por Mariátegui en el país crece. 

    En 1997, Guillermo Korn y María Pia López comenzaban así, Mariátegui: entre Victoria y Claridad: “José Carlos Mariátegui, peruano y marxista, pensó a sus 34 años que Buenos Aires era la tierra de la esperanza. Agobiado por la persecución del régimen de Leguía (1919-1930), y por la creciente soledad política en la que se hallaba luego de su ruptura con la dirigencia del APRA (y por lo tanto, con el APRA mismo), afianza sus contactos en Argentina. Recién en 1930, y cuando ya su situación se ha deteriorado, termina de decidir el viaje que sería frustrado por su muerte. Sin embargo, Mariátegui y esta ciudad se conocieron: él estuvo atento a todos sus movimientos políticos y culturales, ella lo recibió a través de su revista y de sus libros”.

    Un año después, en 1998,  apareció el primer número de La Escena Contemporánea, revista que integrarían Korn y López con motivo del libro homónimo de Mariátegui.  ¿Por qué el renovado interés en el autor de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana?

 

     II.

     En mayo de 1930, despiden al peruano en La Vida Literaria nº 20: Franco, Lugones, Capdevila, Martínez Estrada, Gerchunoff, Doll, Uribe, H. Quiroga, Méndez Calzada, L. E. Soto, Barletta, Cascella, Yunque, César Tiempo y Glusberg. Otro tanto sucede en las páginas de la revista Claridad dedicada a despedir a Mariátegui con fecha del 10 de mayo. En La Vida Literaria reproducen obituarios de los diarios La Nación, Crítica, Última hora, La Vanguardia y Libertad. Para el nº 21 llegan tarde las palabras de Waldo Frank y Luis Valcarcel. La muerte prematura de Mariátegui conmovió a numerosos intelectuales del continente americano el primer semestre de un año clave en la historia política y cultural argentina. El 16 de abril fallece Mariátegui, el 6 de septiembre fue el primer golpe de Estado en el país, donde proyectaba mudarse. 

    El homenaje a Mariátegui en La Vida Literaria es un horizonte suelto. Una entrada a todos los números de la revista. 

    Dirigida por Glusberg hasta el nº 23 y luego por un “trivio directivo” –junto a Ezequiel Martínez Estrada y Arturo Cancela hasta el nº 32, julio de 1931– salieron a la venta en total 43 números, entre julio de 1928 y julio de 1932. Cuando aparece el primer adelanto –pre-texto– de Radiografía de la pampa: “El tango”,  Martínez Estrada deja la dirección. Al promediar el proyecto de La Vida Literaria, el homenaje a Mariátegui cifra una formación intelectual invisibilizada. La muerte truncó el viaje a Buenos Aires; el golpe, su influencia política en el país. Según Glusberg, llegan a Mariátegui por Lugones, al marxista lo leían en el diario La Nación por su prestigio como crítico literario. 

 

     III.

     El nº 2 de La Escena Contemporánea de mayo de 1999 –comentado en Guay a fines de 2019– incluye dos textos de Mariátegui de su columna “Peruanicemos al Perú”: “Heterodoxia de la tradición” y “Nacionalismo y vanguardismo en la ideología política”. ¿Por qué esos rescates en 1999? Tarcus exhuma la recepción de Mariátegui por parte de grupos trotskistas relativamente olvidados de la década de 1930. Korn, López y Bergel agregan más nombres: Jorge Abelardo Ramos, José Aricó, Oscar Terán.

    ¿Qué impacto tuvo Mariátegui en formaciones como El Rodaballo o El Ojo Mocho?

    Los rescates de Mariátegui, en La Escena Contemporánea nº 2, aparecen en un volumen dedicado por completo a un año: 1989. Ensayistas relativamente jóvenes en 1999 abordan el sentido de un año, una década atrás. Por esos mismos días cercanos a 2001, Susan Buck-Morss caracterizó 1989 como bisagra, en Mundo soñado y catástrofe

    Ante la caída de la “utopía de masas democrática” y la emergencia del “pensamiento único”, se levanta la figura del peruano que hablaba de la tradición y el mito. El editorial de La Escena Contemporánea en 1999 propone a 1989 como un año “Aleph” donde concluyó un universo y comenzó otro. 

    ¿Qué dijo Mariátegui sobre la tradición y qué valor tiene hoy Mariátegui, a treinta años de pensamiento único? 

 

     IV.

     Entre 1930 y 1989, la influencia de Mariátegui en Argentina fue marginal. En 1959 editorial Amauta publica Poemas a Mariátegui con prólogo de Pablo Neruda. Incluye contribuciones argentinas entre peruanos, bolivianos, mexicanos, un cubano y un norteamericano que es Waldo Frank. Cinco argentinos fueron tomados del nº 20 de La Vida Literaria. A ellos se suma un poema de Raúl González Tuñón en ocasión de los 25 años de la muerte de Mariátegui, otro de José Portogalo también del Partido Comunista y dos colaboraciones extraídas del número homenaje de Claridad: Vilela y Courier. La contrasolapa de Poemas a Mariátegui reproduce un fragmento de “In memoriam” de Lugones en La Vida Literaria. Neruda y Tuñón rescatan al peruano que no interesa en Contorno ni en Sur. A fines de la década de 1940 Murena cuestiona a Borges, reivindica a Neruda y a Martínez Estrada, pero no se detiene en el poema que Martínez Estrada dedica a Mariátegui en el número homenaje y que aparece en el libro con prólogo de Neruda. 

 

     V.

     Según la versión “parricida”, Radiografía de la pampa en 1933 habría llegado varios años después del golpe, como un rayo que cayese de un cielo sereno. En la década de 1950 discutieron al martínfierrismo pero omitieron La Vida Literaria. En la tapa del número homenaje a Mariátegui escriben: Franco, Lugones, Martínez Estrada, Capdevila y Gerchunoff. No es casual que Franco ocupe la columna izquierda y Lugones la derecha.

    ¿Qué posición sobre la literatura y la cultura defendían los directores de La Vida Literaria?

    En “Nuestro tercer aniversario” del número de julio de 1931, Glusberg mira en perspectiva: 

 

Desde su primer número, nuestro periódico fue el reflejo exacto de lo que su nombre proclama; no el de las posturas de ninguna camarilla o generación determinada puesto que empezamos por no aceptar ninguna de las divisiones establecidas. (…) Por eso en La Vida Literaria colaboraron y seguirán colaborando escritores de las más distintas tendencias, edades y países, en un régimen de completa libertad. Claro que tal régimen no se aviene con ciertos literatos que buscan un dogma “puro” o una escuela exclusiva para marcar el paso de moda. Allá ellos. Lo cierto es que La Vida Literaria ha resistido en sus tres años de existencia muchos dogmas y muchas capillas, para mantener su posición inicial de periódico “impuro”, que no considera a la literatura una categoría ajena a la historia a la filosofía y a la política.

 

     La Vida Literaria disputa lectores “cultos” del incipiente público de masas. Según Glusberg –que volvió a ser el único director a partir del nº 32–, en los tres primeros años enfrentaron al dogma del hispanoamericanismo y al dogma del nacionalismo. Con esos puntos de partida, subraya, los directores del periódico fueron los mismos que organizaron la primera Exposición Nacional del Libro. En las tapas del periódico anuncian tiradas de diez mil ejemplares, los lectores podían conseguirlo en quioscos de revistas y librerías de Buenos Aires, circulaba en las ciudades de La Plata y Rosario y por distintos países de América Latina.

    Desde el nº 15 de octubre de 1929, en el 17 y en el 19 aparecen contribuciones de Mariátegui: sobre literatura rusa, Chaplin y “Arte, Revolución y Decadencia”, un artículo que discute a Ortega y Gasset y al fascismo. 

    La influencia de Mariátegui sobre Martínez Estrada quedó grabada en las dos columnas centrales de la tapa homenaje donde figura el poema: “Marcha fúnebre en la muerte de un héroe. (A tres voces)”. La obra de teatro de “alta” cultura en verso de Martínez Estrada Títeres de pies ligeros inauguró el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta. En el número homenaje a Mariátegui, Barletta escribe un texto breve: “Estábamos tan cerca…”. También estaban cerca La Vida Literaria de Claridad.

 

     VI.

     En la década de 1920 la utopía de masas en Argentina se contrajo hasta desaparecer. El peronismo prescindió de la historia de sus orígenes. El nacionalismo desde Rojas, Gálvez, Lugones pasando por Palacios, los Irazusta hasta llegar al peronismo en la década de 1940 jamás concibió una utopía de masas. Las masas eran la mezcla de los pueblos originarios con los inmigrantes. La gráfica peronista es ajena al muralismo mexicano. “Argentina” el poema elaborado por Martínez Estrada antes de julio de 1924 configura una utopía democrática de masas modernista como los murales de Diego Rivera y las ideas de Pedro Henríquez Ureña sobre la necesidad de que los poetas compongan figuras de la sociedad imaginada en las revistas de la reforma universitaria. 

    Martínez Estrada abandona el optimismo inicial en la utopía de masas a partir de 1925, cuando produce un giro que lo distancia de Lugones y lo acerca años después a Horacio Quiroga.

    En la década de 1920 Glusberg y el poeta Martínez Estrada estaban con los trabajadores inmigrantes y los pueblos originarios; cerca de Mariátegui, lejos de las posiciones políticas de Lugones.

 

     VII.

     Cuando fue el golpe, el nº 24 de La Vida Literaria estaba preparado para discutir La Grande Argentina del poeta mayor. Un aviso editorial aclara el destiempo, los comentarios y críticas al libro fueron escritos antes de la asonada militar que cambia las cosas. Retiran colaboraciones. El golpe impacta sobre la formación intelectual; el reciente “trivio directivo” lo da a entender en una frase de “Dos palabras, por la dirección”: “El libro propone un camino hacia la grande Argentina que todos soñamos. Pero, como es sabido, son muchos los caminos que conducen a Roma.”

 

     VIII.

     El homenaje a Mariátegui expresa la diversidad al interior del periódico. Lugones escribe en prosa “In memoriam”, entre otras cosas, dice: “Había abrazado en efecto la excesiva quimera de abrazar el socialismo: es decir un invento alemán, a la redención del pueblo peruano; y extremista por impaciencia como todo temperamento generoso, fue desde ahí a la apología del comunismo bolchevique cuyo experimento fatal han debido rematar en Méjico a tiros.” En la otra punta de la tapa, Luis Franco publica “Elogio hecho elegía”, comienza con una línea: “Ha muerto cuando comenzaba a ser indispensable.”. Franco denuncia la persecución del régimen de Leguía. Arturo Capdevila en “Mariátegui, el hombre de la atalaya” lo describe subido a la revista Amauta como un vigía: “América ha perdido acaso al más valiente de sus centinelas”. La columna de Gerchunoff se resume en el título: “Un pensador americano de ideas universales”. El autor de Los gauchos judíos dice sobre el peruano: “Mariátegui era una personalidad europea.” y lo coloca en una tradición cosmopolita junto a Mitre y Sarmiento.

       Ni Lugones, ni Gerchunoff atienden a las columnas de Mariátegui sobre nacionalismo y vanguardismo rescatadas setenta años después por la revista La Escena Contemporánea de 1999. Ante “Heterodoxia de la tradición” no cabe acusar a Mariátegui de europeo por marxista o “cosmopolita” dado que –tal como la irreverencia de Borges– la suya es una respuesta paradójica al dilema y no una opción excluyente por uno de los términos. 

     Nacionalistas y americanistas discuten en La Vida Literaria.

    A pesar de la cercanía alrededor de la editorial Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias (B.A.B.E.L.), a pesar de la relación personal de Lugones con Martínez Estrada y Glusberg, sus ideas políticas durante la segunda mitad de la década de 1920 eran diametralmente opuestas. El aluvión inmigratorio fue leído por uno con desprecio y por los otros como tema principal del proyecto político cultural. 

    Mariátegui en Buenos Aires habría sido perseguido. Lo dicen Korn y López: Glusberg apostaba por una llegada de Mariátegui sin actividad política.

 

     IX.

     En La Vida Literaria fermenta Radiografía de la pampa. El poema de Martínez Estrada a Mariátegui en el centro de la tapa del nº 20 es el último antes de lanzarse de lleno a la prosa. Vuelve a la poesía mucho después, con “In memoriam” para el aniversario por la muerte de Lugones en febrero de 1939. “Marcha fúnebre en la muerte de un héroe” escrito entre mediados de abril y mayo de 1930 y toda la poesía publicada en 1929 –por la que obtiene el Premio Nacional de Literatura– son pre-textos genéticos del ensayo radiográfico publicado entre julio de 1931 y el mismo mes de 1933. 

    El poema al peruano reivindica un héroe mítico latinoamericano. Buscar una razón en Mariátegui que explique por qué Martínez Estrada compuso el poema a tres voces encamina al séptimo ensayo sobre la realidad peruana. “El proceso a la literatura” define a César Vallejo de un modo que pudo haber impactado en Martínez Estrada cuando escribió “Marcha fúnebre…”. Las tres voces de la poesía disuelven el individualismo de los poetas románticos de los que, según Mariátegui, Vallejo se aparta desde Trilce. Las voces también recuerdan las tres personalidades en las que se divide el yo lírico con el nombre de Martínez Estrada en el poema dedicado a Horacio Quiroga de Humoresca, en 1929. En el poema a Mariátegui una voz es castiza y solemne; la otra, heroica; la tercera, amarga. 

     La voz monológica del poeta lírico entra en crisis terminal en 1929; allí funda la potencia dialógica de la prosa radiográfica.

 

     X.

     Mariátegui y Martínez Estrada piensan el mito desde una fuente común. Un poeta francés muerto muy joven: Henri Franck, autor del libro La danza ante el arca. El argentino dedicó al francés una conferencia a pedido de los estudiantes de la Universidad de La Plata, a fines de 1928. Mariátegui lo cita en su ensayo de 1925: “El hombre y el mito”. Los tres bailan su danza nietzscheana ante el arca del lenguaje y la literatura.

 

     XI.

     A Waldo Frank en Estados Unidos le llegan ambas noticias juntas, la muerte del peruano y el golpe en Buenos Aires.

     A fines de 1929 el periódico se dedicó a la visita del autor de Redescubrimiento de América. Después del estadounidense llegaría el peruano.

    Las páginas de La Vida Literaria esconden un tesoro “heterodoxo” de tradición literaria argentina en los orígenes cosmopolitas –y a la izquierda– de Sur; años de consagración de Martínez Estrada como poeta.

PABLO LUZURIAGA

Docente en la Universidad de Buenos Aires. Realiza su tesis de doctorado sobre la poesía de Ezequiel Martínez Estrada. Participa en la revista Escritores del Mundo

TV (El libro), de Sepinwall y Seitz

CRÍTICA

GASTÓN GALLI


TV (El libro) (2019)
de Alan Sepinwall y Mat Zoller Seitz

TV-el-libro-Portada

¿Cuál es la mejor serie de todos los tiempos?

     A lo largo de los años críticos, historiadores y amantes del cine han elaborado listas de películas destacadas como mejores o más importantes. El paso del tiempo depura esas listas, liberándolas de modas y caprichos, y así se fue destilando un sedimento de obras cuyo valor hoy nadie discute (o, tal vez, nadie se atreve a discutir). El Ciudadano, El acorazado Potemkin, La quimera del oro, Vértigo son infaltables en cualquier enumeración medianamente seria sobre cine y son títulos que permanecen en el tiempo. Podemos decir que en materia de cine existe un panteón de obras maestras reconocidas y una segunda línea que varía con el tiempo. Lo mismo sucede con los discos, con los escritores y casi con cualquier cosa.

     ¿Qué pasa con las series de televisión? ¿Existe ya esa selección? Abundan, por supuesto, las listas de “las 10 mejores series de todos los tiempos” pero recién ahora está comenzando la construcción de ese panteón desde la crítica especializada.

     La tarea presenta diversas, y muy obvias, dificultades. Hay series muy importantes que están perdidas o que se conservan incompletas (de Los Vengadores se ha perdido casi totalmente la primera temporada, de El Hombre que Volvió de la Muerte se conserva una publicidad y algunos minutos de video, de otras apenas alguna fotografía). Hay series realizadas en soportes de baja calidad (el video tape, el VHS) o que se conservan sólo en copias obtenidas por kinescopio (que filmaba directamente del televisor programas que se hacían en vivo) y no se las considera aptas para buenas ediciones digitales. Muchas series no han sido editadas para uso doméstico y son inaccesibles para casi todo el mundo.

     A estos problemas materiales, hay que agregarle los conceptuales: una serie que dura varios años, con cambios de showrunners, de guionistas, de directores, de elenco y hasta de protagonista, o que sufre mermas en el financiamiento, es inevitable que tenga altibajos, subtramas abandonadas, repeticiones, finales anticipados (un ejemplo de una serie excelente que a la que le faltó un final apropiado es Carnival). O también se puede dar el caso opuesto, con series cuyo éxito las estira hasta la decadencia (Los Simpson serían un ejemplo claro de esta variante). ¿Cómo se las considera? ¿Por sus mejores momentos? ¿Por los peores? ¿Cómo se hace un balance? En el caso de las series antológicas, con capítulos individuales, ¿qué tenemos que considerar? 

     También hay que tener en cuenta los cambios de criterios empresariales: hasta los 90 se prefería que las series no tuvieran una continuidad que perjudicara a quien no podía ver todos los capítulos suponiendo que eso los haría abandonarlas definitivamente. Se creaban entonces universos cerrados donde nada cambiaba y cuyos personajes no tenían memoria de lo que pasaba de un capítulo a otro. Así, uno podía ver los 431 capítulos de Bonanza en cualquier orden sin mayores dificultades. Incluso, los personajes de esas series solían vestir siempre la misma ropa para poder reutilizar escenas. ¿Tienen por eso menos valor que las actuales aquellas series que cumplían estas premisas como Los Locos Addams o Los Invasores?

     Y hay otro asunto. El cine tiene criterios propios para su análisis. Estos, por supuesto, cambian. Hubo un tiempo en el que la “nouvelle vague” provocaba exaltación crítica y obligaba a quien quisiera ser percibido como intelectual a fatigar los anaqueles de “Cine Arte” en el videoclub de su barrio. Hoy, en cambio, otras son las modas (y otros los esnobismos) y cada vez hay menos espectadores que se resignan al tedio y el desconcierto que provocan esas películas otrora sobre elogiadas pero que ya no son de visión indispensable. Todos sabemos que Psicosis es una gran película y tenemos argumentos para sostener esa afirmación. ¿Tienen las series valores propios a considerar o deben utilizarse los mismos criterios que se utilizan con el cine?

     Alan Sepinwall y Mat Zoller Seitz, dos críticos de televisión estadounidenses, intentan una primera aproximación a la construcción del panteón de las 100 mejores series de todos los tiempos y exponen una (incipiente) estética para evaluarlas, demasiado anclada en una visión evolucionista, que busca en el pasado precursores de lo que hoy se ve y no del todo despegada del cine (incluso comienzan el libro reconociéndose críticos cinematográficos frustrados). 

     Al principio del libro los autores se fijan una serie de reglas para la inclusión en la lista, las principales de las cuales son: 1) Tienen que ser series producidas en los Estados Unidos y 2) Tienes que ser series que ya hayan terminado de emitirse. La primera regla reduce considerablemente el valor del trabajo. La segunda, muy razonable, tiene el inconveniente ser espectacularmente incumplida por los autores, que colocan a Los Simpson entre las 10 mejores series de todos los tiempos (las otras 9 son Los Soprano, The wire, Cheers, Breaking Bad, Mad Men, Seinfeld, Yo amo a Lucy, Deadwood y All in the family). 

     Como todo libro de estas características (las “guías” que recomiendan productos culturales como libros, películas, discos) su principal interés radica en la explicación de los criterios utilizados, y en la crítica y la información que ofrecen. Son libros que permiten felices descubrimientos (en este caso pondría el ejemplo de Cheers, una serie que pasó bastante desapercibida en nuestro país y que sin duda es uno de las mejores sit-com) y suelen incurrir en arbitrariedades inevitables. Lo curioso, en este caso, es que los autores fundamentan de manera muy inteligente e interesante elecciones bastantes discutibles y hasta desafortunadas.

     El argumento más discutible que presentan (para justificar la poca cantidad de series antiguas en el libro) es que “durante los primeros veinte o quizás treinta años de su existencia, la televisión fue más bien un aparato que se tenía en casa o quizá un mecanismo de difusión de publicidad, no un medio artístico”  para agregar que hasta los ‘80 las series “no mostraban el tipo de audacia que era común en la literatura, el teatro, el cine e incluso la música popular”. Esta visión es atacable desde varios flancos.

     El primero es que parte de una visión “evolucionista” que resulta de muy discutible aplicación en materia de cultura popular. El cuarteto de Arolas, la Orquesta de Troilo, el Quinteto de Piazzolla, la Típica Fernández-Fierro o Leadbelly, Elvis, los Beatles, Pink Floyd, The Police, Nirvana son fenómenos que suceden en distintos momentos, cada uno suele dar cuenta de las limitaciones y posibilidades de su tiempo, cuyas obras se sustentan (incluso a veces sin quererlo) en aquello que los precedieron y que se manejan dentro de una industria cultural que ofrece distintas condiciones técnicas a lo largo del tiempo. Son productos de distinta complejidad pero que no sólo no se anulan sino que los nuevos pueden darnos nuevas miradas para valorar a los anteriores. Y disfrutar de unos no impide disfrutar de los otros. Si generalizáramos el criterio de los autores, las películas de Peter Greenaway (unos bodrios pretenciosos otrora muy elogiados y que hoy van camino al olvido) serían superiores a las de Billy Wilder o Alfred Hitchcock, porque son cronológicamente posteriores y tienen una intención “artística” que resulta superior a la mera búsqueda de entretenimiento de películas como Double Indemnity o The Birds.

     Lo que nos lleva a la siguiente objeción. La idea de que las series nuevas son mejores porque a) son productos con intenciones artísticas y b) eso es mejor. Ese criterio aplicado al cine y a la música popular dio como resultado la producción de obras destinadas al análisis y a la discusión, pero no a despertar la emoción, el placer o siquiera el interés del público. Son exaltadas por algunos críticos e intelectuales porque tienen, como dicen Borges y Bioy Casares, “el prestigio del tedio” pero suelen resultar de vida corta. Siempre aparecerá un nuevo “artista” lleno de novedades para reemplazarlos, mientras que la obra de un artesano como Chaplin sigue siendo eficaz 100 años después.

     Pero es sobre el final donde el libro muestra su principal punto flaco y la objeción más específica que quiero formularle al libro. El último tramo está dedicado a comentar 10 películas hechas especialmente para televisión y también obras de teatro televisadas (aunque la mayoría de ellas están perdidas). Cuando analizan estas obras, los criterios que se utilizan privilegian aquellas producciones que podrían (por sus características) haberse estrenado en cine. De hecho, algunas películas (como Duel de Steven Spielberg) tuvieron posterior lanzamiento cinematográfico y varias de las obras teatrales reseñadas fueron luego rehechas para cine (Marty, transmitida por televisión en 1953, fue realizada para cine en 1955 ganando 4 premios Oscar incluido el de Mejor Película). 

     Esto podría hacer pensar a las producciones televisivas como “inferiores” a las cinematográficas: la buena televisión sería aquella que podría llegar a verse en cine. Está claro (o al menos debería estarlo) que pensar así sería desconocer que la televisión tiene sus propios criterios de calidad que no siempre coinciden con los de la cinematografía. Y que el desafío primero de la crítica consiste en desentrañar esas diferencias y dotar al análisis de las ficciones televisivas de sus propios conceptos, cosa que (como ya dijimos) los autores de este libro no siempre logran.

     Dicho todo esto y señaladas sus limitaciones, sería muy injusto no decir que el libro es realmente muy recomendable. 

 

gASTÓN GALLI

Veterano alumno de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito ensayos, intervenciones y reseñas para distintas publicaciones, algunas de las cuales dirigió.

Enero, de Gallardo

NOVELA

VALERIA PUJOL BUCH


Enero (1958)
de Sara Gallardo

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Un refugio ausente

     Un susurro agónico en las redes me despabiló: “Zama, El entenado, Río de las congojas y Eisejuaz. Si me muriese ahora, no necesito más nada pal otro mundo” (@D.Reyes – 5/11/2018). Y el bichito de la curiosidad se despertó, nunca había leído ese nombre: Eisejuaz. Luego, una querida amiga me escribió:

     [15:16, 21/1/2019] Alejandra L.: “Estoy leyendo Enero. No lo puedo creer”

     [15:17, 21/1/2019] Alejandra L.: “Cómo no la leímos antes. Adelanta”. 

     Y así empezó mi cruzada con una lectura atenta de quiénes, escritores e intelectuales argentinos, habían iniciado ese reconocimiento justo aunque tardío de Sara Gallardo. Entre ellos Leopoldo Brizuela, Lucía de Leone, y el Colectivo Rioplatensas entre otres. Y me zambullí en la lectura de las obras reeditadas de Gallardo que se inauguran con un ejemplar que conseguí en una librería de La Plata, ajado y de segunda mano de la “Narrativa breve completa” (2004).

     Su madre, Sara Drago; su abuela materna Sara Cané Drago; y su bisabuela Sara Beláustegui de Cané, llevaron a que la autora de Eisejuaz fuera reconocida en el dulce seno familiar como “Sarita”. El asma en la infancia la confinaría a interminables jornadas en la cama junto a los cuidados de su madre o su padre, y a una literatura en voz alta leída por el segundo. Una rutina distinta a la de sus seis hermanos que la mantendría lejos de los ritmos escolares. Así, letras articuladas en sonidos flotarían por sus oídos recreando las aventuras de La Ilíada, La Odisea, romances castellanos y algunas historias de la patria. Una biblioteca infinita la invitaría a sobrevolar y ampliar el horizonte de su recámara. Ella se referiría a este suceso en una entrevista como su primera “rebelión”, como “un gran miedo por el mundo”, o como la posibilidad de “desarrollar el universo interior de las criaturas”. Desde sus sábanas con almidón, descubriría temprano a Sandokán y Moby Dick, a quiénes evocó en varias oportunidades con su elegante sonrisa. 

     Una anécdota relatada por la escritora Mariana Enríquez ilumina su legado familiar: en una de esas típicas aventuras adolescentes, una de sus hermanas se escapó de la finca familiar. Y cuando la policía la encontró e interrogó, la joven dijo que su apellido era “Gallardo”, que vivía en la “finca Gallardo” y asistía a una escuela llamada también “Gallardo”. Una triple coincidencia hizo pensar a los policías que la joven mentía y exageraba su ascendencia familiar, pero no era así. Al igual que su hermana, Sara compartió ese linaje. Nacida en Buenos Aires en 1931, fue tataranieta del estadista y dos veces presidente Bartolomé Mitre, además de fundador del diario La Nación. Fue bisnieta del escritor Miguel Cané, nieta del científico y ministro, Ángel Gallardo, e hija del historiador Guillermo Gallardo. En síntesis, como afirma Leopoldo Brizuela, se puede sostener que es una descendiente directa de los “fundadores” de la Argentina. Por eso Brizuela ubica a la obra de Gallardo cercana al trabajo de Silvina Ocampo, que también fue poco reconocida en su época. Quizás eso la diferencie de autoras como Marta Lynch, Beatriz Guido y Silvina Bullrich, las best-sellers contemporáneas que no han pasado la prueba del tiempo abocándose a temas diferentes y más aceptables a los cánones de época. 

     La obra literaria de Sara Gallardo, inclasificable por cierto, tuvo siempre al naturalismo presente. Por ello se dedicó a reescribir el campo, uno de los grandes temas de la literatura nuestra. De una entrevista con Esteban Peicovich (1979), recuperada por Lucía de Leone en Los Oficios (2018), rescatamos una reflexión de Gallardo acerca de ese naturalismo heredado. “Los animales tienen mucho que ver con mi familia. Mi abuelo – Ángel Gallardo – era un naturalista y esto hizo que sus hijos, entre ellos mi padre, transformen el mundo en  algo natural. (…) si caminas con él [su padre] por Buenos Aires, te dice “bueno, qué bien, esta es la barranca del río”. Vos sólo ves el asfalto, no te das cuenta, pero él siente la topografía que está debajo. En ese clima me crié entonces de chica”. Y luego rememora los tiempos familiares en el campo. Primero en Bella Vista, luego su familia lo cambiaría por otro en Chascomús. De esta experiencia Sara evoca: “Allí me puse en contacto con toda esa realidad gauchesca que tanto aparece en mis libros: la pampa me impresionó mucho y definitivamente marcó mis libros. Soy una mujer a caballo”.

     Sara tiene fuertes deseos propios y también necesidades: es madre de tres hijos, nómade, y debe pagar cuentas. Por ello, muchos estudiosos la destacan también como una trabajadora. Estimulada de manera precoz, y con un legado patricio pesado en sus espaldas, Gallardo no se dejó ceñir por su ascendencia y escogió el camino difícil. 

     Sara Gallardo rememora que escribió Enero a los 23, que se casó con su primer marido a los 24 y el libro salió cuando tenía 26, junto con el nacimiento de su primera hija. Fue tan importante la maternidad según la autora, que la aparición de este libro, a pesar de ser su primera obra, le pareció “un hecho pálido”. Reeditada en 2018, Enero es una obra breve pero contundente que te enfrenta a la certeza de que por allí hay algo más que una pequeña historia de desamor y barro. Con ella la autora nos invita a agudizar los sentidos, a buscar las barrancas y los ríos debajo del asfalto.

     Con un título luminoso, que dispara como primera imaginería clase media a un verano como apertura y descanso, este Enero de Gallardo nos traslada al campo y a una enorme masa de calor donde el aire no fluye.

     Gallardo construye una narración polifónica en la que se alternan varias voces. La principal, encarnada en la primera persona de la protagonista, una adolescente abusada, que se expresa a lo largo del libro a modo de monólogo interior. Luego, un narrador omnisciente muy presente que se apoya en la tercera persona y se ubica muy cerquita de la voz narrativa principal, la de Nefer. Es a partir de esta figura que la narradora maneja con maestría los hilos del relato. Y, por último, las voces de la banda campera que aparece como relatos externos y que aportan al texto el olor local y toque de color. 

     Con una gran sutileza narrativa, Gallardo teje los hilos de ese monólogo interior que se alterna con lo no dicho y despliega una trama que desde la primera página nos hipnotiza. “Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya no habrá remedio”, y más adelante, “Va a llegar el día en que mi barriga empiece a crecer”. Vemos aquí una primera rebeldía de esta mirada, esa que nos convoca al gran tema del campo y sus tradiciones, pero desde la voz del personaje violentado: Nefer. Y la autora hace hablar sus silencios, su soledad, su refugio partido.  

      La trama nos lleva a una joven de dieciséis años, que vive junto con su madre, Doña María, su padre Don Pedro y su hermana Alcira en un puesto que tiene poco olor a hogar. La familia se dedica al ordeñe de vacas. Enamorada del Negro, Nefer medita en soledad sobre su enamorado, su desgracia y el deseo de muerte. Y como rememoración aparece ese vestido de flores en dónde anuda su anhelo de ser mirada y que la transforma muy pronto en calabaza. Intempestivamente se encuentra presa de una violación por un hombre-bigote entre pasto y alcohol. 

     Y Gallardo bosqueja una imposibilidad violentada y adolescente de darle forma sonora a una angustia que como un “hongo negro y creciente” germina en el vientre ultrajado de Nefer. Frente a esto la joven, “apaga el alma y continúa”. Puede también observar el campo y respirar profundo, lo que le permite mantener a raya “el miedo que la oscuridad mantuvo encerrado bajo la piel”, y que al salir “la alivian del nudo que la ahogaba”. Y esto se acompasa con una descripción preciosa de sonidos, horizontes, paisajes y teros. Esos que la autora describe tan bien porque los conoce, porque se crió entre ellos. Mientras, nuestra protagonista se concentra en esas pequeñas cosas que le permitan continuar: “Vaca -piensa- una vaca overa, otra y otra. Esa está asoleada. Teros. Dos teros y un pichón grande. ¡Qué fuerte gritan!”.

     Violada, no registrada por el hombre amado, ignorada por la familia, y tomada por el dolor, Nefer sabe que no puede detener el tiempo. Por ello es recurrente el deseo de morir o de encontrar soluciones mágicas  como perder esa semilla a puro galope en su matungo. Recurre también a la búsqueda de soluciones vedadas, como el intento de abortar acudiendo a una familia oscura y marginada. Pero el silencio y el terror se imponen. 

     Y volvamos al campo, donde el tiempo de la naturaleza, de las tradiciones, y de las desigualdades en términos de clase y género se combinan un todo complejo. Donde un tiempo de la cosecha se entrelaza con el de la taberna y el de la iglesia. Y dónde las hijas de patronas con zapatos embarrados de barro blanco tienen otras posibilidades y accesos. Nefer sabe que no puede detener esas palabras mudas que se entretejen en su silencio, en su angustia que crece y en ese rumiar en donde Gallardo nos hace agonizar. Y la autora le pone palabras a esa violencia que no logra hacer forma en Nefer, más que en el movimiento constante y la búsqueda. A caballo, en miradas, en silencios, en los desencuentros, pero también en el campo que la acuna con sus atardeceres y en el refugio que sólo encuentra en su potranca a la que llama “hogar”. Gallardo le pone el cascabel al gato y de-construye a esa violencia tan naturalizada que se quiebra. Al desamparo y en las profundidades rurales donde esa niña/joven pasa de enamoradiza a  la “puta que gozó, que las pague”. Estas últimas palabras masticadas por un joven con problemas mentales, pero también por una madre de la que se esperaría como mínimo recibir arrullo.

     Y se impone la ley femenina, patriarcal y machista. Los designios de la Patrona (Doña Mercedes, dueña de la estancia “El Destino” y madrina de Nefer) y de su madre, quienes garantizan que se cumpla con ese patrullaje para que todo prosiga con su curso “normal”. No es llamativo cómo en esta línea aguda se les deje un papel secundario a los varones. Don Pedro y Juan, el peón, se presentan más bien impávidos, aunque también más amorosos en relación a las mujeres. Ellas quiebran cualquier idea de refugio y  garantizan que los designios del patriarcado se concreten. Entonces, frente a  este entramado narrativo, Gallardo nos deja desnudos y perplejos frente a la evidencia de que la protagonista está atrapada en un tejido social brutal y naturalizado. Y allí la segunda originalidad del texto. Nefer no tiene energía suficiente para romper la trama. Debe aceptar el mandato de la clase superior, de la Iglesia. Y aparece un nuevo agregado: “Los patrones y los policías tienen ideas parecidas”. Así, el hombre bigote violador no es censurado, sino que incluso no se avergüenza ni arrepiente. Y que los sujetos/as marchen al compás de las campanas, “la fiesta” debe continuar.

     En estas violencias de abandono, de desinformación, de clase y de género, Nefer navega entre muchas disquisiciones: ¿será un amigo el que crece, el que me permitirá sentirme acompañada o sólo una semilla triste? Y ese derecho es garantizado por la autora: dudar. Aunque la sujeción vuelve a vencer la curva y la estrangula.

     En un pasaje de Los Oficios, donde se retoma una entrevista realizada por Reina Roiffe a Sara Gallardo, la novelista afirma, “Me han dicho que mis personajes no luchan por nada, que son una inercia total. Y no es que no luchan por nada, simplemente saben que contra la adversidad o la ruptura del amor no se puede luchar”. Luego la entrevistadora le repregunta, “¿Hay una especie de acatamiento de la realidad ¿Usted se resigna fácilmente?” y la genial Gallardo responde, “Jamás. Soy como los elefantes.”

     Esos paradigmas tan bien retratados a fines de los cincuenta y en un campo profundo, resuenan de manera increíblemente actualizada. Como ecos malditos los pudimos escuchar durante el 2018 en varios de los discursos encendidos del Congreso y del Senado en defensa de las “dos vidas”. También en aquellos que Rita Segato definió como la defensa de “ninguna vida”, que son los mismos. Esto nos habilita a una pregunta en el intento de salir del corset porteño ¿Una Nefer contemporánea, ubicada en un mismo territorio y condición socio cultural, podría elegir distinto? ¿Tendría otro destino posible? O, como Gallardo devela en su opera prima, el aborto sólo estará permitido a las mujeres bien informadas y que pueden pagar por él. 

     Por todo lo dicho, Enero puede ser leído al calor de la literatura que explora las perspectivas de género, las perspectivas de deconstrucción y de vigilancia epistemológica, incluso de pensar que ya hemos vencido. Esto nos propone desde aquí, y a modo de tradición selectiva, concentrarnos en el camino por delante. Con esta obra la autora pone el dedo en la llaga y en su trazado proyecta una actualidad aún brutal. Y de la mano, con más de treinta años luego de su muerte,  nos lleva a hacer estallar el canon en esta nueva relectura. Al compás de una marea verde que se impone y que clama por la interrupción del embarazo, seguro, legal y gratuito, inclusive en tiempos de pandemia por COVID-19 y más allá. 

     Para cerrar, retomamos a Lucía de Leone en Los Oficios: “Del mismo modo que sus ficciones, el periodismo de Gallardo no asegura tranquilidad y es rebelde a encasillamientos predeterminados”. No obstante, “queda demostrado que al menos desde la publicación de Narrativa breve completa que prologó Leopoldo Brizuela, ya los estudios críticos no pueden hacer caso omiso a las ficciones de Gallardo (como sucedió conforme a ciertos procesos extraños, heterosexistas y patriarcales de canonización)”. Por ello, De Leone recomienda enardecidamente pasar por esta autora y detenerse en la llama viva de sus trazos. Una experiencia exquisita, se los aseguro. 

VALERIA PUJOL BUCH

Egresó como Comunicadora Social de la UBA. Se dedica a la difusión de la ciencia y es docente de la Universidad Nacional de Lanús. Pilotea sus días entre sus tres amores: las ciencias sociales, la literatura y la maternidad.

La trinchera austral, de Tato

HISTORIA

TOMÁS SCHIERENBECK


La trinchera austral. La sociedad argentina ante la Primera Guerra Mundial (2017)
de María Inés Tato

tato

La verdadera Guerra, la que yo veo, la que yo oigo, la que yo huelo, es la guerra común, es la guerra vulgar y sucia y hedionda de los seres humanos que declaman frases de tragedia. Lloran y se quejan ¿queréis que os diga más? Ni siquiera se acuerdan de la patria. 

Juan Jose de Soiza Reilly, 

corresponsal argentino en el frente oriental. 

     Ríos de tinta han corrido detrás de poner en palabras lo que muchos de sus protagonistas callaron e intentaron olvidar o, por el contrario, como ha comprendido Ernst Jünger en Tempestades de acero, se convirtió en la aventura más significativa de su vida. La Primera Guerra Mundial o la “Gran Guerra” ha sido uno de los eventos que han marcado el devenir de la Historia occidental a tal punto que, como ha expuesto uno de los más grandes exponentes de las ciencias sociales, con ella ha tenido inicio el “corto siglo XX” (Hobsbawm). Para quien escribe estas líneas, el desenlace de este conflicto devino en que sus antecesores migraran y se conocieran en la Argentina. 

      Sin embargo, y hablando en términos académicos, un análisis pormenorizado de los avatares de las conflagraciones en el territorio porteño era inconfundiblemente un espacio vacío y a completar.  Esta vez, a partir de la editorial Prohistoria en su colección Historia Argentina, Maria Inés Tato, a través de un trabajo archivístico preciso que recurre a instituciones nacionales e internacionales, nos ofrece una aproximación sin igual a la historia detrás de aquellos millones de vidas expectantes y , como ha indicado Gastón Sanchez, “pendientes de un hilo” que en el frente más austral de la “Gran Guerra”, imaginaron, sufrieron y hasta protagonizaron en carne propia las repercusiones de los acontecimientos en Europa.  El corpus de esta obra se estructura en dos partes. Por un lado, los primeros tres capítulos referidos a aquellos actores sociales que actuaron como “mediadores culturales” y nexos sociales, produciendo, mediante sus operaciones discursivas, la mismísima narrativa de los acontecimientos en Europa en la región rioplatense.  Por otro, los capítulos IV, V y VI, donde Tato nos invita a sumergirnos en la movilización de la sociedad “en sentido más amplio, entendiéndola no solo en sus facetas económicas y militares sino también como un proceso político y cultural que involucró en un sistema de valores y en definiciones identitarias estrechamente ligadas a la cuestión nacional”.

     En el capítulo “La propaganda bélica en el Plata”, Tato nos invita a inspeccionar distintos artefactos culturales utilizados por los beligerantes en la región rioplatense a sabiendas de lograr que sus argumentos calaran en los ciudadanos. En este sentido, la autora hace notar que no sólo periódicos, panfletos, fotografías y films, producidos en Europa, fueron las armas utilizadas por organismos como Maison de la Presse o el Zentralstelle für Auslandsdienst sino también que estos mismos organismos, mediante la intersección de las comunidades étnicas asentadas en la región, buscaron que su aparato propagandístico incluya también las plumas de intelectuales y personalidades nacionales que permitiera una mayor “apropiación y resignificacion” de las narraciones por parte de los consumidores locales.  Sin embargo, Tato no se limita simplemente a mencionar aquellas personalidades e instituciones que funcionaron como teatro de operaciones en territorio porteño sino, por el contrario, da cuenta también del valor inconfundible que tuvieron las relaciones transatlánticas que permitieron, por ejemplo, que gran parte de la propaganda germana haya sido producida por editoriales en España al igual que aquellas vías –legales e ilegales- por las cuales se colaba la propaganda aliada en la región. Asimismo, los argumentos esgrimidos por ambos bandos también son analizados en este breve, pero preciso, capitulo inicial: mientras la Triple Entente se posicionaba como veedora del Panlatinismo, argumentando que era “una lucha de la civilización contra la Barbarie” y la “colisión cultural entre la democracia y el autoritarismo”, desde los imperios centrales se impugnaba su caracterización como “bárbaros” y se criticaba el carácter colonizador de Inglaterra sobre la soberanía latinoamericana (dando como ejemplo principal las Islas Malvinas) y las relaciones comerciales desiguales que subsumían a la región al mismo tiempo. 

     El capítulo II titulado “Noticias de la guerra europea” nos sumerge en los procesos de codificación, transmisión y circulación de los mismísimos telegramas provenientes de Europa en las calles porteñas. En este sentido, mediante un corpus de fuentes polilingüe, las agencias de noticias Havas (francesa), Reuters (inglesa) y Wolff (alemana) son analizadas como operadores que, tras la censura oficial de sus respectivos Estados, difundieron sus “cables” entre los principales medios gráficos nacionales de la época. Asimismo, los periódicos nacionales son interpelados en su accionar a modo de redescubrir su posicionamiento en la contienda. Para eludir el consumo pasivo de la información proveniente de Europa, los diarios de gran tirada, como eran La Nación y La Prensa, supieron nutrirse de fuentes alternativas como las agencias de noticias norteamericanas y “enviados especiales” (tales los casos de Juan Jose Soiza Reilly y Roberto Payro) que le permitieron mostrar cierta objetividad, al mismo tiempo que la difusión de forma intercalada de noticias en favor de un bando u otro le otorgaba cierta categoría de ecuanimidad, a pesar de que, en ambos periódicos, “es factible identificar cierta proclividad difusa hacia la Triple Entente”. Sin embargo, las conflagraciones de la guerra para nuestra autora también repercutieron en el modo en que la información llegó a nuestras costas, no es un dato menor la destrucción de los cables de la empresa Wolff en manos de los ingleses que dificultaron el arribo de noticias desde las potencias centrales. En este sentido, no es un dato menor el análisis diagramado por Tato respecto a la fundación por parte de la colectividad germanoparlante del diario La Unión, publicado en español y con tiradas de más de 40.000 ejemplares, como un organismo que buscaba “corregir los estereotipos sobre Alemania difundidos por la propaganda”.

     Con la excusa de dar cuenta de la movilización cultural, económica y política protagonizadas por las comunidades étnicas en territorio nacional, el capítulo III titulado “Los europeos de ultramar frente a la ‘Unión Sagrada’”, narra las campañas de alistamiento para reservistas, las colectas de donaciones y las movilizaciones en apoyo a los respectivos contendientes por parte de las comunidades y sus simpatizantes. No obstante, este capítulo, realizado mediante un trabajo de archivo que hace recorrer a nuestra autora desde recortes periodísticos del Deutsche La Plata Zeitung y Giornale d Italia hasta los informes de la Embajada Francesa en Argentina y la Cruz Roja Internacional, se transforma en un impensado “punto de fuga” para interrogar y (potencialmente) comprender en profundidad el carácter híbrido que significo el conflicto para aquellas comunidades lingüísticas asentadas en el extranjero. El sentido de pertenencia a una nación lejana –que muchos no habrán de conocer jamás-, la tan ansiada integración buscada por el Estado Argentino, los límites de la ciudadanía definida en sintonía con el Estado-Nación y los propios “horizontes de expectativas” que los sujetos arrastraban, son elementos mencionados por la autora, que se ponen en juego para redescubrir una nueva cara de la Historia en los “frentes internos” y que, sin lugar a dudas, a partir de este libro retornarán en investigaciones sucesivas.

     Por otra parte, mediante el estudio de las densas redes transnacionales construida por personalidades e instituciones del ámbito político y cultural nacional, la auto-movilización de la sociedad argentina es analizada en los subsiguientes dos capítulos a punto tal de exponer las particulares respuestas locales a los procesos internacionales. Así, y en la medida en que, “para elites latinoamericanas Francia representaba la cima de la sofisticación y del progreso de la civilización occidental”, no es casual para Tato advertir que, numerosas figuras nacionales se alistaron en las armas que defendían de los valores occidentales y el laicismo, organizaron colectas en el territorio nacional por la causa “aliada” al mismo tiempo que, las mujeres de la elite, reproduciendo su supuesto lugar en la sociedad burguesa, se alistaron como enfermeras para los hospitales de campaña en las costas francesas. Asimismo, Tato nos hace notar que el ámbito intelectual se subsumió en una grieta entre germanófilos y aliadófilos, interpelada aquí como una reproducción de la inserción que cada esfera científica tenía en particular con las corrientes y paradigmas europeos, donde París se reconocía como la metrópoli cultural por excelencia y Berlín se percibía como el cenit de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, y con seguridad el elemento más atractivo en estos apartados, nuestra autora nos indica que los posicionamientos y análisis sobre la realidad internacional no estuvieron ajenos de relecturas en clave nacional, internacionalista y hasta latinoamericanista por los intérpretes. De este modo, si los sectores liberales interpretaron a la guerra como un conflicto en sintonía con los ideales sarmientinos en la eterna pugna entre civilización y barbarie, suscribiendo que nuestros caudillos podían encontrar en el Kaizer un buen sucesor en sus prácticas autoritarias y antitéticas a la modernidad, Manuel Ugarte, desde su periódico La Patria, enarbolaba la bandera de la Patria grande y la suscribía a la idea de mantener una posición neutral y atenta “al verdadero peligro: el imperialismo norteamericano”. En tanto, desde la FORA y el diario La Protesta, los anarquistas advertían que “el proletariado unido que lucha por su emancipación es contrario a todas las guerras que emprenden los grupos capitalistas y gobernadores para asegurar y ampliar el predominio que ejercen”

     La política en las calles invade al lector en el último capítulo de este libro, la efervescencia de las manifestaciones, las discusiones y trifulcas entre neutralistas y rupturistas son reconstruidos aquí de modo tal que Tato logra interaccionar los avatares de la política nacional en torno al conflicto y el “humor social” con la crisis diplomática surgida a partir del hundimiento de tres barcos de bandera nacional por submarinos alemanes y el Affaire Luxburg. En este sentido, los espacios asociativos y eventos masivos en las plazas porteñas son recuperados de tal forma que se captan la presiones que desde estos espacios fueron erosionando las instituciones legislativas y el poder ejecutivo nacional.  Empero, y tal vez siendo el punto más alto de esta interesantísima investigación, la autora da cuenta de cómo los distintos actores de la política argentina argumentaron y se posicionaron como baluartes de la soberanía nacional al mismo tiempo que acoplaban sus narrativas sobre el presente y el futuro venidero de la Argentina dentro de un entramado ideológico transnacional ligado a sus vínculos culturales y políticos. Es decir, la autora demuestra que la propia definición de la identidad nacional entró en disputa en consecuencia de los acontecimientos que ocurrían del otro lado del atlántico y en una sociedad donde el proyecto de un Estado-Nación monolingüe estaba en plena consolidación.

     Sin lugar a dudas, lograr en pocas páginas un análisis pormenorizado del devenir de acontecimientos y procesos en constante interacción y en una espacialidad trasatlántica da cuenta de una vida de investigaciones detrás de un objetivo claro. Sin embargo, el trabajo de Tato no debe ser encapsulado como un aporte singular a la trama de la historiografía nacional. Por el contrario, la autora invita a reivindicar las experiencias de los actores singulares de la historia al mismo tiempo hace posible, a todos aquellos interesados en los procesos migratorios, a redescubrir las identidades híbridas que construyeron aquellas comunidades étnicas en la Argentina.

TOMÁS SCHIERENBECK

Es Licenciado en Historia (UNLP-FaHCE). Doctorando en Estudios Interdisciplinarios de Europa y América Latina (CONICET-FaHCE/Universität Rostock).

Lazzaro felice, de Rohrwacher

CINE / HISTORIA

LAURA LENCI


Lazzaro felice (2018)
de Alice Rohrwacher

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Una película histórica o una película para enseñar historia*

Hombre lobo del hombre

     Muchas veces cuando quienes enseñamos historia pensamos en una película en el marco de un curso solemos quedarnos aferrados al “cine de época”, o al “cine histórico”, a ese recurso facilista de ilustrar una época histórica a través de una película. Pero la historia, por suerte o por desgracia, es esquiva a las ilustraciones y desafía las explicaciones lineales, sobre todo en relación con los tiempos. Esa es la razón por la que Lazzaro Felice es una película excepcional para enseñar historia, así, en general. No sólo enseñar una época o un proceso histórico en particular, sino para enseñar a pensar en la historia, a pensar históricamente.

     ¿Qué es Lazzaro feliz (en italiano, Lazzaro felice)? Es una película italiana de 2018 dirigida por Alice Rohrwacher. El guión es también de la directora y consiguió el premio al mejor guión de Festival de Cannes 2018.

     ¿Quién es Lazzaro? Es un joven aparcero del Lacio, con un par de ojos como dos uvas verdes o como dos aceitunas manzanilla. Tiene una mirada, la que dan esos ojos y la que muestran sus actos, que es la de quien vive sin juzgar. Transcurre, sin quejas pero sin pausas, en las tareas incesantes de un trabajador rural. Y esa es la primera enseñanza histórica: lo que es la vida de trabajo interminable en el campo, lo que es la forma de explotación en el trabajo rural y cómo la vida de explotación de la naturaleza es la que determina los ritmos de los tiempos.

     En un sentido la película sigue, en argumento y en sensibilidad, la trilogía de John Berger sobre la vida campesina, De sus fatigas: Puerca Tierra, donde Berger cuenta la vida de los campesinos en un pueblo tradicional; en Una vez en Europa las historias que se cuentan versan sobre la desaparición paulatina de la vida rural, o lo que el autor, con desconfianza y entre comillas, denomina “modernización”; y, finalmente, en Lila y Flag, Berger escribe sobre los campesinos desterrados que terminan viviendo en las grande ciudades. Así, entonces, en síntesis y desde otro registro, se puede contar la sinopsis de la película sin contar las anécdotas que arruinarían a quien esto lee la experiencia de ver las dos horas del film.

     Una de las características que comparten Lazzaro Feliz y la trilogía de Berger es el espacio y el tiempo: es la Europa contemporánea. Y aquí aparecen, al menos, dos lecciones centrales para pensar la historia. La primera tiene que ver con las temporalidades superpuestas: en la película nos percatamos de la época en la que transcurre cuando aparecen un camión y una motocicleta, después de más de 10 minutos de vida cotidiana en una gran propiedad rural, porque hasta ese momento la película podía transcurrir a fines del siglo XIX o principios del siglo XX. Entonces el primer desafío es entender que el tiempo histórico no es uno, o que al menos no es homogéneo, que el presente es una convivencia de tiempos distintos. Pero tal vez también podemos pensar en que el dislocamiento del tiempo puede estar jugando como en la trilogía de Christian Petzold “El amor en los tiempos de opresión” –Barbara (2012), Ave Fénix (2014) y Transit (2018), que no casualmente tienen estrecho vínculo con Harun Farocki-, en la que los tiempos se invierten, pero además, en Transit principalmente, la locación es no realista y la temporalidad tampoco. La coexistencia de tecnologías anacrónicas permite pensar en esos dislocamientos, y en la necesidad de subvertir las épocas (todo aquello que forma parte del sentido común de lo que pasó en un tiempo y en un lugar) para volver a pensar en los tiempos de opresión. 

     La segunda lección es lo que Chakrabarty denominó la “provincialización de Europa”. Para quien ve la película y ve la explotación de los campesinos puede pensar que está localizada en las “periferias”. Podría ser en América Latina, en Asia, en Africa, pero no, es en la Europa post industrial, en la sofisticada Italia central de la región del Lacio. Es allí donde pervive la aparcería, la mezzadria como ¿resabio? de las formas precapitalistas de explotación de la mano de obra. Es en la Italia de fines del siglo XX donde persiste una de las formas de sujeción extraeconómica de la mano de obra que, en América Latina, se llama peonaje por deudas. Se podrían citar muchas de las líneas del guión de la película en las que esta realidad se pone en evidencia: “somos propiedad de la señora Marquesa de Luna”, dice una de las mujeres para explicar por qué no se van de la Inviolata, cuando finalmente llegan los carabinieri y descubren las condiciones en las que viven; al final de la cosecha de tabaco los trabajadores terminan más endeudados que antes; los niños no van a la escuela; la joven pareja que no se puede ir de la propiedad porque la explotación de la mano de obra no es individual sino familiar, según les dice el administrador de la finca (la reproducción en su forma más recia y natural).

     La tercera contribución de la película a la comprensión de la historia es repensar la historia del tiempo presente, o la historia reciente, como se la quiera llamar. Viendo la película podemos pensar en un futuro pasado, y en un presente que es pasado también. En la película el tiempo se disloca. Lazzaro se desmaya y se despierta muchos años después impertérrito, exactamente igual, pero su tiempo y su mundo han desaparecido y el mundo que lo reemplaza -la ciudad-, y el tiempo que lo sucede -un presente sin futuro- no tienen lugar para él. Ha sido desterrado, todos los trabajadores han sido desplazados, y la película permite pensar en las formas en las que las subjetividades se destruyen y construyen en el destierro -porque la ciudad no es la tierra.

     Pero, a no olvidarlo, la película es ficción, y es una ficción con una política, una poética y una ética que enhebra de la mejor manera una tradición del cine italiano: del Neorrealismo que eligió poner en el primer plano a los condenados de la tierra, al Federico Fellini de La Strada (1954), que con una cierta ternura descarnada muestra cómo explotan los explotados; de los hermanos Taviani de Padre Padrone (1977), que empieza con un niño al que se saca de la escuela, que de acuerdo con la legislación italiana era obligatoria desde 1859, y que en su casi insoportables primeros 30 minutos muestra la explotación de un padre a un hijo; o al Lucchino Visconti de Il Gatopardo (1963), cuando, a partir de la década de 1860 y con la unificación italiana, el mundo de la familia del Príncipe de Salina se va desmoronando pero los poderosos se enancan al mundo que está naciendo; al Bernardo Bertolucci de Novecento (1976), que se podría pensar como la continuación temporal de la anterior porque si Il Gatopardo va de 1860 a 1901 Novecento empieza en 1901 y termina con el fin de la segunda guerra mundial. En términos gramscianos, se podría pensar en lo que pasa cuando un mundo no se ha terminado de morir y el nuevo no ha terminado de nacer, y en Novecento, con ese final ambiguo que se sintetiza en la frase “el patrón está vivo”, a pesar del fin del fascismo y de la liberación de la hacienda, nos remite al sentido común que dejó Il Gatopardo, el gatopardismo, es decir “que algo cambie para que nada cambie”.

     Y una especie de iluminación: en la anterior película de Alice Rohrwacher, La Maraviglie, la protagonista se llama Gelsomina, como el adorable personaje de Giulietta Masina en La Strada. Viendo Lazzaro Felice se puede pensar que Lazzaro, interpretado por un joven actor llamado Adriano Tardiolo, es Gelsomina hecha varón. Esa genuina ingenuidad; esos ojos increíbles; esa -un poco increíble- bondad de la que todo el mundo toma ventajas; esa lealtad incomprensible con quien, evidentemente, no la merece; esa sumisión que hacia el final se muestra insumisa.

 

     * * *

 

     Volvamos a la enseñanza de la historia. Una anécdota: un historiador que trabajaba acerca de los levantamientos indígenas en el Alto Perú hacia fines del siglo XVIII tenía que hacer archivo en Sucre durante los últimos años del siglo XX. Como debía pasar varios meses trabajando alquiló una casa a una señora sucreña. Cuando le preguntó si podía contratar a una persona para que hiciera las tareas domésticas, y cuánto debería pagar por ese trabajo, la señora le respondió: “Yo le mando una, y no se preocupe, deje unas monedas en el piso, o en una maceta, como si se las hubiera olvidado, y ella estará conforme con eso”. Eso también es el capitalismo, un tiempo y un sistema en los que el salario (y el mercado de trabajo) son o pueden ser meramente una entelequia. 

     Entonces la película, finalmente, nos permite aprender también qué es el capitalismo. Lazzaro Felice permite enseñar cómo el capitalismo, como en la anécdota del historiador en Sucre, se aferra a aquello que le conviene de lo viejo, arrebata aquello de lo nuevo que le viene bien, y descarta -destierra- lo que no le sirve, aunque lo descartado sea gran parte de las personas. Y que no es el lobo -un personaje central que recorre toda la película- el que desgarra a Lazzaro, son los hombres, las mujeres y el sistema.

 

 

    * Esto ha sido escrito a partir de imprescindibles conversaciones con Miguel Dalmaroni y Marcelo Scotti. Gracias a ellos y, obviamente, los errores son todos míos.

LAURA LENCI

Profesora en Historia, enseña historia de la Argentina reciente en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata. Le interesan particularmente las relaciones entre historia, cultura y violencia, por eso también enseña historia de América Latina en el siglo XX en la Maestría en Historia y Memoria de la UNLP.

Desierto Sonoro, de Luiselli

NOVELA

LEANDRO STAGNO


Desierto Sonoro (2019)
de Valeria Luiselli

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Oye, hijo mío, el silencio.

Es un silencio ondulado,

un silencio,

donde resbalan valles y ecos

y que inclina las frentes

hacia el suelo.


Federico García Lorca, “El silencio” (Poema del cante jondo, 1931)

     Lo sabemos a poco de comenzar la lectura. Viajan hacia la frontera entre Estados Unidos y México. Procuran llegar a Arizona partiendo desde Nueva York para desplegar proyectos afines aunque no por eso compatibles. La narradora nos dice que su marido propuso el viaje, él planea quedarse varios meses en el suroeste del país para documentar los despojos y el desplazamiento de los apaches chiricahuas y, en particular, grabar los sonidos que permitan hacer audibles sus presencias pasadas, en tanto “paisaje sonoro” de la resistencia liderada por Gerónimo en las últimas décadas del siglo XIX. En busca de un punto de encuentro, ella continuará sus indagaciones sobre los niños y las niñas que enfrentan juicios migratorios en las cortes estadounidenses. Como un imperativo categórico, reconoce que tiene que conformar un archivo sobre las migraciones infantiles en el lugar mismo donde comienzan una diáspora teñida de violencias y muerte. 

     El archivo sostiene la apuesta de la pareja. El vacilar de sus búsquedas está orientado por una particular forma de pensar las prácticas archivísticas y de poner en cuestión la mano que colecciona y clasifica. Coleccionar sonidos presentes para evocar los sonidos del pasado como un norte. Definir al archivo como un valle donde resuenan ideas y se producen ecos, lugar de reverberaciones y silencios que esperan ser escuchados. Sabremos luego que el archivo sostuvo a Valeria Luiselli en la escritura de esta novela y que ella ha sido hablada por la narradora. Ambas mujeres comparten la experiencia de los traslados y las migraciones, ambas nacieron en la Ciudad de México y llegaron a Nueva York para estudiar y allí se instalaron junto a sus familias. 

     Los primeros tramos de la novela nos informan que viajarán en auto y que serán de la partida “el niño” y “la niña”, tal la forma de enunciar a sus hijos. Parten el día posterior al décimo cumpleaños del niño, cuando la niña tiene cinco años. Discos, libros y mapas impresos –forma tozuda de apoyar las editoriales que los comercializan frente a la valorada tecnología del GPS-, equipos de grabación, algunas valijas y siete cajas para archivar los hallazgos y portar los documentos que ofician de punto de partida. Deberán convivir largas horas en el mínimo espacio del auto y otras tantas en hoteles de ruta. 

     Pronto lo comprueban: los niños se vuelven difíciles cuando cae el sol, son quienes marcan el rumbo desde la incomodidad que generan. Hacen berrinches en un viaje extenso asociado a un sin fin de mudanzas. Vociferan su deseo de pertenecer a otra familia. Estar juntos no es materia de discusión, aunque de a ratos no lo estuviesen. 

     La forja de un léxico familiar da sentido a la travesía, cincela identidades y define tareas asociadas a los cuidados y la supervivencia diaria. Suma risas profundas, desatadas, descaradas, aglutinantes de la argamasa. Dice Valeria Luiselli –que es hablada por la narradora-: “el lenguaje de los niños, de alguna manera, funciona como una vía de escape de los dramas familiares; nos guía hasta un inframundo extrañamente luminoso, a salvo de nuestras catástrofes clasemedieras”. Son escenas cándidas que, resguardadas en grabaciones sonoras, se transforman en materia de archivo. Monólogo interior de la narradora: ¿cómo serán escuchadas esas conversaciones familiares?, ¿acaso alcanzarán el estatus de paisaje sonoro o tan solo serán cascajos y ruinas de aquella comunidad? 

     Aunque señala nuevas limitaciones en materia de entendimiento, una comprobación le ofrece un punto de apoyo para avanzar sobre estas incertidumbres: “es imposible entender la forma en que algunos objetos triviales llegan a revelar aspectos tan importantes de una persona y es difícil comprender la súbita melancolía que generan cuando esa persona está ausente; tal vez lo que pasa, nada más, es que las pertenencias sobreviven a menudo a sus dueños y por eso podemos imaginar con facilidad un futuro en el que existan las pertenencias, pero no sus dueños”. Movida por estas convicciones, las cajas de archivo que trasladan en el baúl del auto pronto se llenan de fotos sacadas por el niño con su Polaroid, suman los mapas que él dibuja y un poema de Anne Carson sobre el viejo suéter azul y el asociado recuerdo del padre. El archivo enlaza estos objetos a los reportes de mortalidad de niños y niñas migrantes, lacónicas descripciones que procuran documentar, explicar -¿justificar?- estas muertes que hablan de vidas cortas, frágiles, rotas, devastadas.  

     La pareja duda sobre la conveniencia de exponer a sus hijos desde temprana edad a “demasiado mundo”, pero las condiciones materiales del viaje y las decisiones de crianza determinan que formen parte de sus conversaciones adultas sin mayores tamices. Los tratan como iguales desde el punto de vista intelectual, se niegan a interpelarlos como destinatarios imperfectos de un saber elevado que, según ciertos cánones, deberían transmitirles en pequeñas dosis. El niño toma la voz del padre para afirmar que Estados Unidos “es un enorme cementerio, pero solo a algunas personas les tocan tumbas como dios manda, porque la mayoría de las vidas no importan”. Lee con su madre y su hermana las Elegías para los niños perdidos, crónicas de niños y niñas que viajan en los techos de los trenes y atraviesan pardos desiertos, allí forman sonidos y se vuelven silencios. 

     ¿Presentarles esos mundos los salvaría si llegaran a perderse?, ¿sería acaso una forma de enseñarles a escuchar el silencio ondulado y a buscar los ecos que les ayudarían a cruzar el desierto a pie? A la narradora le pesa la posibilidad de que sus cachorros pasen a formar parte de las filas de refugiados, de los que mueren sedientos o son objeto de trata. Busca y calcula y ensaya un rescate, otras veces, se aleja de la escena familiar tanto como puede. Comprueba que el niño y la niña han integrado a su cotidiano los avatares de la infancia migrante, al punto tal de representar su propia pérdida en juegos escenificados en el asiento trasero del auto o en el porche de un derruido motel donde recrean un hogar. 

     Su pesquisa anterior le permite identificar la distancia que separa a sus hijos de los que el léxico familiar nomina como niños perdidos. Esa infancia otra es la de niños y niñas que se desplazan en tren o a pie, sin pasaporte ni equipaje, portadores de la ausencia de cuidados adultos y la solidaridad mercenaria del coyote. Buscan filtrarse en la porosa frontera e integrar el limbo de las burocracias migratorias para acceder a la identidad de refugiados, buscan ganarse un lugar en un país que se los niega. Y si no se pierden allí, son niños perdidos a su suerte en las amplitudes térmicas de un desierto sonoro que los ve morir. 

 

LEANDRO STAGNO

Profesor en Ciencias de la Educación y Magíster en Ciencias Sociales. Es profesor en la cátedra Historia de la Educación General en la FaHCE. Participa de diversos proyectos de investigación en la Universidad Nacional de La Plata y en la UBA.

Ladrilleros, de Almada

NOVELA

PAULA PROVENZANO


Ladrilleros (2013)
de Selva Almada

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     Pájaro Tamai y Marciano Miranda están tirados en el suelo del parque de diversiones a punto de morir. Ya habiéndolos arrojado a esa muerte inminente, entre alucinaciones y escenas desordenadas, Selva Almada comienza a reconstruir con absoluta precisión sus vidas en esta historia de masculinidades, pobreza y resentimientos en un pueblo de Chaco.

     Así como desde el inicio ya se sabe el desenlace, toda la estructura de la obra está desarrollada de una manera dinámica. A partir de dar a conocer la muerte agonizante de los protagonistas, la escritura va y viene en un conjunto de episodios que la autora elige narrar de manera no lineal, valiéndose de repeticiones para afirmar algunas ideas y sensaciones. Pasa algo significativo también con su lectura: si bien ésta nunca es pasiva, dado que lo que se ofrece es todo lo contrario a una elaboración final puesta en un paquete lista para el envío, es la persona que lee quien va armando en ese dinamismo una historia que no logrará completar sino hasta llegar a la última página.

     Se podría pensar a Ladrilleros como historias paralelas que en un momento comienzan a cruzarse hacia un destino trágico. Casi una versión shakespeariana de dos familias enemistadas desde hace mucho tiempo en una provincia argentina. Casi una operación dialéctica: la tesis Tamai, la antítesis Miranda y la síntesis dramática en la muerte. Casi porque tan antitéticos no eran, y porque el deseo aquí le escapa a la heteronorma y no se cobra la muerte de ambos amantes.

     Por la agilidad de la narración es difícil no devorar el libro de un tirón, pero si nos detuviéramos a armar las genealogías, serían las siguientes:

     Estela, reina de los carnavales, se casa con Elvio Miranda, que venía de familia de ladrilleros, y Marciano es su primer hijo. Cuando rompe bolsa, Estela va sola hasta el hospital según un plan que ella misma había armado detalle por detalle. Por su parte, Celina se gana el desprecio de su familia (su padre y sus hermanas) cuando se junta con Oscar Tamai, que en ese momento era un insolente cosechero. Su segundo hijo nace unos minutos después que Marciano y como movía mucho los brazos y los pies, como aleteando, empezaron a llamarlo Pajarito. Celina encontró una posibilidad para responder a las pretensiones de su esposo de ser su propio patrón, alquilando la casa de un pariente de una amiga donde también tenía el horno para fabricar ladrillos.

     Todo el asunto de las ladrillerías deriva en que ambas familias terminen viviendo a pocos metros. A lo largo de la historia, Elvio y Oscar van a ir desarrollando una fuerte y persistente enemistad en principio por el robo de un galgo, aunque luego se sabe que antes ya estuvieron a punto de agarrarse a las piñas en un bar. La tensión entre ellos se corta cuando Elvio Miranda es asesinado, en un hecho que permanecerá impune y que amerita una mención especial a cómo es retratada la policía pueblerina agobiada por los hechos delictivos y por su propia impericia.

     En Ladrilleros la autora utiliza a la perfección un lenguaje que recupera la oralidad, y al mismo tiempo hace referencia a prácticas y emociones que son claves para analizar y entender las lógicas patriarcales y las dinámicas de reproducción de la virilidad. Hay pasajes como “Si hacía falta, lo iba a obligar a mascar conchas todo el día hasta que se le fuera el berretín de chupar pijas” o “Su vieja inquina con Miranda era una reafirmación de sí mismo. Las malas pasadas que se iban jugando a vuelta, le ponían sal a su vida. ¿Qué iba a ser ahora que se había quedado solo?”. El primero es un pensamiento de Marciano respecto a su hermano Ángel, el segundo es lo que pensó Oscar Tamai frente a la muerte de su rival.

     Una masculinidad que encuentra en la pretendida impugnación de la homosexualidad uno de sus cimientos, no sólo es aludida sino que cobra relieve en el relato de esas vidas. La conmoción que generará Ángel (el hermano menor de Marciano) al sembrar ternura en el terreno yermo del rencor masculino, será lo que conduzca la trama del honor familiar hacia la venganza final. También resulta presentada sin necesidad de grandes parafernalias conceptuales, la noción de corporación y pertenencia a la fratría masculina. El asesinato de Elvio Miranda, a pesar de su enemistad histórica, es sufrido por Oscar Tamai hasta el punto de sentir que ya no le quedaba nada. Lo que se expone es que es por esa enemistad, y no a pesar de ella, que se reconocen como pares.

     En algún punto puede parecer que todo el protagonismo lo tienen los varones. Sin embargo, la figura de las mujeres es muy fuerte y hay igualmente un paralelismo en ellas. Son las que toman las riendas de la economía doméstica frente a sus maridos amantes del juego y del bar, son las que ofrecen una cuota de sensatez, incluso de orden, para sus hijos, aun cuando sean ellas mismas quienes reproduzcan algunas dinámicas machistas de sostén (Estela siempre dejaba algo de dinero en los bolsillos de su esposo “para que no se resintiera en su hombría”). De la misma manera, son las que se quedan “solas” a cargo de sus hogares y cuando lo hacen, lejos de victimizarse, componen una oda exogámica frente a la posibilidad de volver con sus familias primarias.

     En Ladrilleros no falta nada, está encendido el fuego del rencor, el alcohol que lo alimenta, el sexo que encuentra a los cuerpos en una cama matrimonial o en el baño de la bailanta. Está el parque de diversiones en la noventosa y desobediente infancia y en el lecho final e irreversible de la muerte. Está el odio permitido entre dos varones, y, como contracara, el amor prohibido entre otro par de ellos.

     También hay un juego de espejos, esos a través de los cuales mirarnos implica ver algo más. Así como Virginia Woolf plantea en Un cuarto propio que las mujeres han servido de espejos mágicos para reflejar la figura de los hombres duplicando su tamaño real, aquí son los pares quienes definen la imagen cuando los cuerpos cobran dimensión en la pelea. Los varones se ven a través de otros varones, esa es la revelación de Ladrilleros. Cumpliendo el mandato, lo que los destruye es lo mismo que puede proyectar su reflejo entero.

     Almada nos convida múltiples imágenes que lejos de estigmatizar tienen una potencia perturbadora: la desgracia siendo parte del entretenimiento; el descubrimiento del placer y la plenitud del deseo de quien ya no puede reprimir su amor por otro como él. Nos transmite un calor muchas veces agobiante, la asfixia de la falta de expectativas; nos hace constantemente ir y venir para armar el rompecabezas. Y, sobre todo, nos pone en esa tensión de experimentar la sensación de Pajarito y Ángel de ser dueños de su propio destino mientras se nos revela que esos destinos ya fueron sometidos a la violencia del deber ser.

PAULA PROVENZANO

Licenciada en Sociología. Se desempeña en la atención de situaciones de violencia de género y estudia temas de género y masculinidades.

Museo Ezeiza, de Audivert y Mangone

TEATRO

RAMIRO MANDUCA


Museo Ezeiza. 20 de junio de 1973 (2013-2020)
de Pompeyo Audivert y Andrés Mangone

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     El 20 de junio se cumplió un nuevo aniversario de la masacre de Ezeiza. El número 47. En un contexto como el actual, donde las artes escénicas y quienes habituamos sus salas, se encuentran y nos encontramos en un proceso de adaptación a nuevas formas de producción y expectación, el Teatro Estudio El Cuervo compartió en sus redes un registro documental de las funciones de la instalación teatral “Museo Ezeiza. 20 de junio de 1973” realizadas en el Parque de la Memoria el 30 y 31 de marzo de 2019. Si bien fue repuesta durante el año pasado, tanto en el Parque de la Memoria como en el Centro Cultural San Martín y en el Centro Cultural Haroldo Conti, su fecha oficial de estreno fue el 20 de junio de 2013, a 40 años de la masacre, en el último de los espacios mencionados. 

     (Aclaración pertinente: mi acercamiento al material no careció de escepticismo, sensación posible de ser ampliada a la visualización de cualquier obra de teatro que, siendo producida para condiciones de expectación “conviviales”, hoy es transmitida por alguna plataforma on-line. No confundir esto con la búsqueda de estéticas y procedimientos que al calor del confinamiento logren piezas capaces de ser “contemporáneas” en el sentido agambeniano del término).

     Había tenido la posibilidad de asistir a la primera serie de funciones. Recuerdo aún salir pensando en una obra intensa e inabordable, un caos poético donde el rol convencional de espectador es trastocado aun contra la voluntad de uno. Una experiencia donde el sentido del teatro como asunto de la polis era actualizado y re-territorializado. Entonces ¿cómo reponer una obra inasible en sus propias coordenadas mediante un lenguaje para el cual no fue concebida? 

     El dispositivo escénico de Audivert, Mangone y la cooperativa Ezeiza es una conjunción escabrosa de museo y morgue. Un espacio que debe imperiosamente ser atravesado y habitado por el público. Recuperando a Deleuze (que de manera indefectible aparece en los procedimientos de Audivert) es “un espacio abierto en el que se distribuyen las cosas-flujo”, en el que “el movimiento deviene perpetuo”. El mismo Audivert entiende a su procedimiento escénico como una máquina en la que actores y actrices construyen un movimiento espiralado, centrípeto y constante que no cesa porque tiene como objetivo el equilibrio permanente del territorio en el que se desarrolla. El procedimiento va de la mano con su filosofía teatral. Afirma: “el teatro no es un fenómeno estrictamente histórico sino anti-histórico, una máquina destinada a sondear identidad y pertenencia a una escala extra-cotidiana, a un nivel metafísico; una máquina destinada a revelar nuestra pertenencia a un sistema metafísico, no tanto a un sistema político histórico”. En Museo Ezeiza este mecanismo es potenciado por les espectadores que aun sin conocer las reglas, fluyen en el sentido que la máquina teatral necesita para funcionar.

     Los actores-actrices/objetos yacen sobre sus camillas/vitrinas/puestos de lucha. Entre ellos, el público se mueve. Comienzan a presentarse. Son los objetos de los muertos de Ezeiza. Son objetos humanizados, sujetos objetivados. Piezas desde donde reconstruir el acontecimiento histórico, donde se materializa lo singular de ese día y la acumulación de cuatro décadas. La narrativa es superpuesta, voces sobre voces. Presentaciones rigurosas, descripciones densas de cada objeto, de la unidad básica a la que pertenecía, la regional y organización. El lugar en el que perecieron. La espacialidad es superpuesta y fragmentaria: el palco, el campo/calle y el Hotel Internacional devenido sala de torturas e interrogatorios. Tres espacios ficcionales, tres espacios históricos, yuxtapuestos en ambas dimensiones representacionales.

     De la presentación de los objetos desde el campo/calle, se pasa a la presentación del Museo desde el palco. La máquina se para. Los bombos suenan. La banda sindical toma la voz: “Compañeros. Desde el corazón de Ezeiza les damos la bienvenida a este, nuestro Museo Ezeiza 73. Primer intento sindical, museológico latinoamericano. Los invitamos a recorrer nuestras instalaciones, los invitamos a acercarse a los objetos. No hay peligro. Repito. No hay peligro, los objetos no son peligrosos: está todo bajo control. Los objetos están bajo control. Mediante la técnica del fetiche, la mecánica metafísica del vudú y el método del interrogatorio, el Museo intentará entrar en contacto con Ezeiza 73 a través de sus restos. Se convoca a los actores de nuestra tragedia griega nacional a presentarse: fragmentos de Ezeiza serán utilizados como antenas ¡No se garantiza nada! ¡Viva Perón!”. 

     La tragedia griega, el enfrentamiento entre hijos a la espera de un padre llegando del exilio, la lucha a muerte por ganar el beneplácito del progenitor. Los mitos a su alrededor. Al mismo tiempo una adaptación nac&pop del coro. componente fundamental del teatro griego aggiornado, peronizado, superpuesto, inentendible por momentos. La puesta en escena, se potencia en la explanada del Parque de la Memoria con su cemento impoluto que termina de componer un marco propio de un teatro de Epidauro a orillas del Río de La Plata. 

     El registro documental se detiene en momentos particulares, pero la memoria de haber transitado la puesta reactiva la resonancia en el cuerpo-mi escepticismo respecto a la experiencia estética de cuarentena queda atrás, con rasgos de prejuicios-. Un objeto habla y dice: “Quisiera ser de acero, como una navaja, como un puñal plebeyo y pinchar alguna piñata sindical”. Otro: “Soy sombra y capullo de mí mismo”. Alguien interroga: “Vos pelota de trapo ¿A quién respondés?”. Otro interrogatorio: “¿Por qué dicen que Ezeiza es una película de cine nacional?”. Uno más: “¿Por qué fracasó la memoria colectiva?”. Se filtran palabras de Evita enunciadas por el actor/objeto foto de Leonardo Favio: “Soy peronista por conciencia nacional, por procedencia popular y por convicción personal”. 

     En Ezeiza, en una jornada, en algunas cuantas horas, se condensaron 18 años de un tiempo histórico acelerado, de la resistencia al tan esperado retorno. Cooke y Vandor, la CGT de los Argentinos y Rucci, Montoneros y los gérmenes de la Triple A, el devenir del movimiento popular más importante de la historia argentina. Pero también, como expresarían las consignas pintadas en las paredes de las ciudades los días posteriores, como los artistas plásticos Perla Benveniste, Juan Carlos Romero, Eduardo Leonetti, Luis Pazos y Edgardo Vigo sintetizarían en su obra colectiva “Proceso a nuestra realidad”: Ezeiza es Trelew. Y en ambos, espectralmente, habitaba la ESMA, La Perla y los más de 500 centros clandestinos de detención. 

     Audivert apeló a Ezeiza como móvil, como excusa para preguntarse por la identidad nacional, para cuestionar nuestra historia reciente (posteriormente, también apeló a Trelew en su obra Operación Nocturna). Montó un contra museo, evidenciando este dispositivo de saber-poder de un modo burdo y poético al mismo tiempo. Un llamado sugerente a no fosilizar ni convencionalizar los actos de memoria, a superar fórmulas ritualizadas y vacías. Un procedimiento escénico donde lo fragmentario y lo contradictorio del devenir histórico se manifiestan cruda y tenazmente.

RAMIRO MANDUCA

Es profesor y licenciado en Historia de la UBA. Becario doctoral de la misma universidad. Investiga sobre teatro y política en la historia argentina reciente. Es además, actor y performer.