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TV (El libro), de Sepinwall y Seitz

CRÍTICA

GASTÓN GALLI


TV (El libro) (2019)
de Alan Sepinwall y Mat Zoller Seitz

TV-el-libro-Portada

¿Cuál es la mejor serie de todos los tiempos?

     A lo largo de los años críticos, historiadores y amantes del cine han elaborado listas de películas destacadas como mejores o más importantes. El paso del tiempo depura esas listas, liberándolas de modas y caprichos, y así se fue destilando un sedimento de obras cuyo valor hoy nadie discute (o, tal vez, nadie se atreve a discutir). El Ciudadano, El acorazado Potemkin, La quimera del oro, Vértigo son infaltables en cualquier enumeración medianamente seria sobre cine y son títulos que permanecen en el tiempo. Podemos decir que en materia de cine existe un panteón de obras maestras reconocidas y una segunda línea que varía con el tiempo. Lo mismo sucede con los discos, con los escritores y casi con cualquier cosa.

     ¿Qué pasa con las series de televisión? ¿Existe ya esa selección? Abundan, por supuesto, las listas de “las 10 mejores series de todos los tiempos” pero recién ahora está comenzando la construcción de ese panteón desde la crítica especializada.

     La tarea presenta diversas, y muy obvias, dificultades. Hay series muy importantes que están perdidas o que se conservan incompletas (de Los Vengadores se ha perdido casi totalmente la primera temporada, de El Hombre que Volvió de la Muerte se conserva una publicidad y algunos minutos de video, de otras apenas alguna fotografía). Hay series realizadas en soportes de baja calidad (el video tape, el VHS) o que se conservan sólo en copias obtenidas por kinescopio (que filmaba directamente del televisor programas que se hacían en vivo) y no se las considera aptas para buenas ediciones digitales. Muchas series no han sido editadas para uso doméstico y son inaccesibles para casi todo el mundo.

     A estos problemas materiales, hay que agregarle los conceptuales: una serie que dura varios años, con cambios de showrunners, de guionistas, de directores, de elenco y hasta de protagonista, o que sufre mermas en el financiamiento, es inevitable que tenga altibajos, subtramas abandonadas, repeticiones, finales anticipados (un ejemplo de una serie excelente que a la que le faltó un final apropiado es Carnival). O también se puede dar el caso opuesto, con series cuyo éxito las estira hasta la decadencia (Los Simpson serían un ejemplo claro de esta variante). ¿Cómo se las considera? ¿Por sus mejores momentos? ¿Por los peores? ¿Cómo se hace un balance? En el caso de las series antológicas, con capítulos individuales, ¿qué tenemos que considerar? 

     También hay que tener en cuenta los cambios de criterios empresariales: hasta los 90 se prefería que las series no tuvieran una continuidad que perjudicara a quien no podía ver todos los capítulos suponiendo que eso los haría abandonarlas definitivamente. Se creaban entonces universos cerrados donde nada cambiaba y cuyos personajes no tenían memoria de lo que pasaba de un capítulo a otro. Así, uno podía ver los 431 capítulos de Bonanza en cualquier orden sin mayores dificultades. Incluso, los personajes de esas series solían vestir siempre la misma ropa para poder reutilizar escenas. ¿Tienen por eso menos valor que las actuales aquellas series que cumplían estas premisas como Los Locos Addams o Los Invasores?

     Y hay otro asunto. El cine tiene criterios propios para su análisis. Estos, por supuesto, cambian. Hubo un tiempo en el que la “nouvelle vague” provocaba exaltación crítica y obligaba a quien quisiera ser percibido como intelectual a fatigar los anaqueles de “Cine Arte” en el videoclub de su barrio. Hoy, en cambio, otras son las modas (y otros los esnobismos) y cada vez hay menos espectadores que se resignan al tedio y el desconcierto que provocan esas películas otrora sobre elogiadas pero que ya no son de visión indispensable. Todos sabemos que Psicosis es una gran película y tenemos argumentos para sostener esa afirmación. ¿Tienen las series valores propios a considerar o deben utilizarse los mismos criterios que se utilizan con el cine?

     Alan Sepinwall y Mat Zoller Seitz, dos críticos de televisión estadounidenses, intentan una primera aproximación a la construcción del panteón de las 100 mejores series de todos los tiempos y exponen una (incipiente) estética para evaluarlas, demasiado anclada en una visión evolucionista, que busca en el pasado precursores de lo que hoy se ve y no del todo despegada del cine (incluso comienzan el libro reconociéndose críticos cinematográficos frustrados). 

     Al principio del libro los autores se fijan una serie de reglas para la inclusión en la lista, las principales de las cuales son: 1) Tienen que ser series producidas en los Estados Unidos y 2) Tienes que ser series que ya hayan terminado de emitirse. La primera regla reduce considerablemente el valor del trabajo. La segunda, muy razonable, tiene el inconveniente ser espectacularmente incumplida por los autores, que colocan a Los Simpson entre las 10 mejores series de todos los tiempos (las otras 9 son Los Soprano, The wire, Cheers, Breaking Bad, Mad Men, Seinfeld, Yo amo a Lucy, Deadwood y All in the family). 

     Como todo libro de estas características (las “guías” que recomiendan productos culturales como libros, películas, discos) su principal interés radica en la explicación de los criterios utilizados, y en la crítica y la información que ofrecen. Son libros que permiten felices descubrimientos (en este caso pondría el ejemplo de Cheers, una serie que pasó bastante desapercibida en nuestro país y que sin duda es uno de las mejores sit-com) y suelen incurrir en arbitrariedades inevitables. Lo curioso, en este caso, es que los autores fundamentan de manera muy inteligente e interesante elecciones bastantes discutibles y hasta desafortunadas.

     El argumento más discutible que presentan (para justificar la poca cantidad de series antiguas en el libro) es que “durante los primeros veinte o quizás treinta años de su existencia, la televisión fue más bien un aparato que se tenía en casa o quizá un mecanismo de difusión de publicidad, no un medio artístico”  para agregar que hasta los ‘80 las series “no mostraban el tipo de audacia que era común en la literatura, el teatro, el cine e incluso la música popular”. Esta visión es atacable desde varios flancos.

     El primero es que parte de una visión “evolucionista” que resulta de muy discutible aplicación en materia de cultura popular. El cuarteto de Arolas, la Orquesta de Troilo, el Quinteto de Piazzolla, la Típica Fernández-Fierro o Leadbelly, Elvis, los Beatles, Pink Floyd, The Police, Nirvana son fenómenos que suceden en distintos momentos, cada uno suele dar cuenta de las limitaciones y posibilidades de su tiempo, cuyas obras se sustentan (incluso a veces sin quererlo) en aquello que los precedieron y que se manejan dentro de una industria cultural que ofrece distintas condiciones técnicas a lo largo del tiempo. Son productos de distinta complejidad pero que no sólo no se anulan sino que los nuevos pueden darnos nuevas miradas para valorar a los anteriores. Y disfrutar de unos no impide disfrutar de los otros. Si generalizáramos el criterio de los autores, las películas de Peter Greenaway (unos bodrios pretenciosos otrora muy elogiados y que hoy van camino al olvido) serían superiores a las de Billy Wilder o Alfred Hitchcock, porque son cronológicamente posteriores y tienen una intención “artística” que resulta superior a la mera búsqueda de entretenimiento de películas como Double Indemnity o The Birds.

     Lo que nos lleva a la siguiente objeción. La idea de que las series nuevas son mejores porque a) son productos con intenciones artísticas y b) eso es mejor. Ese criterio aplicado al cine y a la música popular dio como resultado la producción de obras destinadas al análisis y a la discusión, pero no a despertar la emoción, el placer o siquiera el interés del público. Son exaltadas por algunos críticos e intelectuales porque tienen, como dicen Borges y Bioy Casares, “el prestigio del tedio” pero suelen resultar de vida corta. Siempre aparecerá un nuevo “artista” lleno de novedades para reemplazarlos, mientras que la obra de un artesano como Chaplin sigue siendo eficaz 100 años después.

     Pero es sobre el final donde el libro muestra su principal punto flaco y la objeción más específica que quiero formularle al libro. El último tramo está dedicado a comentar 10 películas hechas especialmente para televisión y también obras de teatro televisadas (aunque la mayoría de ellas están perdidas). Cuando analizan estas obras, los criterios que se utilizan privilegian aquellas producciones que podrían (por sus características) haberse estrenado en cine. De hecho, algunas películas (como Duel de Steven Spielberg) tuvieron posterior lanzamiento cinematográfico y varias de las obras teatrales reseñadas fueron luego rehechas para cine (Marty, transmitida por televisión en 1953, fue realizada para cine en 1955 ganando 4 premios Oscar incluido el de Mejor Película). 

     Esto podría hacer pensar a las producciones televisivas como “inferiores” a las cinematográficas: la buena televisión sería aquella que podría llegar a verse en cine. Está claro (o al menos debería estarlo) que pensar así sería desconocer que la televisión tiene sus propios criterios de calidad que no siempre coinciden con los de la cinematografía. Y que el desafío primero de la crítica consiste en desentrañar esas diferencias y dotar al análisis de las ficciones televisivas de sus propios conceptos, cosa que (como ya dijimos) los autores de este libro no siempre logran.

     Dicho todo esto y señaladas sus limitaciones, sería muy injusto no decir que el libro es realmente muy recomendable. 

 

gASTÓN GALLI

Veterano alumno de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito ensayos, intervenciones y reseñas para distintas publicaciones, algunas de las cuales dirigió.

Enero, de Gallardo

NOVELA

VALERIA PUJOL BUCH


Enero (1958)
de Sara Gallardo

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Un refugio ausente

     Un susurro agónico en las redes me despabiló: “Zama, El entenado, Río de las congojas y Eisejuaz. Si me muriese ahora, no necesito más nada pal otro mundo” (@D.Reyes – 5/11/2018). Y el bichito de la curiosidad se despertó, nunca había leído ese nombre: Eisejuaz. Luego, una querida amiga me escribió:

     [15:16, 21/1/2019] Alejandra L.: “Estoy leyendo Enero. No lo puedo creer”

     [15:17, 21/1/2019] Alejandra L.: “Cómo no la leímos antes. Adelanta”. 

     Y así empezó mi cruzada con una lectura atenta de quiénes, escritores e intelectuales argentinos, habían iniciado ese reconocimiento justo aunque tardío de Sara Gallardo. Entre ellos Leopoldo Brizuela, Lucía de Leone, y el Colectivo Rioplatensas entre otres. Y me zambullí en la lectura de las obras reeditadas de Gallardo que se inauguran con un ejemplar que conseguí en una librería de La Plata, ajado y de segunda mano de la “Narrativa breve completa” (2004).

     Su madre, Sara Drago; su abuela materna Sara Cané Drago; y su bisabuela Sara Beláustegui de Cané, llevaron a que la autora de Eisejuaz fuera reconocida en el dulce seno familiar como “Sarita”. El asma en la infancia la confinaría a interminables jornadas en la cama junto a los cuidados de su madre o su padre, y a una literatura en voz alta leída por el segundo. Una rutina distinta a la de sus seis hermanos que la mantendría lejos de los ritmos escolares. Así, letras articuladas en sonidos flotarían por sus oídos recreando las aventuras de La Ilíada, La Odisea, romances castellanos y algunas historias de la patria. Una biblioteca infinita la invitaría a sobrevolar y ampliar el horizonte de su recámara. Ella se referiría a este suceso en una entrevista como su primera “rebelión”, como “un gran miedo por el mundo”, o como la posibilidad de “desarrollar el universo interior de las criaturas”. Desde sus sábanas con almidón, descubriría temprano a Sandokán y Moby Dick, a quiénes evocó en varias oportunidades con su elegante sonrisa. 

     Una anécdota relatada por la escritora Mariana Enríquez ilumina su legado familiar: en una de esas típicas aventuras adolescentes, una de sus hermanas se escapó de la finca familiar. Y cuando la policía la encontró e interrogó, la joven dijo que su apellido era “Gallardo”, que vivía en la “finca Gallardo” y asistía a una escuela llamada también “Gallardo”. Una triple coincidencia hizo pensar a los policías que la joven mentía y exageraba su ascendencia familiar, pero no era así. Al igual que su hermana, Sara compartió ese linaje. Nacida en Buenos Aires en 1931, fue tataranieta del estadista y dos veces presidente Bartolomé Mitre, además de fundador del diario La Nación. Fue bisnieta del escritor Miguel Cané, nieta del científico y ministro, Ángel Gallardo, e hija del historiador Guillermo Gallardo. En síntesis, como afirma Leopoldo Brizuela, se puede sostener que es una descendiente directa de los “fundadores” de la Argentina. Por eso Brizuela ubica a la obra de Gallardo cercana al trabajo de Silvina Ocampo, que también fue poco reconocida en su época. Quizás eso la diferencie de autoras como Marta Lynch, Beatriz Guido y Silvina Bullrich, las best-sellers contemporáneas que no han pasado la prueba del tiempo abocándose a temas diferentes y más aceptables a los cánones de época. 

     La obra literaria de Sara Gallardo, inclasificable por cierto, tuvo siempre al naturalismo presente. Por ello se dedicó a reescribir el campo, uno de los grandes temas de la literatura nuestra. De una entrevista con Esteban Peicovich (1979), recuperada por Lucía de Leone en Los Oficios (2018), rescatamos una reflexión de Gallardo acerca de ese naturalismo heredado. “Los animales tienen mucho que ver con mi familia. Mi abuelo – Ángel Gallardo – era un naturalista y esto hizo que sus hijos, entre ellos mi padre, transformen el mundo en  algo natural. (…) si caminas con él [su padre] por Buenos Aires, te dice “bueno, qué bien, esta es la barranca del río”. Vos sólo ves el asfalto, no te das cuenta, pero él siente la topografía que está debajo. En ese clima me crié entonces de chica”. Y luego rememora los tiempos familiares en el campo. Primero en Bella Vista, luego su familia lo cambiaría por otro en Chascomús. De esta experiencia Sara evoca: “Allí me puse en contacto con toda esa realidad gauchesca que tanto aparece en mis libros: la pampa me impresionó mucho y definitivamente marcó mis libros. Soy una mujer a caballo”.

     Sara tiene fuertes deseos propios y también necesidades: es madre de tres hijos, nómade, y debe pagar cuentas. Por ello, muchos estudiosos la destacan también como una trabajadora. Estimulada de manera precoz, y con un legado patricio pesado en sus espaldas, Gallardo no se dejó ceñir por su ascendencia y escogió el camino difícil. 

     Sara Gallardo rememora que escribió Enero a los 23, que se casó con su primer marido a los 24 y el libro salió cuando tenía 26, junto con el nacimiento de su primera hija. Fue tan importante la maternidad según la autora, que la aparición de este libro, a pesar de ser su primera obra, le pareció “un hecho pálido”. Reeditada en 2018, Enero es una obra breve pero contundente que te enfrenta a la certeza de que por allí hay algo más que una pequeña historia de desamor y barro. Con ella la autora nos invita a agudizar los sentidos, a buscar las barrancas y los ríos debajo del asfalto.

     Con un título luminoso, que dispara como primera imaginería clase media a un verano como apertura y descanso, este Enero de Gallardo nos traslada al campo y a una enorme masa de calor donde el aire no fluye.

     Gallardo construye una narración polifónica en la que se alternan varias voces. La principal, encarnada en la primera persona de la protagonista, una adolescente abusada, que se expresa a lo largo del libro a modo de monólogo interior. Luego, un narrador omnisciente muy presente que se apoya en la tercera persona y se ubica muy cerquita de la voz narrativa principal, la de Nefer. Es a partir de esta figura que la narradora maneja con maestría los hilos del relato. Y, por último, las voces de la banda campera que aparece como relatos externos y que aportan al texto el olor local y toque de color. 

     Con una gran sutileza narrativa, Gallardo teje los hilos de ese monólogo interior que se alterna con lo no dicho y despliega una trama que desde la primera página nos hipnotiza. “Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya no habrá remedio”, y más adelante, “Va a llegar el día en que mi barriga empiece a crecer”. Vemos aquí una primera rebeldía de esta mirada, esa que nos convoca al gran tema del campo y sus tradiciones, pero desde la voz del personaje violentado: Nefer. Y la autora hace hablar sus silencios, su soledad, su refugio partido.  

      La trama nos lleva a una joven de dieciséis años, que vive junto con su madre, Doña María, su padre Don Pedro y su hermana Alcira en un puesto que tiene poco olor a hogar. La familia se dedica al ordeñe de vacas. Enamorada del Negro, Nefer medita en soledad sobre su enamorado, su desgracia y el deseo de muerte. Y como rememoración aparece ese vestido de flores en dónde anuda su anhelo de ser mirada y que la transforma muy pronto en calabaza. Intempestivamente se encuentra presa de una violación por un hombre-bigote entre pasto y alcohol. 

     Y Gallardo bosqueja una imposibilidad violentada y adolescente de darle forma sonora a una angustia que como un “hongo negro y creciente” germina en el vientre ultrajado de Nefer. Frente a esto la joven, “apaga el alma y continúa”. Puede también observar el campo y respirar profundo, lo que le permite mantener a raya “el miedo que la oscuridad mantuvo encerrado bajo la piel”, y que al salir “la alivian del nudo que la ahogaba”. Y esto se acompasa con una descripción preciosa de sonidos, horizontes, paisajes y teros. Esos que la autora describe tan bien porque los conoce, porque se crió entre ellos. Mientras, nuestra protagonista se concentra en esas pequeñas cosas que le permitan continuar: “Vaca -piensa- una vaca overa, otra y otra. Esa está asoleada. Teros. Dos teros y un pichón grande. ¡Qué fuerte gritan!”.

     Violada, no registrada por el hombre amado, ignorada por la familia, y tomada por el dolor, Nefer sabe que no puede detener el tiempo. Por ello es recurrente el deseo de morir o de encontrar soluciones mágicas  como perder esa semilla a puro galope en su matungo. Recurre también a la búsqueda de soluciones vedadas, como el intento de abortar acudiendo a una familia oscura y marginada. Pero el silencio y el terror se imponen. 

     Y volvamos al campo, donde el tiempo de la naturaleza, de las tradiciones, y de las desigualdades en términos de clase y género se combinan un todo complejo. Donde un tiempo de la cosecha se entrelaza con el de la taberna y el de la iglesia. Y dónde las hijas de patronas con zapatos embarrados de barro blanco tienen otras posibilidades y accesos. Nefer sabe que no puede detener esas palabras mudas que se entretejen en su silencio, en su angustia que crece y en ese rumiar en donde Gallardo nos hace agonizar. Y la autora le pone palabras a esa violencia que no logra hacer forma en Nefer, más que en el movimiento constante y la búsqueda. A caballo, en miradas, en silencios, en los desencuentros, pero también en el campo que la acuna con sus atardeceres y en el refugio que sólo encuentra en su potranca a la que llama “hogar”. Gallardo le pone el cascabel al gato y de-construye a esa violencia tan naturalizada que se quiebra. Al desamparo y en las profundidades rurales donde esa niña/joven pasa de enamoradiza a  la “puta que gozó, que las pague”. Estas últimas palabras masticadas por un joven con problemas mentales, pero también por una madre de la que se esperaría como mínimo recibir arrullo.

     Y se impone la ley femenina, patriarcal y machista. Los designios de la Patrona (Doña Mercedes, dueña de la estancia “El Destino” y madrina de Nefer) y de su madre, quienes garantizan que se cumpla con ese patrullaje para que todo prosiga con su curso “normal”. No es llamativo cómo en esta línea aguda se les deje un papel secundario a los varones. Don Pedro y Juan, el peón, se presentan más bien impávidos, aunque también más amorosos en relación a las mujeres. Ellas quiebran cualquier idea de refugio y  garantizan que los designios del patriarcado se concreten. Entonces, frente a  este entramado narrativo, Gallardo nos deja desnudos y perplejos frente a la evidencia de que la protagonista está atrapada en un tejido social brutal y naturalizado. Y allí la segunda originalidad del texto. Nefer no tiene energía suficiente para romper la trama. Debe aceptar el mandato de la clase superior, de la Iglesia. Y aparece un nuevo agregado: “Los patrones y los policías tienen ideas parecidas”. Así, el hombre bigote violador no es censurado, sino que incluso no se avergüenza ni arrepiente. Y que los sujetos/as marchen al compás de las campanas, “la fiesta” debe continuar.

     En estas violencias de abandono, de desinformación, de clase y de género, Nefer navega entre muchas disquisiciones: ¿será un amigo el que crece, el que me permitirá sentirme acompañada o sólo una semilla triste? Y ese derecho es garantizado por la autora: dudar. Aunque la sujeción vuelve a vencer la curva y la estrangula.

     En un pasaje de Los Oficios, donde se retoma una entrevista realizada por Reina Roiffe a Sara Gallardo, la novelista afirma, “Me han dicho que mis personajes no luchan por nada, que son una inercia total. Y no es que no luchan por nada, simplemente saben que contra la adversidad o la ruptura del amor no se puede luchar”. Luego la entrevistadora le repregunta, “¿Hay una especie de acatamiento de la realidad ¿Usted se resigna fácilmente?” y la genial Gallardo responde, “Jamás. Soy como los elefantes.”

     Esos paradigmas tan bien retratados a fines de los cincuenta y en un campo profundo, resuenan de manera increíblemente actualizada. Como ecos malditos los pudimos escuchar durante el 2018 en varios de los discursos encendidos del Congreso y del Senado en defensa de las “dos vidas”. También en aquellos que Rita Segato definió como la defensa de “ninguna vida”, que son los mismos. Esto nos habilita a una pregunta en el intento de salir del corset porteño ¿Una Nefer contemporánea, ubicada en un mismo territorio y condición socio cultural, podría elegir distinto? ¿Tendría otro destino posible? O, como Gallardo devela en su opera prima, el aborto sólo estará permitido a las mujeres bien informadas y que pueden pagar por él. 

     Por todo lo dicho, Enero puede ser leído al calor de la literatura que explora las perspectivas de género, las perspectivas de deconstrucción y de vigilancia epistemológica, incluso de pensar que ya hemos vencido. Esto nos propone desde aquí, y a modo de tradición selectiva, concentrarnos en el camino por delante. Con esta obra la autora pone el dedo en la llaga y en su trazado proyecta una actualidad aún brutal. Y de la mano, con más de treinta años luego de su muerte,  nos lleva a hacer estallar el canon en esta nueva relectura. Al compás de una marea verde que se impone y que clama por la interrupción del embarazo, seguro, legal y gratuito, inclusive en tiempos de pandemia por COVID-19 y más allá. 

     Para cerrar, retomamos a Lucía de Leone en Los Oficios: “Del mismo modo que sus ficciones, el periodismo de Gallardo no asegura tranquilidad y es rebelde a encasillamientos predeterminados”. No obstante, “queda demostrado que al menos desde la publicación de Narrativa breve completa que prologó Leopoldo Brizuela, ya los estudios críticos no pueden hacer caso omiso a las ficciones de Gallardo (como sucedió conforme a ciertos procesos extraños, heterosexistas y patriarcales de canonización)”. Por ello, De Leone recomienda enardecidamente pasar por esta autora y detenerse en la llama viva de sus trazos. Una experiencia exquisita, se los aseguro. 

VALERIA PUJOL BUCH

Egresó como Comunicadora Social de la UBA. Se dedica a la difusión de la ciencia y es docente de la Universidad Nacional de Lanús. Pilotea sus días entre sus tres amores: las ciencias sociales, la literatura y la maternidad.

La trinchera austral, de Tato

HISTORIA

TOMÁS SCHIERENBECK


La trinchera austral. La sociedad argentina ante la Primera Guerra Mundial (2017)
de María Inés Tato

tato

La verdadera Guerra, la que yo veo, la que yo oigo, la que yo huelo, es la guerra común, es la guerra vulgar y sucia y hedionda de los seres humanos que declaman frases de tragedia. Lloran y se quejan ¿queréis que os diga más? Ni siquiera se acuerdan de la patria. 

Juan Jose de Soiza Reilly, 

corresponsal argentino en el frente oriental. 

     Ríos de tinta han corrido detrás de poner en palabras lo que muchos de sus protagonistas callaron e intentaron olvidar o, por el contrario, como ha comprendido Ernst Jünger en Tempestades de acero, se convirtió en la aventura más significativa de su vida. La Primera Guerra Mundial o la “Gran Guerra” ha sido uno de los eventos que han marcado el devenir de la Historia occidental a tal punto que, como ha expuesto uno de los más grandes exponentes de las ciencias sociales, con ella ha tenido inicio el “corto siglo XX” (Hobsbawm). Para quien escribe estas líneas, el desenlace de este conflicto devino en que sus antecesores migraran y se conocieran en la Argentina. 

      Sin embargo, y hablando en términos académicos, un análisis pormenorizado de los avatares de las conflagraciones en el territorio porteño era inconfundiblemente un espacio vacío y a completar.  Esta vez, a partir de la editorial Prohistoria en su colección Historia Argentina, Maria Inés Tato, a través de un trabajo archivístico preciso que recurre a instituciones nacionales e internacionales, nos ofrece una aproximación sin igual a la historia detrás de aquellos millones de vidas expectantes y , como ha indicado Gastón Sanchez, “pendientes de un hilo” que en el frente más austral de la “Gran Guerra”, imaginaron, sufrieron y hasta protagonizaron en carne propia las repercusiones de los acontecimientos en Europa.  El corpus de esta obra se estructura en dos partes. Por un lado, los primeros tres capítulos referidos a aquellos actores sociales que actuaron como “mediadores culturales” y nexos sociales, produciendo, mediante sus operaciones discursivas, la mismísima narrativa de los acontecimientos en Europa en la región rioplatense.  Por otro, los capítulos IV, V y VI, donde Tato nos invita a sumergirnos en la movilización de la sociedad “en sentido más amplio, entendiéndola no solo en sus facetas económicas y militares sino también como un proceso político y cultural que involucró en un sistema de valores y en definiciones identitarias estrechamente ligadas a la cuestión nacional”.

     En el capítulo “La propaganda bélica en el Plata”, Tato nos invita a inspeccionar distintos artefactos culturales utilizados por los beligerantes en la región rioplatense a sabiendas de lograr que sus argumentos calaran en los ciudadanos. En este sentido, la autora hace notar que no sólo periódicos, panfletos, fotografías y films, producidos en Europa, fueron las armas utilizadas por organismos como Maison de la Presse o el Zentralstelle für Auslandsdienst sino también que estos mismos organismos, mediante la intersección de las comunidades étnicas asentadas en la región, buscaron que su aparato propagandístico incluya también las plumas de intelectuales y personalidades nacionales que permitiera una mayor “apropiación y resignificacion” de las narraciones por parte de los consumidores locales.  Sin embargo, Tato no se limita simplemente a mencionar aquellas personalidades e instituciones que funcionaron como teatro de operaciones en territorio porteño sino, por el contrario, da cuenta también del valor inconfundible que tuvieron las relaciones transatlánticas que permitieron, por ejemplo, que gran parte de la propaganda germana haya sido producida por editoriales en España al igual que aquellas vías –legales e ilegales- por las cuales se colaba la propaganda aliada en la región. Asimismo, los argumentos esgrimidos por ambos bandos también son analizados en este breve, pero preciso, capitulo inicial: mientras la Triple Entente se posicionaba como veedora del Panlatinismo, argumentando que era “una lucha de la civilización contra la Barbarie” y la “colisión cultural entre la democracia y el autoritarismo”, desde los imperios centrales se impugnaba su caracterización como “bárbaros” y se criticaba el carácter colonizador de Inglaterra sobre la soberanía latinoamericana (dando como ejemplo principal las Islas Malvinas) y las relaciones comerciales desiguales que subsumían a la región al mismo tiempo. 

     El capítulo II titulado “Noticias de la guerra europea” nos sumerge en los procesos de codificación, transmisión y circulación de los mismísimos telegramas provenientes de Europa en las calles porteñas. En este sentido, mediante un corpus de fuentes polilingüe, las agencias de noticias Havas (francesa), Reuters (inglesa) y Wolff (alemana) son analizadas como operadores que, tras la censura oficial de sus respectivos Estados, difundieron sus “cables” entre los principales medios gráficos nacionales de la época. Asimismo, los periódicos nacionales son interpelados en su accionar a modo de redescubrir su posicionamiento en la contienda. Para eludir el consumo pasivo de la información proveniente de Europa, los diarios de gran tirada, como eran La Nación y La Prensa, supieron nutrirse de fuentes alternativas como las agencias de noticias norteamericanas y “enviados especiales” (tales los casos de Juan Jose Soiza Reilly y Roberto Payro) que le permitieron mostrar cierta objetividad, al mismo tiempo que la difusión de forma intercalada de noticias en favor de un bando u otro le otorgaba cierta categoría de ecuanimidad, a pesar de que, en ambos periódicos, “es factible identificar cierta proclividad difusa hacia la Triple Entente”. Sin embargo, las conflagraciones de la guerra para nuestra autora también repercutieron en el modo en que la información llegó a nuestras costas, no es un dato menor la destrucción de los cables de la empresa Wolff en manos de los ingleses que dificultaron el arribo de noticias desde las potencias centrales. En este sentido, no es un dato menor el análisis diagramado por Tato respecto a la fundación por parte de la colectividad germanoparlante del diario La Unión, publicado en español y con tiradas de más de 40.000 ejemplares, como un organismo que buscaba “corregir los estereotipos sobre Alemania difundidos por la propaganda”.

     Con la excusa de dar cuenta de la movilización cultural, económica y política protagonizadas por las comunidades étnicas en territorio nacional, el capítulo III titulado “Los europeos de ultramar frente a la ‘Unión Sagrada’”, narra las campañas de alistamiento para reservistas, las colectas de donaciones y las movilizaciones en apoyo a los respectivos contendientes por parte de las comunidades y sus simpatizantes. No obstante, este capítulo, realizado mediante un trabajo de archivo que hace recorrer a nuestra autora desde recortes periodísticos del Deutsche La Plata Zeitung y Giornale d Italia hasta los informes de la Embajada Francesa en Argentina y la Cruz Roja Internacional, se transforma en un impensado “punto de fuga” para interrogar y (potencialmente) comprender en profundidad el carácter híbrido que significo el conflicto para aquellas comunidades lingüísticas asentadas en el extranjero. El sentido de pertenencia a una nación lejana –que muchos no habrán de conocer jamás-, la tan ansiada integración buscada por el Estado Argentino, los límites de la ciudadanía definida en sintonía con el Estado-Nación y los propios “horizontes de expectativas” que los sujetos arrastraban, son elementos mencionados por la autora, que se ponen en juego para redescubrir una nueva cara de la Historia en los “frentes internos” y que, sin lugar a dudas, a partir de este libro retornarán en investigaciones sucesivas.

     Por otra parte, mediante el estudio de las densas redes transnacionales construida por personalidades e instituciones del ámbito político y cultural nacional, la auto-movilización de la sociedad argentina es analizada en los subsiguientes dos capítulos a punto tal de exponer las particulares respuestas locales a los procesos internacionales. Así, y en la medida en que, “para elites latinoamericanas Francia representaba la cima de la sofisticación y del progreso de la civilización occidental”, no es casual para Tato advertir que, numerosas figuras nacionales se alistaron en las armas que defendían de los valores occidentales y el laicismo, organizaron colectas en el territorio nacional por la causa “aliada” al mismo tiempo que, las mujeres de la elite, reproduciendo su supuesto lugar en la sociedad burguesa, se alistaron como enfermeras para los hospitales de campaña en las costas francesas. Asimismo, Tato nos hace notar que el ámbito intelectual se subsumió en una grieta entre germanófilos y aliadófilos, interpelada aquí como una reproducción de la inserción que cada esfera científica tenía en particular con las corrientes y paradigmas europeos, donde París se reconocía como la metrópoli cultural por excelencia y Berlín se percibía como el cenit de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, y con seguridad el elemento más atractivo en estos apartados, nuestra autora nos indica que los posicionamientos y análisis sobre la realidad internacional no estuvieron ajenos de relecturas en clave nacional, internacionalista y hasta latinoamericanista por los intérpretes. De este modo, si los sectores liberales interpretaron a la guerra como un conflicto en sintonía con los ideales sarmientinos en la eterna pugna entre civilización y barbarie, suscribiendo que nuestros caudillos podían encontrar en el Kaizer un buen sucesor en sus prácticas autoritarias y antitéticas a la modernidad, Manuel Ugarte, desde su periódico La Patria, enarbolaba la bandera de la Patria grande y la suscribía a la idea de mantener una posición neutral y atenta “al verdadero peligro: el imperialismo norteamericano”. En tanto, desde la FORA y el diario La Protesta, los anarquistas advertían que “el proletariado unido que lucha por su emancipación es contrario a todas las guerras que emprenden los grupos capitalistas y gobernadores para asegurar y ampliar el predominio que ejercen”

     La política en las calles invade al lector en el último capítulo de este libro, la efervescencia de las manifestaciones, las discusiones y trifulcas entre neutralistas y rupturistas son reconstruidos aquí de modo tal que Tato logra interaccionar los avatares de la política nacional en torno al conflicto y el “humor social” con la crisis diplomática surgida a partir del hundimiento de tres barcos de bandera nacional por submarinos alemanes y el Affaire Luxburg. En este sentido, los espacios asociativos y eventos masivos en las plazas porteñas son recuperados de tal forma que se captan la presiones que desde estos espacios fueron erosionando las instituciones legislativas y el poder ejecutivo nacional.  Empero, y tal vez siendo el punto más alto de esta interesantísima investigación, la autora da cuenta de cómo los distintos actores de la política argentina argumentaron y se posicionaron como baluartes de la soberanía nacional al mismo tiempo que acoplaban sus narrativas sobre el presente y el futuro venidero de la Argentina dentro de un entramado ideológico transnacional ligado a sus vínculos culturales y políticos. Es decir, la autora demuestra que la propia definición de la identidad nacional entró en disputa en consecuencia de los acontecimientos que ocurrían del otro lado del atlántico y en una sociedad donde el proyecto de un Estado-Nación monolingüe estaba en plena consolidación.

     Sin lugar a dudas, lograr en pocas páginas un análisis pormenorizado del devenir de acontecimientos y procesos en constante interacción y en una espacialidad trasatlántica da cuenta de una vida de investigaciones detrás de un objetivo claro. Sin embargo, el trabajo de Tato no debe ser encapsulado como un aporte singular a la trama de la historiografía nacional. Por el contrario, la autora invita a reivindicar las experiencias de los actores singulares de la historia al mismo tiempo hace posible, a todos aquellos interesados en los procesos migratorios, a redescubrir las identidades híbridas que construyeron aquellas comunidades étnicas en la Argentina.

TOMÁS SCHIERENBECK

Es Licenciado en Historia (UNLP-FaHCE). Doctorando en Estudios Interdisciplinarios de Europa y América Latina (CONICET-FaHCE/Universität Rostock).

Lazzaro felice, de Rohrwacher

CINE / HISTORIA

LAURA LENCI


Lazzaro felice (2018)
de Alice Rohrwacher

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Una película histórica o una película para enseñar historia*

Hombre lobo del hombre

     Muchas veces cuando quienes enseñamos historia pensamos en una película en el marco de un curso solemos quedarnos aferrados al “cine de época”, o al “cine histórico”, a ese recurso facilista de ilustrar una época histórica a través de una película. Pero la historia, por suerte o por desgracia, es esquiva a las ilustraciones y desafía las explicaciones lineales, sobre todo en relación con los tiempos. Esa es la razón por la que Lazzaro Felice es una película excepcional para enseñar historia, así, en general. No sólo enseñar una época o un proceso histórico en particular, sino para enseñar a pensar en la historia, a pensar históricamente.

     ¿Qué es Lazzaro feliz (en italiano, Lazzaro felice)? Es una película italiana de 2018 dirigida por Alice Rohrwacher. El guión es también de la directora y consiguió el premio al mejor guión de Festival de Cannes 2018.

     ¿Quién es Lazzaro? Es un joven aparcero del Lacio, con un par de ojos como dos uvas verdes o como dos aceitunas manzanilla. Tiene una mirada, la que dan esos ojos y la que muestran sus actos, que es la de quien vive sin juzgar. Transcurre, sin quejas pero sin pausas, en las tareas incesantes de un trabajador rural. Y esa es la primera enseñanza histórica: lo que es la vida de trabajo interminable en el campo, lo que es la forma de explotación en el trabajo rural y cómo la vida de explotación de la naturaleza es la que determina los ritmos de los tiempos.

     En un sentido la película sigue, en argumento y en sensibilidad, la trilogía de John Berger sobre la vida campesina, De sus fatigas: Puerca Tierra, donde Berger cuenta la vida de los campesinos en un pueblo tradicional; en Una vez en Europa las historias que se cuentan versan sobre la desaparición paulatina de la vida rural, o lo que el autor, con desconfianza y entre comillas, denomina “modernización”; y, finalmente, en Lila y Flag, Berger escribe sobre los campesinos desterrados que terminan viviendo en las grande ciudades. Así, entonces, en síntesis y desde otro registro, se puede contar la sinopsis de la película sin contar las anécdotas que arruinarían a quien esto lee la experiencia de ver las dos horas del film.

     Una de las características que comparten Lazzaro Feliz y la trilogía de Berger es el espacio y el tiempo: es la Europa contemporánea. Y aquí aparecen, al menos, dos lecciones centrales para pensar la historia. La primera tiene que ver con las temporalidades superpuestas: en la película nos percatamos de la época en la que transcurre cuando aparecen un camión y una motocicleta, después de más de 10 minutos de vida cotidiana en una gran propiedad rural, porque hasta ese momento la película podía transcurrir a fines del siglo XIX o principios del siglo XX. Entonces el primer desafío es entender que el tiempo histórico no es uno, o que al menos no es homogéneo, que el presente es una convivencia de tiempos distintos. Pero tal vez también podemos pensar en que el dislocamiento del tiempo puede estar jugando como en la trilogía de Christian Petzold “El amor en los tiempos de opresión” –Barbara (2012), Ave Fénix (2014) y Transit (2018), que no casualmente tienen estrecho vínculo con Harun Farocki-, en la que los tiempos se invierten, pero además, en Transit principalmente, la locación es no realista y la temporalidad tampoco. La coexistencia de tecnologías anacrónicas permite pensar en esos dislocamientos, y en la necesidad de subvertir las épocas (todo aquello que forma parte del sentido común de lo que pasó en un tiempo y en un lugar) para volver a pensar en los tiempos de opresión. 

     La segunda lección es lo que Chakrabarty denominó la “provincialización de Europa”. Para quien ve la película y ve la explotación de los campesinos puede pensar que está localizada en las “periferias”. Podría ser en América Latina, en Asia, en Africa, pero no, es en la Europa post industrial, en la sofisticada Italia central de la región del Lacio. Es allí donde pervive la aparcería, la mezzadria como ¿resabio? de las formas precapitalistas de explotación de la mano de obra. Es en la Italia de fines del siglo XX donde persiste una de las formas de sujeción extraeconómica de la mano de obra que, en América Latina, se llama peonaje por deudas. Se podrían citar muchas de las líneas del guión de la película en las que esta realidad se pone en evidencia: “somos propiedad de la señora Marquesa de Luna”, dice una de las mujeres para explicar por qué no se van de la Inviolata, cuando finalmente llegan los carabinieri y descubren las condiciones en las que viven; al final de la cosecha de tabaco los trabajadores terminan más endeudados que antes; los niños no van a la escuela; la joven pareja que no se puede ir de la propiedad porque la explotación de la mano de obra no es individual sino familiar, según les dice el administrador de la finca (la reproducción en su forma más recia y natural).

     La tercera contribución de la película a la comprensión de la historia es repensar la historia del tiempo presente, o la historia reciente, como se la quiera llamar. Viendo la película podemos pensar en un futuro pasado, y en un presente que es pasado también. En la película el tiempo se disloca. Lazzaro se desmaya y se despierta muchos años después impertérrito, exactamente igual, pero su tiempo y su mundo han desaparecido y el mundo que lo reemplaza -la ciudad-, y el tiempo que lo sucede -un presente sin futuro- no tienen lugar para él. Ha sido desterrado, todos los trabajadores han sido desplazados, y la película permite pensar en las formas en las que las subjetividades se destruyen y construyen en el destierro -porque la ciudad no es la tierra.

     Pero, a no olvidarlo, la película es ficción, y es una ficción con una política, una poética y una ética que enhebra de la mejor manera una tradición del cine italiano: del Neorrealismo que eligió poner en el primer plano a los condenados de la tierra, al Federico Fellini de La Strada (1954), que con una cierta ternura descarnada muestra cómo explotan los explotados; de los hermanos Taviani de Padre Padrone (1977), que empieza con un niño al que se saca de la escuela, que de acuerdo con la legislación italiana era obligatoria desde 1859, y que en su casi insoportables primeros 30 minutos muestra la explotación de un padre a un hijo; o al Lucchino Visconti de Il Gatopardo (1963), cuando, a partir de la década de 1860 y con la unificación italiana, el mundo de la familia del Príncipe de Salina se va desmoronando pero los poderosos se enancan al mundo que está naciendo; al Bernardo Bertolucci de Novecento (1976), que se podría pensar como la continuación temporal de la anterior porque si Il Gatopardo va de 1860 a 1901 Novecento empieza en 1901 y termina con el fin de la segunda guerra mundial. En términos gramscianos, se podría pensar en lo que pasa cuando un mundo no se ha terminado de morir y el nuevo no ha terminado de nacer, y en Novecento, con ese final ambiguo que se sintetiza en la frase “el patrón está vivo”, a pesar del fin del fascismo y de la liberación de la hacienda, nos remite al sentido común que dejó Il Gatopardo, el gatopardismo, es decir “que algo cambie para que nada cambie”.

     Y una especie de iluminación: en la anterior película de Alice Rohrwacher, La Maraviglie, la protagonista se llama Gelsomina, como el adorable personaje de Giulietta Masina en La Strada. Viendo Lazzaro Felice se puede pensar que Lazzaro, interpretado por un joven actor llamado Adriano Tardiolo, es Gelsomina hecha varón. Esa genuina ingenuidad; esos ojos increíbles; esa -un poco increíble- bondad de la que todo el mundo toma ventajas; esa lealtad incomprensible con quien, evidentemente, no la merece; esa sumisión que hacia el final se muestra insumisa.

 

     * * *

 

     Volvamos a la enseñanza de la historia. Una anécdota: un historiador que trabajaba acerca de los levantamientos indígenas en el Alto Perú hacia fines del siglo XVIII tenía que hacer archivo en Sucre durante los últimos años del siglo XX. Como debía pasar varios meses trabajando alquiló una casa a una señora sucreña. Cuando le preguntó si podía contratar a una persona para que hiciera las tareas domésticas, y cuánto debería pagar por ese trabajo, la señora le respondió: “Yo le mando una, y no se preocupe, deje unas monedas en el piso, o en una maceta, como si se las hubiera olvidado, y ella estará conforme con eso”. Eso también es el capitalismo, un tiempo y un sistema en los que el salario (y el mercado de trabajo) son o pueden ser meramente una entelequia. 

     Entonces la película, finalmente, nos permite aprender también qué es el capitalismo. Lazzaro Felice permite enseñar cómo el capitalismo, como en la anécdota del historiador en Sucre, se aferra a aquello que le conviene de lo viejo, arrebata aquello de lo nuevo que le viene bien, y descarta -destierra- lo que no le sirve, aunque lo descartado sea gran parte de las personas. Y que no es el lobo -un personaje central que recorre toda la película- el que desgarra a Lazzaro, son los hombres, las mujeres y el sistema.

 

 

    * Esto ha sido escrito a partir de imprescindibles conversaciones con Miguel Dalmaroni y Marcelo Scotti. Gracias a ellos y, obviamente, los errores son todos míos.

LAURA LENCI

Profesora en Historia, enseña historia de la Argentina reciente en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata. Le interesan particularmente las relaciones entre historia, cultura y violencia, por eso también enseña historia de América Latina en el siglo XX en la Maestría en Historia y Memoria de la UNLP.

Desierto Sonoro, de Luiselli

NOVELA

LEANDRO STAGNO


Desierto Sonoro (2019)
de Valeria Luiselli

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Oye, hijo mío, el silencio.

Es un silencio ondulado,

un silencio,

donde resbalan valles y ecos

y que inclina las frentes

hacia el suelo.


Federico García Lorca, “El silencio” (Poema del cante jondo, 1931)

     Lo sabemos a poco de comenzar la lectura. Viajan hacia la frontera entre Estados Unidos y México. Procuran llegar a Arizona partiendo desde Nueva York para desplegar proyectos afines aunque no por eso compatibles. La narradora nos dice que su marido propuso el viaje, él planea quedarse varios meses en el suroeste del país para documentar los despojos y el desplazamiento de los apaches chiricahuas y, en particular, grabar los sonidos que permitan hacer audibles sus presencias pasadas, en tanto “paisaje sonoro” de la resistencia liderada por Gerónimo en las últimas décadas del siglo XIX. En busca de un punto de encuentro, ella continuará sus indagaciones sobre los niños y las niñas que enfrentan juicios migratorios en las cortes estadounidenses. Como un imperativo categórico, reconoce que tiene que conformar un archivo sobre las migraciones infantiles en el lugar mismo donde comienzan una diáspora teñida de violencias y muerte. 

     El archivo sostiene la apuesta de la pareja. El vacilar de sus búsquedas está orientado por una particular forma de pensar las prácticas archivísticas y de poner en cuestión la mano que colecciona y clasifica. Coleccionar sonidos presentes para evocar los sonidos del pasado como un norte. Definir al archivo como un valle donde resuenan ideas y se producen ecos, lugar de reverberaciones y silencios que esperan ser escuchados. Sabremos luego que el archivo sostuvo a Valeria Luiselli en la escritura de esta novela y que ella ha sido hablada por la narradora. Ambas mujeres comparten la experiencia de los traslados y las migraciones, ambas nacieron en la Ciudad de México y llegaron a Nueva York para estudiar y allí se instalaron junto a sus familias. 

     Los primeros tramos de la novela nos informan que viajarán en auto y que serán de la partida “el niño” y “la niña”, tal la forma de enunciar a sus hijos. Parten el día posterior al décimo cumpleaños del niño, cuando la niña tiene cinco años. Discos, libros y mapas impresos –forma tozuda de apoyar las editoriales que los comercializan frente a la valorada tecnología del GPS-, equipos de grabación, algunas valijas y siete cajas para archivar los hallazgos y portar los documentos que ofician de punto de partida. Deberán convivir largas horas en el mínimo espacio del auto y otras tantas en hoteles de ruta. 

     Pronto lo comprueban: los niños se vuelven difíciles cuando cae el sol, son quienes marcan el rumbo desde la incomodidad que generan. Hacen berrinches en un viaje extenso asociado a un sin fin de mudanzas. Vociferan su deseo de pertenecer a otra familia. Estar juntos no es materia de discusión, aunque de a ratos no lo estuviesen. 

     La forja de un léxico familiar da sentido a la travesía, cincela identidades y define tareas asociadas a los cuidados y la supervivencia diaria. Suma risas profundas, desatadas, descaradas, aglutinantes de la argamasa. Dice Valeria Luiselli –que es hablada por la narradora-: “el lenguaje de los niños, de alguna manera, funciona como una vía de escape de los dramas familiares; nos guía hasta un inframundo extrañamente luminoso, a salvo de nuestras catástrofes clasemedieras”. Son escenas cándidas que, resguardadas en grabaciones sonoras, se transforman en materia de archivo. Monólogo interior de la narradora: ¿cómo serán escuchadas esas conversaciones familiares?, ¿acaso alcanzarán el estatus de paisaje sonoro o tan solo serán cascajos y ruinas de aquella comunidad? 

     Aunque señala nuevas limitaciones en materia de entendimiento, una comprobación le ofrece un punto de apoyo para avanzar sobre estas incertidumbres: “es imposible entender la forma en que algunos objetos triviales llegan a revelar aspectos tan importantes de una persona y es difícil comprender la súbita melancolía que generan cuando esa persona está ausente; tal vez lo que pasa, nada más, es que las pertenencias sobreviven a menudo a sus dueños y por eso podemos imaginar con facilidad un futuro en el que existan las pertenencias, pero no sus dueños”. Movida por estas convicciones, las cajas de archivo que trasladan en el baúl del auto pronto se llenan de fotos sacadas por el niño con su Polaroid, suman los mapas que él dibuja y un poema de Anne Carson sobre el viejo suéter azul y el asociado recuerdo del padre. El archivo enlaza estos objetos a los reportes de mortalidad de niños y niñas migrantes, lacónicas descripciones que procuran documentar, explicar -¿justificar?- estas muertes que hablan de vidas cortas, frágiles, rotas, devastadas.  

     La pareja duda sobre la conveniencia de exponer a sus hijos desde temprana edad a “demasiado mundo”, pero las condiciones materiales del viaje y las decisiones de crianza determinan que formen parte de sus conversaciones adultas sin mayores tamices. Los tratan como iguales desde el punto de vista intelectual, se niegan a interpelarlos como destinatarios imperfectos de un saber elevado que, según ciertos cánones, deberían transmitirles en pequeñas dosis. El niño toma la voz del padre para afirmar que Estados Unidos “es un enorme cementerio, pero solo a algunas personas les tocan tumbas como dios manda, porque la mayoría de las vidas no importan”. Lee con su madre y su hermana las Elegías para los niños perdidos, crónicas de niños y niñas que viajan en los techos de los trenes y atraviesan pardos desiertos, allí forman sonidos y se vuelven silencios. 

     ¿Presentarles esos mundos los salvaría si llegaran a perderse?, ¿sería acaso una forma de enseñarles a escuchar el silencio ondulado y a buscar los ecos que les ayudarían a cruzar el desierto a pie? A la narradora le pesa la posibilidad de que sus cachorros pasen a formar parte de las filas de refugiados, de los que mueren sedientos o son objeto de trata. Busca y calcula y ensaya un rescate, otras veces, se aleja de la escena familiar tanto como puede. Comprueba que el niño y la niña han integrado a su cotidiano los avatares de la infancia migrante, al punto tal de representar su propia pérdida en juegos escenificados en el asiento trasero del auto o en el porche de un derruido motel donde recrean un hogar. 

     Su pesquisa anterior le permite identificar la distancia que separa a sus hijos de los que el léxico familiar nomina como niños perdidos. Esa infancia otra es la de niños y niñas que se desplazan en tren o a pie, sin pasaporte ni equipaje, portadores de la ausencia de cuidados adultos y la solidaridad mercenaria del coyote. Buscan filtrarse en la porosa frontera e integrar el limbo de las burocracias migratorias para acceder a la identidad de refugiados, buscan ganarse un lugar en un país que se los niega. Y si no se pierden allí, son niños perdidos a su suerte en las amplitudes térmicas de un desierto sonoro que los ve morir. 

 

LEANDRO STAGNO

Profesor en Ciencias de la Educación y Magíster en Ciencias Sociales. Es profesor en la cátedra Historia de la Educación General en la FaHCE. Participa de diversos proyectos de investigación en la Universidad Nacional de La Plata y en la UBA.

Ladrilleros, de Almada

NOVELA

PAULA PROVENZANO


Ladrilleros (2013)
de Selva Almada

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     Pájaro Tamai y Marciano Miranda están tirados en el suelo del parque de diversiones a punto de morir. Ya habiéndolos arrojado a esa muerte inminente, entre alucinaciones y escenas desordenadas, Selva Almada comienza a reconstruir con absoluta precisión sus vidas en esta historia de masculinidades, pobreza y resentimientos en un pueblo de Chaco.

     Así como desde el inicio ya se sabe el desenlace, toda la estructura de la obra está desarrollada de una manera dinámica. A partir de dar a conocer la muerte agonizante de los protagonistas, la escritura va y viene en un conjunto de episodios que la autora elige narrar de manera no lineal, valiéndose de repeticiones para afirmar algunas ideas y sensaciones. Pasa algo significativo también con su lectura: si bien ésta nunca es pasiva, dado que lo que se ofrece es todo lo contrario a una elaboración final puesta en un paquete lista para el envío, es la persona que lee quien va armando en ese dinamismo una historia que no logrará completar sino hasta llegar a la última página.

     Se podría pensar a Ladrilleros como historias paralelas que en un momento comienzan a cruzarse hacia un destino trágico. Casi una versión shakespeariana de dos familias enemistadas desde hace mucho tiempo en una provincia argentina. Casi una operación dialéctica: la tesis Tamai, la antítesis Miranda y la síntesis dramática en la muerte. Casi porque tan antitéticos no eran, y porque el deseo aquí le escapa a la heteronorma y no se cobra la muerte de ambos amantes.

     Por la agilidad de la narración es difícil no devorar el libro de un tirón, pero si nos detuviéramos a armar las genealogías, serían las siguientes:

     Estela, reina de los carnavales, se casa con Elvio Miranda, que venía de familia de ladrilleros, y Marciano es su primer hijo. Cuando rompe bolsa, Estela va sola hasta el hospital según un plan que ella misma había armado detalle por detalle. Por su parte, Celina se gana el desprecio de su familia (su padre y sus hermanas) cuando se junta con Oscar Tamai, que en ese momento era un insolente cosechero. Su segundo hijo nace unos minutos después que Marciano y como movía mucho los brazos y los pies, como aleteando, empezaron a llamarlo Pajarito. Celina encontró una posibilidad para responder a las pretensiones de su esposo de ser su propio patrón, alquilando la casa de un pariente de una amiga donde también tenía el horno para fabricar ladrillos.

     Todo el asunto de las ladrillerías deriva en que ambas familias terminen viviendo a pocos metros. A lo largo de la historia, Elvio y Oscar van a ir desarrollando una fuerte y persistente enemistad en principio por el robo de un galgo, aunque luego se sabe que antes ya estuvieron a punto de agarrarse a las piñas en un bar. La tensión entre ellos se corta cuando Elvio Miranda es asesinado, en un hecho que permanecerá impune y que amerita una mención especial a cómo es retratada la policía pueblerina agobiada por los hechos delictivos y por su propia impericia.

     En Ladrilleros la autora utiliza a la perfección un lenguaje que recupera la oralidad, y al mismo tiempo hace referencia a prácticas y emociones que son claves para analizar y entender las lógicas patriarcales y las dinámicas de reproducción de la virilidad. Hay pasajes como “Si hacía falta, lo iba a obligar a mascar conchas todo el día hasta que se le fuera el berretín de chupar pijas” o “Su vieja inquina con Miranda era una reafirmación de sí mismo. Las malas pasadas que se iban jugando a vuelta, le ponían sal a su vida. ¿Qué iba a ser ahora que se había quedado solo?”. El primero es un pensamiento de Marciano respecto a su hermano Ángel, el segundo es lo que pensó Oscar Tamai frente a la muerte de su rival.

     Una masculinidad que encuentra en la pretendida impugnación de la homosexualidad uno de sus cimientos, no sólo es aludida sino que cobra relieve en el relato de esas vidas. La conmoción que generará Ángel (el hermano menor de Marciano) al sembrar ternura en el terreno yermo del rencor masculino, será lo que conduzca la trama del honor familiar hacia la venganza final. También resulta presentada sin necesidad de grandes parafernalias conceptuales, la noción de corporación y pertenencia a la fratría masculina. El asesinato de Elvio Miranda, a pesar de su enemistad histórica, es sufrido por Oscar Tamai hasta el punto de sentir que ya no le quedaba nada. Lo que se expone es que es por esa enemistad, y no a pesar de ella, que se reconocen como pares.

     En algún punto puede parecer que todo el protagonismo lo tienen los varones. Sin embargo, la figura de las mujeres es muy fuerte y hay igualmente un paralelismo en ellas. Son las que toman las riendas de la economía doméstica frente a sus maridos amantes del juego y del bar, son las que ofrecen una cuota de sensatez, incluso de orden, para sus hijos, aun cuando sean ellas mismas quienes reproduzcan algunas dinámicas machistas de sostén (Estela siempre dejaba algo de dinero en los bolsillos de su esposo “para que no se resintiera en su hombría”). De la misma manera, son las que se quedan “solas” a cargo de sus hogares y cuando lo hacen, lejos de victimizarse, componen una oda exogámica frente a la posibilidad de volver con sus familias primarias.

     En Ladrilleros no falta nada, está encendido el fuego del rencor, el alcohol que lo alimenta, el sexo que encuentra a los cuerpos en una cama matrimonial o en el baño de la bailanta. Está el parque de diversiones en la noventosa y desobediente infancia y en el lecho final e irreversible de la muerte. Está el odio permitido entre dos varones, y, como contracara, el amor prohibido entre otro par de ellos.

     También hay un juego de espejos, esos a través de los cuales mirarnos implica ver algo más. Así como Virginia Woolf plantea en Un cuarto propio que las mujeres han servido de espejos mágicos para reflejar la figura de los hombres duplicando su tamaño real, aquí son los pares quienes definen la imagen cuando los cuerpos cobran dimensión en la pelea. Los varones se ven a través de otros varones, esa es la revelación de Ladrilleros. Cumpliendo el mandato, lo que los destruye es lo mismo que puede proyectar su reflejo entero.

     Almada nos convida múltiples imágenes que lejos de estigmatizar tienen una potencia perturbadora: la desgracia siendo parte del entretenimiento; el descubrimiento del placer y la plenitud del deseo de quien ya no puede reprimir su amor por otro como él. Nos transmite un calor muchas veces agobiante, la asfixia de la falta de expectativas; nos hace constantemente ir y venir para armar el rompecabezas. Y, sobre todo, nos pone en esa tensión de experimentar la sensación de Pajarito y Ángel de ser dueños de su propio destino mientras se nos revela que esos destinos ya fueron sometidos a la violencia del deber ser.

PAULA PROVENZANO

Licenciada en Sociología. Se desempeña en la atención de situaciones de violencia de género y estudia temas de género y masculinidades.

Museo Ezeiza, de Audivert y Mangone

TEATRO

RAMIRO MANDUCA


Museo Ezeiza. 20 de junio de 1973 (2013-2020)
de Pompeyo Audivert y Andrés Mangone

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     El 20 de junio se cumplió un nuevo aniversario de la masacre de Ezeiza. El número 47. En un contexto como el actual, donde las artes escénicas y quienes habituamos sus salas, se encuentran y nos encontramos en un proceso de adaptación a nuevas formas de producción y expectación, el Teatro Estudio El Cuervo compartió en sus redes un registro documental de las funciones de la instalación teatral “Museo Ezeiza. 20 de junio de 1973” realizadas en el Parque de la Memoria el 30 y 31 de marzo de 2019. Si bien fue repuesta durante el año pasado, tanto en el Parque de la Memoria como en el Centro Cultural San Martín y en el Centro Cultural Haroldo Conti, su fecha oficial de estreno fue el 20 de junio de 2013, a 40 años de la masacre, en el último de los espacios mencionados. 

     (Aclaración pertinente: mi acercamiento al material no careció de escepticismo, sensación posible de ser ampliada a la visualización de cualquier obra de teatro que, siendo producida para condiciones de expectación “conviviales”, hoy es transmitida por alguna plataforma on-line. No confundir esto con la búsqueda de estéticas y procedimientos que al calor del confinamiento logren piezas capaces de ser “contemporáneas” en el sentido agambeniano del término).

     Había tenido la posibilidad de asistir a la primera serie de funciones. Recuerdo aún salir pensando en una obra intensa e inabordable, un caos poético donde el rol convencional de espectador es trastocado aun contra la voluntad de uno. Una experiencia donde el sentido del teatro como asunto de la polis era actualizado y re-territorializado. Entonces ¿cómo reponer una obra inasible en sus propias coordenadas mediante un lenguaje para el cual no fue concebida? 

     El dispositivo escénico de Audivert, Mangone y la cooperativa Ezeiza es una conjunción escabrosa de museo y morgue. Un espacio que debe imperiosamente ser atravesado y habitado por el público. Recuperando a Deleuze (que de manera indefectible aparece en los procedimientos de Audivert) es “un espacio abierto en el que se distribuyen las cosas-flujo”, en el que “el movimiento deviene perpetuo”. El mismo Audivert entiende a su procedimiento escénico como una máquina en la que actores y actrices construyen un movimiento espiralado, centrípeto y constante que no cesa porque tiene como objetivo el equilibrio permanente del territorio en el que se desarrolla. El procedimiento va de la mano con su filosofía teatral. Afirma: “el teatro no es un fenómeno estrictamente histórico sino anti-histórico, una máquina destinada a sondear identidad y pertenencia a una escala extra-cotidiana, a un nivel metafísico; una máquina destinada a revelar nuestra pertenencia a un sistema metafísico, no tanto a un sistema político histórico”. En Museo Ezeiza este mecanismo es potenciado por les espectadores que aun sin conocer las reglas, fluyen en el sentido que la máquina teatral necesita para funcionar.

     Los actores-actrices/objetos yacen sobre sus camillas/vitrinas/puestos de lucha. Entre ellos, el público se mueve. Comienzan a presentarse. Son los objetos de los muertos de Ezeiza. Son objetos humanizados, sujetos objetivados. Piezas desde donde reconstruir el acontecimiento histórico, donde se materializa lo singular de ese día y la acumulación de cuatro décadas. La narrativa es superpuesta, voces sobre voces. Presentaciones rigurosas, descripciones densas de cada objeto, de la unidad básica a la que pertenecía, la regional y organización. El lugar en el que perecieron. La espacialidad es superpuesta y fragmentaria: el palco, el campo/calle y el Hotel Internacional devenido sala de torturas e interrogatorios. Tres espacios ficcionales, tres espacios históricos, yuxtapuestos en ambas dimensiones representacionales.

     De la presentación de los objetos desde el campo/calle, se pasa a la presentación del Museo desde el palco. La máquina se para. Los bombos suenan. La banda sindical toma la voz: “Compañeros. Desde el corazón de Ezeiza les damos la bienvenida a este, nuestro Museo Ezeiza 73. Primer intento sindical, museológico latinoamericano. Los invitamos a recorrer nuestras instalaciones, los invitamos a acercarse a los objetos. No hay peligro. Repito. No hay peligro, los objetos no son peligrosos: está todo bajo control. Los objetos están bajo control. Mediante la técnica del fetiche, la mecánica metafísica del vudú y el método del interrogatorio, el Museo intentará entrar en contacto con Ezeiza 73 a través de sus restos. Se convoca a los actores de nuestra tragedia griega nacional a presentarse: fragmentos de Ezeiza serán utilizados como antenas ¡No se garantiza nada! ¡Viva Perón!”. 

     La tragedia griega, el enfrentamiento entre hijos a la espera de un padre llegando del exilio, la lucha a muerte por ganar el beneplácito del progenitor. Los mitos a su alrededor. Al mismo tiempo una adaptación nac&pop del coro. componente fundamental del teatro griego aggiornado, peronizado, superpuesto, inentendible por momentos. La puesta en escena, se potencia en la explanada del Parque de la Memoria con su cemento impoluto que termina de componer un marco propio de un teatro de Epidauro a orillas del Río de La Plata. 

     El registro documental se detiene en momentos particulares, pero la memoria de haber transitado la puesta reactiva la resonancia en el cuerpo-mi escepticismo respecto a la experiencia estética de cuarentena queda atrás, con rasgos de prejuicios-. Un objeto habla y dice: “Quisiera ser de acero, como una navaja, como un puñal plebeyo y pinchar alguna piñata sindical”. Otro: “Soy sombra y capullo de mí mismo”. Alguien interroga: “Vos pelota de trapo ¿A quién respondés?”. Otro interrogatorio: “¿Por qué dicen que Ezeiza es una película de cine nacional?”. Uno más: “¿Por qué fracasó la memoria colectiva?”. Se filtran palabras de Evita enunciadas por el actor/objeto foto de Leonardo Favio: “Soy peronista por conciencia nacional, por procedencia popular y por convicción personal”. 

     En Ezeiza, en una jornada, en algunas cuantas horas, se condensaron 18 años de un tiempo histórico acelerado, de la resistencia al tan esperado retorno. Cooke y Vandor, la CGT de los Argentinos y Rucci, Montoneros y los gérmenes de la Triple A, el devenir del movimiento popular más importante de la historia argentina. Pero también, como expresarían las consignas pintadas en las paredes de las ciudades los días posteriores, como los artistas plásticos Perla Benveniste, Juan Carlos Romero, Eduardo Leonetti, Luis Pazos y Edgardo Vigo sintetizarían en su obra colectiva “Proceso a nuestra realidad”: Ezeiza es Trelew. Y en ambos, espectralmente, habitaba la ESMA, La Perla y los más de 500 centros clandestinos de detención. 

     Audivert apeló a Ezeiza como móvil, como excusa para preguntarse por la identidad nacional, para cuestionar nuestra historia reciente (posteriormente, también apeló a Trelew en su obra Operación Nocturna). Montó un contra museo, evidenciando este dispositivo de saber-poder de un modo burdo y poético al mismo tiempo. Un llamado sugerente a no fosilizar ni convencionalizar los actos de memoria, a superar fórmulas ritualizadas y vacías. Un procedimiento escénico donde lo fragmentario y lo contradictorio del devenir histórico se manifiestan cruda y tenazmente.

RAMIRO MANDUCA

Es profesor y licenciado en Historia de la UBA. Becario doctoral de la misma universidad. Investiga sobre teatro y política en la historia argentina reciente. Es además, actor y performer.

Una lectura feminista de la deuda, de Cavallero y Gago

ECONOMÍA

VERÓNICA STEDILE LUNA


Una lectura feminista de
la deuda (2019)
de Luci Cavallero y Verónica Gago

Una mirada feminista de la deuda _02_final_5 febrero 2019

Sacar las facturas al sol

 

Tal la tierra oirá en tu silenciar,

cómo nos van cobrando todos

el alquiler del mundo donde nos dejas

y el valor de aquel pan inacabable.

Y nos lo cobran, cuando, siendo nosotros

pequeños entonces, como tú verías,

no se lo podíamos haber arrebatado

a nadie; cuando tú nos lo diste,

¿di, mamá?

César Vallejo

 

     “Cada argentino nace debiendo en plata más de lo que pesa”, afirmaba Sarmiento hacia 1890; alrededor del año 2013 en Francia, según Mauricio Lazzarato, cada bebé tenía al nacer una deuda de 22.000 euros. No es casual que a uno y otro lado del Atlántico, a uno y otro lado del siglo XX se aluda a la figura del que nace; la deuda pública como confiscación del tiempo futuro parece ser un problema de larga data, debates y pesares. En junio de 2017, el colectivo Insumisas de las finanzas realizó una intervención frente al Congreso, en la cual cruzó la entonces reciente toma de deuda pública con el endeudamiento que se logró a fuerza de terrorismo de Estado décadas atrás, y a la deuda como problema privado, doméstico. El recorrido por las calles de una centena de mujeres vestidas de negro, quienes leyeron el documento “Vivas, libres y desendeudadas nos queremos”, superpuso entonces espacios y temporalidades: el hilo de la memoria permitió tirar de otro hilo, el que va de la abstracción de las finanzas a los cuerpos de donde estas extraen valor. Creo que muches recordamos algunas noches excepcionales que pasamos siguiendo lo que sucedía en el congreso durante las sesiones que tuvieron lugar entre 2016 y 2019: la aprobación del endeudamiento cuyas consecuencias y alcances aún nos tocan y seguirán haciéndolo; la ley de una reforma previsional y las sesiones para que se aprobara el aborto legal, seguro y gratuito. No son azarosas esas noches, tienen su hilo, y ese hilo también es feminista.

     Una lectura feminista de la deuda, de Verónica Gago y Luci Cavallero, es eso: una mirada, en un pequeño libro de menos de 100 páginas, publicado en Argentina a principios del 2019, que hace foco donde la lengua de los números, las curvas y ecuaciones algorítmicas buscan homogeneizar una subjetividad que rinde, por el contrario, en la medida en que es exacerbada desde la ilusión de diferencia que nos imprime el consumo. Las autoras lo introducen como “pistas metodológicas, hipótesis políticas y narraciones prácticas” sobre el modo en que las finanzas aterrizaron en las economías consideradas históricamente no productivas: economías domésticas y trabajadores sin salario. Por ese motivo hace foco, principalmente, en esa “retórica opuesta a la austeridad” que sostiene la necesidad de contraer deuda cuando esta se destina a bienes no-durables, a alimentos, vestimenta, salud, pago de servicios. 

     Una lectura feminista de la deuda supone, entonces: “oponer los cuerpos y las narraciones concretas a la abstracción financiera”, “detectar cómo se vincula a las violencias contra los cuerpos feminizados” organizando una economía de la obediencia (las cuentas no nos dejan decir No cuando queremos decir NO, se leía en el documento gritado en 2017) y “visibilizar los espacios domésticos, reproductivos y comunitarios” como espacios valorados por las finanzas. La economía de la deuda se aprovecha de ciertas formas de vida, e impacta de forma diferencial en los cuerpos feminizados. Mujeres, madres solteras, madres presas, jefas de hogar, travestis, lesbianas y trans. No es solo especulación financiera, sino un mecanismo de desposesión que explota “la diferencia sexual, de género, raza y locación”.  

     Las empresas que desarrollan entre sus actividades el préstamo personal de requisitos flexibles y grandes porcentajes de interés, como Cordial, Coppel y FIE, van a la salida de las escuelas a ofrecer préstamos que solo se efectivizan con el DNI, pero se garantizan luego sobre amenazas mafiosas si hay falta de pago; una mujer cuenta que “tomó préstamo” para comprar una heladera, luego no pudo cumplir, los intereses se dispararon al 100% y el marido le dijo que se jodiera, que para qué se metió; otras hablan desde la cárcel o tras la experiencia de haber salido: “las mujeres desde adentro siguen sosteniendo las familias de afuera. Con los hombres es algo que no pasa, porque en las cárceles de hombres vos ves las colas y las colas y las colas de las minas con bagayos llevando cosas para bancar a los tipos. Los chongos, en cambio, se fuman la plata, se la gastan en ellos, y vos vas al penal de mujeres y siempre son mujeres: parientes, madres, hermanas, tías”. Cavallero y Gago agregan que muchas han dejado de cenar para que cenen sus hijos, y señalan cómo las mujeres son las que primero reciben el impacto de la “inseguridad alimentaria”. Muchas trabajan casi solamente para pagar deudas y las deudas contraídas para pagar las primeras. Es un libro sobre la deuda que modela nuestras vidas cotidianas, la que nos tiene todo el día haciendo cuentas, y los relatos de esas deudas. 

     La deuda opera sobre una doble temporalidad: Continuidad en términos de obligación y discontinuidad de los ingresos, con empleos cada vez más flexibles y precarizados. Ese continuum es el que trama una obediencia a futuro. Si vivir produce deuda, discutir la conflictividad de las finanzas es un punto de partida para discutir nuestras autonomías. Por eso, como una mirada atenta a las narraciones, Gago y Cavallero exploran el modo en que la construcción de una subjetividad particular es condición estructural para el rédito de las finanzas; esto no es nuevo en la bibliografía sobre el tema, pero sí lo es la atención especial que las autoras le dan al hecho de que esa subjetividad se trama con las fibras más sensibles que el feminismo popular viene interpelando desde su irrupción. Y acá el segundo revés de lo que implica “una lectura feminista de la deuda”: no solo la clave diferencial en que las finanzas capturan los cuerpos feminizados, sino también como golpe o potencia capaz de interrumpir la fuerza contra-revolucionaria que supone el terror financiero. La lectura feminista de la economía endeudada es la que puede poner a la desobediencia en el lugar de la moral de lxs buenxs pagadorxs, la que invita a sacar las facturas al sol, y colectivizar los cuadernos donde hacemos cuentas. Si la subjetividad del deudor está estructurada en el peso de la culpa – no es casual que la financiarización de la vida privada haya ido en escalada entre sujetxs “ligadxs a la estructuración de nuevas formas laborales, emprendedoras y autogestivas que surgen en los sectores populares” – una lectura feminista de lo que se debe, opone desobediencia e insumisión a la vergüenza. Pero principalmente hace imagen lo que la deuda, como suplemento de la desposesión, viene a ocultar: que algo falta. El brutal ajuste al que fueron sometidos los sectores populares durante la gestión de la Alianza Cambiemos volvió al cuerpo de las mujeres un campo de batalla, como bien identifican Gago y Cavallero cuando narran el episodio de la maestra Corina de Bonis, secuestrada y torturada por preparar ollas populares. Las cuerpas pagan deudas, en su caso con la amenaza escrita a fuerza de punzón en su vientre: “no más ollas”. Esa olla que destruye la abstracción del ajuste y saca las necesidades a la calle – era, sí, una olla popular en el medio de la calle, afuera de la escuela – se conecta con los viejos calderos de las brujas, por eso la escritura en el cuerpo es la amenaza que empuja a cada quien a guardarse en su casa. 

     Extrañamente, en muchas casas, cuando se habla de Economía (así, con mayúscula), hablan los hombres y las mujeres callan, aunque ellas sean las que llevan las cuentas diariamente. Se dirá que la economía doméstica no puede compararse a las discusiones sobre la Deuda Externa, por ejemplo, o el circuito de las lebacs. Una lectura feminista viene a decirnos que una escala sostiene a la otra, que las deudas privadas hay que sacarlas a la calle, abrir las libretas, sacar las facturas al sol y desobedecer la moral de la vergüenza.

VERÓNICA STEDILE LUNA

Es Dra. en Letras por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP, becaria de CONICET y docente en la misma Universidad. Integra proyectos de investigación vinculados con problemas de teoría literaria y la historia de las publicaciones periódicas y la edición. También se desempeña como editora en EME Editorial. 

Morris, de Kesselman

NARRACIONES / POESÍA

SARA BOSOER


Morris (2019)
de Violeta Kesselman

morris

 “Estábamos sentados sobre un cajón de pólvora…Mmmhhh” (7)

 

     ¿Cómo logra un orden explotador, o de exclusión y sometimiento, el apoyo de aquellos a quienes excluye y somete? ¿Qué puede pensar la literatura sobre este problema que desvela a las ciencias sociales? Les propongo que leamos Morris, el último libro de Violeta Kesselman, como una literatura que enciende (como se enciende un motor) estos interrogantes. 

     La primera pregunta nos resulta familiar y aunque seamos conscientes de ello y de su historicidad inesquivable, no deja de provocar inquietud. En los últimos años, en diferentes ocasiones, escuchamos que si hubiese que elegir un sentimiento para describir mucho de lo que nos pasaba durante el macrismo -y precisar un poco mejor otros más explícitos como la impotencia o la tristeza-, podría ser el del desconcierto. Morris sintetiza ese desconcierto, que con frecuencia tomó la forma de esa pregunta inicial, con la imagen del cajón de pólvora citada en el epígrafe; y aunque la pregunta no se enuncia de manera explícita, está en la lógica que organiza la escritura del libro. Resuena en el modo de hacer del lenguaje, y también instala un clima que pone el foco en la experiencia de la militancia. El libro asume como propio -como pertinente para la escritura literaria- el problema de la construcción de subjetividades en el neoliberalismo, y su desarrollo singular en la historia argentina. Encuentra diferentes maneras para pensar estas cuestiones y habla de la militancia en “provincia”, pero no contiene algo parecido a una literatura de tesis o a un registro sociológico en clave literaria. En principio, son 24 textos breves que intencionalmente, leo mal como poemas porque la experiencia de lo literario que proponen se desmarca de las convenciones de género, es decir, expanden los límites de lo que imaginamos como narración o como poesía.

     El conjunto de estos problemas es para Morris, básicamente, un problema del lenguaje. Y si se quiere pensar en ese primer interrogante, o más específicamente, en cómo se producen las subjetividades en el presente, parece necesaria una idea del lenguaje como práctica material. Esto implica el subrayado de una relación: el lenguaje hace el cuerpo y el cuerpo hace el lenguaje. La escritura de Morris recuerda, todo el tiempo, este vínculo. Si los modos de nombrar el mundo establecen un orden político para ese mundo, se van a producir disputas que se juegan tanto en una selección léxica, por ejemplo, de un adjetivo (“suele llamarse endeble, suele llamarse precaria, suele llamarse voluntarista, puede llamarse voluntarista.”), como en un ritmo particular. Pero el ritmo también debe entenderse desde su materialidad: es el modo en que el lenguaje organiza y hace ver su engranaje con el cuerpo. Por ese vínculo -y ya no como un recurso formal- el ritmo es un problema político. O, como dice Meschonnic, hay una política del ritmo. Esta noción del lenguaje en el libro, pone en diálogo las luchas por definir el mundo con el nudo de mucho de lo que nos preguntamos en el presente sobre las posibilidades de construir una forma de vida alternativa al neoliberalismo empresarial. 

     ¿Cómo describir ese ritmo? ¿Es un ritmo que busca seguir el de los pensamientos? Puede ser, y en algunos momentos sin duda (“Más bien no lo querían. Más bien era mejor no quererlo. Más bien lo otro.”) ¿Son los pensamientos de una militante? También podría ser, aunque los usos de la persona gramatical y la casi ausencia de la primera, requeriría darle una vuelta más a esa hipótesis, y sobre todo revisar nuestra tentación de producir una lectura que, traccionada por la biografía de Kesselman, pase por alto una construcción más inestable y por lo mismo, compleja. En Morris se escucha un ritmo asertivo donde resuenan y se enredan modos enfáticos de la proclama y la oratoria política, o de la consigna (“incluso ante el vacío, incluso ante la horda de descerebrados con prensa que cantan loas, incluso en el lenguaje clandestino, al liberalismo”; “Un fragmento para comer o destruirse el hígado. Un fragmento para absorber cosas escritas por otros […]. Lo único que se podía dejar de tener era lo único que verdaderamente se tenía.”), con modos que buscan ese efecto de objetividad o distancia de los discursos informativos (“En ese punto el centro de la supervivencia de la fuerza vuelve a ser la minoría, el grupúsculo que dedica horas de sueño a estar fuera del sueño.”); y ese modo del pensamiento que se configura como una sentencia y responde al impulso de fijar cualquier aspecto del universo en una clasificación. Esa forma de vincularse que solemos rechazar cuando decimos que se está etiquetando a alguien o algo; o que elogiamos al expresar “le sacó la ficha”, pero que, en definitiva, responden al mismo afán estabilizador (“Los que tienen ojeras parecen muertos; las que tienen pelusa rubia encima del labio parecen hombres jóvenes.”) Lo que resuena en Morris, entonces, es un ritmo que trabaja con las retóricas que buscan imponer una explicación del mundo: algunas se vinculan con una tradición estrictamente política -o militante-; otras con los medios de comunicación; otras parecen más relacionadas con, llamémoslo por ahora, la vida práctica. Pero todas se entrelazan para advertir que, en los usos, el lenguaje no funciona por bloques separados -como abstracciones- sino más bien en una continuidad donde los intervalos y las interrupciones se producen en simultáneo y en cruce. Es posible registrar otros movimientos, pero es este el que predomina y me interesa destacar. Sobre todo, porque ese ritmo de fraseo asertivo, muchas veces aforístico, donde predominan las nominalizaciones, las enumeraciones y el uso de los dos puntos se enmaraña en una serie de figuras en torno a la historia, la militancia, el trabajo, el territorio de la provincia, la percepción, entre otras, y piensa los problemas que implica en este presente el acto de nombrar. Cuestión que vuelve sobre esa pregunta inicial. 

     ¿Cómo organiza Morris ese movimiento del lenguaje? Por ejemplo, con frases y palabras que se dispersan y enlazan esos 24 textos en un conjunto. Se forma, así, una estructura hilvanada donde predominan las construcciones paralelas, muchas con anáforas (“Todo apagado; todo lo que vive metido en el sueño.”) que se suceden y encadenan en un juego de similitudes y diferencias. A veces, el sintagma inicial se expande y en ese movimiento de extensiones -o también de repliegues- la escritura avanza: “Los primeros, vanguardia. Los segundos, arribismo. Los primeros, sectarios. Los segundos, sectarios. Los primeros, rencorosos. Los segundos, resentidos”. En ocasiones, propone un sentido alternativo que contradice o pone en suspenso al anterior, incluso enfatizándolo: “la transformación del orden social falló, y eso es triste, pero la transformación del orden social falló, y eso es mejor.”; “El futuro decía: apúrense”; “El futuro también decía: olvídense de la velocidad”. En otros momentos, establece una jerarquía o un orden: “No llega a ser más que brisita […]. No, es viento […]. Es viento, suave pero helado, un poco inconducente”.  Y generalmente pasa todo esto junto. 

     Lo que no persigue este movimiento, entonces, es el encuentro de la palabra justa. No parece el rasgo de una estética -por ejemplo, el gesto objetivista que busca exactitud o precisión en la imagen, aunque la lectura del objetivismo haya posibilitado esta inquietud en escritoras como Kesselman- o un recurso que pueda explicarse a partir de esa búsqueda que definió un modo de pensar la literatura y sus vínculos con lo político durante el siglo XX. Tampoco su aparente reverso: una reflexión filosófica sobre lo inefable en la literatura. Más bien, en ese gesto que subraya lo que se juega en la elección de una palabra o de un sintagma, y en el fraseo (“Alguien llama a esto una experiencia anacrónica. Alguien llama a esto una experiencia única. Alguien llama a esto una experiencia crística. Alguien llama a esto estar a las puertas del fascismo”), Morris sería algo así como la apuesta por una indagación sobre el futuro que se sostiene en la exploración de las posibilidades del lenguaje. 

     En este punto, quiero incorporar una noción que, si bien resulta problemática porque se la usa como atributo muy amplio y para señalar cosas disímiles, o en algunos momentos se vuelve una palabra de moda, me resisto a abandonar: la noción de lo “plebeyo”. Me interesa porque permite profundizar una configuración política particular en una zona de la poesía argentina que se extiende -con modulaciones diversas- desde Olivari y la década del 1920, hasta el presente. En estas escrituras, lo político -leído desde lo plebeyo- se singulariza porque construye una visión de la historia que cuestiona la idea de progreso y por un sujeto ambivalente, en ocasiones vacilante, muchas veces inasible o elusivo, que interroga las identificaciones únicas y estables. Incluida las de clase. En Morris se lee: “La historia solo es lineal cuando conviene a la facción contraria que sea lineal. De otra forma, la facción contraria se solaza en ver itinerarios, dudas, un hilo de pasos que va y viene hasta que la huella se pierde.” 

     Plebeyo se desplaza de lo popular y no remite a ese imaginario que concibe al pueblo como una comunidad ideal, movilizada por un interés común. Es más bien una experiencia que se produce en las interacciones propiciadas por el mercado cultural en el contexto del capitalismo global, y no una cualidad definitoria de una clase o de un grupo. En Morris algunas de estas cuestiones aparecen de un modo más evidente, como objeto de reflexión en el ritmo, en el movimiento de la escritura (“En la televisión baila un hombre disfrazado de tostada, un hombre disfrazado de tostada, un hombre disfrazado de tostada baila, una marca local de reposeras, es el lado de adentro, falta poco.”) En otros momentos, se condensan en alguna figura como cuando se trata de pensar la representación de la historia y la historia como representación, problema que atraviesa el libro ¿Qué habría que contar en una historia de las masas? O mejor, ¿qué cosa es una historia de las masas? El fragmento 14 se para en el punto de inserción entre el lenguaje y el cuerpo para plantear y abrir esas preguntas: “Proyecto: tatuarse una historia de las masas; por ejemplo, en la espalda. En el brazo. En las costillas donde hay un duende, un hongo y una frase: los sueños, sueños son, con letra que mima escritura a mano. Cuando pueda. Cuando junte la plata. Cuando encuentre un amigo con una aguja en la mano.”

     La imagen del tatuaje vuelve literal que el cuerpo es el soporte de la historia. La inscripción es visible, aunque la representación no es necesariamente, transparente (“Tienen que ser muchos puntos juntos que dejen la piel completamente tapada. Eso, negro.”) Una representación que busca dar cuenta de esa historia, además de que acarrea con grandes disputas o pequeñas disidencias (“va a tener que frenar a su amigo, que quiere representarlos como pequeñas calaveras de muerte, lo que ella no permite”), no puede componer una síntesis homogénea ni una imagen clara (“No son esas ideas limitadas, supone, lo que quiere que le escriban en el cuerpo. Tienen que ser muchos puntos juntos que dejen la piel completamente tapada.”)

     Este tatuaje lleva a pensar en el cuerpo como archivo, pero con la condición de que recordemos que la categoría no se refiere a una caja que guarda elementos conocidos y clasificados, sino que implica un proceso. Se parece más a una madeja de hilos: tirar de uno, si queda solo puede provocar su pérdida, o que se vuelva un ovillo independiente, o que se enrede con otros. También los hilos podrían quedar como están (“y el sueño organiza, ovillándolo, otro sintagma.”)  Pero en este momento de Morris, contra el sentido común que atribuye al tatuaje fijeza y permanencia, el movimiento está dado por sus puntos y la perspectiva de quien mira: “Abajo a la izquierda, los puntos se revolucionan y se enfrentan a otros puntos […] Inmediatamente después este grupo los puntos están alrededor de un punto igual pero de mayor tamaño, o más oscuro, o más grande, o más denso, que es su líder”.

     Algo interesante en Morris reside en que, mientras no sería posible identificar la militancia partidaria (si se asocia a un ideario unificado) con una experiencia plebeya en el sentido en que lo definí arriba, la escritura de esa experiencia militante, en cambio, se sustrae a cualquier clase de homogeneización. La tensión que se vincula con la concepción del lenguaje como campo de conflictos – que imposibilita la clásica bajada de línea- abre momentos donde al tiempo que descompone los sentidos, los pone en suspenso. Si el lenguaje emerge como apuesta al futuro, es gracias a este doble movimiento que abre su potencia plebeya en esos instantes de indecibilidad: “Puntos que llevan flores de colores, pequeñitas flores de distinto tipo: la cala melancólica, la estrella federal guerrillera, la rosa roja, la inarmónica azalea, un grupo de pétalos indecibles, nadie va a poder señalarlos, no existen en la vida real.”

     La dificultad o incluso la resistencia a establecer una nominación y a la vez, el fraseo -en la enumeración como catálogo que se expande para abarcar eso que fuera de la frase aún no tiene lugar-, establecen la posibilidad de construir sentidos nuevos. Es decir, un nuevo lenguaje: otros modos de ordenar y desordenar el mundo.

SARA BOSOER

Docente de la carrera de Letras (FaHCE) y de la Escuela Primaria Anexa de la UNLP. Investiga sobre poesía contemporánea y crítica literaria, y sobre la enseñanza de la literatura en educación primaria. También escribe poesía y realiza ilustraciones.

El marido rural, de John Cheever

CUENTO

ESTEBAN BARROSO


El marido rural (1954)
de John Cheever

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(“The Country Husband”, originalmente publicado en The New Yorker el 20 de noviembre de 1954. Con posterioridad fue incluido en el libro The Housebreaker of Shady Hill. En castellano, forma parte de Cuentos, edición que respeta la selección realizada por el propio Cheever de sus relatos).

 

 

     En la noche, en el interior del vacío y el silencio, en ese segundo que separa la conciencia del sueño. O todo lo contrario: en la eterna carrera de lo cotidiano, en la llamada de los gritos, en la sorpresa gratuita. Allí, en cualquier lugar y en cualquier momento, ¿qué nos decimos a nosotros mismos que debemos ser? ¿De dónde nacen las precisas palabras que nos acorralan? ¿Cuál es su misión? 

     Francis Weed se encuentra parado frente al abismo más profundo: ese que tiene la capacidad de separarnos en dos. No es un “marido rural”, al menos no en el sentido que nosotros entendemos. Es un marido de los suburbios, de un barrio residencial de buen pasar, de un pequeño mundo de clase media-alta. Shady Hill, tal su nombre, irradia por todos sus poros una presunción de pulcritud, refinamiento, altura moral y perfección. Salvo una, atravesada por la tragedia inevitable, todas las familias se mantienen –en palabras del propio Cheever- completas y productivas, afanosas en su deseo de perpetuar aquel coqueto barrio a través de innumerables reuniones y fiestas. Se suceden los chistes monótonos, los relatos de gatos perdidos, los bostezos de quienes recorren levemente el interior de sus conciencias buscando alguna escapatoria. El sueño más amplio adquiere la forma de nuevos subterráneos. La guerra parece un recuerdo lejano, y la sensación compartida es la de que no existen peligros ni perturbaciones en el mundo. El pasado resulta ser solo una necesidad: la necesidad de la negación, la no existencia, el olvido. 

     Apenas encontramos algunas excepciones en todo aquel paisaje estructurado, delimitado, observado por un nosotros que incluye y excluye al mismo tiempo a cada uno de sus integrantes. Júpiter, el perdiguero de los Mercer, atraviesa muros, arruina el césped de los jardines, arranca flores tan artificialmente cuidadas y dispuestas que pierden cualquier correlato con la naturaleza, con lo real. También tenemos a la pequeña Gertrude, hija de los Flannery, espíritu inquieto y propenso a quebrar los límites que separan lo público de lo privado, invasora de los espacios que constituyen los bordes, los muros externos del castillo de lo moral. Los padres la quieren, nos aclara Cheever. La madre la viste con ropas adecuadas a los parámetros establecidos. Pero Gertrude es la antítesis de todo lo que representan aquellas familias: es el descuido, es la suciedad, es el riesgo, es la autenticidad. Vete a casa, Gertrude. Vete a casa, repiten cada uno de los vecinos invadidos en sus espacios cotidianos. Pero Gertrude y Júpiter son imposibles de contener, de domar. Y tienen, evidentemente, los días contados.  

     Tan contados como Francis, como aquel Francis auténtico que parece querer emerger cuando se enamora no tanto de la niñera de sus hijos, sino más bien de la posibilidad, de una fantasía que lo anime a sacudirse de un mundo práctico, aquel en el que debe ensayar media hora de sonrisas familiares para una foto de navidad en el frente de su casa, mientras sus vecinos pasan en el auto, aminoran la velocidad para ver todo en detalle, y saludan. Y es en este estado en el que comete un error. No persigue desnudo a su mujer, tal como lo hace el señor Babcocks en el anonimato complaciente de la noche. Tampoco se decide -emborrachado y en el contexto justificable de una fiesta familiar, dentro de las moralidades dispersas de Shady Hill- a probar el tamaño de la vitrina de los trofeos intentando encajar a la señora Minot. Lo que hace, lo que tendrá repercusiones esperables, es responderle de mala manera a la anciana señora Wrightson en el andén de la estación de trenes, cuando ésta amablemente le contaba su disgusto por tener que cambiar repetidas veces las cortinas de su sala. 

     Ser abiertamente descortés y sincero, por primera vez después de muchos años, le genera una sensación de calma que no está destinada a durar. En una comunidad como Shady Hill, no hacen falta logaritmos complejos -aun ni siquiera inventados en aquel momento-, poderosas agencias de seguridad, cámaras de vigilancia, ni oscuros intereses operando en entretelones, para que la privacidad quede puesta en suspenso. Porque la vigilancia aquí, en esta comunidad a través de la cual Cheever nos sigue interpelando, está internalizada, automatizada, humanizada. Y es perfecta. June Masterton se encuentra apenas unos pasos detrás de Francis en el andén, y escucha sigilosamente las palabras que éste le dice a la señora Wrightson. La mujer de Francis se entera rápidamente de lo sucedido. Wrightson es quien dirige aquella comunidad desde las sombras, desde los gestos, desde las exclusiones. Y decide no invitarlos a su cumpleaños. Parece conformarse en torno a la figura de Helen, la hija mayor de Francis y Julia, la pena del ostracismo. De pronto, toda una posición social construida trabajosamente por Julia amenaza con derrumbarse por culpa de impulsos, de antipatías, de verdades. Los golpes se suceden. Se arman valijas. Atraviesa el aire el recuerdo de un beso robado. Francis le dice a Julia que depende de él. Julia responde apelando al supremo temor de aquella comunidad, a la pesadilla que se esconde detrás de toda máscara. Le dice: Francis, estabas solo cuando te conocí, y te quedarás solo cuando me marche. Y ya no sabemos si soledad y realidad, guardan alguna relación. 

     Sin embargo, nada pasa. Las valijas vuelven a ocupar el lugar de lo postergable. Las fiestas se siguen sucediendo tanto como las fantasías. El pueblo, dice Cheever, pende de un hilo; pero pende de un hilo en la luz del atardecer. Francis siente, por segunda vez en su vida, el vértigo que genera la sensación de estar perdido. En la más íntima soledad de su juventud había resuelto imponerse una serie de pautas que lo mantendrían ligado a la honestidad, la virtud, la limpieza, la puntualidad. Ahora siente cómo las más mínimas fibras se tensan, amenazan con quebrarse. Quizás lo real no sea la vida con Julia, la fotografía de sus hijos en el verano eterno de su escritorio. Quizás lo real se encuentra en sus sueños de esquí, de París, en ese primer diálogo con el psicólogo en el que dice sin preámbulos: Doctor, estoy enamorado. Júpiter pasa, ya en el final, mordiendo los restos de una pantufla. Las familias siguen intactas, los hogares bien dispuestos, los trenes puntuales, los indeseables expulsados. La comunidad resiste, con toda su impenetrable y agobiante carga de moral. Un joven –posiblemente el propio Cheever- decide huir. Da sus motivos: en aquel lugar si hay algo que se perdió, es la capacidad de soñar. Todos son nadie, sombras en una comunidad, en decenas de comunidades del ayer y del hoy, cerradas en sí mismas, separadas a través de muros -reales o pensados- de la tierra que se arremolina con el movimiento. Miembros de comunidades plenamente autoconscientes de sus normas tácitas, capaces de ejercer un firme control hipócrita sobre ellas. Piensan en subterráneos y fiestas. No son, no es que sean: más bien deben ser nadie. Allí la funcionalidad, especialmente cuando se los presenta como mandato, como ejemplo. Peligrosamente perdieron toda posibilidad de sentir, de soñar en grande, de maldecir, de llorar. De resistir. 

ESTEBAN BARROSO

Es Profesor en Historia (UNLP) y becario doctoral del CONICET.